¡Oh Señor, pensé en el dolor de ahogarse!
¡Qué ruido terrible las aguas en mis oídos!
¡Qué horribles visiones de muerte en mis ojos!
Yo creí ver un millar naufragios temibles;
Un millar de hombres de los que los peces comían;
Cuñas de oro, grandes anclas, cúmulos de perlas,
Piedras inapreciables, joyas incalculables,
Todo esparcido en el fondo del mar.
Algunas yaciendo en las calaveras de hombres muertos,
Y en los agujeros
Donde una vez habitaron ojos, avanzaban,
Como si los ojos fueran despreciables, gemas refulgentes
que enamoraban el fondo fangoso de lo profundo
y se burlaban de los huesos muertos que yacían esparcidos alrededor.
SHAKESPEARE, Richard III
El vino israelí —aseveraba Mick Dongan—. Bien, lo probaré alguna vez, especialmente si hay alguna pequeña ironía nítida unida a él. Veréis, allí estábamos en Egipto, en Egipto, en ese fabuloso banquete en las colinas en Luxor, y nuestro anfitrión era un príncipe saudí, ni más ni menos, en traje tradicional completo hasta las gafas de sol, y cuando saca al cordero asado sonríe diabólicamente y dice, por supuesto que podríamos beber un Mouton Rothschild, pero sólo he conseguido tener una pequeña reserva de vinos israelíes selectos en mi bodega, y puesto que creo que usted es, como yo mismo, un connoisseur de las pequeñas inconveniencias, he pedido a mi despensero que abra una botella o dos de… Klein ¿ves a esa chica que acaba de entrar?
Es enero de 1981, primera hora de la tarde, una llovizna fina en el aire. Klein almuerza con seis colegas del Departamento de Historia en Los Jardines Colgantes sobre el Westwood Plaza. El hotel es un ziggurat enorme sobre pilares; Los Jardines Colgantes es un restaurante en el tejado, a noventa pisos de altura, de decoración neo-babilónica freaky, todo él toros alados y dragones resollantes sobre los azulejos azules y amarillos, camareros con largas barbas rizadas y cimitarras en sus caderas; estrafalario club nocturno, afectada guarida de la facultad durante el día. Klein mira hacia su izquierda. Sí, una mujer hermosa, mediada la veintena, serenamente bella, de aspecto serio, tomando asiento por sí misma, poniendo en el suelo una pila de libros y unos casetes sobre la mesa ante ella. Klein no liga con chicas desconocidas: una cuestión de principios éticos, y también un asunto de timidez innata. Dongan le toma el pelo.
—Dale un repaso, ¿quieres? Juraría que es tu tipo. Sus ojos tienen el color perfecto para ti, ¿no? —Klein ha estado quejándose, últimamente, de que hay demasiadas chicas de ojos azules en Southern California. Por alguna razón, los ojos azules le resultan perturbadores; incluso amenazadores. Sus ojos son castaños. Así son también los de ella: oscuros, cálidos, brillantes. Él cree haberla visto alguna que otra vez en la biblioteca. Quizá hasta han intercambiado miradas fugaces. Dongan dice—: Vamos. Venga, Jorge, adelante.
Klein le mira furiosamente. No irá. ¿Cómo puede entrometerse en la intimidad de esta mujer? Imponerse ante ella sería casi como una violación. Dongan sonríe con complacencia; su burlona risa insípida es un aguijón cruel. Klein se niega a dar una espantada. Pero entonces, mientras él vacila, la chica sonríe también, una sonrisa tímida y fugaz, tan rápidamente esfumada que él no está del todo seguro de que haya ocurrido; pero sí está lo suficientemente seguro, y se encuentra a sí mismo levantándose, cruzando el suelo de alabastro, revoloteando torpemente sobre ella, buscando algunas palabras inspiradas con las cuales establecer contacto, y las palabras no llegan. Pero a pesar de eso contactan por un procedimiento ya pasado de moda, mirada frente a mirada, y él queda aturdido por la intensidad de lo que pasa entre ellos en ese primer momento inexplicable.
—¿Está usted esperando a alguien? —musita él, atontado.
—No —la sonrisa otra vez, mucho menos vacilante—. ¿Le gustaría acompañarme?
Ella es una graduada, descubre rápidamente. Recién obtenido sus master, comenzando ahora su doctorado: el comercio de esclavos en África Oriental en el XIX, con hincapié específico en Zanzíbar.
—Qué romántico —responde él— ¡Zanzíbar! ¿Ha estado allí?
—Nunca. Espero ir algún día. ¿Y usted?
—Nunca. Pero siempre me interesó, desde que coleccionaba sellos de crío. Era el último país en mi álbum.
—No en el mío —responde ella—: era Zululand —resulta que ella le conoce de nombre. Incluso había estado pensando en matricularse en su curso sobre El nazismo y su Descendencia—. ¿Es usted sudamericano?
—Nacido allí. Educado aquí. Mis abuelos escaparon a Buenos Aires en el 37.
—¿Por qué Argentina? Creía que había sido un refugio de nazis.
—Lo fue. Sin embargo, también se llenó de refugiados de idioma alemán. Todos sus amigos fueron hacia allá. Pero era demasiado inestable. Mis padres salieron en el 55, poco antes de una de las revoluciones importantes, y vinieron a California. ¿Y qué hay de usted?
—Soy de familia británica. Nací en Seattle. Mi padre pertenecía al servicio consular. Él…
Aparece un camarero. Piden sándwiches sin mayor interés. El almuerzo parece muy poco importante ahora. El contacto todavía se mantiene. Él ve el Nostromo de Conrad en su pila de libros; ella está hacia la mitad, y él justamente acaba de terminarlo, y la coincidencia les divierte. Conrad es uno de sus favoritos, expresa ella. Suyo, también. ¿Qué hay de Faulkner? Sí, y Mann, y Virginia Woolf, y comparten incluso cierto apego por Hermann Broch, y una aversión por Hesse. Qué extraño. ¿Óperas? Freischutz, Hollander, Fidelio, sí.
—Tenemos gustos muy teutones —comenta ella.
—Tenemos gustos muy similares —añade él. De repente se encuentra a sí mismo sosteniendo la mano de Sybille.
—Increíblemente parecidos —responde ella.
Mick Dongan les mira lascivamente desde la parte distante de la sala; Klein le dispensa un ceño terrible. Dongan guiña el ojo.
—Vámonos de aquí —dice Klein, justo cuando ella comienza a decir lo mismo.
Hablan durante la mitad de noche y hacen el amor hasta el amanecer.
Él dice solemnemente durante el desayuno:
—Debes saber que decidí hace mucho tiempo no casarme nunca y, desde luego, no tener nunca un hijo.
—Lo mismo hice yo —responde ella—. Cuando tenía quince años.
Estaban casados cuatro meses más tarde. Mick Dongan fue su padrino de boda.
Gracchus dijo, cuando dejaron el restaurante:
—¿Pensará en lo que le he dicho? ¿Querrá hacerlo?
—Lo haré —dijo Klein—. Se lo prometo.
Fue a su cuarto, empacó su maleta, pagó la cuenta del hotel, y tomó un taxi hacia el aeropuerto, llegando con abundancia de tiempo para el vuelo de la tarde para Zanzíbar. El mismo hombrecito taciturno estaba de servicio como funcionario de Sanidad cuando aterrizó, Barwani.
—Señor, ha regresado —dijo Barwani—. Pensé que podría hacerlo. La otra gente lleva aquí varios días ya.
—¿La otra gente?
—Cuando usted estuvo aquí la última vez, señor, me ofreció amablemente un anticipo para poder estar informado cuando cierta persona llegara a la isla —los ojos de Barwani brillaron—. Esa persona, con dos de sus compañeros de antes, está aquí ahora.
Klein colocó cuidadosamente un billete de veinte chelines en el escritorio del oficial de Sanidad.
—¿En qué hotel?
Los labios de Barwani no se abrieron. Evidentemente veinte chelines no cubrían sus expectativas. Pero Klein no sacó otro billete, y después de un momento Barwani respondió:
—Como la otra vez. El parlamento de Zanzíbar. ¿Y usted, señor?
—Como la otra vez —respondió Klein—. Me quedaré en el Shirazi.
Sybille estaba en el jardín del hotel, repasando las notas de investigación del día, cuando llegó la llamada telefónica de Barwani.
—No dejes que se vuelen mis papeles —le dijo a Zacharias, y entró. Cuando regresó, pareciendo molesta, Zacharias preguntó:
—¿Hay problemas?
—Sí —suspiró ella—. Jorge. Está en camino a su hotel ahora.
—Qué pesado —murmuró Mortimer—. Creí que Gracchus podría hacerle entrar en razón.
—Evidentemente no —respondió Sybille—. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué te gustaría hacer? —preguntó Zacharias.
Ella sacudió la cabeza.
—No podemos permitir que esto siga así, ¿no crees?
El aire de la noche era húmedo y fragante. Las lluvias largas habían llegado y se habían ido, y la isla entera estaba bajo la mano de la enloquecida fertilidad de la nueva estación: en el exterior de la ventana de la habitación del hotel de Klein algún enorme tallo trepador extendía monstruosas flores atrompetadas, amarillas, y alrededor de los terrenos del hotel absolutamente todo estaba en flor, todo era un frenesí de húmedas frondas jóvenes. La sensibilidad de Klein reverberaba con esa sensación de vigorosa novedad universal; anduvo de arriba abajo por el cuarto, lleno de energía, tratando de idear algún plan realizable. ¿Ir inmediatamente a ver a Sybille? ¿Forzar su entrada, si era necesario, con gritos y alboroto, y exigir saber por qué ella le había contado ese cuento fantástico de sultanes imaginarios? No. No. No habría más enfrentamientos, no más lamentaciones; ahora que estaba aquí, ahora que estaba próximo a ella, la buscaría serenamente, la hablaría calmadamente, invocaría los recuerdos de su viejo amor; la hablaría de Rilke y Woolf y Broch, de tardes en Puerto Vallarta y noches en Santa Fe, de música oída y caricias compartidas. No intentaría revivir su matrimonio, pues eso era imposible, sino simplemente el recuerdo del lazo que una vez había existido; obtendría de ella algún reconocimiento de que había estado ahí y entonces, sobria y calmadamente, él conjuraría ese lazo; él y ella juntos maniobrarían para rescatarlo hablando a media voz del cambio que había caído sobre sus vidas; hasta, después de tres horas, o cuatro o cinco, conseguir por sí mismo, con ayuda de ella, aceptar lo inaceptable. Eso era todo. Él no pediría nada, no mendigaría nada, sólo que ella le ayudara durante una tarde para liberar su alma de esta vana obsesión destructiva. Incluso un muerto, incluso un caprichoso, antojadizo, volátil, arbitrario, disoluto muerto, a buen seguro entendería la conveniencia de eso, y le concedería libremente su colaboración. Seguramente. Y luego a casa, a por un nuevo comienzo, demasiado tiempo pospuesto.
Se preparó a salir.
Hubo un golpe suave en la puerta.
—¿Señor? ¿Señor? Tiene visitas abajo.
—¿Quién? —preguntó Klein, aunque sabía la respuesta.
—Una señora y dos caballeros —contestó el botones—. El taxi los ha traído desde el parlamento de Zanzíbar. Le están esperando en el bar.
—Diles que bajaré en un momento.
Se dirigió a la jarra con hielo sobre el tocador, bebió un vaso de agua fría de forma irreflexiva, mecánicamente; se sirvió un segundo vaso, apurándolo también. Esta visita era inesperada. ¿Y por qué había traído ella todo su séquito? Tuvo que luchar para recobrar esa perspectiva, esa sensación de propósito comprendido que creía haber logrado antes del aviso. Finalmente abandonó la habitación.
Iban impecablemente vestidos en esta noche húmeda. Zacharias con una casaca de color tostado y unos pantalones verde pálido, Mortimer con un caftán blanco ceñido ribeteado con un intrincado brocado, Sybille con una sencilla túnica de color lavanda. Sus caras pálidas no aparecían deterioradas por la traspiración; parecían perfectamente serenos, modelos de compostura. Nadie se sentaba cerca de ellos en el salón. Mientras Klein entraba, se levantaron para saludarle, pero sus sonrisas surgieron siniestras, no había nada de cordialidad en ellas. Klein se aferró tensamente a su pretendida calma. Dijo quedamente:
—Qué amables al venir. ¿Puedo pedirles algo de beber?
—Ya tenemos —Zacharias señaló con el dedo—. Deje que seamos sus anfitriones. ¿Qué va a tomar?
—Pimm Number Six —respondió Klein. Trató de corresponder a sus sonrisas heladas—. Llevas una túnica preciosa, Sybille. Se os ve tan engalanados a todos que me siento avergonzado.
—Tú nunca fuiste famoso por tu gusto en el vestir —respondió ella.
Zacharias regresó del mostrador con la bebida de Klein. La cogió y brindó seriamente con ellos.
Después de que un breve silencio Klein dijo:
—¿Crees que podría hablar contigo en privado, Sybille?
—No hay nada que debamos decirnos el uno al otro que no pueda decirse delante de Kent y Laurence.
—A pesar de ello.
—Prefiero que no, Jorge.
—Como gustes.
Klein miró con atención directamente en sus ojos y no vio nada allí, nada, y se acobardó. Todo lo que había tenido la intención de expresar escapó de su mente. Sólo fragmentos revueltos bailaban allí: Rilke, Broch, Puerto Vallarta. Tragó de golpe el contenido de su copa.
Zacharias dijo:
—Tenemos un problema que discutir, Klein.
—Continúe.
—El problema es usted. Usted está causando una gran angustia a Sybille. Ésta es la segunda vez que la ha seguido hasta Zanzíbar, literalmente hasta el fin del mundo, Klein, y aparte de eso ha hecho varios intentos por entrar con engaños en un santuario cerrado en Utah, y esto interfiere con la libertad de Sybille, Klein: es una interferencia imposible, intolerable.
—Los muertos somos muertos —aseveró Mortimer—. Somos comprensivos con la hondura de sus sentimientos por su difunta esposa, pero esta persecución compulsiva suya debe terminar.
—Lo hará —respondió Klein, clavando los ojos en un punto en el muro estucado a medio camino entre Zacharias y Sybille—. Sólo quiero una hora o dos de conversación a solas con mi… con Sybille, y después le doy mi palabra de que no habrá más…
—Tal y como usted prometió a Anthony Gracchus no venir a Zanzíbar —interrumpió Mortimer.
—Yo sólo quería…
—Tenemos nuestros derechos —respondió Zacharias—. Hemos pasado a través de infierno, literalmente a través del infierno, para llegar donde estamos. Usted ha violado nuestro derecho a ser dejados en paz. Usted nos incomoda. Usted nos aburre. Usted nos molesta. Odiamos ser molestados.
Miró hacia Sybille. Ella asintió con la cabeza. La mano de Zacharias desapareció en el bolsillo del pecho de su chaqueta. Mortimer agarró la muñeca de Klein con asombrosa rapidez y movió de un tirón su brazo hacia adelante. Un pequeño tubo de metal refulgió en el puño enorme de Zacharias. Klein había visto un tubo semejante en la mano de Anthony Gracchus hacía sólo un día.
—No —jadeó Klein— ¡No creo… No!
Zacharias hundió rápidamente la fría boquilla del tubo en el antebrazo de Klein.
—La unidad congeladora está llegando —dijo Mortimer—. Estará aquí en cinco minutos o menos.
—¿Qué pasa si llega tarde? —preguntó Sybille con inquietud—. ¿Qué ocurriría si algo irreversible le sucede a su cerebro antes de que llegue?
—No está completamente muerto aún —le recordó Zacharias—. Hay tiempo. Hay tiempo de sobra. Hablé con el doctor yo mismo, un chino brillante, con perfecto dominio del inglés. Fue sumamente comprensivo. Le congelarán en un plazo de un par de minutos tras la muerte. Reservaremos pasaje de carga a bordo del avión de la mañana para Dar. Estará en los Estados Unidos dentro de veinticuatro horas, te lo aseguro. San Diego será avisado ¡Todo saldrá bien, Sybille!
Jorge Klein yacía caído al otro lado de la mesa. La barra se había vaciado en el mismo momento en que había gritado y trastabillado hacia adelante: la media docena de clientes se habían escabullido, no muy deseosos de estropear sus vacaciones compartiendo una tarde con la presencia de la muerte, y los mozos de restaurante y los camareros, los ojos desorbitados, aterrados, habían escapado al vestíbulo. Un ataque al corazón, había anunciado Zacharias, algún tipo de ataque súbito, tal vez una apoplejía, ¿dónde está el teléfono? Nadie había visto el tubo diminuto haciendo su trabajo.
Sybille tembló.
—Si algo sale mal…
—Ya oigo la sirena —dijo Zacharias.
Desde su escritorio en el aeropuerto, Daud Mahmoud Barwani observó el voluminoso ataúd refrigerado siendo cargado a bordo del avión matutino para Dar por mozos gruñidores. ¿Y luego, y luego, y luego? Enviarían al muerto hasta el otro lado del mundo, hasta América, e infundirían vida nueva en él, y andaría otra vez entre los hombres. Barwani meneó la cabeza. ¡Esta gente! El hombre que estaba vivo está ahora muerto, y estos muertos, ¿quién sabe qué son? ¿Quién sabe? ¿Quién pudo haber anticipado que llegaría el día en que los muertos regresarían de la tumba? No yo. ¿Y quién puede prever en lo que nos convertiremos todos nosotros, dentro de cien años? No yo. No yo. Dentro de cien años yo estaré descansando, pensó Barwani.