Entretanto, Lockhart y Jessica estaban mal: la menstruación. La maldición, como Jessica había aprendido a llamarla por educación, malograba aquel débil vínculo físico que los unía. Lockhart se negaba una y otra vez a imponer su indigna persona a aquel ángel sangrante, y cuando no sangraba, el ángel se negaba a su vez a insistir en sus derechos como esposa a sufrir tal imposición. Sin embargo, a pesar de vivir en un estado de estancamiento sexual, su amor crecía día a día en el terreno fértil de su frustración. En pocas palabras: se adoraban mutuamente y odiaban el mundo que les rodeaba. Lockhart ya no pasaba sus días en Sandicott & Asociado de Wheedle Street. El señor Treyer, obligado a decidir si cumplía su amenaza de dimitir si Lockhart no se marchaba de la empresa —decisión a la que le había forzado el señor Dodd al no entregar su carta a la señora Flawse—, había optado finalmente por una táctica mucho más sutil: pagar a Lockhart su sueldo completo más una gratificación si accedía a mantenerse alejado de la oficina antes de que arruinara el negocio matando a un inspector de Hacienda o haciéndole perder todos los clientes. Lockhart aceptó el arreglo sin grandes pesares. Lo que había visto a través del señor Treyer, de los inspectores de Hacienda, de las contradicciones entre impuestos sobre la renta e ingresos y todos los trapicheos y astucias, tanto de los recaudadores como de los defraudadores, no hacía más que confirmar su opinión: el mundo moderno era un lugar sórdido y corrupto. Educado por su abuelo para creer lo que le decían y decir lo que creía, el paso a un mundo en el que lo contrario era ley había supuesto un cambio traumático.
Abandonado a su suerte con el sueldo completo en el bolsillo, Lockhart decidió quedarse en casa y aprender a conducir.
—Me ayudará a matar el tiempo —le dijo a Jessica, y enseguida hizo cuanto pudo para matar a dos profesores de la autoescuela y a otros tantos usuarios de la calzada. Más acostumbrado a los caballos y a las calesas que a los acelerones y paradas repentinas de los vehículos a motor, la técnica de conducción de Lockhart consistía en pisar el acelerador a fondo antes de soltar el embrague, y en pisar el pedal del freno a fondo antes de estrellarse contra cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Ante la continua repetición de esta secuencia, todos los profesores sin excepción quedaban mudos y sin gota de sangre en el cuerpo, y por lo tanto no estaban nunca en situación de comunicar a su pupilo un modo de proceder alternativo. Después de dejar para chatarra la parte delantera de tres coches de la autoescuela, la parte trasera de dos coches aparcados, y de cargarse una farola, a Lockhart empezó a resultarle difícil encontrar a alguien dispuesto a enseñarle.
—No lo entiendo —le dijo a Jessica—. En cuanto te montas en la silla, el caballo sale disparado. Además, no te pasas el rato chocando con las cosas. Los caballos tienen más sentido común.
—Si escucharas lo que te dicen los profesores de la autoescuela, a lo mejor progresarías, cariño. Bueno, ellos deben de saber lo que hay que hacer.
—Según el último profesor que tuve —dijo Lockhart—, lo que debería hacer es ir a que me examinen la azotea. Y eso que a mí no me pasaba nada y en cambio él era el de la fractura de cráneo.
—Ya lo sé, cielito, pero es que chocaste contra una farola. Y eso lo sabes perfectamente.
—No, señor, de eso no sé nada —respondió Lockhart, indignado—. Fue el coche el que chocó contra la farola. Yo lo único que hice fue soltar el pedal del embrague, y no tengo la culpa de que el coche saliera disparado a la carretera como un gato escaldado.
Finalmente, después de pagar un plus de peligrosidad a uno de los profesores de la autoescuela y de permitirle que se sentara en el asiento trasero, con casco y un par de cinturones de segundad, Lockhart empezó a aprender a conducir. La insistencia del profesor en que Lockhart utilizara su propio vehículo hizo que se comprara un Land-Rover. El profesor se encargó de instalarle un regulador automático de velocidad y, juntos, se fueron a hacer prácticas a un aeródromo abandonado, donde los obstáculos eran pocos y no había coches. A pesar de lo despejado del paisaje, Lockhart se las compuso para agujerear los hangares por diez sitios distintos y traspasar en línea recta las paredes acanaladas a una velocidad de sesenta kilómetros por hora, cosa que el Land-Rover soportó muy bien, demostrando con ello que era todo un coche.
Sin embargo, el profesor no lo soportó tan bien. De hecho, lo soportó sumamente mal, y para convencerlo de que volviera a instalarse en el asiento trasero del coche Lockhart tuvo que ofrecerle más dinero aún y media botella de whisky escocés. Al cabo de seis semanas Lockhart parecía haber superado ese deseo irreprimible de embestir los obstáculos en lugar de esquivarlos, y después de circular por carreteras secundarias, empezó a practicar por las generales. Fue entonces cuando el profesor declaró que ya estaba preparado para presentarse al examen. Sin embargo, el examinador, que no compartía esta opinión, pidió que le dejaran bajar del coche en pleno examen. Con todo, al tercer intento Lockhart consiguió sacarse el permiso de conducir, en buena parte porque el examinador no se sentía con fuerzas para afrontar la perspectiva de tener que sentarse a su lado por cuarta vez. Por entonces, el Land-Rover ya padecía una cierta fatiga técnica, y para celebrar la ocasión Lockhart decidió dar lo que quedaba de él como pago inicial para un Range-Rover, capaz de alcanzar los ciento cincuenta kilómetros por hora por carretera y los noventa a campo traviesa. Para su satisfacción y para histeria del presidente del club de golf, Lockhart quiso comprobar este último extremo conduciendo el automóvil a toda velocidad, y arrasó los dieciocho hoyos del club de Pursley antes de atravesar el seto que cerraba Sandicott Crescent y aparcar en el garaje.
—Tiene tracción en las cuatro ruedas y cruza los arenales como si tal cosa —le dijo a Jessica—. Y por la hierba se conduce de fábula. Cuando vayamos a Northumberland podremos ir por los páramos.
Lockhart tuvo que ir al concesionario a pagar el Range-Rover, mientras Jessica se encargaba de hacer frente al presidente del club, que se había vuelto medio loco y quería saber qué demonios pretendía su marido conduciendo aquella especie de camionazo por los dieciocho greens hasta destruir por completo aquel césped inmaculado y cuidado con tanto esmero.
Jessica negó que su marido hubiese hecho cosa parecida.
—Le encanta la jardinería —explicó al pobre hombre— y jamás se le ocurriría estropearle los greens[7]. Además, no sabía que cultivaran verduras en el campo de golf. Por lo menos, yo no las he visto.
Ante una muestra de inocencia semejante, el presidente, desconcertado, tuvo que retirarse, no sin rezongar entre dientes que había un maníaco suelto que había puesto fin al Open Femenino, por no hablar de los dobles mixtos.
Así pues, la carta del señor Flawse convocando a la pareja a la lectura del contenido de su testamento llegó en el momento oportuno.
—¡Oh, cariño —se entusiasmó Jessica—, me muero por ver tu casa! ¡Qué maravilla!
—De todos modos, todo esto suena como si el abuelo se estuviera muriendo —dijo Lockhart, examinando la carta—. ¿A santo de qué tiene que leernos el testamento precisamente ahora?
—Seguramente sólo quiere que sepas lo generoso que va a ser contigo —se le ocurrió a Jessica, que siempre se las arreglaba para dar una interpretación agradable a los gestos más desagradables.
Lockhart no era así.
—No conoces al abuelo —dijo.
Con todo, a la mañana siguiente se sentaron muy temprano al volante del Range-Rover y consiguieron ahorrarse el atasco matinal ocasionado por el flujo de automóviles que acudía a Londres. Sin embargo, no fueron tan afortunados con el semáforo que regulaba el tráfico a la entrada de la autopista, que estaba rojo cuando llegaron. En esta ocasión, Lockhart se estampó contra la parte trasera de un Mini, para luego dar marcha atrás y seguir adelante.
—¿No crees que deberías volver y pedir disculpas? —le preguntó Jessica.
Pero Lockhart no quería ni oír hablar del asunto.
—No tenía que haber frenado de sopetón —le dijo.
—Pero es que la luz estaba roja, tesoro. Ha cambiado justo cuando hemos llegado pegados al Mini.
—Bueno, pues entonces es que este sistema carece de lógica —se justificó Lockhart—. Por la carretera no venía nadie. Lo he comprobado.
—Pues ahora sí que viene alguien —le advirtió Jessica, que se había vuelto a mirar por la ventana trasera—, y lleva una luz intermitente de color azul en el techo. Yo diría que es la policía.
Lockhart pisó el acelerador hasta el fondo y al momento circulaban a ciento cincuenta. Tras ellos, el coche de la policía puso en marcha la sirena y aceleró hasta ciento sesenta.
—Nos van a alcanzar, cariño —dijo Jessica—. No vamos a conseguir escapar.
—¡Claro que lo vamos a conseguir! —dijo Lockhart, echando una ojeada por el retrovisor.
El coche de la policía les seguía a unos trescientos cincuenta metros de distancia y ganaba terreno a marchas forzadas. Lockhart tomó un desvío que desembocaba en una carretera secundaria, derrapó para meterse por un camino vecinal y, haciendo buen uso de sus instintos de cazador, arremetió contra una cerca y avanzó a trompicones por un campo cultivado. El coche de la policía se detuvo junto a la cerca y sus ocupantes bajaron del automóvil. Pero por entonces Lockhart ya había salvado otra cerca y había desaparecido. Al cabo de treinta kilómetros y cuarenta cercas, volvió atrás y, después de cruzar la autopista, siguió avanzando hacia el este por caminos vecinales.
—¡Oh, Lockhart, eres tan viril! —dijo Jessica—, ¡piensas en todo! Lo digo en serio. ¿Pero no crees que deben de haber tomado nota del número de matrícula?
—Si lo han hecho, no creo que vaya a servirles de mucho —dijo Lockhart—. Como no me gustaba la matrícula que llevaba cuando lo compré, decidí cambiársela.
—¿Que no te gustaba? ¿Y eso por qué?
—Era MEA 453 PIS, de modo que mandé hacer otra. Es mucho más bonita: FLA 123.
—Pero de todos modos andarán buscando un Range-Rover matrícula FLA 123 —le hizo ver Jessica—. Y además tienen radios y esas cosas.
Lockhart se detuvo en un área de descanso.
—¿De verdad que no te importaría que fuera MEA 453 PIS? —le preguntó.
Jessica negó con la cabeza.
—¡Desde luego que no! —le respondió—. ¡No seas tontín!
—Si no te importa… —dijo Lockhart, un tanto dubitativo, pero acabó bajando del coche para volver a cambiar la matrícula. Cuando se sentó de nuevo al volante, Jessica le estrechó entre sus brazos.
—¡Oh, cariño! —le dijo—, me siento tan segura contigo. No sé cómo te las arreglas, pero siempre consigues que las cosas parezcan tan sencillas…
—La mayoría de las cosas lo son —le dijo Lockhart—, si sabes cómo cogerlas. El problema es que la gente nunca hace lo que por lógica debería.
—Sí, supongo que debe de ser eso —admitió Jessica, y se sumió en un sueño romántico sobre Flawse Hall, en la colina Flawse, justo al pie de Flawse Rigg.
A cada nuevo kilómetro que avanzaban hacia el norte y contrariamente a lo que le había ocurrido a su madre, sus sentimientos se iban empañando más y más con la bruma y la niebla de la leyenda y la belleza natural que tanto anhelaba.
Sentado junto a ella, Lockhart se sentía renacer. Se estaba alejando de Londres y de aquellas tierras bajas que tanto detestaba para regresar, aunque fuera por poco tiempo, a aquellas colinas ondulantes de su niñez y a la música de los escopetazos en la lejanía o a quemarropa. De pronto, una sensación de desvarío y un extraño arrebato de violencia hicieron hervir la sangre en sus venas y en su mente el señor Treyer adoptó la forma de otra monstruosidad: un interrogante enorme para el que nunca había respuesta. Si le hacía alguna pregunta, el señor Treyer nunca le respondía. Era como una hoja de balance: a un lado estaba el deber y al otro el haber. El que pagaba mandaba, y eso Lockhart no lo comprendía por mucho que se esforzara. En el mundo que él comprendía no había lugar para los equívocos, ni tampoco para aquellas zonas ambiguas en las que todo se incumplía y las apuestas se compensaban. Si apuntabas contra un urogallo, acertabas o no acertabas, y si no acertabas, lo mismo daba que hubiera sido por poco que por mucho. Y si levantabas una pared seca, o se desmoronaba o no se desmoronaba, y si se desmoronaba, eso quería decir que te habías equivocado. En cambio, en el sur todo eran descuidos y encubrimientos. A él le pagaban por no trabajar y había gente que, sin trabajar, amasaba grandes fortunas comprando y vendiendo acciones de cacao que todavía estaba por recolectar o de cobre que todavía no habían extraído de las minas. Y luego, después de haber ganado un montón de dinero haciendo trueques con trocitos de papel, se presentaban los inspectores de Hacienda para quitárselo, o tenían que mentir si querían conservarlo. Y, para remate, estaba el gobierno. De acuerdo con su manera sencilla de entender las cosas, Lockhart siempre había pensado que era elegido para que gobernara y mantuviera el valor de la moneda. Por contra, el gobierno gastaba más dinero del que había en las arcas del Estado y luego se endeudaba para compensar el déficit. Si cualquier persona hubiese obrado del mismo modo, se habría arruinado y le habría estado muy bien empleado. Sin embargo, los gobernantes podían endeudarse, mendigar, robar o simplemente imprimir más papel moneda y nadie les decía nunca: ¡pues no, señor! Para la lógica aritmética de Lockhart, el mundo con el que había topado era el mundo del disparate, un mundo en el que dos y dos sumaban cinco, y hasta once, y las cuentas nunca cuadraban. No era un mundo para él, con toda aquella hipocresía soterrada. «Mejor ladrón que mendigo», pensó, y siguió conduciendo.
Ya casi había anochecido cuando dejaron la carretera general después de Wark para tomar el camino de grava que había de llevarles hasta Black Pockrington. Unas pocas estrellas salpicaban el cielo por encima de sus cabezas, y los faros del coche iluminaban aquí y allá portalones y, de vez en cuando, los ojos de algún animal nocturno. Sin embargo, el resto parecía desnudo y sumido en la oscuridad: una silueta recortada en el horizonte. Jessica se entusiasmaba a cada instante.
—¡Oh, Lockhart, es como estar en otro mundo!
—Es que es otro mundo —le decía Lockhart.
Cuando por fin consiguieron alcanzar la cima de la pendiente de Tombstone Law y recorrieron el valle con la mirada hasta dar con la casa señorial, Flawse Hall resplandecía de luz.
—¡Oh, qué preciosidad! —exclamó Jessica—. Detengámonos aquí un momentito. ¡Tengo tantas ganas de saborearlo…!
Jessica bajó del coche y contempló extasiada la casa. Todo era tal como ella lo había imaginado: desde la torre fortificada, hasta las chimeneas humeantes y las luces que iluminaban todas las ventanas. Como si quisiera celebrar el cumplimiento de aquel deseo, la luna se asomó detrás de una nube y arrancó destellos al agua del embalse mientras, en la lejanía, ladraba la jauría de los Flawse. Las lecturas de la dilatada adolescencia de Jessica se estaban convirtiendo en realidad.