Pero no había solución simple que resolviera el enigma de lo que estaba ocurriendo en East Pursley. El hallazgo, por parte de un helicóptero de combate, de un superintendente de policía encaramado a las ramas más altas de una araucaria que habría hecho desistir del intento a cualquiera en su sano juicio, no ayudó precisamente a aclarar las cosas. El superintendente gritaba obsesionado que había perros dementes sueltos por el vecindario, declaración que el señor Pettigrew y los Lowry se apresuraron a corroborar con sus heridas.
—Pero eso no explica que seis jugadores de golf y cinco de mis hombres murieran a balazos —insistió el comisario de policía—. Puede que a los perros chiflados y a los ingleses les guste salir a pasear bajo el sol de mediodía, pero, que yo sepa, los perros no llevan pistolera. ¿Y cómo demonios voy a justificar lo del coche de bomberos y el camión cisterna? Y eso por no hablar del expreso Londres-Brighton… ¿Cuántos pasajeros se han ido al otro barrio?
—Diez —repuso el ayudante del comisario—. Aunque, a decir verdad, no iban a otro barrio, iban hacia el sur. Parece que el sur gusta…
—¡Basta! —le cortó el comisario—. Habrá que dar explicaciones al ministro del Interior, así que tiene que parecer verosímil.
—Bueno, siendo así, podríamos presentar el caso en dos apartados distintos —propuso el ayudante, pero el comisario lo miró con la cara encendida.
—¿Dos? ¿Dos? —repitió a voz en cuello golpeando las ventanas de su despacho—. Uno, tenemos a un coronel de la reserva que está como una regadera y que se dedica a desbastarse el pito con un rallador de queso en compañía de una prostituta de postín. Dos, tenemos a un perro demente que ronda por el barrio mordiendo a todo quisque. Tres, un desconocido abre fuego contra varias casas y luego hace estallar un condenado garaje junto con una mujer por identificar que se encontraba en el foso de engrase. ¿Es que tengo que especificarlo todo con puntos y comas?
—Comprendo lo que quiere decir —dijo el ayudante—. Precisamente, según la señorita Gigi Lamont, el coronel Finch-Potter…
—¡Cállese! —espetó el comisario con brusquedad, y cruzó las piernas. Y así permanecieron, en silencio, tratando de encontrar una explicación plausible.
—Por lo menos, tenemos la suerte de que la televisión y los de la prensa no estuvieran presentes —le recordó el ayudante, y el comisario asintió aliviado—. ¿Y si se lo imputáramos todo al IRA?
—¿Para que se cuelguen otra medalla? Usted es que debe estar mal de la azotea.
—Bueno, han hecho estallar la casa del señor O’Brain… —se justificó el ayudante.
—¡Vaya un disparate! Ese pobre desgraciado hizo volar en pedazos su propia casa. No encontramos ni rastro de explosivos —dijo el comisario—. Andaría toqueteando la cocina de gas…
—Pero si no tenía gas… —quiso intervenir el ayudante.
—¡Y yo tampoco tendré empleo si no se nos ocurre algo antes de mediodía! —le chilló el comisario—. En primer lugar, hay que evitar que los periodistas vayan a fisgonear y a hacer preguntas. ¿Se le ocurre algo?
El ayudante reflexionó unos instantes.
—No sé, quizá podríamos decirles que esos perros dementes tenían la rabia —le propuso—. Bueno, así toda la zona estaría en cuarentena y se podría acribillar…
—¡Pero si ya hemos acribillado a balazos a la mitad de la policía del distrito! —dijo el comisario—. Aunque estoy de acuerdo en eso de que eran unos dementes, no se mata a la gente a tiros sólo porque haya contraído la rabia. Se la vacuna y listo. De todos modos, quizá nos sirva para mantener alejada a la prensa. Pero ¿qué me dice de los jugadores de golf medio desangrados? Que un pobre desgraciado tenga el tic del golpe con efecto no es razón suficiente para dejarlo fulminado a tiro limpio… al desgraciado y a otros cinco. Tendremos que improvisar una explicación lógica.
—Volviendo a la coartada de la rabia —dijo el ayudante—, si uno de nuestros hombres la contrajera y se volviera loco de atar…
—La rabia no se declara de la noche a la mañana. Los síntomas tardan semanas en manifestarse.
—Pero si se tratara de una clase de rabia especial, hasta ahora desconocida —insistió el ayudante—. Algo así como la fiebre del cerdo —insistió el ayudante—. El perro muerde al coronel…
—Para empezar, eso ya lo podemos descartar. No tenemos pruebas de que nadie mordiera al condenado del coronel Finch-Potter, excepto él mismo y, para colmo, en una parte de la anatomía imposible de alcanzar, a no ser que ese hijo de puta, además de un pervertido, sea contorsionista.
—De todos modos, no está en condiciones de negar la teoría de la rabia —intervino el ayudante—. Al pobre le falta un tornillo.
—No es lo único que le falta —murmuró el comisario—. Pero está bien, adelante.
—Si empezamos por lo de la epidemia de rabia galopante y el perro, todo lo demás parece de cajón: la brigada armada pierde los estribos y empieza a disparar a mansalva…
—Va a quedar de fábula en las noticias de las nueve: «Esta semana, cinco agentes del cuerpo especial, creado con el fin de proteger a los diplomáticos extranjeros, han perdido el juicio y han acribillado a balazos a seis jugadores de golf que se encontraban en el campo de East Pursley». Ya sé que la publicidad negativa no existe, pero en este caso tengo mis dudas.
—No hace falta que se mencione en las noticias —le sugirió el ayudante—. En un caso de estas características siempre podemos acogernos al secreto de Estado.
El comisario asintió con aprobación.
—Para eso necesitamos la cooperación del Ministerio de Defensa —le recordó.
—Bueno, esos helicópteros podían haber sido perfectamente de Porton Down, y todos sabemos que el Centro de Investigación de Armas Químicas está allí.
—Pero es que resulta que venían de otra parte y, además, llegaron cuando la función ya había terminado.
—Pero ellos no lo saben —le hizo comprender el ayudante—. Y usted sabe tan bien como yo lo obtusos que llegan a ser los mandos del ejército. Lo más importante es que podemos amenazarles con hacerles pagar el pato y…
Finalmente, en una reunión conjunta del ministro del Interior, el ministro de Defensa y el jefe superior del Cuerpo de Policía se acordó que los incidentes de Sandicott Crescent estaban sujetos al secreto de Estado y, amparándose en él y en la Ley de Seguridad del Estado, se exigió a los directores de todos los periódicos del país que no publicaran la noticia de la tragedia. En el telediario de la noche de la BBC y la ITV —que también estaban al corriente de las instrucciones— sólo mencionaron la noticia de la explosión del camión cisterna responsable del incendio del expreso Londres-Brighton. Asimismo, se acordonó la zona de Sandicott Crescent y tiradores del ejército se internaron en la reserva de aves, armados con rifles, y abatieron a balazos todo blanco en movimiento para tratar de poner freno a la epidemia de rabia. Como sólo encontraron pájaros, aquél parque pasó de reserva natural a cementerio. Afortunadamente, el bull-terrier no se movió de su sitio: siguió durmiendo a pierna suelta frente a la puerta de la cocina del coronel. Aparte de Lockhart y Jessica, fue el único ser vivo que no se movió de su sitio. El señor Grabble, que se vio obligado a marcharse de su casa a causa de las emanaciones del alcantarillado, notificó aquella misma tarde su intención de mudarse, con los pies cauterizados y enfundados en un par de zapatillas. El señor Rickenshaw consiguió por fin ingresar a su esposa en un hospital y, después de pasarse la tarde entera haciendo las maletas, los Pettigrew desalojaron la casa antes del anochecer. Los Lowry ya se habían marchado y se encontraban en la unidad de cuarentena del hospital de la zona, para vacunarse contra la rabia en compañía de varios bomberos, del superintendente de la policía y de unos cuantos agentes. Por irse se había ido hasta la señora Simplón, eso sí, dentro de una bolsita de plástico de aspecto tan siniestro que, sólo de verla, la señora Ogilvie tuvo que tomarse un sedante.
—Sólo quedamos nosotros —se quejó—. Todo el mundo se ha marchado y yo también me quiero ir. Y todos esos muertos ahí fuera… Ya nunca podré volver a mirar el campo de golf sin verlos en la pista del hoyo número nueve.
La forma de pata de perro del hoyo número nueve trajo perros y piernas a la mente del señor Ogilvie. Para él, Sandicott Crescent nunca volvería a ser como antes. Al cabo de una semana ya habían liado los bártulos y, desde la ventana del dormitorio, Lockhart y Jessica pudieron contemplar al fin once casas vacías, todas ellas (a excepción de la Bauhaus del señor O’Brain, un tanto desmoronada) con bellos jardines bien cuidados en un barrio supuestamente apetecible a la distancia justa de Londres y con un club de golf excelente, cuya lista de espera de socios se había reducido considerablemente a raíz de los últimos acontecimientos. La llegada de los constructores contratados para devolver el aspecto primitivo a todas las casas y la higiene a la del señor Grabble, permitió que Lockhart dispusiera de tiempo para centrar su atención en otros asuntos.
Había que estudiar, por ejemplo, el asuntillo de la publicación inminente de Canción del corazón, la novela de la señorita Genevieve Goldring. Lockhart empezó a comprar la revista Bookseller con regularidad, para averiguar la fecha prevista de su aparición. Dado que la señorita Goldring se las ingeniaba para escribir cinco libros al año bajo seudónimos distintos, su ritmo de producción obligaba a los editores a publicar sus libros de dos en dos. La señorita Goldring tenía un libro entre los títulos previstos para la primavera y otro entre las novedades de otoño. Canción del corazón apareció en octubre. Lockhart y Jessica asistieron a su escalada de puestos en la lista de libros más vendidos y lo vieron pasar del número nueve al dos en sólo tres semanas, hasta alcanzar el primer puesto. Fue entonces cuando Lockhart dio el gran golpe. Se fue a Londres con un ejemplar de la novela y, después de pasarse buena parte de la tarde en el despacho del socio más joven de los Gibling, se pasó el resto esperando, en compañía del Gibling novel, a que llegara el Gibling veterano. Lockhart se marchó del bufete dejando a los Gibling sumidos en un estado de arrobamiento jurídico. A lo largo de sus largos años de experiencia, y el viejo señor Gibling tenía pero que mucha experiencia en materia de libelos, nunca se habían tropezado con un caso tan flagrante y vil. Además, los editores de la señorita Genevieve Goldring eran inmensamente ricos, en gran parte gracias a la popularidad de la escritora, y en caso de arreglar la cuestión sin ir a los tribunales, se mostrarían inmensamente generosos gracias al flagrante libelo de la señorita Goldring. Por otra parte, cabía la posibilidad de que fueran lo suficientemente estúpidos como para decidir llevar el caso adelante, perspectiva de un atractivo tal que los señores Gibling actuaron con titubeos con el fin de engañar al oponente.
Escribieron una carta muy cortés a los señores Shortstead Editores, de Edgware Road, para ponerlos al corriente de un desafortunado hecho del que habían tenido conocimiento a través de un cliente llamado Lockhart Flawse. Dicho señor se quejaba de que su nombre apareciera en la novela de gran éxito de la señorita Genevieve Goldring Canción del corazón, publicada por Shortstead, y como consecuencia de ese error, grave pero comprensible, se veían obligados, muy a su pesar, a pedirles que resarcieran a su cliente por los daños causados a su reputación, como persona, profesional y esposo, a través de las calumnias a las que el personaje del libro servía de soporte, y por todo ello solicitaban una compensación económica y las costas legales, así como la retirada de todos los ejemplares por vender para su destrucción inmediata.
—Ya está la trampa tendida —dijo el señor Gibling al señor Gibling—. Ahora sólo nos queda esperar a que contraten los servicios de algún joven ambicioso de nuestra profesión, que sin duda les aconsejará que se enfrenten a nosotros.
Y los señores Shortstead hicieron precisamente eso. La respuesta de un tal señor Arbutus, el menos veterano del bufete de abogados Coole, Poole, Stoole y Folsom & Asociados, les informaba de que, si bien los señores Shortstead y la autora de Canción del corazón, en adelante «la obra», estaban dispuestos a presentar sus disculpas al señor Flawse, así como a sufragar las costas legales y, si fuera necesario, una pequeña suma en concepto de daños y perjuicios, no estaban en absoluto obligados ni dispuestos a retirar los ejemplares no vendidos de la obra, etc. La carta terminaba con un saludo cordial de Coole, Poole, Stoole y Folsom & Asociados, que esperaban recibir muy pronto noticias del señor Gibling. El señor Gibling y el señor Gibling no pensaban contestar por el momento. Así pues, dejaron que el asunto se enfriara durante un par de semanas y pasaron a la ofensiva.
—¿Cuatrocientas mil libras por daños? ¿He oído bien? —dijo el señor Folsom sorprendidísimo cuando el señor Arbutus le enseñó la respuesta—. En toda mi carrera no había oído monstruosidad semejante. Esos Gibling se han vuelto majaras. Naturalmente que vamos a ir a los tribunales.
—¿A los tribunales? —se asombró el señor Arbutus—. Deben de tener algo…
—Un farolazo, chico, un farolazo —le tranquilizó el señor Folsom—. No he leído el libro, desde luego, pero en los libelos culposos no encontrarás precedente de una cantidad como ésta. De hecho, ni siquiera tiene precedente en los libelos dolosas. Debe de tratarse de un error de la mecanógrafa, sin duda.
Por una vez, el señor Folsom se equivocaba. Siguiendo el consejo de su abogado en lugar de hacer caso de su intuición —que le decía que Canción del corazón tenía un tono un tanto distinto del resto de las numerosas novelas de la señorita Goldring—, el señor Shortstead dio luz verde al señor Arbutus para que pagara al señor Gibling y al señor Gibling con la misma moneda e, invirtiendo el orden natural de los términos, les invitara a demandarlos y a desacreditarse. A la mañana siguiente, cuando llegó el correo al tercer piso de Blackstones House, Lincoln’s Inn, Londres, y lo abrió el más veterano de los empleados del bufete, aquel caballero austero y ya anciano descubrió por primera vez en su vida que el señor Gibling el Viejo todavía era capaz de bailar con mucha dignidad una danza típica escocesa encima del escritorio, después de lo cual exigió que mandaran traer inmediatamente dos, no, mejor tres, botellas del mejor champán, costara lo que costase.
—Los tenemos bien cogidos de la oreja —cantó lleno de júbilo cuando Gibling el Joven llegó al despacho—. ¡Oh, señor, tenía que vivir para ver este día! ¡De la oreja, hermanito, de la oreja! ¡Anda, léelo otra vez! No me canso de oírlo.
El señor Gibling tembló presa de un éxtasis litigioso cuando las palabras «Demandadnos y desacreditaos» estremecieron el aire.
—Demandadnos y desacreditaos —farfulló—. Demandadnos y desacreditaos. Estoy impaciente por oír esta amenaza en los tribunales, en boca del abogado. ¡Ah, la cara que pondrá el juez! ¡Qué bonito, hermano, qué belleza! La vida del jurista también tiene sus momentos inolvidables. Vamos a saborear este día tan espléndido.
El señor Partington, el empleado más veterano del bufete, llegó con el champán y el señor Gibling y el señor Gibling lo mandaron a por un tercer vaso. Sólo entonces pronunciaron un brindis solemne en honor del señor Lockhart Flawse, del número 12 de Sandicott Crescent, por haber entrado en sus vidas y salir en las páginas de aquella novela de la señorita Genevieve Goldring de título tan apropiado. Ese día se trabajó poco en Blackstones House, Lincoln’s Inn. La redacción de una mandato judicial no constituye un trabajo demasiado arduo, y el que escribieron Gibling y Gibling en nombre de Lockhart Flawse, demandante, para Genevieve Goldring y el señor Shortstead, demandado, no era distinto de los demás y se limitaba a declarar que Elizabeth II, Reina del Reino Unido de la Gran Bretaña, de Irlanda del Norte y de los demás Reinos y Territorios por la gracia de Dios, Jefe de la Commonwealth, Defensora de la Fe; a Genevieve Goldring, de nombre Magster, a cargo de los señores Shortstead… «EXIGIMOS que, en el plazo de catorce días a partir de la recepción de la presente demanda contra ustedes, incluida la fecha de hoy, comparezcan a juicio, entablado a petición de Lockhart Flawse, advirtiéndoles que, en caso de no comparecencia, el demandante procederá en consecuencia y dictará sentencia en su ausencia».
Al día siguiente se recibió la misiva, que dejó un tanto consternados a los señores Shortstead y consternadísimos a Coole, Poole, Stoole y Folsom & Asociados, pues el señor Arbutus, que había leído Canción del corazón, acababa de descubrir la espantosa naturaleza del libelo publicado contra el antes mencionado Lockhart Flawse, esto es, que tenía por costumbre permitir que su mujer Jessica lo atara a la cama y lo azotara, para luego intercambiar papeles, y que, cuando no azotaba ni se dejaba azotar, se dedicaba a atracar bancos, de resultas de lo cual había abatido a balazos a varios cajeros.
—Si ni siquiera podemos alegar libelo culposo —dijo al señor Folsom.
Sin embargo, aquel hombre tan respetable no compartía su opinión.
—Ninguna escritora en su sano juicio escribiría un libro atribuyendo a un conocido todas esas perversiones y delitos. Sería un disparate.
Eso mismo pensaba Genevieve Goldring.
—Nunca he oído el nombre de esa persona —declaró al señor Shortstead y al abogado Arbutus—. Además, es un nombre muy poco corriente. En realidad no recuerdo haber escrito nunca sobre nadie que se llamara Lockhart Flawse que tuviera a una tal Jessica por esposa.
—¡Pero si aparece en Canción del corazón! —le dijo el señor Arbutus—. Lo tiene que haber visto. Al fin y al cabo, usted es la autora.
Genevieve Goldring soltó una risita desdeñosa.
—Escribo cinco novelas al año, así que no se puede pretender que, encima, me trague toda esa porquería. Todo eso lo dejo en las competentes manos del señor Shortstead, aquí presente.
—¿Y no corrige las pruebas?
—Mire, jovencito —dijo la señorita Goldring—, esas pruebas no necesitan enmiendas. Corríjame si me equivoco, señor Shortstead.
Sin embargo el señor Shortstead, que empezaba a no estar tan seguro, se calló.
—¿Entonces vamos a alegar libelo culposo? —preguntó el señor Arbutus.
—No veo por qué tendríamos que defendernos siquiera de una acusación de libelo —repuso la señorita Goldring—. Por lo que sabemos, ese tal Flawse ata a su mujer a la cama y la azota, cosa que se tiene pero que muy merecida, con ese nombrecito de Jessica. Al fin y al cabo, es él el que tiene que demostrar lo contrario.
El señor Arbutus le recordó que la verdad no podía presentarse como prueba de la defensa si no era de interés público.
—Yo diría que un ladrón de bancos pervertido es de un interés público considerable. Seguramente, el índice de ventas de mis libros subiría.
El abogado no era del mismo parecer.
—¡Pero si no tenemos dónde cogernos! —se quejó el señor Widdershins, QC[8]—. Yo aconsejaría un acuerdo. En un juicio no tendríamos demasiadas posibilidades de ganar.
—Y aunque tuviéramos que pagar, ¿no nos iría bien esa publicidad? —preguntó el señor Shortstead, dejándose influir por la señorita Goldring, que siempre protestaba porque sus novelas no se promocionaban lo suficiente.
El señor Widdershins lo dudaba, pero como le pagaban para que se encargara de la defensa, no encontró ningún motivo que justificara su renuncia a los honorarios que un caso tan largo le proporcionarían.
—Dejo la decisión en sus manos —dijo finalmente—. Ya le he dado mi opinión y mi opinión es que vamos a perder.
—Pero es que nos piden cuatrocientas mil libras, y eso sin llegar a los tribunales —rezongó el señor Shortstead—. Además, no creo que ningún tribunal se atreva a exigir una indemnización de ese calibre sólo por daños. ¡Vaya una atrocidad!
Lo era.
El juicio se celebró en el Tribunal Supremo de Justicia, en la sección de la judicatura de la Reina, presidido por su señoría el juez Juslice Plummery. El señor Widdershins actuaba en calidad de representante de los demandados y el señor Fescue se encargaba de preparar el alegato para el señor Gibling y el señor Gibling. Estos últimos estaban en el séptimo cielo. Su señoría el juez Plummery tenía fama de ser de una imparcialidad férrea y detestaba a los abogados amantes de los subterfugios. Por otra parte, los subterfugios eran la única salida que le quedaba al señor Widdershins, y para agravar las dificultades de la defensa, estaba la señorita Goldring, que, si tenía que perder el caso, estaba dispuesta a hacerlo de la forma más llamativa posible. El señor Shortstead estaba sentado y temblaba bajo el ala del sombrero carmesí de su autora. Una sola ojeada al demandante Lockhart Flawse le había bastado para saber que era un joven honrado y decente de una especie que creía extinguida, que en lugar de atracar bancos debía de contarlos entre sus posesiones y que, de estar casado, trataría a su esposa con la ternura de un caballero. El señor Shortstead tenía un buen ojo para calar el carácter de la gente.
El señor Fescue se puso en pie para presentar el caso del demandante. Su exposición fue impecable. El señor Lockhart Flawse, con domicilio en el número 12 de Sandicott Crescent, East Pursley —y aquí fue cuando el señor Widdershins se tapó los ojos con ambas manos y se escondió bajo el sombrero de la señorita Goldring para temblar a sus anchas—, era vecino de la demandada y vivían tan cerca que se conocían, hasta el punto de que la demandada le había invitado en una ocasión a tomar el té. Al señor Widdershins le pasaron una nota de la señorita Goldring que decía: «Mentiroso, más que mentiroso. No he visto a ese mierda en mi vida». El señor Widdershins se animó un poco para desanimarse por completo tras oír al señor Fescue describir las virtudes de Lockhart Flawse y las vicisitudes que había pasado como consecuencia de la publicación de Canción del corazón. Entre las muchas vicisitudes mencionadas destacaba el despido del demandante por parte de la compañía Sandicott & Asociado, Peritos Mercantiles, donde había trabajado como empleado. Se presentaron pruebas que demostraban que el retiro forzoso de esta profesión tan lucrativa había sido consecuencia directa del ignominioso ataque de la señorita Goldring contra su vida privada y de su presunta inclinación a atracar bancos y asesinar cajeros. Como el señor Fescue no estaba al corriente, olvidó mencionar que la buena disposición del señor Treyer a proporcionarle las pruebas había sido fruto de una entrevista con el demandante a puerta cerrada, en el transcurso de la cual Lockhart le dejó muy claro que, de negarse a cooperar, se vería obligado a poner en conocimiento de las autoridades correspondientes el fraude fiscal e impago del IVA del señor Gypsum, amenaza terrible después de la presentación de copias de las declaraciones falsificada y real del señor Gypsum.
Además, según el señor Fescue, el demandante tuvo que padecer el vacío que le hicieron sus vecinos, que llegaron al extremo de abandonar las once casas adyacentes o cercanas a su domicilio para evitar cualquier contacto con el supuesto asesino. Finalmente, la señora Flawse, que aparecía en la novela con su nombre de pila, Jessica, declaró que nunca había atado a su marido ni había permitido que la atara al lecho conyugal, y que en su casa no había látigos. La señora Flawse estaba tan afectada que últimamente solía llevar velo, para evitar que los hombres aficionados a ataduras y flagelaciones la acosaran (por la calle) y que las mujeres que solía invitar a su casa y que ahora le negaban incluso la entrada en la propia la insultaran. Cuando el señor Fescue hubo terminado había hecho un retrato muy fiel del aislamiento social de la joven pareja arguyendo motivos falsos y un retrato nada fiel de las futuras perspectivas económicas de los jóvenes como consecuencia de la publicación de Canción del corazón por los motivos reales, a saber, que la indemnización a pagar por daños y perjuicios sería altísima.
Cuando el señor Fescue tomó asiento, tanto su señoría el juez Plummery como el jurado estaban sumamente impresionados y el señor Widdershins se levantó para presentar los argumentos de la defensa visiblemente cojo. Le parecía muy bien que la señorita Goldring calificara a Lockhart Flawse de mentiroso; pero demostrarlo era harina de otro costal. El señor Flawse no tenía aspecto de ser un mentiroso. Es más, tenía aspecto de ser todo lo contrario, y hasta la señora Jessica Flawse, a pesar del velo, irradiaba una inocencia que contrastaba con la extravagancia encarnada de su cliente. El alcohol, los libros y la cama habían dejado sus huellas en la señorita Goldring. El señor Widdershins hizo cuanto pudo. Afirmó que el libelo era absolutamente culposo; que la demandada no tenía el menor conocimiento de la existencia del demandante y no le había visto nunca; que la imputación según la cual su cliente le había invitado a tomar el té en una ocasión era infundada y que el hecho de que la señorita Goldring viviera en West Pursley y el demandante en una casa de East Pursley era pura coincidencia. Con todo, en vista de las declaraciones de su docto colega el señor Fescue, la defensa estaba dispuesta a presentar sus disculpas y a reparar con una indemnización los daños causados al demandante y a su esposa, así como el desdén, la mofa y la pérdida de trabajo… Y aquí fue cuando la señorita Goldring se liberó de la mano del señor Shortstead que la mantenía impedida y se puso en pie para decir que nunca, nunca, nunca pagaría un penique, ni siquiera un penique, a aquel hombre sobre el que no había escrito en su vida y que los que pensaban lo contrario estaban completamente equivocados. Su señoría el juez Plummery le dirigió una mirada de desprecio que a cincuenta metros de distancia habría dejado fulminada en el acto a la Esfinge y a cien la habría hecho hablar.
—Haga el favor de sentarse, señora —la interrumpió con voz fría e implacable—. Lo que hará o dejará usted de hacer es algo que decidirá este tribunal. Pero le aseguro que si se produce una segunda interrupción, voy a ordenar que la arresten por desacato. Y, ahora, proceda con su caso, señor Widderspin.
La nuez del señor Widdershins subía y bajaba como la pelota de ping-pong de las barracas de tiro al blanco de las ferias cuando trató de encontrar las palabras adecuadas. Ya no había caso.
—Mis clientes alegan libelo culposo, su señoría —dijo con voz chillona en patente contradicción con las declaraciones.
El juez Plummery lo miró dubitativo.
—No me parece haber entendido eso —le dijo.
El señor Widdershins solicitó que se aplazara la vista para hablar con sus clientes. El aplazamiento le fue concedido y el señor Fescue lo pasó regocijándose en compañía del señor Gibling y de Lockhart, mientras el señor Widdershins y la señorita Goldring intercambiaban recriminaciones. A la vista de las pruebas presentadas por el demandante, el señor Shortstead estaba dispuesto a llegar a un acuerdo fuera de los tribunales. A la vista de que el señor Shortstead era un pusilánime y del desdén del juez, la señorita Goldring no lo estaba.
—¡Todo esto es una mentira asquerosa! —gritó—. ¡Nunca he invitado a ese mierda a tomar el té ni he utilizado el nombre de ese cochino en ninguno de mis libros!
—Pero si en Canción del… —quiso intervenir el señor Shortstead.
—¡Cállese! —le cortó la señorita Goldring—. Si aparece es porque lo debe de haber puesto usted, porque en el manuscrito que le mandé no estaba.
—¿Está segura? —le preguntó el señor Widdershins, buscando un rayo de esperanza en un caso que ya daba por perdido.
—Juro por Dios Todopoderoso —aseguró la señorita Goldring con una vehemencia que resultaba convincente— que no he oído el apellido Flawse en mi vida y nunca lo he usado en un libro.
—¿Podemos ver una copia del manuscrito? —pidió el señor Widdershins.
El señor Shortstead mandó a buscar uno. El apellido Flawse aparecía en negrita.
—¿Y qué me dicen de esto? —preguntó entonces el señor Widdershins.
La señorita Goldring dijo mucho y algunas verdades. El señor Shortstead dijo poco y todo verdades.
—Entonces impugnaremos la autenticidad de esta prueba —concluyó el señor Widdershins—. ¿Estamos todos de acuerdo?
La señorita Goldring lo estaba. El señor Shortstead no lo estaba.
—Este es el manuscrito que recibí —sostuvo.
—No fue, es, ni será nunca el manuscrito que dicté. Es un asqueroso montaje.
—¿Está segura? —le preguntó el señor Widdershins.
—Juro por Dios Todopoderoso…
—Está bien, está bien. Entonces impugnaremos el caso aduciendo que el documento que llegó a manos del señor Shortstead no era el manuscrito original que usted escribió.
—Exactamente —dijo la señorita Goldring—. Juro por Dios Todopoderoso…
Todavía estaba jurando por Dios Todopoderoso y por los dioses menores cuando, al día siguiente, subió al estrado a testificar y a someterse al interrogatorio de un señor Fescue entusiasmado. El señor Gibling y el señor Gibling no cabían en sí de gozo. De hecho, Gibling el Viejo no se pudo contener y tuvo que abandonar la sala a toda prisa cuando la señorita Goldring todavía estaba en el estrado.
—Y ahora, señorita Magster —dijo el señor Fescue, antes de que el juez le interrumpiera.
—Tenía entendido que la testigo respondía al nombre de señorita Goldring —le dijo— y ahora se dirige usted a la testigo como señorita Magster. ¿En qué quedamos?
—Señorita Genevieve Goldring es un seudónimo —le explicó el señor Fescue—. Su verdadero…
Pero una voz chillona le interrumpió desde el estrado.
—Genevieve Goldring es mi seudónimo como escritora, mi nom de plume —aclaró.
Su señoría el juez Plummery examinó la pluma de su sombrero con cara de asco.
—No dudo —dijo—, no dudo que su profesión le exige una pequeña colección de seudónimos, pero este tribunal le exige el nombre verdadero.
—Señorita Magster —declaró la señorita Goldring malhumorada, pues era consciente de que aquella revelación iba a desilusionar a gran parte de su público—. Pero mis admiradores me conocen como señorita Genevieve Goldring.
—No lo dudo —repitió el juez—, pero, por lo que he deducido, sus admiradores tienen unos gustos un tanto peculiares.
El señor Fescue se inspiró en la intervención del juez.
—Estoy dispuesto a llamarla Genevieve Goldring, si lo prefiere usted —le dijo—. Nada más lejos de mi intención que perjudicar su reputación como profesional. Ahora bien, ¿es o no cierto que en Canción del corazón describe a un personaje llamado Flawse, adicto a lo que entre las prostitutas y sus clientes se conoce como «disciplina inglesa»?
—Yo no he escrito Canción del corazón —se justificó la señorita Goldring.
—Yo creía que ya había reconocido su autoría —intervino el juez— y ahora tengo que oír…
Lo que tuvo que oír fue una diatriba desde el estrado sobre las iniquidades de los editores. Cuando la testigo terminó, el señor Fescue se dirigió al juez Plummery.
—Solicito a su señoría que se examine el manuscrito original y se coteje con otros manuscritos que la demandada ha entregado a sus editores —pidió.
—La defensa no opone ninguna objeción —declaró el señor Widdershins, y la sesión volvió a aplazarse.
Unas horas más tarde, dos expertos en grafología y tipografía testificaron que el original de Canción del corazón había sido mecanografiado con la misma máquina de escribir que El gabinete del rey y La doncella de los páramos, escritos ambos por la señorita Goldring. El señor Fescue prosiguió con el interrogatorio de la demandada.
—Una vez establecido sin sombra de duda que escribió usted Canción del corazón —dijo—, ¿no es cierto también que conocía al demandado, el señor Lockhart Flawse?
La señorita Goldring lo negaba con vehemencia cuando el señor Fescue la interrumpió.
—Antes de que cometa usted perjurio —le advirtió—, le aconsejo que considere la declaración jurada del señor Flawse, según la cual usted le invitó a su casa y le sirvió licor de menta a placer.
La señorita Goldring le miró desde el estrado con ojos como platos.
—¿Cómo se ha enterado? —le preguntó.
El señor Fescue sonrió y miró al juez y al jurado.
—Porque el señor Flawse me lo confesó ayer bajo juramento —le dijo, muy animado.
La señorita Goldring negó con la cabeza.
—No, me refiero a lo del licor de menta —dijo con un hilillo de voz.
—Porque el demandante me lo dijo también, pero en privado —especificó el señor Fescue—. ¿Debo suponer, pues, que bebe usted licor de menta?
La señorita Goldring asintió avergonzada.
—¿Sí o no? —la presionó el señor Fescue.
—Sí —repuso la señorita Goldring.
En sus asientos, el señor Widdershins y el señor Shortstead se cubrieron los ojos con las manos. El señor Fescue siguió adelante.
—¿No es cierto, también, que la alfombra de su dormitorio es de color azul con lunares dorados, que tiene una cama en forma de corazón y, junto a ella, una pantalla de lámpara plisada de color malva? ¿No tiene un gato que se llama Pinky? Corríjame si me equivoco.
No había duda de que era verdad. La expresión de la señorita Goldring hablaba por sí sola. Pero el señor Fescue tenía preparado ya el coup de grâce.
—Y, para terminar, ¿no es verdad que tiene usted un chow chow llamado Bloggs, cuya única función es la de impedir la entrada en la casa a nadie sin su permiso ni presencia?
Tampoco hacía falta respuesta. El señor Fescue estaba en lo cierto: se lo había dicho Lockhart, quien a su vez se había enterado por Jessica.
—Así pues —prosiguió el señor Fescue—, sin su permiso el señor Flawse nunca habría podido afirmar en una declaración jurada que le había usted invitado a su casa por propia voluntad y con la intención de seducirlo y que, habiendo fracasado en el intento, con premeditación y alevosía se propuso destruir su matrimonio, reputación y medio de subsistencia describiéndolo en la novela como a un ladrón, pervertido y asesino. ¿Tengo razón?
—¡No! —gritó la señorita Goldring—. ¡No, no la tiene! ¡Nunca le he invitado! ¡Nunca…! —Pero aquí dudó y sobrevino la catástrofe. Había invitado a varios hombres a compartir su cama pero…
—No hay más preguntas para la testigo —dijo el señor Fescue antes de volver a su asiento.
En la recapitulación de los hechos, su señoría el juez Plummery puso de manifiesto esa imparcialidad feroz con la que tanta fama se había ganado. Las declaraciones y la conducta de la señorita Goldring, tanto dentro como fuera del estrado, no hacían más que confirmarle que era una mentirosa y una prostituta —tanto en su sentido literario como sexual— y que se había propuesto premeditadamente hacer todo cuanto el señor Fescue había afirmado. El jurado se retiró un par de minutos a deliberar y declaró que la demandante era culpable de libelo. Por su parte, el juez se encargó de fijar la cantidad a pagar por los daños y perjuicios sufridos en la persona del demandante y, teniendo en cuenta que el índice de inflación actual y previsto para el futuro era y seguiría siendo del dieciocho por ciento, exigió el pago de un millón de libras esterlinas y decidió asimismo enviar el sumario del caso al fiscal público, con la esperanza de que se formalizara una acusación de perjurio contra la demandada. La señorita Goldring se desmayó y el señor Shortstead no pudo ayudarla a levantarse.
Aquella tarde, el bufete del señor Gibling y del señor Gibling estaba de fiesta.
—¡Un millón y las costas aparte! ¡Un millón! La cantidad más alta que se ha pagado nunca en un caso de libelo. Y, además, las costas. ¡Dios mío, haz que apelen! —exclamó Gibling el Viejo.
Sin embargo, la señorita Goldring no estaba para apelaciones. La compañía de seguros del señor Shortstead se había puesto en contacto con él, inmediatamente después de dictarse la sentencia, y le había dejado muy claro que tenían la intención de demandarlo a él y a la señorita Goldring por cada penique que tuvieran que desembolsar.
En el número 12 de Sandicott Crescent, Lockhart y Jessica no tenían remordimientos de ninguna clase.
—¡Qué mujer más odiosa! —comentó Jessica—. Y pensar que me encantaban sus libros y todo eran mentiras…
Lockhart asintió con la cabeza.
—Ahora ya podemos empezar a vender las casas —le dijo—. Después de esta publicidad tan desagradable no podremos quedarnos en el barrio.
Al día siguiente, Sandicott Crescent amaneció sembrado de carteles de «En venta» y, sintiéndose seguro económicamente, Lockhart decidió que había llegado el momento de abrir las cartas que le había entregado la señorita Deyntry.