A la mañana siguiente, después de haber pasado una noche de duermevela, bajó y se encontró al viejo encerrado en su estudio y una nota encima de la mesa de la cocina en la que le decía que se preparara el desayuno ella sólita. Encontró hirviendo en la cocina una cazuela enorme llena de un mejunje de aspecto viscoso de avena con leche y, tras degustar su contenido, se contentó con un té y un poco de pan con mermelada. No había ni rastro del señor Dodd. Fuera, en el patio, los dudosos resultados de los experimentos del señor Flawse en el campo de la eugenesia canina holgazaneaban, indolentes, bajo el sol invernal. Para evitarlos, la señora Flawse salió a pasear al jardín por la puerta de la cocina. Resguardado del viento y del mal tiempo por un muro altísimo, aquel jardín no dejaba de tener su atractivo. Algún antepasado del señor Flawse debía de haber construido los invernaderos y esbozado el huerto, y Capability Flawse, cuyo retrato colgaba en la pared del descansillo, se había encargado de crear un paisaje meridional en miniatura en el medio acre que no estaba consagrado a las verduras. Entre rocas de jardín serpenteaban unos árboles enanos y caminitos de arena y un surtidor dejaba caer su chorro de agua en un estanque de peces ovalado. En un rincón se erigía un mirador, un pequeño belvedere de pedernal con incrustaciones de conchas y un ventanal gótico minúsculo con vidriera de colores. La señora Flawse subió por las escaleras, encontró la puerta abierta y entró para descubrir los primeros signos del bienestar de la casa señorial. Las paredes estaban cubiertas con paneles de roble, los sillones parecían lujosos y estaban tapizados de terciopelo un tanto desvaído, el techo era artesonado de madera y desde la ventana la vista alcanzaba la colina y el embalse.
La señora Flawse se sentó y se puso a pensar de nuevo en las rarezas de la familia con la cual acababa de emparentar por matrimonio con tan poca prudencia. Que era de rancio abolengo ya lo había deducido y que tenía dinero todavía se lo imaginaba. Era muy posible que Flawse Hall no fuera un edificio demasiado atractivo, pero estaba lleno de tesoros que esos hijos intrépidos y jóvenes habían escamoteado a colonias perdidas hacía ya largo tiempo, arriesgándose a contraer la malaria, el escorbuto y la fiebre amarilla, para amasar una fortuna o acabar muriendo en rincones del Imperio dejados de la mano de Dios. La señora Flawse les envidiaba y comprendía su sueño. Habían ido al sur y al este (y, en muchos casos, al otro barrio) para huir de la monotonía y del aburrimiento de sus hogares. La señora Flawse suspiraba por seguir su ejemplo. Cualquier cosa era mejor antes que tener que aguantar el insoportable aislamiento de aquella mansión señorial, y ya estaba tratando de planear el modo de poner pies en polvorosa cuando la silueta alargada y enjuta de su marido apareció en el huerto y, abriéndose paso entre las rocas de jardín y los árboles diminutos, se dirigió al mirador. La señora Flawse se infundió valor para enfrentarse a aquel encuentro. No tenía por qué haberse molestado. El señor Flawse subió los peldaños y llamó a la puerta.
—¿Puedo pasar?
—Supongo que sí —dijo la señora Flawse.
El señor Flawse se detuvo en el umbral.
—Ya veo que se les ha ingeniado usted para dar con la Atalaya de Perkin —le dijo—, la encantadora extravagancia que, en 1774, construyera Perkin Flawse, el poeta de la familia. Fue precisamente aquí donde escribió su célebre «Oda al carbón», inspirada sin duda en la mina que se avista todavía a lo lejos.
A través del pequeño ventanal, el señor Flawse señaló un montículo de tierra que quedaba al otro lado de la colina. Junto a él, se distinguía un agujero oscuro y fragmentos de maquinaria oxidada.
Por la naturaleza creado y por ella enterrado,
mas nunca por la naturaleza exhumado.
Empero el hombre en su empeño libera
los restos socarrados de la arboleda.
Y, desta guisa, con bosques muertos tiempo ha,
los huevos hervimos y cocemos el pan.
—Un gran poeta, señora, si bien poco reconocido —prosiguió el viejo, cuando hubo recitado el poema—, pero es que los Flawse tienen talentos insospechados.
—Eso parece —dijo la señora Flawse con aspereza.
El viejo bajó la cabeza. El también había tenido su nochecita y se había pasado las horas luchando con su conciencia y con sus manos.
—He venido a pedirle que me perdone —dijo finalmente—. Mi conducta, como marido, fue inexcusable. Espero que acepte mis más humildes disculpas.
La ex señora Sandicott vaciló. Su primer matrimonio no le había enseñado a renunciar con tanta facilidad a su derecho a la pataleta. Además, siempre podía sacar algún provecho, entre ellos poder.
—Me llamó roñosa —le recordó.
—Mocosa, señora, mocosa —corrigió el señor Flawse—, que significa niña.
—No donde yo nací —replicó la señora Flawse—. Tiene más bien un significado totalmente distinto y muy desagradable.
—Le aseguro que yo quería decir chiquilla, señora. La connotación peyorativa que atribuye usted a la palabra en cuestión no figuraba en absoluto en mis intenciones.
La señora Flawse lo dudaba muy mucho. El recuento de sus intenciones durante la luna de miel le daba motivos sobrados para creer todo lo contrario, pero le habían enseñado a sufrir por una buena causa.
—Fuera cual fuere su intención, tuvo la desfachatez de acusarme de haberme casado con usted por dinero. Y eso no se lo aguanto a nadie.
—Tiene usted toda la razón, señora. En ese momento perdí la calma porque pensaba, con toda modestia, que tenía que existir una razón de mayor peso aparte de mi pobre ser. Me retracto de lo dicho.
—Me alegra oírlo. Me casé con usted porque pensé que era un anciano que estaba solo y necesitaba que alguien le cuidara. La idea del dinero no se me pasó por la cabeza siquiera.
—Muy bien —dijo el señor Flawse, que tenía dificultades para aceptar aquella descripción tan insultante de su persona—. Como muy bien dice usted, soy ya un anciano, estoy solo y necesito a alguien que cuide de mí.
—Y no se puede pretender que cuide de nadie con la falta de comodidades que presenta esta casa. Si me quedo, quiero electricidad y baños calientes y televisión y calefacción central.
El señor Flawse asintió con la cabeza un tanto abatido. Que tuviera que llegar hasta ese punto…
—Lo tendrá, señora —le prometió—, lo tendrá.
—No he venido hasta aquí a morir de neumonía. Quiero que lo instalen todo inmediatamente.
—Me encargaré del asunto enseguida —le aseguró el señor Flawse—. Y ahora pasemos a mi estudio a discutir la cuestión de mi testamento al calor del hogar.
—¿De su testamento? —dijo la señora Flawse—. ¿Ha dicho usted de su testamento?
—Exactamente, señora —le confirmó el viejo, mientras bajaban los escalones del mirador y atravesaban el esmirriado jardín hasta la casa.
Una vez dentro, sentados el uno frente al otro en los grandes sillones de cuero, con un gato pringoso que se calentaba a sus pies delante del fuego de carbón, prosiguieron la conversación.
—Le voy a ser franco —dijo el señor Flawse—. Mi nieto Lockhart, su yerno, es un bastardo.
—¿De veras? —dijo la señora Flawse, sin saber muy bien si debía o no otorgar a aquella palabra su significado literal. El viejo le dio la respuesta.
—El producto de la unión ilícita entre mi difunta hija y una persona o personas desconocidas. Así pues, me he impuesto la tarea de averiguar, en primer lugar, quiénes son sus antepasados paternos y, en segundo lugar, erradicar esas inclinaciones que, debido a la sangre de los Flawse que corre por sus venas, sé que tiene que llevar dentro. Supongo que me sigue usted.
La señora Flawse no lo seguía, pero asintió obediente.
—Como habrá usted podido presumir tras un examen concienzudo de mi biblioteca, creo firmemente en la herencia congénita de rasgos de nuestros antepasados, tanto físicos como psíquicos. Parafraseando al gran William: hay una paternidad que nos moldea por mucho que nos empeñemos en labrarnos toscamente. La paternidad, señora mía; no la maternidad. El apareamiento de los perros, campo en el cual tengo una experiencia considerable, no hace más que confirmar este extremo.
La señora Flawse se estremeció y le miró con ojos como platos. Si sus oídos no la habían engañado, no cabía ninguna duda de que se había casado con un hombre de una perversión desmesurada.
El señor Flawse hizo caso omiso de su mirada aturullada y prosiguió.
—Cuando está en celo, la perra… Espero que no se sienta usted ofendida por lo escabroso de la cuestión —añadió y, dando por sentado que el gesto de la señora Flawse significaba que no se sentía molesta en absoluto, prosiguió—: La perra en celo atrae la atención de la manada de machos, machos que la persiguen por montañas y valles luchando entre sí por el privilegio de fecundarla prima nocte, privilegio que se otorga al más fuerte y fiero. En consecuencia, el ejemplar más magnífico de la especie es el encargado de inseminar a la hembra, pero, para garantizar la reproducción de la especie, todos los machos de la manada, hasta el más pequeño y debilucho, cubren también a la hembra. La consecuencia de todo esto es la supervivencia de la especie, señora, de los mejores ejemplares. Lo dijo Darwin, señora mía, y Darwin tenía toda la razón. Creo firmemente en la teoría de la herencia biológica. La nariz y la barbilla de los Flawse constituye la prueba tangible de esa herencia de atributos físicos de nuestros antepasados a través de los siglos. Sin embargo, estoy profundamente convencido de que no sólo heredamos de nuestros antepasados de la rama paterna rasgos físicos, sino también mentales. Dicho de otro modo, el perro es el padre del hombre y el temperamento de un perro viene determinado por sus progenitores… Pero ya veo que no me cree usted.
El viejo hizo una pausa para estudiar a la señora Flawse con detenimiento. Saltaba a la vista que había cierta duda en la expresión de su cara. No obstante, esa expresión de duda tenía mucho que ver con la cordura del hombre con el cual había contraído matrimonio y muy poco con la duda intelectual de su razonamiento.
—Y usted me dirá —prosiguió el viejo—: si la herencia determina nuestro carácter, ¿qué papel desempeña la educación en lo que somos? ¿No era eso lo que estaba pensando?
La señora Flawse volvió a asentir con la cabeza sin querer. Como la educación que había recibido era fruto de la amalgama de unos padres permisivos y unos profesores progresistas, le resultaba imposible seguir su razonamiento. Aparte del hecho de que parecía estar obsesionado por los hábitos sexuales y el ciclo reproductor de los perros y había reconocido abiertamente que, en el caso de la familia Flawse, no había ninguna duda de que un perro era el padre del hombre, no tenía ni la menor idea de lo que le estaba hablando.
—La respuesta a su pregunta es la siguiente, señora, y de nuevo el perro desempeña un papel determinante. El perro es un animal doméstico, pero no por naturaleza, sino por simbiosis social. Perro y hombre, señora mía, viven juntos en virtud de una necesidad mutua. Cazamos juntos, comemos juntos, vivimos juntos y dormimos juntos, pero, por encima de todo, nos educamos mutuamente. He aprendido mucho más de la compañía constante de los perros que de hombres y libros. Carlyle es la excepción, pero de eso ya hablaremos más adelante. En primer lugar, permítame que le diga que a un perro se le puede entrenar, pero sólo hasta cierto punto, señora, sólo hasta cierto punto. Estoy dispuesto a desafiar al pastor más avispado del mundo a que coja un terrier y lo convierta en pastor ovejero. Es imposible. El terrier es un perro de tierra. El latín nos lo deja muy claro: térra, tierra; terrier, perro de la tierra. Por mucho pastoreo a que se le sometiera, nunca se conseguiría erradicar la inclinación del terrier a cavar. Entrénelo cuanto quiera, pero en el fondo seguirá siendo siempre un cavador de agujeros. Es muy posible que no cave, pero el instinto estará siempre ahí. Con el hombre ocurre lo mismo, señora. Y ahora que ya está al corriente de esto, sólo me queda por decir que he hecho lo imposible por erradicar esos instintos que Lockhart, como todo Flawse, posee mal que le pese.
—Me alegra saberlo —musitó la señora Flawse, que estaba familiarizada, mal que le pesara, con esos instintos que poseían los Flawse.
—Y no obstante, señora —prosiguió el viejo, acompañando sus palabras con un gesto admonitorio del dedo—, desconociendo como desconozco la naturaleza de los antepasados de su padre, he topado con un impedimento. Un impedimento doloroso, créame. Dado que ignoro los vicios que puede haber heredado por ascendencia paterna, no me queda otro remedio que basarme en suposiciones. Aun forzando la imaginación al máximo, nadie diría que mi hija fue una chica exigente. El modo en que murió basta para demostrarlo: murió tras una pared seca, después de dar a luz a su hijo, y se negó a pronunciar el nombre de su padre.
El señor Flawse se quedó callado unos instantes para saborear su frustración y librarse de una duda que le reconcomía, esto es, que la obstinación de su hija en el asunto de la paternidad de Lockhart había sido un gesto final de generosidad filial, con el que pretendía ahorrarle la ignominia del incesto. Mientras el señor Flawse se quedaba ensimismado mirando el fuego, como si fuera el mismísimo infierno, la señora Flawse se alegró al caer en la cuenta de que la ilegitimidad de Lockhart suponía una flecha más para el carcaj de su poder doméstico. Aquel viejo chiflado iba a sufrir por culpa de aquella confesión. La señora Flawse acababa de hacer acopio de un nuevo motivo de queja.
—Cuando pienso que mi Jessica está casada con un hijo ilegítimo no puedo por menos de pensar que su conducta es inexcusable y absolutamente indecorosa. Eso es lo que pienso —dijo aprovechando el talante sumiso del señor Flawse—. De haberlo sabido, no habría dado mi consentimiento para la boda.
El señor Flawse meneó la cabeza humildemente.
—Tendrá usted que perdonarme —le dijo—, pero cuando el diablo acecha hay que hacer de tripas corazón, y estoy convencido de que la santidad de la hija de usted atenuará la maldad que Lockhart ha heredado de la rama paterna.
—Así lo espero con toda mi alma —dijo la señora Flawse—. Y, hablando de herencia, me parece haberle oído comentar que va usted a redactar de nuevo su testamento.
Y así fue como pasaron de cuestiones teóricas a asuntos más prácticos.
—Mandaré llamar a mi abogado, el señor Bullstrode, para que se encargue de la redacción de mi nuevo testamento. Y usted será la beneficiaria, señora. Eso se lo puedo garantizar. Con los límites que me imponen mis obligaciones para con mis empleados, naturalmente, y con la condición de que, a su muerte, todos mis bienes sean para Lockhart y su descendencia.
La señora Flawse sonrió con satisfacción. Preveía ya un futuro muy cómodo.
—Y, entretanto, ¿va usted a encargarse de que esta casa se modernice? —preguntó.
El señor Flawse asintió de nuevo.
—En ese caso, me quedaré —decidió la señora Flawse, amablemente.
Esta vez, un amago de sonrisa se dibujó en los labios del señor Flawse, pero enseguida se desvaneció. Delatar su juego no tenía ningún sentido y fingiendo sumisión ganaría tiempo.
Aquella misma tarde la señora Flawse se sentó al escritorio y escribió a Jessica. Más que una carta, lo que hizo fue confeccionar un inventario de la parte de sus pertenencias que habría que enviar a Flawse Hall por carretera. Cuando hubo terminado, entregó la carta al señor Dodd para que se encargara de echarla al correo en Black Pockrington. Aquella noche, cuando se acostó, la carta seguía sin despachar y el señor Flawse, en la cocina, hervía agua y abría el sobre con vapor para leer el contenido.
—Échala al correo —ordenó al señor Dodd, mientras cerraba el sobre de nuevo—. Esa vieja trucha se ha tragado el anzuelo. Ahora sólo hay que esperar a que se canse.
Así pues, en los meses que siguieron se dedicó a aquella tarea. Las comodidades de Flawse Hall siguieron sin experimentar mejoras. Los de la calefacción siempre tenían que acudir la semana siguiente, pero nunca se presentaban. La instalación de la electricidad continuaba en proceso de tramitación y la administración de correos[6] se negaba a conectarles el teléfono si no era a un coste que hasta la señora Flawse consideraba prohibitivo. Por todas partes surgían tropiezos. La llegada de sus objetos personales sufrió un retraso considerable debido a la imposibilidad de salvar el puente del valle con un camión de mudanzas y a la negativa de los empleados a cargar con cajas y baúles un kilómetro cuesta arriba. Al final acabaron descargando el, camión y marchándose, y la señora Flawse y el señor Dodd tuvieron que encargarse de ir subiendo las cosas una a una, proceso sumamente lento que además se vio entorpecido por las múltiples ocupaciones del señor Dodd. La primavera tocaba ya a su fin cuando todas las chucherías y baratijas del número 12 de Sandicott Crescent aparecieron instaladas en el salón, en el que tratarían de competir en vano con el botín de antigüedades fruto de la expoliación del Imperio. Lo peor, sin embargo, fue lo que ocurrió con el Rover de la señora Flawse, que había sido enviado por ferrocarril y que, gracias a la intervención del señor Dodd y a sus negociaciones con el jefe de estación, negociaciones en el transcurso de las cuales una suma de dinero cambió de manos, fue desviado de nuevo hacia East Pursley, vía Glasgow, y entregado a Lockhart y Jessica en un estado completamente inservible y con una etiqueta pegada que decía «Destino desconocido». Sin el coche, la señora Flawse estaba perdida. Black Pockrington era todo lo lejos que podía llegar acompañando al señor Dodd montada en la calesa, pero no había nadie en Pockrington que tuviera teléfono y el señor Dodd se negaba a ir más lejos.
Al cabo de tres meses de incomodidades, inseguridades y dilaciones de la cuestión de la testamentaria del señor Flawse, su esposa decidió que ya había tenido bastante y que había llegado la hora de presentar un ultimátum.
—O cumple usted lo que me prometió o me marcho enseguida —le dijo.
—Pero señora, he hecho cuanto he podido —se justificó el señor Flawse—. El asunto está en vías de resolución y…
—Sería mucho mejor que ya estuviera resuelto —dijo la señora Flawse, cuya manera de hablar se había contagiado ya de la de su marido—. Hablo en serio. O su abogado, el señor Bullstrode, redacta un nuevo testamento a mi favor o recogeré mis cosas y me marcharé donde sé que me quieren.
—Querer es poder —dijo el viejo, pensando en Schopenhauer y en las posibles permutaciones que permitía aquella máxima—. Como bien dijo el gran Carlyle…
—Y ésa es otra. No voy a aguantar más sermones. He oído lo suficiente de Carlyle para el resto de mi vida. Puede que fuera el gran hombre que usted dice que fue, pero hay que saber negarse a tiempo y yo ya me he tragado la parte que me corresponde en cuanto a héroes y su idolatría.
—¿Es ésta su última palabra? —le preguntó el señor Flawse esperanzado.
—Sí —dijo la señora Flawse, pero se contradijo al instante—: Ya he soportado bastante su compañía y los inconvenientes de esta casa. O el señor Bullstrode hace acto de presencia en el plazo de una semana o me veré obligada a marcharme.
—Siendo así, el señor Bullstrode estará aquí mañana mismo —le anunció el señor Flawse—. Le doy mi palabra.
—Más vale que así sea —le amenazó la señora Flawse antes de salir contoneándose de la habitación y dejar al viejo arrepentido por haberle recomendado la lectura de Ayúdate de Samuel Smiles.
Aquella noche el señor Dodd salió de Flawse Hall con un mensaje dentro de un sobre lacrado con el blasón de los Flawse: el gallardete de uno de los barcos de transporte de soldados del musgo. El mensaje contenía instrucciones muy precisas referentes al contenido del nuevo testamento del señor Flawse, y cuando la señora Flawse bajó a desayunar a la mañana siguiente descubrió que, por una vez, su marido había cumplido su palabra.
—Aquí lo tiene, señora —dijo el señor Flawse, entregando a su esposa la respuesta del señor Bullstrode—. Estará aquí esta tarde para redactar el nuevo testamento.
—Muy bien —dijo la señora Flawse—. Cuando dije lo que dije hablaba en serio.
—Y yo también hablo muy en serio, señora. Se va a redactar un nuevo testamento y he pedido a Lockhart que esté presente la semana que viene, cuando se proceda a su lectura.
—No veo por qué motivo tendría que hacer acto de presencia antes de su muerte —dijo la señora Flawse—. Los testamentos no suelen leerse hasta llegado ese momento.
—Pero este testamento sí, señora —dijo el señor Flawse—. Hombre prevenido vale por dos, como muy bien dice el refrán. Y, además, ese chico necesita que le den un buen espolazo en los flancos.
Dicho esto, el señor Flawse se retiró a su estudio y dejó a la señora Flawse desconcertada, tratando de resolver aquel acertijo. Aquella tarde el señor Bullstrode llegó al puente que pasaba por encima del canal y el señor Dodd le permitió la entrada. Durante las tres horas que siguieron, la señora Flawse oyó un constante rumor de voces apagadas procedente del estudio pero, por más que aguzó el oído con la oreja pegada a la cerradura, no consiguió sacar nada en claro de la conversación. Cuando el abogado salió a presentarle sus respetos antes de marcharse, la señora Flawse estaba de nuevo en el salón.
—Me gustaría hacerle una pregunta antes de que se marche usted, señor Bullstrode —le dijo—. Me gustaría tener su promesa de que soy la principal beneficiaria del testamento de mi marido.
—En cuanto a eso, puede estar usted tranquila, señora Flawse. Es usted la principal beneficiaría. Y permítame que le diga algo más: las condiciones del nuevo testamento del señor Flawse la hacen heredera de todos sus bienes hasta su muerte.
La señora Flawse suspiró aliviada. Había sido un combate difícil, pero acababa de ganar el primer asalto. Lo único que le quedaba por hacer era insistir para que instalara todas las comodidades modernas en la casa. Estaba más que harta de tener que utilizar la letrina.