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Jessica sintió exactamente lo mismo. Le bastó una ojeada a aquel joven alto de hombros anchos que hacía reverencias, para saber que se había enamorado. Pero si en el caso de la joven pareja fue amor a la primera mirada, en el caso de la señora Sandicott todo fueron cálculos a la segunda. El aspecto de Lockhart, con su corbata de lazo blanca, el frac y aquel aire de absurdo desconcierto, le causó un gran impacto, y cuando durante la cena Lockhart consiguió al fin balbucir que su abuelo se encontraba cenando en su camarote, el alma de barrio residencial de la señor Sandicott se estremeció al oírle.

—¿Que cena en el camarote? —preguntó—. ¿Ha dicho usted que cena en su camarote?

—Sí —masculló Lockhart—. Verá, tiene noventa años y el viaje desde la casa señorial le ha dejado un tanto fatigado.

—La casa señorial —murmuró la señora Sandicott, y dirigió una mirada cargada de intención a su hija.

—La casa señorial de los Flawse —aclaró Lockhart—. Es la residencia familiar.

La señora Sandicott sintió estremecerse de nuevo lo más profundo de su ser. En los círculos que la señora Sandicott frecuentaba no había residencias familiares y allí, bajo el aspecto de aquel jovencito anguloso y grandote cuyo acento, heredado del viejo señor Flawse, se remontaba a los últimos coletazos del siglo XIX, percibía los atributos sociales por los cuales siempre había suspirado.

—¿Y es cierto que su abuelo tiene noventa años? —Lockhart asintió con la cabeza—. Es sorprendente que un hombre ya tan mayor se decida a hacer un crucero a estas alturas de la vida —añadió la señora Sandicott—. ¿Y su pobre esposa no le echará de menos?

—Pues no lo sé. Mi abuela murió en 1935 —dijo Lockhart.

Las esperanzas de la señora Sandicott crecieron todavía más. Al final de la cena la señora Sandicott había conseguido arrancar a Lockhart la historia completa de su vida, y a cada dato nuevo se sentía más y más convencida de que al fin tenía delante una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Cuando Lockhart le confesó que le habían educado preceptores particulares, la señora Sandicott se sintió especialmente impresionada. El mundo de la señora Sandicott no incluía en absoluto a gente que dejaba la educación de sus hijos en manos de preceptores. A lo máximo que llegaban era a llevarlos a escuelas privadas. Así pues, cuando sirvieron el café la señora Sandicott estaba completamente satisfecha. Ahora se daba cuenta de que no se había equivocado al embarcarse en un crucero, y después de que Lockhart, acabada la cena, se levantó y retiró las sillas para ella y para Jessica, se dirigió al camarote con su hija en un estado de éxtasis social.

—¡Qué jovencito más agradable! —dijo—. Tiene unos modales tan encantadores y está tan bien educado…

Jessica no dijo nada. No quería revelar sus sentimientos por temor a estropearlos. Lockhart también la había impresionado, pero de un modo distinto del de su madre. Si Lockhart era la encarnación del mundo social al que la señora Sandicott aspiraba, para Jessica representaba el alma del romanticismo. Y el romanticismo lo era todo para ella. Había escuchado la descripción de Flawse Hall, en la colina Flawse, justo al pie de Flawse Rigg, y había adornado todas y cada una de sus palabras con nuevos matices que procedían de las novelas románticas con las que había llenado el vacío de su adolescencia. Era un vacío de una vacuidad absoluta.

A los dieciocho años la naturaleza ya había dotado a Jessica Sandicott de unos encantos físicos que escapaban a su control y una ingenuidad que constituía, al mismo tiempo, el error y la desesperación de su madre. Para ser más exactos hay que decir que esa inocencia era el resultado del testamento del difunto señor Sandicott, que había legado sus doce casas de Sandicott Crescent a «mi querida hija, Jessica, cuando haya alcanzado la madurez». A su esposa le había dejado Sandicott & Asociado, Peritos Mercantiles y Consejeros Fiscales, de Wheedle Street, en la City de Londres. Sin embargo, la última voluntad del finado señor Sandicott había dejado en testamento mucho más que esos bienes tangibles: había legado a la señora Sandicott un sentimiento de agravio y la convicción de que la muerte prematura de su marido, a la edad de cuarenta y cinco años, era la prueba irrefutable de que no se había casado con un caballero, puesto que no tuvo la consideración de abandonar este mundo diez años antes, cuando ella aún estaba en edad razonablemente casadera, y además no le dejó toda su fortuna. De esa desgracia la señora Sandicott sacó dos conclusiones. La primera era que su siguiente marido sería un hombre mucho más rico, con una esperanza de vida de pocos años y, preferiblemente, con una enfermedad en fase terminal. La segunda era que debía procurar que Jessica alcanzara la madurez muy despacito, tan despacio como pudiera garantizarlo una educación religiosa. Hasta entonces, había fracasado en su primer objetivo y únicamente había conseguido el segundo a medias.

Jessica había pasado por varios conventos, y ese plural indicaba ya el fracaso a medias de su madre. En el primero adquirió enseguida un fervor religioso de tamañas proporciones que decidió hacerse monja y renunciar a todos sus bienes terrenales en favor, claro está, de las propiedades de la orden. La señora Sandicott tuvo que trasladarla con cierta precipitación a otro convento menos persuasivo, y durante un tiempo pareció que el porvenir cobraba un cariz mucho más radiante. Desgraciadamente, lo mismo les ocurrió a algunas monjas. La cara angelical de Jessica y la inocencia de su alma despertaron el amor enloquecido de cuatro monjas, y con el fin de salvar sus almas la madre superiora se vio obligada a solicitar la erradicación de aquella influencia turbadora que representaba Jessica. El argumento más que palmario que alegó la señora Sandicott aduciendo que ella no era culpable de los atractivos de su hija y que, si había que expulsar a alguien, era precisamente a las monjas lesbianas, no pareció surtir efecto alguno.

—No culpo a la criatura. Fue creada para ser amada —dijo la madre superiora con una emoción de lo más sospechoso y entrando en contradicción directa con la opinión de la señora Sandicott sobre el asunto—. Será una esposa maravillosa para un hombre bueno.

—Conociendo como conozco a los hombres de un modo más íntimo de lo que espero los conozca usted —le replicó la señora Sandicott—, se casará con el primer bribón que se lo pida.

Esa predicción resultó fatídicamente exacta. Con el fin de proteger a su hija de toda tentación y de mantener, al mismo tiempo, los ingresos de los alquileres de las casas de Sandicott Crescent, la señora Sandicott dejó a su hija confinada en casa y la matriculó en un curso de mecanografía por correspondencia. Cuando Jessica cumplió los dieciocho años no se podía decir todavía que hubiese alcanzado la edad de la madurez. Es más, si algo se produjo fue una regresión, y mientras la señora Sandicott supervisaba el buen funcionamiento de Sandicott & Asociado, con un tal señor Treyer como socio, cayó de nuevo en un estado de embriaguez literaria, fruto de novelas rosas habitadas únicamente por jovencitos espléndidos. Al cabo de un tiempo vivía ya en un mundo imaginario, cuya fecundidad quedó sobradamente manifiesta la mañana en que anunció que estaba enamorada del lechero y que tenía la intención de casarse con él. Al día siguiente, la señora Sandicott examinó al lechero y decidió que había llegado el momento de adoptar medidas drásticas. Por mucho que forzara su imaginación, no conseguía ver al lechero como un partido apetecible. Sin embargo, las razones que arguyó en este sentido —respaldadas por el hecho de que el lechero tenía ya cuarenta y nueve años, esposa y seis criaturas y su futura esposa no le había consultado siquiera— no hicieron mella alguna en Jessica, que contestó:

—Me sacrificaré por su felicidad.

La señora Sandicott era de otro parecer y se apresuró a reservar dos pasajes para el Ludlow Castle, convencida de que, fueran cuales fueren los candidatos a marido para su hija que ese barco les deparara, no podían ser peor partido que el lechero. Además, debía pensar también en sí misma, y los transatlánticos eran cotos de caza y terreno abonado para viudas de mediana edad con buen ojo para reconocer la gran oportunidad cuando se presenta. El hecho de que la señora Sandicott hubiese puesto ya los ojos en un pobre anciano, potencialmente terminal y adinerado, hacía que las perspectivas del crucero fueran, si cabe, más apetitosas. Por otra parte, la aparición de Lockhart presagiaba la mayor de las oportunidades: un jovencito a todas luces un tanto deficiente y buen partido para la idiota de su hija, con un caballero de noventa años en el camarote, propietario de una finca enorme en Northumberland. Aquella noche, la señora Sandicott se acostó muy animada. En la litera superior, Jessica suspiraba y murmuraba las palabras mágicas «Lockhart Flawse de Flawse Hall, en la colina Flawse, justo al pie de Flawse Rigg». Conformaban una letanía de Flawses para la religión de la aventura romántica.

Entretanto, Lockhart, apoyado en la barandilla de cubierta, miraba el mar con el corazón presa de unos sentimientos tan turbulentos como la estela blanca del transatlántico. Acababa de conocer a la chica más maravillosa del mundo y, por primera vez, se daba cuenta de que las mujeres no eran meramente criaturas poco atractivas que preparaban comidas, barrían suelos, arreglaban camas y hacían ruiditos extraños cuando se acostaban por la noche. Tenían algo más, pero ese algo más Lockhart sólo podía barruntarlo.

Sus conocimientos sobre el sexo se limitaban al descubrimiento, acaecido mientras destripaba piezas de caza, de que los conejos tenían huevos y las conejas no. Parecía existir cierta relación entre esa diferencia anatómica que explicaba que las mujeres tuvieran hijos y los hombres no. Había tratado de esclarecer un poco más aquella diferencia en una sola ocasión al preguntar a su tutor de urdu cómo se las había arreglado Mizraim para engendrar a Ludin en el Génesis, 10:13, y sólo se llevó un guantazo en la oreja que le dejó temporalmente sordo, lo cual acabó de convencerlo para siempre de que era mejor dejar aquellas preguntas sin respuesta. Por otra parte, sabía que existía una cosa llamada matrimonio y que del matrimonio salían las familias. Una de sus primas lejanas se había casado con un granjero de Elsdon y luego había tenido cuatro hijos. El ama de llaves no le había contado gran cosa, sólo que había sido una boda impuesta por la fuerza, cosa que no hizo más que ahondar el misterio, pues para Lockhart la fuerza se reservaba para matar, más que para dar vida.

Para complicar todavía más las cosas, su abuelo le había permitido visitar a sus parientes sólo en ocasión de los funerales. Al señor Flawse le gustaban a rabiar los funerales. Le confirmaban la idea de que él era el más fuerte de los Flawse y que la muerte era la única certeza. «En un mundo lleno de incertidumbres como el nuestro, el único consuelo se halla en la certeza, en la eterna certeza de que, al final, la muerte ha de llegarnos a todos», decía a la viuda desconsolada, para espanto de todos. Y luego, de vuelta en el tílburi irlandés que utilizaba para este tipo de salidas, se explayaba entusiasmado ante Lockhart sobre las excelencias de la muerte como preservadora de los valores morales. «Sin ella, nada impediría que nos comportáramos como caníbales. Pero mete el miedo en el cuerpo de cualquier hombre y verás el prodigioso efecto purgativo que tiene».

Así pues, Lockhart siguió sumido en la más completa ignorancia en cuanto a los hechos de la vida, y en cambio adquirió amplios conocimientos sobre los de la muerte. En la cuestión del sexo, funciones biológicas y sentimientos tiraban de él en sentidos opuestos. Al faltarle una madre y detestar a la mayoría de las amas de llaves de su abuelo, sus sentimientos con respecto a las mujeres eran decididamente negativos. En el lado positivo se encontraba el gran placer que experimentaba en las poluciones nocturnas, si bien su significado se le escapaba. No tenía sueños húmedos en presencia de mujeres y, por lo demás, no había estado nunca con ninguna mujer.

Mientras estaba apoyado en la barandilla mirando la espuma blanca bañada por el resplandor de la luna, Lockhart expresó esas nuevas emociones a través de las imágenes que mejor conocía: anhelaba pasar el resto de su vida disparando contra todo bicho viviente para postrarlo a los pies de Jessica Sandicott. Y con esta idea tan exaltada del amor, Lockhart regresó al camarote, donde el viejo señor Flawse roncaba ya ruidosamente, arropado en su camisa de noche de franela roja, y trepó hasta su cama.

Si la aparición de Lockhart a la hora de la cena había alimentado las esperanzas de la señora Sandicott, la aparición del anciano señor Flawse a la hora del desayuno no hizo más que confirmarlas. Ataviado con un traje que ya estaba pasado de moda en 1925, se abrió camino entre los obsequiosos camareros con una altivez y una arrogancia más rancias todavía que su traje y, tras tomar asiento con un «buenos días, señora», examinó la carta con asco.

—Quiero porridge —comunicó al encargado, que revoloteaba a su alrededor con nerviosismo—, pero nada de gachas medio hervidas. Avena, haga el favor.

—Sí, señor. ¿Desea el señor algo más?

—Una ración doble de huevos con tocino. Y a ver si puede conseguirme unos riñones —añadió el señor Flawse, para deleite pronóstico de la señora Sandicott, que sabía todo cuanto hay que saber sobre el colesterol—. Y cuando digo doble, quiero decir doble. Cuatro huevos y una docena de torreznos. Luego tostadas y mermelada y un par de teteras de las grandes. Y lo mismo para el chico.

El camarero se marchó como una exhalación con aquel pedido letal y el señor Flawse examinó a la señora Sandicott y a Jessica por encima de las gafas.

—¿Su hija, señora? —le preguntó.

—Mi única hija —murmuró la señora Sandicott.

—Mis felicitaciones —dijo el señor Flawse, sin dejar demasiado claro si alababa a la señora Sandicott por la belleza o por la singularidad de su hija.

La señora Sandicott se sonrojó de agradecimiento. Los modales anticuados del señor Flawse le resultaban casi tan encantadores como su edad. Durante el resto de la comida, el silencio se vio roto únicamente por las protestas del viejo ante un té que le sabía a aguachirle y por su insistencia al afirmar que en una taza de té como Dios manda la cucharilla se quedaba tiesa como un palo. Sin embargo, a pesar de que el señor Flawse parecía concentrar toda su atención en los huevos con tocino y en un té que contenía tanino suficiente como para desatascar una alcantarilla, sus pensamientos estaban en otra parte y seguían unas líneas muy similares a los de la señora Sandicott, si bien con una importante diferencia de matiz. En el transcurso de su larga vida había aprendido a oler a una persona snob a dos kilómetros de distancia, y el respeto que le mostraba la señora Sandicott le satisfacía. Intuía que podría ser un ama de llaves excelente. Y luego había algo mucho mejor que eso: estaba la hija. No cabía duda de que era una chica lerda, y por consiguiente la pareja ideal para el lerdo de su nieto. El señor Flawse observó a Lockhart con el rabillo de un ojo lloroso y reconoció de inmediato en él los síntomas del amor.

—Ojos de carnero —masculló en voz alta para sí y para confusión del camarero revoloteador, que pidió excusas por no haberlos incluido en la carta.

—¿Y quién los ha pedido? —replicó con brusquedad el señor Flawse, y despachó al pobre hombre con un ademán de su mano cubierta de manchas.

La señora Sandicott asimiló con avidez todos estos detalles de conducta y llegó a la conclusión de que el señor Flawse era exactamente el hombre que había estado esperando: un nonagenario con una finca enorme y, por consiguiente, con una nutrida cuenta corriente, y con muy buen apetito precisamente por aquellos platos de la carta más indicados para dejarlo frito prácticamente en el acto. Así pues, no tuvo que fingir agradecimiento cuando aceptó su ofrecimiento para ir a dar un paseo por cubierta después del desayuno. El señor Flawse mandó a Lockhart y Jessica a jugar al tejo y, acompañado de la señora Sandicott, emprendió el paseo a tan buen paso que la señora Sandicott se quedó sin resuello. Cuando hubieron cubierto los tres kilómetros de rigor del anciano, la señora Sandicott estaba sin resuello por otras razones. El señor Flawse no era amante de andarse con rodeos.

—Permítame que le hable claro —dijo el señor Flawse, sin necesidad, cuando tomaron asiento en las tumbonas de cubierta—. No soy de los que se callan lo que piensan. Usted tiene una hija casadera y yo tengo un nieto que debería casarse. ¿Estoy en lo cierto?

La señora Sandicott se arropó las rodillas con la manta y confesó con cierta gazmoñería que suponía que sí lo estaba.

—Sí lo estoy, señora —le aseguró el señor Flawse—. Lo sé y usted lo sabe tan bien como yo. En el fondo, ambos lo sabemos. Ahora bien, yo soy ya un anciano, y no creo que llegue a vivir lo suficiente para ver a mi nieto establecido como conviene a su posición. En pocas palabras, señora, como dijo el gran Milton, «no tengo tiempo que perder». ¿Me comprende usted?

La señora Sandicott le comprendió y lo negó al mismo tiempo.

—Se conserva usted extraordinariamente bien, teniendo en cuenta sus años, señor Flawse —dijo, alentadora.

—Es posible, pero la Gran Certeza me ronda —respondió el señor Flawse—. Y es igualmente cierto que mi nieto es un bobo que, dentro de poco tiempo, dado que es mi único heredero, se convertirá en un bobo rico —añadió, haciendo una pausa para que la señora Sandicott tuviera tiempo de saborear la perspectiva—. Y como bobo que es, necesita una esposa que tenga la cabeza atornillada donde hay que tenerla.

El señor Flawse se quedó callado de nuevo y la señora Sandicott estuvo en un tris de decir que, suponiendo que Jessica tuviera la cabeza bien atornillada, debía de tenerla atornillada al revés, pero se contuvo.

—Supongo que tiene usted razón —dijo.

—Lo supone y la tengo —continuó el señor Flawse—. Cuando se trata de elegir a nuestras mujeres, señora, siempre ha sido una peculiaridad de los Flawse el querer conocer a sus madres, y puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que tiene usted un sentido perspicaz para los negocios, señora Sandicott.

—Es muy amable por su parte, señor Flawse —repuso la señora Sandicott con una sonrisa bobalicona en los labios—. Como mi pobre marido murió, soy el sostén de la familia. Sandicott & Asociado es una compañía de peritos mercantiles y yo me encargo de llevar el negocio.

—Precisamente —dijo el señor Flawse—. Yo tengo cierto olfato para estas cosas y sería un alivio para mí saber que mi nieto está en buenas manos.

El señor Flawse se calló y la señora Sandicott esperó con impaciencia.

—¿Y en qué manos pensaba usted, señor Flawse? —preguntó finalmente.

Pero el señor Flawse decidió que había llegado la hora de hacerse el dormido. Con la nariz debajo de la manta y los ojos cerrados, se puso a roncar suavemente. El cebo ya estaba puesto y no había ninguna necesidad de vigilar la trampa. La señora Sandicott se marchó sin hacer ruido y con la cabeza hecha un lío. Por una parte, no había decidido embarcarse en aquel crucero para encontrarle marido a su hija, sino para librarle de uno. Sin embargo, si había comprendido bien las palabras del señor Flawse, el anciano estaba buscando esposa para su nieto. Dejándose llevar por un arrebato de locura, la señora Sandicott se planteó por un instante la posibilidad de quedarse con Lockhart, pero enseguida la desechó. Sería para Jessica o para nadie, y la pérdida de Jessica significaría la pérdida del alquiler de las doce casas de Sandicott Crescent. Si por lo menos aquel viejo chiflado se le hubiese declarado, ahora vería las cosas de otro color.

—Dos pájaros de un tiro —murmuró para sí al pensar en un doble asesinato. Valía la pena considerar la posibilidad.

Así pues, mientras la pareja de jóvenes enamorados retozaba en la cubierta superior, la señora Sandicott se acomodó en un rincón del salón de primera clase y se puso a pensar. A través de la ventana podía vigilar el cuerpo del señor Flawse, recostado y arropado con una manta en una de las tumbonas de cubierta. De vez en cuando las rodillas le daban una sacudida, y es que el señor Flawse había dado rienda suelta a esos excesos sexuales imaginarios que constituían la cruz de su conciencia inconformista y, por primera vez, la señora Sandicott interpretaba un papel importante en ellos.