Mientras Lockhart procuraba hacer la vida imposible a todos los inquilinos de las casas de su esposa, su suegra hacía todo lo posible para que la vida fuera insoportable para el señor Flawse. Sin embargo, el clima no estaba de su parte. De una primavera deliciosa habían pasado a un verano calurosísimo, y Flawse Hall resultó tener sus ventajas. Las gruesas paredes tenían funciones que nada tenían que ver con mantener alejados a los escoceses y guardar el whisky: mitigaban el calor del verano. Fuera de la casa, aquellos perros híbridos babeaban con la lengua colgando entre el polvo de estiércol seco del patio, mientras en el interior el señor Flawse, sentado tranquilamente y muy derecho delante de su escritorio, permanecía absorto en la lectura de registros parroquiales y documentos antiguos, a los que se había ido aficionando en los últimos tiempos. Consciente de que en la plenitud de la vida habría de reunirse con sus antepasados, pensó que debía familiarizarse con los errores y fracasos de su familia.
La razón de que sólo se interesara por el lado malo de las cosas era fruto de su natural pesimismo y del hecho de conocerse a fondo. Fue precisamente por esta razón por lo que se sorprendió al descubrir que no todos los Flawse eran hombres malvados y sin escrúpulos. Entre ellos había santos y pecadores, y si bien predominaban los últimos —como era de esperar—, había una vena de generosidad en sus actos que no podía sino admirar. En ocasión del esquileo de ovejas de Otterburn, un Flawse, un tal Quentin Flawse, que había asesinado o, por decirlo a la manera de la época, había dado muerte a un tal Thomas Tidley por haber insinuado que el apellido Flawse procedía de Faas, una familia de gitanos de mala reputación especialmente conocida por sus robos, demostró no obstante su generosidad al contraer matrimonio con su viuda y encargarse de sus hijos. Luego estaba el Obispo Flawse, quemado en la hoguera durante el reinado de María la Sanguinaria por apostasía, que se negó a aceptar la bolsita de pólvora que le llevó su hermano para que se la atara al cuello, por sensatas razones de economía y por su mayor utilidad para disparar los mosquetes contra los puñeteros papistas cuando llegara el momento adecuado. Era esta suerte de sentido práctico lo que más admiraba el señor Flawse en sus antepasados porque demostraba que, murieran como muriesen, nunca malgastaban el tiempo autocompadeciéndose y hacían gala de un talante indómito tanto con los demás como consigo mismos. Así pues, cuando el Verdugo Flawse, sayón privado del Duque de Durham en el siglo XIV, se brindó amablemente a afilar el hacha de su sucesor al llegarle el turno de reposar la cabeza en el tajón —ofrecimiento que le fue otorgado—, estaba teniendo un gesto cuyas consecuencias no fueron otras que la muerte del nuevo verdugo, de quince miembros de la escolta, de veinticinco espectadores y del propio Duque, que quedaron todos decapitados, mientras el Verdugo Flawse ponía su experiencia a su propio servicio y huía montado en el corcel del Duque, para vivir el resto de sus días como un forajido entre los soldados del musgo de Redesdale.
El viejo señor Flawse se emocionaba tanto con estos relatos como con los poemas que corrían por la sangre de sus antepasados trovadores. El Trovador Flawse había sido célebre por sus canciones y de pronto, casi sin darse cuenta, el viejo señor Flawse se descubrió recitando en voz ara la primera de las estancias de «La balada de la polla seca», que, según ciertas autoridades, el Trovador había compuesto en el patíbulo de Eldson cuando fue condenado a morir ahorcado, destripado y descuartizado por haberse metido equivocadamente en el lecho de la esposa de Sir Oswald Capheughton, Lady Fleur, cuando dicho noble señor estaba dentro de él y de ella. La penetración del Trovador Flawse en Sir Oswald había desencadenado esa reacción de enganche tan usual entre los perros en estas circunstancias. Para poner fin al apresamiento de Sir Oswald por parte de Lady Fleur fue requerida la cooperación de siete sirvientes, si bien bastaron los servicios del barbero y cirujano local para poner fin al apego entre el Trovador y Sir Oswald. El Eunuco Flawse afrontó el subsiguiente descuartizamiento de buen talante y con una canción en el corazón.
Cuando yazgo en el jergón,
no sé dónde tendré el carajo.
Dejad pues el cabezón
y colgadme bocabajo.
Debí saber que no era ella
la del hedor sudoroso,
pues era siempre pura y bella
y de conejo jugoso.
Mas Sir Oswald siempre hedía
a perro, boñiga y caballo,
y cuando penetrarlo quería
hallé el camino atrancado.
Del árbol Elsdon pues colgadme
y dejadme destripado,
que el pueblo pueda mirarme
y ver cuanto habéis quitado.
Pero si queréis el corazón,
no me vengáis con premura:
abrid el culo al cabrón
y tornadme mi hermosura.
Pues seca o mojada esté
igual a mí me ha de dar,
pero no reventaré
por no poder mear.
El señor Flawse encontró el poema muy alentador, si bien un tanto crudo. Comprendía perfectamente cómo se debía de haber sentido el Trovador porque en los últimos tiempos había tenido problemas de próstata. Sin embargo, lo que le procuraba mayor placer era la alegría pertinaz de las baladas. Los Flawse podían haber sido —y lo habían sido— ladrones y bandidos, sicarios y soldados del musgo, e incluso sacerdotes y obispos, pero fuera cual fuere su vocación, se habían reído con desdén del demonio y mofado de las desventuras, y su religión se había basado más en el honor que en la moral cristiana. Tachar de mentiroso a un Flawse suponía morir o defenderse hasta la muerte y un Flawse que se acobardaba ante la adversidad era un paria, sin hogar y sin nombre, como dice el antiguo dicho.
Pero aparte de la mera curiosidad que podía sentir por sus parientes, había algo más en ese interés del viejo señor Flawse por sus ancestros: estaba todavía el gran interrogante de la paternidad de Lockhart que le atormentaba por las noches, y esa espantosa sensación que le corroía de que Lockhart era tanto su hijo como su nieto. Fue esta idea la que le hizo añadir la cláusula de flagelación en el testamento, porque si sus sospechas resultaban ser ciertas, merecían que le azotaran hasta quedar a dos dedos de la muerte o, más exactamente, un metro más allá. Aquel interrogante no se podía quedar sin respuesta, y si él no vivía lo suficiente para averiguarlo, sí lo haría Lockhart, y mientras repasaba actas antiguas y documentos, el señor Flawse siguió pasando revista a los posibles candidatos. Todos tenían algo en común: en el momento de la concepción de Lockhart —que el señor Flawse fechaba ochos meses antes de su nacimiento— todos ellos vivían a una distancia de la casa fácil de cubrir a caballo y contaban entre dieciséis y sesenta años. Por muy viciosa que hubiera sido, el señor Flawse se resistía a creer que su hija se hubiera entregado de buena gana a un viejo. Por consiguiente, lo más probable era que el padre tuviera entonces unos veinte años. Junto a cada nombre, el viejo anotaba la edad del candidato, el color de ojos y de pelo, fisonomía, talla y, siempre que fuera posible, dimensiones del cráneo. Sin embargo, dado que la comprobación de esto último requería que el sospechoso se sometiera al sistema de medición del viejo, que insistía en medir las dimensiones tanto longitudinal como transversalmente con unos calibradores innecesariamente puntiagudos, no todo el mundo estaba dispuesto a someterse a la operación, por lo que aquellos que se negaban aparecían registrados con las siglas MS junto al nombre, siglas que significaban «Muy sospechoso». Con el paso de los años, el viejo había conseguido acumular una cantidad ingente de información, muy interesante desde el punto de vista antropológico, pero ninguno de los aspirantes parecía ajustarse a los rasgos de Lockhart. En efecto, los rasgos de Lockhart eran típicos de los Flawse en todos sus detalles: desde la nariz aguileña hasta los ojos azules, pasando por los cabellos de un rubio pajizo. Eso no hacía más que acentuar los remordimientos del anciano y su determinación a autoabsolverse aun a riesgo de ser descubierto y pasar a la historia familiar como Flawse el Incestuoso. Tan absorto estaba en sus estudios que no reparó en los cambios que había sufrido su esposa.
Como parte del plan encaminado a la muerte temprana del viejo, la señora Flawse había decidido desempeñar el papel de la esposa obediente. En lugar de rechazar sus requerimientos, los alentaba y accedía a acostarse con él para fatigarle el corazón. De resultas de eso, la próstata del señor Flawse experimentó una mejoría patente y dejó de levantarse de la cama con tanta frecuencia. La señora Flawse tomó además por costumbre llevarle la taza de té del desayuno a la cama, espolvoreándola antes, eso sí, con paracetamol, porque había leído en alguna parte que iba mal para los riñones. El señor Flawse nunca bebía té en la cama, pero, por no herir sus sentimientos, la vaciaba en el orinal, despertando así con el color de sus orines las esperanzas de su mujer, que se encargaba de vaciarlo ya entrado el día. Dado que el líquido contenía hojas de té que ella tenía cierto reparo en examinar con mayor detenimiento, empezó a albergar la vana esperanza de que su marido padeciera un grave trastorno de vejiga. Para terminar, sometió al viejo a un régimen todavía más alto en colesterol. El señor Flawse tomaba huevos para desayunar, huevos fritos con chuletas de cordero para almorzar, cerdo para cenar con zabaglione de postre y un ponche de huevo y leche antes de acostarse. Los huevos hacían medrar al señor Flawse a ojos vistas.
Siguiendo al revés los consejos del profesor Yudkin, la señora Flawse añadió el azúcar a su lista de venenos dietéticos, y después de insistir para que el señor Flawse se comiera otro huevo y unos pocos chicharrones más, le servía dulces, pasteles y galletas elaboradas por completo a base de azúcar. La energía del señor Flawse aumentó considerablemente, y cuando no estaba sentado en el estudio, paseaba a grandes zancadas por la colina con renovado vigor. La señora Flawse asistía a los progresos de su marido con desespero y a su propio aumento de peso con inquietud. Eso de intentar envenenar al viejo a base de grandes comilonas estaba muy bien, pero tener que compartir el mismo régimen le estaba costando muy caro. Finalmente, en un último esfuerzo desesperado, le animó a darle a la botella de oporto. El señor Flawse siguió su consejo de buena gana y se sintió mejor que nunca. La señora Flawse enriquecía el oporto con coñac y el señor Flawse, que tenía un olfato muy fino para el vino, advirtió enseguida el aditivo y la felicitó por aquella muestra de ingenio.
—Le da más cuerpo —le confesó—. No sé cómo no se me habrá ocurrido antes. Decididamente, más cuerpo.
La señora Flawse le maldijo en silencio pero tuvo que reconocer que tenía razón: el vino de oporto con una mayor dosis de coñac de lo normal tenía más cuerpo. Por otra parte, también ella tenía más cuerpo y sus vestidos empezaron a tener el aspecto de haber pertenecido a otra mujer. El señor Flawse encontraba una fuente de divertimento en el incremento de las redondeces de las carnes de su esposa y le dio por hacer comentarios impertinentes al señor Dodd sobre tetas, culos y mujeres que, según decía, mejores en la cama cuanto más generosas. Y así, la señora Flawse tenía que aguantar las continuas miradas disimuladas del señor Dodd. Esas miradas la sacaban de quicio y, por si fuera poco, el collie del señor Dodd tenía la desagradable costumbre de gruñir cada vez que pasaba demasiado cerca de él.
—Me gustaría que ese bicho no entrara en la cocina —le dijo al señor Dodd, muy irritada.
—Sí, y que yo tampoco entrara, supongo —repuso el señor Dodd—. Pues a mí me gustaría ver cómo se las arreglaría para estar calentita si yo no fuera a la mina a por carbón. Si no me quiere en la cocina, tendrá que ir a buscarlo usted sólita.
La señora Flawse no tenía ni la más mínima intención de bajar hasta la mina a buscar carbón y así se lo dijo.
—Entonces el perro se queda —concluyó el señor Dodd.
La señora Flawse se prometió que ya se encargaría personalmente de que no fuera así, pero la costumbre del señor Dodd de alimentar al animal personalmente le impedía mezclar trocitos de vidrio con la comida. Entre una cosa y otra, fue un verano muy duro para la señora Flawse, que por primera vez deseó con todas sus fuerzas la llegada del frío invierno, que le ofrecería más posibilidades para hacer que la vida en el caserón resultara insoportable.
Lockhart había cosechado ya algún que otro éxito en Sandicott Crescent. Tras haber enviado a Little Willie, el perro salchicha de los Pettigrew, a esa otra vida sobre cuya existencia los Wilson no tenían ya ninguna duda, empezó a gozar de una mayor libertad de movimientos en sus expediciones en solitario por la reserva de aves y los jardines. El señor Grabble, que tenía una esposa a la que Lockhart ya había tenido ocasión de ver en brazos del señor Simplón, era delegado en Europa de una empresa de ingeniería electrónica y viajaba al extranjero con regularidad. La señora Grabble y el señor Simplón aprovechaban estas ausencias para concertar lo que Lockhart llamaba «sus citas». El señor Simplón dejaba su coche aparcado a dos calles de distancia y se trasladaba al hogar de la señora Grabble a pie. Cuando la cita se daba por terminada, volvía andando hasta su coche y regresaba a su casa junto a su esposa, en el número 5. Investigaciones posteriores revelaron que el señor Grabble había dejado un número de teléfono de Amsterdam, donde siempre se le podía localizar en caso de que una emergencia así lo requiriera. Lockhart lo descubrió gracias a la sencilla maniobra de abrir la puerta principal del número 2, con la llave del difunto señor Sandicott, y revolver el escritorio de los Grabble hasta encontrar una agenda. Así pues, una calurosa tarde de junio Lockhart se tomó la molestia de enviar un telegrama a Amsterdam en el que aconsejaba al señor Grabble que regresara a su casa lo antes posible, por encontrarse su mujer enferma de tal gravedad que su traslado no era aconsejable. Después de firmarlo con el nombre ficticio de doctor Lockhart, se encaramó sin ser visto a un poste de telégrafos de la reserva natural de aves y cortó la línea a los Grabble. Una vez hecho esto, regresó a su casa y se tomó una taza de té, para volver a salir al anochecer y apostarse en la esquina de la calle en la que el señor Simplón solía dejar su coche aparcado. El coche ya estaba allí.
Habían pasado veinticinco minutos escasos cuando el señor Grabble, conduciendo de un modo temerario, más preocupado por su mujer de lo que ella se merecía y sin ningún miramiento para con el resto de usuarios de la calzada, pasó por East Pursley como una exhalación hasta desembocar en Sandicott Crescent. El coche no estaba en su sitio cuando el señor Simplón, desnudo y cubriéndose las partes pudendas con ambas manos, huyó precipitadamente por el caminito del garaje de los Grabble y dobló la esquina enloquecido. En efecto, el coche estaba en el garaje de los Simplón, donde Lockhart lo había aparcado con un bocinazo alegre que advertía a la señora Simplón que su maridito estaba en casa, antes de cruzar el campo de golf tranquilamente para ir a reunirse con Jessica en el número 12. A su espalda, los números 5 y 2 vivían un holocausto doméstico. El descubrir que su esposa, lejos de estar enferma, estaba atareada copulando ardientemente con un vecino que, por ende, nunca le había caído bien, y que le habían obligado a venir desde Amsterdam hecho un manojo de nervios únicamente para restregarle aquella cosa tan fea por las narices —que tan poco se había olido hasta entonces—, fue demasiado para la capacidad de aguante del señor Grabble. Los alaridos de la señora Grabble y los chillidos de su esposo, que utilizó primero un paraguas y luego, tras romperlo, una lámpara Anglepoise que encontró encima de la mesita de noche para expresar sus sentimientos, se oían desde la otra punta de la calle. Resultaban especialmente audibles desde la casa de sus vecinas, las señoritas Musgrove, que habían invitado al vicario y a su mujer a cenar. También fueron audibles para la señora Simplón. El hecho de que su marido, que acababa de aparcar en el garaje, apareciera con tanta frecuencia en las invectivas del señor Grabble la indujo a investigar la paradoja de que su marido pudiera encontrarse en dos lugares distintos a la vez. Un nuevo comentario del señor Grabble le proporcionó un tercer lugar: la señora Grabble. La señora Simplón apareció en el umbral de la puerta exactamente en el mismo momento en que el vicario —empujado tanto por la curiosidad de las señoritas Musgrove como por su deseo de interferir en un desastre doméstico— se asomaba a la puerta del número 4. La colisión del vicario con un señor Simplón desnudo, que había hecho acopio de todo su valor y regresaba a su casa corriendo, tuvo por lo menos la ventaja de aclararle qué había estado haciendo su marido y con quién en casa de los Grabble. Y no es que hicieran falta tantas explicaciones. El señor Grabble había mostrado mucha claridad al respecto. Sin embargo, el reverendo Truster no estaba tan bien informado. Como no había visto nunca al señor Grabble en carne y huesos dio por supuesto que aquel hombre desnudo que temblaba en el suelo a sus pies era un pecador, que maltrataba a su esposa y acudía a él arrepentido.
—Hijo mío —le dijo el vicario—, éste no es modo de enfocar la vida conyugal.
El señor Simplón era plenamente consciente de ello. Alzó unos ojos de lunático hacia el reverendo Truster y se agarró el escroto con fuerza. En la acera de enfrente, su mujer volvió a meterse en casa y cerró la puerta de un portazo.
—Es muy posible que tu esposa haya hecho todas esas cosas que dices que ha hecho, pero pegar a una mujer es un acto propio de un sinvergüenza.
El señor Simplón estaba totalmente de acuerdo con él, pero se estaba ahorrando el trabajo de tener que explicar que no había puesto un dedo encima a la señora Simplón cuando una pieza de cristal de Waterford enorme y muy pesada salió despedida por una ventana en medio de un gran estallido de cristales rotos. La señora Grabble, que temía por su vida, había empezado a defenderse sin gran éxito. El señor Simplón aprovechó la oportunidad para ponerse de pie y cruzar la calle en dirección al número 5, trayecto que le obligó a pasar por delante de los Ogilvie, las señoritas Musgrove y los Pettigrew, que en adelante iban a conocerle con una intimidad que iría más allá de la hechura de su americana. Mientras estaba bajo el porche de imitación georgiano y golpeaba la puerta principal de su casa con la aldaba en forma de cabeza de Cupido sin dejar de llamar al timbre con el codo, el señor Simplón comprendió que su reputación como ingeniero técnico había tocado a su fin. La paciencia de la señora Simplón también. Las constantes ausencias de su marido y sus excusas poco creíbles habían contribuido, junto con su frustración sexual, a hacer de ella una mujer amargada. Había salido con la intención de salvar lo que quedaba de su matrimonio, pero al ver a su marido desnudo a los pies de un cura, decidió que ya había tenido bastante. Y eso sin una sola lágrima.
—¡Por mí puedes quedarte ahí hasta que te congeles! —le gritó por la ranura del buzón—. ¡Y si piensas que voy a volver a dejarte entrar en mi casa vas apañado!
El señor Simplón ya había pensado demasiadas cosas como para tener que añadir una más y, además, le desagradó especialmente el uso del posesivo.
—¿Qué quieres decir con eso de «mi casa»? —dijo a voz en grito, olvidando por el momento el resto de sus posesiones perdidas—. Tengo todo el derecho…
—¡Ya no! —le chilló la señora Simplón, y añadió mayor escozor a aquella declaración vaciando por la ranura del buzón sobre aquellos órganos tan arrugados pero tan atractivos para la señora Grabble hacía apenas unos instantes, el contenido de un aerosol anticongelante destinado a otros usos que el señor Simplón tenía en la repisa del vestíbulo.
Los chillidos que siguieron a aquella prodigiosa iniciativa sonaron a música celestial en los oídos de la mujer. Y fueron música celestial también para los oídos de Lockhart, que tenía la sensación de asistir a la matanza del cerdo realizada según los poco caritativos métodos a la antigua usanza. Lockhart se sentó en la cocina en compañía de Jessica y sonrió ante su vaso de Ovaltine.
—Me pregunto qué pasará —dijo Jessica, inquieta—. Parece como si alguien se estuviera muriendo. ¿No sería mejor que fueras a ver qué ocurre? Quizá podrías ayudar.
Lockhart negó con la cabeza.
—Los vecinos, cuanto más desconocidos, mejor avenidos —dijo complacido ante una máxima que se estaba debatiendo en uno de los extremos de Crescent.
A los gritos del señor Simplón, las acusaciones del señor Grabble y las absurdas negativas de la señora Grabble, se había unido la sirena de un coche de policía. Los Pettigrew, que ya se habían puesto en contacto con la policía a raíz de la desaparición de Little Willie, habían vuelto a llamar. En esta ocasión la policía se tomó su denuncia con mayor seriedad y, con ese olfato tan fino para los casos de homosexualidad, se llevaron detenidos al reverendo Truster y al señor Simplón: el primero acusado de solicitar los favores del segundo y el segundo por conducta indecorosa, acusación que el señor Simplón —detenido mientras manipulaba el aspersor del jardín de un modo bastante curioso para aliviar el escozor de su pene inflamado— no encontró palabras para negar. Así pues, el reverendo Truster tuvo que explicar lo mejor que pudo que, lejos de estar solicitando los favores del señor Simplón, lo único que hacía era intentar por todos los medios que no se castrara con el aspersor del césped. Al sargento que estaba al mando no le pareció una explicación demasiado creíble y la incapacidad del señor Simplón a la hora de especificar con precisión qué tenía en las partes pudendas para comportarse de aquel modo tan peculiar no facilitó precisamente las cosas.
—¡Meted a este par de desgraciados en celdas separadas! —ordenó el sargento a los agentes que se llevaban a rastras al reverendo Truster y al señor Simplón.
Tras su partida, Sandicott Crescent recuperó la monotonía perdida. La señora Simplón se fue a la cama, sola, sin arrepentirse de nada. El señor y la señora Grabble se acostaron en camas separadas y estuvieron insultándose el uno al otro sin descanso. Las señoritas Musgrove hicieron cuanto pudieron por consolar a la señora Truster, que repetía como una histérica que su marido no era de la acera de enfrente.
—Claro que no lo es, querida —dijeron al unísono, sin tener la menor idea de lo que la señora Truster quería decir con eso—. Estaba en la otra acera cuando ha llegado la policía, pero eso le puede ocurrir a cualquiera.
Los esfuerzos de la señora Truster por explicarles que no era homosexual tampoco les aclararon de qué les estaba hablando.
Sin embargo, aquella noche Lockhart presenció reacciones menos inocentes. Ante el alboroto, el señor y la señora Ráceme se animaron y, olvidándose de correr las cortinas del dormitorio, permitieron que Lockhart observara a sus anchas su perversión particular. En primer lugar, asistió con interés al espectáculo de ver al señor Ráceme atando a su esposa a la cama para proceder luego a azotarla con suavidad con una vara, y luego vio la repetición de la jugada con intercambio de papeles. Después de eso, Lockhart se fue a su casa, añadió estos detalles a su expediente y, para acabar de redondear la noche, se metió en el garaje y prometió a sus vecinos los Wilson una muerte inminente con tal éxito que las luces de la casa volvieron a quedarse encendidas toda la noche. Mientras se acostaba junto a Jessica, su ángel resplandeciente, pensó que, al fin y al cabo, había sido un día de lo más provechoso y pródigo en información y que, si conseguía mantener la campaña con el mismo ímpetu, los carteles de «En venta» no tardarían en aparecer en Sandicott Crescent. Y, con estos pensamientos, se acurrucó junto a Jessica y se quedaron enlazados en aquella casta cópula que caracterizaba su matrimonio.