3

La imaginación desempeñaba también un papel muy importante en el amor que empezaba a florecer entre Lockhart y Jessica. Después de zambullirse en la piscina, se divertían en el agua como un par de criaturas o jugaban a badmington en cubierta, y a medida que iban pasando los días y el barco navegaba hacia el sur hasta adentrarse en aguas ecuatoriales, su pasión fue creciendo sin palabras. Bien, no exactamente sin palabras, pero cuando se hablaban durante el día su conversación era absolutamente prosaica. Sólo por la noche, cuando la generación de los viejos bailaba el quickstep al son de la orquesta del transatlántico, se quedaban a solas mirando la espuma blanca del agua que se rizaba contra los costados del barco y expresaban sus sentimientos, cada cual a través de los valores que su respectiva educación había ensalzado. Sin embargo, incluso entonces, se decían lo que sentían a través de otras personas y de otros lugares. Lockhart le hablaba del señor Dodd y de cómo, por las noches, solía sentarse con él en el banco de la cocina con losas de piedra, con el hornillo de hierro negro ardiendo entre los dos, mientras el viento aullaba fuera, en la chimenea, y la gaita del señor Dodd gemía dentro de la casa. O le contaba cómo solían ir juntos a reunir el rebaño de ovejas o se aventuraban a cazar en el valle de árboles frondosos conocido como Slimeburn, donde el señor Dodd extraía carbón de la galería de una mina excavada en 1805. Luego estaban las excursiones de pesca al gran embalse bordeado de pinos que quedaba a un kilómetro y medio de distancia de Flawse Hall. Jessica veía aquello con nítida claridad a través de la bruma literaria de Mazo de la Roche y Bronté y de todas las novelas rosas que había leído. Lockhart era el joven galán que se había presentado para dejarla arrebatada de amor, arrancarla del aburrimiento de su vida en East Pursley y del cinismo de su madre y llevársela al país de nunca jamás de Flawse Hall, en la colina Flawse, justo al pie de Flawse Rigg. Allí el viento aullaba con fiereza y la nieve lo cubría todo con su espeso manto, pero dentro de la casa todo era cálido: la madera antigua, los perros, la música de la gaita de Northumbria del señor Dodd y el viejo señor Flawse sentado a la mesa oval de caoba del comedor, departiendo a la luz de las velas cuestiones de mucha importancia con sus dos amigos, el doctor Magrew y el señor Bullstrode. En el tapiz que tejieron las palabras de Lockhart fue creciendo la imagen de un pasado que anhelaba convertir pronto en su futuro.

La mente de Lockhart, sin embargo, trabajaba de un modo más práctico. Para él, Jessica era un ángel de belleza radiante al cual estaba dispuesto a ofrecer, si no su propia vida, por lo menos la de cualquier cosa que se moviera dentro del radio de alcance de su escopeta de mayor calibre.

Pero mientras los jóvenes sólo estaban enamorados implícitamente, los viejos hablaban sin pelos en la lengua. Tendida ya la trampa para una nueva ama de llaves, el señor Flawse se dispuso a esperar la respuesta de la señora Sandicott. Tardó más de lo que esperaba. La señora Sandicott no era una mujer a la que le gustara que le vinieran con prisas y lo había planeado todo con extremo cuidado. De una cosa estaba segura: si el señor Flawse quería a Jessica como nuera, tendría que aceptar a su madre como esposa. Planteó la cuestión con el debido cuidado a través de una alusión al patrimonio.

—Si Jessica se casara —dijo una noche después de la cena—, me quedaría sin hogar.

El señor Flawse manifestó el deleite que despertaba en él la noticia pidiendo una segunda copa de coñac.

—¿Y cómo es eso, señora? —le preguntó.

—Porque mi pobre y querido esposo, que en paz descanse, dejó a nuestra hija las doce casas de su propiedad de Sandicott Crescent, incluida la nuestra, y yo jamás podría vivir con una pareja de jóvenes recién casados.

El señor Flawse la comprendía. Había vivido el tiempo suficiente con Lockhart como para ser consciente de los peligros que entrañaba compartir una casa con aquel bruto.

—Siempre le quedaría Flawse Hall, señora. Sería muy bienvenida.

—¿En calidad de qué? ¿Cómo huésped temporal, o quizá estaba usted pensando en un arreglo más permanente?

El señor Flawse vaciló. Había detectado una inflexión en la voz de la señora Sandicott que le insinuaba que la clase de arreglo permanente que le rondaba por la cabeza no iba a ser del todo de su agrado.

—No tiene por qué ser nada temporal el que sea usted nuestra invitada, señora. Podría quedarse el tiempo que quisiera.

Los ojos de la señora Sandicott brillaron con destellos de acero de barrio residencial.

—¿Y qué pensarían los vecinos, señor Flawse?

El señor Flawse vaciló de nuevo. El hecho de que sus vecinos más próximos estuvieran en Black Pockrington, a diez kilómetros de distancia, y que le importara un rábano lo que pensaran, presentaba un panorama que le había hecho perder demasiadas amas de llaves y que tampoco atraería a la señora Sandicott.

—Creo que lo comprenderían —mintió. Sin embargo, la señora Sandicott no estaba dispuesta a dejarse embaucar con aquel tipo de evasivas sobre la comprensión.

—Tengo que pensar en mi reputación —le recordó—. No consentiría nunca en permanecer sola en una casa con un hombre sin que existiera un estatus legal que lo justificara.

—¿Un estatus legal, señora? —preguntó el señor Flawse, y se tomó un trago de coñac para calmar sus nervios. Aquella maldita mujer se le estaba declarando.

—Me parece que ya me entiende usted —dijo la señora Sandicott.

El señor Flawse no respondió. El ultimátum estaba demasiado claro.

—Así pues, si la joven pareja se casara —añadió, sin ningún tipo de piedad—, y repito «si», entonces creo que tendríamos que empezar a plantearnos nuestro futuro.

El señor Flawse pensó en su futuro y descubrió que era un tanto incierto. La señora Sandicott no era una mujer carente de atractivos. En las fantasías de sus sueños se había encargado ya de desnudarla y había descubierto que su cuerpo rollizo era pero que muy de su agrado. Por otra parte, las esposas tenían sus inconvenientes: tenían una marcada tendencia a ser mandonas. Además, si bien siempre podía despachar a un ama de llaves mandona, no podía hacer lo mismo con una esposa, y la señora Sandicott, a pesar de su trato considerado, parecía una mujer muy tozuda. Pasar el resto de su vida con una mujer obstinada no era precisamente lo que había calculado, pero si eso significaba librarse del bastardo de Lockhart quizá valía la pena arriesgarse. Por otra parte, disponía del aislamiento de Flawse Hall para domar a la mujer más obstinada del mundo y en el señor Dodd encontraría siempre a un aliado. Sí, el señor Dodd sería siempre su aliado y no era precisamente un hombre sin recursos. Por lo demás, aunque no se podía despachar a una esposa, una esposa tampoco podría abandonarlo nunca como hacían las amas de llaves. El señor Flawse sonrió mirando la copa de coñac y asintió con la cabeza.

—Señora Sandicott —dijo con una familiaridad insólita en él—, ¿me equivoco al suponer que no le desagradaría ver cambiado su nombre por el de señora Flawse?

La señora Sandicott asintió rebosante de alegría.

—Me haría muy feliz, señor Flawse —dijo, tomando entre las suyas la mano manchada del viejo.

—Si es así, permítame que la haga feliz, señora —dijo el anciano, pensando en su fuero interno que, una vez la tuviera allá, en Flawse Hall, ya se las arreglaría para colmarla de felicidad de un modo u otro. Como si quisiera celebrar la futura unión de las dos familias, la orquesta del transatlántico arrancó con un foxtrot. Cuando hubo terminado, el señor Flawse retomó la discusión de asuntos más prácticos.

—Debo advertirle que Lockhart necesitará un empleo —dijo—. Siempre he pensado en él para la administración de la finca que un día heredará, pero dado que su hija tiene doce casas…

La señora Sandicott acudió en su rescate.

—Tenemos todas las casas alquiladas con contratos largos y la junta de alquileres se encarga de fijar las tarifas —le explicó—, pero nuestro querido Lockhart siempre tendrá un puesto en la compañía de mi difunto esposo. Tengo entendido que tiene facilidad para los números.

—Tiene una base de aritmética excelente. Y eso puedo afirmarlo sin sombra de duda.

—Si es así, no tendrá ningún problema en Sandicott & Asociado, Peritos Mercantiles y Asesores Fiscales —sentenció la señora Sandicott.

El señor Flawse se felicitó por su buen ojo.

—Entonces ya está todo dicho —dijo—. Lo único que quedaría por determinar es la cuestión de la boda.

—De las bodas —le corrigió la señora Sandicott, haciendo hincapié en el plural—. Siempre he tenido la ilusión de que Jessica se casara en una iglesia.

El señor Flawse negó con la cabeza.

—A mi edad, señora, sería un tanto incongruente celebrar una boda en una iglesia, seguida tan de cerca por un funeral. Preferiría algo más alegre. No tema, tengo aversión a los juzgados.

—Oh, y yo —le dio la razón la señora Sandicott—. Son tan poco románticos…

Sin embargo, el romanticismo no tenía nada que ver con la aversión que sentía el viejo al pensar en Lockhart casándose en un juzgado. Acababa de caer en la cuenta de que, sin partida de nacimiento, le sería imposible librarse de aquel cochino. Y, además, estaba la cuestión de su ilegitimidad, que había que mantener en secreto.

—No veo por qué no podría casarnos el capitán —se le ocurrió finalmente.

La señora Sandicott se emocionó sólo de pensarlo. Aquello combinaba la rapidez y la falta de tiempo para arrepentimientos, con una excentricidad que resultaba casi aristocrática. Podría alardear de ello delante de sus amigas.

—Mañana por la mañana ya me encargaré de hablar con el capitán —dijo el señor Flawse, y encomendó a la señora Sandicott que lo anunciara a la joven pareja.

La señora Sandicott los encontró muy juntitos en la cubierta de botes, hablando en susurros. Se detuvo un momento a escuchar. Hablaban tan rara vez en su presencia que tenía curiosidad por saber qué se dirían el uno al otro en su ausencia. Lo que oyó le pareció tranquilizador y turbador a la vez.

—Oh, Lockhart.

—Oh, Jessica.

—Eres tan maravilloso…

—Tú también.

—¿Lo dices de verdad?

—Naturalmente que sí.

—Oh, Lockhart.

—Oh, Jessica.

Bajo el resplandor plateado de la luna y los ojos centelleantes de la señora Sandicott se abandonaron el uno en brazos del otro. Lockhart trató de pensar entonces qué debía hacer, pero Jessica le proporcionó enseguida la respuesta.

—Bésame, cariño.

—¿Dónde? —preguntó Lockhart.

—¿Aquí? —propuso Jessica, ofreciéndole los labios.

—¿Ahí? —se extrañó Lockhart—. ¿Estás segura?

La señora Sandicott se quedó tiesa, oculta entre las sombras de un bote salvavidas. Lo que acababa de oír pero no alcanzaba a ver era, sin lugar a dudas, nauseabundo. O bien su yerno era un deficiente mental o su hija era sexualmente más sofisticada y, en opinión de la señora Sandicott, decididamente más depravada de lo que se había imaginado. La señora Sandicott se apresuró a maldecir a las desvergonzadas de las monjas. El comentario siguiente de Lockhart confirmó todos sus temores.

—¿No es un poco pegajoso?

—Oh, eres tan romántico, cielo —dijo Jessica—. Romántico de verdad.

La señora Sandicott no lo era. Salió de las sombras y cayó sobre ellos.

—¡Ya es suficiente! —dijo, mientras se separaban aturullados—. Cuando estéis casados podréis hacer lo que os venga en gana, pero no voy a permitir que mi hija se abandone a la lujuria en la cubierta de botes de un transatlántico. Además, podrían veros.

Jessica y Lockhart la miraron con ojos como platos. Jessica fue la primera en hablar.

—¿Cuando estemos casados? ¿De verdad has dicho eso, mami?

—Eso es exactamente lo que he dicho —le confirmó la señora Sandicott—. El abuelo de Lockhart y yo hemos decidido que…

En ese preciso instante Lockhart la interrumpió y, con uno de aquellos gestos de caballerosidad que tanto le congraciaban con Jessica, se arrodilló a los pies de su futura suegra y alzó los brazos hacia ella. La señora Sandicott retrocedió con brusquedad. La postura de Lockhart, junto con la anterior insinuación de Jessica, eran más de lo que podía aguantar.

—No te atrevas a tocarme —dijo con voz chillona, sin dejar de retroceder.

Lockhart se apresuró a ponerse en pie.

—Yo sólo quería… —dijo, pero la señora Sandicott no tenía ningún interés en saberlo.

—No importa. Déjalo. Ya es hora de que os vayáis a acostar —dijo con firmeza—. Mañana por la mañana hablaremos de los preparativos para la boda.

—Oh, mami…

—¡Y no me llames «mami»! —se enfadó la señora Sandicott—. Después de lo que he oído ya no estoy segura de ser tu madre.

La señora Sandicott y Jessica dejaron a Lockhart con sus cavilaciones en la cubierta de botes. Iba a casarse con la chica más bonita del universo. Lockhart miró a su alrededor en busca de alguna escopeta para anunciar su felicidad al mundo con un disparo, pero no encontró ninguna. Así pues, descolgó uno de los salvavidas dispuestos a lo largo de la barandilla y lo lanzó bien alto por la borda al tiempo que soltaba un alarido de triunfo. Una vez hecho esto, bajó a su camarote sin pensar que acababa de alertar al puente sobre la presencia de un «Hombre al agua» y sin darse cuenta de que el salvavidas, a merced de la estela del transatlántico, daba desesperadas sacudidas lanzando con la baliza destellos como un faro.

Mientras el barco navegaba marcha atrás a toda máquina y se arriaba un bote, Lockhart estaba sentado en su litera y escuchaba con atención las instrucciones de su abuelo. Se casaría con Jessica Sandicott, viviría en Sandicott Crescent, East Pursley, y empezaría a trabajar en Sandicott & Asociado.

—Esto es maravilloso —dijo cuando el señor Flawse hubo terminado—. No podría desear nada mejor.

—Yo sí —dijo el señor Flawse, mientras forcejeaba para ponerse la camisa de dormir—. Para librarme de ti tendré que casarme con esa zorra.

—¿Con una zorra? —se sorprendió Lockhart—. Pero si yo creía…

—Con la madre, pedazo de alcornoque —dijo el señor Flawse, y se arrodilló en el suelo—: ¡Oh, Señor!, tú que sabes que llevo noventa años torturado por los deseos carnales de las mujeres —se lamentó—, haz que en estos postreros años de mi vida me sea otorgada la paz que va más allá de toda comprensión y, a través de esta bendición tuya, condúceme por el camino del bien hasta el padre del bastardo de mi nieto, para que pueda azotar a ese puerco y dejarlo a dos dedos de la muerte. Amén.

Y después de esta nota de alegría se metió en la cama y dejó a Lockhart a oscuras, que se desnudó pensando en qué debía de ser eso de los deseos carnales de las mujeres.

A la mañana siguiente, el capitán del Ludlow Castle, que se había pasado la mitad de la noche en blanco buscando al «Hombre al agua» y la otra mitad ordenando a la tripulación que comprobara que todos los pasajeros ocupaban sus camarotes para estar seguro de que nadie se había caído por la borda, tuvo que enfrentarse a la aparición de un señor Flawse que vestía traje de mañana y chistera gris.

—¿Casarse? ¿Que quiere que lo lleve al matrimonio? —preguntó el capitán, cuando el señor Flawse le hubo hecho su petición.

—Quiero que oficie la ceremonia —le explicó el señor Flawse—. Ni yo tengo ningún deseo de casarme con usted ni usted conmigo. Si quiere que le sea franco, tampoco quiero casarme con esa condenada mujer, pero cuando el diablo acecha hay que hacer de tripas corazón.

El capitán lo miró con desconfianza. El lenguaje del señor Flawse, al igual que su vestimenta —por no hablar de lo avanzado de su edad—, indicaba síntomas de senilidad que requerían los servicios del doctor de a bordo más que los suyos.

—¿Está usted seguro de cuál es su deseo en este asunto? —le preguntó el capitán cuando el señor Flawse le hubo explicado que no sólo iba a oficiar su boda con la señora Sandicott, sino también la de su nieto con la hija de su futura esposa.

—Por lo que parece, señor, estoy yo más seguro de mis deseos en este asunto que enterado usted de sus deberes. Como patrón de esta embarcación la ley le autoriza a oficiar bodas y funerales, ¿acaso no estoy en lo cierto?

El capitán admitió que sí lo estaba, aunque se guardó mucho de añadir que, en el caso del señor Flawse, lo más probable era que boda y funeral se sucedieran con demasiada rapidez como para sentirse tranquilo.

—¿Pero no sería mejor que esperase a que llegáramos a Ciudad del Cabo? —le propuso—. Mi experiencia me dice que los romances a bordo de un barco son asunto pasajero.

—Si se lo dice su experiencia, debe de ser verdad —dijo el señor Flawse—; pero mi experiencia no me dice eso. Cuando has alcanzado la edad de cuatro veintenas y una decena, cualquier romance es un asunto pasajero por la propia naturaleza de las cosas.

—Ya le entiendo —dijo el capitán—. ¿Y qué opina la señora Sandicott al respecto?

—Desea que se haga de ella una mujer honrada. Una empresa que, en mi opinión, está condenada al fracaso, ¡pero qué le vamos a hacer! —se lamentó, y añadió—: Eso es lo que desea y eso tendrá.

La discusión que siguió sólo sirvió para que el señor Flawse perdiera los estribos y el capitán acabara por rendirse.

—Si ese viejo chiflado desea la boda —dijo más tarde al sobrecargo—, que me cuelguen si se lo puedo impedir. Según me ha dado a entender, si me negara sería capaz de entablar una acción judicial contra mí amparándose en el código marítimo.

Y así fue como el transatlántico siguió su rumbo hacia el cabo de Buena Esperanza, mientras Lockhart Flawse y Jessica Sandicott se convertían en el señor y la señora Flawse y la señora Sandicott hacía realidad su anhelada ambición de verse casada con un anciano muy rico pero con poca vida por delante. El señor Flawse, por su parte, halló consuelo al pensar que, a pesar de las desventajas que podía representar la ex señora Sandicott como esposa, había logrado al fin deshacerse de una vez por todas del bastardo de su nieto y ganar un ama de llaves sin derecho a sueldo que nunca podría dejarlo. Como si pretendiera subrayar con ello este último punto, el señor Flawse se negó a bajar a tierra cuando el transatlántico fondeó en Ciudad del Cabo, mientras Lockhart y Jessica pasaban su luna de miel en absoluta castidad, escalando Table Mountain y admirándose mutuamente desde la cima. Cuando el transatlántico zarpó de nuevo rumbo a casa, únicamente habían cambiado sus apellidos y sus camarotes. La señora Sandicott se encontró reunida a puerta cerrada con el señor Flawse y sometida a todos aquellos excesos sexuales que en otros tiempos el viejo había reservado a las antiguas amas de llaves y, en los últimos, a su imaginación. Mientras tanto, en el antiguo camarote de Jessica los jóvenes yacían abrazados, totalmente ajenos a cualquier otra finalidad matrimonial gracias a sus peculiares educaciones respectivas. Durante los siguientes once días el barco siguió navegando rumbo al norte, y cuando las dos parejas de casados desembarcaron en Southampton, se podía afirmar sin lugar a dudas que, aparte del señor Flawse, que había sufrido una pérdida de fuerzas considerable debido a sus excesos y tuvo que bajar por la pasarela en una silla de ruedas, empezaban todos una nueva vida…