La novedad es renovación: Ad hoc enim venit, ut renovemur in illo; al renovarlo otra vez, tal como el primer día; herrlich wie am ersten Tag. Reforma, o renacimiento; volver a nacer. La vida es como el ave fénix, siendo siempre renacida de su propia muerte. La naturaleza verdadera de la vida es la resurrección; toda vida es vida después de la muerte, una segunda vida, una reencarnación. Totus hic ordo revolubilis testatio est resurrectionis mortuorum. El patrón universal de recurrencia da testimonio de la resurrección de los muertos.
NORMAN O. BROWN, Love’s Body
—Las lluvias comenzarán en poco tiempo —dijo el taxista, avanzando velozmente por la carretera estrecha hacia Zanzíbar. Había estado charlando sin parar, totalmente confiado con sus pasajeros. No debe saber lo que somos, decidió Sybille—. Quizá comiencen en una semana o dos. Serán las lluvias largas. Las lluvias cortas llegan a finales de noviembre y diciembre.
—Sí, lo sé —respondió Sybille.
—Ah, ¿ha estado usted en Zanzíbar antes?
—En cierto sentido —contestó ella.
En cierto sentido ella había estado en Zanzíbar muchas veces ¡Y cuán serenamente tomaba eso, ahora que el Zanzíbar verdadero empezaba a superponerse a sí mismo en el molde dentro de su mente, sobre ese Zanzíbar-ilusión que ella había llevado consigo durante tanto tiempo! Tomaba todo con calma ahora: nada la excitaba, nada la despertaba. En su anterior vida el retraso en el aeropuerto la habría conducido al enfurecimiento: un vuelo de diez minutos, y después quedar atrapado en la pista de aterrizaje durante el doble de tiempo. Pero ella había permanecido tranquila a lo largo de todo aquello, sentada casi inmóvil, escuchando vagamente lo que decía Zacharias y contestando ocasionalmente como si enviara mensajes desde algún otro planeta. Y ahora Zanzíbar, tan plácidamente destacado. En los viejos tiempos ella había sentido una especie de asombro paradójico cada vez que una señal familiar de las lecciones de geografía de niñez, o del cine o los carteles de viaje —el Gran Cañón, la línea del horizonte en Manhattan, el Pueblo Taos— se mostraba en la realidad con el aspecto exacto que ella imaginaba que tendría; pero ahora aquí estaba Zanzíbar, desplegándose predeciblemente y de manera poco sorprendente ante ella, y ella lo observaba con el ojo frío de una cámara, impasible, insensible.
El aire suave, húmedo y caluroso estaba grávido con un agobio de perfumes, no sólo el esperado perfume acre del clavo, sino también las fragancias más cremosas que tal vez fueran de hibisco, frangipani, jacarandá, buganvilla, penetrando la ventana abierta del taxi como zarcillos inquisitivos. La inminencia de las lluvias largas era una presión tangible, una presencia, una pesadez en la atmósfera: de un momento a otro una cortina podría ser descorrida a un lado y comenzarían los torrentes. La carretera estaba delineada por dos desgreñados muros verdes de palmas, quebrados por chabolas de techos de hojalata; detrás de las palmas había misteriosas arboledas oscuras, densas y extrañas. A lo largo de la carretera se extendía el imponente conjunto tropical de obstáculos habituales: pollos, cabras, niños desnudos, viejas con caras encogidas, desdentadas, todos vagabundeando alrededor sin preocuparse por la intrusión del taxi en su zona de paso. El taxi aceleró a través del terreno llano, hacia la península en la cual se asienta la ciudad de Zanzíbar. La temperatura pareció elevarse perceptiblemente minuto a minuto; un puño de calor húmedo aprisionaba con fuerza la isla.
—Aquí está el puerto, señores —dijo el conductor. Su voz fue un ronroneo ronco impertinente, condescendiente, irritante—. Por este lado, por favor.
La arena era deslumbradoramente blanca, el agua de un azul cristalino cegador; un par de dhows se movieron soñolientamente a través de la boca del puerto, sus velas latinas hinchándose ligeramente a medida que la suave brisa marina las atrapaba. Un enorme edificio blanco de madera, de cuatro pisos, un pastel de boda de terrazas largas y pasamanos de hierro fundido, coronado por una enorme cúpula. Sybille, reconociéndolo, anticipó la perorata del conductor, oyéndolo como un eco subliminal:
—Befit al-Ajaib, la Morada de las Maravillas, antigua casa del Gobierno. Aquí ofreció el Sultán grandes banquetes, aquí los más famosos de África le rendían homenaje. Ya no se usa. La puerta cercana es el antiguo Palacio del Sultán, ahora Palacio del Pueblo. ¿Desean ustedes entrar a la Morada de las Maravillas? Está abierta: paramos, les llevo ahora…
—En otra ocasión —respondió Sybille débilmente—. Estaremos aquí por algún tiempo.
—¿Ustedes no aquí solamente un día como la mayoría?
—No, una semana o más. He venido a estudiar la historia de su isla. Seguramente haré una visita al Beit al-Ajaib. Pero hoy no.
—No hoy, no. Muy bien: usted me telefonea, le llevo a cualquier parte. Soy lbuni.
Le brindó una obsequiosa sonrisa dentuda sobre su hombro e hizo girar el taxi tierra adentro con un fiero bandazo, dentro del laberinto de calles sinuosas y callejones estrechos que eran Stonetown, el antiguo barrio árabe.
Todo estaba silencioso aquí. Los macizos edificios de piedra blanca presentaban fachadas lisas hacia las calles. Las ventanas, meras grietas, se ocultaban tras contraventanas. La mayoría de las puertas —las famosas puertas revestidas con paneles de Stonetown, ricamente talladas, tachonadas de latón diestramente incrustado, cada puerta una obra maestra islámica meticulosamente adornada— estaban cerradas y aparentemente bajo llave. Las tiendas se veían destartaladas, y los pequeños escaparates estaban moteados de polvo. La mayoría de los carteles estaban tan descoloridos que Sybille apenas los podía distinguir:
EMPORIO PREMCHAND
ANTIGÜEDADES MONJI
CASA DE LOS HERMANOS ABDULLAH
BAZAR MOTILAL
Hacía largo tiempo que los árabes se habían marchado de Zanzíbar. Igual que la mayoría de los indios, aunque —se respondió— estaban regresando lentamente. Ocasionalmente, a medida que proseguía su intrincado camino a través del laberinto de Stonetown, el taxi sobrepasaba a largas limusinas negras, probablemente de marca rusa o china, conducidas por chofer y ocupadas por altivos hombres de piel morena con ropas blancas. Legisladores, suponía ella que serían, camino de reuniones de Estado. No había otros vehículos a la vista, y ningún peatón, excepto unas pocas mujeres cubiertas con túnicas totalmente negras, apresurándose en recados solitarios. Stonetown no tenía nada de la vitalidad del campo; era un lugar de fantasmas, pensó ella, un lugar apropiado para pasar las vacaciones los muertos. Recorrió con la mirada a Zacharias, quien cabeceó y sonrió, una extraña sonrisa rápida que acusó recibo de su comprensión y le dijo que él también había comprendido. La comunicación era veloz entre los muertos y la sonorización aparente rara vez necesitada.
La ruta hacia el hotel parecía extraordinariamente involucionada, y el conductor paró frecuentemente enfrente de tiendas, diciendo ilusionadamente:
—¿Quieren cofres de metal, vasijas de cobre, antigüedades de plata, cadenas de oro chinas?
Aunque Sybille rechazó amablemente sus sugerencias, él continuó señalando bazares y grandes tiendas, ofreciendo recomendaciones vehementes de calidad y precio moderado, y gradualmente ella se percató, reteniendo sus ubicaciones por el pueblo, que habían pasado por ciertas esquinas más de una vez. Por supuesto: el conductor debía estar al servicio de tenderos que le contrataban para tentar a los turistas.
—Por favor llévenos a nuestro hotel.
Dijo Sybille. Y cuando él insistió en su mercadeo: «El mejor marfil aquí, el mejor encaje», ella lo repitió más firmemente, aunque mantuvo su estado de ánimo. A Jorge le habría agradado su transformación, pensó; él había sido con excesiva frecuencia la víctima inmediata de su impaciencia volcánica. No conocía la causa específica del cambio. ¿Algún efecto secundario metabólico del proceso de resurrección, quizás, o tal vez sus dos años de comunión con el padre Guía en el Pueblo Frío? ¿O era acaso, simplemente, el nuevo conocimiento de que todo el tiempo era de ella, que abandonarse a sí misma a una sensación de premura era absurdo ahora?
—Su hotel es éste.
Dijo por fin Ibuni.
Era una vieja mansión árabe: arcos altos, innumerables balcones, aire rancio, ventiladores eléctricos girando perezosamente en los corredores oscuros. Sybille y Zacharias recibieron una suite desparramada en el tercer piso, mirando hacia un patio exuberante con palmas, nandirobas bermejos, árboles kapoc, poinsetias y agapantos. Mortimer, Gracchus y Nerita habían llegado bastante antes en el otro taxi y estaban en una suite idéntica un piso más abajo.
—Me daré un baño —dijo Sybille a Zacharias—. ¿Estarás en el bar?
—Muy probablemente. O paseando por el jardín.
Él salió. Sybille se despojó rápidamente de sus ropas empapadas por el sudor del viaje. El cuarto de baño era una maravilla bizantina, con elaborados remolinos polícromos en los azulejos y una inmensa tina amarilla soportada a gran altura por patas de bronce que representaban garras de águila sobre esferas. El agua templada goteó dentro lentamente cuando ella hizo girar el grifo. Sonrió a su imagen reflejada en el alto espejo oval. Había habido un espejo parecido a ése en la casa del despertar. En la mañana siguiente a su despertar, cinco o seis muertos habían entrado en su cuarto para celebrar con ella su transición exitosa a través de la interfaz, y habían traído aquel gran espejo con ellos; delicadamente, con gran ceremonia, habían hecho bajar la colcha para enseñarla a sí misma en él —desnuda, delgada, de cintura estrecha, de pechos altos— la belleza de su cuerpo inalterado, no deteriorado ni por la muerte ni por la reanimación, sino ciertamente realzado por ellas, de forma que había adquirido un aspecto más joven e incluso radiante en su pasaje a través de ese abismo terrible.
—Eres una mujer muy bella.
Fue Pablo. Ella se enteró de su nombre y de todos los demás más tarde.
—Siento un torrente de alivio. Temí despertar y encontrarme como una ruina consumida.
—Eso no pudo haber sucedido —respondió Pablo.
—Y nunca ocurrirá —dijo una joven. Se llamaba Nerita.
—¿Pero los muertos envejecen?
—Oh, sí, envejecemos, igual que los calientes. Pero no exactamente como…
—¿Más lentamente?
—Muchísimo más lentamente. Y de modo distinto. Todos nuestros procesos biológicos funcionan más lentamente, excepto las funciones del cerebro, las cuales tienden a ser más rápidas de lo que fueron en vida.
—¿Más rápidas?
—Ya lo verás.
—Todo eso suena ideal.
—Somos inmensamente afortunados. La vida nos ha tratado bien. Nuestra situación es… sí, ideal. Somos la nueva aristocracia.
—La nueva aristocracia…
Sybille se introdujo lentamente en la bañera, la espalda recostada contra la porcelana fría, retorciéndose un poco, dejando subir la superficie tibia del agua hasta su garganta. Cerró sus ojos y divagó apaciblemente.
Todo Zanzíbar estaba esperando para ella.
Las calles que nunca pensé que podría visitar. Deja a Zanzíbar esperar. Deja a Zanzíbar esperar. Palabras que yo nunca pensé decir. Cuando dejé mi cuerpo en una orilla lejana.
Tiempo para todo, todo a su debido tiempo.
—Eres una mujer muy bella —le había dicho Pablo, sin pretender adularla.
Ella había querido explicarles, esa primera mañana, que realmente no le importaba tanto la apariencia de su cuerpo, que sus prioridades reales se hallaban en otra parte, eran «más altas»; pero no había habido necesidad alguna de decirles aquello. Ellos entendían. Comprendían todo. Además, ella daba importancia a su cuerpo. Ser bella era menos importante para ella que para esas mujeres para quienes la belleza física constituía su única ventaja natural, pero su apariencia tenía importancia para ella; su cuerpo la complacía, y sabía que agradaba a los otros, proporcionaba su vía de entrada hacia la gente, era una manera de entablar relaciones, y ella siempre había estado agradecida por eso. En su otra existencia su deleite por su cuerpo había sido deficiente por la conciencia de la segura inevitabilidad de su lenta descomposición, la certeza de la pérdida de ese poder accidental que la belleza la daba; pero ahora a ella le había sido concedida la redención de eso: cambiaría andando el tiempo, pero no tendría que sentir —como deben sentirlo los calientes— que gradualmente perdía el control. Su cuerpo revivido no la traicionaría volviéndose feo. No.
—Somos la nueva aristocracia.
Después de su baño se quedó de pie unos minutos al lado de la ventana abierta, desnuda en la brisa húmeda. Los sonidos llegaron a ella: campanas distantes, la cháchara alegre de aves tropicales, las voces de niños cantando en un lenguaje que ella no podía identificar. ¡Zanzíbar! Sultanes y especias, Livingstone y Stanley, Tippu Tib el negrero, Sir Richard Burton pasando una noche en este mismo cuarto del hotel, tal vez. Hubo una sequedad en su garganta, una palpitación en su pecho: un poco de excitación cobrando vida en ella al fin y al cabo. Sintió expectación, incluso avidez. Todo Zanzíbar yacía ante ella. Muy bien. Muévete, Sybille, ponte algo, déjanos almorzar, una mirada al pueblo.
Cogió una blusa ligera y unos pantalones cortos de su maleta. Justo entonces Zacharias regresó al cuarto, y ella dijo, sin alzar la vista:
—Kent, ¿crees que estará bien llevar estos pantalones cortos aquí? Son… —una mirada a su cara y su voz se apagó—. ¿Qué pasa?
—Acabo de hablar con tu marido.
—¿Él está aquí?
—Vino hacia mí en el vestíbulo. Sabía mi nombre. ‘Usted es Zacharias’, dijo, con un pequeño deje a lo Bogart en su voz, como un marido engañado de película encarándose con el Otro. ‘¿Dónde está ella? Debo verla’.
—Oh, no, Kent.
—Le pregunté qué quería de ti. ‘Soy su marido’ respondió, y yo le dije ‘tal vez fue su marido una vez, pero las cosas han cambiado’, y entonces…
—No puedo imaginarme a Jorge discutiendo. ¡Es un hombre tan apacible, Kent! ¿Cómo se le veía?
—Esquizofrénico —respondió Zacharias—. Los ojos vidriosos, los músculos de la mandíbula agarrotados, signos de tremenda presión por todos lados. Él sabe que se supone que no puede hacer cosas como ésta, ¿no es así?
—Jorge sabe exactamente cómo se supone que debe comportarse. ¡Oh, Kent, qué lío tan estúpido! ¿Dónde está ahora?
—Sigue en el primer piso. Nerita y Laurence charlan con él. No quieres verle, ¿verdad?
—Claro que no.
—Escríbele una nota diciéndoselo y yo se la bajaré. Dile que se marche.
Sybille negó con la cabeza.
—No quiero hacerle daño.
—¿Hacerle daño? Él te ha seguido alrededor de medio mundo como un niño enamorado, él ha intentado violar tu intimidad, él ha desestabilizado un viaje importante, él ha rehusado atenerse a las convenciones que rigen las relaciones entre calientes y muertos, y tú…
—Él me ama, Kent.
—Él te amó. Bien, admito eso. Pero la persona que él amó ya no existe. Hay que hacerle entender eso.
Sybille cerró los ojos.
—No quiero lastimarle. Y no quiero que tú le hagas daño tampoco.
—No le lastimaré. ¿Vas a verle?
—No —respondió ella. Gruñó con irritación y arrojó sus pantalones cortos y su blusa en una silla. Había un martilleo agudo en sus sienes, una sensación de ser desafiado, de estar amenazado, que ella no sentía desde aquel día horrible en los montículos Newark. Caminó a grandes pasos hacia la ventana y miró afuera, casi esperando ver a Jorge discutiendo con Nerita y Laurence en el patio. Pero no había nadie allá abajo salvo un criado que miró hacia arriba como si sus pechos desnudos fuesen faros y que le ofrendó una amplia sonrisa resplandeciente. Sybille le dio la espalda y dijo lentamente—: Dile que es imposible para mí verle. Usa esa palabra. No que no le quiero, ni que no quiera verle, ni que no es correcto que yo le vea, simplemente que es imposible. Y luego telefonea al aeropuerto. Quiero volver a Dar en el avión de la noche.
—¡Pero si apenas hemos llegado!
—No importa. Volveremos en otra ocasión. Jorge es muy insistente; no aceptará nada excepto una negativa brutal, y no puedo hacerle eso. Así que nos iremos.
Klein nunca había visto antes a los muertos de cerca. Cuidadosa, ansiosamente, hurtó rápidas miradas intensas sobre Kent Zacharias mientras se sentaban lado a lado en sillas de caña entre las palmas plantadas en macetas en el vestíbulo del hotel. Jijibhoi le había contado que apenas saltaba a la vista, que uno lo percibía más subliminalmente que por cualquier manifestación exterior, y era cierto; había un cierto aire en torno a los ojos, claro está, la famosa fijeza de los muertos, y había algo extrañamente pálido en la piel de Zacharias bajo la tez rojiza, pero si Klein no hubiera sabido lo que era Zacharias, no podría haberlo adivinado. Trató de imaginarse a este hombre, a este pelirrojo arqueólogo muerto de rostro encendido, a este cavador de montones de basura, en la cama con Sybille. Haciendo con ella lo que fuese que los muertos hicieran en sus acoplamientos. Ni siquiera Jijibhoi estaba seguro. Algo con las manos, con los ojos, con susurros y sonrisas, en absoluto genital, al menos eso suponía Jijibhoi. Éste es el amante de Sybille, con quien estoy hablando. Éste es el amante de Sybille. Qué extraño que le molestase tanto. Ella había tenido romances cuando estaba viva; como él, como todo el mundo; era su estilo de vida. Pero él se sentía amenazado, abrumado, derrotado, por este cadáver andante de un amante.
Dijo:
—¿Imposible?
—Ésa fue la palabra que ella usó.
—¿No puedo disponer de diez minutos con ella?
—Imposible.
—¿Me permitiría ella verla durante unos momentos, al menos? Solamente quiero ver cómo se encuentra.
—¿No encuentra usted humillante montar todo este estropicio sólo por echarla un vistazo?
—Sí.
—¿Y aun así lo desea?
—Sí.
Zacharias dijo suspirando.
—No puedo hacer nada por usted. Lo siento.
—Tal vez Sybille esté cansada después de tantos viajes. ¿Cree usted que podría estar de un humor más receptivo mañana?
—Quizás —respondió Zacharias—. ¿Por qué no regresa usted entonces?
—Ha sido usted muy amable.
—De nada.
—¿Puedo invitarle a una copa?
—Gracias, no —respondió Zacharias—. No me permito más. No desde entonces…
Sonrió.
Klein pudo oler el whisky en el aliento de Zacharias. Bien, entonces. Bien. Se iría. Un conductor esperando fuera de los terrenos del hotel atizó su cabeza fuera de su ventana del taxi y dijo esperanzadoramente:
—¿Excursión por la isla, caballero? ¿Quiere ver las plantaciones de clavo, el estadio de atletismo?
—Ya los he visto —respondió Klein—. Lléveme a la playa.
Consumió la tarde observando las pequeñas olas de color turquesa lamiendo la arena rosada. A la mañana siguiente regresó al hotel de Sybille, pero ellos se habían ido, los cinco; en el último vuelo de la noche hacia Dar, dijo el recepcionista como disculpándose. Klein preguntó si podría hacer una llamada telefónica, y el empleado le mostró un antiguo aparato en un nicho cerca del bar. Telefoneó a Barwani.
—¿Qué pasa? —demandó— ¡Usted me dijo que se quedarían al menos una semana!
—Verá, señor, las cosas cambian —respondió Barwani suavemente.