CAPÍTULO 6

Aunque retroceder hacia uno mismo es un asunto en el mejor de los casos difícil, comparable a tratar de cruzar una frontera con documentos de identidad prestados, parece ser ahora la única condición necesaria para los principios de autorrespeto auténtico. La mayor parte de nuestros tópicos acerca del autoengaño continúan siendo la mayor decepción. Los trucos que funcionan en los otros no valen por nada en esa muy bien iluminada callejuela donde uno mantiene citas consigo mismo: Ninguna de las lindas sonrisas engañarán aquí a nadie, ninguna de las hermosamente trazadas listas de buenos deseos.

JOAN DIDION, On Self-Respect

—Haría bien en creerse lo que Jeej intenta decirle —dijo Dolorosa—. Diez minutos dentro del Pueblo Frío, y tendrán su número. Cinco minutos.

El hombre de Jijibhoi era pequeño, de aspecto arrugado, cuarenta o cincuenta años de edad, con largos cabellos morenos descuidados y desorbitados ojos ardientes. Su piel era cetrina y su cara huesuda. Los otros muertos que Klein había visto de cerca tenían en torno a ellos un aire de serenidad sobrenatural, pero no éste: Dolorosa estaba tenso, inquieto, un crujidor de nudillos, un roedor de labios. A pesar de eso, de algún modo no había duda de que era un muerto, tan muerto como Zacharias, como Gracchus, como Mortimer.

—¿Tendrán mi qué? —preguntó Klein.

—Su número. Su número. Sabrán que usted no es un muerto, porque eso no puede ser fingido. Jesús, ¿aún no habla usted inglés? Jorge, es un nombre extranjero. Debería haberlo sabido. ¿De dónde es usted?

—Argentina, en realidad, pero me trajeron a California cuando era un niño pequeño. En 1955. Mire, si me atrapan, me atrapan. Yo simplemente quiero entrar allí y pasar media hora hablando con mi esposa.

—Señor, usted ya no tiene ninguna esposa.

—Con Sybille —respondió Klein, exasperado—. Hablar con Sybille, mi… mi antigua esposa.

—Bien. Le meteré.

—¿Cuánto costará?

—No piense en eso —respondió Dolorosa—. Le debo a Jeej algunos favores. Más que unos pocos. Así es que le conseguiré la droga.

—¿Qué…?

—La droga que los agentes del Tesoro usan cuando se infiltran en los Pueblos Fríos. Estrecha las pupilas, contrae los vasos capilares, le aporta ese saludable aspecto de viejo zombi. Los agentes siempre son atrapados y expulsados, y también le pasará a usted, pero al menos entrará allí sintiendo que ha llevado un disfraz convincente. La cápsula aceitosa pequeña, una cada mañana en ayunas.

Klein miró a Jijibhoi.

—¿Por qué infiltran agentes del Tesoro en los Pueblos Fríos?

—Por las mismas razones por las que envían espías a cualquier otra parte —respondió Jijibhoi—. Para espiar. Tratan de recabar información sobre las transacciones financieras de los muertos, ¿me entiendes? Y hasta que sea aprobada por el Congreso una legislación adecuada que defina el estado de vida, no hay manera exacta de obligar a una persona conceptuada legalmente como muerta a comunicar…

Dolorosa interrumpió:

—Las explicaciones luego. Le puedo conseguir una tarjeta de residencia del Pueblo Frío de Albany en Nueva York. Usted murió en diciembre pasado, ¿de acuerdo? Y le reavivaron hacia el Este porque, veamos…

—Pude haber asistido a las convenciones anuales de la Asociación Histórica Americana en Nueva York —sugirió Klein—. Eso es lo que hago, ¿sabe? Profesor de historia contemporánea en UCLA. Debido al día festivo de Navidad mi cuerpo no podría ser enviado de regreso a California, sin habitáculo en ningún vuelo, así que me llevaron a Albany. ¿Cómo suena eso?

Dolorosa sonrió.

—Usted realmente disfruta elaborando mentiras, profesor ¿no es así? Puedo captar esa cualidad en usted. De acuerdo, Pueblo Frío de Albany, y éste es su primer viaje fuera de allí, su viaje de secado —así es como lo llaman, secado—. Usted ha salido del Pueblo Frío como una mariposa nueva recién salida de su capullo, todo blando y húmedo, y se encuentra abandonado a sus propios medios en un lugar extraño. Ahora, hay un montón de cosas de las que usted necesitará estar al corriente: cómo comportarse, pequeñas afectaciones, elegancia social, esa clase de majaderías, y trabajaré en eso con usted mañana, el miércoles y el viernes, tres sesiones; eso debe ser suficiente. Por ahora déjeme presentarle lo esencial. Hay sólo tres cosas que de veras debe recordar mientras está dentro:

1) Nunca formule una pregunta directa.

2) Nunca se apoye en el brazo de alguien. ¿Sabe qué quiero decir?

3) Mantenga en la mente que para un muerto el universo entero es dúctil; nada es real, nada importa en exceso, es todo sólo un chiste. Sólo un chiste, amigo, sólo un chiste.

A principios de abril voló hacia Salt Lake City, alquiló un coche, y condujo más allá de Moab hacia el interior del altiplano bordeado por montañas de roca roja donde los muertos habían construido el Pueblo Frío de Sión. Ésta era la segunda visita de Klein a la necrópolis. La otra había sido a finales del verano del 91, una época ardiente, abrasadora, en que el sol llenaba la mitad del cielo y hasta los nudosos enebros se veían sobrecogidos por la sed; pero ahora era una tarde escarchada, con una débil luz pálida fluyendo por entre las invernales colinas occidentales y ráfagas ocasionales de nieve ligera formando remolinos a través del aire azul acerado. Las instrucciones de ruta de Jijibhoi pulsaron desde la pantalla memo en su salpicadero. Catorce millas desde la ciudad, sí, la estrecha senda pavimentada saliendo de la carretera, sí, el pequeño y discreto letrero anunciando CARRETERA RESERVADA, PROHIBIDA LA ENTRADA, sí, una segunda señal unas mil yardas más adentro, PUEBLO FRÍO DE SIÓN. SÓLO SOCIOS, sí, y entonces apenas más allá de la barrera de luz verde a través de la carretera, el sistema de escáner, el cerramiento de controles de carretera como segadoras en el exterior de las instalaciones físicas subterráneas, una voz en un altavoz invisible diciendo:

—Si tiene usted un permiso para entrar en el Pueblo Frío de Sión, por favor colóquelo bajo su limpiaparabrisas izquierdo.

Aquella otra vez no había tenido permiso, y no había llegado más allá de aquí, sin embargo al menos había mantenido un pequeño coloquio con el portero invisible de entre el cual había exprimido la información de que Sybille estaba efectivamente viviendo en ese Pueblo Frío en particular. Esta vez fijó la tarjeta de residencia falsificada de Dolorosa en su parabrisas, y esperó tensamente, y en treinta segundos los controles de carretera se deslizaron fuera de la vista. Siguió adelante, a lo largo de una carretera sinuosa que seguía los contornos naturales de un denso bosque de coníferas cubiertas de maleza, y llegó por fin hasta un muro del ladrillo que formaba una curva más allá de los árboles, como si circundara el pueblo entero. Probablemente lo hacía. Klein tuvo una percepción abrumadora del Pueblo Frío como una ciudad hermética, masiva y sellada como el antiguo Egipto. Había una puerta de metal en el muro de ladrillo; verdes ojos electrónicos le examinaron, señalaron su aprobación, y el muro quedó franqueable.

Condujo lentamente hacia el centro de pueblo, pasando a través de una zona de lo que supuso serían edificios de suministros —depósitos de almacenamiento, una subestación de energía, las depuradoras municipales, lo que fueran un montón de sombríos bloques cenicientos sin ventanas— y después la zona residencial, la cual no era mucho más encantadora. Las calles se encontraban tendidas sobre una cuadrícula rectangular; los edificios eran rechonchos, lúgubres, impersonales, homogéneos. No había prácticamente tráfico de automóviles, y a lo largo de una docena de bloques no vio más de diez peatones, los cuales no le dedicaron ni una mirada. Así que éste era el ambiente que los muertos elegían para pasar sus segundas vidas. Pero ¿por qué tal desolación deliberada?

Dolorosa había advertido:

—Usted nunca nos entenderá.

Dolorosa tenía razón. Jijibhoi le había dicho que los Pueblos Fríos eran algo menos que atractivos, pero Klein no estaba preparado para esto. Había una cualidad glacial en torno del lugar, como si estuviera totalmente enterrado dentro de un bloque de hielo transparente: silencio, esterilidad, una calma mortuoria. Pueblo Frío, sí, apropiadamente denominado. Arquitectónicamente, el pueblo se veía como un compendio de lo peor de todas las tendencias urbanísticas baratas y de mala calidad posibles, pero la textura psíquica que proyectaba era incluso más deprimente, más como una de esas espantosas comunidades de jubilación, uno de los innumerables Leisure Worlds o Sun Manors, esos desangelados santuarios estériles donde colonias enteras de ese otro tipo de muertos vivientes se congregaban para aguardar la trompeta final. Klein tembló.

Por fin, otros pocos minutos más adentro en el pueblo, un signo de actividad, si bien no exactamente de vida: un centro comercial, edificios pardos estucados de techo plano alrededor de un patio en forma de U, un flujo constante de compradores moviéndose de un lado a otro. Bien. Su primer examen estaba a punto de comenzar. Estacionó su coche cerca de la boca de la U y caminó desasosegadamente hacia el interior. Sentía como si su frente fuese un faro, emitiendo resplandores traicioneros a intervalos rítmicos: FRAUDE INTRUSO CONTRABANDISTA ESPÍA. Adelante, pensó, agárrenme, agarren al impostor, llévenlo al otro lado, expúlsenme, átenme con una cuerda, crucifíquenme. Pero nadie pareció recibir las señales. Era totalmente ignorado. ¿Por cortesía? ¿O simplemente desprecio? Espió lo que él esperaba que fuesen miradas furtivas de los compradores, a medias esperando toparse con Sybille inmediatamente. Todos ellos parecían sonámbulos, moviéndose en vidrioso silencio ocupados en sus asuntos. Ninguna sonrisa, ninguna charla: el distanciamiento gélido de esta gente reservada realzaba la familiar atmósfera suburbana del centro comercial con intensidad surrealista; Norman Rockwell con un recubrimiento de Dalí o De Chirico. El centro comercial se veía como cualquier centro comercial: tiendas de ropa, un banco, una tienda de discos, cafeterías, una floristería, un terminal estéreo de TV, un teatro, una tienda de baratijas. Una diferencia, sin embargo, se hizo aparente a medida que Klein deambulaba de tienda en tienda: el lugar entero estaba automatizado. No había dependientes en ningún sitio, sólo las omnipresentes pantallas de datos, y sin duda una batería de escáneres escondidos para desanimar a los rateros. (¿O moría el impulso hacia el robo insignificante con la primera muerte del cuerpo?). Los propios clientes seleccionaban la mercancía, señalada por medio de las pantallas de datos, tocando con sus pulgares para cargar el producto a sus cuentas. Por supuesto. Nadie iba a malgastar su preciosa existencia reavivada parado tras un mostrador para vender zapatillas de tenis o algodón de azúcar. Ni eran los residentes en los Pueblos Fríos propensos a diluir su aislamiento contratando una mano de obra de calientes importados. Obviamente, alguien tendría que hacer algún pequeño trabajo —¿cómo entraba la mercancía en las tiendas?— pero, en general, pensó Klein, lo que no pudiera ser hecho por máquinas no sería hecho en absoluto.

Vagó por el centro unos diez minutos. Justo cuando empezaba a creer que debía de ser enteramente invisible para esta gente, un hombre pequeño y ancho, cargado de hombros, calvo pero con características curiosamente jóvenes, se detuvo ante él y dijo:

—Soy Pablo. Le doy la bienvenida al Pueblo Frío de Sión —esta inesperada perforación del silencio sobresaltó tanto a Klein que tuvo que luchar para retener su correcta imperturbabilidad de muerto. Pablo sonrió calurosamente y unió ambas manos en dirección a Klein en cordial saludo, pero sus ojos eran glaciales, hostiles, distantes, una contradicción aterradora—. He sido enviado para llevarle hasta el área de alojamiento. Traiga su coche.

Aparte de para dar orientaciones, Pablo habló sólo tres veces durante el viaje en coche de cinco minutos.

—Aquí está la casa de resurrección —dijo. Un edificio de cinco pisos, tan acogedor como un hospital, con muros de bronce oscuro y ventanas negras como el ónice—. Ésta es la casa del Padre Guía —indicó Pablo un momento más tarde. Un edificio modesto de ladrillo, como una rectoría, al borde de un pequeño parque. Y, finalmente—: Aquí es donde usted morará. Disfrute su visita.

Salió bruscamente del coche y se alejó andando rápidamente.

Ésta era la casa de los forasteros, el hotel para muertos de visita, una estructura de ladrillo gris bastante baja, funcional y nada seductora, uno de los edificios menos atractivos en esta ciudad de edificios rematadamente desagradables. Por muy distinto que pudiera ser para los muertos, claramente no lo habían construido pensando en la arquitectura decorativa. Una voz de una pantalla de datos en el vestíbulo espartano le asignó una habitación: una caja de muros blancos, cuadrada, alta de techo. Tenía su retrete, su pantalla de datos, una cama estrecha, una cómoda, un armario modesto, una ventana pequeña que le proporcionaba una vista de un edificio vecino tan deslustrado como éste. Nada se había dicho acerca del alquiler; quizá era un invitado de la ciudad. Nada se había dicho sobre nada. Parecía que había sido aceptado. Tanta seguridad sombría de Jijibhoi de que sería instantáneamente detectado, tanta insistencia de Dolorosa sobre que tendrían su número en diez minutos o menos. Llevaba en el Pueblo Frío de Sión media hora. ¿Tenían su número?

—Comer no es importante entre nosotros —había dicho Dolorosa.

—¿Pero usted come?

—Por supuesto que comemos. Simplemente no es importante.

Era importante para Klein, sin embargo. No necesariamente haute cuisine, sino algún tipo de comida, preferentemente tres veces al día. Él estaba hambriento ahora. ¿Tocar el timbre para el servicio de habitaciones? No había sirvientes en esta ciudad. Recurrió a la pantalla de datos. Primera regla de Dolorosa: nunca haga una pregunta directa. Seguramente eso no era aplicable a la pantalla de datos; sólo para sus muertos asociados. No tenía por qué cumplir con sutilezas de etiqueta para hablar a una computadora. A pesar de eso, la voz detrás de la pantalla podría no ser de una computadora después de todo, así es que trató de emplear el estilo conversacional oblicuo y elíptico que Dolorosa aseguraba que los muertos preferían entre ellos:

—¿Cena?

—Economato.

—¿Dónde?

—Central Cuatro —respondió la pantalla.

¿Central Cuatro? Bien. Encontraría el camino. Se cambió de ropa y bajó por el largo corredor cubierto de vinilo hacia el vestíbulo. La noche había llegado; las farolas emitían una luz intensa. Bajo la capa de la oscuridad la fealdad de la ciudad ya no era tan protuberante, y había incluso una especie de controlada belleza en torno a la regularidad brutal de sus calles.

Las calles estaban sin marcar, sin embargo, y desiertas. Klein caminó al azar durante diez minutos, esperando encontrar a alguien dirigiéndose hacia el economato Central Cuatro. Pero cuando se encontró con alguien, una mujer alta y regia bastante entrada en años, fue incapaz de abordarla. (Nunca haga una pregunta directa. Nunca se apoye en el brazo de alguien). Caminó en la misma dirección, en silencio y a distancia, hasta que ella giró de pronto para entrar en una casa. Durante diez minutos más vagabundeó a solas otra vez. Esto es ridículo, pensó: muerto o caliente, soy un extraño en la ciudad, debería tener derecho a un poco de ayuda. Tal vez Dolorosa simplemente trataba de complicar las cosas. En la siguiente esquina, cuando Klein divisó a un hombre encorvado para ocultarse del viento, encendiendo un cigarrillo, se acercó audazmente a él.

—Perdone.

El otro levantó la vista.

—¿Klein? —dijo—. Sí. Desde luego. ¡Hombre, entonces usted también ha hecho el cruce!

Klein recordó: era uno de los acompañantes de Sybille en Zanzíbar. El agudo, el afilado Mortimer. Un miembro de su agrupamiento seudo-familiar, lo que sea que eso fuere. Klein clavó malhumoradamente los ojos en él. Éste debía de ser el momento en que su impostura quedaba al descubierto, pues sólo habían pasado unas seis semanas desde que discutió con Mortimer en los jardines de hotel de Sybille en Zanzíbar, no el tiempo suficiente para que alguien muera y sea reavivado y concluya su secado. Pero pasó un momento y Mortimer no dijo nada. Por fin Klein respondió:

—Acabo de llegar. Pablo me enseñó la casa de forasteros y ahora ando buscando el economato.

—¿Central Cuatro? Yo voy para allá. Ha tenido usted suerte —ningún signo de sospecha en la cara de Mortimer. Acaso una sonrisa fugaz dejó traslucir su apreciación de que Klein no podría ser lo que afirmaba ser. Recuerde que para un muerto el universo entero es plástico, es todo sólo un chiste. Dijo—: Estoy esperando a Nerita. Podemos comer todos juntos.

—Fui reavivado en el Pueblo Frío de Albany. Acabo de salir.

—Qué agradable —respondió Mortimer.

Nerita Tracy salió de un edificio apenas más allá de la esquina, una mujer esbelta de aspecto atlético, alrededor de la cuarentena, con pelo castaño rojizo corto. A medida que ella avanzaba rápidamente hacia ellos Mortimer dijo:

—Aquí está Klein, a quien nos encontramos en Zanzíbar. Recién reavivado, de Albany.

—Sybille se divertirá.

—¿Está ella en la ciudad? —farfulló Klein.

Mortimer y Nerita intercambiaron miradas sagaces. Klein se sintió avergonzado. Nunca haga una pregunta directa. ¡Maldito Dolorosa!

Nerita respondió:

—La verá dentro de poco. ¿Vamos a cenar?

El economato era menos austero de lo que Klein había esperado: De hecho era realmente un restaurante acogedor, elaboradamente construido en cinco o seis niveles divididos por lustrosas colgaduras oscuras en zonas de comedor pequeñas y aisladas. Gozaba de la apariencia cálida, fértil, de un balneario tropical. Pero la comida, que llegó mediante máquinas —por medio de dispensadores giratorios—, era prefabricada y triste: otra irritante contradicción. Sólo un chiste, amigo, sólo un chiste. En todo caso él estaba menos hambriento de lo que había pensado en el hotel. Se sentó con Mortimer y Nerita, picoteando su comida, mientras su conversación fluía más allá de él a varias veces la velocidad de su pensamiento. Hablaron en fragmentos y elipsis, en perífrasis y aposiopesis, en un estilo abundante en quiasmos, metonimias, meiosis, oxímoron, y ceumas; sus deslumbrantes técnicas retóricas le dejaron frustrado e incómodo, sumido en un mar de dudas sobre su intención. Cada dos por tres se lanzaban desde una maraña de indirección a ensartarle con una estocada confirmatoria rápida: ¿No es eso? decían entonces, y él sonreía y asentía, asentía y sonreía, respondiendo, Sí, sí, claro que sí. ¿Sabían que era una falsificación, y estaban simplemente jugando con él, o le habían, de algún modo, increíblemente, aceptado como uno de ellos? Tan sutil era su estilo que él no podría asegurarlo. Un miembro muy nuevo de la sociedad de los reavivados, se dijo a sí mismo, podría ser visto aquí casi como un caliente con la cara muerta.

Entonces Nerita dijo, nada de juegos verbales esta vez:

—Todavía la añora terriblemente, ¿no es así?

—Así es. Algunas cosas evidentemente nunca perecen.

—Todo perece —respondió Mortimer—. El dodo, el uro, el Sacro Imperio Romano Germánico, la Dinastía T’ang, los muros de Bizancio, el lenguaje de Mohenjo-daro.

—Pero no la Gran Pirámide, el Yangtze, el celacanto, o el cráneo de Pitecántropo —rebatió Klein—. Algunas cosas persisten y aguantan. Y algunas pueden ser regeneradas. Los lenguajes perdidos han sido descifrados. Creo que el dodo y el uro son cazados dentro de cierto parque africano en esta misma época.

—Copias —respondió Mortimer.

—Copias convincentes. Simulaciones tan buenas como el original.

—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó Nerita.

—Quiero lo que sea posible tener.

—¿Una copia convincente del amor perdido?

—Podría querer tranquilidad para charlar cinco minutos con ella.

—Lo tendrá. Pero no esta noche. ¿Ve? Ahí está ella. Pero no la moleste ahora.

Nerita saludó con la cabeza a través del piélago en el centro del restaurante; en una zona alejada, tres niveles por encima de donde se sentaban, habían aparecido Sybille y Kent Zacharias. Se detuvieron durante un breve momento al borde de su rincón ovalado del comedor, fijando la mirada, blanda y carente de emoción alguna, en el pozo central del restaurante. Klein palpó un músculo que sacudía con fuerza incontrolada su mejilla, una maldita revelación tanto de ausencia de muerte como de nerviosismo, y presionó su mano sobre él, de forma que vibró como una cuerda y latió contra su palma. Ella era como una diosa allá arriba, manifestándose en su santuario para sus adoradores, una trémula figura pálida, más bella aún de lo que había llegado ser para él a través de los realces angustiados del recuerdo, y le parecía mentira que ese ser hubiera sido alguna vez su esposa; que él la hubiese conocido cuando sus ojos estaban hinchados y enrojecidos por una noche de estudio, que él hubiese bajado su vista hasta su cara mientras hacían el amor y hubiera visto sus labios retroceder en ese espasmo de éxtasis tan cercano a una mueca de dolor, que él la hubiera conocido caprichosa y cruel durante la enfermedad, de mal genio e impaciente en la salud, una persona con defectos y debilidades, con olores e imperfecciones, en resumen un ser humano; esta diosa, esta criatura reavivada irreal, este objeto de su búsqueda, esta Sybille. Serenamente ella giró, serenamente desapareció dentro de su nicho encubierto.

—Ella sabe que usted está aquí —le dijo Nerita—. Usted la verá. Tal vez mañana.

Entonces Mortimer respondió algo enloquecedoramente oblicuo, y Nerita contestó con la misma mistificación descentrada, y Klein una vez más fue zambullido en el río de su danzante juego de palabras natural, hundido en él, abajo y abajo y abajo, y como luchó para evitar ahogarse, como peleó para comprender sus intercambios, no miró ni una sola vez hacia el lugar donde se sentaba Sybille, ni una sola vez, y se felicitó a sí mismo por haber logrado al menos eso en su mascarada.

Esa noche, yaciendo a solas en su cuarto de la casa de visitantes, se pregunta lo que le dirá a Sybille cuando finalmente se encuentren, y lo que ella le dirá a él. ¿Se atreverá a pedirla sin ambages que le describa la calidad de su nueva existencia? Eso es todo cuanto él quiere de ella, realmente: ese conocimiento, ese atisbo de una abertura en su personalidad transfigurada. ¿Esto es cuanto él espera llevarse de ella, sabiendo como sabe que allí apenas tendrá oportunidad de recobrarla? Pero ¿se atreverá a preguntar, se atreverá siquiera a eso? Por supuesto, al preguntar tales cosas la revelará que él es todavía un caliente, demasiado torpe y tosco de percepción para comprender la vida de un muerto. Pero él está seguro de que ella sentirá eso de cualquier manera, inmediatamente. ¿Qué responderá él, qué responderá? Hace gran despliegue de un imaginado guión de su conversación en el teatro de su mente:

“—Dime a qué se parece, Sybille, existir en la forma que lo haces ahora.

“—Es como nadar bajo una lámina de cristal.

“—No entiendo.

“—Todo está tranquilo donde estoy, Jorge. Hay una paz que supera toda comprensión. Yo solía sentir algunas veces que estaba atrapada en una gran tormenta, que estaba siendo abofeteada por cada ráfaga, que mi vida estaba siendo consumida por convulsiones y frenesís, pero ahora… ahora, estoy en el ojo de la tempestad, en el lugar donde todo está siempre en calma. Contemplo más bien que dejarme a mí misma actuar.

“—Pero ¿no hay una pérdida de sentimiento de ese modo? ¿No sientes que eres envuelta en un manto aislante? Como nadar bajo vidrio, dices… eso lleva a estar aislada, recortada, casi adormecida.

“—Supongo que tú podrías opinar así. Lo que significa es que una ya no es afectada por lo innecesario.

“—me suena como una existencia limitada.

“—Menos limitada que la tumba, Jorge.

“—Nunca comprendí por qué quisiste ser reavivada. Tú te comiste el mundo, Sybille, viviste con tal intensidad, tal pasión… Para reacomodarse al tipo de existencia que tienes ahora, para estar sólo medio viva…

“—No seas tonto, Jorge. Estar medio vivo es mejor que pudrirse en el suelo. Era demasiado joven. Había mucho todavía por ver y hacer.

“—¿Para verlo y hacerlo medio viva?

“—Esas fueron tus palabras, no las mías. No estoy viva del todo. Tampoco soy menos ni más que la persona que tú conociste. Soy otro tipo de ser. Ni menos ni más, sólo diferente.

“—¿Son diferentes todas tus percepciones?

“—Mucho. Mi perspectiva es más amplia. Las cosas sin importancia se revelan como cosas sin importancia.

“—Dame un ejemplo, Sybille.

“—Prefiero no hacerlo. Muere y ven con nosotros, y lo entenderás.

“—¿Sabes que no estoy muerto?

“—¡Oh, Jorge, qué divertido eres!

“—Es muy agradable poder divertirte todavía.

“—Se te ve tan dolorido, tan trágico. Casi podría sentir lástima por ti. Venga: Pregúntame algo.

“—¿Puedes dejar a tus acompañantes y vivir otra vez en el mundo?

“—Nunca he pensado en eso.

“—¿Podrías?

“—Supongo que podría. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Éste es mi mundo ahora.

“—Este ghetto.

“—¿Eso te parece?

“—Os encerráis a vosotros mismos en una sociedad cerrada con vuestros iguales, una subcultura estrecha. Vuestra jerga, vuestro propio muro de etiqueta e idiosincrasia. Diseñado, creo, principalmente para mantener a los extraños fuera de sitio, para mantenerlos sintiéndose como extranjeros. Es un asunto defensivo. Los hippies, los negros, los homosexuales, los muertos: idéntico mecanismo, idéntico proceso.

“—Los judíos, también. No olvides a los judíos.

“—Claro, Sybille, los judíos. Con sus pequeños chistes tribales, sus días de fiesta especiales, su propio lenguaje misterioso, sí, un buen ejemplo.

“—Así es que me he unido a una tribu nueva. ¿Qué hay de malo en eso?

“—¿Necesitabas ser parte de una tribu?

“—¿Qué tenía antes? ¿La tribu de los californianos? ¿La tribu de los académicos?

“—La tribu de Jorge y Sybille Klein.

“—Demasiado estrecha. De todas formas, he sido expulsada de esa tribu. Necesitaba unirme a otra.

“—¿Expulsada?

“—Por la muerte. Después de eso no hay vuelta atrás.

“—Tú podrías volver. Cuando quisieras.

“—Oh, no, no, no, Jorge, no puedo, no puedo, ya no soy Sybille Klein, nunca lo seré de nuevo. ¿Cómo podría explicártelo? No hay remedio. La muerte provoca cambios. Muere y entiende, Jorge. Muere y entiende.

Nerita dijo:

—Ella le espera en el salón.

Era una sala grande, fríamente amueblada, en el extremo más alejado del ala opuesta de la casa de extranjeros. Sybille permanecía al lado de una ventana a través de la cual se filtraba la luz pálida, ligeramente fría, de la mañana. Mortimer estaba con ella, y también Kent Zacharias. Los dos hombres recibieron a Klein con misteriosas sonrisas oblicuas, corteses o burlonas; él no podría asegurarlo.

—¿Le gusta nuestro pueblo? —preguntó Zacharias—. ¿Ha estado viendo los lugares de interés?

Klein optó por no contestar. Se dio por enterado de la pregunta con una inclinación de cabeza apenas perceptible y se volvió hacia Sybille. Extrañamente, se sintió enteramente calmado en este momento de cumplir su deseo de años: No sintió absolutamente nada en su presencia: ningún pánico, ningún anhelo, ningún desfallecimiento, ninguna nostalgia, nada. Nada. Como si él fuera realmente un muerto. Supo que era la tranquilidad del terror absoluto.

—Les dejaremos solos —dijo Zacharias—. Deben tener mucho que contarse el uno al otro.

Salió, con Nerita y Mortimer. Los ojos de Klein encontraron los de Sybille y se demoraron allí. Ella le miraba fríamente, en una especie de valoración impersonal. Esa condenada sonrisa, pensó Klein: La muerte los convierte a todos en Mona Lisas.

Ella dijo:

—¿Piensas quedarte aquí por mucho tiempo?

—Probablemente no. Unos días, tal vez una semana —humedeció sus labios—. ¿Cómo estás, Sybille? ¿Cómo te va?

—Va como era de esperar.

¿Qué quieres decir con eso? ¿Puedes darme algún detalle? ¿Estás decepcionada por algo? ¿Hay alguna sorpresa? ¿Cómo ha sido para ti, Sybille? Oh, Jesús. Nunca haga una pregunta directa. Dijo:

—Me gustaría que me hubieras dejado visitarte en Zanzíbar.

—Eso no era posible. No hablemos de eso ahora —desechó el episodio con un gesto casual. Tras un momento dijo—: ¿Te gustaría oír una historia fascinante que he descubierto acerca de los primeros días de influencia omaní en Zanzíbar?

La impersonalidad de la pregunta le sorprendió. ¿Cómo podía parecer ella tan absolutamente carente de curiosidad sobre su presencia en el Pueblo Frío de Sión, su pretensión de ser un muerto, sus razones para querer verla? ¿Cómo podía zambullirse tan rápida, tan fríamente, en una discusión sobre los sucesos políticos arcaicos en Zanzíbar?

—Supongo que sí —respondió débilmente.

—En realidad es una especie de cuento de Las Mil y Una Noches. Es la historia de cómo Ahmad el Astuto derrocó a Abdullah ibn Muhammad Alawi.

Los nombres eran extraños para él. Ciertamente había tomado alguna pequeña parte en sus investigaciones históricas, pero habían pasado años desde que había trabajado con ella, y todo aquello había sido arrastrado en la corriente de su mente, dejando un residuo confuso de Ahmads y Hasans y Abdullahs.

—Lo siento —respondió—. No recuerdo quiénes fueron.

Sybille impasible, respondió:

—Seguramente recuerdas que en el siglo XVIII y principios del XIX, la potencia principal en el Océano Indico fue el estado árabe de Omán, controlado desde Muscat en el Golfo Pérsico. Bajo la dinastía Busaidi, fundado en 1744 por Ahmad ibn Said al-Busaidi, los omaníes extendieron su poder hacia África Oriental. La capital lógica para su imperio africano era el puerto de Mombasa, pero fueron incapaces de expulsar a una dinastía rival que gobernaba allí, así es que el Busaidi miró hacia Zanzíbar, una cosmopolita isla cercana donde se mezclaban árabes, indios y población africana. La ubicación estratégica de Zanzíbar en la costa y su puerto espacioso y bien protegido hacían de ella una base ideal para el comercio de esclavos del este de África, que el Busaidi de Omán pretendía controlar.

—Algo creo recordar, ahora.

—Muy bien. El fundador del Sultanato omaní de Zanzíbar fue Ahmad ibn Majid el Astuto, que llegó al trono de Omán en 1811, ¿recuerdas? A la muerte de su tío Abd er Rahman al-Busaidi.

—Los nombres me suenan —dijo Klein inseguro.

—Siete años más tarde —continuó Sybille—, tratando de conquistar Zanzíbar sin el empleo de la fuerza, Ahmad el Astuto rasuró su barba y bigote y visitó la isla disfrazado de adivino, vistiendo ropas amarillas y una valiosa esmeralda en su turbante. En ese tiempo la mayor parte de Zanzíbar era regida por un gobernante nativo, de sangre mixta árabe y africana, Abdullah ibn Muhammad Alawi, cuyo título hereditario era Mwenyi Mkuu. Los súbditos de Mwenyi Mkuu eran principalmente africanos, miembros de una tribu llamada Hadimu. El sultán Ahmad, que acababa de llegar a la ciudad de Zanzíbar, brindó una demostración de sus habilidades de adivinación en el puerto y atrajo tanta atención que obtuvo rápidamente una audiencia en la corte del Mwenyi Mkuu. Ahmad predijo un futuro luminoso para Abdullah, declarando que un poderoso príncipe famoso en todo el mundo vendría a Zanzíbar, haría al Mwenyi Mkuu su gran consejero, y le confirmaría a él y a sus descendientes como señores de Zanzíbar para siempre.

“—¿Cómo sabes tú esas cosas?

“—Bebo cierta poción —replicó el sultán Ahmad— que me permite ver el porvenir. Deseas probarla?

“—Pues claro que quiero.

“Respondió Abdullah, y acto seguido Ahmad le dio una droga que le sumió en el éxtasis y le mostró visiones del paraíso. Mirando hacia abajo desde su lugar cerca de la banqueta de Allah, el Mwenyi Mkuu vio un Zanzíbar rico y feliz, gobernado por los hijos de los hijos de sus hijos. Durante horas vagó entre fantasías de autoridad omnipotente.

—Luego Ahmad se fue, y dejó crecer de nuevo su barba y su bigote, y regresó a Zanzíbar diez semanas más tarde en todo su esplendor, como Sultán de Omán, a la cabeza de una armada imponente y poderosa. Fue de inmediato hasta la corte del Mwenyi Mkuu y propuso, tal como el adivino había profetizado, que Omán y Zanzíbar examinaran un tratado de alianza bajo la cual Omán cargaría con la responsabilidad de la mayor parte de las relaciones exteriores de Zanzíbar, incluyendo el comercio de esclavos, mientras garantizaba la autoridad del Mwenyi Mkuu sobre los asuntos domésticos. A cambio de su abdicación parcial de autoridad, el Mwenyi Mkuu recibiría compensación financiera de Omán. Recordando la visión que le había revelado el adivino, Abdullah firmó el tratado de inmediato, legitimando por tanto lo que fue, de hecho, la conquista omaní de Zanzíbar. Tuvo lugar un gran banquete para celebrar el tratado, y como una señal de elogio, el Mwenyi Mkuu ofreció al Sultan Ahmad una extraña droga usada localmente, conocida como borgash, o 'flor de la verdad’. Ahmad sólo fingió depositar la pipa en sus labios, pues él aborrecía todas las drogas que alteran la mente, pero Abdullah, mientras la flor de la verdad le poseyó, contempló a Ahmad y reconoció los contornos de la cara del adivino detrás de la barba nueva del Sultán. Cayendo en la cuenta de que había sido engañado, el Mwenyi Mkuu empujó su daga, la punta de la cual estaba envenenada, profundamente en el costado del Sultán y escapó el salón de banquete, instalándose en la isla vecina de Pemba. Ahmad ibn Majid sobrevivió, pero el veneno consumió sus órganos vitales y los diez años restantes de su vida los pasó en agonía constante. Por lo que respecta al Mwenyi Mkuu, los hombres del Sultán le cazaron finalmente y le dieron muerte junto con noventa miembros de su familia, y la autoridad nativa en Zanzíbar fue con eso extinguida.

Sybille hizo una pausa.

—¿No es una historia llamativa y maravillosa? —preguntó por fin.

—Fascinante —respondió Klein—. ¿Dónde la encontraste?

—Las memorias inéditas de Claude Richburn de la Compañía de la India Oriental. Profundamente enterradas en los archivos de Londres. Extraño que ningún historiador llegase antes, ¿no es así? Los textos generalmente aceptados simplemente dicen que Ahmad usó su flota de guerra para intimidar a Abdullah y firmar el tratado, y luego había hecho asesinar al Mwenyi Mkuu en el primer momento oportuno.

—Muy extraño —convino Klein. Pero él no había venido aquí para oír románticos cuentos de pociones visionarias y traiciones reales.

Tanteó en busca de alguna forma de llevar la conversación a un nivel más personal. Los fragmentos de su diálogo imaginario con Sybille flotaban en su mente. Todo está tranquilo donde estoy, Jorge. Hay una paz que sobrepasa toda comprensión. Como nadar bajo una lámina de cristal. El camino está en que ya no te afecta lo innecesario. Las cosas pequeñas se revelan como cosas sin importancia. Muere y ven con nosotros, y entenderás. Sí. Quizá. Pero ¿pensaba ella realmente alguna de esas cosas? Él había puesto todas las palabras en su boca; todo lo que él había imaginado que ella decía era su propia construcción, inútil como llave hacia la Sybille verdadera. ¿Dónde encontraría él la llave, entonces?

Ella no le dio oportunidad.

—Regresaré a Zanzíbar dentro de poco —dijo—. Allí hay mucho de lo que quiero enterarme sobre este incidente, en las viejas leyendas posteriores del país acerca de los últimos días del Mwenyi Mkuu, quizá variantes de la historia básica…

—¿Puedo acompañarte?

—¿Tú no tienes tu propia investigación que reanudar, Jorge? —preguntó ella, y no esperó una respuesta. Caminó enérgicamente hacia la puerta del salón y salió, y él estuvo solo.