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En Sandicott Crescent tampoco lo sabían. La poesía era lo último que ocupaba sus pensamientos. El coronel Finch-Potter ya ni siquiera tenía cabeza con que pensar y era poco probable que la Mujer Pecaminosa volviera a ser algún día la de siempre. De lo que no cabía ninguna duda era de que la casa de los Pettigrew no lo volvería a ser nunca. El bull-terrier del coronel la había dejado hecha pedazos y todo estaba patas arriba. Al salir del armario del hueco de la escalera después del apagón, los Pettigrew dieron por sentado que eran los únicos que habían sufrido alguna desgracia. Sin embargo, cuando el señor Pettigrew trató de encontrar a tientas el teléfono que tenían en el salón y tropezó con el agujero de la alfombra persa, para acabar estrellándose contra la pantalla destrozada de una lámpara, el matrimonio empezó a hacerse una idea aproximada de la magnitud de los destrozos. Con la ayuda de una linterna, pasaron revista a los restos de su mobiliario y lloraron.

—Esta calle está maldita —gimoteó la señora Pettigrew, respondiendo a los ruegos de Lockhart—. ¡No pienso quedarme aquí ni un minuto más!

El señor Pettigrew trató en vano de adoptar una actitud más racional, pero los aullidos dementes del bull-terrier en la reserva de aves no le ayudaron demasiado. Además de perder un diente, el perro había acabado perdiendo, para fortuna de todos, el sentido de la orientación, y después de arremeter contra el tronco de varios árboles enormes —convencido de que eran patas de mamut— se rindió y aulló a cinco lunas multicolores que parecían flotar en un cielo inimaginable. El señor y la señora Lowry estaban muy atareados tratando de vendarse mutuamente aquellas partes de la anatomía de más difícil acceso, y se planteaban la posibilidad de demandar al coronel Finch-Potter por los destrozos que había causado su perro, cuando sufrieron el apagón de rigor. Entretanto, en la casa de al lado, convencido de que su marido la había dejado sin luz deliberadamente para poder así entrar con mayor facilidad y recuperar sus pertenencias, la señora Simplón decidió hacerlo desistir de su intento y, cargando la escopeta que su marido guardaba en el armario del dormitorio, efectuó un par de disparos sin apuntar a nada en concreto. Como no era la mejor tiradora del mundo y carecía de la luz de las cinco lunas imaginarias del bull-terrier, con el primer disparo consiguió hacer volar el invernadero de los Ogilvie, en el número 3, y con el segundo, efectuado desde la fachada, acribilló las ventanas que el bull-terrier había dejado intactas, para agravar todavía más los problemas de los Pettigrew. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que estaba equivocada y vio que toda la calle estaba a oscuras. Sin embargo, los gritos y chillidos de la Mujer Pecaminosa —que la policía llevaba a rastras al coche patrulla—, en lugar de disuadirla, la incitaron y, convencida de que el IRA había atacado de nuevo, volvió a cargar la escopeta y vació otro par de cartuchos apuntando, sin demasiada precisión, a la que fuera la casa del señor O’Brain. En esta ocasión erró el blanco, pero hizo diana en el dormitorio de los Lowry, que quedaba entre la residencia de los Simplón y la casa del señor O’Brain. Inmediatamente, la policía dejó lo que estaba haciendo delante de la casa del coronel Finch-Potter, se puso a cubierto y pidió refuerzos armados por radio.

No tardaron en llegar. Al momento se oyeron sirenas y llegaron coches patrulla, y una docena de agentes, cubiertos por el fuego de otros tantos, rodearon la mansión pseudo-georgiana de la señora Simplón y ordenaron a sus ocupantes que salieran con las manos en alto. Sin embargo, la señora Simplón ya se había dado cuenta de su error. La salva de disparos de revólver efectuada desde todos los puntos y ventanas y las luces intermitentes de los coches patrulla, por no hablar de la voz del megáfono, acabaron por convencerla de que esfumarse era más recomendable que defenderse. Así que se vistió a toda prisa, cogió las joyas y el dinero que tenía y salió por la puerta que daba al garaje para esconderse en el foso de engrase que el señor Simplón, que disfrutaba tanto manoseando las entrañas de los automóviles como las de la señora Grabble, había construido con gran ilusión. Allí debajo, escondida bajo la cubierta de madera, se dispuso a esperar. A través de la madera y de la puerta del garaje oyó que le decían por el megáfono que la casa estaba rodeada y que de nada iba a servirle resistirse a la autoridad. La señora Simplón no tenía ni la más mínima intención de resistirse. Maldijo su estupidez y trató de pensar en una excusa. Todavía se estaba rompiendo los cascos en vano cuando amaneció en Crescent y quince policías salieron de sus escondites, echaron abajo la puerta principal y la trasera, abrieron a golpes cuatro ventanas y se encontraron con que la casa estaba vacía.

—Aquí no hay nadie —dijeron al superintendente, que había acudido a hacerse cargo del mando—. Hemos registrado el desván, pero no hay ni un alma.

El señor Pettigrew insistió en que alguien tenía que haber.

—He visto con mis propios ojos cómo disparaban. Y basta con echar una ojeada a mi casa para ver lo que han hecho —les dijo.

El superintendente la miró y le dijo que dudaba que los disparos de una escopeta hubieran dejado hechos trizas los cojines de los sofás, las pantallas de las lámparas y las cortinas de las ventanas, y marcas de colmillos en las mesas de caoba.

—Eso lo ha hecho el perro —le aclaró el señor Pettigrew—, el perro que han traído los enfermeros de la ambulancia.

En la cara del superintendente se acentuó la expresión de duda.

—¿Pretende usted que me crea que el responsable de este arrasamiento es un perro que introdujeron en su casa los enfermeros de la ambulancia? —le preguntó.

El señor Pettigrew vaciló. El escepticismo del superintendente era contagioso.

—Ya sé que no parece creíble —reconoció—, pero tenía el aspecto de un perro.

—Se me hace difícil creer que un perro pueda haber causado destrozos de este calibre él sólito —dijo el superintendente—, y si lo que quiere dar a entender es que los enfermeros de la ambulancia… —El superintendente se calló al oír un aullido procedente de la reserva de aves—. ¿Qué diantre es eso?

—Eso es lo que me ha dejado la casa destrozada —respondió el señor Pettigrew—. Parece venir de la reserva de aves.

—¡Y un cuerno, una reserva de aves! —soltó el superintendente—. Parece más bien una reserva de fantasmas.

—No sabía que los fantasmas aullasen —dijo el señor Pettigrew sin saber muy bien lo que decía. Pasarse la noche en blanco encerrado dentro de un armario lleno de escobas para luego salir a la oscuridad de su hogar arrasado, no le había ayudado a aclarar las ideas precisamente. Además, la señora Pettigrew también aullaba. En el dormitorio acababa de encontrar los restos de su ropa interior hecha jirones.

—¡No era un perro, eso te lo digo yo! —gritó—. Hay un maníaco sexual suelto que se dedica a destrozar la ropa interior a mordiscos.

El superintendente miró a la señora Pettigrew con expresión incrédula.

—Si a alguien se le ha ocurrido destrozarle la ropa interior a mordiscos, señora, es que tiene que ser… —Pero se contuvo. A la señora Pettigrew sólo le quedaba el amor propio y de nada iba a servirle quitarle eso también—. ¿Y no sabe de nadie que le guarde rencor? —dijo.

Los Pettigrew negaron con la cabeza al unísono.

—Siempre hemos llevado una vida muy tranquila —le explicaron.

De hecho, todos los inquilinos de las casas que visitó le salieron con el mismo cuento. Sólo quedaban cuatro. En el número 1, el señor y la señora Rickenshaw no tenían nada que decirles y se limitaron a agradecerles que el coche patrulla estuviera siempre aparcado delante de su casa.

—Hace que nos sintamos mucho más seguros —le dijeron.

Los Ogilvie no compartían su opinión. Aquella salva de balazos había dejado hechos añicos todos los cristales del invernadero y descargaron su furia contra el superintendente.

—¿Adonde iremos a parar si los ciudadanos pacíficos no pueden ni siquiera descansar en sus camas? Eso es lo que quiero saber —le preguntó el señor Ogilvie indignado—. Sepa usted que voy a presentar una queja al parlamento, señor. Este país está patas arriba.

—Eso parece, señor —dijo el superintendente, conciliador—. Pero dígame usted, ¿ha sido un perro el que le ha destrozado el invernadero?

—Por supuesto que no —negó el señor Ogilvie—. Ha sido un condenado puerco con una escopeta.

El superintendente soltó un suspiro de alivio. Estaba ya harto de que todo el mundo les echara la culpa a los perros. La señora Simplón no lo estaba. Acurrucada debajo del coche y de la plancha de madera dentro de aquel socavón, tenía los nervios igual que la ropa interior de la señora Pettigrew: destrozados. Revolvió el contenido de su bolso buscando cigarrillos, encontró uno, y estaba encendiendo una cerilla para fumárselo, cuando el superintendente, después de dar las gracias a los Ogilvie por su cooperación y aguantar el vapuelo del señor Ogilvie, que se quejaba de la falta de protección policial, atravesó la puerta del garaje.

De hecho, la puerta del garaje lo atravesó a él. La señora Simplón había descubierto por su cuenta y riesgo que aquellos socavones, colectores de aceite y gases, no eran el lugar más indicado para encender cigarrillos. Gracias a una serie de explosiones —la primera, causada por el aire cargado de gases del pozo, la segunda, por el depósito de gasolina del coche que tenía encima y la tercera por los depósitos de aceite medio vacíos que proporcionaban agua caliente y calefacción central al número 5 de Sandicott Crescent—, las esperanzas de tranquilizarse de la señora Simplón se vieron más que cumplidas. Con la primera explosión ya había perdido el conocimiento y cuando estallaron los depósitos de aceite ya estaba en el más allá. Con ella volaron pedazos del garaje, del coche y de los depósitos de aceite. Una bola de fuego compuesta por estos tres elementos salió rodando por el hueco que ocupara la puerta, chocó con la cara del superintendente y arrasó como la viruela la fachada acneíca de los Pettigrew. En medio de este holocausto, el superintendente no perdió la cabeza… pero conservó poco más. Las llamas acabaron con la poca autoridad que le había quedado después de la explosión. El bigote pareció encogerse y se volvió negro. Las cejas desaparecieron pasto de las llamas, que se propagaron a la punta de las orejas, lo suficientemente rojas ya como para pensar que varios millones de personas estaban hablando de él al mismo tiempo. Y así se quedó, de pie, con sus botas y cinturón de cuero: un poli chamuscado, negro y desencantado.

Una vez más, se oyeron sirenas en las proximidades de Sandicott Crescent, pero en esta ocasión se trataba de los bomberos. Mientras trabajaban sin descanso para extinguir el fuego, que había extinguido la vida de la señora Simplón de un modo tan rotundo que la ceremonia de incineración habría resultado ociosa, el bull-terrier hizo su última aparición. Cuando las llamas que iluminaban su imaginación empezaban ya a languidecer, el fuego del garaje de los Simplón las avivó. Con los ojos inyectados en sangre, la lengua colgando y un andar patoso, salió de la reserva de aves, pisoteó el jardincillo de hierbas aromáticas de las señoritas Musgrove y, tras abrir boca propinando un mordisco a la pantorrilla de un bombero, entabló una lucha a muerte con una de las mangueras de los bomberos, convencido de que se estaba batiendo con una anaconda de las selvas tropicales de sus sueños. Pero la manguera le devolvió el ataque. Agujereada por una docena de sitios distintos, el agua salió disparada a una gran presión y levantó a varios metros del suelo al bull-terrier, que se quedó suspendido en el aire unos instantes gruñendo con rabia. Cuando el perro cayó al suelo, el superintendente creía a los Pettigrew a pie juntillas. Lo acababa de ver con sus propios ojos chamuscados: un perro que aullaba, gruñía, babeaba y mordía como un cocodrilo con el baile de San Vito. Convencido de que el animal tenía la rabia, el superintendente se quedó tieso como un palo como mandaban las normas. Más le habría valido moverse y aprisa. Desconcertado por la resistencia del agua de aquella manguera culebreante, el bull-terrier hincó los colmillos en la pierna del superintendente, la soltó sólo un momento para atacar la manguera a dentelladas en cuatro puntos más y remató la hazaña saltando al cuello del superintendente. Esta vez el superintendente no se quedó quieto y sus subordinados, veinte bomberos, los Ogilvie y el señor y la señora Rickenshaw tuvieron el honor de ver a un policía desnudo (y chamuscado de gravedad), con botas y cinturón, cubrir los cien metros con obstáculos en menos de diez segundos y sin adoptar la posición de salida. Tras él, con los ojos salidos y las patas achaparradas, iba el bull-terrier raudo como una bala. El superintendente saltó la cerca del jardín de los Grabble, se hizo unas magulladuras en el césped y desapareció en la reserva de aves. Al cabo de un momento, se oían sus aullidos de auxilio a coro con los del perro.

—Bueno, por lo menos ahora sabe que le decíamos la verdad —dijo el señor Pettigrew, y suplicó a su esposa que dejara de sollozar como una mujer que pide el regreso de su amante el demonio, comentario no muy indicado para restablecer la paz doméstica en unas vidas ya de por sí tremendamente alteradas.

Lockhart y Jessica, al otro extremo de la calle, presenciaron aquella escena tan caótica desde su dormitorio. El garaje de los Simplón estaba ardiendo aún —fundamentalmente gracias a la intervención del perro—, la manguera seguía culebreando y escupiendo agua por una veintena de sitios distintos, como un aspersor con aires de grandeza, los bomberos estaban apelotonados junto a sus coches y los policías cobijados en su interior. Únicamente los hombres armados, que habían acudido para enfrentarse a los francotiradores de la casa, seguían con su trabajo. Convencidos de que el incendio del garaje no era más que una treta de los pistoleros, que seguían escondidos en la casa después de despistarlos durante el registro, y que ahora pretendían escapar aprovechando la humareda, se ocultaron en los jardines vecinos y entre las ramas de los arbustos que había junto al campo de golf. Como consecuencia de ello y del humo que les impedía ver con claridad, a ellos y a los cuatros jugadores de golf novatos —uno de los cuales sufría el mal crónico del golpe con efecto—, una pelota de golf golpeó a un agente armado en la cabeza.

—¡Nos están atacando por la retaguardia! —gritó, y vació el cargador de su revólver en medio del humo, alcanzando al hombre del mal, ya terminal, del golpe con efecto y el edificio del club. A él se sumaron otros tantos policías, que dispararon guiándose por los gritos. Mientras las balas rebotaban por el campo de golf y agujereaban las ventanas del bar, el presidente se tumbó en el suelo y llamó a la policía.

—¡Nos están atacando! —gritó—. ¡Llueven balas de todas direcciones!

A los jugadores de golf les ocurría lo mismo. Mientras corrían envueltos en la cortina de humo, una salva de balazos procedente del jardín trasero de los Simplón les acribilló. Cuatro cayeron en el hoyo dieciocho, dos en el primero, mientras un grupo de mujeres se arracimaba junto al bunker del noveno, que hacía apenas unos momentos habían hecho todo lo posible por esquivar. Y a cada nueva descarga de balazos, la policía —incapaz de ver quién disparaba y desde dónde— se enzarzaba una y otra vez en un combate entre iguales. Incluso los Rickenshaw, del número 1, que hacía apenas una hora se congratulaban por gozar de protección policial, acabaron lamentando aquella gratitud precipitada. El nuevo contingente policial se presentó en el club de golf armado con rifles y revólveres y los agentes se apostaron en el bar, en el despacho del presidente y en los vestuarios, desde donde respondieron a los disparos ya esporádicos de sus camaradas con una buena barrera de fuego. Una andanada de balazos pasó silbando por encima de las cabezas de las mujeres agazapadas en la hoya de arena del noveno, atravesó la cortina de humo y se metió en el salón de los Rickenshaw. Las mujeres chillaban en la hoya de arena, la señora Rickenshaw chillaba en su salón con una bala incrustada en el muslo y el conductor del coche de bomberos, que no recordaba que la escalera estaba extendida, decidió que había llegado el momento de largarse de allí aprovechando el buen momento. Pero el momento no era bueno.

—¡Y qué más da ese condenado fuego! —dijo a voz en grito a los hombres que iban apiñados en la parte trasera—. ¡Ahora lo que importa es el otro fuego!

El bombero encaramado a la escalera no compartía su punto de vista. Agarrado a una manguera que apenas goteaba, de pronto se encontró con que avanzaba marcha atrás.

—¡Parad! —gritó—. ¡Por el amor de Dios, parad!

Pero el crepitar de las llamas y los disparos de los rifles ahogaron sus quejas y el coche de bomberos bajó por Sandicott Crescent a toda velocidad. A quince metros de altura, el bombero seguía agarrado a la escalera. Y continuaba agarrado a ella cuando, después de llevarse media docena de hilos telefónicos por delante y un cable eléctrico, el coche de bomberos pasó por debajo de la línea ferroviaria principal de Londres a cien kilómetros por hora. Pero el bombero de la escalera no pasó: salió despedido y fue a interponerse en el camino de un camión cisterna de gasolina tras esquivar por los pelos el expreso de Brighton. El conductor del camión, que se había quedado un tanto desconcertado ante la marcha alocada del coche de bomberos, ahora sin escalera, viró bruscamente para no atropellar al bombero catapultado lanzando contra la vía férrea la cisterna que transportaba, que estalló todavía a tiempo de rociar con un lluvia de gasolina en llamas los últimos cinco vagones del expreso que circulaba por la vía. En el vagón del guardafrenos, envuelto en llamas, el encargado cumplió con su deber: tiró del freno de emergencia y bloqueó las ruedas del expreso, que avanzaba a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Los chirridos de las ruedas de metal ahogaron el fragor del tiroteo y los aullidos del superintendente en la reserva de aves. En todos los compartimientos los pasajeros que iban sentados de cara a la locomotora fueron catapultados a los regazos de aquellos otros que les daban la espalda, y en el vagón restaurante —donde servían desayunos— cafés y camareros se mezclaron con los comensales y salieron despedidos en todas direcciones. Entretanto, cinco vagones se consumían bajo el fuego.

Lo mismo le ocurría a la policía en el campo de golf. El espectáculo del tren incendiado a consecuencia de la explosión de lo que parecía una bomba de napalm en el centro de East Pursley, no hizo más que corroborar la hipótesis de que se estaban enfrentando a un brote de terrorismo urbano y golfista sin precedentes en los anales de la historia de Gran Bretaña. Fue entonces cuando pidieron ayuda al ejército por radio explicándoles, eso sí, que estaban atrapados en el edificio del club de golf de East Pursley y acorralados por grupos guerrilleros que les disparaban parapetados en el interior de las casas de Sandicott Crescent y que ya habían hecho volar en pedazos el expreso Londres-Brighton de un bombazo. Transcurridos cinco minutos, un helicóptero de combate tomaba tierra en el campo de golf para enfrentarse al enemigo. Pero los policías ocultos en el jardín de los Simplón ya estaban hartos. Tres estaban heridos, uno muerto y el resto se había quedado sin munición. Llevando consigo a los heridos, se arrastraron por el césped hasta dar la vuelta a la casa y corrieron hacia los coches patrulla.

—¡Larguémonos de aquí! —gritaban metiéndose a toda prisa en los coches—. ¡Ahí fuera hay un maldito ejército!

Al cabo de un minuto, con las sirenas perdiéndose en la lejanía, los coches patrulla habían abandonado Crescent y se dirigían a comisaría. Sin embargo, no pudieron llegar. La cisterna que había estallado al entrar en contacto con el expreso había vertido parte de su contenido en la carretera y el túnel era un infierno. A sus espaldas, Sandicott Crescent no gozaba precisamente de una situación más desahogada. El fuego del garaje de los Simplón se había propagado a la cerca y de la cerca al cobertizo de los Ogilvie. Era lo que faltaba. Acribillado a balazos, añadió llamas y humo a la nube que se cernía sobre la herencia de Jessica y confirió una luz tenebrosa a la escena. Los Ogilvie, abrazados el uno al otro en el sótano, escuchaban las ráfagas de balazos que rebotaban en la cocina, mientras en el número 1 el señor Rickenshaw aplicaba un torniquete a la pierna de su esposa y le prometía que, si lograban salir de aquello con vida, se marcharían de aquella casa.

Los Pettigrew estaban en las mismas.

—Prométeme que nos marcharemos —decía la señora Pettigrew con voz lastimera—. Si me quedo una noche más en este espanto de casa voy a volverme loca.

El señor Pettigrew no necesitaba de tantas explicaciones. La serie de catástrofes que habían arrasado Sandicott Crescent como si de las plagas de Egipto se tratara, parecían empujarle a abandonar su racionalismo y abrazar la religión. Su conciencia ciudadana le había abandonado por completo y cuando el señor Rickenshaw, que no podía pedir asistencia médica por teléfono gracias a la siega de la escalera del coche de bomberos, cruzó la calle a gatas y llamó al timbre de los Pettigrew pidiendo ayuda, el señor Pettigrew se negó a abrirle la puerta, argumentando que la última vez que habían pedido asistencia médica los enfermeros de la ambulancia —¡precisamente ellos!— habían introducido un perro demente en su casa. Así que, por él, la señora Rickenshaw podía morirse desangrada, porque no le abriría la puerta.

—¡Y está usted de suerte! —le gritó—. ¡La pelmaza de su esposa sólo tiene un balazo en la pierna, pero es que la mía tiene uno en la cabeza!

El señor Rickenshaw le maldijo por ser un mal vecino y fue a llamar a la puerta del coronel Finch-Potter sin saber que, después de liberarle el pene del rallador de queso, lo habían trasladado a la unidad de cuidados intensivos del Hospital de Pursley. Finalmente, Jessica acudió en su ayuda y, desafiando el fuego ya moderado del club de golf, se trasladó al número 1 y aplicó todos sus conocimientos de primeros auxilios a la herida de la señora Rickenshaw. Mientras tanto, Lockhart aprovechó su ausencia para hacer una última incursión en el alcantarillado. En efecto, tras enfundarse el traje de buzo, se arrastró hasta la boca de la casa del señor Grabble equipado con un cubo y una bomba de estribo de la Segunda Guerra Mundial que el difunto señor Sandicott guardaba en su taller para regar las plantas. Lockhart tenía unas intenciones muy distintas: introdujo el pitón en la tubería de desagüe, la taponó con masilla, llenó el cubo en la alcantarilla y se puso a bombear. Trabajó sin descanso durante una hora y a continuación desmontó el tinglado y regresó a su casa a gatas. A aquellas alturas, la planta baja del señor Grabble ya estaba inundada con las deyecciones del resto de las viviendas de la calle, y todos sus intentos por conseguir que el retrete de la planta baja funcionara con normalidad y expulsara los excrementos fuera de su casa, en lugar de bombearlos hacia dentro, fracasaron estrepitosamente. Dispuesto a adoptar medidas drásticas para remediar aquella situación desesperada, el señor Grabble vadeó aquellas aguas inmundas con los pantalones arremangados y decidió recurrir a la sosa cáustica. No fue una buena idea. En lugar de bajar por la tubería de desagüe y disolver el maldito tapón que la tenía atascada, la taza del water entró en una erupción vengativa. Afortunadamente, el señor Grabble había tenido el buen sentido de prever tal posibilidad y estaba fuera del minúsculo retrete cuando todo ocurrió. Sin embargo, demostró menor prudencia al emplear un detergente normal para waters y, ante la pobreza de resultados, lejía. Las emanaciones de gas tóxico de cloro resultante de la combinación de ambos productos ahuyentó al señor Grabble de su casa. De pie en el césped del jardín, vio cómo la alfombra del salón se quedaba empapada y cómo la sosa cáustica corroía su butaca favorita. El señor Grabble tuvo la poco sensata ocurrencia de tratar de contener la inundación, pero la sosa cáustica acabó por disuadirle y se sentó en la orilla del estanque de peces a maldecir con los pies en remojo.

En la reserva de aves, el superintendente seguía pidiendo auxilio, si bien sus gritos eran ya más débiles, y al otro extremo de la calle el bull-terrier echaba una cabezadita en el felpudo, delante de la puerta trasera de la casa de su dueño.

Después de quitarse el traje de buzo, Lockhart se preparó un baño y descansó un rato en la bañera muy satisfecho. En conjunto, consideraba que lo había hecho bastante bien. Ahora ya no cabía ninguna duda de que Jessica pronto estaría en plena posesión de toda su herencia y tendría derecho a vender todas y cada una de las casas cuando le apeteciera. Lockhart se puso a pensar en el problema de los impuestos. Su experiencia en Sandicott & Asociado le decía que los impuestos sobre las plusvalías se aplicaban a cualquier vivienda secundaria que un individuo poseyera. Tenía que haber algún modo de librarse de aquel pago. Los impuestos sobre doce casas subirían una enormidad. Cuando salió de la bañera había dado con una solución muy simple.