13

Pero el viejo estaba equivocado, por lo menos, en dos puntos. Lockhart no dejaba nada en manos de la providencia. Mientras la señora Flawse seguía temblando de miedo en la oscuridad del salón de banquetes, maravillada ante la sorprendente perspicacia que había demostrado su yerno al adivinar los tejemanejes de su mente y de sus manos, Lockhart subió al primer piso por la torreta de piedra y trepó por la escalera de madera hasta las almenas. Allí arriba encontró al señor Dodd, que, con su único ojo sano, admiraba aquel paisaje desolador y ominoso con una ternura que estaba en armonía con su carácter. El señor Dodd, un hombre arisco en un mundo arisco y sombrío, era un criado sin espíritu servil. No era dado a las lisonjas, pero tampoco pensaba que el mundo tuviera que mantenerlo. Le debía la vida al trabajo duro y a una malicia tan alejada de los cálculos de la señora Flawse como Sandicott Crescent de la colina Flawse. Y si un hombre se atrevía a menospreciarlo por ser un criado le soltaba en la cara que, en su caso, el criado era señor, y luego le demostraba con los puños que podía ser un digno rival de cualquiera, fuera señor, criado o un bravucón borracho. En pocas palabras: el señor Dodd era dueño de su persona y de sus actos. Que su modo de obrar coincidiera con el del señor Flawse era fruto de su falta de respeto mutuo. Si el señor Dodd permitía que el viejo Flawse le llamara Dodd, lo hacía simplemente porque sabía que el señor Flawse dependía de él y que, con toda su autoridad y sus conocimientos teóricos, sabía menos del mundo real y de sus costumbres que él. Así pues, era este sentimiento de superioridad el que albergaba cuando se tumbaba en la galería de la mina y extraía carbón de una veta de medio metro y carreteaba cubos y más cubos al estudio del viejo para que estuviera calentito. Y con esta misma seguridad de su valía y superioridad en todo, guardaba el rebaño de ovejas en las colinas en compañía de su perro y se encargaba de asistir a los corderos cuando parían entre las nieves. Estaba allí para protegerlas y para proteger también al señor Flawse, y mientras unas le daban lana, el otro le daba techo y manutención y no estaba dispuesto a permitir que nadie se interpusiera entre ellos.

—La bruja se debe haber llevado un susto de muerte —dijo cuando Lockhart llegó a las almenas—, pero no le va a durar. Si no hace algo y deprisa, se quedará con toda la herencia.

—Por eso precisamente he venido a preguntarle, señor Dodd —dijo Lockhart—. Ni el señor Bullstrode ni el doctor Magrew recuerdan a ninguno de los amigos de mi madre. Seguro que los tenía.

—Claro que los tenía —dijo el señor Dodd, un tanto inquieto junto al parapeto.

—Entonces, ¿puede decirme quiénes eran? Si quiero encontrar a mi padre, tendré que empezar por algún sitio.

El señor Dodd estuvo callado un momento.

—Podría hablar con la señorita Deyntry. Vive camino de Farspring y era muy amiga de su madre —dijo finalmente—. La encontrará en Divet Hall. A lo mejor sabe algo que le pueda servir. No se me ocurre nadie más.

Lockhart bajó por la escalera, salió de la torre fortificada y se encaminó a la casa para despedirse de su abuelo. Pero al pasar por delante de la ventana del estudio se detuvo: el viejo estaba sentado junto al fuego y las lágrimas rodaban por sus mejillas. Lockhart meneó la cabeza con tristeza. No estaban las cosas para despedidas. Así pues, cruzó el portalón de la entrada y cogió el camino del embalse. Al cruzarlo, se volvió a mirar la casa: en el estudio había luz y el dormitorio de su suegra todavía estaba iluminado, pero en el resto de Flawse Hall reinaba la oscuridad. Lockhart se adentró en la pineda y se desvió por el sendero que bordeaba la ribera rocosa. Se había levantado una brisa suave y el agua del embalse bañaba las piedras a sus pies. Lockhart se agachó a recoger un guijarro y lo arrojó a la oscuridad. El agua se tragó el canto, que desapareció por completo como desapareciera su padre, y las posibilidades de volver a dar con él se le antojaron tan difíciles como las que tenía la piedra de volver a alcanzar la superficie. De todos modos, lo intentaría, y después de seguir la ribera otros tres kilómetros, llegó a la vía romana que se dirigía hacia el norte. Lockhart la cruzó y siguió a campo traviesa mientras, a sus espaldas, el pinar oscuro que rodeaba el embalse se iba volviendo más y más pequeño. Más allá quedaba Britherton Law y veintisiete kilómetros de campo raso. Aquella noche tendría que dormir fuera de casa, pero sabía de una granja con paja en los establos abandonada desde hacía largo tiempo. Pasaría la noche allí y a la mañana siguiente bajaría por el valle Farspring hasta Divet Hall. Mientras caminaba, se agolpaban en su mente palabras extrañas procedentes de algún recoveco de su personalidad que no le era del todo ajeno pero que, sin embargo, siempre había ignorado. Le llegaban en fragmentos de canciones y rimas que le hablaban de cosas que nunca había vivido. Lockhart dio rienda suelta a sus pensamientos sin preocuparse de por qué ni de dónde venían. Aquella noche le bastaba con estar solo y poder caminar por sus tierras de nuevo. A medianoche llegó a la granja de Hetchester y, tras deslizarse al interior por el hueco que en otros tiempos ocupaba el portalón de la entrada, se preparó un lecho de paja en los antiguos establos. La paja olía a humedad y a viejo, pero se encontraba cómodo y se quedó dormido al poco rato.

Al alba ya volvía a estar en pie y en marcha, pero eran más de las siete y media cuando cruzó Farspring Knowe y contempló desde la cima el frondoso valle. Divet Hall quedaba tan sólo a un kilómetro y medio de distancia y se divisaba ya el humo que salía de la chimenea. Encontró a la señorita Deyntry despierta y rodeada de perros, gatos, caballos, loros y hasta de un zorro domesticado que rescató de las fauces de una manada de perros que estaban despedazando a su madre. A los cincuenta años, la señorita Deyntry estaba en contra de los deportes sangrientos con la misma vehemencia con que se había entregado a ellos en su loca juventud. También estaba en contra de la raza humana y era muy conocida por su misantropía, actitud que la gente solía atribuir al hecho de que le hubiesen dado calabazas en tres ocasiones. Fuera cual fuere la causa, todos coincidían en que tenía una lengua muy afilada y solían huir de ella. Los únicos que no la evitaban eran los vagabundos y unos cuantos gitanos nómadas que seguían viviendo como antaño. Conocidos antiguamente como alfareros, por su costumbre de hacer vasijas de barro cocido en invierno para venderlas en verano, tenían aún unos cuantos carromatos por el campo y en otoño acampaban en un prado, justo detrás de Divet Hall. Al bajar de costado por la empinada ladera, Lockhart vio un carromato y un perro empezó a ladrar. Al poco rato, el jardín zoológico de la señorita Deyntry seguía su ejemplo. Lockhart abrió la puerta de la cerca a una cacofonía de perros, pero los ignoró como había ignorado todo lo demás, pasó por delante de ellos sin detenerse y llamó a la puerta. Pasados unos momentos, la señorita Deyntry apareció en el umbral. Llevaba una bata que se había confeccionado ella misma, guiada por criterios más de orden práctico que estético, con la pechera llena de bolsillos. La señorita Deyntry era más decorativa que atractiva, y también arisca.

—¿Quién eres? —le preguntó, después de examinar a Lockhart y reparar en la brizna de paja que traía enredada en el pelo y en la barba sin afeitar con una mirada de aprobación casi imperceptible. A la señorita Deyntry no le gustaba la gente exageradamente aseada.

—Lockhart Flawse —repuso Lockhart, con la misma brusquedad que había empleado la mujer al hacerle la pregunta. La señorita Deyntry lo miró con mayor interés.

—De modo que eres Lockhart Flawse… —dijo, abriendo más la puerta para que pasara—. ¡Bueno, no te quedes ahí, chico! Pasa. Tienes todo el aspecto de necesitar un desayuno.

Lockhart la siguió por el pasillo hasta la cocina, que despedía un olor a tocino curado en casa. La señorita Deyntry cortó unas cuantas lonchas bien gruesas y las puso a freír en la sartén.

—Ya veo que has dormido al raso —observó—. Oí decir que te habías casado. De modo que ya has abandonado a tu mujer, ¿eh?

—¡Virgen santa! ¡No! —exclamó Lockhart—. Anoche me apetecía pasar la noche fuera de casa. He venido a hacerle una pregunta.

—¿Una pregunta? ¿Qué pregunta? Yo no contesto a las preguntas de la gente, así que no sé si voy a responder la tuya —le advirtió la señorita Deyntry con sequedad.

—¿Quién era mi padre? —le preguntó Lockhart, que había aprendido del señor Dodd a no perder el tiempo andándose por las ramas. Hasta la señorita Deyntry se quedó pasmada.

—¿Tu padre? ¿Me preguntas a mí quién era tu padre?

—Sí —dijo Lockhart.

La señorita Deyntry pinchó uno de los torreznos con un tenedor.

—¿No lo sabes? —le preguntó de nuevo, después de permanecer callada un momento.

—Si lo supiera no lo preguntaría.

—Veo que no te andas con rodeos —observó con aprobación—. ¿Y qué te hace suponer que lo sé?

—Me lo dijo el señor Dodd.

La señorita Deyntry levantó los ojos de la sartén.

—¡Ah!, así que fue el señor Dodd…

—Sí. Me dijo que era amiga de mi madre. Puede que a usted se lo dijera.

La señorita Deyntry meneó la cabeza.

—Antes se lo habría confesado al cura de Chiphunt Castle. Pero teniendo en cuenta que es un papista y montañés de Escocia de los pies a la cabeza y tu abuelo y tu madre fueron siempre ateos unitarios, es tan probable que se lo contara como que un perro de aguas ponga huevos —dijo la señorita Deyntry, al tiempo que cascaba unos huevos contra la sartén y los freía en manteca.

—¿Unitarios? —preguntó Lockhart—. No sabía que el abuelo fuera un unitario.

—Dudo mucho que lo sepa él siquiera —dijo la señorita Deyntry—. Pero siempre anda leyendo a Emerson y a Darwin y a ese atajo de charlatanes de Chelsea. Todos los ingredientes del unitarismo están ahí, sólo hay que mezclarlos en las proporciones adecuadas.

—¿Así que no sabe quién era mi padre? —concluyó Lockhart, que no tenía ganas de discutir asuntos teológicos antes de zamparse sus huevos con tocino. La señorita Deyntry preparó además unas setas.

—Yo no he dicho eso —le corrigió—. Lo único que he dicho es que no me lo confesó. Pero tengo mis propias ideas al respecto.

—¿Quién fue? —le preguntó Lockhart.

—He dicho que tenía mis ideas, no que te lo fuera a decir. De la mano a la boca se pierde la sopa, y no me gustaría calumniar a nadie.

La señorita Deyntry colocó un par de platos encima de la mesa y sirvió con el cucharón los huevos con tocino y setas.

—Come y déjame que piense —le pidió, cogiendo cuchillo y tenedor.

Y así estuvieron comiendo en silencio y bebiendo tazones de té caliente con un ruido tremendo. La señorita Deyntry vertió el suyo en el platillo y se lo bebió a sorbos. Cuando hubieron terminado, y tras limpiarse la boca con la servilleta como Dios manda, la señorita Deyntry se levantó, salió de la habitación y regresó al cabo de unos minutos con una caja de madera con incrustaciones de nácar.

—Seguramente no llegaste a conocer a la señorita Johnson —le dijo al dejar la caja sobre la mesa. Lockhart negó con la cabeza—. Era la encargada de la estafeta de correos de Ryal Bank, y cuando digo encargada no quiero decir que su trabajo no fuera duro. Se encargaba de repartir el correo montada en una bicicleta vieja y vivía en una casita de campo a la entrada del pueblo. Antes de morir me entregó esto.

Lockhart miró la caja con curiosidad.

—La caja no tiene ninguna importancia —le dijo—. Es el contenido lo que nos interesa. Aquella vieja era una sentimental de tomo y lomo, aunque nadie lo habría adivinado por como hablaba. Tenía un montón de gatos y en verano, cuando terminaba la ronda diaria, solía sentarse al sol, junto a la puerta de su casa, rodeada de sus gatos y gatitos. Un día un pastor llamó a su puerta acompañado de su perro. Pues bien, al perro le dio por matarle a uno de los gatitos y entonces la señora Johnson, sin pestañear siquiera, miró al pastor y dijo: «A los perros hay que alimentarlos». Así era la señorita Johnson, de modo que nadie se imaginaba que tuviera sentimientos.

Lockhart se rió de buena gana y la señorita Deyntry le miró ensimismada.

—Eres igualito que tu madre. Tenía esa misma forma de reírse. Pero tienes algo más.

La señorita Deyntry le acercó la caja, levantó la tapadera. Dentro había un fajo de sobres, sujetos cuidadosamente con una goma elástica.

—Cógelo —le dijo, sin soltar la caja—. Prometí a aquella mujer que nunca permitiría que la caja cayera en manos de nadie, pero no me dijo nada del contenido.

Lockhart cogió el fajo de cartas y examinó los sobres. Todos iban dirigidos a la señorita C. R. Flawse, c/o administradora de correos, Ryal Bank, Northumberland, y estaban cerrados.

—No están abiertos —le explicó la señorita Deyntry—. Era una mujer intachable y fisgonear el correo ajeno iba en contra de sus principios.

—Pero ¿por qué no se hacía mandar las cartas a Black Pockrington y a Flawse Hall? —preguntó Lockhart—. ¿Por qué involucraba en todo esto a la administradora de Ryal Bank?

—¿Para que tu abuelo las cogiera y supiera lo que hacía? ¿Te han sorbido el seso? Ese condenado estaba tan celoso de tu madre que no habría vacilado en interceptarle el correo. No, no, en eso tu madre fue mucho más lista que él.

Lockhart examinó el matasellos de una de las cartas y vio que procedía de los Estados Unidos y estaba fechada en 1961.

—Esta la enviaron cinco años después de su muerte. ¿Por qué no la devolvió la señorita Johnson al remitente?

—Porque para averiguar las señas del remitente tendría que haber abierto el sobre, y eso no lo habría hecho nunca —dijo la señorita Deyntry—. Ya te he dicho que el correo de Su Majestad era una institución sagrada para aquella mujer. Además, no quería que el único amigo de tu madre supiera que estaba muerta. «Es mejor vivir con esperanza, que sucumbir a las penas», solía decir, y sabía perfectamente de qué hablaba. A su prometido le dieron por desaparecido en Ypres, pero ella nunca quiso aceptar que había muerto. Creía en el amor y en la vida eterna, por eso era tan fuerte. A mí también me gustaría creer en eso, pero me falta fe.

—Supongo que tengo derecho a abrirlas —dijo Lockhart.

La señorita Deyntry asintió.

—Salvo su mismo aspecto, no es que te dejara mucho. De todos modos, no creo que encuentres el nombre de tu padre en ninguna de ellas.

—Quizá me den una pista.

La señorita Deyntry no estaba de acuerdo.

—No encontrarás ninguna. Eso te lo puedo asegurar. Sacarías mucho más hablando con la vieja gitana del carromato. Según dice, adivina el porvenir. Tu padre no escribió una carta en su vida.

Lockhart la miró con suspicacia.

—Parece estar muy segura —le dijo, pero la señorita Deyntry no mordió el anzuelo—. Por lo menos podría decirme…

—¡Anda, vete! —Y se levantó de la mesa—. Viéndote aquí sentado, abatido por un montón de cartas viejas, parece que estoy viendo a Clarissa. Pregúntale quién era tu padre a la quiromántica. Es más probable que te lo diga ella que yo.

—¿Quiromántica? —repitió Lockhart.

—La adivina —le explicó la señorita Deyntry—. Está convencida de que desciende de la Elspeth Faas de los cuentos —le explicó mientras le acompañaba por el pasillo hasta la puerta.

Lockhart la seguía con el fajo de cartas en la mano. Le dio las gracias.

—No me lo agradezcas —le espetó—. Los agradecimientos no son más que palabras y yo ya estoy harta de tanta palabra. Si alguna vez necesitas ayuda, ven a verme. Esa es la clase de agradecimiento que me gusta, ser de utilidad. Todo lo demás son memeces. Y ahora ve a ver a esa mujer para que te diga al porvenir. Y no te olvides de hacerle el signo de la cruz en la palma de la mano con una moneda de plata.

Lockhart asintió, rodeó la parte trasera de la casa y salió al prado. Al rato ya se había puesto en cuclillas a unos dieciocho metros del carromato y, obedeciendo un sentido ancestral de respeto a la etiqueta, esperó sin decir palabra a que le hablaran. El perro de los gitanos se puso a ladrar, pero luego se calló. El humo de la hoguera tiznaba ligeramente el aire de aquella mañana tranquila y las abejas zumbaban en la madreselva del jardín de la señorita Deyntry. Los gitanos iban de aquí para allá, atareados con sus cosas, como si Lockhart no existiera, pero al cabo de media hora una vieja bajó los escalones del carromato y se acercó a él. Tenía el rostro moreno y curtido por el viento y la piel tan surcada de arrugas como la corteza de un roble viejo. Se agachó delante de Lockhart y le tendió la palma de la mano.

—La señal de la cruz con plata —le dijo.

Lockhart se metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de diez peniques, pero la mujer no quiso tocarla.

—Eso no es plata —le endilgó.

—Es que plata no tengo —se excusó Lockhart.

—Pues el oro nos irá mucho mejor —dijo la vieja.

Lockhart se puso a pensar si tenía algo de oro y por fin se acordó de su pluma estilográfica. Se la tendió y le quitó el capuchón.

—Es todo el oro que tengo.

La gitana cogió la pluma con una mano de venas abultadas como tallos de hiedra y la miró.

—Tienes un don —dijo, y al decirlo la pluma pareció cobrar vida propia y se deslizó y bailó entre sus dedos como el péndulo o la varita de avellano de un zahori. Lockhart observó cómo se movía, y de pronto el plumín le apuntó—. Tienes el don de la palabra y de la canción. La pluma te marcará el compás, pero tú no comprenderás su mensaje.

La gitana hizo girar la pluma, pero el plumín volvió a señalarle y la mujer se la devolvió.

—¿Y no ves nada más? —le preguntó Lockhart.

En lugar de cogerle la mano, la gitana se quedó mirando el suelo fijamente.

—Una muerte… dos muertes, quizá más. Tres sepulturas y una vacía. Veo a un hombre colgado de un árbol y muchos otros asesinados. Nada más. Ya está.

—¿Y mi padre? —le preguntó Lockhart.

—¿De modo que se trata de tu padre? Largo tiempo y por doquier lo buscarás, pero su nombre en una canción encontrarás. Ya no te puedo decir más.

Lockhart volvió a guardarse la pluma en el bolsillo y le tendió un billete de una libra. La vieja escupió al suelo y lo cogió.

—Papel —murmuró—. Papeles, papeles hijos de la madera son, pero ni papel ni tinta te ayudarán en tu gesta, mientras no vuelvas a tu don.

Y con estas palabras la gitana se puso en pie y echó a andar hacia el carromato mientras Lockhart, sin saber apenas lo que hacía, dibujaba la señal de la cruz con los dedos en el aire en el lugar donde estuviera la vieja. Luego se levantó también y bajó por el valle hasta la antigua carretera militar de Hexham. Aquella noche ya estaba de regreso en Sandicott Crescent y encontró a Jessica muy asustada.

—La policía ha estado aquí —le dijo tan pronto como entró en casa—. Querían saber si últimamente hemos oído o visto algo anormal.

—¿Y qué les has dicho?

—La verdad —repuso Jessica—. Que habíamos oído gritar a gente y que la casa del señor O’Brain había estallado y que las ventanas habían volado en pedazos… y todo lo demás.

—¿Han preguntado por mí? —se interesó Lockhart.

—No —respondió Jessica—. Les he dicho que estabas en el despacho.

—¿Y no han registrado la casa?

Jessica negó con la cabeza y le miró asustada.

—¿Qué es lo que pasa, Lockhart? Crescent solía ser un lugar tranquilo y agradable y ahora parece que todo el mundo se haya vuelto loco. ¿Sabías que alguien cortó la línea telefónica de los Ráceme?

—Sí —dijo Lockhart, respondiendo a su pregunta y confirmando el hecho al mismo tiempo.

—Todo esto es muy extraño. Además, han encerrado a las señoritas Musgrove en un manicomio.

—Bueno, pues ya tienes otra casa para vender —le dijo Lockhart—, y no creo que al señor O’Brain se le ocurra volver.

—Ni a los Ráceme. Esta mañana he recibido una carta del señor Ráceme y se van a mudar.

Lockhart se frotó las manos lleno de contento.

—Ahora sólo nos queda el coronel y los Pettigrew en la misma acera. ¿Sabes algo de los Grabble y de la señora Simplón?

—El señor Grabble ha echado a su esposa de casa y la señora Simplón ha venido a preguntarme si podía quedarse, sin pagar el alquiler, hasta que terminen los trámites del divorcio.

—Supongo que le habrás dicho que no —dijo Lockhart.

—Le he dicho que tendría que consultártelo.

—La respuesta es no. Ya puede coger sus bártulos y marcharse como todos los demás.

Jessica lo miró una tanto desconcertada pero decidió no hacer preguntas. Lockhart era su marido, y además la expresión de su cara le decía que las preguntas no serían bienvenidas. Aun así, aquella noche se acostó preocupada, mientras Lockhart dormía a su lado como un niño. Ya tenía decidido que el coronel Finch-Potter sería el siguiente, pero primero habría que solucionar el problema del bull-terrier. A Lockhart le gustaban los bull-terriers. Su abuelo tenía varios en el caserón y eran perros pacíficos, como el del coronel, siempre que no se les provocara. Lockhart decidió que provocaría al bull-terrier, pero antes tendría que mantener el número 10 bajo vigilancia. La gran cantidad de preservativos que había encontrado en el alcantarillado, delante del desagüe del coronel, parecían indicar que aquel viejo solterón tenía unas costumbres íntimas que podían serle de utilidad.

Lockhart se pasó la semana siguiente sentado a oscuras en una habitación que daba al número 10, haciendo guardia desde las siete hasta la medianoche. El viernes vio al coronel llegar al volante de su viejo Humber con una mujer que se metió en la casa con él. Era una mujer bastante más joven que el coronel Finch-Potter y llevaba una ropa mucho más llamativa que la mayoría de las mujeres que frecuentaban Sandicott Crescent. Al cabo de diez minutos advirtió luz en el dormitorio del coronel y Lockhart pudo estudiar a la mujer con mayor detenimiento. Se ajustaba a la perfección a la categoría de mujeres que su abuelo solía catalogar como «Mujeres Pecaminosas». Al cabo de unos minutos, vio abrirse la puerta de la cocina y el coronel desterró al bull-terrier al jardín. No cabía ninguna duda de que el coronel se oponía a tenerlo en casa al mismo tiempo que a la Mujer Pecaminosa.

Lockhart salió de la casa y fue hasta la cerca del jardín. Una vez allí, silbó muy quedo y el bull-terrier se le acercó andando como un pato. Lockhart le tendió la mano, lo acarició y el bull-terrier meneó el triste rabito que le quedaba. Así, mientras el coronel hacía el amor con su amiguita en el piso de arriba, Lockhart confraternizaba con el perro en el jardín. Todavía estaba haciéndole mimos al perro a medianoche cuando la puerta principal se abrió y la pareja salió para meterse en el Humber. Lockhart tomó nota de la hora y urdió su plan en consecuencia.

Al día siguiente se fue a Londres y estuvo paseando por el Soho. Se sentó en cafeterías y asistió a espectáculos de strip-tease que le parecieron asquerosos. Sin embargo, se las ingenió para trabar amistad con una joven de aspecto enfermizo y consiguió comprar lo que andaba buscando. Regresó a su casa con varias píldoras en los bolsillos, que se apresuró a esconder en el garaje, y decidió esperar al miércoles siguiente para dar el segundo paso. Los miércoles el coronel linch-Potter solía jugar al golf y se pasaba toda la mañana fuera. Lockhart se coló entonces en el número 10 con un bote de detergente para hornos. En la etiqueta aconsejaban el uso de guantes de goma y Lockhart los llevaba puestos por dos razones: en primer lugar, no tenía ni la más mínima intención de dejar huellas dactilares en la casa con el vecindario atestado de policías, y en segundo lugar, lo que tenía en mente no tenía nada que ver con la limpieza. El bull-terrier lo recibió con alegría y juntos subieron al dormitorio del coronel.

Lockhart revolvió los cajones de la cómoda hasta que encontró lo que buscaba. Entonces se despidió del perro con una caricia, salió de la casa con sigilo y cruzó la cerca.

Aquella noche, para pasar el rato, fundió los fusibles de la casa de los Pettigrew. El procedimiento fue bastante simple: ató un pedazo de alambre de una percha al extremo de un hilo de nailon y lo lanzó por encima de los cables de electricidad que iban del poste hasta la casa. Al instante se produjo un fogonazo y los Pettigrew se pasaron la noche a oscuras, mientras Lockhart la pasaba contando a Jessica la historia de la vieja gitana y de la señorita Deyntry.

—¿Y todavía no has leído las cartas? —le preguntó Jessica.

Lockhart no las había leído. La profecía de la gitana las había borrado de sus pensamientos, y además la coletilla de que el papel era madera y que ni el papel ni la tinta le iban a ayudar mientras no volviera a su don le había asustado un poco y acentuado su superstición. ¿Qué había querido decir con aquello del don para la palabra y la canción y con lo de las tres sepulturas y una vacía? ¿Y el hombre colgado de un árbol? Eran augurios de un futuro espantoso. En aquel momento, Lockhart tenía la mente demasiado ocupada y lo único que auguraba era que iba a vender las doce casas de Sandicott Crescent que, de acuerdo con sus cálculos, iban a proporcionar a Jessica aproximadamente seiscientas mil libras según estaba el mercado.

—Pero habrá que pagar impuestos, ¿no? —preguntó Jessica cuando Lockhart le hubo explicado que pronto sería una mujer rica. Y, además, no sabemos si se va a marchar todo el mundo…

Jessica dejó la frase a medias y Lockhart no la terminó. Él ya conocía la respuesta.

—Cuanto menos se hable de ello, antes se arreglará —dijo, en un lenguaje de lo más críptico, y deseó que sus preparativos para la marcha voluntaria del coronel Finch-Potter surtieran el efecto deseado.

—De todos modos, sigo pensando que deberías leer lo que dicen esas cartas —insistió Jessica cuando se acostaron—. Puede que contengan la prueba definitiva sobre la identidad de tu padre.

—Para eso todavía tenemos tiempo —le dijo Lockhart—. Lo que dicen esas cartas no va a desaparecer.

Lo que había dentro del preservativo que el coronel Finch-Potter se colocó en el pene al día siguiente, a las ocho y media de la tarde, tampoco había desaparecido. Al sacarlo de la cajita, tuvo la ligera impresión de que era más resbaladizo que de costumbre, pero los efectos del detergente para hornos no se hicieron notar hasta que se lo hubo terminado de poner y tiró de la anilla de látex hasta arriba para conseguir una máxima protección contra la sífilis. El miedo a contraer aquella enfermedad contagiosa se desvaneció al instante y, en lugar de tratar de ponérselo, trataba en vano de quitarse aquella condenada cosa antes de que el daño fuera irreparable. No lo consiguió. No era sólo que el preservativo se le escurriera entre los dedos sino que, además, el detergente para hornos cumplía la palabra del fabricante: era capaz de arrancar en el acto la grasa incrustada en las paredes de un horno. Con un grito de agonía, el coronel Finch-Potter desistió de sus intentos manuales por librarse de aquel condón y, pasando a la acción antes de que aquella especie de lepra galopante se cobrara una nueva víctima, fue corriendo al cuarto de baño en busca de un par de tijeras. A su espalda, la Mujer Pecaminosa lo observaba con recelo creciente, y cuando el coronel encontró las tijeras de uñas tras vaciar en el suelo el contenido del botiquín sin dejar de gritar como un poseso, decidió intervenir.

—¡No, no, no lo hagas! —exclamó, pensando equivocadamente que los remordimientos habían acabado por vencer al coronel y que estaba a punto de castrarse—. ¡No lo hagas! ¡Piensa en mí!

La Mujer Pecaminosa le arrebató las tijeras, y si el coronel hubiera estado en condiciones de hablar, le habría explicado que lo hacía precisamente por ella. Girando sobre sí como un derviche desquiciado, el coronel tiraba del preservativo y de su contenido con tal saña que parecía querer destriparse. Los únicos vecinos que le quedaban cerca, los Pettigrew, estaban ya tan acostumbrados a la serenata nocturna, que no dieron ninguna importancia a sus gritos de auxilio. El hecho de que se oyeran también los chillidos de la Mujer Pecaminosa tampoco les sorprendió en absoluto: después de haber presenciado el repugnante espectáculo de degeneración de los Ráceme estaban curados de espantos. Sin embargo, los policías apostados al cabo de la calle no lo estaban. Cuando frenaron estrepitosamente delante del número 10 para acudir al escenario del último crimen, el bull-terrier les estaba esperando.

Sin embargo, el animal ya no era el simpático perrito de siempre, ni siquiera la bestia feroz que había mordido al señor O’Brain y se había encaramado con él a la reja. En efecto, era un animal de una especie completamente nueva: atiborrado de LSD hasta las cejas por obra y gracia de Lockhart, tenía una visión psicodélica del mundo, dominada por una ferocidad primitiva, en la que los policías eran panteras y hasta las estacas de la cercas representaban una amenaza. El que representaba una amenaza sin lugar a dudas era el bull-terrier. Haciendo rechinar los dientes, el animal mordió a los tres primeros agentes que salieron del Panda antes de que tuvieran tiempo de volver a refugiarse en él. A continuación le tocó el turno a la cerca, luego se rompió un colmillo tratando de hincar los dientes en el Humber del coronel y reventó con los que le quedaban la rueda delantera del coche patrulla, y a pesar de que la presión del aire de la recámara del neumático le hizo caer de bruces, abortó la huida de la policía. Una vez hecho esto, desapareció en la noche con ganas de pelea y en busca de víctimas frescas.

Encontró víctimas a mares. El señor y la señora Lowry se habían acostumbrado a dormir en la planta baja desde la explosión de la casa de su vecino, el señor O’Brain, y salieron al jardín al oír el reventón. Allí los encontró el perro iluminado del coronel Finch-Potter, y después de morder a ambos hasta el tuétano y de mandarlos de vuelta a casa a todo correr, sesgó el tallo de tres rosales sin preocuparse por las espinas —que sin embargo le dieron la sensación de que unos animalitos le devolvían los mordiscos—, y cuando llegó la ambulancia que Jessica había mandado llamar, el perro ya no estaba para bromas. El animal ya había viajado a bordo de aquella ambulancia en compañía del señor O’Brain y retazos de aquellos recuerdos se arremolinaban en su mente alterada. Se tomó la ambulancia como una afrenta de la naturaleza y, con todo el impulso de un rinoceronte enano, agachó la cabeza y salió a la carga. Creyendo equivocadamente que los que necesitaban asistencia eran los Pettigrew, los enfermeros de la ambulancia había aparcado frente el número 6. Pero no se quedaron mucho rato. El monstruo de ojos de color rosa que derribó al primer enfermero, mordió al segundo y saltó al cuello del tercero —que tuvo la suerte de ver al bull-terrier fallar en su intento y desaparecer por detrás de su hombro— les incitó a buscar refugio en su vehículo. Haciendo caso omiso de la situación apurada de los Lowry, de los tres policías y del coronel —que había dejado de gritar tras practicarse una incisión con el cuchillo del pan en la cocina—, la ambulancia huyó al hospital a toda velocidad.

Tendrían que haber esperado. El señor Pettigrew acababa de abrir la puerta principal y le estaba explicando al enfermero que había llamado al timbre que esta vez no tenía ni la menor idea de quién podía estar armando aquel alboroto en Crescent, cuando algo se coló entre sus piernas y subió por las escaleras como un rayo. El señor Pettigrew cerró la puerta sin pensar, actuando por una vez con conciencia ciudadana de un modo totalmente involuntario. Durante los veinte minutos que siguieron, el bull-terrier del coronel se dedicó a arrasar el hogar de los Pettigrew. Sólo él sabe lo que vio en las pantallas de las lámparas adornadas con borlas y en las cortinas de terciopelo, en los tocadores adornados con volantes y en las patas de caoba del mobiliario del comedor de los Pettigrew, pero no cabe duda de que debían de tener un aspecto temible para el perro. Con un buen gusto irreprochable y un salvajismo increíble, se abrió paso a dentelladas entre los muebles y agujereó una alfombra persa buscando un hueso psicodélico, mientras los Pettigrew permanecían a salvo escondidos dentro del armario bajo el hueco de la escalera. Finalmente, el bull-terrier dio un brinco hacia la ventana persiguiendo su propio reflejo, la atravesó y desapareció en la noche. Al poco rato se oyeron unos aullidos espantosos procedentes de la reserva de aves. Los aullidos del coronel Finch-Potter habían cesado hacía ya largo rato. Sentado en el suelo de la cocina con un rallador de queso, se dedicaba con un valor inaudito a lo que fuera su pene. No sabía, ni le importaba, que aquel condón corrosivo prácticamente se hubiera desintegrado gracias a los tajos del cuchillo de cocina. Le bastaba con saber que la anilla de látex seguía allí y que su pene hinchado era tres veces más grande de lo normal. El coronel estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por rebajar, con ayuda del rallador, aquella especie de gárgola fálica y convertirla en algo más reconocible. Por otra parte, el dolor que se infligía con aquel instrumento de cocina tenía un efecto homeopático —si lo comparaba con el del detergente para hornos— y le procuraba alivio, si bien relativo. A su espalda, la Mujer Pecaminosa, ataviada con liguero y sujetador, sufría un ataque de histeria sentada en una silla de la cocina. Sus gritos acabaron alertando a los tres policías del coche patrulla, que acudieron a cumplir con su deber. Cubiertos de sangre y de vergüenza, los agentes echaron la puerta abajo instigados, a partes iguales, por el miedo que le tenían al bull-terrier y por el deseo de entrar en la casa. Una vez dentro, no supieron si quedarse o marcharse. El espectáculo de aquel anciano caballero de cara encendida, sentado desnudo en el suelo de la cocina, aplicándose con esmero un rallador de queso a una calabaza que tenía todo el aspecto de padecer hipertensión, mientras una mujer que vestía un liguero chillaba y mascullaba entre trago y trago de coñac a palo seco, no era precisamente una escena tranquilizadora. Para acabar de empeorar las cosas, las luces se apagaron de pronto y la casa entera quedó sumida en la oscuridad. De hecho, todas las casas de Sandicott Crescent estaban a oscuras. Aprovechando la concentración de policías y enfermeros en los números 6 y 10, Lockhart había entrado sin ser visto en el campo de golf para aplicar su fundido de fusibles de fabricación casera al suministro general de electricidad. Cuando regresó a su casa, encontró a Jessica tremendamente asustada.

—¡Oh, Lockhart, cielo! —gimió—, ¿qué nos está pasando?

—A nosotros nada —dijo Lockhart—. Será a ellos.

En la completa oscuridad de la cocina, Jessica temblaba en brazos de Lockhart.

—¿A ellos? —repitió—. ¿Y quiénes son ellos?

—Ellos son el mundo, que no nosotros —dijo, hablando involuntariamente con el acento de su tierra natal—. ¡Que Dios los maldiga a todos! Y si mi plegaria no escucha, me lanzaré yo a la lucha.

—¡Oh, Lockhart, eres tan maravilloso! —se extasió Jessica—. ¡No sabía que supieras recitar poesías!