Aquella tarde, siguiendo los consejos de Lockhart, Jessica fue a visitar a los Wilson para preguntarles si, como casera, podía hacer algo para arreglar las tuberías de desagüe.
—Es que huelen tan mal… —se quejó a la señora Wilson, que la miraba con unos ojos desmesuradamente abiertos—. Es francamente desagradable.
—¿Que huelen mal? ¿Los desagües? —repitió la señora Wilson, que no había atribuido el hedor a muerte de la casa a motivos tan prosaicos.
—Seguro que lo ha notado usted —insistió Jessica, mientras el pequeño Willie soltaba otra de sus vaharadas pestilentes desde la carbonera.
—A sepultura —dijo la señora Wilson, que se aferraba a sus principios—. Es un olor a ultratumba.
—Yo diría que se trata más bien de olor a putrefacción —puntualizó Jessica—. ¿Está segura de que no se le ha muerto nada? Bueno, todo muere, ¿no? Una vez se nos murió una rata detrás del frigorífico y olía exactamente igual.
Sin embargo, a pesar de que buscaron detrás del frigorífico, debajo del horno y hasta dentro del tambor de la secadora, no encontraron ni rastro de la rata.
—Ya le pediré a mi marido que pase a echar un vistazo a los desagües —dijo Jessica—. Es un manitas.
La señora Wilson se lo agradeció, si bien dudó que las manitas del señor Flawse pudieran ayudar en algo. Estaba equivocada. Diez minutos más tarde Lockhart estaba allí con sus ciento ochenta metros de manguera y procedía a un examen del sistema de desagües tan concienzudo que, por un momento, tranquilizó a la señora Wilson. No obstante, su conversación no le produjo el mismo efecto. Mientras trabajaba, sumido en su mundo de Northumbria, le habló de fantasmas y de espíritus malignos y cosas que deambulaban por las noches.
—Tengo un sexto sentido —dijo a una señora Wilson que ya no podía articular palabra—. Lo tengo de nacimiento. Y aquí huele a muerto, no a desagüe, sí, señor. Es más, yo diría que no huele a uno sino a una pareja.
—¿Pareja? ¿Quiere decir dos? —dijo la señora Wilson, con un escalofrío.
Lockhart asintió con expresión lúgubre.
—Sí, hay una pareja que está a punto de marcharse al otro barrio, con cuellos sangrientos y un cuchillo asesino. Así me lo dice el corazón: primero asesinato y luego suicidio.
—¿Primero asesinato y luego suicidio? —repitió la señora Wilson, con una curiosidad morbosa.
Lockhart lanzó una mirada cargada de intención a un cuchillo de trinchar que pendía de una barra imantada.
—Hay un hombre colgado de una viga y una mujer sin lengua gritando. Lo estoy viendo tal como se lo digo, sí, señor: las dos personas que viven aquí van a morir. Esta casa está embrujada y percibo un olor a muerte y algo mucho peor.
Los ojos de Lockhart perdieron aquel brillo vidrioso y volvieron a fijarse con atención en los desagües. En el primer piso, la señora Wilson hizo precipitadamente las maletas y, cuando el señor Wilson volvió, ella ya se había marchado.
Encima de la mesa de la cocina encontró una nota casi ilegible, escrita con mano trémula, en la que la señora Wilson decía que se había marchado a casa de su hermana y que, si era sensato, él se largaría también inmediatamente. El señor Wilson maldijo a su esposa, la mesa de espiritismo y aquella pestilencia, pero, como era de naturaleza menos impresionable, se negó a dejarse amilanar.
—¡Que me muera si van a echarme de mi propia casa! —masculló—. ¡Con fantasma o sin él!
El señor Wilson subió al piso de arriba a darse un baño, pero en el dormitorio se encontró con una soga colgada de una de las vigas del techo imitación Tudor. El señor Wilson la miró horrorizado y el mensaje de su mujer le vino a la memoria. El aire del dormitorio le pareció más irrespirable que nunca. Lockhart había aprovechado trocitos putrefactos de Willie y los había ido esparciendo por el armario, y el señor Wilson, de pie junto a la cama, medio mareado, volvió a oír aquella voz ya conocida que le hablaba. Sin embargo, en esta ocasión le pareció más cercana y convincente.
—Ahorcado hasta la muerte, la sepultura será hoy tu suerte.
—¡Y una mierda! —replicó el señor Wilson con voz trémula, pero acabó también haciendo las maletas y huyendo de su casa.
Con todo, se detuvo lo imprescindible en el número 12 para entregar las llaves a Jessica y comunicarle su decisión.
—Nos vamos y no pensamos volver jamás —le dijo—. Esa maldita casa está encantada.
—Qué cosas tiene usted, señor Wilson —le dijo Jessica—. Lo único que le ocurre a la casa es que huele que apesta. De todos modos, ya que está decidido a marcharse, ¿le importaría comunicármelo por escrito?
—Mañana —le aseguró el señor Wilson, que no estaba para perder el tiempo.
—Ahora —insistió Lockhart, que apareció en el vestíbulo formulario en mano.
El señor Wilson dejó la maleta en el suelo y firmó un documento en forma, por el cual renunciaba a sus derechos como inquilino del número 11 de Sandicott Crescent en el acto y sin condiciones.
—Es maravilloso —dijo Jessica cuando se hubo marchado—. Ahora ya podemos vender la casa y sacar un poco de dinero.
Lockhart se negó.
—Todavía no —dijo—. Las venderemos todas juntas, por lo del impuesto de plusvalías.
—¡Ay, cariño! ¿Por qué tiene que ser todo siempre tan complicado? —se lamentó Jessica—. ¿Qué tendría de malo que fuera sencillo?
—Lo es, tesoro, lo es —le dijo Lockhart—. Y ahora procura que esa cabecita tuya tan linda no se preocupe por nada.
Dicho esto, cruzó la calle, entró en casa de los Wilson y se puso manos a la obra de nuevo con la manguera, los desagües y la conducción del gas. Aquella noche, cuando levantó la tapadera de la boca de acceso al alcantarillado principal y desapareció por ella con su traje de buzo, Lockhart llevaba masilla en una mano, una linterna en la otra y el asesinato en la cabeza. El señor O’Brain estaba a punto de arrepentirse del día en que se había tomado a la ligera las amenazas de la Brigada Pursley del IRA. Arrastrando la manguera, Lockhart se abrió camino con dificultad hasta el ramal de los lavabos del señor O’Brain. Tenía uno en la planta baja y otro en el baño del primer piso. Trabajando con eficacia, Lockhart introdujo la manguera por el orificio y taponó la salida con masilla. Luego se marchó, salió por la boca de acceso, volvió a colocar la tapadera en su sitio y entró en la casa desocupada de los Wilson.
Una vez dentro, abrió la llave del gas, al que había conectado la manguera, y esperó. Fuera reinaba la calma. La radio del coche patrulla, que se encontraba estacionado a la entrada de Crescent, farfullaba de vez en cuando algún mensaje, pero las actividades delictivas de East Pursley no requerían de sus servicios. Se oía también una especie de burbujeo apagado, procedente del sifón del aseo de la planta baja del señor O’Brain. En el piso de arriba, el pobre hombre dormía como un tronco, tranquilo sabiendo que contaba con la protección de la policía. Sólo una vez se levantó a media noche para ir a hacer pis y le pareció que se olía a gas, pero como en su casa funcionaba todo con electricidad, pensó que no eran más que imaginaciones suyas y, medio dormido, fue a acostarse de nuevo. El señor O’Brain se sumió en un sueño aún más profundo, pero al despertarse a la mañana siguiente y bajar a la planta baja el olor le pareció insoportable. Buscó a tientas el teléfono y, con menor prudencia, un cigarrillo, y mientras marcaba el número del Servicio de Emergencias encendió una cerilla.
La explosión que se produjo superó con creces todas las catástrofes precedentes de Sandicott Crescent. Una gran bola de fuego envolvió al señor O’Brain, se propagó hasta la cocina, arrancó de cuajo la puerta principal y la trasera, junto con todas las ventanas de la planta baja, arrasó el invernadero, resquebrajó las molduras del techo y dejó hecha añicos la porcelana vidriada del lavabo, que estalló y fue a incrustarse contra la pared del vestíbulo. En un abrir y cerrar los ojos, el número 9 pasó del estilo Bauhaus británico al estilo bunker berlinés gracias a una serie de explosiones sucesivas que arrancaron los armarios de las paredes, al señor O’Brain del teléfono, el teléfono de la caja de conexión, los libros de ginecología de las estanterías y, propagándose al piso de arriba a toda velocidad, levantaron el tejado horizontal hasta separarlo de la estructura de la casa y dejaron la calle y el jardín de la parte trasera de la casa sembrado de pedazos de hormigón. Por uno de esos milagros inexplicables, el señor O’Brain sobrevivió a la explosión y fue catapultado, aferrado al auricular del teléfono, a la gravilla del camino del garaje a través de la ventana del salón. Tan desnudo como el señor Simplón, el señor O’Brain estaba más negro que el carbón y con el flequillo y el bigote chamuscados como una mecha. Y así lo encontraron el coronel Finch-Potter y su bull-terrier: despotricando contra el IRA y contra la ineficacia del cuerpo de policía británico.
Fue un encuentro poco afortunado. El coronel Finch-Potter tenía las ideas muy claras con respecto a los irlandeses y siempre había considerado al señor O’Brain un típico irlandesito viejo verde por la profesión que ejercía. Deduciendo, con bases poco sólidas, que el señor O’Brain había sido víctima de aquel holocausto porque fabricaba bombas, el coronel Finch-Potter hizo uso de su derecho de ciudadano a arrestar a un conciudadano, pero la resistencia enloquecida del señor O’Brain no hizo más que empeorar las cosas. El bull-terrier, disgustado ante la forma de resistirse del señor O’Brain y especialmente ante el puñetazo en la nariz que le había propinado al coronel Finch-Potter, dejó de ser el animal afable de siempre para convertirse en una bestia feroz y hundió sus colmillos implacables en el muslo del señor O’Brain. Cuando la policía acudió al cabo de dos minutos, el señor O’Brain había conseguido zafarse del coronel y trepaba por la celosía de su magnolio con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad y de profesión sedentaria, pero absolutamente justificable por el apego del bull-terrier a su trasero. Sus chillidos, al igual que los del señor Ráceme, la señora Truster y la señora Grabble, eran audibles incluso desde el otro lado de la reserva de aves y bajo la calzada, donde Lockhart se apresuraba a retirar la masilla del desagüe y tiraba de la manguera para devolverla a la casa de los Wilson. Diez minutos más tarde, mientras nuevos coches de policía acordonaban el acceso a Sandicott Crescent y sólo autorizaban la entrada a la ambulancia, Lockhart salía por la boca del alcantarillado y se dirigía a su casa a tomar un baño pasando por el jardín trasero de los Wilson. Jessica lo recibió en bata.
—¿Qué ha sido esa explosión tan espantosa? —le preguntó.
—No lo sé —mintió Lockhart—. Yo creía que eran los desagües de los Wilson.
Así pues, tras explicarle por qué apestaba de aquel modo, se encerró en el cuarto de baño y se desnudó. Al cabo de veinte minutos ya estaba listo y salió a la calle con Jessica para ir a echar un vistazo a su obra. El señor O’Brain seguía emparrado a la celosía y arrancarlo requería la cooperación del bull-terrier, que, después de haber conseguido al fin hincar los dientes en algo jugoso, no parecía estar dispuesto a soltarlo. Por su parte, el coronel Finch-Potter no se mostró más cooperador. La aversión que sentía por el señor O’Brain, unida a la admiración que le merecía la tenacidad del bull-terrier británico y el puñetazo que le habían propinado en la nariz, no hacía más que confirmarle que aquel asqueroso irlandés había recibido su merecido y que, si los cerdos como él se dedicaban a fabricar bombas, les estaba bien empleado que aquellos petardos los hicieran saltar por los aires. Al final, la que acabó cediendo fue la celosía. El señor O’Brain y el bull-terrier se desprendieron de la pared para aterrizar delante del garaje y la policía dedicó todo su esfuerzo a tratar de separarlos. No lo consiguieron. Todo parecían indicar que el bull-terrier sufría una crisis de trismo y el señor O’Brain tenía la rabia. Al irlandés le salía espuma por la boca y soltaba imprecaciones con una fluidez y precisión únicamente atribuibles a su interés profesional por la anatomía femenina. Los agentes de policía, que intentaban sujetar al señor O’Brain por los hombros y al perro por las patas traseras, dejaron a un lado la moderación que tanto les caracterizaba cuando el irlandés terminó de ponerles de vuelta y media.
—¡Métanlos a los dos en la ambulancia! —ordenó el sargento, haciendo caso omiso de las reclamaciones del coronel como dueño del perro.
Y así fue como el señor O’Brain y el bull-terrier se metieron en la ambulancia y se alejaron a toda velocidad. Al poco rato llegaron unos expertos, que revolvieron con cautela entre los escombros tratando de encontrar la causa de la explosión.
—Lleva tiempo recibiendo amenazas del IRA —les explicó el sargento— y al parecer las han cumplido.
Con todo, los expertos se fueron tan perplejos como habían llegado: a pesar de que la casa estaba destrozada, no encontraron ni rastro de explosivos.
—Debe tratarse de un explosivo completamente nuevo —dijeron a los agentes de la División Especial ya en comisaría—. A ver si conseguís sacarle algo a ese hombre.
Pero el señor O’Brain no tenía ningunas ganas de cooperar. El veterinario, que había acudido a administrar un sedante al bull-terrier para que soltara a su presa, vio que se le complicaba el trabajo cuando el señor O’Brain se negó a estarse quieto, y después de intentar inyectar al perro un par de veces, el veterinario perdió los nervios y, guiado por su miopía, acabó inyectando al señor O’Brain una dosis suficiente como para aplacar a un rinoceronte. Así pues, el ginecólogo resultó ser el primero en relajarse y cayó en estado de coma, y fue entonces cuando el bull-terrier, convencido de que su víctima estaba muerta, soltó a su presa con una expresión de satisfacción en el hocico.
En el número 12 de Sandicott Crescent, Lockhart tenía una expresión muy parecida en los labios.
—No parece tan grave —dijo a Jessica, que estaba preocupada por el estado en que había quedado una de sus casas—. En el contrato de alquiler se especifica que el inquilino se hace responsable de cualquier desperfecto que se produzca durante su estancia en la casa. Ya lo he comprobado.
—¿Pero cómo se explica que haya estallado de ese modo? Lo que no acierto a comprender es que tenía todo el aspecto de haber sido una bomba.
Lockhart le dijo que compartía la opinión del coronel Finch-Potter según la cual el señor O’Brain se dedicaba a fabricar bombas y dio por concluido el asunto.
Por el momento, Lockhart dio también por concluidas sus actividades. Crescent estaba plagado de policías, que se habían atrevido incluso a internarse en la reserva de aves en busca de arsenales secretos del IRA, y por otro lado tenía otras cosas que hacer. Había recibido un telegrama del señor Dodd. Decía simplemente: «VENGA DODD», con aquella economía de palabras tan típica de él. Lockhart fue, dejando a una Jessica llorosa y desconsolada con la promesa de que regresaría muy pronto. Viajó hasta Newcastle en tren y luego hasta Hexham, donde cogió un autobús que lo llevó a Wark. Una vez allí, se encaminó a Flawse Hall en línea recta, recorriendo colinas a campo traviesa con la zancada de un pastor, escalando paredes secas con agilidad y salvando las zonas pantanosas saltando de un terrón a otro. Aunque se pasó todo el viaje dándole vueltas a la urgencia del mensaje del señor Dodd, no pudo evitar alegrarse por la excusa que le había proporcionado para volver a su tierra del alma. Y no era una necesidad gratuita: el aislamiento de la niñez había hecho nacer en Lockhart la necesidad de espacios abiertos y el amor por los páramos desiertos de sus alegres cacerías. Los estragos que estaba causando en Sandicott Crescent eran tanto fruto del odio que sentía por aquel lugar cerrado, con pretensiones ridículas y un ambiente sofocante, como de su lucha para que Jessica pudiera vender sus propiedades, como era su derecho. En el sur no había más que hipocresía y sonrisas que enmascaraban desdén. Lockhart y los Flawse apenas sonreían, y cuando lo hacían, habían de tener muy buenos motivos: un chiste o bien el absurdo del hombre y la naturaleza. Por lo demás, andaban siempre con cara de pocos amigos y con una mirada inflexible calibraban con insólita precisión a los hombres y la distancia que mediaba entre su escopeta y el blanco. Como no eran muy dados a los discursos ni a discutir acaloradamente en las comidas, cuando hablaban eran parcos en palabras. Por consiguiente, el mensaje del señor Dodd tenía que ser mucho más urgente de lo que aparentaba y Lockhart no se hizo rogar. Salvó la cerca final de un salto y atravesó el embalse y el camino hasta el caserón. Obedeciendo aquel olfato que le decía que el señor Dodd tenía malas noticias que darle, Lockhart decidió no entrar en la casa por la puerta principal. Dio un rodeo por la parte de atrás, entró en el jardín y se metió en el cobertizo en el que Dodd tenía sus herramientas y su casa. El señor Dodd estaba allí y desbastaba un palo con su navaja mientras silbaba una melodía antigua.
—Y bien, Dodd, aquí me tienes —le dijo Lockhart.
El señor Dodd alzó los ojos y le indicó con un gesto que se sentara en un taburete de tres patas para ordeñar vacas.
—Es esa vieja zorra —le dijo, yendo directamente al grano—. Se le ha metido en la testera escabechar al hombre.
—¿Matar al abuelo? —dijo Lockhart, que había identificado al hombre enseguida. El señor Dodd llamaba siempre «hombre» al señor Flawse.
—Pues lo dicho, primero le hincha a tragar, luego le agua el trinquis con coñac y ahora le ha dado por mojarle la cama.
Lockhart no dijo nada, el señor Dodd ya se lo aclararía.
—Estaba yo la otra noche en el muro del whisky —dijo el señor Dodd— y va y entra la vieja zorra con un cántaro de agua y le deja las sábanas empapadas antes de mandarlo a la cama.
—¿Está seguro de que era agua? —preguntó Lockhart, que conocía perfectamente el escondrijo del dormitorio que el señor Dodd llamaba el muro del whisky. Estaba detrás de los paneles y el señor Dodd almacenaba allí su whisky de destilación propia.
—Olía a agua, parecía agua y sabía a agua. Era agua.
—Pero ¿por qué va a querer matarlo? —preguntó Lockhart.
—Para heredar, antes de que dé con su padre —le dijo.
—¿Y de qué iba a servirle? Aunque el abuelo muriera, yo sólo tendría que encontrar a mi padre para que ella perdiera toda la herencia.
—De fijo —dijo el señor Dodd—, ¿pero quién dice que lo va a encontrar? Además, aunque lo encontrara, ella se quedaría con todo y tendría la ley de su parte. Cuando se muera el hombre, le costará lo suyo sacarla de aquí, y usted sin padre ni apellido. Le pondrá un pleito y no tendrá cómo pagarlo.
—Sí tendré —dijo Lockhart, ceñudo—. Entonces ya tendré.
—Entonces será demasiado tarde, muchacho —dijo el señor Dodd—. Hay que hacer algo ahora.
Sentados en silencio estudiaron todas las posibilidades. Sin embargo, ninguna les acababa de convencer.
—¡Maldigo el día en que el hombre se casó con esa asesina! —se quejó el señor Dodd, y partió el palo en dos para expresar mejor sus deseos.
—¿Y si se lo decimos al abuelo? —propuso Lockhart, pero el señor Dodd lo descartó.
—Los remordimientos lo tienen consumido y está a punto de morir. Se desternillaría de risa al pensar que la viuda tendría que conformarse con su mala suerte, como se decía antaño. Le importa un comino vivir.
—¿Los remordimientos? —dijo Lockhart—. ¿Qué remordimientos?
El señor Dodd le dirigió una mirada burlona, pero no dijo nada.
—Algo podremos hacer —dijo Lockhart, después de un largo silencio—. Si ella supiera que sabemos…
—Se le ocurriría otra cosa —le interrumpió el señor Dodd—. Es una zorra pero que muy astuta, pero ya me la conozco yo.
—Pues entonces, ¿qué? —dijo Lockhart.
—Yo había pensado en un accidente —sugirió el señor Dodd—. Eso de nadar en el embalse es peligroso.
—No sabía que fuera a nadar al embalse —dijo Lockhart.
—No va, pero todavía podría hacerlo.
Lockhart negó con la cabeza.
—O podría despeñarse —se le ocurrió al señor Dodd al reparar en la torre fortificada—. No sería la primera vez.
Pero Lockhart lo descartó.
—Es de mi familia —dijo—. No querría matar a la madre de mi esposa si no hay necesidad.
El señor Dodd asintió. Comprendía perfectamente sus sentimientos, pues tenía tan poca familia que la guardaba como un tesoro.
—Hay que hacer algo, o no habrá primavera que valga.
El dedo de Lockhart dibujó una horca a sus pies.
—Le contaré la historia del Árbol de Elsdon —dijo por fin—. Seguro que se le pasará la prisa por mandar al abuelo a la tumba. —Y se puso en pie para marcharse, pero el señor Dodd lo detuvo.
—Se ha olvidado de algo —dijo—. Le queda encontrar a su padre.
Lockhart se volvió.
—Todavía no tengo el dinero, pero en cuanto lo tenga…
Aquella noche la cena fue muy triste. El señor Flawse tenía remordimientos y la llegada repentina de Lockhart no hizo más que acentuar ese sentimiento de culpa. La señora Flawse, en cambio, le recibió muy efusiva, pero su efusividad se desvaneció ante la mirada ceñuda y amenazadora de Lockhart. Después de la cena, cuando el señor Flawse se hubo retirado al estudio, Lockhart decidió tener una charla con su suegra.
—Ahora se viene a dar un paseo conmigo —le dijo, mientras la señora Flawse se secaba las manos junto al fregadero.
—¿Un paseo? —dijo la señora Flawse, y de pronto advirtió que Lockhart la tenía agarrada del brazo.
—Un paseo, sí —repitió y, empujándola a la oscuridad, la llevó casi a rastras por el patio hasta la torre fortificada. Dentro, todo parecía oscuro y tétrico. Lockhart cerró el gran portalón, corrió el cerrojo y encendió una vela.
—¿Qué pretendes con esto? —le dijo la señora Flawse—. No tienes ningún derecho…
Pero se calló de inmediato al oír un ruido extraño que parecía resonar por encima de sus cabezas, un ruido agudo y misterioso que recordaba al viento y, sin embargo, tenía melodía. Frente a ella, Lockhart sostenía la vela a la altura de sus ojos, que brillaban de un modo tan fantasmagórico como la música. Dejó la vela y, tras coger una espada larguísima de la pared, se plantó encima de la sólida mesa de roble de un salto. La señora Flawse retrocedió hasta la pared y la llama vacilante de la vela proyectó una gran sombra en los estandartes hechos jirones. Miró a Lockhart, que empezó a cantar. No había oído nunca una canción semejante, pero seguía la melodía que les llegaba de arriba.
De Wall a Wark gritaréis siempre en vano,
nadie hay en esta región;
mas si a Flawse Hall venís caminando,
parad y oíd mi canción.
El viejo Flawse Hall tiene historias nuevas,
pues los muros tienen oídos
para las damas que son traicioneras
y los planes que tienen urdidos.
Las piedras mudas llorarán su pena
y nunca dirán nada;
mas aquellos que sus lágrimas lean
sabrán de vuestra artimaña.
El anciano Flawse mala mujer ha tomado
y enemiga lleva al lecho,
que aliento y vida le ha ido quitando
por verle muy pronto muerto.
A la tumba iremos sin remedio un día
cuando se agote el tiempo,
mas si vos seguís con vuestra porfía
maldeciréis el momento.
Escuchadme y no perdáis la cabeza,
pues aunque a Jessica quiero
no me gustaría tener la certeza
de que mataros debo.
Calentad pues el lecho a vuestro marido
y secad las sábanas bien,
porque aunque os hayáis escondido
os encontraré también.
Pero moriréis vos muy despacito
y si no está despistado
hasta el diablo soltará algún grito
al ver cómo os he dejado.
Esposa Flawse, recordad a vuestro yerno
cuando conciliéis el sueño,
pues la Viuda Flawse va a rezar al infierno
antes de dejar a su dueño.
Sí, Esposa Flawse, de los Flawse de la colina,
mirad bien esta espada
pues os digo verdad pura y cristalina
y de eso os doy mi palabra.
Y así moriría por veros a vos morir,
si algo malo sucediera
al Flawse que en la zanja mis lloros fue a oír
el día que yo naciera.
El señor Flawse, que había salido de su estudio atraído por la melodía que le llegaba de las almenas de la torre fortificada, se quedó de pie junto al portalón y aguzó el oído para escuchar el final de la balada. Luego sólo quedó la brisa, que arrancaba susurros a las hojas de los árboles doblados por el viento, y unos sollozos. Esperó un momento y luego se dirigió de nuevo hacia la casa, arrastrando los pies y con la cabeza hecha un lío con unas cuantas nuevas certezas. Lo que acababa de oír no dejaba lugar a dudas. El bastardo era un Flawse de los pies a la cabeza, miembro del mismo linaje que el Trovador Flawse, el poeta que había improvisado unos versos bajo la horca de Elsdon. Y aquella certeza le llevó a una segunda: Lockhart era un ejemplo de caso de atavismo, había nacido, por circunstancias eugenésicas, fuera de su tiempo, con facultades que el viejo nunca había sospechado siquiera y que no podía por menos de admirar. Además, no era su nieto bastardo. El señor Flawse se encerró en el estudio y, sentado junto al fuego, se abandonó en secreto al dolor y al orgullo. El dolor era por él y el orgullo por su hijo. Por un momento se planteó la posibilidad del suicidio, pero la rechazó de inmediato. Tendría que aceptar su suerte hasta el amargo final. El resto estaba en manos de la providencia.