Mientras tanto, en Flawse Hall, la ex señora Sandicott no compartía ninguno de los sentimientos de Lockhart. Habría dado cualquier cosa —más concretamente, estricnina al señor Flawse— con tal de estar de nuevo en los acogedores confines de Sandicott Crescent en compañía de sus amigas. En lugar de eso, se encontraba atrapada entre las cuatro paredes de una casa enorme y fría en medio de un páramo desierto, donde la nieve caía a montones y el viento no cesaba de aullar, con un viejo horrendo y aquella especie de híbrido aún más horrendo de guardabosques-criado-para-todo que era el señor Dodd. La horripilancia del señor Flawse se había puesto de manifiesto prácticamente desde que tomaron asiento en el tren de Southampton, y a cada nuevo kilómetro la sospecha de la señora Flawse de que acababa de cometer un error imperdonable se iba convirtiendo en certeza.
En tierra firme, el señor Flawse carecía por completo de aquel encanto de la vieja guardia que tanto había impresionado a la señora Flawse en alta mar. De viejo excéntrico en su senectud sin pelos en la lengua, había pasado a ser un viejo excéntrico sin pelos en la lengua pero con más facultades bajo su control de las que su edad permitía pronosticar. Los mozos de la estación corrían con el equipaje a cuestas, los empleados de las taquillas le adulaban con servilismo e incluso los curtidos taxistas, conocidos por su grosería sin ambages ante una propina poco generosa, se mordían el labio cuando el señor Flawse les discutía el importe del viaje y les daba, de mala gana, un penique extra. La señora Flawse se quedó sin habla al ver la autoridad del señor Flawse: alardeaba de pasar por alto todos los principios de su credo de barrio residencial y trataba a todo el mundo como si fuera su esclavo.
Teniendo en cuenta que el señor Flawse ya había tratado a su esposa como a una esclava sexual a la que había que abrir durante la luna de miel como una ostra, la señora Flawse no tendría que haberse sorprendido. Ya había sido suficiente espantoso el descubrir, la primera noche, que el señor Flawse llevaba una camisa de dormir de franela roja que despedía un olor muy particular y que había confundido tres veces el lavabo con la taza del water. La señora Flawse había atribuido esta confusión a lo avanzado de su edad y a un sentido de la vista y del olfato deficientes. También se quedó sin aliento al ver que el viejo se arrodillaba junto a la cama para implorar por adelantado el perdón del Señor por los excesos carnales que estaba a punto de infligir «en la persona de mi legítima esposa». La señora Flawse, que poco sospechaba lo que su esposo tenía en mente, encontró aquella plegaria bastante halagadora. De hecho, no hacía más que confirmar la idea de que, a los cincuenta y cinco años, todavía seguía siendo una mujer apetecible y que su marido era un hombre profundamente religioso. Al cabo de diez minutos sabía a qué atenerse. Fueran cuales fueran los sentimientos del Señor con respecto al perdón solicitado por su marido, la decisión de la señora Flawse al respecto era inapelable: no perdonaría ni olvidaría nunca los excesos carnales de aquel viejo y tiró por la borda la presunción de que aquel hombre fuera religioso. A pesar de apestar como un zorro viejo, el señor Flawse se había comportado como un zorro joven y había recorrido su cuerpo con tan poca capacidad de discernimiento para distinguir sus agujeros —o «sus orificios», como prefería llamarlos ella con mayor decoro— como la que había demostrado con el lavabo y la taza del water… y con una intención muy similar. Con la sensación de ser un cruce de colador sexual y vertedero, la señora Flawse soportó con resignación aquella experiencia tan penosa y encontró consuelo al pensar que aquellas actividades —pues no hay duda de que el viejo pasaba de una actividad a otra— terminarían bruscamente cuando muriera de un ataque al corazón o de una hernia. El señor Flawse no la complació en ninguno de los diagnósticos y al despertarse a la mañana siguiente la señora Flawse se encontró a su marido sentado, fumando una pipa pestilente y mirándola con fruición sin disimulo. La señora Flawse se pasó el resto del viaje paseando por cubierta andando como un pato durante el día y tumbada en la cama con las piernas abiertas por la noche, con la esperanza cada vez más lejana de que, gracias al pecado de su marido, sería muy pronto una viuda rica y con unas buenas rentas.
Así pues, viajó hacia el norte en su compañía decidida a pasar por todo aquello hasta el final y a no dejarse desanimar por su comportamiento. Cuando llegaron a Hexham, aquella determinación suya ya había empezado a flaquear. La visión de aquel pueblucho de piedra gris la dejó muy deprimida y sólo se sintió revivir unos instantes cuando descubrió, fuera de la estación, una berlina impecable, tirada por un par de caballos negros y a un señor Dodd con polainas y esclavina que sostenía la puerta abierta para ella. La señora Flawse subió y se sintió mucho mejor. Aquello era lo que ella llamaba viajar con estilo, y olía a un mundo que no se parecía en nada a todo cuanto había visto hasta entonces, un mundo aristocrático con criados de uniforme y carruajes elegantes. Sin embargo, mientras el carruaje avanzaba traqueteante por las callejuelas de aquel pueblo con mercado, la señora Flawse empezó a tener sus dudas. El carruaje saltaba, se bamboleaba y daba sacudidas y cuando después de cruzar el Tyne cogieron la carretera de Wark camino de Chollerford, iba ya por la tercera o cuarta duda sobre las ventajas de las berlinas. Fuera, el paisaje cambiaba a cada nuevo kilómetro. A veces pasaban por carreteras bordeadas de árboles y otras subían por colinas yermas, donde la nieve se amontonaba contra paredes secas. El carruaje no dejó de balancearse horriblemente y de pegar botes durante el traqueteo, mientras el señor Flawse disfrutaba con su malestar.
—Un paisaje espléndido —comentó al pasar por una zona especialmente desagradable de terreno descubierto en la que no se avistaba ni un solo árbol.
La señora Flawse se guardó su opinión para sí. Aquel viejo podía disfrutar con su desgracia cuanto quisiera mientras le quedara aliento, pero cuando se instalara en Flawse Hall ya se encargaría de enseñarle lo desagradables que podían llegar a ser sus últimos días. Para empezar, no habría más sexo. La señora Flawse estaba más que decidida en lo tocante a aquel aspecto y, siendo una mujer enérgica como era, era absolutamente capaz de conseguir lo que se proponía. Y así, siguieron sentados, el uno junto al otro, deleitándose en la decepción mutua. La señora Flawse fue la primera en llevarse un chasco. Poco después de Wark, cogieron un caminito medio cubierto de grava que atravesaba un valle de vegetación frondosa y agradable hasta una casa espaciosa y bonita que se erigía en medio de un jardín magnífico. Las ilusiones de la señora Flawse fueron prematuras.
—¿Es ésta la casa señorial? —preguntó mientras se acercaban a la entrada traqueteando.
—No —respondió el señor Flawse—. Aquí viven los Cleydon.
Por un momento se puso de mal humor. El joven Cleydon había sido uno de los primeros candidatos a la paternidad de Lockhart, y lo único que le había salvado de quedar a dos dedos de la muerte, a base de azotes, había sido el hecho de que estuviera en Australia durante los meses en que Lockhart fue concebido.
—Parece una casa agradable —comentó la señora Flawse, al advertir el cambio de humor de su marido.
—Sí, y mucho más agradable que sus ocupantes. ¡Que Dios les pudra el alma! —dijo el viejo.
La señora Flawse se apresuró a anotar a los Cleydon en la lista imaginaria de vecinos que disgustaban a su marido y cuya amistad iba a cultivar. Al poco rato cayó en la cuenta de que lo más probable era que la lista se quedara siempre en imaginaria. Más allá de la casa, la carretera salía serpenteando del bosque y trepaba por la ladera yerma y empinada de una colina, y tras un kilómetro y medio de penosa ascensión llegaron a la primera de las cercas de las paredes secas que tendrían que cruzar. El señor Dodd se apeó y abrió la puerta de acceso y, después de hacer pasar el carruaje por ella, la cerró. La señora Flawse escudriñó el horizonte con la mirada buscando señales de su nuevo hogar, pero no había ninguna casa a la vista. Vio alguna oveja roñosa aquí y allá contrastando con la nieve, pero aparte de eso pura desolación. La señora Flawse se estremeció.
—Todavía quedan quince kilómetros —dijo el señor Flawse, de buen humor.
Pasaron la hora que siguió trotando por una carretera llena de baches sin nada más agradable que contemplar que una granja abandonada, cercada por una valla y rodeada de ortigas y arbustos. Finalmente, llegaron a otra cerca y la señora Flawse distinguió al otro lado una iglesia, que se erguía en lo alto de una loma rodeada de casas.
—Eso es Black Pockrington —dijo el señor Flawse—. Aquí vendrá a hacer la compra.
—¿Aquí? —dijo la señora Flawse en tono burlón—. No voy a venir hasta aquí de ningún modo. No parece lo suficientemente grande como para que haya tiendas.
—Tiene un pequeño almacén y el cólera explica lo reducido de su tamaño.
—¿El cólera? —preguntó la señora Flawse, un tanto alarmada.
—La epidemia de 1842, más o menos —le explicó el viejo—. Se cargó a nueve décimas partes de la población. Los encontrará enterrados en el cementerio. Una cosa espantosa, el cólera, pero sin él los Flawse no estaríamos aquí.
El señor Flawse soltó una desagradable carcajada que no encontró ningún eco en su mujer. En aquel momento no tenía el más mínimo deseo de encontrarse donde se encontraba.
—Compramos las tierras por cuatro cuartos —prosiguió el señor Flawse—. Ahora lo llaman el Páramo del Hombre Muerto.
De pronto, oyeron una explosión a lo lejos.
—Debe de ser la artillería despilfarrando el dinero del contribuyente en el campo de tiro. Ya se irá acostumbrando al ruido. Cuando no es eso, son las explosiones en la cantera de Tombstone Law[5].
La señora Flawse se arropó con la manta de viaje. Hasta los nombres estaban impregnados de horror.
—¿Y cuándo llegaremos a Flawse Hall? —preguntó, para librarse del miedo. El viejo consultó su enorme Hunter de oro.
—Dentro de una media hora —dijo—, a eso de las cuatro y media.
La señora Flawse miró a través de la ventanilla, buscando casas de vecinos con todas sus fuerzas, pero no vio nada, sólo una extensión sin fin de tierras yermas y, de vez en cuando, algunas rocas que asomaban en la cima de las colinas. Mientras seguían adelante, empezó a soplar una ventolera. Finalmente, llegaron a otra pared con cerca y el señor Dodd volvió a apearse.
—La casa queda allá. No hay mejor vista que ésta —dijo el viejo, conforme se acercaban a ella.
La señora Flawse desempañó el cristal de la ventanilla y miró al exterior. Lo único que vio del hogar al que había revestido de tanta importancia no le pareció nada alentador. Flawse Hall, en la colina Flawse, justo al pie de Flawse Rigg, hacía honor a su nombre. Era un edificio enorme de granito gris con una torre en un extremo, que le recordaba a la prisión de Dartmoor en miniatura. De los altísimos muros de piedra que rodeaban tres de los lados de la casa emanaba la misma sensación de reclusión forzosa que transmitían los muros de la prisión, y la entrada abovedada era enorme y siniestra. Unos cuantos árboles, raquíticos y doblegados por el viento, se arracimaban junto al muro y más allá, hacia el oeste, vislumbró un sombrío bosque de pinos.
—Allí está el embalse —dijo el señor Flawse—. Desde abajo se ve la presa.
La señora Flawse vio la presa. Estaba construida con bloques de granito que ocupaban el valle entero y, al pie, fluía una pequeña corriente de agua por una acanaladura que recorría el valle, pasaba por debajo de un puente abovedado y seguía su curso otro medio kilómetro hasta desaparecer por un agujero oscuro de la ladera. La naturaleza y los sistemas de abastecimiento de aguas del siglo XIX habían conseguido que, en conjunto, la perspectiva que tenía ante sí fuera de lo más desconsolador. Incluso la puerta de hierro del puentecillo estaba cerrada y tenía púas, de modo que el señor Dodd tuvo que apearse de nuevo a abrirla para que pudieran cruzarlo con el carruaje. El señor Flawse miró la cima de la colina con orgullo y se frotó las manos con regocijo.
—¡Qué agradable es volver al hogar! —se refociló cuando los caballos iniciaron la lenta ascensión hasta la casa.
La señora Flawse no acababa de entender qué podía tener de agradable.
—¿Qué es esa torre del extremo? —le preguntó.
—Es la antigua torre fortificada. Mi abuelo la restauró en gran parte, pero la estructura de la casa se ha mantenido prácticamente intacta desde el siglo XVI.
A la señora Flawse no le cabía ninguna duda de ello.
—¿Una torre fortificada? —repitió en un murmullo.
—Un refugio para los hombres y el ganado cuando los escoceses atacaban por sorpresa. Los muros tienen tres metros de espesor y fueron necesarios más de un atajo de saqueadores escoceses y un montón de soldados del musgo para que alguien consiguiera abrirse paso hasta entrar allí donde no era bienvenido.
—¿Y qué son esos soldados del musgo? —le preguntó la señora Flawse.
—Ahora ya no existen, señora —le explicó el viejo—, pero antiguamente sí. Eran saqueadores fronterizos y ladrones de ganado de Redesdale y North Tynedale. Los decretos del rey no tuvieron ninguna validez en las tierras fronterizas hasta bien entrado el siglo XVII y, según cuentan algunos, hasta mucho más tarde. Habría hecho falta ser un procurador general muy valiente para aventurarse en estas tierras salvajes antes del 1700.
—Pero ¿por qué les llamaban soldados del musgo? —insistió la señora Flawse, para apartar sus pensamientos de la sombra vaga de aquella casa de granito.
—Porque dominaban el musgo y construían fortalezas con troncos enormes de roble que luego cubrían con musgo, para camuflarlos y al mismo tiempo impedir que les prendieran fuego. Debía de ser difícil encontrarlos entre tantos pantanos y ciénagas. Además, para eso habría hecho falta un hombre valiente, que no temiera la muerte.
—Yo diría que cualquiera que eligiese vivir aquí debía de tener por fuerza un arraigado deseo de morir —intervino la señora Flawse.
Sin embargo, el viejo no estaba dispuesto a que la Gran Certeza le apartara de su pasado glorioso.
—Puede usted decir lo que le parezca, señora, pero nosotros los Flawse estamos aquí desde sólo Dios sabe cuándo y ya aparecen Flawses acompañando a Percy en la batalla de Otterburn, tan celebrada en la canción.
Como si quisiera hacer hincapié en ese punto, se oyó otra granada que explotaba hacia el oeste, en el campo de tiro, y a medida que el ruido del estallido se fue apagando, les llegó otro sonido aún más siniestro: ladridos de perro.
—¡Dios santo! ¿Qué demonios es eso? —preguntó la señora Flawse muy asustada.
—La jauría de los Flawse, señora —dijo el señor Flawse, rebosante de alegría y dando unos golpecitos a la ventanilla con la empuñadura de plata de ley.
El señor Dodd les miró con la cabeza entre las piernas y, por primera vez, la señora Flawse vio que era un poco bizco. Bocabajo, su cara tenía un aspecto horriblemente lascivo.
—Dodd, vamos a pasar por el patio. A la señora Flawse le gustará ver los sabuesos.
La sonrisa patas arriba del señor Dodd le resultó un espectáculo espantoso y también le parecieron espantosos los sabuesos cuando el señor Dodd se apeó para abrir el pesado portalón de madera que cerraba la entrada abovedada. Surgieron en tropel, como una estampida, y rodearon la berlina. La señora Flawse los miró horrorizada.
—¿De qué raza son? Salta a la vista que no son zorreros —dijo, para deleite del viejo.
—Esos son sabuesos Flawse —dijo, al tiempo que una de aquellas bestias enormes pegaba un brinco y babeaba delante de la ventanilla con la lengua fuera.
—Los crío yo mismo, de la mejor raza. Los sabuesos de la primavera siguen el rastro de los del invierno, como dijo el gran Swinburne, y no encontraría perro que se lanzara con tanta fiereza sobre la pista de cualquier animal como estas bestias. Dos tercios de pastor de los Pirineos, por su fiereza y tamaño. Un tercio de labrador por la finura de su olfato y su habilidad para nadar y cobrar las piezas y, para terminar, otro tercio de lebrel por su rapidez. ¿Y qué resulta de todo eso, señora?
—Cuatro tercios —dijo la señora Flawse—, lo cual es absurdo. No se puede dividir nada en cuatro tercios.
—¿Ah, no? —la desafió el señor Flawse, en cuyos ojos el brillo había pasado del orgullo al enfado al verse tan contrariado—. Entonces, habrá que dejar entrar a uno para que lo inspeccione personalmente.
El señor Flawse abrió la portezuela y uno de aquellos híbridos enormes entró de un salto y le pringó la cara de babas antes de dedicar sus atenciones orales a su nueva dueña.
—¡Sáqueme esta cosa horripilante de encima! ¡Fuera de aquí, bestia! —gritó la señora Flawse—. ¡Basta ya! Virgen santísima…
Satisfecho porque había conseguido demostrar lo que quería, el señor Flawse echó al perro del carruaje a golpes y cerró la portezuela enseguida.
—Creo que convendrá conmigo, querida —dijo en un tono desagradable, volviéndose hacia su mujer—, en que tiene más de tres tercios de perro salvaje. ¿O acaso le gustaría examinarlo de nuevo más de cerca?
La señora Flawse lo examinó a él muy de cerca y le dijo que no le gustaría.
—Entonces, haga el favor de no llevarme la contraria en materia de eugenesia, señora —le advirtió, y ordenó a gritos al señor Dodd que siguiera adelante—. He realizado un estudio sobre la cuestión y no voy a tolerar que nadie me diga que estoy equivocado.
La señora Flawse se guardó sus pensamientos para sí. No eran agradables, pero sí iban a ser perdurables. El carruaje se detuvo al llegar a la puerta trasera. El señor Dodd dio toda la vuelta y surgió entre un mar de perros.
—¡Quítalos de en medio! —gritó el señor Flawse, imponiéndose a los ladridos—. Esas criaturas asustan a mi esposa.
Al cabo de un momento, el señor Dodd repartía latigazos a diestro y siniestro y los perros huían asustados por el patio. El señor Flawse se apeó y tendió la mano a la señora Flawse.
—No pretenderá que un hombre, a mi edad, se atreva a cruzar el umbral llevándola a usted en brazos —dijo con galantería—, pero Dodd actuará en calidad de representante. Dodd, lleva a tu señora.
—No hay ninguna necesidad… —dijo la señora Flawse.
Sin embargo, el señor Dodd obedecía órdenes, y de pronto se encontró demasiado cerca —para su tranquilidad espiritual— de aquella cara socarrona y lasciva, cuyo dueño la apretaba contra su cuerpo y entraba con ella en la casa.
—Gracias, Dodd —dijo el señor Flawse, que les había seguido dentro—. Se ha respetado la tradición. Ya puedes dejarla en el suelo.
Por un espantoso momento, la señora Flawse sintió que Dodd la agarraba con mayor fuerza todavía y le acercaba más la cara, pero enseguida relajó la presión y la dejó de pie en la cocina. La señora Flawse se arregló el vestido antes de echar una ojeada a su alrededor.
—Confío en que cuente con su aprobación, querida mía.
No contaba con ella, pero la señora Flawse no dijo nada. Si el exterior de Flawse Hall le había parecido triste, sombrío y profundamente repulsivo, aquella cocina, con sus grandes losas de piedra, le pareció auténticamente medieval. Es cierto que había un fregadero de piedra con grifo, lo cual significaba agua corriente —aunque fuera fría— y también un hornillo de hierro de las últimas etapas de la Revolución Industrial, pero no había ninguna otra cosa moderna, aunque sólo lo fuera vagamente. En el centro de la habitación habían colocado una mesa de madera sin barnizar, con bancos a ambos lados y unas sillas de madera de aspecto muy austero con el respaldo junto al hornillo.
—Bancos —le explicó el señor Flawse, cuando la señora Flawse los miró con aire interrogador—. Dodd y el bastardo suelen sentarse aquí por las noches.
—¿El bastardo? —preguntó la señora Flawse—. ¿Qué bastardo?
Por una vez, fue el señor Flawse quien tuvo que callarse.
—Le voy a enseñar el resto de la casa —dijo, guiándola por un pasillo.
—Si el resto se parece en algo a la cocina… —se quejó la señora Flawse, pero no se parecía.
Todo lo que en la cocina era triste y desnudo, en el resto de la casa estaba a la altura de las expectativas de la señora Flawse: muebles magníficos por doquier, tapices, grandes retratos y todas las contribuciones de muchas generaciones y de otros tantos matrimonios. De pie bajo la escalera curva, la señora Flawse soltó un suspiro de alivio mientras echaba un vistazo a su alrededor. Al contraer matrimonio con el viejo señor Flawse había hecho mucho más que casarse con un hombre que ya chocheaba: se había emparentado con una fortuna en antigüedades y plata. En todas las paredes sus ojos tropezaban con un Flawse que la miraba desde un retrato: Flawses con peluca, Flawses de uniforme y Flawses con chalecos elegantes, pero la cara de los Flawse siempre era la misma. Sin embargo, en un rincón descubrió un retrato pequeño y oscuro de alguien que no identificó como un Flawse con tanta facilidad.
—Murkett Flawse —dijo el viejo—. Un retrato póstumo, me temo.
La señora Flawse estudió el retrato con mayor detenimiento.
—Por su expresión yo diría que debió de tener una muerte bastante peculiar —dijo.
El señor Flawse asintió con la cabeza.
—Murió decapitado, señora, y tengo la impresión de que el verdugo debió de permitirse sus excesos la noche anterior y no tenía las ideas demasiado claras aquella mañana, porque tuvo que dar más golpes de los estrictamente necesarios.
La señora Flawse se apartó del horripilante retrato de la cabeza de Murkett Flawse y, juntos, fueron pasando de una habitación a otra. En todas ellas había algo que admirar y, en el caso de la señora Flawse, que valorar. Cuando llegaron de nuevo al vestíbulo de la entrada, la señora Flawse estaba ya convencida de que, al fin y al cabo, había hecho bien casándose con aquel viejo chiflado.
—Y ésta es mi habitación privada —anunció el señor Flawse, abriendo la puerta que quedaba a la izquierda del vestíbulo.
La señora Flawse entró en la estancia. En el hogar ardía un enorme fuego de carbón y, a diferencia del resto de la casa, que parecía húmeda y olía a moho, el estudio era cálido y acogedor y olía a libros encuadernados en piel y a tabaco. Había un gato viejo tendido en la alfombra, al calor del hogar, y las paredes estaban cubiertas de libros que resplandecían a la luz de las llamas. En el centro de la habitación había un escritorio con un hueco para acomodar las piernas, una lámpara de pantalla verde y un tintero de plata. La señora Flawse se acercó a la lámpara con la intención de encenderla y se encontró con que no había interruptor.
—Necesitará una cerilla —le advirtió el señor Flawse—. Aquí no hay electricidad.
—¿Cómo que no…? —dijo la señora Flawse, pero enseguida se quedó sin habla cuando cayó en la cuenta del significado profundo de aquella afirmación. Fueran cuales fueren los tesoros en plata y muebles elegantísimos que albergaba aquella casa, sin electricidad sus encantos sólo podían ser transitorios para la señora Flawse. Era de suponer que, sin electricidad, tampoco habría calefacción central, y aquel único grifo que había visto en el fregadero de la cocina sólo significaba agua fría. Dentro del estudio privado y aposento favorito de su marido, a salvo de los perros, la señora Flawse decidió que había llegado el momento de atacar. Se dejó caer pesadamente en un sillón enorme con altísimo respaldo de cuero que había junto a la chimenea, y miró a su esposo fijamente.
—Si se creía usted que podía traerme hasta aquí y esperar que viviera en una casa sin electricidad, sin agua caliente y sin ninguna de las comodidades modernas… —dijo con voz estridente mientras el viejo se agachaba para prender una astilla en el fuego.
El señor Flawse se volvió hacia ella y su esposa advirtió que echaba chispas por los ojos. A pesar de que la astilla se iba consumiendo en su mano, el señor Flawse parecía no darse cuenta.
—Mujer —le dijo en un tono de voz suave, pero tremendamente frío—, tendrá usted que aprender a no dirigirse nunca a mí en ese tono —le advirtió, poniéndose muy derecho.
Sin embargo la señora Flawse no se amilanaba con facilidad.
—Y usted tendrá que aprender a no llamarme «mujer» nunca más —le previno desafiante—, y no vaya a creerse que puede intimidarme, porque no se saldrá con la suya. Soy perfectamente capaz…
La llegada del señor Dodd, con bandeja de plata en mano y tetera cubierta, la dejó con la palabra en la boca. El señor Flawse le indicó que la dejara en la mesita que había junto al sillón y, hasta que el señor Dodd hubo salido de la habitación y cerrado la puerta sin hacer ruido, no volvió a estallar la tormenta. Cuando se desató de nuevo, lo hizo simultáneamente en los dos bandos.
—Ya le he dicho que… —dijo la señora Flawse.
—¡Mujer! —dijo a gritos el señor Flawse—, no voy a…
El hecho de hablar al unísono hizo que callaran de golpe y se quedaran mudos, sentados junto al fuego, comiéndose con los ojos. La señora Flawse fue la primera en romper la tregua y lo hizo con astucia.
—Es muy sencillo —dijo—. No tenemos por qué discutir. Instalaremos un generador de electricidad y ya verá usted la tremenda mejora que representa en su vida.
Pero el señor Flawse negó con la cabeza.
—Llevo noventa años viviendo sin electricidad y moriré sin ella.
—No me sorprendería nada —respondió la señora Flawse—, pero no acabo de comprender por qué tendría yo que irme con usted. Estoy acostumbrada al agua caliente y a las comodidades de mi hogar y…
—Señora —dijo el señor Flawse—, me he lavado con agua fría…
—Muy de tarde en tarde —le interrumpió la señora Flawse.
—Como le iba diciendo…
—Si no le gusta la electricidad, siempre nos queda el gas…
—No quiero artefactos modernos…
La pelotera se prolongó hasta la hora de cenar, y mientras tanto, en la cocina, el señor Dodd aguzaba el oído con interés sin dejar de remover el estofado de cordero que tenía en la cazuela.
«Ese pobre diablo no va a poder con lo que le ha caído encima», pensó para sí, y lanzó distraídamente un hueso a su viejo pastor escocés, que estaba junto a la puerta «Si la madre es así de severa, ¡cómo le habrá salido la mozuela!».
Y, con este pensamiento en mente, siguió trajinando por la cocina que había visto llegar y marcharse a un sinfín de mujeres Flawse a lo largo de siglos y siglos y en la que todavía persistían los olores de esos tiempos por los que Lockhart tanto suspiraba. El olfato del señor Dodd ni siquiera percibía aquel olor almizcleño a humanidad poco aseada, botas viejas y calcetines sucios, perros empapados y gatos roñosos, a jabón y a betún, a leche fresca y sangre caliente, pan sacado del horno y faisanes colgados a secar, y a todos los elementos propios de la dura vida que los Flawse habían llevado desde que se había construido el caserón. El señor Dodd formaba parte de aquel olor a almizcle y compartía su ranciedad, pero no tenía la más mínima intención de aceptar el nuevo ingrediente que había entrado en la casa.
Tampoco la tenía el señor Flawse cuando, después de una tristísima cena, se retiró en compañía de su esposa a un frío dormitorio, con un colchón de plumas impregnado de olor a humedad y a gallina recién desplumada. Fuera el viento silbaba en las chimeneas y de la cocina les llegaba el lamento apagado de la gaita de Northumbria del señor Dodd que tocaba «Edward, Edward». Parecía una balada muy apropiada para aquel momento tan lúgubre. En el primer piso, el señor Flawse estaba arrodillado junto a la cama.
—Oh, Señor… —pudo rezar antes de que su esposa lo interrumpiera.
—No hace falta que le pida perdón —le dijo—, porque no voy a permitirle que se acerque a mí hasta que hayamos llegado a un acuerdo.
El viejo le dirigió una mirada terrorífica sin levantarse.
—¿Un acuerdo? ¿Y qué acuerdo, señora mía?
—Un acuerdo inviolable según el cual usted se compromete a modernizar esta casa tan deprisa como le sea posible mientras yo, a la espera de ese momento, permanezco en mi hogar, con las comodidades a las que estoy acostumbrada. No me he casado con usted para morir de una neumonía.
El señor Flawse se puso en pie lentamente.
—Y yo no me he casado con usted —le espetó— para que una mocosa me dicte cómo tengo que organizar mi casa.
La señora Flawse tiró de la sábana hasta que llegó al cuello, desafiante.
—¡Y a mí no me grita nadie! —le replicó—. No soy ninguna mocosa. Sepa usted que soy una mujer respetable…
El aullido del viento a través de la chimenea y el hecho de que el señor Flawse acabara de coger el atizador la hicieron enmudecer de golpe.
—Conque respetable, ¿eh? ¿Y qué clase de mujer respetable es la que se casa con un viejo por dinero?
—¿Por dinero? —dijo la señora Flawse, sorprendida ante aquella prueba irrefutable de que aquel viejo chiflado no estaba tan chiflado como aparentaba—. ¿Y quién ha hablado de dinero?
—Yo —refunfuñó el señor Flawse—. Propuso y dispuso a su antojo. Y si se ha creído usted, aunque sólo sea por un momento, que no sabía lo que se proponía, anda muy desencaminada.
La señora Flawse decidió recurrir a la treta de las lágrimas.
—Por lo menos, creía que era usted un caballero —dijo entre sollozos.
—Ah, de modo que fue eso. Pues todavía es más bobalicona —dijo el viejo, tan descolorido como su camisa de dormir de franela roja—. Y con esos lloros no va a conseguir nada. Fue usted la que impuso la condición de convertirse en mi esposa si el bastardo se casaba con la mentecata de su hija. De modo que ahí lo tiene: ha elegido su cama y ahora le toca dormir en ella.
—No con usted —dijo la señora Flawse—. Antes preferiría morir.
—Por mí puede hacer lo que le venga en gana, señora. ¿Es su última palabra?
La señora Flawse vaciló y sopesó mentalmente la amenaza, el atizador y su última palabra. Sin embargo, seguía conservando la tozudez de alma de una Sandicott.
—Sí —respondió con osadía.
El señor Flawse arrojó el atizador al hogar y se dirigió a la puerta.
—Vivirá lo suficiente para arrepentirse de lo que acaba de decir, señora —refunfuñó entre dientes con rabia, y se marchó.
La señora Flawse se echó un rato porque aquel altercado la había dejado exhausta, pero enseguida se levantó de la cama y, haciendo un último esfuerzo, fue a cerrar la puerta con llave.