9

En la soledad de su dormitorio en el primer piso, la señora Flawse estaba fuera de sí. Por segunda vez en su vida, la había engañado un marido, y la ocasión pedía a gritos lloros y rechinar de dientes. Sin embargo, siendo una mujer metódica y conociendo el precio de una dentadura nueva, la señora Flawse prefirió poner la dentadura en un vaso de agua y hacer rechinar las encías. No lloró. De haberlo hecho habría proporcionado a su marido una gran satisfacción y la señora Flawse estaba decidida a hacerle pagar por sus pecados. Así pues, se sentó desdentada como estaba y trató de planear su venganza. Sabía que la venganza dependía de Lockhart. A través del testamento, el señor Flawse había conseguido encadenarla a la mansión de por vida pero también había encadenado a su nieto a la tarea de encontrar a su padre. Sólo entonces podría desposeerla de su herencia. Así que cuando Lockhart fracasara en su búsqueda y el viejo se muriese, podría realizar cuantas mejoras quisiera. Mejor aún, las rentas de sus bienes serían suyas y podría disponer de ellas a su antojo. Podría ir ahorrando año tras año y juntarlo con su dinero y, un día, tendría ahorrado lo suficiente para marcharse y no volver jamás. Pero eso sólo ocurriría si Lockhart no encontraba a su padre. Si negaba a Lockhart los medios para emprender la búsqueda —y aquí los pensamientos de la señora Flawse nadaban ya en dinero— estaría a salvo. Ya se encargaría ella de que Lockhart no contara con esos medios.

La señora Flawse fue a buscar el estuche de papel de cartas, cogió pluma y papel y escribió una misiva breve y concisa al señor Treyer dándole instrucciones concretas para que despidiera a Lockhart de Sandicott & Asociado sin previo aviso. Después de cerrar el sobre, pensó en dárselo a Jessica para que se encargara de echarlo al correo, o, para mayor ironía, a Lockhart pidiéndole que lo entregara en mano. La señora Flawse esbozó una sonrisa desdentada y se entregó de nuevo a sus cavilaciones de venganza. Al caer la tarde, estaba de un humor mucho más risueño. El viejo había estipulado en su testamento que no podrían realizarse mejoras en la casa. Pues bien, tenía la intención de seguir sus instrucciones al pie de la letra. No habría mejoras y, durante lo que le quedaba de aquella vida tan antinatural, el viejo tendría todo lo contrario: las ventanas estarían siempre abiertas, las puertas nunca cerrarían bien, la comida estaría fría y las camas húmedas y empapadas hasta que, con su ayuda, los achaques de la edad aceleraran su muerte. Además, el viejo había brindado a la salud de la Muerte. Muy oportuno. La muerte le llegaría mucho antes de lo que creía. Sí, eso era, detener a Lockhart a toda costa y acelerar la muerte de su marido. Con ello estaría en situación de impugnar el testamento y quién sabe si incluso de sobornar al señor Bullstrode para que modificara alguna de sus cláusulas. Primero tendría que hacer sus indagaciones, pero entretanto se tomaría las cosas con buen humor.

La lectura del testamento no había alterado únicamente a la señora Flawse, Lockhart también estaba inquieto. Sentado junto a Jessica en la colina Flawse, no compartía la visión romántica de su ilegitimidad.

—Yo no sabía que eso quería decir que no tenía padre —se lamentó—. Creía que era otro apodo. Llama bastardo a todo el mundo.

—Pero ¿no te das cuentas de lo emocionante que es todo esto? —dijo Jessica—. Es como jugar a la cacería con pedacitos de papel o a la Caza del Padre. Y, cuando lo encuentres, heredarás todos sus bienes y podremos venirnos a vivir aquí.

—No será nada fácil encontrar a un padre que, de admitir su paternidad, tendrá que ser azotado hasta quedar a dos dedos de la muerte —le recordó Lockhart, con un sentido más práctico—, y además no sé por dónde empezar.

—Bueno, por lo menos sabes cuándo naciste… De modo que lo único que tienes que hacer es descubrir de quién estaba enamorada tu madre.

—¿Y cómo quieres que averigüe cuándo nací?

—Consultando tu partida de nacimiento, bobo —le explicó Jessica.

—Si no tengo —dijo Lockhart—. El abuelo no quiso que constara en el registro. Y eso es un verdadero inconveniente, porque el señor Treyer no pudo pagarme la Seguridad Social ni nada. Esa es una de las razones por las que no quería que fuera al trabajo. Me dijo que, a efectos prácticos, no existía y que ojalá no existiera tampoco a efectos no prácticos. No puedo votar, ni formar parte de ningún jurado y tampoco tengo pasaporte.

—Oh, cariño, algo se tiene que poder hacer —dijo Jessica—. Lo que quiero decir es que, una vez hayas encontrado a tu padre, tendrás tu partida de nacimiento. ¿Por qué no hablas con el señor Bullstrode? Parece un caballero muy dulce.

—Sólo lo parece —dijo Lockhart con tristeza.

Cuando el sol se puso tras las colinas encendidas, regresaron a casa andando cogidos de la mano y encontraron al señor Bullstrode ocupado en examinar la parte delantera del Range-Rover con ojo legal.

—Tiene todo el aspecto de haber colisionado con algo —dijo.

—Sí —dijo Jessica—. Es que chocamos con un cochecito.

—¿De veras? —se sorprendió el señor Bullstrode—. Así que con un cochecito… Supongo que fuisteis a la policía a dar parte del accidente.

Lockhart negó con la cabeza.

—No me tomé la molestia.

—¿Cómo? —se enojó el señor Bullstrode, adoptando un tono aún más legal—. De modo que chocaste con un coche y seguiste como si tal cosa. ¿Y el propietario del otro vehículo no tenía nada que decir al respecto?

—No me quedé para averiguarlo —dijo Lockhart.

—Y entonces fue cuando la policía empezó a perseguirnos —le contó Jessica—. Pero Lockhart fue listísimo y les despistó. Como siguió a campo traviesa derribando cercas la policía tuvo que abandonar la persecución.

—¿Cercas? —dijo el señor Bullstrode—. ¿Estáis tratando de decirme que, después de veros envueltos en un accidente, por el que ni siquiera os detuvisteis a dar parte, la policía salió en vuestra persecución y todavía incurristeis en un delito más grave derribando cercas con este vehículo tan notable y conduciendo a campo traviesa por tierras que, a juzgar por el aspecto de los neumáticos, estaban a todas luces cultivadas y, por consiguiente, causando daños a una propiedad privada y corriendo el riesgo de veros involucrados en una demanda por allanamiento?

—Sí —dijo Lockhart—, supongo que vendría a ser algo así.

—¡Dios santo! —exclamó el señor Bullstrode, rascándose la calva—. ¿Y no se os ocurrió que la policía tomaría nota del número de matrícula y acabaría por localizaros?

—Ya, pero es que no llevábamos la matrícula auténtica —repuso Lockhart, y le explicó las razones por las que la había cambiado.

Cuando Lockhart hubo terminado, el señor Bullstrode había perdido toda capacidad de discernimiento legal.

—No sé si añadir una nueva cláusula al testamento de tu abuelo con una descripción detallada de tus actos como criminal consumado y hombre fuera de la ley, pero con todo debo decir que… —Pero se calló porque se sentía incapaz de expresar con palabras lo que sentía.

—¿Qué? —quiso saber Lockhart.

El señor Bullstrode echó mano de su sentido común.

—Yo os aconsejaría que dejarais el vehículo aquí —logró decir finalmente— y que regresarais a casa en tren.

—¿Y qué me dice de la búsqueda de mi padre? —le preguntó—. ¿Cuál es su opinión al respecto?

—Cuando tu madre murió y naciste tú, no me avisaron hasta pasados unos meses —dijo el señor Bullstrode—. El único consejo que puedo darte es que hables con el doctor Magrew. No creo que la preocupación que mostró por el estado de salud de tu pobre madre en el momento de su defunción respondiera a otro interés que el meramente profesional, pero es posible que pueda ayudarte en lo que se refiere a la fecha de tu nacimiento.

Sin embargo, poco les pudo decir el doctor Magrew cuando lo encontraron en su despacho, calentándose los pies en la chimenea.

—Tal como yo lo recuerdo —le dijo—, fuiste, por decirlo con suavidad, un bebé prematuro, que se caracterizaba fundamentalmente por el hecho de parecer haber nacido con el sarampión. Un diagnóstico totalmente equivocado, tengo que admitirlo, pero comprensible desde el momento en que rara vez he tenido ocasión de asistir al parto de un bebé en un ortigal. De todos modos, fuiste un bebé sin lugar a dudas prematuro, y por consiguiente me atrevería a fechar tu concepción no antes de febrero de 1956 ni después de marzo. Por lo tanto, hay razones para concluir que tu padre debía de encontrarse en las proximidades de estas tierras y de tu madre durante esos dos meses. Me alegra poder afirmar que no reúno las condiciones necesarias para erigirme en candidato a tu paternidad, puesto que tuve la fortuna de encontrarme fuera del país durante esas fechas.

—Pero ¿no se parecía a nadie en especial al nacer? —preguntó Jessica.

—Mi querida jovencita —dijo el doctor Magrew—, una criatura prematura que sale de la matriz en un ortigal, como consecuencia de una caída del caballo de su madre, no puede parecerse a nada en la faz de la tierra. No me atrevería a difamar a nadie afirmando que, en el momento de su nacimiento, Lockhart se le parecía. A un orangután quizá, pero a un orangután feo. No, mucho me temo que vuestras investigaciones tendrán que abandonar el camino del posible parecido familiar.

—¿Y qué me dice de mi madre? —preguntó Lockhart—. Tenía que tener amigos que quizá puedan ayudarme.

El doctor Magrew asintió con la cabeza.

—Tu presencia hoy aquí podría interpretarse como una prueba concluyente de la primera proposición —le dijo—. Desgraciadamente, el testamento de tu abuelo parece indicar, no obstante, que la segunda es sumamente improbable.

—¿Podría decirnos como era la madre de Lockhart? —preguntó Jessica.

El doctor Magrew adoptó una expresión grave.

—Digamos que era una jovencita alocada, con cierta tendencia al apresuramiento en el salto de obstáculos —le explicó—. Sí, y toda una belleza en sus tiempos también.

Pero eso fue todo lo que le pudieron sacar. A la mañana siguiente se marcharon de Flawse Hall —con la carta de la señora Flawse para el señor Treyer—, aprovechando que el señor Bullstrode se había quedado allí a pasar la noche y se ofreció a llevarles.

—Querida —dijo el viejo señor Flawse, dándole unas palmaditas en la mano a Jessica mucho más libidinosas de lo que requería su relación—, te has casado con un mentecato, pero sé que vas a hacer un hombre de él. Ven a verme antes de que muera. ¡Me gustan las mujeres valientes!

Jessica subió al coche con lágrimas en los ojos.

—Debe de pensar que soy una sentimental insoportable —dijo.

—Pues claro que lo eres, bonita —dijo el viejo—, y eso es precisamente lo que admiro de ti. El sentimentalismo esconde siempre pedernal. Lo debes de haber heredado de tu padre, porque tu madre es todo pedernal por fuera, pero blanda como una babosa por dentro.

Y con estas palabras de despedida se marcharon de la casa. La señora Flawse, en un segundo plano, añadía las babosas al menú de su venganza.

Dos días después Lockhart se presentó por última vez en Sandicott & Asociado y entregó al señor Treyer el sobre que contenía las instrucciones de la señora Flawse. Al cabo de media hora salía del despacho mientras el señor Treyer, a sus espaldas, daba las gracias a todos los dioses habidos y por haber en las inmediaciones de Wheedle Street —especialmente a Jano— por haberle ayudado a despedir, echar, despachar y, en pocas palabras, mandar a hacer las maletas a aquel peligro atroz para la compañía Sandicott & Asociado que desfilaba por la vida bajo el nombre de Lockhart Flawse. La carta de su suegra se expresaba en unos términos muy parecidos a los del testamento del viejo y, por primera vez, el señor Treyer no tuvo la necesidad de andarse por las ramas. Lockhart se marchó de la oficina con las palabras del señor Treyer zumbándole todavía en la cabeza y regresó a su casa para explicar a Jessica aquel giro inesperado que habían tomado los acontecimientos.

—No me explico cómo mami ha sido capaz de hacer una cosa tan horrible —dijo, pero Lockhart tampoco se lo explicaba.

—A lo mejor no le gusto —se le ocurrió.

—¡Pues claro que le gustas, tesoro! Si no le gustaras, no habría permitido que te casaras conmigo.

—No sé, si hubieras visto lo que escribió sobre mí en esa carta no estarías tan segura —dijo Lockhart.

Pero Jessica conocía a su madre como la palma de su mano.

—Lo que creo yo es que es una vieja desalmada y que estará enfadada por culpa del testamento. Eso es lo que creo. ¿Y qué vas a hacer ahora?

—Buscarme otro trabajo, supongo —dijo Lockhart, pero suponer fue más fácil que encontrar.

La Oficina de Empleo de East Pursley estaba abarrotada de solicitudes de ex corredores de bolsa, y la negativa del señor Treyer a certificar por escrito que Lockhart había trabajado para Sandicott, unida a su carencia de documento de identidad de ninguna clase, hacían de la situación de Lockhart un caso desesperado. En la oficina de la Seguridad Social le ocurrió lo mismo. Su inexistencia, en el sentido burocrático del término, quedó de manifiesto cuando admitió que nunca había cotizado.

—Por lo que a nosotros se refiere, estadísticamente hablando no existe usted —le soltó el empleado.

—Pero existo —insistió Lockhart—. Estoy aquí. Usted mismo me ve. Si quiere, le permito que me toque.

Pero el empleado no lo hizo.

—Escúcheme —le dijo, con toda la educación de que es capaz un funcionario que trata con el público—, acaba de reconocer que no está usted inscrito en el censo electoral, que tampoco consta empadronado en ningún sitio, que no tiene pasaporte, ni puede presentar una partida de nacimiento, que nunca ha tenido un trabajo… Sí, ya sé lo que va usted a decirme, que tengo aquí una carta de un tal señor Treyer en la que afirma categóricamente que no ha trabajado usted nunca en Sandicott & Asociado, que no ha cotizado ni un solo penique a la Seguridad Social y que no tiene ni siquiera cartilla. Así pues, ¿quiere usted seguir su vida inexistente o prefiere que llame a la policía?

Lockhart le dijo que no deseaba que llamase a la policía.

—Muy bien —prosiguió el empleado—, pues entonces permítame tramitar otras solicitudes de ciudadanos que tienen mucho más derecho que usted a beneficiarse de nuestra asistencia y Seguridad Social.

Lockhart le dejó con un licenciado en Ética que llevaba meses exigiendo que se le tratara mejor que a un jubilado, pero que al mismo tiempo se negaba a aceptar cualquier trabajo que no estuviera en consonancia con sus capacidades.

Lockhart llegó a su casa totalmente abatido.

—Es inútil —dijo—. Nadie quiere darme trabajo de ninguna clase y tampoco puedo acogerme a la Seguridad Social porque no les da la gana de reconocer que existo.

—¡Oh, pobrecito mío! —se lamentó Jessica—. Si por lo menos pudiéramos vender todas las casas que me dejó papá, podríamos invertir el dinero y vivir de las rentas.

—Ya, pero no podemos. Ya oíste lo que dijo aquel agente inmobiliario. Están alquiladas, sin muebles y con contratos indefinidos, y ni siquiera podemos subirles el alquiler, ¿cómo vamos a poder venderlas?

—Pues yo creo que es una gran injusticia. ¿Y por qué no les pedimos a los inquilinos que se marchen?

—Porque la ley dice que no tienen por qué marcharse.

—¿Y a quién le importa qué dice la ley? —insistió Jessica—. Hay una ley que dice que la gente sin empleo tiene derecho a percibir dinero sin hacer nada, pero cuando se trata de que te lo paguen, no te lo dan, y eso que no te niegas a trabajar. No veo por qué razón tenemos que acatar una ley que nos perjudica, cuando al gobierno no le da la gana de acatar una ley que nos ayudaría.

«Lo que es bueno para el pato, es bueno para la pata», pensó Lockhart y así fue tomando forma una idea que, después de madurar en su mente, iba a convertir las tranquilas aguas de aquel rincón pacífico en un torbellino de desavenencias.

Aquella misma noche, mientras Jessica se devanaba los sesos tratando de encontrar el modo de suplir los ingresos de su marido, Lockhart salió de casa y, caminando con todo el sigilo y cuidado que había aprendido en sus expediciones de caza en Flawse Fell, se coló sin ser visto entre las aulagas de la reserva natural de aves con un par de prismáticos. Si bien es verdad que no había ido precisamente a observar a los pájaros, a medianoche había espiado ya a la mayoría de los inquilinos de las casas y tenía una pequeña idea de sus usos y costumbres.

Lockhart decidió sentarse un rato a escribir unas notas en un bloc. Lo tenía todo cuidadosamente ordenado por orden alfabético y en la P escribió: «Pettigrew, marido y mujer, cincuenta años. A las once sacan a Little Willie, el perro salchicha, y se toman un vaso de leche con cacao. Se acuestan a las once y media». En la G anotó información de los Grabble, que veían la televisión y se metían en la cama a las once menos cuarto. En el número 8, el señor y la señora Ráceme tenían un hábito muy extraño que requería atar al señor Ráceme a la cama a las nueve y cuarto, para volverlo a desatar a las diez. En el número 4, las señoritas Musgrove habían recibido la visita del vicario antes de la cena, luego habían leído el Church Times y hecho calceta. Y, para terminar, el vecino del 10, el coronel Finch Potter, se fumaba un puro después de una cena en solitario, ponía verde al partido laborista a voz en grito a raíz de un programa de televisión y luego daba un paseo a paso ligero con su bulldog antes de retirarse.

Después de tomar nota de todas estas costumbres, Lockhart fue a acostarse. Algo oscuro y tortuoso se estaba cociendo en su mente. No podía determinar exactamente de qué se trataba, pero su instinto de cazador afloraba acompañado de un salvajismo y de una rabia que no sabían de leyes ni de las convenciones sociales de la civilización.

A la mañana siguiente Jessica anunció que se iba a buscar un trabajo.

—Sé escribir a máquina y taquigrafía y hay un montón de empresas que necesitan secretarias. Ahora mismo me voy a una agencia. Hay muchos anuncios para secretarias temporales.

—No me gusta que hagas eso —le dijo Lockhart—. Es el hombre el que debe mantener a la mujer, no al revés.

—¡Pero si no te voy a mantener a ti! Lo hago por los dos, y además puede que hasta te encuentre un empleo. A todo el mundo que me dé trabajo le diré que eres listísimo.

Y, a pesar de la oposición de Lockhart, Jessica cogió el autobús. Como se había quedado solo, Lockhart se pasó el día entero dando vueltas por la casa con expresión taciturna inmerso en sus cavilaciones y metiendo las narices en todos los rincones que no conocía. Una de estas expediciones le llevó al desván, y en un viejo baúl de hojalata descubrió documentos del difunto señor Sandicott. Entre ellos, encontró planos del interior de todas las casas de Crescent, con los trazados de cañerías, alcantarillado y cables eléctricos. Lockhart se los llevó a la planta baja y los estudió con sumo detenimiento. Le parecieron de gran ayuda, y cuando Jessica volvió con la noticia de que, al día siguiente, empezaba a trabajar en una fábrica de cemento porque una de las mecanógrafas fijas estaba en la cama con gripe, Lockhart se conocía ya al dedillo todas las comodidades modernas de las que tanto se vanagloriaban los habitantes de Sandicott Crescent. Lockhart recibió la noticia de Jessica sin demasiado entusiasmo.

—Si alguien intenta algo raro —le advirtió Lockhart, al recordar la conducta del señor Treyer con las mecanógrafas eventuales—, quiero que me lo digas. Mataré a quien sea.

—¡Oh, Lockhart, cariño, eres tan caballeroso! —exclamó Jessica con orgullo—. ¿Qué te parece si esta noche nos besamos y nos abrazamos un poquito?

Pero Lockhart tenía otros planes para aquella noche y Jessica tuvo que irse sola a la cama. Una vez fuera de la casa, Lockhart se arrastró entre la maleza de la reserva natural de aves hasta llegar al jardín de los Ráceme, saltó la cerca y se acomodó en un cerezo desde el que se divisaba el dormitorio de la pareja. Se le había ocurrido que aquella costumbre tan peculiar que tenía el señor Ráceme de permitir que su esposa lo tuviera atado a la cama de matrimonio durante tres cuartos de hora, podía ser una fuente de información útil para el futuro. Pero aquella noche se llevó un buen chasco: el señor y la señora Ráceme cenaron y vieron la televisión antes de acostarse temprano y de pasar una noche sin ataduras. Cuando apagaron las luces a las once, Lockhart bajó del cerezo y ya volvía sobre sus pasos para saltar la cerca cuando los del número 6, los Pettigrew, sacaron a Little Willie mientras preparaban su acostumbrado Ovaltine. Atraído por el chasquido de los pasos de Lockhart al pasar entre la aulaga, el perro salchicha salió disparado aullando por el jardín y se detuvo a ladrar en la oscuridad. Lockhart se alejó de él, pero el perro siguió con su serenata hasta que el señor Pettigrew se acercó a averiguar qué estaba ocurriendo.

—¡Willie, deja ya de armar alboroto! —le ordenó—. Buen perro. Ahí no hay nada.

Sin embargo, Willie no era tan tonto y, animado por la presencia de su amo, arrancó a correr varias veces en dirección a Lockhart. Al final, el señor Pettigrew lo cogió en brazos y lo llevó hasta su casa, dejando a Lockhart con el convencimiento de que habría que hacer algo con Willie lo antes posible. Los perros ladradores suponían un riesgo que no le convenía.

Lockhart siguió hasta el jardín trasero de las señoritas Musgrove —las luces se habían apagado puntualmente a las diez—, y de allí pasó al de los Grabble, que tenían las luces de la planta baja todavía encendidas y las cortinas del salón un poco descorridas. Lockhart se apostó junto al invernadero, enfocó con los prismáticos el hueco que dejaban las cortinas entreabiertas y se quedó sorprendidísimo al ver a la señora Grabble, en el sofá, en brazos de un hombre que no tenía nada que ver con el señor Grabble que conocía. Mientras la pareja se retorcía en estado de éxtasis, los prismáticos de Lockhart descubrieron la cara encendida del señor Simplón, que vivía en el número 5. ¿La señora Grabble y el señor Simplón? Pero entonces, ¿dónde estaba el señor Grabble? ¿Qué estaría haciendo la señora Simplón? Lockhart se alejó del invernadero, cruzó la calle hasta el campo de golf, pasó por delante de los Rickenshaw, en el número 1, y de los Ogilvie, en el número 3, hasta llegar a la mansión de imitación de estilo georgiano de los Simplón, que vivían en el número 5. Lockhart vio luz en el piso de arriba, y como las cortinas estaban corridas, los Simplón no tenían perro y el jardín estaba lleno de arbustos, Lockhart se aventuró hasta un arriate de flores y se detuvo bajo la ventana. Se estuvo muy quieto, tan quieto como se había quedado aquella otra vez en la colina Flawse cuando un conejo advirtió su presencia, y seguía igual de quieto aún, cuando unos faros iluminaron la fachada de la casa, ya muy entrada la noche, y el señor Simplón aparcó su coche en el garaje. Las luces de la casa se encendieron y, al cabo de un momento, un rumor de voces le llegó del dormitorio: la voz recriminadora de la señora Simplón y la conciliadora del señor Simplón.

—No me digas que hoy te has quedado en la oficina trabajando hasta tarde, ¡cuéntaselo a tu abuela! —soltó la señora Simplón—. Eso es lo que me cuentas todos los días. Pues bien, esta tarde he llamado un par de veces al despacho y no había nadie.

—Es que he salido con Jerry Blond, el arquitecto —dijo el señor Simplón—. Quería presentarme a un cliente de Chipre que está pensando en construir un hotel. Si no me crees, llama a Blond y verás como confirma lo que te digo.

Pero la señora Simplón rechazó la propuesta con desprecio.

—No voy a proclamar a los cuatro vientos que tengo mis propias ideas sobre tus pasatiempos —le dijo—. Tengo más orgullo que eso.

Abajo, entre los arbustos, Lockhart admiró su orgullo, y su disgusto despertó su inspiración. Si la señora Simplón no tenía ni la más mínima intención de proclamar a los cuatro vientos el pasatiempo que, con razón, creía mantenía ocupado al señor Simplón, es decir, la señora Grabble, quizá Lockhart podría hacerlo en su lugar y sacarle algún provecho. Pero ¿dónde estaba el señor Grabble? Lockhart decidió vigilar los movimientos de aquel caballero más de cerca antes de pasar a la acción. Era evidente que el señor Grabble no iba a dormir a su casa todas las noches. Tendría que averiguar qué hacía. Entretanto, como no iba a conseguir nada más de los Simplón, les dejó con su pelea y se dirigió de nuevo al campo de golf. Después de pasar por delante de la casa de los Lowry, que vivían en el número 7, y del señor O’Brain, el ginecólogo, que ocupaba el edificio estilo Bauhaus del número 9 y que ya se había acostado, se encontró al final del jardín de los Wilson, que vivían en el número 11. En el vestíbulo de la planta baja, las ventanas estaban abiertas y las luces encendidas, si bien la iluminación era tenue. Lockhart se puso en cuclillas en la hoya de arena del hoyo diecisiete y cogió los prismáticos. Había tres personas en la habitación, sentadas alrededor de una mesita redonda, con las manos encima del tablero y los dedos tocándose, y mientras les estaba observando, la mesa se movió. Lockhart los miró con los ojos como platos y, puesto que tenía el oído muy fino, oyó unos golpecitos. Los Wilson y su amigo estaban entregados a un extraño ritual. Cada dos por tres, la señora Wilson planteaba una pregunta y la mesa empezaba a tambalearse y se oían golpes. De modo que los Wilson eran supersticiosos…

Lockhart se alejó sin hacer ruido y añadió el fruto de su ronda nocturna al bloc de notas. Cuando fue a acostarse, Jessica dormía profundamente.

Así pues, durante las dos semanas que siguieron, Lockhart se pasó todas las noches patrullando por la reserva natural de aves y por el campo de golf y acumuló montones de informes sobre costumbres, manías, debilidades e indiscreciones de todos los habitantes de Crescent. Durante el día daba vueltas por la casa y pasaba muchas horas en el taller de su difunto suegro atareado con cables, transistores y un Manual para la fabricación de radios para aficionados.

—No sé qué debes de hacer todo el día, cielito —le dijo Jessica, que acababa de dejar la fábrica de cemento para entrar a trabajar en un bufete de abogados especializados en casos de difamación.

—Estoy asegurando nuestro futuro —dijo Lockhart.

—¿Con unos altavoces? ¿Qué tienen que ver los altavoces con nuestro futuro?

—Más de lo que crees.

—Y esa especie de transmisor, ¿también forma parte de nuestro futuro?

—De nuestro futuro y del de nuestros vecinos los Wilson —especificó Lockhart—. ¿Sabes dónde tenía guardadas tu madre las llaves de las casas?

—¿Te refieres a las casas que me dejó papá?

Lockhart asintió con la cabeza y Jessica empezó a revolver un cajón de la cocina.

—Aquí están —dijo, pero luego vaciló—. No estarás pensando en ir a robar, ¿no?

—Por supuesto que no —dijo Lockhart, con firmeza—. Si algo tengo la intención de hacer es aumentar sus posesiones.

—Ah, bueno, entonces me parece bien —dijo Jessica, tendiéndole el manojo de llaves—. No me gustaría pensar que andas envuelto en algo ilegal. Trabajando en Gibling y Gibling me he dado cuenta de lo fácil que es meterse en líos espantosos. ¿Sabías que si escribes un libro y dices de alguien cosas sucias te puede caer una demanda de miles de libras? Se llama libelo.

—Pues entonces me encantaría que alguien escribiera cosas sucias de nosotros —dijo Lockhart—. Si quiero encontrar a mi padre de una vez, vamos a necesitar miles de libras.

—Es cierto, un libelo nos ayudaría, ¿no te parece? —dijo Jessica con expresión soñadora—. Pero tienes que prometerme que no vas a hacer nada que pueda causarnos problemas, ¿de acuerdo?

Lockhart se lo prometió fervorosamente. Lo que le rondaba por la cabeza iba a causar problemas a otra gente.

Entretanto, habría que esperar. Pasaron tres días hasta que los Wilson decidieron salir por la noche y permitir con ello que Lockhart saltara la cerca de su jardín y abriera la cerradura del número 11. Llevaba una caja bajo el brazo y se pasó una hora en el desván para regresar a continuación a su casa con las manos vacías.

—Jessica, tesoro —le dijo—, quiero que vayas al taller, esperes cinco minutos y luego digas «probando, probando, probando» por este pequeño transmisor. Pero recuerda que antes tienes que pulsar el botón rojo.

Lockhart desapareció para colarse de nuevo sin ser visto en casa de los Wilson, subió al desván y esperó. Al poco rato, tres altavoces ocultos bajo la capa aislante de fibra de vidrio y conectados a un receptor escondido en un rincón reprodujeron, como el eco, la voz espectral de Jessica. El primer altavoz estaba colocado justo encima del dormitorio principal de los Wilson, y había otro en el cuarto de baño y un tercero en la habitación de invitados. Lockhart escuchó y luego bajó y regresó a su casa.

—Ahora acuéstate —le pidió a Jessica—, que yo no tardaré.

Dicho esto, se instaló ante la ventana que daba a la fachada y esperó a que los Wilson regresaran a su casa. Aquella noche se lo habían pasado bien y estaban bastante achispados. Lockhart esperó a que encendieran las luces del dormitorio y del baño, antes de aportar su granito a la fe de la pareja en lo sobrenatural. Tapándose la nariz con los dedos y hablando por el micrófono como si tuviera problemas de vegetaciones, dijo en un susurro:

—Soy una voz de ultratumba. Escuchadme. Habrá una muerte en vuestro hogar y vendréis a reuniros conmigo.

A continuación desconectó el transmisor y desapareció en la noche para comprobar los resultados obtenidos.

Por decirlo de algún modo, los resultados fueron electrizantes. Las luces empezaron a encenderse en todas las habitaciones de la casa de los vecinos y la señora Wilson —acostumbrada a mensajes más agradables en sus sesiones de espiritismo— se puso a chillar como una histérica ante aquella voz que le hablaba desde la ultratumba. Lockhart, mientras tanto, oculto en cuclillas tras una azalea, escuchaba al señor Wilson que trataba de tranquilizar a su mujer, difícil tarea teniendo en cuenta que saltaba a la vista que él también estaba asustado y que no podía negar que había oído que se produciría una muerte en la casa.

—Y no me digas que no lo has oído —decía la señora Wilson entre sollozos—, porque lo has oído tan clarito como yo. ¡Si estabas en el lavabo y mira cómo has puesto el suelo!

El señor Wilson tuvo que reconocer que su puntería le había fallado y que, de acuerdo con la lógica aplastante de la señora Wilson, dejar el suelo hecho una cochinada era una consecuencia del hecho de haberse enterado de que la muerte les rondaba muy cerca.

—¡Ya te advertí que no se podía andar con juegos con esa mesa parlante! —le chilló—. ¡Y ahora mira lo que ha ocurrido!

—¡Eso es, échame las culpas a mí! —gritó la señora Wilson—. ¡Es lo único que sabes hacer! Yo sólo pedí a la señora Saphegie que viniera para ver si era cierto que tenía poderes y podía establecer contacto con nuestros seres queridos.

—Muy bien, pues ahora ya lo sabes —dijo el señor Wilson—. Y esa voz no era de ninguno de mis seres queridos, eso te lo puedo asegurar. No hay nadie en nuestra familia con un problema de vegetaciones tan serio. Porque no vayas a creerte que el hecho de descomponerte en un ataúd te libra de la sinusitis.

—¡Ya estamos otra vez! —dijo la señora Wilson con voz lastimera—. Uno de los dos se va a morir y ya tienes que ponerte a hablar de ataúdes. Y ahora no acapares todo el coñac, que yo también quiero un poco.

—No sabía que bebieras —dijo el señor Wilson.

—Pues ahora bebo —dijo su esposa, y para demostrarlo se metió una buena copa de coñac a palo seco entre pecho y espalda.

Lockhart los dejó tratando de consolarse, diciéndose el uno al otro sin demasiado convencimiento que, por lo menos, aquella terrible profecía demostraba que había vida después de la muerte. Sin embargo, eso no pareció servir de mucho consuelo a la señora Wilson.

Mientras los Wilson estaban ocupados con sus especulaciones acerca de la inminente cuestión de la vida después de la muerte y su existencia, Little Willie, el perro salchicha de los Pettigrew, iba todavía más allá y lo averiguaba. A las once en punto el señor Pettigrew lo sacaba al jardín exactamente en el mismo momento en que Lockhart, oculto en la reserva natural de pájaros, daba un tirón al hilo de nailon de pesca que, pasando bajo la cerca, llegaba hasta el césped. Al otro extremo del hilo, un trozo de hígado comprado aquella misma mañana en la carnicería seguía su camino caprichoso por el césped. Tras él, por una vez con la falta de prudencia de la precipitación, iba Willie en acalorada persecución. No llegó muy lejos. Cuando el hígado pasó por el cepo que Lockhart había puesto al final del césped, Willie se detuvo y, después de un breve forcejeo, abandonó la lucha y la vida. Lockhart lo enterró al pie de un rosal, en su propio jardín, donde haría un bien a las plantas. Tras haber cumplido sus dos primeros propósitos, se acostó de un humor excelente, y más teniendo en cuenta que cuando pasó por delante de la casa de los Wilson a las tres de la madrugada, había aún luz en todas las habitaciones y se oía un lloriqueo de borracho.