De Lockhart Flawse se podría haber dicho, cuando cruzaba el umbral del número 12 de Sandicott Crescent en East Pursley, Surrey, con su esposa Jessica, Sandicott de soltera, que ingresaba en la vida conyugal tan poco preparado para los peligros y alegrías que ésta entraña como poco preparado vino al mundo, a las siete y cinco del lunes 6 de septiembre de 1956, matando en el acto a su madre de resultas del hecho. Dado que la señorita Flawse se había negado en redondo a confesar el nombre del padre —incluso en el ortigal que fuera su lecho de muerte— y se había pasado la hora que duró el parto alternando gemidos con exclamaciones de «¡Válgame Scot!»[1], su abuelo se sintió en la obligación de dar a la criatura el nombre de Lockhart[2] en memoria del gran biógrafo de Scott y de permitir que, de momento, Lockhart adoptara el apellido Flawse con riesgo de su propia reputación.
A partir de ese momento no se permitió que Lockhart ostentara nada más, ni siquiera una partida de nacimiento. El viejo señor Flawse se encargó pero que muy bien de ese particular. Si su hija había dado muestras de una falta de discreción tan patente como para dar a luz a un bastardo durante una cacería, parapetada tras una pared seca que su caballo, mucho más sensato que ella, se había negado a saltar, el señor Flawse estaba dispuesto a asegurarse de que su nieto creciera sin ninguno de los defectos de su madre. Lo consiguió: a los dieciocho años, Lockhart sabía del sexo tanto como su madre se había preocupado en su día de las cuestiones relacionadas con la contracepción. Su vida había transcurrido bajo la custodia de varias amas de llaves y, más tarde, de media docena de tutores, las primeras seleccionadas en virtud de su buena disposición para soportar el régimen de pensión completa del viejo señor Flawse y los segundos en virtud de su alejamiento de los asuntos mundanos.
Como Flawse Hall estaba situado en la colina Flawse, al pie de Flawse Rigg, a unos veinticinco kilómetros de la población más cercana y en la extensión de páramos más desolada al norte de la muralla romana, sólo las amas de llaves más desesperadas y los tutores menos mundanos soportaban largo tiempo esa situación. Además de los rigores naturales, había otros. El señor Lockhart era un hombre sumamente irascible y la sucesión de tutores que proporcionaron a Lockhart una educación general de lo más peculiar lo hicieron bajo la estricta condición de no incluir a Ovidio entre los clásicos y de prescindir totalmente de la literatura. Había que inculcar a Lockhart únicamente las virtudes de la antigüedad y las matemáticas. El señor Flawse era especialmente amante de las matemáticas y creía en los números con tanta vehemencia como sus antepasados habían creído en la predestinación y en el robo de ganado. En su opinión, las matemáticas constituían una base sólida para una carrera comercial y estaban tan carentes de connotaciones sexuales como los rasgos de sus amas de llaves. Dado que los tutores —y especialmente los tutores alejados de los asuntos mundanos— rara vez reunían esa combinación de conocimientos de matemáticas y de los clásicos, la educación de Lockhart progresó a trompicones, pero fue lo suficientemente completa como para frustrar cualquier intento por parte de las autoridades locales de proporcionarle una instrucción más ortodoxa a expensas del erario público. Los inspectores que se atrevían a presentarse en Flawse Hall, con el fin de recabar pruebas que demostraran que la educación de Lockhart era deficiente, se marchaban aturdidos ante su restringida erudición. No estaban acostumbrados a niños capaces de recitar en latín las tablas de multiplicar hasta la del diecinueve, o de leer el Antiguo Testamento en urdu. Tampoco estaban acostumbrados a llevar a cabo los exámenes en presencia de un anciano que parecía estar jugueteando con el gatillo de un fusil de caza, a todas luces cargado, con el que los apuntaba distraídamente. Dadas las circunstancias, acababan concluyendo que, si bien Lockhart Flawse difícilmente podía considerarse en buenas manos, estaba en unas manos excelentes en lo concerniente a su educación y que nada ganarían —salvo con toda certeza una salva de perdigones zorreros— si intentaban ponerlo bajo la custodia del Estado, opinión compartida por la totalidad de los tutores, cada vez más escasos con el transcurso de los años.
El señor Flawse aprovechó esta escasez para educar a Lockhart personalmente. Nacido en 1887, en pleno esplendor del Imperio, seguía aferrado a los principios que le habían inculcado en su juventud. Los británicos eran los más extraordinarios ejemplares del reino animal que Dios y la Naturaleza habían creado. El Imperio británico seguía siendo el más grandioso que había existido jamás. La India empezaba en Calais y el sexo era necesario para la procreación pero, en cualquier otra circunstancia, era algo más bien repugnante y que no había que mencionar siquiera. El hecho de que el Imperio hubiera dejado de existir hacía ya largo tiempo y de que la India, lejos de empezar en Calais, hubiera invertido el proceso y terminara en Dover, era algo que el señor Flawse ignoraba. No recibía ningún periódico y, con la excusa de que en Flawse Hall no había electricidad, se negaba a tener en su casa no ya un aparato de televisión, sino incluso un triste transistor. El sexo, a pesar de todo, era algo que no conseguía ignorar. Aunque tenía noventa años, los remordimientos ante sus propios excesos lo tenían consumido y el hecho de que esos excesos, al igual que el Imperio, fueran ya más imaginarios que reales, no hacía más que empeorar las cosas. En su fuero interno, el señor Flawse se consideraba un libertino y se sometía a un régimen de baños fríos y largos paseos para ejercitar el cuerpo y exorcizar el alma. También cazaba, pescaba, practicaba el tiro y fomentaba en su nieto bastardo todas esas saludables actividades al aire libre, hasta el punto de que Lockhart era capaz de abatir una liebre a la carrera, desde una distancia de cuatrocientos cincuenta metros, con un Lee-Enfield 303 de la primera guerra mundial y un urogallo a noventa metros con un 22. A los diecisiete años, Lockhart había diezmado hasta tal punto la fauna de la colina Flawse y los peces del North Teen, que incluso a los zorros, celosamente protegidos de una muerte relativamente indolora por balazo a cambio de ser perseguidos y despedazados por los perros sabuesos, les resultó difícil sobrevivir y decidieron emigrar a páramos menos inclementes. Como consecuencia fundamentalmente de esta migración, que coincidió con la partida de la última y más deseable de las amas de llaves, el anciano señor Flawse empezó a recurrir con demasiada frecuencia a la botella de oporto y a la compañía literaria de Carlyle, por lo que su médico de cabecera, el doctor Magrew, le instó a que se tomara unas vacaciones. El doctor fue secundado por el señor Bullstrode, abogado, en una de las cenas mensuales que el anciano venía celebrando en Flawse Hall desde hacía treinta años, foro para sus discusiones a voz en grito sobre lo divino y lo humano y casi siempre difamatorio. Esas cenas eran su sucedáneo particular de la asistencia a la iglesia, y las polémicas posteriores constituían la aproximación más fiel a una forma reconocible de religión.
—¡Que me cuelguen si le hago caso! —exclamó la primera vez que el doctor Magrew le propuso la idea de tomarse unas vacaciones—. Y el mentecato que dijo que cambiar de aires sienta tan bien como el reposo no vivió en este siglo de ignorancia.
El doctor Magrew se sirvió un poco más de oporto.
—No puede permanecer en una casa sin calefacción ni ama de llaves y pensar que va a sobrevivir otro invierno.
—Ya tengo a Dodd y al bastardo para que me cuiden. Y la casa no está sin calefacción. En la mina de Slimeburn hay carbón y Dodd se encarga de traérmelo. El bastardo se ocupa de la cocina.
—De eso quería hablarle precisamente —dijo el doctor Magrew, que empezaba a sospechar que Lockhart era el artífice de la cena—. Sus digestiones no podrán soportar ese esfuerzo y, además, no puede pretender tener a ese chico encerrado aquí para siempre. Ya es hora de que se asome al mundo.
—No hasta que haya descubierto quién es su padre —dijo el señor Flawse con malevolencia—. Y, cuando lo sepa, azotaré a ese cochino hasta dejarlo a dos dedos de la muerte.
—No estará usted en condiciones de azotar a nadie si no sigue mi consejo —insistió el doctor Magrew—. ¿No le parece a usted, Bullstrode?
—Como su amigo y consejero legal que soy —intervino el señor Bullstrode, que resplandecía bajo la luz de las velas—, le diré que lamentaría mucho que estas agradables veladas terminaran prematuramente por culpa de su obstinada negligencia en lo que concierne al clima y a nuestros consejos. Ya no es usted un jovencito y la cuestión de su testamento…
—¡Maldito sea mi testamento! —le interrumpió el señor Flawse—. Haré testamento cuando sepa a quién tengo intención de dejar mi dinero, pero no antes. ¿Y cuál es ese consejo que me ofrece usted tan generosamente?
—Haga un crucero —dijo el señor Bullstrode—. Vaya a algún lugar cálido y soleado. Tengo entendido que la comida es excelente.
El señor Flawse escrutó con ojos pensativos las profundidades de la jarra y tomó en consideración la sugerencia. Algo de cierto había en el consejo de sus amigos y, por otra parte, recientemente había recibido quejas de varios arrendatarios porque, dada la extinción de toda pieza de caza menor, Lockhart se dedicaba a disparar al azar contra las ovejas desde una distancia de casi un kilómetro y medio, dedicación que el arte culinario de Lockhart no había hecho más que confirmar. En los últimos tiempos, se comía cordero poco hecho con demasiada frecuencia para las digestiones y la conciencia del señor Flawse, y por otro lado Lockhart tenía dieciocho años y había llegado la hora de que se desembarazara del mozalbete que llevaba dentro antes de que el mozalbete se desembarazase de alguien de un tiro. Como para reafirmarlo en este convencimiento, al señor Flawse le llegaron de la cocina las notas de la gaita de Northumbria del señor Dodd, que tocaba una melancólica melodía mientras Lockhart, sentado ante él, le escuchaba, como le escuchaba cuando le explicaba historias de los viejos tiempos, la mejor manera de cazar faisanes como un furtivo o de pescar truchas con la mano.
—Lo pensaré —dijo finalmente el señor Flawse.
Aquella misma noche, una fuerte nevada acabó de convencerlo, y cuando el doctor Magrew y el señor Bullstrode bajaron a desayunar encontraron al señor Flawse de buen talante.
—Usted se encargará de los preparativos, Bullstrode —dijo, apurando la taza de café y encendiendo una pipa ennegrecida—. Y el bastardo vendrá conmigo.
—Para conseguir un pasaporte necesitará una partida de nacimiento —le recordó el abogado— y…
—El que nace en una acequia, morirá en una zanja. No lo inscribiré hasta que sepa quién es su padre —dijo el señor Flawse con ojos coléricos.
—De acuerdo —se avino el señor Bullstrode, que no tenía ningunas ganas de entrar en cuestiones de azotes a una hora tan temprana de la mañana—. Supongo que todavía podríamos incluirlo en su pasaporte.
—No como padre —refunfuñó el señor Flawse, cuyos sentimientos hacia Lockhart eran explicables, en parte, debido a la terrible sospecha que albergaba de no estar completamente exento de responsabilidad en lo concerniente a la concepción de Lockhart. En efecto, el recuerdo de un encuentro, bajo los efluvios del alcohol, con un ama de llaves cuya imagen se le aparecía más joven y menos dócil que en su versión diurna, torturaba todavía su conciencia—. No como padre.
—Como abuelo —le tranquilizó el señor Bullstrode—. Necesitaré una fotografía.
El señor Flawse se dirigió al estudio, revolvió uno de los cajones del escritorio y regresó con una fotografía de Lockhart a la edad de diez años. El señor Bullstrode la examinó con expresión dubitativa.
—Ha cambiado mucho desde entonces —aventuró.
—Que yo sepa no —dijo el señor Flawse—, me habría dado cuenta. Siempre ha sido un patán un poco lerdo.
—Y, además, a efectos prácticos un patán lerdo que no existe —intervino el doctor Magrew—. Sabrá usted que no está registrado en la Seguridad Social, de modo que si algún día enfermase me temo que tendríamos serias dificultades para que lo aceptaran.
—¡Si no ha estado enfermo en su vida! —replicó el señor Flawse—. Sería difícil encontrar a otro bruto más sano que él.
—Pero podría tener un accidente —le hizo notar el señor Bullstrode.
Sin embargo, el viejo negó con la cabeza.
—Eso es ser demasiado optimista. Dodd ya se ha encargado de enseñarle cómo debe arreglárselas en un caso de emergencia. ¿Conocen aquel refrán que dice: el cazador furtivo es siempre el mejor guardabosques? —El señor Bullstrode y el doctor Magrew lo conocían—. Pues bien, en el caso de Dodd ocurre lo contrario: es el guardabosques, pero sería el mejor cazador furtivo —prosiguió el señor Flawse— y en eso es precisamente en lo que ha convertido al bastardo. Cuando sale por ahí, no hay pájaro ni animal que esté seguro en treinta kilómetros a la redonda.
—Y hablando de salir por ahí —le interrumpió el señor Bullstrode, que como abogado que era no deseaba estar al corriente de las actividades ilegales de Lockhart—, ¿adonde le gustaría ir?
—A cualquier lugar al sur de Suez —propuso el señor Flawse, que ya no recordaba a Kipling tan bien como antaño—. Del resto encárguese usted.
Tres semanas más tarde, Lockhart y su abuelo abandonaban Flawse Hall a bordo de la vieja berlina que el señor Flawse solía utilizar para sus desplazamientos importantes. Como le ocurría con todo lo moderno, el señor Flawse evitaba los automóviles. El señor Dodd iba sentado arriba, en el pescante, y atado en la parte trasera llevaban el baúl que el señor Flawse había usado por última vez en 1910, en ocasión de un viaje a Calcuta. Mientras los caballos avanzaban con estrépito por el camino de grava de la casa señorial, Lockhart se encontraba sumido en un estado de gran expectación: era su primera salida al mundo de los recuerdos de su abuelo y al de sus propias fantasías. Al llegar a Hexham tomaron el tren hasta Newcastle y luego otro de Newcastle hasta Londres y Southampton. El señor Flawse se pasó el viaje entero quejándose porque la compañía de ferrocarriles London North-Eastern ya no era la de hacía cuarenta años. Lockhart, por su parte, estaba anonadado ante el descubrimiento de que no todas las mujeres eran medio barbudas y tenían venas varicosas. Cuando llegaron al barco, el viejo señor Flawse estaba tan extenuado que se confundió un par de veces y creyó que ya estaba otra vez en Calcuta al reparar en el color de la tez de dos cobradores. Con un gran esfuerzo y un examen mínimo del pasaporte, le ayudaron a subir a la pasarela y a bajar a su camarote.
—Cenaré en el camarote —anunció al mozo—, pero el niño cenará arriba.
El mozo echó una ojeada al «niño», pero decidió no llevarle la contraria y no recordarle que los camarotes ya no eran como los de antes y que las cenas en ellos habían pasado a la historia.
—En el número 19 tenemos a uno de la vieja guardia —explicó al rato a la camarera—. Y cuando digo de la vieja guardia me refiero a los de la vieja guardia de verdad. No me sorprendería que hubiera viajado a bordo del Titanic.
—Yo pensaba que se había ahogado todo el mundo —dijo la camarera.
—Todo el mundo no —replicó el camarero, que estaba más enterado—. Estoy convencido de que ese viejo desgraciado es uno de los supervivientes y el chico rubicundo que tiene por nieto parece sacado directamente del Arca de Noé, y no lo digo precisamente como un cumplido.
Aquella noche, mientras el Ludlow Castle navegaba por el canal de Solent, el viejo señor Flawse cenaba en su camarote y Lockhart, ataviado con un frac y una corbata de lazo blanco que llamaban mucho la atención y que habían pertenecido en otro tiempo a un tío suyo más corpulento, se dirigió al salón comedor de primera clase donde fue acompañado a la mesa que ocupaban ya la señora Sandicott y su hija Jessica. Aturdido por un momento por la belleza de Jessica, vaciló, pero enseguida las saludó con una reverencia y se sentó.