La lectura del testamento del viejo señor Flawse, en cambio, no se hizo realidad hasta la mañana siguiente en el vestíbulo de la torre fortificada que su abuelo había restaurado hasta dejarla más elegante de lo que lo era en su origen. Contemporáneo de Sir Walter Scott y lector voraz de sus novelas, el abuelo del señor Flawse había convertido lo que antaño fuera un establo para el ganado en un salón de banquetes con molduras de yeso, blasones ornamentales y alfardas de las que pendían banderolas raídas y totalmente inventadas de media docena de regimientos imaginarios. Los años y las polillas se habían encargado de conferir una suerte de ambigua autenticidad a aquellos estandartes y la herrumbre había hecho algún que otro grabado en arneses y armería que no estaba allí cuando su abuelo había comprado todo el lote. Había armas y armaduras por todas partes. Figuras con yelmo cubrían las paredes y por encima de ellas, intercaladas entre cabezas disecadas de venados, alces, antílopes, osos e incluso un tigre, se distinguían espadas y hachas de guerras ya pasadas.
Fue en medio de tan belicoso escenario, con un gran fuego encendido en la chimenea cuyo humo iba ascendiendo entre banderolas, donde el señor Flawse decidió escuchar la lectura de su testamento. Sentados justo enfrente de él, separados por una mesa de roble inmensa, estaban sus parientes más próximos y presumiblemente más queridos: Lockhart, la señora Flawse, Jessica en estado de coma romántico, el abogado señor Bullstrode, encargado de leer el testamento; también dos granjeros arrendatarios que actuaban como testigos y el doctor Magrew, presente para certificar que el señor Flawse estaba, como él aseguraba, en su sano juicio.
—Esta ceremonia debe llevarse a cabo bajo las condiciones más estrictas, tanto legales como jurídicas —había ordenado el señor Flawse, y así iba a ser. Podría haber añadido también que el difunto y gran Thomas Carlyle aportaría el peso de su autoridad retórica a la apertura de la ceremonia, pues no hay duda de que en el discurso del anciano había pinceladas del Sabio de Ecclefechan. Sus palabras resonaban en las alfardas, y a pesar de que por razones legales el testamento no contenía más que unas pocas comas, el señor Flawse suplió esta deficiencia sazonando su discurso con puntos y comas a discreción.
—Nos encontramos reunidos hoy aquí —anunció, levantándose los faldones de la chaqueta al calor del fuego— para escuchar las últimas voluntades y testamento de Edwin Tyndale Flawse; viudo una vez y por dos veces casado; padre de la difunta y con prejuicios llorada Clarissa Richardson Flawse; abuelo de su descendencia ilegítima, Lockhart Flawse, de padre desconocido, he decidido no por grandeza de corazón sino por ese sentido práctico indiscutiblemente innato y congénito a la familia Flawse como uno de sus rasgos más característicos, adoptarlo como único heredero por línea masculina. Y, dicho esto, olvidemos estas cuestiones ciertamente crudas y que cosas más alegres llenen un canto, si canto se puede llamar a lo que surge de los recuerdos de un ser humano que ya es un anciano y está muy cerca de la muerte.
El señor Flawse hizo una pausa para recobrar el aliento y la señora Flawse se removió inquieta en su silla. El viejo la miró con encendidos ojos de depredador.
—Sí, señora, bien podéis inquietaros; pues la senectud no tardará en hacer mella en vos; el dedo huesudo de la muerte nos hace señas y debemos obedecer; ese olvido oscuro es nuestro destino ineludible. Esa estrella fija en el firmamento de la experiencia del hombre es la mayor de las certezas y, siendo todo lo demás incierto, circunstancial y absurdo, no podemos por menos de colocar nuestro sextante junto a la estrella de la no existencia, de la muerte, para poder medir así cuanto somos y el lugar en que nos hallamos. Y yo, que cuento ya noventa años, la veo ahora resplandecer con más intensidad y con un brillo más misterioso que antaño. Y así avanzamos hacia la tumba por las vías de nuestros pensamientos y actos y de esas muescas en el carácter a las que, por haber nacido con ellas, estamos obligados y nos obligan a su vez pero que, gracias a defectos casi imperceptibles, nos permiten también, sin querer, ejercer esa poca libertad que es el hombre. Sí, el hombre. El animal no sabe de libertad; sólo el hombre; y eso se debe únicamente a la falta de semejanza genética y química. Todo lo demás viene ya determinado por nacimiento. Así pues, el hombre es como una locomotora; todo vapor y fuego y presión que aumenta, pero que tiene que avanzar por unos raíles ya trazados hacia ese destino que a todos nos aguarda. Ante vosotros tenéis un semiesqueleto; todo huesos y cráneo; con pocas fuerzas ya para mantener unidos a la vida estos retazos sueltos. Mas cuando ese pergamino que es mi carne ceda y las fuerzas me abandonen, ¿se despertará acaso mi alma? No lo sé ni lo sabré hasta que la muerte decida responder sí o no. Y sin embargo no me desprecio. Aquí me tenéis, ante vosotros, en este salón, y os encontráis aquí reunidos para oír mi última voluntad. Una palabra extraña en boca de un hombre muerto, su voluntad; cuando las decisiones han de quedar en manos de aquellos a quienes dejamos atrás. Su voluntad; sólo la presunción de un deseo. Pero voy a evitar esa posibilidad exponiendo ante vosotros, aquí y ahora, mis últimas voluntades, y voy a hacerlo en todos los sentidos de la palabra; puesto que he establecido unas condiciones que en breve vais a oír y por las que aceptaréis o rechazaréis la fortuna que os he legado.
El viejo hizo una pausa y escrutó sus caras antes de proseguir.
—¿Os preguntáis por qué os miro? —inquirió—. Para sorprender una chispa de porfía en vuestros ojos. Una sola, con eso basta, una sola chispa que sin embargo ose decir a este esqueleto que se vaya al infierno. Lo cual sería cuando menos irónico para resolver el que sin duda será mi destino. Y, no obstante, no veo esa chispa; la codicia extingue la llama de la vela de vuestro valor. Vos, señora —dijo, señalando con el dedo a la señora Flawse—. Un buitre hambriento en la rama de un upas tiene más paciencia que vos con vuestras posaderas regordetas en ese banco.
El señor Flawse se calló, pero su esposa no dijo nada. La señora Flawse entornaba los ojos con odio.
—¿No hay nada entonces que os azuce a responder? No, pero sé lo que estáis pensando, el tiempo se agota, el metrónomo que marca el compás de los latidos de mi corazón se mueve más despacio y pronto mi treno, acaso un tanto prematuro, dejará de oírse. La sepultura en la que yazgo os procurará satisfacción, y permitidme que me anticipe, señora. Y ahora el bastardo Flawse. ¿No tenéis osadía, señor, o acaso vuestra educación la ha matado?
—¡Vete al infierno! —dijo Lockhart.
El viejo sonrió.
—Mejor, mucho mejor, pero os lo han tenido que apuntar. Os he dicho qué debíais decir y vos me habéis obedecido. Pero todavía os tengo preparada una prueba mejor. —El señor Flawse se volvió, descolgó un hacha de la pared y se la tendió—. Cógela, bastardo —le dijo—. Coge el hacha.
Lockhart se levantó y la cogió.
—Mandaba la tradición de los antiguos hombres del norte decapitar con un hacha a los hombres que estaban ya viejos —explicó el señor Flawse—. Era éste el deber del primogénito. Y no teniendo a nadie más que a vos, un nieto bastardo nacido en una zanja, para asumir la responsabilidad de este acto y…
—¡No! —exclamó Jessica, levantándose de la silla y arrebatando el hacha a Lockhart—. No estoy dispuesta a aceptarlo. No tiene usted ningún derecho a tentarle de este modo.
El viejo prorrumpió en aplausos.
—¡Bravo! Eso ya me gusta más. La bruja tiene más agallas que el sinvergüenza. Sólo una chispilla de valor, pero valor al fin y al cabo. ¡Bienvenido sea! Señor Bullstrode, proceda a la lectura del testamento —concluyó el señor Flawse al tiempo que se sentaba, exhausto por el esfuerzo retórico.
El señor Bullstrode se puso en pie de un modo muy teatral y abrió el testamento.
—Yo, Edwin de Tyndale Flawse, en plenas facultades mentales y con un cuerpo endeble si bien con fuerzas para alimentar mi espíritu, lego por el presente todas mis tierras, bienes muebles y propiedades a mi esposa, Cynthia Flawse, para que disfrute de todo ello, en fideicomiso y usufructo, hasta que la muerte la obligue a abandonar este lugar, lugar que queda delimitado por un radio de kilómetro y medio partiendo de Flawse Hall, y bajo la condición de que no venda, hipoteque, alquile, preste, regale o empeñe ni una sola de las múltiples pertenencias por el presente legadas y donadas, ni mejore, altere, añada ni enmiende las comodidades de dicha propiedad, posesiones, bienes muebles y casa, y se mantenga únicamente de las rentas, en aceptación de cuyo compromiso firma con la presente esta última voluntad como contrato indisoluble que debe respetar en todas sus cláusulas.
El señor Bullstrode dejó a un lado el testamento y miró a la señora Flawse.
—¿Desea usted firmar? —le preguntó.
Sin embargo, la señora Flawse estaba confundida. Al fin y al cabo, el viejo había cumplido su promesa. Le legaba todos sus bienes. Recordaba todavía cuando la había llamado buitre y ahora la agasajaba con aquella muestra de generosidad. La aguja de la brújula de sus intereses ya no señalaba el norte. Necesitaba tiempo para pensar. Se lo negaron.
—Firme, señora —le pidió el señor Flawse—, o el testamento quedará invalidado y será nulo por lo que a usted respecta.
La señora Flawse cogió la pluma y firmó, y los dos granjeros fueron testigos de su firma.
—Prosiga usted, señor Bullstrode —dijo el viejo, casi alegre, y el señor Bullstrode volvió a coger el testamento.
—A mi nieto Lockhart Flawse no lego nada, salvo mi nombre, hasta que presente en persona al sujeto que es su padre natural, debiendo probarse a satisfacción de mi albacea el señor Bullstrode o de sus sucesores que es el padre verdadero, reconocido e indudable del susodicho Lockhart, por lo que firmará una declaración jurada para que, una vez firmada dicha declaración jurada, sea flagelado por el susodicho Lockhart hasta quedar a dos dedos de la muerte. En caso de cumplirse las condiciones arriba indicadas por lo que respecta a la prueba de dicha paternidad, los términos de este testamento concernientes a mi esposa Cynthia Flawse tal como quedan especificados y corroborados por su firma estampada por propia voluntad, quedarán automáticamente rescindidos y anulados y todos mis bienes inmuebles, muebles, tierras y propiedades pasarán in toto a mi nieto Lockhart Flawse para que disponga de ellos como le plazca. A mi criado Donald Rodson Dobb lego el usufructo de mi casa y alimento y bebida para él y sus perros y caballo durante el tiempo que el susodicho criado viva y ellos sobrevivan.
El señor Bullstrode se calló y el viejo señor Flawse se acercó a la mesa y cogió una pluma.
—¿Estoy en mi sano juicio? —preguntó al doctor Magrew.
—Sí —confirmó el doctor—. Doy fe de que está usted en su sano juicio.
—Ya lo han oído —dijo el señor Flawse a los dos granjeros, que se apresuraron a asentir con la cabeza—. Son ustedes testigos de que estoy en mi sano juicio a la firma de este testamento.
De pronto, la señora Flawse soltó un chillido.
—¿Ha dicho usted en su sano juicio? ¡Pero si está como un cencerro! Me ha engañado. Me dice que me lo lega todo y ahora añade una cláusula que dice que debo renunciar a todos mis derechos como heredera si… si… si esa criatura ilegítima encuentra a su padre.
El señor Flawse hizo caso omiso de aquel arranque de cólera y firmó el testamento.
—Cállese, mujer —dijo, entregando la pluma a uno de los granjeros—. Yo ya he cumplido mi promesa y usted va a cumplirla también si no quiere perder hasta el último penique que le he legado.
La señora Flawse miró el hacha que estaba todavía encima de aquella larga mesa, pero acabó por sentarse derrotada. La había embaucado.
—No hay nada que me obligue a permanecer aquí mientras siga usted con vida. Me marcharé mañana mismo a primera hora.
El señor Flawse soltó una carcajada.
—Señora —dijo—, acaba usted de firmar un contrato por el que se compromete a permanecer aquí el resto de su vida a menos que me resarza usted de la pérdida de su presencia con la cantidad de cinco mil libras anuales.
—Yo no he hecho nada parecido —dijo la señora Flawse enfurecida—. Acabo de firmar…
Pero el señor Bullstrode le acababa de pasar el testamento.
—Encontrará la cláusula en la primera página —le indicó.
La señora Flawse le miró boquiabierta sin dar crédito a sus ojos mientras seguía el dedo del abogado que recorría la página.
—¡Pero si esto no lo ha leído! —dijo, viendo bailar las palabras borrosas ante sus ojos—, ¡no lo ha leído! «En caso de que mi esposa abandonara…». ¡Oh, Dios santo! —Y se desplomó de nuevo en la silla. Ahí tenía escrita la cláusula.
—Y ahora que ya está todo firmado, sellado y entregado —dijo el señor Flawse mientras su albacea, el señor Bullstrode, doblaba aquel extraordinario documento y lo guardaba en su maletín—, bebamos a la salud de la Muerte.
—¿De la Muerte? —preguntó Jessica, atontada todavía por el extraño romanticismo de la escena.
El señor Flawse dio unos golpecitos afectuosos a aquella mejilla radiante.
—Sí, a la salud de la Muerte, querida, lo único que tenemos en común —dijo—. ¡Y la gran justiciera! Señor Dodd, ¡la botella de whisky de Northumbria!
El señor Dodd desapareció por una puerta.
—No sabía que destilaran whisky en Northumberland —dijo Jessica, para congraciarse con el viejo—. Yo creía que venía de Escocia.
—Hay muchas cosas que desconoces, chiquilla, y el whisky de Northumbria es una de ellas. En estas tierras solían destilarlo a galones, pero ahora Dodd es el único con vida que sabe hacerlo. ¿Ves estas paredes? Tres metros de espesor. Había un dicho antaño que decía: «Dos para los escoceses y uno para los recaudadores de impuestos». Y hay que ser muy listo para dar con la entrada a la destilería, pero Dodd la conoce muy bien.
Para confirmar esta declaración, Dodd reapareció con una botella de whisky y una bandeja con vasos. Cuando los vasos estuvieron llenos, el señor Flawse se puso en pie y todos los demás le imitaron. Únicamente la señora Flawse permaneció sentada.
—Me niego a brindar a la salud de la Muerte —masculló con tozudez—. Es un brindis desagradable.
—Sí, señora, éste es un mundo desagradable —dijo el señor Flawse—, pero beberá a su salud de todos modos. No tiene otra alternativa.
La señora Flawse se puso en pie vacilante y lo miró con odio.
—¡Por la Gran Certeza! —dijo el señor Flawse, cuya voz resonaba entre todas aquellas banderolas y armaduras.
Más tarde, después de servido el almuerzo en el comedor, Lockhart y Jessica salieron a dar un paseo por la colina Flawse. El sol de la tarde resplandecía sobre la hierba lozana y unas pocas ovejas huyeron asustadas al verlos subir por Flawse Rigg.
—¡Oh, Lockhart, no me habría perdido este día por nada del mundo! —dijo Jessica cuando alcanzaron la cima—. Tu abuelo es un hombre encantador.
No era precisamente el adjetivo que Lockhart habría escogido para describir a su abuelo, y la señora Flawse, pálida en su dormitorio, habría elegido su antónimo. Pero ninguno de los dos dio a conocer su opinión: en el caso de Lockhart, porque Jessica era su ángel bienamado y sus opiniones eran ley, y en el caso de la señora Flawse, porque no tenía a nadie a quien decírselo. Mientras tanto, el señor Bullstrode y el doctor Magrew estaban sentados a la mesa de caoba en compañía del señor Flawse, bebiendo vino de oporto a sorbitos y entregados a aquellas discusiones filosóficas a las que eran tan aficionados por las similitudes de sus respectivas educaciones.
—El brindis a la salud de la Muerte no me ha parecido apropiado —dijo el doctor Magrew—. Va contra la naturaleza de mi juramento hipocrático y, además, beber a la salud de algo que, por su propia naturaleza, no es saludable supone incurrir en una contradicción.
—¿No estará usted confundiendo salud y vida? —intervino el señor Bullstrode—. Y cuando digo vida me refiero al elemento vital. De acuerdo con las leyes de la naturaleza, todo ser vivo tiene que morir. Y eso, señor mío, no creo que lo vaya usted a negar.
—No podría —repuso el doctor Magrew—, es la pura verdad. Por otra parte, me atrevería a cuestionar que un moribundo se pueda calificar de sano. A lo largo de todos mis años de ejercicio como médico generalista, no recuerdo haber estado presente ni una sola vez ante el lecho de muerte de una persona sana.
El señor Flawse golpeó la mesa con el vaso para reclamar la atención de los contertulios y la botella de oporto.
—En mi opinión, estamos pasando por alto el factor de la muerte por causas no naturales —dijo, llenando su vaso de nuevo—. Con toda seguridad, deben conocer el problema de la mosca y la locomotora. Una mosca totalmente sana vuela a treinta kilómetros por hora exactamente en dirección opuesta a una locomotora que va a noventa. Mosca y locomotora colisionan y la mosca muere instantáneamente, pero al morir deja de volar hacia adelante a treinta kilómetros por hora para retroceder a noventa. Ahora bien, señores, si bien es cierto que la mosca se detuvo antes de empezar a retroceder, ¿acaso no es cierto también que, para que lo hiciera, la locomotora tuvo que detenerse, aunque sólo fuera durante la millonésima de segundo que duró la parada de la mosca? Y, para no alejarnos del tema que nos ocupa, ¿no es cierto también que la mosca murió en buen estado de salud?
El señor Bullstrode escanció oporto en su vaso y estudió la cuestión, pero el doctor Magrew fue el primero en defenderse.
—No siendo ingeniero, no puedo discutir sobre la cuestión de si la locomotora se detuvo o no durante una millonésima de segundo, y me veo obligado, por lo tanto, a aceptar su palabra como cierta. Sin embargo, ello implicaría que, durante una millonésima de segundo, la mosca estuvo en un estado de salud deplorable. No hay más que adecuar el tiempo a la esperanza de vida de una mosca para comprobar la veracidad de este argumento. Yo diría que el ciclo vital de una mosca no se prolonga más de un día, creo yo, mientras que el del hombre alcanza los setenta años, exceptuando los aquí presentes. Dicho de otro modo, una mosca puede vivir aproximadamente ochenta y seis mil cuatrocientos segundos de vida consciente, mientras que un ser humano puede contar dos billones ciento siete millones quinientos veinte segundos entre nacimiento y muerte. Dejo en sus manos la tarea de calcular la diferencia, en términos de duración de una vida, entre la millonésima de segundo de una mosca y su equivalente en la vida de un ser humano. Haciendo un cálculo aproximado, creo que el equivalente vendría a ser del orden de cinco minutos y medio. Tiempo, sin lugar a dudas, suficiente para diagnosticar si un paciente está o no sano.
Tras agotar la cuestión de la mosca y el contenido de su vaso, el doctor Magrew se apoyó en el respaldo de su silla con expresión triunfante.
Había llegado la hora de que el señor Bullstrode aplicara los criterios de la ley al problema.
—Voy a tomar como ejemplo la cuestión de la pena de muerte —dijo—. Uno de los motivos de orgullo más importantes de nuestro sistema penal era que no se podía colgar a nadie a menos que estuviera en condiciones de ser colgado. Ahora bien, un hombre que está en condiciones es un hombre sano y, dado que la muerte en la horca es instantánea, todo asesino moría rebosante de salud.
Pero el doctor Magrew no estaba dispuesto a dejarse vencer con tanta facilidad.
—¡Eso no es más que un problema de semántica, señor, de pura semántica! Dice usted que todo asesino que va a la horca se encuentra en condiciones de ser colgado y yo le digo que no hay hombre capaz de asesinar que esté en condiciones de vivir. A todo se le puede dar la vuelta, todo depende del punto de vista de uno.
—Sí, la eterna cuestión —intervino el señor Flawse—. ¿Desde qué punto de vista hay que considerar las cosas? No teniendo terreno más firme que el que me otorga mi propia experiencia, que se ha limitado fundamentalmente a los perros y a sus hábitos, yo diría que deberíamos empezar la escala evolutiva unos eslabones antes de los primates. Según la creencia general, los perros se comen a los perros. El hombre que lo dijo por primera vez no conocía a los perros. Los perros no se comen a los perros. Los perros van en manada y las manadas, sean de los animales que sean, no son caníbales. Abatir una presa depende de todos y cada uno de sus miembros, y el hecho de ser dependientes trae consigo la moral del ser social, una moral absolutamente instintiva, pero moral al fin y al cabo. En cambio, el hombre carece de moral, tanto natural como instintiva. La historia lo demuestra y la historia de la religión no hace más que confirmarlo. Si el hombre tuviera algún tipo de moral natural no necesitaríamos religiones… ni siquiera leyes. Y en cambio, sin moral, el hombre no habría sobrevivido. Y ahí tenemos el otro eterno problema, señores: la ciencia destruyó toda creencia en Dios, creencia de la que la moral dependía por ser su fuente, y al mismo tiempo proporcionó al hombre los medios para su autodestrucción. En otras palabras, carecemos del sentido de la moral que nos salvó de la extinción en el pasado y poseemos los medios para extinguirnos en el futuro. Un futuro de lo más lúgubre, señores, que tengo la esperanza de no tener que vivir.
—¿Y qué consejo daría a la generación futura, señor? —preguntó el señor Bullstrode.
—El mismo que Cromwell dio a sus partidarios puritanos —dijo el señor Flawse—: que tengan fe en Dios y que procuren que la pólvora esté siempre seca.
—Lo cual presupone que Dios existe —dijo el doctor Magrew.
—Lo cual no presupone nada parecido —objetó el señor Flawse—. La fe es una cosa y el conocimiento otra muy distinta. Si no, sería demasiado sencillo.
—Eso es recurrir a la tradición, señor —dijo el señor Bullstrode, con aprobación—. Como abogado, encuentro su actitud encomiable.
—Eso es recurrir a mi familia —le corrigió el señor Flawse—. La herencia de rasgos característicos es un hecho natural. Ya lo dijo Sócrates: «Conócete a ti mismo». Yo iría un poco más allá y añadiría que, para conocerse a uno mismo, en primer lugar hay que saber quiénes son nuestros antepasados. Esta es la clave de las instrucciones que acabo de dar al bastardo. Dejad que descubra quién es su padre, luego a su abuelo y hasta su bisabuelo, y entonces se encontrará a sí mismo.
—¿Y cuando se haya encontrado a si mismo? —preguntó el señor Bullstrode.
—Podrá ser él mismo —dijo el señor Flawse, y se quedó dormido inmediatamente.