El señor Taglioni siguió atareado con su trabajo espeluznante todo ese día, el siguiente y el otro, mientras Lockhart se encargaba de la cocina y el señor Dodd permanecía sentado en su cobertizo sin apartar la mirada resentida de los pepinos. Metida en su dormitorio, la señora Flawse ya había soportado lo suficiente las voces del puñetero de su marido, que resonaban en el descansillo y le hablaban del Cielo y del Infierno, del remordimiento, del pecado y la condenación. Si aquel viejo chiflado se hubiese muerto, o por lo menos no estuviera repitiendo siempre lo mismo, no le habría importado; pero seguía dale que dale, y a la tercera noche la señora Flawse estaba dispuesta a desafiar nieve, aguanieve, tormentas y alturas con tal de huir. Ató las sábanas unas a otras, desgarró las mantas en tiras que fue atando a las sábanas, que a su vez fijó a la cama, y finalmente, poniéndose la ropa de más abrigo, se encaramó a la ventana y, más que escalar, se dejó caer al suelo. Era noche cerrada, la nieve empezaba a derretirse y, aprovechando la negrura de los páramos y del barro, caminó sin ser vista. Avanzó entre el lodo del camino que conducía hasta el puente y lo había cruzado ya y estaba tratando de abrir el portalón, cuando oyó a sus espaldas el mismo alboroto que le diera la bienvenida a Flawse Hall: los aullidos de los perros. Todavía seguían en el patio, pero en la ventana de su dormitorio había luz y ella estaba segura de haberla dejado apagada.
La señora Flawse se alejó del portalón corriendo y tropezando y siguió el curso del torrente, en un intento desesperado por alcanzar la ladera de la colina que quedaba junto al túnel, y mientras corría y corría, oyó el crujir de la puerta de madera del patio y los ladridos de los perros que se acercaban. La jauría de los Flawse salía de caza. La señora Flawse siguió avanzando en la oscuridad, tropezó, se cayó, se puso en pie de nuevo y volvió a tropezar, pero esta vez fue a caer dentro del torrente. No era demasiado profundo, pero hacía un frío tremendo. Trató de escalar por la orilla opuesta, pero resbaló, se rindió y decidió seguir adelante, vadeando el río con el agua helada que le llegaba hasta la rodilla, caminando sin descanso hacia la sombra oscura de la colina y la boca negra del túnel. A cada paso inseguro que daba se le antojaba más grande y más espantoso. La señora Flawse vaciló. Aquel agujero negro le hablaba del infierno, de la jauría que ladraba detrás de Plutón; no del alegre Pluto de los dibujos animados de Walt Disney, sino del temible dios de los infiernos, a cuyo altar de riqueza había ido a rendir culto sin darse cuenta. La señora Flawse no era una mujer muy instruida, pero sabía lo suficiente como para comprender que se encontraba atrapada entre el demonio y el profundo mar azul, del que la separaban todavía los grifos, retretes y alcantarillas de las instalaciones del sistema de abastecimiento de aguas de Gateshead y Newcastle. Y mientras dudaba, alguien frenó a aquellos perros ladradores y, recortada en el horizonte, vio una silueta montada a caballo que blandía un látigo y azotaba a las bestias, a diestro y siniestro.
—¡Volved, escoria! —gritaba Lockhart—. ¡Volved a la perrera, carroñeros del infierno!
La voz de Lockhart llegó a oídos de la señora Flawse empujada por el viento, y por primera vez la suegra agradeció las palabras del yerno. Al cabo de un momento, sin embargo, ya no pensaba lo mismo. Dirigiéndose al señor Dodd en el mismo tono en que se había dirigido a los perros, Lockhart maldijo al pobre hombre por su estupidez.
—¿Ha olvidado el testamento, condenado mentecato? —le espetó—. Dejemos que esa bruja se aleje aunque sólo sea un kilómetro y medio del radio del caserón y habrá perdido su herencia. ¡Así que déjela correr y que se vaya al infierno!
—Lo había olvidado —confesó el señor Dodd arrepentido. El señor Dodd hizo girar al caballo y siguió a la jauría de vuelta a Flawse Hall con Lockhart cerrando la marcha.
La señora Flawse ya no lo dudó más. Ella también había olvidado aquella cláusula del testamento. No correría ni se iría al infierno; no, señor. Haciendo un último esfuerzo, salió del torrente como buenamente pudo y echó a andar hacia la casa con paso cansino. Al llegar, dado que no le quedaban fuerzas para escalar por las sábanas hasta su dormitorio, decidió probar suerte con la puerta. No estaba cerrada con llave. Una vez dentro, y temblando en la oscuridad, vio que la puerta de la cocina estaba abierta y que la luz se filtraba por debajo de la puerta de la bodega. La señora Flawse necesitaba una copa bien cargada que la reanimara. Así pues, se acercó a la puerta de la bodega sin hacer ruido y la abrió. Al poco rato sus gritos y chillidos resonaban como el eco por toda la casa, pues ante sus propios ojos, desnudo y con una cicatriz enorme que le surcaba el cuerpo de la ingle a la garganta, el señor Flawse, sentado encima de una mesa de madera manchada de sangre, la miraba con los ojos de un tigre. Junto a él, el señor Taglioni parecía atareado rellenando el cráneo de su marido con algodón mientras tarareaba la melodía de El barbero de Sevilla. La señora Flawse echó una ojeada y, después de gritar, se desmayó. Lockart tuvo que cargar con aquella mujer que soltaba disparates en su delirio y, ya en el dormitorio, la dejó caer encima de la cama. Una vez hecho esto, izó las sábanas y las mantas y la ató al lecho.
—Se acabaron las salidas bajo el resplandor de la luna —dijo con una risita antes de marcharse y cerrar la puerta con llave.
Y así fue. Cuando el señor Dodd le subió el desayuno, encontró a la señora Flawse con la mirada clavada en el techo y hablando sola.
Abajo, en la bodega, el señor Taglioni también hablaba solo. El ataque y la histeria de la señora Flawse en su presencia habían acabado de desmoralizarlo por completo. Tener que disecar a un muerto ya era suficiente para él, pero que una viuda afligida le interrumpiera por la noche en plena faena fue demasiado.
—¡Lléveme a casa! —suplicó a Lockhart—. ¡Lléveme a casa!
—No, hasta que haya terminado —repuso Lockhart, inflexible—. Tiene que conseguir que hable y que mueva las manos.
El señor Taglioni miró aquella cara enmascarada.
—Ser taxidermista es una cosa y titiritero otra muy distinta —le dijo—. Usted lo quería disecado, pues ya lo tiene disecado. Y ahora me viene con que quiere que hable. ¿Qué pretende? ¿Que haga un milagro? Esas cosas hay que pedirlas a Dios.
—Yo no se las pido a nadie, sólo se lo explico —dijo Lockhart, enseñándole un pequeño altavoz—. Tiene que colocarle esto donde tiene la laringe…
—Tenía —le corrigió el señor Taglioni—. No he dejado nada ahí dentro.
—Pues donde la tenía —prosiguió Lockhart—. Y luego quiero que le instale este receptor en la cabeza. —Y le tendió un receptor diminuto.
El señor Taglioni se mostró inflexible.
—No cabe. Tiene la cabeza rellena de algodón.
—Pues quítele un poco, métale esto dentro y deje un poco de espacio para las pilas. Y, ya que estamos en ello, quiero que la mandíbula se mueva también. Tengo un motor eléctrico. Venga, se lo enseñaré.
Pasaron el resto de la mañana preparando la instalación de sonido para el difunto señor Flawse, y cuando hubieron terminado, hasta se podían oír los latidos del corazón del viejo gracias a un interruptor. Y los ojos, que eran los del tigre, giraban sobre un eje con sólo presionar un botón del control remoto. Caminar y tumbarse era prácticamente lo único que no podía hacer, y, por lo demás, tenía mejor aspecto que de costumbre y se expresaba con tanta claridad como siempre.
—Muy bien —dijo Lockhart, después de probarlo—. Ahora ya puede beber hasta que reviente.
—¿Quién? —preguntó el señor Taglioni, que a aquellas alturas ya estaba totalmente desconcertado—. ¿Él o yo?
—Usted —repuso Lockhart, y lo dejó a solas con los vinos de la bodega.
Cuando entró en la casa se encontró al señor Dodd más borracho que una cuba. El sonido de la voz de su amo brotando de aquella efigie espantosa de la bodega había sido demasiado incluso para su alma curtida y ya se había soplado la mitad de una botella de su destilería particular de Northumbria. Lockhart se la arrebató.
—Voy a necesitar su ayuda para meter al viejo en la cama —le dijo—. Tiene la cadera rígida y habrá que izarlo un poco en las esquinas.
Al principio, el señor Dodd se opuso, pero al final lograron subirlo entre los dos y, después de ponerle la camisa de dormir de franela roja, lo sentaron en la cama y el viejo se puso a vociferar y a invocar a Dios Todopoderoso para que salvara su alma.
—No se puede negar que es muy realista —dijo Lockhart—. Es una lástima que no se me ocurriera antes eso de grabarle los comentarios.
—Lo que es una lástima es que se nos ocurriera —dijo el señor Dodd, borracho aún—. ¡Y ojalá no moviera la mandíbula arriba y abajo de esa manera! Parece una carpa con un ataque de asma.
—Pero los ojos están muy bien —insistió Lockhart—. Se los saqué al tigre.
—No hace falta que me dé explicaciones —dijo el señor Dodd, y de pronto se puso a recitar a Blake—: «Tigre, tigre, que ardes resplandeciente en los bosques de la noche; ¿qué ojo, qué mano frenética tramó esta celada eléctrica?»[11].
—Yo —repuso Lockhart con orgullo—. Y ahora lo voy a sentar en una silla de ruedas y lo dirigiré por control remoto para que pueda pasearse por la casa a su antojo. Así nadie sospechará que está muerto y ganaré tiempo para averiguar si ese tal señor Boscombe de Arizona es mi padre.
—¿Boscombe? ¿Un tal señor Boscombe? —dijo el señor Dodd—. ¿Y por qué cree que puede ser su padre?
—Escribió muchas cartas a mi madre —le aclaró Lockhart, y a continuación le explicó cómo las había conseguido.
—Ir detrás de ese hombre es una pérdida de tiempo —le dijo el señor Dodd—. La señorita Deyntry tenía razón. Recuerdo a ese hombrecillo, era un pobre diablo y su madre no estaba para monsergas. Haría mejor buscando más cerca de casa.
—Pero es que es la única pista que tengo… —se quejó Lockhart—. A no ser que me pueda sugerir otro candidato mejor.
El señor Dodd meneó la cabeza.
—Le voy a decir una cosa. Esa vieja bruja se ha enterado de lo que pretende y sabe perfectamente que el hombre está muerto. Si se marcha a las Américas, se las arreglará para escaparse de casa y avisar al señor Bullstrode. Ya vio lo que hizo anoche. Esa mujer es un peligro, y luego está el italiano de la bodega, que lo ha visto todo. En eso seguro que no había pensado.
Lockhart se quedó meditabundo un momento.
—Iba a llevarlo de vuelta a Manchester —dijo finalmente—. No tiene ni idea de dónde está.
—Puede, pero conoce muy bien la casa y nos ha visto la cara —le recordó el señor Dodd—. Y si esa zorra se pone a anunciar a los cuatro vientos que hemos disecado al hombre, la ley no tardará en atar cabos.
En la bodega, el señor Taglioni había atado más de un cabo y pretendía quedarse sin sentido a base de tragos de oporto. Estaba sentado rodeado de botellas vacías y proclamaba con palabras un tanto confusas que era el mejor preñador del mundo. No era una palabra que le gustara usar, pero su lengua ya no podía articular una palabra con tantas sílabas como taxidermista.
—Ya está otra vez alardeando y soltando disparates —se quejó el señor Dodd, cuando estaban a punto de bajar la escalera de la bodega—. ¡Desde luego que es el mejor preñador del mundo! Aunque, para mi gusto, la palabreja tiene demasiadas acepciones.
La señora Flawse compartía su aversión. Atada al lecho en el cual su difunto y disecado marido había intentado preñarla, se estremecía ante el repertorio del señor Taglioni. El repertorio del señor Flawse no le ayudaba en nada. El señor Dodd le había puesto la cinta «Historia familiar, Descubrimientos sobre la», que, gracias a las habilidades de Lockhart en el campo de la electrónica, se rebobinaba sola al terminar y volvía a repetir los dichosos descubrimientos hasta la náusea. Como la cinta era de cuarenta y cinco minutos y tardaba tres en rebobinarse, la señora Flawse tenía que soportar la tortura de los gritos de borracho del señor Taglioni, para luego volver a las interminables sesiones del dormitorio del otro lado del descansillo sobre la historia del Verdugo Flawse, del Obispo Flawse en la hoguera y la canción del Trovador Flawse bajo la horca. Este último era el que más la sobresaltaba.
Cuando yazgo en el jergón
no sé dónde tendré el carajo;
Dejad pues el cabezón
y colgadme bocabajo.
La primera estrofa era horrible, pero el resto era mucho peor. Cuando la señora Flawse oyó al viejo pedir por decimoquinta vez que le abrieran el culo a Sir Oswald y le devolvieran su hermosura, porque no iba a reventar por no poder mear, su viuda estaba más o menos en la misma situación. No es que quisiera su hermosura, pero sí estaba a punto de reventar por no poder mear. Mientras tanto, Lockhart y el señor Dodd, encerrados en la cocina, discutían lo que iban a hacer fuera del alcance de sus oídos.
—No podemos dejar que ese latino se marche —dijo el señor Dodd—. Sería mucho mejor que nos libráramos de él para siempre.
Sin embargo, Lockhart pensaba de un modo mucho más práctico. La repetida afirmación del señor Taglioni de que era el mejor preñador del mundo y la ambigüedad de la declaración le habían dado una idea. Además, la actitud del señor Dodd era muy rara. La rotunda negativa de que el señor Boscombe de Dry Bones hubiera sido el amante de la señorita Flawse y, por lo tanto, su padre, había acabado por convencerle. El señor Dodd nunca decía nada que no fuera verdad. A Lockhart no le había mentido jamás… por lo menos hasta entonces. Y ahora afirmaba categóricamente que las cartas no le darían ninguna pista. De hecho, la señorita Deyntry y la vieja gitana ya se lo habían advertido: «Ni papel ni tinta te ayudarán en tu gesta». Muy bien, Lockhart lo aceptaba; pero sin el señor Boscombe no tenía ninguna posibilidad de encontrar a su padre antes de que todo el mundo se enterara de que su abuelo estaba muerto. El señor Dodd estaba en lo cierto. La señora Flawse lo sabía y seguro que lo proclamaría a los cuatro vientos en cuanto la soltaran. Como sus gritos habían ido subiendo de tono, en un crescendo que ahogaba incluso la narración del señor Flawse sobre la historia de su familia y las frases inconexas del señor Taglioni, para alivio de la señora Flawse Lockhart decidió ir a ver qué ocurría. Tan pronto como abrió la puerta del dormitorio, la mujer le gritó que si no la dejaban mear inmediatamente no moriría nadie, pero ella reventaría. Lockhart la desató y la señora Flawse se dirigió a las letrinas bamboleándose a todo correr. Cuando entró en la cocina, Lockhart ya estaba decidido.
—He encontrado a mi padre —le anunció.
La señora Flawse lo miró con odio.
—Eres un mentiroso —le acusó—, un mentiroso y un asesino. Ya he visto lo que le has hecho a tu abuelo y no te creas que…
Lockhart no creía nada. Con la ayuda del señor Dodd, llevó a la señora Flawse a rastras hasta su dormitorio y la volvió a atar a la cama. Pero esta vez la amordazaron.
—Ya le dije que esa vieja bruja sabía demasiado —insistió el señor Dodd—. Y como lo único que le importa en la vida es el dinero, por mucho que la amenace no querrá morir sin él.
—Siendo así, tendremos que adelantarnos a ella —concluyó Lockhart, y bajó a la bodega.
El señor Taglioni ya iba por la quinta botella y alzó la vista con la mirada empañada y los ojos inyectados en sangre.
—¡El mejor taxi… preñador del mundo! ¡Yo! —balbuceó—. Zorr, gllina, fisán, scoja quejo dseco. Y ahora he dsecado un hombr. ¿Qué le prece?
—¡Papá! —dijo Lockhart, pasando el brazo por el hombro del señor Taglioni con afecto—. ¡Mi querido papá!
—¡Papá! ¿De quién coño hablas? —le espetó el señor Taglioni, demasiado borracho para comprender el nuevo papel que le había tocado en el reparto.
Lockhart le ayudó a ponerse en pie y a subir las escaleras. Mientras tanto, en la cocina el señor Dodd estaba muy atareado preparando una buena cafetera bien cargada. Lockhart apuntaló al taxidermista contra el banco de la cocina mientras éste procuraba enfocar aquel nuevo paisaje que no dejaba de dar vueltas. Necesitaron una hora, más de medio litro de café y un buen plato de estofado para que se le pasara la melopea. Lockhart insistió en llamarle papá todo el rato. Al italiano sólo le faltaba aquello para perder los estribos.
—¡Yo no soy su condenado padre! —le soltó—. No sé de qué me habla.
Lockhart se levantó, se metió en el estudio de su abuelo, abrió la caja de caudales oculta detrás de las obras completas de Surtees y regresó a la cocina con una bolsita de gamuza. Indicó al señor Taglioni que se acercara a la mesa y vació el contenido de la bolsa delante de sus narices. Mil soberanos de oro tintinearon encima de la desgastada mesa de pino. El señor Taglioni puso los ojos en blanco.
—¿Qué hace ahí todo este dinero? —preguntó. Cogió un soberano y lo manoseó—. Oro, oro puro.
—Es todo para ti, papá —dijo Lockhart.
Por una vez, el señor Taglioni no puso la palabra en tela de juicio.
—¿Para mí? ¿Va a pagarme en oro por haber disecado a un hombre?
Lockhart negó con la cabeza.
—No, papá, por otra cosa.
—¿Por qué entonces? —pregunto el taxidermista, receloso.
—Por ser mi padre —dijo Lockhart.
Al taxidermista le empezaron a girar los ojos de una manera casi tan inaudita como los ojos de tigre del viejo.
—¿Su padre? —preguntó con asombro—. ¿Quiere que sea su padre? ¿Y por qué tendría que ser su padre? Ya debe de tener uno.
—Es que soy un bastardo —le explicó Lockhart, pero eso no era ninguna novedad para el señor Taglioni.
—Pero los bastardos también tienen padre, o ¿acaso su madre era virgen?
—No meta a mi madre en esto —le advirtió Lockhart, y el señor Dodd enterró el atizador en las brasas del hornillo. Cuando estuvo al rojo vivo, el señor Taglioni ya había tomado una decisión. Las alternativas que le ofrecía Lockhart le dejaban poco donde elegir.
—Muy bien, de acuerdo. Voy a ir a decir a ese tal señor Bullstrode que soy su padre. No me importa. Usted me paga todo este dinero. Por mí, está bien. Lo que usted diga.
Lockhart dijo mucho más. Le comentó la posible condena en prisión que tendría que cumplir un taxidermista por haber disecado a un anciano, al que con toda probabilidad había asesinado por los mil soberanos de oro que el viejo tenía guardados en la caja de caudales.
—¡Yo no he matado a nadie! —gritó el señor Taglioni, fuera de sí—. Eso lo sabe perfectamente. Cuando llegué ya estaba muerto.
—Demuéstrelo —le desafió Lockhart—. ¿Dónde están todos los órganos vitales de ese hombre que el forense tendría que examinar para establecer el momento de la muerte?
—Con los pepinos —dijo el señor Dodd sin querer. Era algo que no conseguía quitarse de la cabeza.
—Ahora eso no importa —dijo Lockhart—. Lo que quiero que comprenda es que nunca podría demostrar que no mató a mi abuelo y el dinero sería el móvil. Además, en esta región no nos gustan los extranjeros. El jurado tendría prejuicios contra usted.
El señor Taglioni era más que consciente de esa posibilidad. Estuviera donde estuviere, todos y todo parecían tener prejuicios contra él.
—Muy bien. Diré lo que usted quiera que diga —aceptó—, pero si lo hago podré quedarme con el dinero, ¿verdad?
—Exactamente —dijo Lockhart—. Le doy mi palabra de caballero.
Aquella misma noche el señor Dodd fue a Black Pockrington y, tras sacar el coche del escondite del horno de cal, se dirigió a Hexham para comunicar al señor Bullstrode que, a la mañana siguiente, se requería su presencia en la casa, así como la del doctor Magrew, que sería testigo de la declaración jurada del padre de Lockhart en la que se reconocía responsable del embarazo de la señorita Flawse. Inmediatamente después fue a devolver el coche a Divit Hall.
Lockhart permaneció sentado en la cocina con el señor Taglioni, que tenía que aprenderse su papel. En el piso de arriba, la señora Flawse luchaba consigo misma. Finalmente había decidido que nada, ni siquiera la perspectiva de heredar una fortuna, iba a tenerla allí tumbada a la espera de un final similar al de su marido. Se desataría de la cama y se marcharía de aquella casa fuera como fuese y ni siquiera el recuerdo de la jauría Flawse corriendo tras ella iba a disuadirla de huir. Incapaz de expresarse verbalmente por culpa de la mordaza, la señora Flawse se concentró en las ataduras que la mantenían unida a la estructura de la cama de hierro. Tiró de ellas con las manos hacia arriba y hacia abajo una y otra vez, con una perseverancia que reflejaba el miedo que sentía.
Entretanto, en Hexham el señor Bullstrode no perdía las esperanzas de convencer al doctor Magrew de que fuera a Flawse Hall con él a la mañana siguiente. El doctor Magrew no se dejaba persuadir con facilidad. Su última visita al lugar le había producido un efecto bastante negativo.
—Bullstrode —dijo—, dada mi profesión, no me resulta fácil hacer confidencias sobre un hombre al que conozco desde hace tantos años y que es muy posible que, en este preciso instante, esté en su lecho de muerte. No obstante, tengo que confesarle que la última vez que le oí hablar, el viejo Edwin dijo cosas muy feas sobre usted.
—No lo dudo —dijo el señor Bullstrode—. Con toda seguridad, estaría delirando. No se puede confiar nunca en las palabras de un anciano aquejado de senilidad.
—Tiene usted razón —convino el doctor Magrew—. Sin embargo, había una suerte de precisión en algunos de sus comentarios que no me pareció un síntoma de senilidad.
—¿Como por ejemplo? —le preguntó el señor Bullstrode.
El doctor Magrew no quiso entrar en detalles.
—No voy a repetir una calumnia —dijo con firmeza—, pero no estoy dispuesto a regresar a Flawse Hall hasta que Edwin esté muerto o le haya pedido disculpas.
El señor Bullstrode enfocó la cuestión de un modo mucho más filosófico y pragmático.
—Como su médico de cabecera, usted sabrá lo que hace —le dijo—, pero yo no estoy dispuesto a renunciar a mis honorarios como abogado, y tratándose de una finca tan grande habrá muchos asuntos que liquidar. Por otra parte, el testamento es lo suficientemente ambiguo para ser terreno abonado para pleitos. Ahora bien, si Lockhart ha encontrado a su padre, dudo mucho que la señora Flawse no lleve el caso a los tribunales, y los beneficios de una acción judicial tan larga serían considerables. Después de tantos años de amistad, sería absurdo fallarle a Edwin ahora que me necesita.
—Por supuesto —convino el doctor Magrew—. Entonces iré con usted, pero le advierto que en esa casa están pasando cosas muy raras que no me hacen ni pizca de gracia.