Al día siguiente, al término de su jornada laboral como mecanógrafa eventual Jessica regresó a su casa con más noticias.
—¿A que no adivinas quién vive en Green End? —le preguntó muy emocionada.
—A que no —dijo Lockhart con aquella franqueza que enmascaraba los pensamientos retorcidos que ocupaban su mente. Green End no era asunto suyo: estaba en West Pursley, a un kilómetro y medio de distancia al otro lado del campo de golf, en un barrio residencial de mayor categoría, con casas y jardines más espaciosos y árboles más viejos.
—Genevieve Goldring —anunció Jessica.
—No he oído ese nombre en mi vida —dijo Lockhart, arrancando un silbido al aire al cortarlo con una fusta, que se había fabricado con un trozo de manguera y unos flecos de cuero atados a un extremo con hilo de cáñamo y correa.
—No puede ser —dijo Jessica—. Es la escritora más maravillosa que ha existido jamás. Tengo un montón de libros suyos y son interesantísimos.
Pero Lockhart tenía la cabeza en otros asuntos y todavía no estaba seguro de si debía o no dar más peso a las tirillas de los flecos de cuero con una soldadura de plomo.
—Una chica de la oficina que trabajó para ella dice que es muy rara —prosiguió Jessica—. Se pasea arriba y abajo por una habitación mientras Patsy se encarga de mecanografiar todo cuanto dice sentada a una máquina de escribir.
—Debe de ser un trabajo muy aburrido —dijo Lockhart, que ya había decidido que lo de la soldadura de plomo era exagerar un poco las cosas.
—¿Y sabes qué? Patsy me deja que la sustituya mañana. Quiere tomarse el día libre, y como tampoco han encontrado ningún otro trabajo para mí… ¿No es maravilloso?
—Supongo que sí —dijo Lockhart.
—¡Es maravilloso! Siempre he querido conocer a una escritora en carne y hueso.
—¿Y esa tal Goldring no querrá saber por qué no va Patsy? —le preguntó Lockhart.
—¡Pero si ni siquiera sabe cómo se llama! Está tan absorta en sus libros que en cuanto llega Patsy, empieza a hablar. Y trabajan en un cobertizo del jardín que va girando conforme avanza el sol. ¡Estoy tan emocionada que no sé si voy a poder esperar a mañana!
El señor Simplón y el reverendo Truster tampoco pudieron esperar. Su comparecencia ante el tribunal fue breve y enseguida les dejaron en libertad bajo fianza en espera del juicio. El señor Simplón regresó a su casa con la ropa prestada de un vagabundo que llevaba una semana muerto. Estaba irreconocible, menos para la señora Simplón, que además de negarle la entrada a la casa, había cerrado el garaje a cal y canto. La subsiguiente rotura de una de las ventanas de la parte trasera de la casa por parte del señor Simplón, se saldó con el contenido de una botella de amoníaco y con una nueva visita a comisaría, bajo la acusación de ponerse pesado en público. El regreso al hogar del reverendo Truster tuvo una acogida más amable y comprensiva. La señora Truster estaba convencida de que su marido era homosexual, pero la homosexualidad no era ningún delito, sino un capricho de la naturaleza. El reverendo Truster se tomó mal aquella acusación y así se lo dijo. La señora Truster le recordó entonces que se limitaba a repetir lo que él mismo había dicho en un sermón sobre la cuestión. El reverendo Truster le replicó a su vez que hubiera preferido no haber pronunciado nunca aquel maldito sermón. La señora Truster quiso saber, dado que se tomaba tan a pecho el hecho de ser un maricón, por qué… El reverendo Truster le dijo que se callara la boca. La señora Truster no se la calló. En resumidas cuentas, la discordia estaba causando casi tantos estragos como en el hogar de los Grabble, donde la señora Grabble ya había terminado de hacer las maletas y estaba en un taxi camino de la estación con la intención de coger un tren a Hendon, donde vivía su madre. Sus vecinas, las señoritas Musgrove, meneaban la cabeza con tristeza mientras hablaban con voz queda de las maldades del mundo moderno y calculaban mentalmente, cada una por su lado, las dimensiones y gradaciones de color de los genitales del señor Simplón. Era la primera vez que habían visto a un hombre desnudo, y con él, esas partes que, según tenían entendido, desempeñaban un papel tan importante en la felicidad conyugal. Aquel espectáculo les había despertado el apetito, si bien demasiado tarde como para poder albergar la esperanza de verlo satisfecho algún día. No obstante, no había motivos para ser tan pesimistas, teniendo en cuenta que aquello se iba a arreglar muy pronto. Entretanto Lockhart, intrigado por lo que había visto en el dormitorio de los Ráceme, había decidido ponerse al corriente de los peccata minuta del género humano en el terreno de la sexualidad. Y así, a la mañana siguiente, cuando una Jessica alegre se hubo marchado para acudir a su cita en un cobertizo de jardín con la señorita Genevieve Goldring, la celebridad literaria, Lockhart cogió un tren a Londres, se pasó varias horas en el Soho hojeando revistas y regresó a su casa con un catálogo de un sex shop. Los catálogos contenían una relación interminable de inquietantes aparatos que zumbaban, vibraban, se agitaban y eyaculaban hasta la náusea. Lockhart empezó a comprender así con mayor profundidad los entresijos del sexo y a reconocer su propia ignorancia. Una vez examinadas, escondió las revistas y el catálogo en el desván para futuras consultas. Los Wilson representaban su blanco inmediato en la campaña de desahucio y de pronto se le ocurrió que, si acompañaba aquella voz de ultratumba de algo más contundente, aceleraría su partida. Así fue como decidió incluir el factor de los olores y, equipado con una pala, desenterró el cadáver putrefacto de Little Willie, lo descuartizó en el garaje y esparció los pedacitos por la carbonera de los Wilson, que estaban fuera tratando de ahogar los recuerdos de la noche anterior en la taberna del barrio. Cuando regresaron aquella noche, mucho más tarde y mucho más borrachos, a una casa que les había profetizado la muerte y ahora insistía con un hedor más elocuente que las palabras, el efecto fue inmediato. La señora Wilson tuvo un ataque de histeria y empezó a marearse mientras el señor Wilson, conjurando la maldición de la mesa de espiritismo, amenazó con cumplir la profecía que predecía una muerte en aquel hogar, estrangulando a su esposa si no callaba. Pero la pestilencia resultaba insoportable para él, de modo que prefirieron irse a un motel con tal de no pasar otra noche en aquella casa de la muerte.
Jessica percibió también la fetidez y se lo comentó a Lockhart.
—Son los desagües de los Wilson —se le ocurrió de repente, y enseguida empezó a preguntarse si no podría utilizar las cañerías y el sistema de alcantarillado para introducir sustancias nocivas en las casas de aquellos inquilinos indeseables. Valía la pena intentarlo.
Mientras tanto, tendría que interrumpir sus quehaceres para consolar a Jessica. Su experiencia como amanuense de la heroína literaria de su juventud, la señorita Genevieve Goldring, le había supuesto una decepción terrible.
—Es la persona más horrible que he conocido en mi vida —le dijo, a punto de llorar—. Es cínica y desagradable y lo único que le importa es el dinero. Ni siquiera me ha dado los buenos días, ni me ha ofrecido una taza de té. Lo único que hace es pasearse mientras cita lo que ella llama «la mierda verbal que mi público quiere escuchar para satisfacer su morbo ante la desgracia ajena». Y yo formo parte de ese público y sabes muy bien que nunca…
—Claro que no, cielo —dijo Lockhart, para tranquilizarla.
—Cuando ha dicho eso, la habría matado —dijo Jessica—, de verdad. Y, además, escribe cinco libros al año con seudónimos distintos.
—¿Qué quieres decir con eso de seudónimos distintos?
—Pues que ni siquiera se llama Genevieve Goldring. Su nombre es Magster, y además bebe. Después del almuerzo se ha tomado una crema de menta y papá siempre decía que la gente que bebe licor de menta es vulgar y tenía toda la razón. Y luego la pelota de golf se ha estropeado y me ha echado a mí la culpa.
—¿La pelota de golf? —preguntó Lockhart—. ¿Qué demonios estaba haciendo con una pelota de golf?
—Es una máquina de escribir, una máquina de escribir con una especie de pelota de golf —le explicó Jessica—. En lugar de tener teclas que accionan palancas para impresionar el papel, tiene como una especie de pelota de golf con el alfabeto, que gira y gira sobre el papel y va imprimiendo las letras. ¡No ha sido culpa mía que se estropeara esa cosa tan moderna!
—De eso estoy seguro —dijo Lockhart, intrigado por el mecanismo—. ¿Y qué ventajas tiene esa pelota de golf?
—Bueno, pues que puedes sacarla y reemplazarla por otra cuando quieres escribir con otro tipo de letra.
—¿Ah, sí? ¡Qué interesante! De modo que si le quitaras la pelota de golf a esa máquina de escribir y te la trajeras a casa, podrías colocarla en tu máquina y te saldría igualito, me refiero a la letra.
—No, porque no se puede hacer con una máquina de escribir cualquiera —le aclaró Jessica—. Pero si tuvieras el mismo tipo de máquina que ella, nadie notaría la diferencia. ¡La cuestión es que es una mujer abominable y la odio!
—Tesoro —dijo Lockhart—, ¿recuerdas que, cuando trabajabas para aquel bufete de abogados, Gibling & Gibling, me contaste todo eso de los libelos y de decir cosas sucias de la gente y todo aquello?
—Sí —dijo Jessica—, me gustaría que ese horror de mujer hiciera algo así contra nosotros…
El brillo que advirtió en los ojos de Lockhart hizo que se callara al instante y le dirigió una mirada inquiridora.
—¡Oh, Lockhart! —exclamó—. ¡Eres tan listo!
Al día siguiente Lockhart volvió a Londres para comprar una máquina de escribir exactamente del mismo modelo que la de la señorita Genevieve Goldring. Fue una compra costosa, pero lo que tenía en mente abarataría considerablemente el precio. Al parecer, la señorita Goldring nunca se molestaba en corregir las pruebas. Jessica se había enterado a través de Patsy.
—A veces escribe tres libros a la vez —dijo Patsy, inocentemente—. Los escribe a toda prisa y luego se le olvidan por completo.
Otra de las ventajas que presentaba el caso era que la producción diaria de la señorita Goldring se guardaba siempre en un cajón, en el cobertizo situado al fondo del jardín, y como a partir de las seis empezaba a alternar el licor de menta con la ginebra, a las siete rara vez estaba sobria y a las ocho estaba casi siempre para el arrastre.
—Cielito —dijo Lockhart cuando Jessica regresó con la noticia—. Ya no quiero que trabajes más como mecanógrafa eventual. Quiero que te quedes en casa y trabajes por las noches.
—Sí, Lockhart —dijo Jessica, obediente.
Aquel día, cuando anochecía ya en el campo de golf y en East y West Pursley, Lockhart se dirigió a Green End y entró en el cobertizo de aquella gran escritora. Al volver a su casa, llevaba los tres primeros capítulos de su última novela, Canción del corazón, y la pelota de golf de su máquina de escribir. Ya muy entrada la noche, Jessica se puso manos a la obra y mecanografió de nuevo los tres capítulos. La heroína, Sally en un principio, fue rebautizada como Jessica, y el héroe, tal cual era, pasó de llamarse David a llamarse Lockhart. Para acabar de redondearlo, el apellido Flawse salpicaba aquí y allá la versión corregida, que Lockhart volvió a guardar en el cajón del escritorio del cobertizo a las tres de la madrugada. Además, se encargaron de realizar otros cambios, si bien ninguno en beneficio de los personajes de la señorita Goldring. En la nueva versión, a Lockhart Flawse le encantaba que Jessica le atara a la cama para azotarle, y cuando no estaba sometido a sus azotes, se dedicaba a atracar bancos. En resumidas cuentas, los ingredientes con los que ahora contaba Canción del corazón eran sumamente difamatorios y estaban cuidadosamente estudiados para hacer un buen agujero en el bolsillo de la señorita Goldring y convertirse en su canto del cisne. Como la señorita Goldring escribía sus novelas a toda velocidad, Lockhart estaba tan atareado yendo a buscar lo que escribía todos los días para volverlo a dejar donde lo había encontrado después de las enmiendas de Jessica, que la campaña para el desahucio de los inquilinos de Sandicott Crescent tuvo que suspenderse temporalmente. Cuando la novela quedó terminada al cabo de dos semanas, Lockhart se tomó un descanso y puso en marcha la Segunda Fase. Dicha fase implicaba una nueva inversión de dinero y tenía como objetivo la cordura de las señoritas Musgrove y la mala salud de uno o de ambos miembros del matrimonio Ráceme, en función del grado de recriminaciones que se permitieran. En primer lugar y para sacar mayor partido de la máquina de escribir de Jessica, se compró una pelota de golf nueva con un tipo de letra distinto y escribió una carta a los fabricantes de aquellos artefactos para la estimulación sexual, que tanto le habían intrigado y asqueado al verlos en el catálogo. La carta llevaba el remitente del 4 de Sandicott Crescent, contenía un pedido por valor de ochenta y nueve libras y estaba firmada con el nombre de señorita Musgrove, acompañado de un garabato. En ella, la señorita Musgrove pedía un consolador de tamaño ajustable que vibrara y eyaculara, la reproducción en plástico de la anatomía de un hombre con genitales incluidos y, para terminar, un taco de goma claveteado con pila incorporada que, al parecer, se llamaba «estimulador del clítoris». Por temor a quedarse corto, Lockhart las suscribió también a Lujuria Lésbica, Sólo Para Mujeres y El Beso Del Conejito, tres revistas que le habían dejado tan consternado que pensó que su periodicidad mensual causaría un efecto devastador sobre las señoritas Musgrove. Pero, una vez enviada la carta, tuvo que esperar unos días hasta obtener resultados.
En el caso de los Ráceme los resultados fueron mucho más inmediatos. Gracias a las metódicas observaciones que Lockhart había ido recopilando en su expediente, quedó de manifiesto que la noche del miércoles era la preferida de la pareja para la práctica de sus juegos y que, por lo general, primero le tocaba el turno al señor Ráceme. Con la galantería que su abuelo había tenido ocasión de observar en sus antepasados, Lockhart pensó que pegar a una señora no era digno de un caballero. Lockhart había advertido también que la señora Ráceme tenía por amiga a una tal señora Artoux, que vivía en un piso en el centro de East Pursley. Dado que el nombre de señora Artoux no figuraba en el listín telefónico, dio por sentado que probablemente no tenía teléfono. Así pues, la noche del miércoles Lockhart se fue a la reserva natural de aves con un cronómetro, concedió diez minutos de tiempo a la señora Ráceme para que atara a su marido a la cama con las correas de cuero —al parecer, sus preferidas—, se fue a la cabina telefónica que había en la esquina y marcó el número de los Ráceme. La señora Ráceme contestó a la llamada.
—¿Puede venir inmediatamente? —dijo Lockhart, tapando el auricular con un pañuelo—. La señora Artoux ha sufrido un ataque de apoplejía y no hace más que preguntar por usted.
Lockhart salió de la cabina con el tiempo justo para ver el Saab de los Ráceme saliendo a toda velocidad del garaje y consultó su cronómetro. Habían transcurrido dos minutos desde la llamada, y en dos minutos la señora Ráceme no podía haber tenido tiempo de desatar a su marido. Lockhart fue paseando tranquilamente hasta la casa, abrió la puerta con su llave y entró sin hacer ruido. Una vez dentro, apagó la luz del vestíbulo, subió por las escaleras y se detuvo en el rellano. Transcurrido un tiempo prudencial se atrevió a espiar lo que ocurría en el interior del dormitorio. Desnudo, encapuchado, atado y amordazado, el señor Ráceme estaba sumido en uno de aquellos misteriosos trances masoquistas que le procuraban aquel goce tan peculiar: se retorcía de placer en la cama. Al cabo de unos minutos, todavía se retorcía, pero el placer se había esfumado. Acostumbrado al exquisito dolor que le producía la vara inofensiva de la señora Ráceme, el sometimiento a los azotes en el trasero de la fusta de fabricación casera de Lockhart a máximo rendimiento despertaron en él una reacción que amenazaba con levantar el cuerpo de la cama y la cama del suelo. El señor Ráceme escupió la mordaza y trató de expresar sus sentimientos oralmente. Lockhart ahogó sus gritos hundiéndole la cabeza en el almohadón y siguió azotándolo con todas sus fuerzas. Cuando hubo terminado, el señor Ráceme había pasado del masoquismo al sadismo.
—¡Te voy a matar, hija de la gran puta! —gritó mientras Lockhart cerraba la puerta del dormitorio y se iba a la planta baja—. ¡Por Dios que te mataré, aunque sea la última cosa que haga!
Lockhart salió por la puerta principal y dio la vuelta a la casa por el jardín. Dentro, los chillidos y amenazas del señor Ráceme empezaban a alternar con el gimoteo. Lockhart se acomodó entre los arbustos y esperó a que la señora Ráceme regresara. Si el marido decidía cumplir aunque sólo fuera la mitad de las amenazas que estaba profiriendo, se vería obligado a intervenir una vez más para salvarle la vida. Mientras estudiaba tal posibilidad cayó en la cuenta de que, dijera lo que dijese el señor Ráceme, el estado de sus posaderas le impediría ponerlo en práctica. Ya estaba a punto de marcharse cuando los faros del Saab iluminaron el camino del garaje y la señora Ráceme entró en su casa.
El alboroto subsiguiente superó con creces al que había animado Sandicott Crescent la noche de la trifulca de los Grabble. Antes de entrar en el dormitorio y ver el estado en que se encontraba su marido, la señora Ráceme le explicó que a la señora Artoux no le pasaba nada de nada y que no había tenido ningún ataque de apoplejía, explicación que fue recibida por su esposo con un grito de rabia que hizo temblar las cortinas y que fue seguido de un segundo grito de la señora Ráceme de intensidad prácticamente análoga. Dado que, a diferencia de Lockhart, ignoraba lo que había prometido hacerle tan pronto se viera libre, la señora Ráceme cometió el error de desatarle los pies a su marido. Al cabo de un minuto, y contrariamente a las suposiciones de Lockhart, que no le creía en condiciones de llevar la teoría a la práctica, el señor Ráceme se había puesto en pie dispuesto a ir a por todas. Desgraciadamente, todavía tenía las manos atadas a la cama de matrimonio y la señora Ráceme, que comprendió casi al instante el error que había cometido al desatarle los pies, se negó a deshacerle los nudos de las manos.
—¿Qué quieres decir con eso de que te lo he hecho yo? —La señora Ráceme soltó un grito al ver que la cama avanzaba hacia ella, a trompicones, guiada por los pies de su marido—. He salido porque me han llamado para decirme que la señora Artoux había sufrido un ataque de apoplejía.
Aquella palabreja fue demasiado para el señor Ráceme.
—Conque un ataque de apoplejía, ¿eh? —gritó con la voz ahogada por culpa del almohadón y del colchón, que además le impedían ver lo que tenía delante—. ¿Qué carajo quieres decir con eso de un ataque de apoplejía?
Lockhart, en el jardín, lo sabía perfectamente. Su fusta de fabricación casera no había necesitado ningún lastre de plomo para provocar aquella otra hemorragia.
—¡Lo que te quiero decir —dijo la señora Ráceme chillando— es que si crees que eso te lo he hecho yo es que has perdido la cabeza!
El señor Ráceme la había perdido. Impedido por la cama y enloquecido por culpa del dolor, el señor Ráceme, que trataba de moverse por el dormitorio como buenamente podía, guiándose por la voz de su esposa, tropezó con el tocador —detrás del cual se escondía su esposa— y se lo llevó todo por delante: tocador, cama, lámpara de la mesita de noche, tetera y señora Ráceme. Todo ello atravesó las cortinas, la doble ventana y cayó como una cascada para estrellarse en el parterre de flores. Una vez allí, sus gritos se unieron a los de su esposa, que tenía lacerada la misma parte de la anatomía que su marido por culpa de la doble ventana y del rosal.
Lockhart vaciló unos instantes, pero finalmente se encaminó hacia la reserva de aves. Mientras se acercaba sigilosamente al número 12, oyó sirenas por encima de los gritos y chillidos de los Ráceme. Los Pettigrew habían cumplido con su deber de ciudadanos una vez más y habían llamado a la policía.
—¿Qué es ese alboroto? —preguntó Jessica, cuando Lockhart entró en casa, después de pasar por el garaje para dejar la fusta—. Parece como si alguien hubiera atravesado el tejado del invernadero.
—Tenemos unos inquilinos de lo más excéntrico —dijo Lockhart—. Cada dos por tres les da por armar la de San Quintín.
No había duda de que el señor y la señora Ráceme estaban armando la de San Quintín y la policía los encontró en una situación sumamente curiosa. El trasero lacerado del señor Ráceme y su capucha impedían una identificación inmediata, pero lo que más les intrigó fue el hecho de que estuviera atado a la cama.
—Y dígame, señor —dijo el sargento, que había llamado a una ambulancia nada más llegar—, ¿tiene usted por costumbre ponerse una capucha al acostarse?
—No meta las narices donde no le llaman —le soltó el señor Ráceme, con imprudencia—. Yo no le pregunto qué coño hace en su casa y, además, no tiene ningún derecho a preguntármelo.
—Muy bien, señor. Si se empeña usted en adoptar esa actitud alegaremos que ha utilizado un lenguaje soez con un oficial de policía que actuaba en cumplimiento de su deber y que ha proferido amenazas contra la persona de su esposa.
—¿Y qué me dice de mi persona? —le chilló el señor Ráceme—. ¿Se le ha pasado por alto que me ha atizado una buena zurra?
—No se nos ha pasado por alto, señor —repuso el sargento—. Según parece, la señora ha hecho un buen trabajo.
La aparición de un agente —que había entrado en la casa para echar un vistazo al dormitorio de los Ráceme— cargado con un montón de cuerdas, látigos, varas y disciplinas, no hizo más que confirmar las sospechas de la policía de que al señor Ráceme le habían dado su merecido. Su esposa contaba con toda su comprensión, de ahí que, cuando el señor Ráceme intentó atacarla de nuevo, prescindieran de las esposas y lo metieran dentro del coche celular con cama incluida. A la señora Ráceme se la llevaron en ambulancia. El sargento la seguía en un coche patrulla totalmente desconcertado.
—Aquí está pasando algo raro —dijo al conductor—. En adelante será mejor mantener Sandicott Crescent bajo vigilancia.
A partir de aquella noche, siempre había un coche patrulla aparcado a la entrada de Crescent y su presencia obligó a Lockhart a adoptar nuevas tácticas. Llevaba tiempo estudiando cómo utilizar el sistema de alcantarillado, y la policía acababa de proporcionarle el motivo para hacerlo. Al cabo de dos días ya se había comprado un traje de buzo y una máscara de oxígeno, y con la ayuda de los detalladísimos planos de las conducciones de Crescent del difunto señor Sandicott, levantó la tapadera de la boca principal de la cloaca que había delante de su casa, bajó por la escalerilla y volvió a taparla. Sumido en la oscuridad, encendió la linterna y echó a andar, fijándose en las entradas de cada casa a medida que pasaba por ellas. Era una conducción importante y eso le permitió conocer a fondo las costumbres de sus vecinos. Justo delante del ramal secundario procedente de la casa del coronel Finch-Potter, Lockhart advirtió la presencia de varios objetos de látex blanco que no casaban con la supuesta condición de soltero del coronel, y la avaricia del señor O’Brain quedó de manifiesto ante los restos de hojas de listines telefónicos que utilizaba como papel higiénico. Lockhart regresó de su expedición espeleológica decidido a concentrar toda su atención en aquel par de solterones. Sin embargo, había que tener en cuenta el problema del bull-terrier del coronel. Era un animal afable, pero tenía un aspecto tan feroz como su amo. Lockhart ya estaba familiarizado con las costumbres del coronel, si bien el hallazgo de tantos preservativos en las proximidades del ramal de su casa le había dejado un tanto sorprendido. Dado que el coronel no era lo que aparentaba, tendría que vigilarlo más de cerca. El caso del señor O’Brain no presentaba tantas dificultades, pues, por el mero hecho de ser irlandés, resultaba un blanco relativamente fácil. Así, después de quitarse el traje de buzo y de lavarlo, Lockhart decidió que lo mejor era recurrir de nuevo al teléfono.
—Le habla la Brigada Pursley del IRA provisional —le dijo, con un acento fingidamente irlandés—. Esperamos su contribución en los próximos días. La contraseña es «Killarney».
El señor O’Brain no articuló respuesta alguna: era un ginecólogo retirado lo suficientemente rico y anglófilo como para sentirse ofendido ante aquella llamada que le exigía parte de su tiempo y de sus fondos. Así pues, llamó a la policía inmediatamente para pedirles protección. Desde la ventana de su dormitorio, Lockhart vio arrancar al coche patrulla —que hasta entonces estaba estacionado al final de la calle— y aparcar de nuevo delante de la casa de O’Brain. Fue entonces cuando decidió que lo mejor sería no volver a utilizar el teléfono y se acostó con un nuevo plan en ciernes. En efecto, el nuevo plan implicaba el uso del alcantarillado y era muy probable que contradijera las declaraciones del señor O’Brain, según las cuales no tenía nada que ver con ninguna organización que aspirara a alcanzar sus objetivos haciendo uso de la violencia.
A la mañana siguiente se levantó muy temprano y, de camino al centro comercial, se cruzó con una furgoneta de correos que dejó varios paquetes a las señoritas Musgrove. Lockhart oyó sus exclamaciones de sorpresa, pero enseguida tuvieron la esperanza de que se tratara de donaciones para la tómbola de la parroquia. Lockhart, sin embargo, dudó que su contenido pudiera ser adecuado para actos parroquiales, opinión compartida momentos más tarde por las señoritas Musgrove, que, gracias a la breve ojeada al pene del señor Simplón, reconocieron de inmediato la horrible semejanza entre aquél y los objetos monstruosos que encontraron en el interior de los paquetes.
—Debe de ser un error —dijo la señorita Mary, comprobando la dirección—. Nosotras no hemos pedido estos artilugios espantosos.
Su hermana mayor, Maud, la miró con escepticismo.
—Por lo menos, yo no. Y eso te lo puedo asegurar —le dijo, con frialdad.
—No te habrás imaginado que lo pedí yo, ¿no? —se ofendió Mary.
La callada por respuesta que le dio Maud fue más que elocuente.
—¡Que sospeches de mi en esto me parece horroroso! —añadió Mary furiosa—. Yo diría que es cosa tuya y ahora pretendes que cargue con las culpas.
Y así pasaron una hora, culpándose la una a la otra, hasta que al final las venció la curiosidad.
—Aquí dice —dijo Maud, leyendo las instrucciones del consolador con eyaculación y vibración de tamaño ajustable— que los testículos se pueden rellenar con clara de huevo y nata, a partes iguales, para obtener la sensación de una eyaculación real. ¿Tú qué crees que deben de ser los testículos?
La señorita Mary los identificó correctamente y aquel par de solteronas se pusieron inmediatamente manos a la obra y mezclaron los ingredientes necesarios, utilizando el vibrador como batidora. Cuando estuvieron seguras de que la textura era la recomendada en las instrucciones, llenaron los testículos hasta arriba, y estaban discutiendo el tamaño al que debían ajustar el consolador, basándose en su fugaz observación del órgano protuberante del señor Simplón, cuando sonó el timbre.
—Ya voy yo —dijo Mary, dirigiéndose a la puerta principal.
La señora Truster apareció en el umbral.
—Sólo pasaba por aquí para decirles que el abogado de Henry, el señor Watts, confía en que se retiren los cargos —dijo, entrando avasalladora como siempre, y metiéndose en la cocina—. He pensado que se alegrarían…
Fuera lo que fuere lo que podía alegrar a las señoritas Musgrove, la señora Truster se quedó horrorizada ante el espectáculo que vieron sus ojos. Maud Musgrove tenía un pene enorme y anatómicamente perfecto en una mano y algo que recordaba una manga de pastelero en la otra. La señora Truster se quedó ensimismada contemplando la escena. Sospechar que su marido era homosexual ya había sido un golpe muy duro, y descubrir, sin sombra de duda, que las intachables señoritas Musgrove eran un par de lesbianas, que combinaban su poca habilidad culinaria con unos artilugios obscenos enormes, fue demasiado para su pobre cabecita. La vista empezó a nublársele y se desplomó en una silla.
—¡Dios mío! ¡Virgen santísima! —gimoteó, y abrió los ojos.
Aquella cosa tan espantosa seguía allí y de… como se llame el orificio del consolador… goteaba…
—¡Jesús! —dijo, apelando al Todopoderoso una y otra vez, antes de optar por un lenguaje más apropiado—. ¿Qué demonios está pasando aquí?
Esta pregunta hizo que las señoritas Musgrove se percataran del apuro catastrófico para su reputación en que se encontraban.
—Sólo estábamos… —dijeron al unísono, pero el consolador se encargó de responder en su lugar.
Como la señorita Maud estaba sentada encima del mecanismo que controlaba las funciones del consolador, el aparato se puso en marcha y empezó a dilatarse, a vibrar y a moverse a sacudidas, cumpliendo así al pie de la letra los puntos especificados por el fabricante en las instrucciones. La señora Truster miró aquella cosa tan horrible girar y dilatarse y las venas de mentirijillas hinchadas que sobresalían.
—¡Párelo, por el amor de Dios! ¡Pare ese jodido aparato! —gritó al fin, cuando la magnitud de aquel horror le hizo olvidar su posición social.
La señorita Maud hacía cuanto podía. Luchaba con aquel monstruo y trataba desesperadamente de poner fin a las sacudidas. Finalmente lo consiguió. El consolador cumplió su promesa y descargó el chorro, de un cuarto de litro, de aquel mejunje de clara batida y nata como si fuera un extintor de incendios. Una vez cumplida esta gran hazaña, empezó a ponerse fláccido. La señora Truster también. Resbaló de la silla, se desplomó en el suelo y se unió al antiguo contenido del consolador.
—¡Ay, Dios mío! ¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó la señorita Mary—. No le habrá dado un ataque al corazón, ¿no?
La señorita Mary se arrodilló junto a la señora Truster y trató de acertarle el pulso. Era sumamente débil.
—¡Se está muriendo! —se lamentó la señorita Mary—. ¡La hemos matado!
—Tonterías —dijo la señorita Maud, que era más práctica, tras colocar el consolador ya fláccido en la escurridera.
Sin embargo, cuando se arrodilló junto a la señora Truster tuvo que reconocer que la debilidad de su pulso era peligrosa.
—Habrá que hacerle el boca a boca —dijo, y entre las dos hermanas levantaron a la mujer del vicario y la colocaron encima de la mesa de la cocina.
—¿Cómo? —preguntó Mary.
—Así —dijo Maud, que había hecho un cursillo de primeros auxilios y aplicaba sus conocimientos y su boca a la resurrección de la señora Truster.
La operación tuvo un éxito inmediato. La señora Truster recuperó el conocimiento perdido con el desmayo y se encontró con una señorita Maud Musgrove que la estaba besando apasionadamente, actividad sexual que casaba a la perfección con las inclinaciones poco naturales que ya había tenido ocasión de observar en aquel par de solteronas. Con unos ojos como platos y la respiración restablecida por la señorita Maud, la señora Truster estalló y se puso a gritar con todas sus fuerzas. Una vez más, Sandicott Crescent se estremeció con los alaridos de una mujer histérica.
Esta vez, los Pettigrew no tuvieron que llamar a la policía. El coche patrulla aparcó delante de la casa casi de inmediato, los agentes rompieron el cristal de la ventana que había junto a la puerta, la abrieron y corrieron por el pasillo hasta llegar a la cocina. La señora Truster todavía chillaba acurrucada en un rincón, mientras en la escurridera que tenía al lado el consolador insufrible volvía a hincharse lentamente y empezaba a rezumar de nuevo cuando la señorita Maud, al desplomarse sobre una silla, accionó el mecanismo del aparato.
—¡No dejen que se acerquen a mí con esa cosa! —dijo gritando la señora Truster, mientras la acompañaban fuera de la casa—. Han intentado… ¡Oh, Dios!… Y me estaba besando y…
—Si tienen la bondad de acompañarnos —pidió el sargento a las señoritas Musgrove en la cocina.
—Pero no podemos poner eso…
—El agente ya se encargará de recoger esta y todas las pruebas que encuentre en su poder —las informó el sargento—. Pónganse los abrigos y sígannos en silencio. Una agente de policía vendrá a recoger sus camisones y todo lo necesario.
Y, siguiendo los pasos del señor Simplón, del reverendo Truster y del señor y la señora Ráceme, las señoritas Musgrove se alejaron en un coche patrulla a toda velocidad para escuchar los cargos que pesaban sobre ellas.
—¿De qué las acusan? —preguntó Lockhart al pasar por delante del policía que estaba de servicio delante de la casa.
—De todo, pruebe usted y seguro que acierta. Les va a caer encima todo el peso de la ley. Y quién lo iba a imaginar en un par de señoras tan agradables…
—¡Increíble! —exclamó Lockhart, y siguió su camino con una sonrisa en los labios. Las cosas le estaban saliendo extraordinariamente bien.
Cuando llegó a su casa, Jessica ya tenía el almuerzo listo.
—Han llamado de la ferretería Pritchetts —le dijo, cuando se sentó a la mesa—. Me han dicho que esta tarde te mandarán los ciento ochenta metros de manguera de plástico que les encargaste.
—¡Perfecto! —exclamó Lockhart—. Justo lo que necesitaba.
—Pero si el jardín sólo tiene cuarenta metros de largo, corazón. ¿Para qué quieres ciento ochenta metros de manguera?
—No me sorprendería que tuviera que ir a regarles el jardín a las señoritas Musgrove, las del número 4. Creo que van a estar fuera una larga temporada.
—¿Las señoritas Musgrove? —se sorprendió Jessica—. Pero si nunca se marchan fuera.
—Esta vez sí —dijo Lockhart—. En un coche de la policía.