16

Abrió las cartas con la solemnidad debida y con la sensación de estar tentando al destino. «Ni papel ni tinta te ayudarán en tu gesta», le había advertido la gitana, y a pesar de que su predicción no se había cumplido en el caso de la tinta y el papel de la señorita Goldring, al recordar sus palabras Lockhart tuvo la certeza de que se referían concretamente a esas cartas de su madre difunta. Cuando la gitana habló con él, la señorita Deyntry se las acababa de entregar y eso no podía ser una coincidencia. Explicarlo le habría puesto en un apuro, pero en su mente yacían latentes supersticiones ancestrales, de una época en la que las advertencias de una gitana no se tomaban a broma. Además, había acertado en otras cosas. En efecto, se habían producido tres muertes, y aunque ella no les había dado mucha importancia, había sido muy precisa en lo de la sepultura vacía. Los restos de la difunta señora Simplón no la necesitaban. ¿Y lo del hombre colgado de un árbol? No se podía negar que el superintendente de policía estaba colgado de un árbol, aunque no del modo siniestro que le había predicho la vieja. Y luego estaba lo de su don: «Mientras no vuelvas a tu don». Probablemente se refería al millón que había ganado en la demanda por daños y perjuicios. Pero Lockhart no estaba seguro; se refería a otro don que nada tenía que ver con el dinero.

A pesar de todo, Lockhart se armó de valor y abrió las cartas una a una, empezando por la primera, que procedía de Sudáfrica y estaba fechada en el año de su nacimiento, hasta terminar con la última, fechada en 1964 y enviada desde Arizona. Su padre, si es que era su padre, era todo un viajero y Lockhart comprendió enseguida el porqué. La señorita Deyntry tenía toda la razón. Grosvenor K. Boscombe era ingeniero de minas y su trabajo le había llevado por todo el mundo en busca de metales preciosos, petróleo, gas, carbón y de todo lo que llevaba descubierto milenios y de lo que estaba por descubrir gracias a los métodos de la minería moderna. Seguramente era ingeniero de minas y, además, de mucho éxito. En su última carta desde Dry Bones, Arizona, anunciaba su matrimonio con una tal Phoebe Tarrent y también daba a entender que había tenido un golpe de fortuna con lo del gas natural. Con todo, fuera cual fuere su pericia como ingeniero de minas, estaba claro que Grosvenor K. Boscombe no tenía ningún talento para las cartas. Lockhart no encontró en ellas esa chispa de pasión o de sentimiento que esperaba, y todavía menos algo que sugiriese que el señor Boscombe hubiera hecho algo que pudiera hacer de él el padre desaparecido de Lockhart. El señor Boscombe se limitaba a relatar los azares de su oficio y profesión y hablaba de su aburrimiento. Describía las puestas de sol de los desiertos de Namibia, Arabia Saudita, Libia y del Sahara empleando casi exactamente las mismas palabras que había utilizado en cartas anteriores. Cuando Lockhart hubo conseguido descifrar todas las cartas había cruzado por correspondencia la mayor parte de los desiertos del mundo, tarea todavía más ardua teniendo en cuenta la ineptitud del señor Boscombe a la hora de escribir correctamente, o siempre igual, cualquier palabra de más de cuatro sílabas. Así, Arabia Saudita aparecía con media docena de variantes que iban desde «Rabia Sudita» a «Harabiya au Dita». La única palabra que sabía escribir correctamente era «aburrimiento» y le caía que ni pintada. Grosvenor K. Boscombe era aburrido dondequiera que fuera y, aparte de ver el mundo como un acerico gigante en el que su profesión le incitaba a clavar agujas hasta el fondo, el único momento de lo que se podría llamar pasión fue cuando él y los muchachos —sabe Dios quiénes serían— perforaban algún punto subterráneo de compresión y entonces «salió un chorro». La frasecita se repetía con menor frecuencia que las puestas de sol, y los pozos secos abundaban más que los yacimientos, pero de todos modos seguía saliendo «un chorro» muy a menudo. El otro momento de pasión fue el golpe de suerte de Dry Bones, Arizona, cuando —en palabras textuales del señor Boscombe— «estoi entre los afortunaos que tienen más pasta de la que se necesita pa enpapelar la luna». Lockhart interpretó el sentido de aquellas palabras y dedujo que su presunto padre era rico y poco imaginativo. El sabía exactamente lo que quería hacer con su propio dinero, y empapelar la luna no aparecía en su lista de prioridades. Quería encontrar a su padre y quitarle a la señora Flawse toda la herencia, y si el señor Boscombe era su padre, estaba dispuesto a zurrarle hasta dejarlo a dos dedos de la muerte, de acuerdo con la voluntad expresada por su abuelo en el testamento.

Cuando hubo leído todas las cartas, permitió que Jessica las leyera también.

—Su vida no parece haber sido demasiado interesante —le comentó—. Sólo sabe hablar de desiertos, puestas de sol y perros.

—¿De perros? —se sorprendió Lockhart—. Me debo haber saltado ese trozo.

—¡Pero si sale al final de todas las cartas! «Por favor, de le recuerdos a su padre y a los perros de mi parte. Fue un onor conocer los. Sullo, Gros». Y luego está eso de que lencantan los perros.

—Eso es tranquilizador —dijo Lockhart—. Me refiero a que le gusten los perros. Si es mi padre, por lo menos demuestra que tenemos algo en común. Nunca he tenido demasiado tiempo para las puestas de sol. Los perros son otra cosa.

El ex bull-terrier del coronel Finch-Potter dormía plácidamente, acomodado en la alfombra al calor del fuego. Después de haber sido adoptado por Lockhart y contrariamente a lo que le había ocurrido a su amo, se había recuperado de los efectos de aquella noche de excesos, mientras el coronel estaba envuelto en un contencioso legal y remitía cartas al primer ministro para que le dejaran salir del hospital psiquiátrico en el que le tenían confinado. El perro se había instalado muy contento en su nuevo hogar y Lockhart lo miraba ahora con gratitud. El bull-terrier había desempeñado un papel muy importante en la campaña de evacuación de los inquilinos indeseables de Sandicott Crescent y Lockhart lo había rebautizado en consecuencia con el nombre de Gorila[9].

—Supongo que podríamos intentar que ese tal Boscombe viniera a vernos con el cebo de un perro con un pedigrí muy especial —dijo, pensando en voz alta.

—¿Y por qué tendría que venir él? —le preguntó Jessica—. Con todo el dinero que tenemos, podemos permitirnos ir a América en avión.

—Todo ese dinero no va a poder comprarme una partida de nacimiento, y sin ella no puedo conseguir el pasaporte —le recordó Lockhart, que todavía no había olvidado su experiencia de «no existencia» en las oficinas de la Seguridad Social. Además, tenía la intención de aprovechar aquel supuesto inconveniente en otros campos.

Si el Estado no estaba dispuesto a contribuir, a su bienestar cuando lo necesitaba, no veía por qué razón tenía que contribuir al bien del Estado, aunque sólo fuera con un penique, pagando los impuestos. Eso de no existir tenía sus ventajas.

Y a medida que los meses de invierno pasaban, el dinero iba llegando. La compañía de seguros del señor Shortstead ingresó un millón de libras en la cuenta corriente que Lockhart tenía en la City de Londres, y la de Jessica del Banco de East Pursley iba engordando, mientras los carteles de «En venta» desaparecían y llegaban nuevos vecinos. Lockhart había elegido el momento para la campaña de desahucio con una precisión digna de encomio. El valor de la propiedad inmobiliaria estaba en alza y no vendieron ninguna de las casas por menos de cincuenta mil libras. En Navidad, la cuenta de Jessica había alcanzado ya las cuatrocientas setenta y ocho mil libras, y la consideración que le tenía el director del banco todavía subió más. Se ofreció a aconsejarla y le sugirió que invirtiera el dinero, pero Lockhart le dijo que no cometiera un disparate semejante. Tenía planes para ese dinero que nada tenían que ver con acciones y bonos, y menos aún con el impuesto sobre plusvalías que el director del banco, con dolor, le recordó que tenía que pagar. Lockhart sonreía confiado y seguía haciendo de las suyas en el taller del jardín. Eso le ayudaba a matar el tiempo mientras las casas se iban vendiendo, y además, tras su éxito como instalador de radios en el desván de los Wilson, se había convertido prácticamente en un experto y había comprado todos los elementos necesarios para fabricarse un sistema de alta fidelidad. De hecho, se lanzaba a la construcción de esos artefactos con el mismo entusiasmo que su abuelo demostraba en la cría de perros, y al poco tiempo el número 12 de Sandicott contaba con una completa instalación de sonido, que permitía que Lockhart —equipado de un simple transmisor de bolsillo— fuera de una habitación a otra conectando y desconectando altavoces y acompañado casi siempre de música. Los magnetófonos le volvían loco y se permitió el capricho de tener desde los más diminutos a pilas, hasta los gigantes, con bobinas de noventa centímetros que garantizaban música durante veinticuatro horas ininterrumpidamente, para luego dar la vuelta automáticamente a la cinta y volver a empezar desde el principio y así ad infinitum.

Y, del mismo modo que podía pasarse todo el día escuchando sus cintas, podía grabar también el día entero, se encontrara en la habitación en que se encontrara. Cada dos por tres se sorprendía cantando canciones, canciones muy extrañas que hablaban de sangre, batallas, odios heredados y ganado, que no encajaban en Sandicott Crescent y que le dejaban pasmado al brotar de un modo espontáneo de algún rincón oculto de su mente que no alcanzaba a comprender. Las palabras acudían a él y, cada vez más a menudo, hablaba en voz alta sin darse cuenta en un dialecto casi ininteligible, que apenas guardaba parecido con el acento tosco del Alto Tyne. Y junto con las palabras, venían las rimas y aquella música de fondo que silbaba como silba el viento en la chimenea las noches de tormenta. No había compasión en esa música, ni lástima, ni piedad, como tampoco la había en el viento ni en ninguno de los fenómenos de la naturaleza: sólo crueldad y belleza desnuda, que lo arrancaban del mundo real en el que vivía para llevarlo a otro mundo en el que tenía el alma. ¿El alma? Era muy curioso que en eso se pareciese tanto a su tío abuelo, apóstata de la ética y del esfuerzo —doctrina que su abuelo tenía como modelo—, que había vivido en la iglesia de San Bede de Angoe.

Sin embargo, Lockhart se preguntaba menos por estas sutilezas que por los problemas prácticos a los que debía enfrentarse, y las canciones y la música sólo le brotaban de tarde en tarde, cuando no se encontraba a sí mismo. Y en cuanto a eso, había que reconocer que cada vez se encontraba más a sí mismo de un modo que su abuelo, admirador incondicional de Fouler y de su obra maestra Uso y autoabuso, Biblia del viejo en cuestiones de masturbación, habría lamentado. La tensión que suponía el contenerse por no imponerse al ángel de su Jessica había empezado a afectarle, y las fantasías sexuales poblaban su mente mientras hacía chapuzas en el taller con un soldador. Eran de la misma naturaleza ancestral y casi arquetípica que los bosques que habitaran la mente de Gorila bajo los efectos del LSD. Y empezó a tener remordimientos. Había momentos en los que se planteaba la posibilidad de saciar su deseo en Jessica, pero enseguida apartaba la idea de sus pensamientos y recurría al alisador de piel de cordero del taladro eléctrico. No era un remedio totalmente satisfactorio, pero por el momento le bastaba. Un día, cuando fuera dueño y señor de Flawse Hall y propietario de cinco mil acres, formaría una familia; pero no antes. Mientras tanto, él y Jessica vivirían en castidad y recurriría al taladro eléctrico o a métodos manuales. El razonamiento de Lockhart era un tanto primitivo, pero era fruto de la sensación de que todavía no era dueño de su destino y de que sería impuro hasta que llegara ese momento.

El momento llegó antes de lo que esperaba. A finales de diciembre sonó el teléfono: era el señor Bullstrode que lo llamaba desde Hexham.

—Escucha, hijo —le dijo muy serio—. Tengo malas noticias. Tu padre, digo tu abuelo, está muy grave. El doctor Magrew tiene pocas esperanzas de que se recupere. Creo que deberlas venir inmediatamente.

Lockhart se sentó al volante de su coche nuevo, un Rover de tres litros, y arrancó en dirección norte deseando la muerte de la señora Flawse de todo corazón y dejando a Jessica llorando a lágrima viva.

—¿Y no hay nada que pueda hacer para ayudarte? —le preguntó, pero Lockhart negó con la cabeza. Si su abuelo se estaba muriendo gracias a una triquiñuela de la señora Flawse, no quería que su hija estuviera presente y le estropeara los planes que tenía preparados para aquella vieja bruja. Pero cuando llegó al puente con portalones que quedaba al final del camino que llevaba a la casa, el señor Dodd le dijo que el hombre se había caído y que, si bien no había sido por voluntad propia, sí por lo menos sin la ayuda de su mujer, que se había pasado todo el rato en el huerto. El señor Dodd era testigo.

—¿Y no había pieles de plátano? —preguntó Lockhart.

—Ninguna —dijo el señor Dodd—. Resbaló en el estudio y se golpeó la cabeza contra el cubo del carbón. Yo fui el que lo oyó y lo llevé arriba.

Lockhart subió por las escaleras y, tras acallar los lamentos de la señora Flawse con un «¡A callar, mujer!», entró en el dormitorio de su abuelo. El viejo estaba tumbado en la cama y, sentado a su lado, el doctor Magrew le tomaba el pulso.

—Tiene el corazón fuerte, es la cabeza lo que me tiene preocupado. Tendrían que someterle a Rayos-X para comprobar que no hay fractura, pero no me atrevo a trasladarlo por estas carreteras tan accidentadas —le explicó—. Tendremos que confiar en el Señor y en la fortaleza de su constitución.

Como si pretendiera hacer un alarde de esa fortaleza, el viejo señor Flawse abrió un ojo terrible y tachó al doctor Magrew de bribón y de ladrón de ganado para volverlo a cerrar y caer de nuevo en estado de coma. Lockhart bajó por las escaleras en compañía del doctor Magrew y el señor Dodd.

—Se nos podría ir en cualquier momento —les dijo el doctor— o permanecer así durante meses.

—Hay que esperar que así sea —dijo el señor Dodd, dirigiendo una mirada cargada de intención a Lockhart—. A la menor oportunidad, mataría al hombre y lo asfixiaría con el almohadón.

Lockhart meneó la cabeza. Esa misma sospecha rondaba su mente. Y aquella noche, después de que el doctor Magrew se hubo marchado con la promesa de volver a la mañana siguiente, Lockhart y el señor Dodd se sentaron en la cocina, libres de la presencia de la señora Flawse, a conferenciar.

—Vaya y enciérrela bajo llave —le pidió Lockhart—. Ya le daremos de comer por el ojo de la cerradura.

El señor Dodd desapareció y regresó a los pocos minutos para decirle que aquella zorra estaba encerrada en su guarida.

—Y ahora —dijo Lockhart—, esperemos que el abuelo no se muera.

—Eso depende de los dioses —le dijo el señor Dodd—. Ya ha oído al doctor.

—Le he oído, y sigo diciendo que no se puede morir.

Una retahila de maldiciones a voz en grito procedente del piso de arriba les confirmó que el señor Flawse respondía a sus esperanzas.

—Cada dos por tres le da por ahí. Se pone a chillar y a insultar a todo bicho viviente.

—¿Ah, sí? —dijo Lockhart asombrado—. Me acaba de dar una idea.

A la mañana siguiente, Lockhart se levantó antes de que el doctor Magrew llegara y desapareció por la accidentada carretera hasta llegar a Hexham y, de allí, se fue a Newcastle. Pasó el día entero metido en tiendas de aparatos de radio y de alta fidelidad y regresó a su casa con el coche cargado de cosas.

—¿Cómo está? —preguntó, mientras el señor Dodd le ayudaba con las cajas.

—Igual que siempre. Grita y duerme y duerme y grita, pero el médico no tiene esperanzas. Y esa vieja bruja no tiene otra cosa que hacer que armar alboroto. Ya le he advertido que si no se calla no habrá comida.

Lockhart desempaquetó un magnetófono y fue a sentarse junto a la cama del viejo, que soltó un montón de disparates al micrófono.

—¡Y tú, condenado cerdo holgazán! ¡Escocés de mala sangre! —chilló, cuando Lockhart le fijó el micrófono al cuello—. ¡Ya estoy hasta las narices de tanto fastidio y de tanto experimento! ¡Y haz el favor de apartar ese endemoniado estetoscopio de mi pecho! ¡Sanguijuela, más que sanguijuela! Es la cabeza lo que anda mal, no el corazón.

Y así se pasó toda la noche, soltando disparates sobre este mundo infernal y sus iniquidades, mientras Lockhart y el señor Dodd se iban turnando para conectar y desconectar el magnetófono.

Esa noche cayó una nevada y la carretera que conducía a Flawse Hall quedó impracticable. El señor Dodd amontonó el carbón en la chimenea del dormitorio y el señor Flawse confundió las llamas con el infierno. De ahí la virulencia de sus palabras. Fuera como fuere, no estaba dispuesto a dejarse llevar a aquel otro mundo oscuro en el que nunca había creído.

—¡Ya te veo, ya, demonio! —exclamó—. ¡Por Lucifer que te voy a agarrar de la cola! ¡Déjame en paz!

De vez en cuando deliraba.

—Un día espléndido para la caza, señora —dijo con alegría—. Los perros no perderán la pista. ¡Ojalá fuera joven para ir con ellos!

Pero a medida que iban pasando los días, se fue debilitando más y más y le dio por la religión.

—Yo no creo en Dios —masculló—, pero si existe, vaya un lío se armó el pobre chiflado cuando hizo el mundo. ¡Si hasta el pobre Dobson, el albañil de Belsay, lo habría hecho mucho mejor! Y eso que no demostró mucha maña, a pesar de lo que había aprendido de los griegos, cuando construyó esta casa.

Sentado junto al micrófono, Lockhart decidió desconectarlo y le preguntó al viejo quién era ese tal Dobson, pero la mente del señor Flawse volvía a estar ocupada con la Creación. Lockhart volvió a poner el magnetófono en marcha.

—¡Dios, Dios, Dios! —repitió el señor Flawse—. Si ese desgraciado no existe, ¡vergüenza tendría que darle! Este es el único credo posible. Hay que actuar para que Dios se avergüence de no existir. Sí, señor, y hay más honor entre ladrones que entre un puñado de hipócritas santones con misales en la mano y superioridad en el corazón. No he pisado una iglesia en cincuenta años, salvo en ocasión de un funeral o dos, y no pienso pisarla ahora. Prefiero morir disecado y en una urna de vidrio como Bentham, ese hereje del utilitarismo, a que me entierren con mis ancestros.

Lockhart tomó nota de todas y cada una de sus palabras, pero hizo caso omiso de las quejas de la señora Flawse, que gritaba que no tenían ningún derecho a encerrarla en una habitación que, para colmo, era insalubre. Lockhart mandó al señor Dodd que le entregara un rollo de papel higiénico y que le dijera que vaciara el contenido del orinal por la ventana. La señora Flawse así lo hizo, en detrimento del señor Dodd, que en ese preciso instante pasaba por debajo de la ventana. A partir de ese día, el señor Dodd evitó siempre pasar cerca de la ventana y dejó a la señora Flawse dos días sin cenar.

Y siguió nevando y nevando y el señor Flawse seguía blasfemando y metiéndose con el ausente doctor Magrew porque no lo dejaba tranquilo, cuando en realidad se trataba siempre de Lockhart o el señor Dodd con el magnetófono. También la agarró con el señor Bullstrode y declaró a voz en grito que no quería volver a ver a aquella sanguijuela litigiosa, lo cual, teniendo en cuenta que el señor Bullstrode no podía llegar a la casa por culpa de la nieve, era bastante probable que sucediera.

Entre arranque y arranque, dormía y poco a poco se iba yendo. Lockhart y el señor Dodd se sentaron delante del fuego de la cocina y prepararon los planes de aquel fin inminente. A Lockhart le había impresionado especialmente la insistencia del viejo en que no lo enterraran. Por otra parte, el señor Dodd comentó que, si habían de guiarse por la actitud del hombre delante de las llamas del fuego de la chimenea, tampoco debía de querer que lo incineraran.

—Pues tendrá que ser lo uno o lo otro —dijo una noche—. Mientras haga frío, resistirá; pero dudo que sea un paciente fácil cuando llegue el verano.

Fue Lockhart el que encontró la solución, una noche en que se hallaba en la torre fortificada contemplando los estandartes polvorientos, las armas antiguas y las cabezas disecadas que colgaban de la pared. Así, cuando en el frío que precede al alba el viejo señor Flawse se fue al otro mundo mascullando un último reniego, Lockhart ya estaba preparado.

—Hoy los magnetófonos estarán en marcha todo el día —le dijo al señor Dodd—. Y no deje que nadie entre a verlo.

—Pero si ya no tiene nada que decir… —replicó el señor Dodd.

Sin embargo, en lugar de presionar la tecla de grabar, Lockhart reprodujo la cinta y la voz de ultratumba del señor Flawse retumbó por toda la casa. Después de mostrar a Dodd cómo se cambiaban las cintas, para que no sonara demasiado repetitivo, se marchó de Flawse Hall y, cruzando las colinas, llegó a Tombstone Law y se dirigió a casa de la señorita Deyntry, en Farspring. Tardó más en llegar de lo que esperaba. Había caído mucha nieve, que se amontonaba contra las paredes secas, y era ya media tarde cuando bajó por la ladera y echó a andar hacia la casa. La señorita Deyntry lo recibió con su sequedad habitual.

—Creía que no te iba a ver más por aquí —le dijo, mientras Lockhart se calentaba junto al hornillo de la cocina.

—Y así ha sido —repuso Lockhart—. Ni he pasado por aquí, ni le he pedido el coche prestado por unos días.

La señorita Deyntry lo miró sin comprender.

—Eso no liga lo uno con lo otro —le dijo—. Estás aquí y no vas a pedirme el coche prestado.

—Entonces, alquílemelo. Veinte libras diarias y yo nunca he estado aquí ni el coche ha salido del garaje.

—Hecho —aceptó la señorita Deyntry—. ¿Necesitas algo más?

—Algo que me llene una cosa —dijo Lockhart.

La señorita Deyntry se puso seria.

—Eso ya no te lo puedo dar —repuso—. Además, tenía entendido que estabas casado.

—Animales. Alguien que sepa llenar animales y que viva bastante lejos de casa.

La señorita Deyntry soltó un suspiro de alivio.

—¡Ah!, ¿un taxidermista? —dijo—. Hay uno muy bueno en Manchester. Sólo lo conozco de oídas, claro.

—Pues de ahora en adelante ya no lo conoce ni siquiera de eso —le advirtió Lockhart, mientras tomaba nota de la dirección—. ¿Tengo su palabra? —le preguntó, dejando cien libras encima de la mesa.

La señorita Deyntry asintió.

Aquella noche, el señor Taglioni, Taxidermista y Especialista en Conservación Permanente, tuvo que interrumpir su trabajo en el número 5 de Brunston Road y dejar a Oliver, el difunto perro de aguas de la señora Pritchard, para ir a abrir la puerta. Fuera, en la oscuridad, distinguió una larga silueta con la cara medio tapada por una bufanda y un gorro puntiagudo.

—Buenas —dijo el señor Taglioni—. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Quizá —repuso la silueta—. ¿Vive usted solo?

El señor Taglioni asintió un tanto nervioso. Uno de los inconvenientes de su oficio era que muy pocas mujeres parecían estar dispuestas a compartir una casa con un hombre cuyo medio de subsistencia consistía en llenar otras cosas que, además, estaban muertas.

—Tengo entendido que es usted un taxidermista muy bueno —dijo la silueta, apartando al señor Taglioni y adentrándose por el pasillo.

—Lo soy —dijo el señor Taglioni con orgullo.

—¿Y es usted capaz de disecar cualquier cosa? ¿Sea lo que sea? —le preguntó Lockhart con cierto escepticismo en la voz.

—Cualquier cosa que se le ocurra —repuso el señor Taglioni—: sea pez, zorro, gallina o faisán. Dígame de qué se trata, que yo lo disecaré.

Lockhart le explicó de qué se trataba.

¡Benvenuto Cellini! —exclamó el señor Taglioni, hablando en su lengua materna—. ¡Mamma mia! No estará usted hablando en serio.

Lockhart sí hablaba en serio: se sacó un revólver del bolsillo de la gabardina y apuntó al señor Taglioni.

—¡Pero si es ilegal! ¡Nadie ha hecho nunca cosa parecida! Es…

Lockhart le puso el revólver en el ombligo.

—Eso es lo que se me ha ocurrido y usted va a disecarlo —dijo aquella cara enmascarada—. Le doy diez minutos para que recoja usted sus herramientas y todo lo necesario. Nos marchamos enseguida.

—Lo que necesito es coñac —dijo el señor Taglioni, y Lockhart le obligó a tragarse media botella.

Diez minutos más tarde, un taxidermista con los ojos vendados, borracho y medio alelado se desplomaba en el asiento trasero del coche de la señorita Deyntry y, alejándose en dirección norte, llegaba al fin de trayecto hacia las tres de la madrugada: un horno de cal abandonado, cerca de Black Pockrington, donde el coche permanecería oculto. Una silueta alargada y oscura atravesó las colinas, avanzando a grandes zancadas con un señor Taglioni inconsciente en hombros. A las cuatro entraban en el caserón y Lockhart abría la puerta de la bodega con su llave y dejaba al taxidermista en el suelo. En el piso de arriba, el señor Dodd estaba despierto.

—Prepare café bien cargado —ordenó al señor Dodd— y luego venga conmigo.

Al cabo de media hora, y después de tragar café hirviendo, el señor Taglioni recobraba el conocimiento y abría unos ojos horrorizados para ver al difunto señor Flawse tendido encima de una mesa. El revólver de Lockhart fue la segunda cosa que vio, y un señor Dodd enmascarado la tercera.

—¡Y ahora, a trabajar! —le ordenó Lockhart.

El señor Taglioni tragó saliva.

¡Liebe Gott!, que me obliguen a hacer una cosa así…

—Esto no es una cosa —le cortó Lockhart con sequedad, y el señor Taglioni se estremeció.

—No me habían encargado disecar a nadie en la vida —murmuró, mientras revolvía en su maletín—. ¿Por qué no se lo ha pedido a un embalsamador?

—Porque no quiero que las articulaciones queden rígidas.

—¿Que las articulaciones no queden rígidas?

—Brazos, piernas y cuello —le aclaró Lockhart—. Tiene que poder sentarse.

—En las piernas, brazos y cuello se puede hacer, pero en las caderas imposible. Tendrá que ser de pie o sentado.

—Que sea sentado —decidió Lockhart—. Y ahora, manos a la obra.

Y mientras la viuda dormía en su habitación, ajena a aquel luto tan reciente pero largo tiempo esperado, en la bodega empezaba la tarea espeluznante de disecar al señor Flawse. Cuando la señora Flawse se despertó, oyó gritar al viejo desde su dormitorio. El señor Taglioni también lo oyó desde la bodega y no le hizo ninguna gracia. Al señor Dodd tampoco. La labor de cargar con cubos por las escaleras, para luego vaciar su espantoso contenido y esconderlo entre los pepinos, donde nadie lo vería gracias a la capa de nieve que cubría el cristal de encima, no es que precisamente le entusiasmara.

—Puede que a los pepinos les siente de maravilla —masculló, al quinto viaje—, pero que me cuelguen si a mí me sienta bien. Nunca más podré comer pepinos sin acordarme del pobre diablo.

El señor Dodd bajó a la bodega y fue a quejarse a Lockhart.

—¿Y por qué no lo echamos a las letrinas? —le preguntó.

—Porque no quería que lo enterraran y voy a encargarme de que se cumpla su deseo —repuso Lockhart.

—Pues me encantaría que de paso se encargara de parte de sus tripas —soltó el señor Dodd malhumorado.

Lo que decía el señor Taglioni era ininteligible. No hacía más que murmurar en italiano, y cuando Lockhart bajo la guardia y salió un momento, el taxidermista aprovechó su ausencia para meterse entre pecho y espalda un par de botellas de oporto polvorientas del difunto caballero y aliviar así la tensión que le había supuesto tener que destripar al señor Flawse. La visión de un taxidermista beodo con los codos hincados en su finado señor fue demasiado para el señor Dodd, que subió por las escaleras tambaleándose para enfrentarse a la voz aterradora del difunto señor Flawse, que seguía con su sarta de imprecaciones a voz en cuello desde su dormitorio.

—¡Que el diablo te lleve, sanguijuela cochina de Satán! ¡Si hasta le robarías el último pedacito de carne a un mendigo muerto de hambre! —gritó el muerto muy oportunamente.

De modo que al cabo de una hora, cuando Lockhart subió al piso de arriba y pidió al señor Dodd que preparara un buen almuerzo a base de hígado y tocino para que al taxidermista se le pasara la borrachera, el señor Dodd se negó en redondo.

—Cocine usted lo que le dé la santísima gana —le soltó—, pero yo no voy a probar ni un bocado de carne antes de la Candelaria.

—Entonces baje a la bodega y procure que no beba más vino —le pidió Lockhart.

El señor Dodd bajó a la bodega con cautela y descubrió que el señor Taglioni se lo había tragado todo. Lo que quedaba del señor Flawse no era precisamente agradable de mirar. A pesar de haber sido un hombre de porte distinguido en su tiempo, la muerte no parecía sentarle bien. Con todo, el señor Dodd se armó de valor y, mientras cumplía con su vigilancia, el señor Taglioni, que balbuceaba cosas ininteligibles y escarbaba en los recovecos de los despojos del hombre, le pidió más luces[10]. Aquella expresión sacó de quicio al señor Dodd.

—¡Ya tiene su condenado hígado! —le gritó—. ¿Qué más quiere? Todas las vísceras están en los asquerosos pepinos y si se cree que voy a ir a por ellas está muy equivocado.

Cuando el señor Taglioni consiguió hacerle entender a qué tipo de luz se refería, el señor Dodd ya había devuelto un par de veces y el taxidermista tenía la nariz hinchada. Lockhart bajó a separarlos.

—No pienso quedarme aquí con este extranjero necrófago —se quejó el señor Dodd—. No creo que sepa distinguir un culo de un codo.

—Pero si lo único que le he pedido es luz —dijo el italiano, en tono plañidero—, y va y se pone furioso como si le hubiera pedido algo espantoso.

—Ya le voy a dar yo algo espantoso —le amenazó el señor Dodd— si tengo que quedarme aquí con usted.

El señor Taglioni se encogió de hombros.

—Me hace venir hasta aquí para disecar a este hombre, cuando yo no se lo había pedido. Yo le pedí que no me hiciera venir. Y ahora que lo tengo disecado va y me dice que me va a dar una cosa horrible. ¿Se cree usted que hace falta que me lo diga? Pues no, no hace falta. Ya tengo una cosa horrible que me va a durar toda la vida: los recuerdos. ¿Y qué me dice del cargo de conciencia? ¿O acaso se cree que mi religión me permite ir disecando a hombres a diestro y siniestro?

Lockhart echó al señor Dodd a empujones y le pidió que fuera a cambiar las cintas. El repertorio de imprecaciones del difunto señor Flawse empezaba a resultar monótono. Hasta la señora Flawse se quejaba.

—Es la vigésima quinta vez que le dice al doctor Magrew que se vaya —dijo a voz en cuello a través de la puerta cerrada de su dormitorio—. ¿Por qué no se larga de una vez ese pesado? ¿No se da cuenta de que no es bienvenido?

El señor Dodd cambió la cinta por otra etiquetada como «Cielo/Infierno, Posible existencia de». No es que le cupiera ninguna duda sobre la existencia de este último. Lo que estaba pasando en la bodega era la prueba irrefutable de la existencia del Infierno. Lo que quería era que lo convencieran de la existencia del Cielo y, precisamente estaba escuchando pronunciar al viejo en su lecho de muerte su discursillo sobre los misterios ocultos del Espíritu Santo —robado en parte a Carlyle—, cuando oyó ruido de pasos en las escaleras. Al abrir la puerta, vio que se trataba del doctor Magrew. El señor Dodd volvió a cerrarla de un portazo y se apresuró a cambiar la cinta por la anterior: «Magrew y Bullstrode, Opiniones sobre». Desgraciadamente, se equivocó de cara y, momentos más tarde, el doctor Magrew tenía el honor de escuchar la descripción de su querido amigo el señor Bullstrode, en boca de su otro querido amigo el señor Flawse, como el engendro litigioso de una puta sifilítica, que no tendría que haber visto nunca la luz pero que, dado que el mal ya estaba hecho, tendría que haber sido castrado al nacer para impedir que se aprovechara con sus malos consejos de personas como el señor Flawse y de sus fortunas. Cuando menos, su opinión tuvo el mérito de detener al doctor Magrew. El doctor Magrew siempre había apreciado el criterio del viejo y ahora quería oír más. Mientras tanto, el señor Dodd aprovechó el momento para asomarse a la ventana. La nieve se había derretido lo suficiente como para que el coche del doctor cruzara el puente, y ahora tendría que pensar en el modo de negarle la entrada al dormitorio del paciente cadáver. Lockhart, que en aquel momento salía de la bodega con la bandeja de los restos del almuerzo del señor Taglioni, le sacó del apuro.

—¡Hombre, doctor Magrew! —le llamó, asegurándose de que la puerta de la bodega quedaba bien cerrada—. ¡Qué bien que ha venido usted! El abuelo se encuentra mucho mejor esta mañana.

—Eso me ha parecido oír —dijo el doctor, mientras el señor Dodd intentaba cambiar la cinta y el señor Taglioni, resucitado gracias al almuerzo, se lanzaba a una imitación deplorable de Caruso—. ¡Muchísimo mejor por lo que se ve!

Encerrada en su habitación, la señora Flawse exigió saber si aquel condenado médico había vuelto otra vez.

—Si vuelve a pedir al doctor Magrew que se vaya de esta casa, aunque sólo sea una vez —dijo entre sollozos—, creo que me voy a volver loca.

Ante aquel alboroto de opiniones, el doctor Magrew estaba hecho un lío. El señor Flawse había pasado a hablar de política y, desde su dormitorio, condenaba con vehemencia el gobierno de Baldwin de 1935 por su falta de mano dura, mientras, al mismo tiempo, alguien cantaba a voz en grito algo sobre Bella, bella carissima en la bodega. Lockhart meneó la cabeza.

—Será mejor que bajemos a tomar una copa —dijo—. Parece que el abuelo está un poco alterado.

De lo que no cabía ninguna duda era de que el doctor Magrew lo estaba. Al intentar separar al señor Dodd del taxidermista, Lockhart se había manchado de sangre, y la presencia en una taza de café de la bandeja de algo que la experiencia le incitaba a identificar sin ninguna duda como un apéndice humano —que el señor Taglioni había metido allí por distracción—, le hizo pensar al doctor Magrew que necesitaba una copa con urgencia. Así pues, bajó por las escaleras con paso vacilante pero con ganas, y al cabo de un momento ya había vaciado de un trago un vaso lleno de whisky de la destilería particular de Northumbria del señor Dodd.

—¿Sabes? —le dijo cuando se sintió un poco mejor—, no tenía ni la menor idea de que tu abuelo tuviera tan mal concepto del señor Bullstrode.

—¿Y no cree que puede ser consecuencia de la conmoción? Usted mismo me dijo que la caída le había afectado el cerebro.

En el sótano y a solas, el señor Taglioni se había lanzado de nuevo al oporto y a Verdi. El doctor Magrew se quedó mirando el suelo fijamente.

—¿Son imaginaciones mías o hay alguien cantando en la bodega? —le preguntó.

Lockhart negó con la cabeza.

—Yo no oigo nada —le dijo convencido.

—¡Dios santo! —exclamó el doctor con la mirada extraviada—. ¿Lo dices en serio?

—Bueno, al abuelo gritando en su dormitorio.

—Eso también lo oigo yo —dijo el doctor Magrew—. Pero… —Miraba al suelo como un poseso—. Bueno, si tú lo dices… Por cierto, ¿siempre llevas la cara tapada con una bufanda para estar por casa?

Lockhart se la quitó con una mano ensangrentada. Desde la bodega les llegó otro canto en napolitano.

—Creo que será mejor que me vaya —dijo el doctor, poniéndose en pie con dificultad—. Estoy encantado de saber que tu abuelo mejora. Ya volveré cuando me encuentre mejor.

Lockhart le acompañó hasta la puerta y se estaba despidiendo cuando el taxidermista atacó de nuevo.

—¡Los ojos! —exclamó—. ¡Dios mío, me he olvidado de los ojos! ¿Y ahora qué vamos a hacer?

El doctor Magrew estaba muy seguro de lo que tenía que hacer. Echó una última ojeada a aquella casa con ojos de demente y huyó corriendo hacia el coche. Los hogares con apéndices humanos dentro de tazas de café y con gente que se quejaba por haberse olvidado de los ojos no estaban hechos para él. Se iría inmediatamente a su casa y lo consultaría con un médico amigo suyo.

A sus espaldas, Lockhart regresó a la casa como si nada y fue a tranquilizar al enloquecido señor Taglioni.

—Le traeré unos —le tranquilizó—, no se preocupe. Ya le conseguiré un par.

—¿Dónde estoy? —gritaba el taxidermista—. ¿Qué me está pasando?

En el primer piso, la señora Flawse sabía exactamente dónde estaba pero no tenía ni idea de lo que le estaba pasando. Se había asomado a la ventana justo a tiempo para ver al insistente doctor Magrew ir hacia su coche corriendo y luego a Lockhart, que echó a andar hacia la torre fortificada. Cuando salió de ella, llevaba los ojos de vidrio del tigre que su abuelo había cazado en la India en su viaje de 1910. Pensó que no estaban tan mal: el viejo señor Flawse siempre había sido un feroz devorador de hombres.