CAPÍTULO 5

Discutir trae problema. Estos días los leones rugen de lo lindo. La alegría sigue la pena. No está bien pegar a los niños demasiado. Usted debería irse ahora y volver a casa. Es imposible trabajar hoy. Usted debería ir a la escuela todos los días. No es aconsejable seguir este sendero, hay agua en medio. No importa, podré cruzar. Deberíamos regresar rápidamente. Estas lámparas emplean un montón de aceite. No hay mosquitos en Nairobi. No hay leones aquí. Hay gente aquí, buscando huevos. ¿Hay agua en el pozo? No, no hay. Si hay sólo tres personas, entonces el trabajo será imposible hoy.

D. V. PERROTT, Teach Yourself Swahili

Gracchus hace señas furiosamente a los mozos y ruge:

Shika njia hii —al frente, tres giran, dos continúan caminando con pesadez en línea recta. Llama—: ¡Ninyi nyote! ¡Fanga kama hivi! —menea la cabeza, escupe, se sacude el sudor de la frente. Añade, hablando en una voz más baja y en inglés, con cuidado de que no le oigan— ¡Haced lo que digo, bastardos negros malignos, o estaréis más muertos que yo antes de la puesta del sol!

Sybille ríe nerviosamente.

—¿Les hablas siempre así?

—Trato de ser natural con ellos. ¿Pero qué hacen bien, qué hace bien cualquiera de ellos? Vamos, déjame ir a su paso.

Hace menos de una hora que ha amanecido pero el sol ya calienta mucho, en este árido paisaje llano entre el Kilimanjaro y el Serengeti. Gracchus está dirigiendo a la banda hacia el norte a través de la hierba alta, siguiendo el rastro de lo que él cree que es un cuaga, pero abrir una senda en la hierba alta es trabajo agotador y los porteadores no dejan de desviarse hacia un barranco que ofrece la sombra tentadora de una espesura de espinos, y tiene que hostigarlos continuamente para mantenerlos firmes en la ruta que él quiere. Sybille ha advertido que Gracchus grita ferozmente a sus negros, como si fuesen no mucho más que bestias recalcitrantes, y habla de ellos a sus espaldas con un desprecio similar, pero todo eso parece hecho por puro alarde, todo parte de su papel de cazador blanco: también ha notado a veces, cuando ella supuestamente no se enteraba, que en secreto Gracchus es de hecho amable, tierno, incluso afectuoso entre los porteadores, gastando bromas con ellos —supone ella— con expresivas burlas Swahili y juguetones puñetazos fingidos. Los porteadores hacen también su papel: se comportan tal como se espera de su profesión, alternativamente respetuosos y condescendientes hacia los clientes, fingiendo ser alternativamente los depositarios omniscientes de la tradición del monte y salvajes simples, ingenuos, apropiados sólo para acarreando fardos. Pero los clientes a los que sirven no son realmente como los deportistas de la época de Hemingway, dado que son muertos, y los porteadores están secretamente aterrorizados de los seres extraños a quienes sirven. Sybille los ha visto mascullando plegarias y acariciando amuletos cada vez que accidentalmente tocan a uno de los muertos, y ocasionalmente ha captado una mirada desprevenida transmitiendo puro miedo, posiblemente repulsión. Gracchus no es su amigo, por más alegre que pueda estar entre ellos: parecen considerarle como algún tipo de brujo monstruoso, y a los clientes como demonios encarnados.

Sudando, hablando poco, los cazadores se mueven en fila india: primero los porteadores con las armas y los suministros; luego Gracchus, Zacharias, Sybille, Nerita disparando constantemente su cámara, y Mortimer. Los parches de nubes blancas derivan lentamente a través del inmenso arco del cielo. La hierba es exuberante y densa, pues las lluvias cortas fueron inusualmente fuertes en diciembre. Animales pequeños corren a toda prisa a su través, visibles sólo en destellos rápidos, ardillas y chacales y gallinas de Guinea. A veces pueden verse criaturas mayores: tres avestruces arrogantes, un par de resollantes hienas, una banda de gacelas Thomson fluyendo como un río de color tostado a través de la llanura. Ayer Sybille espió a dos jabalís verrugosos, algunas jirafas, y un serval, un elegante gato salvaje de grandes orejas que avanzaba a rastras como un guepardo en miniatura. Ninguna de estas bestias pueden ser cazadas, sino sólo ésas especiales que los agentes del coto han introducido para las especiales necesidades de sus clientes; cualquier cosa considerada fauna africana nativa, lo cual quiere decir cualquier cosa que viviera aquí antes de que los muertos alquilasen esta región del Masai, está protegida por orden del Estado. Los Masai están autorizados para realizar alguna cacería de leones, dado que ésta es su reserva, pero quedan tan pocos Masai que el perjuicio que pueden provocar es mínimo. Ayer, después de los facoqueros y antes de las jirafas, Sybille vio a sus primeros Masai: cinco hombres enjutos, hermosos, de cuerpo alargado, desnudos bajo escasas túnicas rojas, caminando silenciosamente sin rumbo aparente a través de los arbustos, haciendo pausas frecuentes para quedarse con aire pensativo sobre una pierna, apoyados contra sus lanzas. De cerca eran menos apuestos: desdentados, salpicados de moscas, quebrantados. Se ofrecieron a vender sus lanzas y sus collares de cuentas por algunos chelines, pero los componentes de safari ya se habían abastecido de artefactos Masai en tiendas de recuerdos de Nairobi, a precios pasmosamente más altos.

Durante el resto de la mañana acechan al cuaga, Gracchus señalándoles huellas de pezuñas aquí, estiércol fresco allá. Es Zacharias que quien ha pedido disparar a un cuaga.

—¿Cómo puedes asegurar que no vamos detrás de una cebra? —pregunta malhumoradamente.

Gracchus le guiña un ojo.

—Confía en mí. También encontraremos cebras por el camino. Pero tú conseguirás tu cuaga. Te lo garantizo.

Ngiri, el porteador principal, gira y sonríe abiertamente.

Piga quagga m’uzuri, bwana.

Le dice a Zacharias, y guiña el ojo también; y entonces —Sybille lo ve claramente— su alegre sonrisa confiada se desvanece como si hubiese tenido ánimos para mantenerla sólo durante un instante, y un velo de temor cubre su oscura cara reluciente.

—¿Qué ha dicho? —pregunta Zacharias.

—Que dispararás a un cuaga excelente —contesta Gracchus.

Los cuagas. El último salvaje fue matado allá por 1870, quedando sólo tres en el mundo, todas hembras, en zoológicos europeos. Los Boers los habían dado caza hasta el borde de la extinción para alimentar con su carne blanda a los esclavos hotentotes y para hacer de sus pieles rayadas sacos para el grano bóer, veldschoen de cuero para los pies bóer. El cuaga del Zoo de Londres murió en 1872, el de Berlín en 1875, y el cuaga de Amsterdam en 1883, y no fueron vistos vivos otra vez hasta la restauración artificial de la especie a través de selección posterior de la raza y manipulación genética en 1990, cuando este coto de caza fue abierto para una clientela restringida y especial.

Es casi mediodía ya, y no ha sido disparada una bala en toda la mañana. Los animales han comenzado a dirigirse a cubierto; no aparecerán hasta que se alarguen las sombras. Momento para hacer un alto, montar el campamento, sacar la cerveza y los sándwiches, contar historias exageradas sobre aventuras horripilantes con búfalos enloquecidos y elefantes nerviosos. Pero no se quedan demasiado. Los caminantes se acercan a una colina baja y ven, en la depresión alargada más allá, una gran cantidad de avestruces y varios centenares de cebras pastando. A medida que los humanos surgen a la vista, los avestruces empiezan a alejarse lenta y cautelosamente, pero las cebras, del todo imperturbables, continúan pastando. Ngiri señala con el dedo y dice:

Piga quagga, bwana.

—Simplemente un montón de cebras —responde Zacharias.

Gracchus niega con la cabeza.

—No. Escucha. ¿Oyes el sonido?

Al principio nadie advierte nada inusual. Pero entonces, sí, Sybille lo oye: un inquieto relincho agudo, muy extraño, un sonido salido de un tiempo perdido, el grito de una bestia que ella no había oído antes. Es una canción de los muertos. Nerita la oye también, y Mortimer, y finalmente Zacharias. Gracchus indica con la cabeza hacia el flanco distante de la depresión. Allí, entre las cebras, hay media docena de animales que casi podrían ser cebras, pero cebras inacabadas, rayados sólo en la cabeza y la parte delantera; el resto de sus cuerpos es de un marrón amarillento, sus piernas son blancas, sus crines marrón oscuro con rayas pálidas. Sus pelajes brillan como mica al sol. De vez en cuando levantan sus cabezas, emiten ese extraño resoplido percusivo silbante, y se inclinan de nuevo hacia la hierba. Cuagas. Extraviados desde el pasado, reliquias, fantasmas revividos. Gracchus hace señales y la banda se despliega a lo largo de la cima de la colina. Ngiri le da a Zacharias su arma gigantesca. Zacharias se arrodilla, avista.

—No te precipites —susurra Gracchus—. Tenemos toda la tarde.

—¿Parezco apresurado? —pregunta Zacharias.

Las cebras bloquean ahora al pequeño grupo de cuagas de su vista, casi como intencionadamente. Él no debe pegar un tiro a una cebra, claro está, o habrá problemas con los guardas forestales. Pasan los minutos. Luego la pantalla de cebras se separa abruptamente y Zacharias aprieta el gatillo. Hay un estampido enorme; las cebras se escapan en diez direcciones, de manera que el ojo es bombardeado con vertiginosas ondas estroboscópicas de blanco y negro. Cuando pasa la convulsa confusión, uno de los cuagas yace sobre su costado, completamente solo en el prado, habiendo efectuado la transición a través de la interfaz. Sybille lo mira serenamente. La muerte la desalentó una vez, muerte de cualquier tipo, pero ya no.

—¡Piga m’uzuri! —gritan gozosamente los porteadores.

—Kufa —dice Gracchus—. Muerto. Un tiro limpio. Ya tienes tu trofeo.

Ngiri se da prisa con el cuchillo de desollar. Esa noche, acampando bajo el ancho flanco del Kilimanjaro, cenan cuaga asado, muertos y porteadores por igual. La carne es jugosa, recia, débilmente picante.

A última hora de la tarde siguiente, a medida que atraviesan una corriente helada que, perfilada por árboles, rompe el campo lleno de espesos y altos matorrales verde-grisáceos, encuentran una monstruosidad: una caótica cosa peluda de doce o quince pies de altura, erguida sobre sus masivos cuartos traseros y balanceándose sobre una cola increíblemente gruesa, robusta. Se apoya contra un árbol, tirando de sus ramas altas con sus largos miembros delanteros rematados por feroces zarpas como una hilera de hoces; come ruidosamente con voracidad hojas y varitas de leña. Pronto los advierte y mira alrededor, estudiándolos con unos pequeños ojos amarillos estúpidos; luego vuelve a su comida.

—Una rareza —dice Gracchus—. Conozco a cazadores que han andado por todo este parque sin toparse nunca con uno. ¿Habéis visto vosotros alguna vez algo tan feo?

—¿Qué es eso? —pregunta Sybille.

—Un megaterio. El perezoso gigante de tierra. Sudamericano, en realidad, pero no nos detuvimos en nimiedades sobre geografía cuando abastecimos este lugar. Tenemos sólo cuatro de ellos, y cuesta no sé cuántos miles de dólares disparar a uno. Nadie ha firmado por un perezoso terrestre todavía. Dudo que alguien quiera.

Sybille se pregunta dónde podría ser vulnerable a una bala la bestia: seguramente no en su débil cerebro del tamaño de un maní. Se pregunta, también, qué clase de deportista encontraría placer en matar algo semejante. Durante un rato observan cómo el torpe monstruo desgarra el árbol. Luego siguen adelante.

Gracchus les muestra otro prodigio a la caída del sol: una esfera pálida, similar a un melón enorme, anidado en un montículo de hierba espesa junto a un arroyo.

—¿Un huevo de avestruz? —especula Mortimer.

—Cerca. Muy cerca. Es un huevo de moa. El pájaro más grande del mundo. De Nueva Zelanda, extinto sobre el siglo dieciocho.

Nerita se inclina y da unos ligeros golpecitos al huevo.

—¡Qué tortilla podríamos hacer!

—Podría dar de comer a unos setenta y cinco como nosotros —responde Gracchus—. Siete litros de líquido, fácilmente. Pero por supuesto que no debemos entrometernos en eso. El crecimiento natural es de suma importancia para conservar este parque abastecido.

—¿Y dónde está mamá moa? —pregunta Sybille—. ¿Debería dejar desamparado el huevo?

—Los moas no son precisamente brillantes —replica Gracchus—. Ésa es una buena razón para explicar por qué se extinguieron. Ha debido alejarse para encontrar algo de cena. Y…

—Buen Dios —barbota Zacharias.

El moa ha regresado, emergiendo repentinamente desde un matorral. Se levanta como una montaña con plumas por encima de ellos, delineada por el azul oscuro del crepúsculo: un avestruz, más o menos, pero un avestruz exagerado, un avestruz último, un pájaro de casi cuatro metros de altura, con un pesado cuerpo redondeado y un gran cuello recio como una manguera y patas como árboles jóvenes armadas de garras robustas. ¡Seguramente éste es el rukh de Simbad, que puede volar con elefantes en sus garras! El pájaro los mira fijamente, contemplando lánguidamente a la cuadrilla de seres pequeños apelotonados alrededor de su huevo; arquea su cuello como si preparase un ataque, y Zacharias intenta alcanzar uno de los fusiles, pero Gracchus detiene su mano, pues el moa simplemente se yergue para protestar. Articula un profundo mugido triste y no se mueve.

—Simplemente retroceded despacio —les dice Gracchus—. No atacará. Pero manteneos alejados de sus patas; una patada podría mataros.

Mortimer responde.

—Voy a pedir una licencia para un moa.

—Matarlos es aburrido —le dice Gracchus—. Simplemente se quedan de pie ahí y te dejan disparar. Estarás más contento con lo que firmaste.

Por lo que Mortimer ha firmado es por un uro, el buey salvaje extinto de los bosques europeos, conocido por César, conocido por Plinio, cazado por el héroe Sigfrido, enteramente exterminado ya para el año 1627. Las llanuras de África Oriental no son un ambiente confortable para el uro, y el rebaño conjurado por los nigromantes genéticos se mantiene aislado en las tierras altas arboladas, un viaje de varios días desde los lugares frecuentados por los cuagas y los perezosos de tierra. En esta arboleda oscura los cazadores se encuentran con tropas de babuinos parlanchines y elefantes solitarios de grandes orejas y, en un lugar de luz quebrada y sombra, un antílope espléndido, un bongó con un par de cuernos delicadamente curvados. Gracchus los dirige hacia adelante, a lo más profundo. Parece tenso: hay peligro aquí. Los porteadores se mueven furtivamente a través del bosque como fantasmas negros, diseminándose en arco como pinzas de cangrejo, comunicándose entre ellos y con Gracchus por medio de silbidos. Todo el mundo mantiene las armas preparadas por aquí. Sybille medio anticipa leopardos escondidos sobre las ramas colgantes, cobras reptando a través de la maleza. Pero no siente miedo.

Se acercan a un claro. Gracchus dice.

—Uros.

Una docena de ellos ramonea en los arbustos: enormes toros de pelo corto y larga cornamenta, musculosos y alerta. Recogiendo el olor de los intrusos, levantan sus cabezas pesadas, olfatean, miran encolerizadamente. Gracchus y Ngiri dialogan con las cejas. Asintiendo con la cabeza, Gracchus masculla hacia Mortimer:

—Demasiados. Espera a que se dispersen.

Mortimer sonríe. Parece un poco nervioso. El uro tiene la reputación de atacar sin previo aviso. Cuatro, cinco, seis bestias se pierden de vista, y los demás se retiran hacia el borde del claro, como para planear la estrategia; excepto un gran toro, de mirada agria y hosca, que permanece en su sitio, ceñudo. Gracchus se hace un ovillo sobre sus pies. Su cuerpo corpulento parece, para Sybille, un estudio de la inmovilidad, de la preparación.

—Ahora —dice.

En ese mismo momento el uro ataca, moviéndose con rapidez extraordinaria, la testa baja, los cuernos extendidos como lanzas. Mortimer dispara. La bala produce un fuerte sonido abocinado, chocando contra el hombro del uro, un disparo perfecto, pero el animal no cae, y Mortimer dispara otra vez, abalanzándose poco airosamente sobre la barriga, y entonces Gracchus y Ngiri están disparando también, no al uro de Mortimer sino sobre las cabezas de los otros, para ahuyentarlos, y la arriesgada táctica funciona, pues los otros animales salen en estampida por la arboleda. El único al que Mortimer ha disparado continúa hacia él, tambaleante ahora, perdiendo ímpetu, y cae prácticamente a sus pies, rodando, acuchillando el suelo del bosque con sus cascos.

—Kufa —dice Ngiri—. Piga nyati m’uzuri, bwana.

Mortimer sonríe abiertamente.

—Piga —responde.

Gracchus le hace un saludo.

—Más excitantes que el moa.

—Y éstos son míos —dice Nerita tres horas más tarde, indicando un árbol en el borde exterior del bosque. Varios centenares de palomas grandes anidan en sus ramas, tantas que el árbol parece retoñar aves en vez de hojas. Las hembras son simples, pardo claro por arriba, gris por abajo; pero los machos son llamativos, con un plumaje rico, lustroso y azul en sus alas y dorsos, las pechugas de un color rojo vino, manchas iridiscentes de bronce y verde en sus cuellos, y vívidos ojos extraños, de una naranja brillante, llameante. Gracchus dice:

—Bien. Has encontrado a tus palomas silvestres norteamericanas.

—¿Dónde está la emoción en disparar a palomas desde el pie de un árbol? —pregunta Mortimer.

Nerita le regala una mirada desdeñosa.

—¿Dónde está la emoción en acribillar a balazos a un toro de carga? —hace señales a Ngiri, quien pega un tiro al aire.

Las palomas alarmadas estallan desde sus perchas y vuelan en círculos bajos. Antaño, siglo y medio atrás en los bosques de América del Norte, nadie se molestaba en disparar a las palomas silvestres al vuelo: las palomas eran comida, no deporte, y era más simple dispararlas mientras estaban posadas, pues así un solo cazador podía matar miles de aves en un día. Así, llevó sólo cincuenta años reducir la población de la paloma silvestre norteamericana de incontables miles de millones que ennegrecían el cielo, a cero. Nerita es más deportiva. Ésta es una prueba de su habilidad, al fin y al cabo. Apunta su escopeta, dispara, recarga, dispara, recarga. Las aves sorprendidas caen al suelo. Ella y su arma son una única entidad, compartiendo un propósito. En instantes ha terminado. Los porteadores recuperan las aves caídas y las rompen los cuellos. Nerita tiene la docena de palomas que su licencia permite: un par como trofeo, el resto para la cena de esta noche. Las supervivientes han regresado a su árbol y se quedan mirando plácidamente, sin reproche, a los cazadores.

—Proliferan tan jodidamente rápido —masculla Gracchus— …si no andamos con cuidado, se saldrán del coto y se apropiarán de toda África.

Sybille se ríe.

—No te preocupes. Lucharemos. Las exterminamos una vez y lo podemos hacer nuevamente, si tenemos que hacerlo.

La presa de Sybille es un dodo. En Dar, cuando solicitaban sus licencias, los demás se burlaron de su elección: un pájaro incapaz de volar y gordo, incapaz de correr o pelear, tan falto de juicio que no teme a nada. Ella los ignoró. Ella quiere un dodo porque para ella es el esencia de la extinción, el prototipo de todo lo que está muerto y desvanecido. Que no haya deporte alguno en disparar a dodos estúpidos significa poco para Sybille. La caza misma es absurda para ella.

A través de este parque enorme discurre como en un sueño. Ve perezosos de tierra, grandes alcas, cuagas, moas, gallinas silvestres, rinocerontes de Java, armadillos gigantes y muchas otras rarezas. El lugar es una morada de fantasmas. El ingenio de los artesanos genéticos es ilimitado. ¿Algún día, tal vez, el coto de caza ofrecerá trilobites, tyranosauros, mastodontes, tigres de dientes de sable, baluchitherios? Incluso —¿por qué no?— jaurías de australopitecos, tribus de Neandertales. Para la diversión de los muertos, cuyos juegos tienen cierta tendencia a ser sombríos. Sybille se pregunta si realmente puede ser considerada asesinato, esta matanza de artículos de novedad engendrados en laboratorio. ¿Son estos animales reales o artificiales? ¿Cosas vivas, o construcciones ingeniosamente animadas? Reales, decide. Vivos. Comen, metabolizan, se reproducen. Deben parecerse reales a sí mismos, luego son reales; más reales, tal vez, que los seres humanos muertos que caminan de nuevo en sus propios cuerpos de desecho.

—La escopeta —pide Sybille al porteador más cercano.

Allí está el pájaro, feo, ridículo, contoneándose laboriosamente a través de la hierba alta. Sybille acepta un arma y avista a lo largo de su cañón.

—Un momento —dice Nerita—. Me gustaría tomar una foto de esto.

Se mueve a través el grupo, con un cuidado exagerado para no asustar al dodo, pero el dodo no parece consciente de ellos. Como un emisario del reino de las tinieblas, transmitiendo buenas noticias de muerte para estas criaturas todavía no extintas, avanza con dificultad diligente al otro lado de su senda.

—Muy bien —dice Nerita—: Anthony, señala al dodo, ¿quieres? Como si acabases de descubrirlo. Kent, me gustaría que tú mires tu arma, estudia su cerrojo o algo por el estilo. Estupendo. Y Sybille, simplemente mantén esa postura de apuntar… sí.

Nerita toma la foto.

Tranquilamente, Sybille aprieta el gatillo.

Kazi imekwisha —dice Gracchus—. El trabajo está acabado.