Si el mundo de Flawse Hall, en la colina Flawse, justo al pie de Flawse Rigg, Northumberland, había desempeñado un importante papel a la hora de convencer a Jessica de que Lockhart era el héroe que deseaba desposar, el mundo de Sandicott Crescent, East Pursley, Surrey, no había desempeñado un papel de ninguna clase en la decisión de Lockhart. Acostumbrado como estaba a los páramos abiertos de aquella región fronteriza entre Inglaterra y Escocia, en la que los sarapitos cantaban hasta que los abatía a balazo limpio, Sandicott Crecent, un callejón sin salida de doce casas acomodadas, construidas en jardines acomodados y ocupadas por inquilinos acomodados con ingresos acomodados, constituía un mundo totalmente distinto del que conocía. Construidas en la década de los treinta como una inversión por obra y gracia del previsor, aunque difunto, señor Sandicott, las doce casas lindaban por el sur con el campo de golf de Pursley y por el norte con una reserva de aves, que no era otra cosa que una franja de aulagas y abedules cuyo propósito no era tanto preservar la vida de las aves, como mantener el valor de la inversión del señor Sandicott. Al poco tiempo se había convertido ya en un enclave de grandes casas con jardines muy bien cuidados. Todas las casas respondían a un estilo distinto pero tenían un grado de comodidad similar, según la naturaleza del ingenio del arquitecto. Predominaba el pseudo Tudor, con algunas notas del estilo colonial español típico de los corredores de bolsa, como los característicos azulejos brillantes de color verde, y hasta había una de estilo Bauhaus británico, con tejado horizontal, ventanucos cuadrados y la tronera de rigor para darle un toque marinero. Y, por doquier, árboles y arbustos, césped y rocas, rosales trepadores, todo bien podado y recortado como muestra del refinamiento de sus propietarios y de lo selecto de la zona. En conjunto, Sandicott Crescent constituía el no va más del barrio residencial, el vértice del triángulo arquitectónico que señalaba el punto más alto del mapa topográfico de las ambiciones de la clase media. El resultado de todo ello eran impuestos municipales altísimos y alquileres fijos. A pesar de toda su prudencia, el señor Sandicott no había podido prever la Ley de Arrendamientos ni los impuestos sobre la plusvalía. Gracias a la primera no había forma humana de desahuciar a los inquilinos ni de aumentarles el alquiler para obtener unos beneficios decentes, y gracias a los segundos la venta de una casa proporcionaba mayores beneficios a Hacienda que a su propietario. Además, la Ley de Arrendamientos y los impuestos sobre la plusvalía hacían inútil la previsión del señor Sandicott con respecto al futuro de su hija. Y para terminar de agravar todavía más la situación —de acuerdo con la opinión de la señora Sandicott—, los habitantes de Crescent hacían muchísimo ejercicio, seguían una dieta sana y se negaban a hacerle el santo favor de morirse. La certeza de que tendría que cargar con doce casas invendibles, con unos alquileres que apenas cubrían los gastos de mantenimiento, fue el factor que acabó convenciendo a la señora Sandicott de que su hija había alcanzado ya la madurez que ella había ido retrasando con tanta terquedad. Si el señor Flawse se había librado de la carga de Lockhart, la señora Sandicott había hecho lo propio con Jessica, sin mayores indagaciones sobre la magnitud de la fortuna del señor Flawse. Tenía suficiente con saber que tenía cinco mil acres, una casa señorial y pocas expectativas de vida.
Cuando desembarcaron ya empezaba a tener sus dudas. El señor Flawse insistió mucho en coger un tren hacia Londres inmediatamente y, una vez allí, otro hasta Newcastle. Se había negado rotundamente a que la señora Flawse fuera a recoger sus cosas primero o a que le llevase al norte con su gran Rover.
—Señora —le explicó—, ese infernal motor de combustión no me merece ninguna confianza. Nací antes que él y no tengo la más mínima intención de morir con él.
El señor Flawse se opuso a todas las razones de la señora Sandicott y ordenó al mozo que subiera su equipaje al tren. El señor Flawse siguió al equipaje y la señora Flawse siguió a su marido. Lockhart y Jessica se fueron solos directamente al número 12 de Sandicott Crescent, después de prometer a la señora Sandicott que le harían llegar todas sus cosas a Flawse Hall con un camión de mudanzas tan pronto como les fuera posible.
Así pues, la joven pareja estrenó su heterodoxa vida conyugal en una casa de cinco dormitorios, dos plazas de garaje y un taller en el que el difunto señor Sandicott, que era un manitas con las herramientas, siempre andaba haciendo cosas. Todas las mañanas Lockhart salía de casa, iba andando hasta la estación y cogía el tren de Londres, donde había empezado su aprendizaje en las oficinas de Sandicott & Asociado bajo la tutela del señor Treyer. Las dificultades surgieron desde el principio. En realidad, tenían menos que ver con la habilidad de Lockhart para manejarse con los números —su limitada educación había hecho de él un gran experto en matemáticas— que con la franqueza con que tenía la costumbre de abordar problemas como el fraude fiscal o, como prefería llamarlo el señor Treyer, la protección de los ingresos.
—«Protección de los ingresos y del patrimonio» suena mucho mejor que fraude fiscal —solía decirle— y, ante todo, hay que ser positivos.
Lockhart decidió seguir su consejo combinándolo, eso sí, con la sencillez positiva que su abuelo adoptaba desde siempre frente a todas las cuestiones relacionadas con los impuestos sobre la renta. Como el anciano había gestionado siempre el grueso de sus negocios en efectivo, había adquirido el hábito de echar al fuego todas las cartas de Hacienda sin leerlas siquiera, pidiendo al señor Bullstrode que informara al puerco burócrata de turno que no ganaba dinero, sino que lo perdía. La adopción de ese método por parte de Lockhart en Sandicott & Asociado obtuvo buenos resultados al principio, pero acabó siendo catastrófico. El señor Treyer estaba encantado al ver que su bandeja de entradas estaba siempre tan vacía, hasta que una mañana que llegó más temprano de lo habitual descubrió que Lockhart utilizaba el retrete como incinerador para quemar todas las cartas que llevaban el membrete «Al servicio de Su Majestad», y comprendió por qué había dejado de recibir notificaciones de pago de un modo tan repentino. Y lo que era todavía peor: el señor Treyer venía usando ya desde hacía largo tiempo lo que denominaba la estratagema de la carta inexistente para confundir a los funcionarios de Hacienda, que acababan con crisis de nervios o pidiendo el traslado a otro destino. El señor Treyer estaba orgulloso de la técnica de la carta inexistente. En realidad, consistía en una serie de respuestas imaginarias que encabezaba con un «En respuesta a su carta fechada el día cinco que hace referencia…», cuando de hecho no se había recibido ninguna carta con fecha del día cinco. El consiguiente intercambio de negativas, cada vez más mordaces, por parte de los inspectores de Hacienda y de afirmaciones continuadas por parte del señor Treyer habían redundado en beneficio de los clientes de la oficina, pero en perjuicio de los nervios de los funcionarios. Sin embargo, aquel incendio premeditado de Lockhart le impedía utilizar la argucia de seguir encabezando cartas con aquel «En respuesta a su carta fechada el día cinco que hace referencia…», porque no podía estar seguro de que no se hubiera recibido ninguna.
—¡A estas alturas puede que nos hayan enviado media docena de asquerosas cartas del día cinco con información vital sobre asuntos que ahora mismo desconozco por completo! —se quejó a gritos a Lockhart, quien se apresuró a sugerirle que probara con el seis. El señor Treyer lo miró con ojos desorbitados—. ¡Esa sugerencia es absolutamente inútil porque también has quemado las de ese día! —gritó a voz en cuello.
—Bueno, usted me dijo que nuestro deber era proteger los intereses de nuestros clientes y ser positivos ante todo —le recordó Lockhart—, y eso es lo que he estado haciendo precisamente.
—¿Y cómo narices quieres que protejamos los intereses de nuestros clientes si no sabemos quiénes son? —le preguntó el señor Treyer.
—Sí que lo sabemos —dijo Lockhart—. Está todo ahí, en los archivos. Está, por ejemplo, el señor Gypsum, el arquitecto. El otro día, sin ir más lejos, estuve revisando su expediente. Hace dos años ganó 80.000 libras y sólo pagó a Hacienda 1.758. El resto desapareció todo en gastos. Vamos a ver si me acuerdo… Se gastó 16.000 libras en mayo en las Bahamas…
—¡Basta! —exclamó el señor Treyer, al borde de un ataque de apoplejía—. No quiero saber cuánto dinero se gastó… ¡Por el amor de Dios!
—Bueno, eso es lo que nos dijo él —insistió Lockhart—. Está todo en la carta que mandó. 16.000 libras en cuatro días. ¿Qué cree usted que pudo hacer con todo ese dinero en sólo cuatro días?
El señor Treyer se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en una mano. Tener que cargar con un deficiente mental de memoria fotográfica, que iba por ahí quemando todas las cartas oficiales con una falta de escrúpulos que rayaba en la locura, estaba acortando su vida a marchas forzadas.
—Vamos a ver —dijo, con toda la paciencia del mundo—, de ahora en adelante no quiero que te acerques siquiera a esos archivos, ni tú ni nadie, ¿me has entendido?
—Sí —dijo Lockhart—. Lo que no acabo de entender es por qué cuanto más rico eres, menos impuestos pagas. Gypsum gana la escalofriante suma de 80.000 libras y paga 1.758 con 40 peniques, mientras que la señora Ponsonby, que sólo obtiene unos ingresos de 6.315 libras con 32 peniques, tuvo que desembolsar 2.472. Lo que quiero decir es que…
—¡Cállate de una vez! —le interrumpió el señor Treyer—. No quiero oír ni una pregunta más, y que no te coja a menos de diez metros de los archivadores. ¿Está claro?
—Si usted lo dice… —dijo Lockhart.
—Sí lo digo —le respondió el señor Treyer—. Si te pescara aunque sólo fuera mirándolos… Bueno, vete.
Lockhart se fue y el señor Treyer trató de calmar sus nervios destrozados con una píldora rosa y un whisky servido en un vasito de papel. Al cabo de dos días ya tenía motivos para lamentar sus instrucciones. Al oír unos alaridos terribles procedentes de la habitación en la que tenía archivadas las declaraciones del impuesto sobre el valor añadido, acudió a todo correr y se encontró con un inspector de Aduanas y Consumo del Departamento del IVA tratando de sacar los dedos del cajón de un archivador, que Lockhart había cerrado de golpe cuando iba a coger un expediente.
—Bueno, usted me dijo que no permitiera que nadie se acercara a los archivadores —se justificó Lockhart, mientras se llevaban al inspector a que le viera un médico y le curara los cuatro dedos rotos. El señor Treyer lo miró fuera de sí y trató de pensar en la frase adecuada para describir su odio.
—Si hubiera metido mano en el expediente del IVA del señor Fixtein…
—¡Metido mano! —grito el señor Treyer casi tan alto como el inspector de IVA—. Ese pobre desgraciado no tendrá mano que meter después de lo que le acabas de hacer. Y lo que es aún peor, esta misma noche nos van a caer encima cien inspectores de Consumo para examinar nuestros libros con lupa. —Calló un momento para tratar de encontrar una solución que le sacara de aquel tremendo apuro—. Bueno, ahora mismo vas a ir a pedirle disculpas y le dirás que ha sido un accidente y así…
—Eso sí que no —se negó Lockhart—. No ha sido ningún accidente.
—¡Puñetas! ¡Eso ya lo sé! —chilló el señor Treyer—. Me imagino que si se le hubiera ocurrido meter dentro su maldita cabeza habrías hecho lo mismo.
—Lo dudo —dijo Lockhart.
—Yo no. De todos modos, no deja de ser un consuelo saber… —dijo el señor Treyer antes de que Lockhart acabara con el poco consuelo que había sentido.
—Lo habría cerrado de una patada —dijo Lockhart.
—¡Dios santo! —exclamó el señor Treyer—. Es como vivir con un asesino.
Aquella noche el personal de Sandicott & Asociado trabajó hasta muy tarde y estuvo trasladando expedientes con una furgoneta de alquiler a un granero, donde tendrían que permanecer hasta que amainara la tormenta IVA. A la mañana siguiente, a Lockhart le habían quitado todos los libros de contabilidad y tenía un despacho para él sólito.
—De ahora en adelante te quedarás aquí quietecito y, si se me ocurre algo de lo que te puedas encargar sin armar otro lío, te lo daré —le explicó el señor Treyer.
Lockhart se sentó delante del escritorio y esperó, pero pasaron cuatro días hasta que al señor Treyer se le ocurrió algo.
—Tengo que ir a Hatfield —le dijo— y a las doce y media espero la llegada de un tal señor Stoppard. Estaré de vuelta a eso de las dos, de modo que lo único que quiero que hagas es que te lo lleves a comer a cargo de la empresa y que no te presentes hasta que yo esté de regreso. Me parece que no será demasiado difícil. Limítate a invitarlo a comer. ¿Entendido?
—¿A invitarlo a comer? —preguntó Lockhart—. ¿Y quién lo va a pagar?
—La empresa, botarate. He dicho una comida a cargo de la empresa, ¿lo recuerdas?
El señor Treyer se marchó un tanto abatido pero con el convencimiento de que era casi imposible que Lockhart convirtiera un almuerzo con uno de los clientes más antiguos de la empresa en un desastre total. El señor Stoppard era un hombre reservado y, como era un gourmet, apenas hablaba durante las comidas. A su vuelta, el señor Treyer se encontró con un señor Stoppard de lo más locuaz. El señor Treyer trató de apaciguarlo y, cuando finalmente consiguió librarse de él, mandó llamar a Lockhart.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo se te ha ocurrido llevar a ese pobre hombre a un fish and chip? —le preguntó, tratando de mantener bajo control la tensión arterial.
—Bueno, usted me ha dicho que se trataba de una comida a cargo de la empresa y que la tendríamos que pagar nosotros, de modo que he pensado que no valía la pena malgastar el dinero y…
—¿Pensado, dices? —gritó el señor Treyer, dejando que su tensión arterial se pusiera por las nubes—. ¿Pensado? ¿Y malgastar el dinero? ¿Para qué caray crees que sirven las cuentas de gastos sino para malgastar el dinero? Las comidas son desgravables.
—¿Quiere decir que cuanto más cuesta un almuerzo menos tenemos que pagar? —le preguntó Lockhart.
—Sí —suspiró el señor Treyer—, eso es exactamente lo que quiero decir. La próxima vez…
La próxima vez Lockhart llevó a un fabricante de zapatos de Leicester al Savoy Grill y le obsequió con una cena regada con vino por la cantidad de ciento cincuenta libras, pero se negó a pagar más de cinco cuando le presentaron la cuenta. Fue necesaria la intervención del fabricante de zapatos y del señor Treyer, que acudió inmediatamente a pesar de estar con gripe, para convencer a Lockhart de que abonara las ciento cuarenta y cinco libras de diferencia y les compensara por los destrozos y daños causados a tres sillas y a cuatro camareros en el transcurso del altercado que sobrevino. Después de este incidente, el señor Treyer escribió una carta a la señora Flawse en la que la amenazaba con presentar su dimisión si no desterraba a Lockhart lejos de la compañía y, mientras esperaba la respuesta, prohibió terminantemente a Lockhart salir de su despacho salvo para hacer sus necesidades.
A pesar de que Lockhart, por expresarlo de la manera más suave que permite el lenguaje moderno, estaba sufriendo un problema de reajuste laboral en Wheedle Street, su matrimonio seguía su curso con tanta dulzura como había empezado. Y con la misma castidad. Lo que faltaba no era amor —Lockhart y Jessica estaban apasionadamente enamorados— sino sexo. Las diferencias anatómicas entre machos y hembras, que había detectado ya en los conejos mientras los despellejaba, resultaron ser las mismas en las personas. El tenía huevos y Jessica no. Jessica tenía pechos, y además grandes, pero él no, o, por lo menos, los tenía en su manifestación más embrionaria. Para complicar todavía más las cosas, cuando se acostaban por la noche y se abrazaban, él tenía una erección y Jessica no. Además, era demasiado caballeroso y demasiado valiente como para confesar que luego tenía que padecer lo que vulgarmente se conoce con el nombre de «huevos duros», que le mantenía despierto y agonizando buena parte de la noche. Lo único que hacían era abrazarse y besarse. De lo que venía después de eso, Lockhart no tenía ni idea y Jessica tampoco. La obstinación de su madre por retrasar su madurez había sido un éxito tan completo como la determinación que puso el señor Flawse en que su nieto no heredara ninguno de los vicios sexuales de su madre. Para agravar todavía más esta ignorancia, la educación de Lockhart, basada en las más antiguas virtudes tradicionales, complementaba el gusto de Jessica por las más nauseabundas novelas antiguas románticas en las que nunca se mencionaba el sexo. Esta combinación tan peligrosa les llevaba a idealizarse mutuamente hasta tal punto que a Lockhart le resultaba imposible concebir nada más positivo que adorar a Jessica y a Jessica le resultaba imposible concebir. En pocas palabras, el matrimonio no se consumó y cuando, pasadas seis semanas, Jessica tuvo su menstruación de un modo más público que en otras ocasiones, la primera reacción de Lockhart fue llamar a una ambulancia. Sin embargo, Jessica, un tanto acongojada, logró disuadirlo.
—Ocurre una vez al mes —le explicó, con una compresa en una mano mientras le impedía descolgar el teléfono con la otra.
—No es cierto —dijo Lockhart—. Yo no he sangrado así en mi vida.
—A las chicas —le aclaró Jessica—, a los chicos no.
—Pues yo sigo diciendo que deberías dejar que te viera un médico —insistió Lockhart.
—Pero si hace ya un montón de tiempo que lo tengo.
—Razón de más para ir al médico. No hay duda de que es algo crónico.
—Está bien, si insistes… —cedió Jessica, y Lockhart insistió.
Así, una mañana, mientras Lockhart se dedicaba a su vigilia solitaria en la oficina, Jessica se fue al médico.
—Mi marido está preocupado porque sangro —le explicó—. Yo ya le he dicho que no sea tonto, pero insiste.
—¿Su marido? —logró balbucir el médico cinco minutos después, al descubrir que la señora Flawse era todavía virgen—. ¿Ha dicho usted su marido?
—Sí —le confirmó Jessica con orgullo—. Se llama Lockhart. Es un nombre precioso, ¿no le parece?
El doctor Mannet se quedó callado un momento, pensando en el nombre, en el patente atractivo de Jessica y en que, en lugar de tener el corazón cerrado[3], el señor Flawse debía de tener el pene cerrado a cal y canto para no haberse excedido sexualmente ante la proximidad de una esposa tan bonita. Una vez examinados tales presupuestos, adoptó la actitud de consejero y se apoyó en el escritorio para ocultar su propia reacción física.
—Y dígame, señora Flawse —dijo con una urgencia provocada por la certeza casi absoluta de que estaba a punto de sufrir una eyaculación espontánea—, su marido no la ha… —Se calló y tuvo un estremecimiento terrible en la silla—. Lo que quiero decir —prosiguió, cuando la convulsión hubo cesado—, bueno… permítame usted que se lo plantee de este modo, ¿acaso se ha negado usted a que… mmm… la toque?
—Desde luego que no —dijo Jessica, que había estado observando los penosos esfuerzos del médico con cierta preocupación—. Siempre estamos abrazándonos y besándonos.
—Abrazándose y besándose —repitió el doctor Mannet con un gemido—. Sólo abrazándose y… ehhh… besándose. ¿Y nada más?
—¿Más? —preguntó Jessica—. ¿Qué más?
El doctor Mannet miró aquel rostro angelical con desesperación. A pesar de su dilatada carrera como médico generalista, era la primera vez que tenía que enfrentarse a una mujer preciosa que no sabía que el matrimonio consistía en algo más que en abrazarse y besarse.
—¿No hacen nada más en la cama?
—Bueno, dormimos… como es natural —dijo Jessica.
—Por Dios —murmuró el doctor Mannet—, duermen. ¿Y no hacen nada más?
—Lockhard ronca —confesó Jessica, después de pensar un buen rato—, pero no se me ocurre ninguna otra cosa en particular.
Al otro lado del escritorio, al doctor Mannet sí se le ocurría, y eso que hacía todo lo posible por contenerse.
—¿Y a usted no le han explicado nunca de dónde vienen los niños? —le preguntó, adoptando aquella especie de infantilismo caprichoso que parecía emanar de la señora Flawse.
—De las cigüeñas —dijo Jessica, sin dudarlo.
—¿De las cigalas? —se confundió el doctor Mannet, cuya cigala le estaba volviendo a hacer la jugarreta.
—O de las garzas… siempre se me olvida. Los traen colgados del pico.
—¿Del pico? —repitió el doctor Mannet soltando un gorgorito, inmerso definitivamente en el mundo del parvulario.
—En un hatillo —añadió Jessica, completamente ajena al efecto que causaban sus palabras—. Tienen unos hatillos de tela y los llevan colgados del pico. Tiene que haberlo visto en fotografías. Y las mamás se ponen contentísimas. ¿Le ocurre algo?
El doctor Mannet tenía la cabeza entre las manos y la mirada fija en el bloc de recetas. Se le había agotado el ingenio.
—Señora Flawse, querida señora Flawse —gimió, cuando hubo pasado el momento crítico—, si me deja usted su número de teléfono… O mejor todavía, ¿le importaría a usted que tuviera una pequeña charla con su marido, Lockprick[4]…?
—Hart —le corrigió Jessica—, Lockhart. ¿Quiere que venga a verle?
El doctor Mannet asintió con la cabeza sin apenas fuerzas. Hasta entonces, siempre había estado en contra de las sociedades permisivas, pero en aquel momento tenía que reconocer que tenían algunos puntos en su favor.
—Usted pídale que venga a verme, ¿de acuerdo? Discúlpeme si no la acompaño. Ya debe de conocer la salida.
Jessica salió y pidió hora para Lockhart. Mientras tanto, en el consultorio el doctor Mannet trataba de arreglarse los pantalones a toda prisa y se ponía una bata para ocultar los estragos que había causado Jessica.
Sin embargo, si bien la señora Flawse había resultado una paciente inquietante pero agradable, su marido resultó ser todavía más inquietante pero, sin lugar a dudas, nada agradable. Desde el primer momento Lockhart observó al doctor con una suspicacia peligrosa, producto de la relación que le había hecho Jessica de las preguntas insidiosas y chismosas del doctor Mannet y de su curiosidad por la ginecología en general. Cuando el doctor Mannet se calló, después de haber estado hablando durante cinco minutos, la suspicacia se había esfumado, pero el peligro se había multiplicado por dos.
—¿Me está sugiriendo usted —dijo Lockhart con un aspecto tan siniestro que a su lado el más temible de los dioses aztecas hubiera parecido amable— que debería introducir eso que usted ha decidido llamar mi pene en la persona de mi mujer y que dicha introducción tendría que llevarse a cabo a través del orificio que tiene entre las piernas?
El doctor Mannet asintió con la cabeza.
—Más o menos —musitó—, pero yo nunca lo plantearía de ese modo.
—Pero es que resulta que ese orificio —prosiguió Lockhart, más furioso que nunca— es demasiado pequeño y, al desgarrarse, causaría a mi mujer dolor y sufrimiento y…
—Sólo temporalmente —le aclaró el doctor Mannet—. Además, si tuviera usted algún reparo, siempre podría encargarme de practicarle una pequeña incisión.
—¿Que si tengo reparos? —refunfuñó Lockhart al tiempo que agarraba al médico de la corbata—. Si se ha creído usted, aunque sólo sea por un momento, que voy a permitir que toque a mi mujer con su asquerosa pilila…
—Con mi pilila no, señor Flawse —consiguió articular el médico, medio asfixiado—, con un bisturí.
La sugerencia había sido poco acertada. A medida que el apretón de la mano de Lockhart se fue haciendo más fuerte, el doctor Mannet pasó del castaño rojizo al violeta, y ya estaba asomando el negro cuando Lockhart lo soltó y lo devolvió a su silla de un empujón.
—Si se acerca a mi mujer con un bisturí —le previno—, lo despellejaré como si fuera un conejo y me comeré sus huevos para desayunar.
El doctor Mannet trató de recuperar la voz mientras pensaba en esa muerte tan horrible.
—Señor Flawse —consiguió musitar finalmente—, permítame que me explique. La finalidad de lo que yo llamo pene y que usted prefiere denominar su pilila no es únicamente hacer aguas. No sé si me explico…
—Se explica usted perfectamente —dijo Lockhart—, por no decir de un modo sumamente repugnante.
—Quizá sí —prosiguió el doctor Mannet—. En el transcurso de su adolescencia tiene que haber notado, en algún momento u otro, que el pe… la pilila le procuraba sensaciones agradables.
—Supongo que sí —admitió Lockhart de mala gana—. Por las noches.
—Exactamente —se animó el médico—. Por las noches tenía usted sueños húmedos.
Lockhart tuvo que reconocer que sí tenía sueños y que, en ocasiones, de consecuencias húmedas.
—Muy bien —dijo el médico—, ahora ya vamos mejor. Y en esos sueños, ¿no sentía usted un deseo irresistible de mujeres?
—No —repuso Lockhart—, de eso estoy absolutamente seguro.
El doctor Mannet meneó la cabeza a conciencia para librarse de la sensación de estar tratando con un homosexual desconocedor de su condición pero recalcitrante que, además de mostrarse desagradable, podía desatar sus instintos asesinos. El doctor Mannet decidió andarse con pies de plomo.
—¿Le importaría contarme de qué trataban sus sueños?
Lockhart escarbó en su memoria unos instantes.
—De ovejas —dijo finalmente.
—¿De ovejas? —repitió el doctor Mannet con un hilillo de voz—. ¿Tenía usted sueños húmedos sobre ovejas?
—Si eran húmedos o no, no sabría decirle —dijo Lockhart—, pero estoy seguro de que soñaba muy a menudo con ovejas.
—¿Y les hacía usted algo especial, a esas ovejas con las que soñaba?
—Las mataba a tiro limpio —respondió Lockhart sin vacilar.
La sensación de irrealidad del doctor Mannet se acentuó de un modo alarmante.
—En sus sueños mataba usted ovejas a tiro limpio —dijo el doctor Mannet absolutamente perplejo—, ¿es eso lo que ha matado… digo… manifestado?
—Disparaba contra ellas soñando y despierto —explicó Lockhart—. De todos modos, no tenía mucho donde elegir, así que les daba a mil trescientos metros de distancia.
—¿Disparaba usted… —repitió el doctor Mannet, que empezaba a sentirse pediatra—, disparaba usted contra ovejas a mil trescientos metros de distancia? ¿Y no es eso un poco difícil?
—Bueno, hay que afinar un poco la puntería, pero a esa distancia siempre tienen la posibilidad de escapar.
—Sí, supongo que sí —dijo el médico, que hubiera deseado contar con esa posibilidad—. Y después de abatirlas, ¿tenía eyaculaciones espontáneas?
Lockhart lo miró con una mezcla de preocupación y de asco.
—No sé de qué demonios me está usted hablando —respondió—. Primero se dedica a manosear a mi esposa y luego le pide que venga a verle y se pone a hablar de las jodidas ovejas…
—¡Ajá! —exclamó el doctor Mannet aprovechando aquella expresión y pensando en zoofilia—, ¿de modo que después de matarlas jodia usted con ellas?
—¿Sí? —preguntó Lockhart, que ya había oído la palabrita de cinco letras en boca del señor Treyer, que la pronunciaba muy a menudo en su versión de seis letras cuando hablaba con o sobre Lockhart. Normalmente, aparecía como adjetivo de idiota.
—Bueno, eso debería saberlo usted —dijo el doctor Mannet.
—Quizá lo hacía —respondió Lockhart, que no lo sabía—. Bueno, de todos modos, nos las zampábamos para cenar.
El doctor Mannet tuvo un escalofrío. Si Lockhart seguía con aquel tipo de revelaciones tan salvajes, acabaría por tener que someterse a tratamiento.
—Señor Flawse —dijo, decidido a cambiar de tema—, lo que hiciera o dejara usted de hacer con las ovejas ya no tiene ninguna importancia. Su esposa vino a verme porque usted estaba preocupado por su menstruación…
—A mí lo que me preocupaba era su hemorragia —le aclaró Lockhart.
—Precisamente, su período menstrual. Nosotros lo llamamos menstruación.
—Pues yo lo llamo horrible —insistió Lockhart— y preocupante.
El doctor Mannet también, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para no decirlo.
—Vamos a ver, todo esto es muy sencillo. Toda mujer…
—¡Señora! —le corrigió Lockhart, enfadado.
—¿Señora?
—Haga usted el favor de no llamar mujer a mi esposa. Es una señora radiante, preciosa, angelical…
El doctor Mannet perdió los estribos. Para ser más exactos, perdió la memoria y olvidó lo propenso que era Lockhart a la violencia.
—Eso no tiene ninguna importancia —le interrumpió—. Cualquier mujer que no tenga reparos en vivir con un hombre que reconoce sin tapujos una preferencia por joder con ovejas tiene que ser un ángel, no importa lo radiante y preciosa…
—Para mí sí importa —dijo Lockhart, dando por zanjada la discusión.
El doctor Mannet se contuvo.
—Muy bien. Aunque la señora Flawse sea toda una señora, no es por ello menos cierto que, como una señora que es, su cuerpo produce un óvulo todos los meses de un modo natural, que desciende por sus trompas de Falopio y que, en caso de no ser fecundado, expulsa en forma de…
El doctor Mannet se quedó encallado de nuevo porque Lockhart se había vuelto azteca otra vez.
—¿Qué quiere decir con eso de fecundado? —rezongó.
El doctor Mannet se devanó los sesos tratando de encontrar el modo de explicarle el proceso de fecundación del óvulo sin ofenderlo.
—Lo que debe usted hacer —dijo, con un tranquilidad nada natural— es introducir el pe… Dios santo… la pilila en la vagina de su señora y… por el amor de Dios… —Desesperado, se rindió y se puso en pie.
Lockhart hizo lo propio.
—¡Ya volvemos con ésas! —gritó—. Primero me habla de usar estiércol con mi mujer y ahora de meterle la pilila…
—¿Estiércol? —exclamó el doctor Mannet, retrocediendo hasta el rincón—. ¿Quién ha hablado de estiércol?
—El estiércol es un fertilizante —le explicó Lockhart a voz en grito—. Cavar y fertilizar. Eso es lo que se hace en el huerto y si piensa usted que…
Pero el doctor Mannet ya no estaba en situación de pensar. Lo único que deseaba era seguir sus instintos y salir por piernas del consultorio antes de que aquel maníaco obsesionado con las ovejas le volviera a poner las manos encima.
—¡Enfermera, enfermera! —gritó al ver que Lockhart se acercaba a él a grandes zancadas—. ¡Por el amor de Dios…!
Pero la furia de Lockhart ya se había desvanecido.
—Y a esto le llaman médico —refunfuñó, y se fue.
El doctor Mannet se desplomó en su silla y llamó a su socio. Después de autorrecetarse treinta miligramos de Valium y de tragárselos acompañados de vodka, estuvo en condiciones de ordenar palabras en una secuencia coherente y decidió tachar para siempre al señor y la señora Flawse de su clientela.
—No vuelva a dejarlos pasar a la sala de espera nunca más —instruyó a la enfermera—. So pena de muerte.
—¿Y no podríamos hacer nada por la pobre señora Flawse? —le pidió la enfermera—. Parecía una chica tan dulce…
—Yo le aconsejaría el divorcio inmediato —repuso el doctor Mannet—. De no ser posible, nos quedaría la histerectomía. Sólo de pensar que ese hombre puede procrear…
Ya en la calle, Lockhart alivió la tensión de mandíbulas y puños. Después de haberse pasado el día sin hacer absolutamente nada, encerrado en un despacho que, por lo demás, estaba vacío, el consejo del médico había sido la gota que colma el vaso. Aborrecía Londres, al señor Treyer, al doctor Mannet, East Pursley y todo cuanto tenía que ver con aquel mundo podrido y malsano al que se había visto arrojado por culpa de su matrimonio. Todas y cada una de sus cosas entraban en conflicto irreconciliable con los valores que le habían enseñado a respetar. En lugar de ahorro, se encontraba con almuerzos a cuenta de la empresa y con tipos de interés inflacionistas que eran lisa y llanamente de usurero; en lugar de valentía y belleza conocía a hombres que eran unos cobardes redomados —los alaridos de socorro del médico le habían convertido en un ser demasiado despreciable para recibir un puñetazo—, en todos los edificios no descubría más que fealdad y una sórdida obediencia a lo funcional y, para acabar de rematarlo, estaba esa preocupación omnipresente por una cosa a la que llamaban sexo, con la que cobardes cochinos como el doctor Mannet pretendían sustituir el amor. Lockhart paseaba por la calle pensando en su amor por Jessica. Era un amor puro, sagrado y maravilloso. Se consideraba su protector, y pensar que tenía que hacerle daño sólo para demostrarse a sí mismo que era un marido cumplidor le repelía hasta lo más profundo. Pasó por delante de un kiosco con los expositores llenos de revistas que mostraban mujeres desnudas en su mayoría, vestidas con mínimas bragas o con impermeables de plástico, y se le revolvió el estómago de asco al pensar en su supuesto atractivo. El mundo era un lugar podrido y corrupto y deseaba fervientemente regresar a la colina Flawse, con la escopeta entre las manos y algún que otro blanco identificable en el punto de mira, mientras su querida Jessica esperaba su regreso y la cena, sentada junto al hornillo de hierro de la cocina de losas de piedra. Y junto con ese deseo llegó la decisión de convertirlo en realidad.
Un buen día cogería al podrido mundo entero y le impondría su voluntad contra viento y marea y entonces la gente sabría qué significaba cruzarse con Lockhart Flawse. Pero lo primero era regresar a casa. Por un momento pensó en coger el autobús, pero luego cayó en la cuenta de que sólo había nueve kilómetros hasta Sandicott Crescent y Lockhart estaba acostumbrado a cubrir a pie cuarenta y cinco kilómetros diarios a través de las colinas verdes de las tierras fronterizas entre Escocia e Inglaterra. Furioso con todo el mundo, excepto con Jessica, su abuelo y el señor Dodd, Lockhart echó a andar por la calle a grandes zancadas.