Bruce Wilkinson fue arrancado bruscamente de la profundidad del sueño, tan bruscamente, que quedó sobrecogido por una sensación de terror, lo mismo que un niño que ha tenido una pesadilla. No sabía aún claramente que era lo que lo había despertado, pero supuso que se trataría de algún ruido o movimiento. Se preguntó si había tocado algo. Permaneció inmóvil, conteniendo el aliento y manteniendo la vista fija mientras escuchaba. Al principio se sintió desorientado, pero, a medida que observaba los objetos que se encontraban dentro de su reducido campo visual, recordó que se hallaba en el Boston Memorial Hospital: para ser más exacto, en la habitación 1832. Al mismo tiempo, percibió que era de noche. El hospital estaba sumido en un pesado silencio.
Había ingresado en el hospital hacía más de una semana para someterse a una operación de by-pass. Pero, aproximadamente un mes atrás, había pasado tres semanas en una habitación siete pisos más abajo, para recuperarse de un inesperado infarto. Estaba acostumbrado a la rutina del hospital. El chirrido del carrito rodante, que las enfermeras empujaban por los pasillos; la distante sirena de una ambulancia que se aproximaba y hasta el altavoz del hospital llamando a un médico se habían convertido para él en sonidos tranquilizadores. Muchas veces le bastaban esos sonidos tan familiares para saber qué hora era sin necesidad de consultar su reloj. Y todo eso significaba que, en caso de una emergencia, recibiría ayuda con rapidez.
A pesar de padecer de esclerosis múltiple, a Bruce nunca le había preocupado demasiado su salud. Su problema de visión que lo había llevado a consultar al médico cinco años antes, había desaparecido, e hizo un esfuerzo por olvidar el diagnóstico, porque los hospitales y los médicos asustaban. Entonces, de buenas a primeras, sufrió el infarto, por lo cual hubo de ser internado y sometido a la delicada intervención. Sus médicos le aseguraban que el problema cardíaco no tenía ninguna relación con la esclerosis múltiple, pero esa afirmación no había logrado restablecer su flaqueante ánimo.
Pero ahora, al despertar en medio de la noche y no oír ninguno de los tranquilizadores ruidos a los que se había acostumbrado, el hospital le parecía un sitio amenazador y solitario, que le daba miedo en lugar de esperanza. El silencio era ominoso y no le proporcionaba ninguna explicación inmediata a tan súbito despertar. Bruce se sintió inexplicablemente paralizado por una aguda sensación de terror.
A medida que pasaban los segundos se le iba secando la boca, como le había ocurrido cinco años antes, cuando se le prescribió la medicación preoperatoria. Lo atribuyó al miedo, por lo cual permaneció en completa inmovilidad, como un animal que aguza los sentidos para percibir cualquier cosa fuera de lo normal. Era lo mismo que le ocurría de niño, cuando despertaba de una pesadilla. Si no se movía, quizá los monstruos no le verían.
Tumbado boca arriba, no alcanzaba a ver gran parte de la habitación, especialmente porque la única luz provenía de una pequeña lamparita colocada detrás de su cama a la altura del zócalo. Lo único que percibía con claridad era la unión del cielo raso con la pared. Y sobre la pared, la sombra varias veces ampliada de la botella de suero endovenoso y de los tubos que la conectaban a sus venas. La botella apenas parecía mecerse.
Tratando de restar importancia a sus temores, Bruce empezó a analizar sus sentimientos. Una pregunta le martillaba el cerebro ¿Estaré bien? Después de haber sido tan brutalmente acometido por el infarto, se preguntó si lo habría despertado alguna nueva catástrofe. ¿Se le habrían abierto los puntos de la herida?
Este fue uno de sus principales temores al volver en sí de la operación. ¿Sería posible que cediera el by-pass?
Bruce notó que le latían las sienes pero, aparte tener las manos húmedas de sudor y sentir una desagradable sensación en la cabeza que asociaba con la fiebre, se sentía bien. Por lo menos no tenía dolor, especialmente aquella agobiante opresión que lo paralizó en el momento inicial del infarto.
Con toda precaución, respiró profundamente. No sintió aquel dolor que era como una cuchillada, aunque tuvo la sensación de que le costaba un gran esfuerzo ensanchar los pulmones.
En la semioscuridad de la habitación se oyó una tos ronca, cargada de flemas. Lo asaltó una nueva oleada de miedo, pero en seguida recordó que se trataba sólo de su compañero de cuarto.
«Quizás haya sido la tos del Sr. Hauptman lo que me ha despertado», pensó Bruce, experimentando un leve alivio. El anciano tosió una vez más y se removió ruidosamente en la cama.
Bruce consideró la posibilidad de llamar a una enfermera, y no tanto para que se asegurase de que el Sr. Hauptman estaba bien, como para poder hablar con alguien. En realidad, el Sr. Hauptman tosía casi constantemente.
La desagradable sensación de fiebre se le hizo más intensa y empezó a propagarse por todo el cuerpo. La sentía en el pecho, como si fuera un líquido caliente. Se acrecentó su preocupación de que algo «andaba mal» en su interior.
Hizo un esfuerzo por volverse para localizar el timbre que colgaba de los barrotes de la cama. Podía mover los ojos, pero sentía la cabeza pesada. Con el rabillo del ojo percibió un movimiento rápido y brusco. Al levantar la vista vio la botella de suero. El movimiento que había advertido era el del rápido fluir del líquido. Las gotas caían en rápida sucesión, y a la débil luz reverberaban con explosivos reflejos.
¡Aquello sí que era extraño! Bruce sabía que le seguían administrando suero sólo como medida de precaución, y se suponía que el líquido tenía que gotear con la mayor lentitud posible.
Recordaba haberlo comprobado, como siempre, antes de apagar la luz.
Extendió una mano para coger el timbre, pero no consiguió moverse. Era como si el brazo derecho no obedeciera las órdenes de su cerebro. Lo intentó nuevamente y volvió a fracasar.
Bruce sintió que su terror se convertía en pánico. ¡Estaba seguro de que le sucedía algo espantoso! Lo atendían los mejores médicos del mundo, pero no conseguía llamarlos. Debía conseguir ayuda de inmediato. Todo aquello era como una pesadilla, de la que no conseguía despertar.
Levantó la cabeza de la almohada y llamó a la enfermera. Le sorprendió la debilidad de su voz. Intentó gritar, pero apenas le salió un susurro. Al mismo tiempo se dio cuenta de que la cabeza le pesaba muchísimo y que tenía que hacer un esfuerzo para que no cayera sobre la almohada. El esfuerzo le causó tal temblor, que hasta vibró la cama.
Con un suspiro, Bruce dejó caer la cabeza en la almohada y trató de analizar el pánico que lo había invadido. Intentó llamar de nuevo, pero sólo le salió un siseo incomprensible. No comprendía lo que le pasaba, pero su estado empeoraba con rapidez.
Le parecía como si una manta de hierro oprimiera su cuerpo contra la cama. Sus intentos de respirar se habían convertido en lastimosos y poco coordinados movimientos del pecho. Preso de un terror sin límites comprendió que se estaba asfixiando.
De alguna manera logró reorganizar sus ideas y pensó de nuevo en pulsar el botón para llamar a la enfermera. Haciendo un tremendo esfuerzo levantó un brazo y, con movimiento torpe, consiguió pasarlo por encima del pecho. Era como si se encontrara inmerso en un líquido viscoso. Recorrió con los dedos los barrotes de la cama y tanteó en vano en busca del timbre.
No estaba. Con los últimos vestigios de fuerza, se volvió sobre el lado izquierdo, rodó sobre sí mismo y fue a dar contra los barrotes. Apoyó con fuerza la cara contra el hierro frío, que le tapó la vista del ojo derecho, pero ya no tenía fuerza para moverse. Con el ojo izquierdo pudo ver el timbre. Había caído al suelo, y el cordón estaba enrollado como si se tratara de una víbora.
Bruce tuvo conciencia de que lo invadían el pánico y la desesperación, pero aumentó el peso opresivo que sentía en el cuerpo, impidiéndole todo movimiento. En medio de su terror, creyó que algo le ocurría en el corazón: quizás habían saltado todos los puntos. Su sensación de asfixia se intensificó, mientras en su interior gritaba pidiendo el oxígeno que le salvaría la vida. Pero se encontraba totalmente paralizado, y sólo lograba emitir gruñidos de dolor, mientras hacía desesperados esfuerzos por respirar. Sin embargo, pese a su calvario, sus sentimientos permanecían totalmente aguzados, y su mente, dolorosamente lúcida.
Sabía que se estaba muriendo. Le silbaban los oídos, tenía una sensación de vértigo, de náuseas. Después lo envolvió la oscuridad…
Pamela Breckenridge trabajaba de once a siete desde hacía más de un año. Era un turno bastante ingrato, pero a ella le gustaba. Sentía que le daba más libertad. Siete horas de sueño, durante la mañana en invierno y por la tarde en verano, le bastaban para sentirse físicamente bien. Y en cuanto al trabajo, prefería el turno de la noche. Había menos complicaciones. De día, las enfermeras eran como agentes de tráfico y no hacían más que llevar y traer a los pacientes con destino a las radiografías, electrocardiogramas, análisis de laboratorio y quirófanos. Además, a Pamela le gustaba la responsabilidad que suponía estar sola.
Aquella noche, mientras caminaba por el desierto y oscuro corredor, lo único que oyó fueron algunos murmullos, el siseo de una mascarilla de respiración y el ruido de sus propios pasos.
Eran las cuatro menos cuarto. No había ningún médico cerca ni ninguna jefa de enfermeras. Pamela trabajaba con otras dos enfermeras, ambas experimentadas veteranas. Las tres eran capaces de prestar cualquier clase de primeros auxilios.
Al pasar junto a la puerta de la habitación 1832, Pamela se detuvo. Durante el informe de aquella tarde, la enfermera a quien ella reemplazaba mencionó que la botella de suero de Bruce Wilkinson estaba bastante vacía y que era probable que Pamela tuviera que cambiarla durante la noche. Pamela vaciló. Sin duda se trataba de una tarea que podía delegar, pero ya que estaba frente a la puerta de la habitación y como quiera que no le importaba demasiado el conducto reglamentario, decidió hacerlo ella misma.
Al entrar en la habitación en penumbra oyó el ruido de una tos gutural, que le dio ganas de aclararse la garganta. En silencio, se acercó a la cama de Wilkinson. La botella contenía poco suero, y la sobresaltó comprobar que el líquido bajaba con mucha rapidez. Había otra botella llena en la mesita de noche. Al cambiar el recipiente y corregir el ritmo del goteo, notó algo duro debajo del zapato. Bajó la mirada y vio que se trataba del timbre. Al inclinarse para volver a reponerlo en su lugar, miró al paciente y vio que tenía la cara apretada contra los barrotes de la cama. Algo andaba mal. Con suavidad, volvió a Bruce y lo acostó de espaldas. En lugar de ofrecer resistencia, el cuerpo de Bruce cayó como si se tratara de una muñeca de trapo, y su mano derecha quedó en una posición totalmente anormal. Pamela se inclinó más. ¡El paciente no respiraba!
Con la eficiencia que le proporcionaba su entrenamiento, Pamela apretó el timbre, encendió la lámpara de la mesita de noche y retiró la cama de la pared. Bajo la cruda luz fluorescente, comprobó que la piel de Bruce era de un tono azul grisáceo, lo cual hacía suponer que se había asfixiado, a causa de alguna obstrucción. Se inclinó sobre el paciente, le empujó la barbilla hacia atrás con la mano izquierda, le tapó la nariz con la derecha y le sopló con fuerza en la boca. Esperaba encontrar una obstrucción, pero se sorprendió al comprobar que el pecho de Bruce se elevaba sin esfuerzo. Era evidente que si había habido algo que había causado una obstrucción, ya no se encontraba en la tráquea.
Le tomó el pulso en la muñeca: nada; luego en la carótida: nada. Retiró la almohada sobre la que Bruce tenía apoyada la cabeza y le golpeó el pecho con la palma de la mano. Después se inclinó y volvió a llenarle de aire los pulmones.
Las dos enfermeras de guardia entraron corriendo en la habitación al mismo tiempo. Pamela pronunció una sola palabra: «emergencia», y ambas entraron en acción como un equipo perfectamente entrenado. Rose anunció la emergencia inmediatamente por el altavoz, mientras Trudy salía en busca de la tabla, la de sesenta centímetros por noventa, en la que ponían a los pacientes durante los masajes cardíacos. En cuanto instalaron a Bruce sobre la tabla, Rose se subió a la cama y empezó a comprimirle el pecho. Después de cada cuatro compresiones, Pamela volvía a insuflarle aire en los pulmones. Mientras tanto, Trudy salió corriendo en busca de la mesa rodante con los elementos necesarios para afrontar la emergencia y el aparato de electrocardiogramas.
Cuatro minutos después, cuando llegó Jerry Donovan, el médico residente, Pamela, Rose y Trudy ya habían enchufado y puesto en funcionamiento el aparato de electrocardiogramas.
Desgraciadamente, mostraba un dibujo lineal uniforme. Sin embargo, el color de Bruce había mejorado ligeramente, y la piel ya no tenía el tono gris azulado.
Terry observó la línea recta del electrocardiograma y golpeó el pecho del enfermo. No hubo respuesta. Examinó las pupilas: sumamente dilatadas y fijas. Detrás de Jerry entró un interno, llamado Peter Matheson, quien se subió a la cama para relevar a Trudy. Un joven y desgreñado médico, en período de prácticas, permanecía de pie junto a la puerta.
—¿Cuánto hace que se produjo? —preguntó Jerry.
—Entré hace cinco minutos —respondió Pamela—. Pero no sé cuándo se produjo el paro cardíaco. No estaba conectado al monitor. Tenía la piel de un color azul oscuro.
Jerry asintió. Durante una fracción de segundo se agitó interiormente preguntándose si valía la pena continuar con los esfuerzos por reanimar al enfermo. Sospechaba que el paciente ya estaba cerebralmente muerto. Pero aún se resistía a aceptar la posibilidad de negar tratamiento a un ser humano. Decidió seguir adelante.
—Dos ampollas de bicarbonato y un poco de adrenalina —ordenó, mientras tomaba una sonda endotraqueal de la mesa de instrumental. Se puso detrás de la cama y permitió que Pamela insuflara una vez más los pulmones del paciente. Luego introdujo el laringoscopio, una sonda endotraqueal, y la unió a una bolsa, que conectó a la salida de oxígeno de la pared. Apoyó el estetoscopio en el pecho del paciente, ordenó a Peter que se detuviera un segundo y presionó la bolsa de oxígeno. El pecho de Bruce se elevó de inmediato.
—Por lo menos no están obstruidas las vías respiratorias —comentó, como si hablara consigo mismo.
Le aplicaron el bicarbonato y la adrenalina.
—Le pondremos cloruro de calcio —decidió Jerry al observar que el rostro de Bruce iba recobrando poco a poco su color normal.
—¿Cuánto? —preguntó Trudy, junto al carrito con el instrumental.
—Cinco centímetros de una solución al diez por ciento. —Jerry se volvió hacia Pamela—. ¿Por qué ha sido internado este paciente? —preguntó.
—Le han hecho un by-pass —respondió la enfermera. Rose había traído la historia clínica de Bruce, y Pamela la abrió—. Está en su cuarto día de postoperatorio. Y va bien.
—Dirás que iba bien —corrigió Jerry.
El color de Bruce parecía casi normal, pero sus pupilas seguían muy dilatadas, y el electrocardiograma mostraba una línea recta.
—Debe de haber tenido un infarto masivo —dictaminó Jerry—. Y quizás una embolia pulmonar. ¿Has dicho que cuando lo viste estaba completamente azul?
—Sí, azul oscuro —afirmó Pamela.
Jerry meneó la cabeza. Ninguno de esos diagnósticos hubiera causado cianosis profunda. La llegada de un cirujano residente, muerto de sueño, interrumpió sus pensamientos.
Jerry bosquejó las medidas que había tomado. Mientras hablaba, sostenía en alto una jeringa con adrenalina para eliminar las burbujas de aire; luego clavó la aguja en el pecho de Bruce, perpendicularmente a la piel. Se oyó un chasquido, cuando la aguja atravesó el tejido muscular. El único ruido que rompía el silencio reinante era el zumbido del aparato de electrocardiogramas, que seguía registrando una línea recta en el papel. Jerry empujó el émbolo hacia atrás, y la sangre penetró en la jeringa.
Seguro de haber dado en el corazón, aplicó la inyección. Hizo un gesto a Peter para que volviera a iniciar la compresión del pecho, y a Rose, para que insuflara aire en los pulmones del paciente.
Seguía sin haber actividad cardíaca. Mientras Jerry abría el paquete estéril de un electrodo marcapasos endovenoso, deseó no haber iniciado aquella operación. Sabía por intuición que ya era inútil toda ayuda. Pero ya que había empezado, no le quedaba más remedio que terminar.
—Voy a necesitar un catéter calibre catorce —dijo Jerry, y empezó a preparar el lugar donde lo introduciría: el lado izquierdo del cuello del paciente.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó el cirujano residente hablando por primera vez.
—Creo que lo tenemos todo bajo control —contestó Jerry, haciendo un esfuerzo por demostrar más confianza de la que sentía.
Pamela empezó a ayudarle a ponerse unos guantes quirúrgicos. En ese momento apareció en la puerta una figura, que entró en la habitación haciendo a un lado al practicante. La actitud inmediata del cirujano residente llamó la atención de Jerry: lo único que le faltó fue hacer una reverencia. Hasta las enfermeras se enderezaron cuando Thomas Kingsley, el más famoso cirujano cardiólogo del hospital, hizo su entrada en el cuarto.
Vestía bata blanca y, obviamente, venía directamente del quirófano. Se acercó a la cama y puso suavemente una mano en el antebrazo de Bruce, como si por simple contacto pudiera adivinar cuál era el problema.
—¿Qué le está haciendo? —preguntó a Jerry.
—Le pongo un marcapasos endovenoso —respondió Jerry, sobresaltado e impresionado por la presencia del doctor Kingsley.
Por lo general, los médicos no respondían a la llamada de emergencia por paros cardíacos, sobre todo por la noche.
—Por los síntomas, parece haber tenido un paro cardíaco masivo —comentó el doctor Kingsley, haciendo correr entre sus dedos una porción de electrocardiograma—. No hay evidencia de ninguna clase de bloqueo auriculoventricular. Son ínfimas las posibilidades de que un marcapasos endovenoso dé resultado. Creo que está perdiendo el tiempo. —El doctor Kingsley apoyó la mano en la ingle de Bruce para tomarle el pulso. Levantó los ojos para mirar a Peter, que sudaba copiosamente—. El pulso es fuerte. Sin duda ha hecho un buen trabajo. —Se volvió hacia Pamela—. Guantes número ocho, por favor.
Pamela le alargó los guantes enseguida. El doctor Kingsley se los puso y pidió un bisturí.
—¿Quiere quitarle las vendas? —dijo el doctor Kingsley a Peter, y pidió a Pamela unas tijeras fuertes y estériles para cortar los vendajes.
Peter miró a Jerry, quien le hizo un gesto de asentimiento; le arrancó el esparadrapo y las gasas que le cubrían el esternón. El doctor Kingsley trepó a la cama con el bisturí en la mano. Sin perder un instante, lo hundió en la parte superior de la herida semicicatrizada y, con un movimiento resuelto, la abrió hasta la base. Se oía como un desgarro a medida que iba cortando las suturas de nylon azul. Peter se bajó de la cama para que tuviera más sitio.
—Tijeras —ordenó con calma el doctor Kingsley, mientras los demás lo observaban en un silencio estremecido. Era una de aquellas escenas sobre las que habían leído algo, pero que jamás habían presenciado.
El doctor Kingsley cortó de un tijeretazo las suturas de alambre que unían el dividido esternón. Después introdujo ambas manos en la herida y empujó con fuerza el esternón para abrirlo.
Se oyó un chasquido agudo. Jerry Donovan trató de observar el interior del pecho de Bruce, pero el cuerpo del doctor Kingsley se lo impidió. Lo único que alcanzó a ver fue que no había sangre dentro de la herida.
El doctor Kingsley introdujo la mano en el pecho de Bruce y tomó entre sus dedos el vértice del corazón. Entonces empezó a comprimirlo rítmicamente mirando a Rose cada vez que ella debía insuflar aire en los pulmones.
—Comprueben ahora el pulso —ordenó el doctor Kingsley.
Peter dio un paso adelante.
—Fuerte —informó.
—Adrenalina, por favor —pidió el doctor Kingsley—. Esto no me gusta nada. Creo que el paro cardíaco se ha producido hace rato.
Jerry Donovan estuvo a punto de decir que él tenía la misma impresión, pero decidió no hacerlo.
—Llamen a los de electroencefalogramas —ordenó el doctor Kingsley sin dejar de amasar el corazón del paciente.
—Veamos si aún hay alguna actividad cerebral.
Trudy se dirigió al teléfono.
El doctor Kingsley inyectó la adrenalina, pero no se notó el menor efecto en el electrocardiograma.
—¿De quién es este paciente? —preguntó el cardiocirujano.
—Del doctor Ballantine —respondió Pamela.
El doctor Kingsley se inclinó para observar más de cerca la herida. Jerry supuso que estaría juzgando la operación realizada por su colega. Todo el mundo en el hospital sabía que, en cuanto a técnica quirúrgica, y considerando una escala de uno a diez, Kingsley merecía un diez; en cambio, Ballantine, pese a ser jefe del departamento de cirugía cardiovascular, sólo merecía alrededor de un tres.
De pronto, el doctor Kingsley levantó la mirada y la clavó en el joven médico en prácticas, como si lo viera por primera vez.
—¿Cómo sabe que este es un caso de bloqueo auriculoventricular, doctor? —preguntó.
El joven se puso blanco como el papel.
—No lo sé —consiguió responder a fin.
—¡Esa sí que es una buena respuesta! —comentó, sonriendo, el doctor Kingsley—. ¡Ojalá yo hubiera tenido el valor suficiente para admitir que no sabía algo cuando acabé la carrera! —Se volvió hacia Jerry—. ¿Cómo andan las pupilas del paciente?
Jerry cambió de posición y levantó los párpados de Bruce.
—Igual.
—Inyéctele otra ampolla de bicarbonato —ordenó el doctor Kingsley—. Supongo que le habrá administrado ya algo de calcio.
Jerry asintió.
Durante los minutos siguientes reinó el silencio, mientras el doctor Kingsley continuaba amasando el corazón. Entonces apareció un técnico con un antiguo encefalógrafo.
—Lo único que quiero saber es si hay actividad eléctrica en el cerebro —aclaró el doctor Kingsley. El técnico puso los electrodos en la cabeza del paciente e hizo funcionar el aparato. El trazado de las ondas cerebrales era lineal, lo mismo que el electrocardiograma.
—Por desgracia no hay nada que hacer —dictaminó el doctor Kingsley retirando la mano de la herida y quitándose los guantes—. Creo que será mejor que alguien llame al doctor Ballantine.
Gracias por la ayuda que me han prestado.
Y salió de la habitación.
Durante un instante, nadie habló ni se movió. El técnico en encefalogramas fue el primero en reaccionar. Con gran sensación de incomodidad, manifestó que le parecía mejor regresar al laboratorio. Desenchufó el aparato y se alejó.
—Jamás he visto nada igual —comentó Peter, con la mirada clavada en el pecho abierto de Bruce.
—Yo tampoco —convino Jerry—. Te aseguro que estas cosas lo dejan a uno sin aliento.
Ambos subieron a la cama para observar de cerca la herida.
Jerry se aclaró la garganta.
—No sé qué se necesita para abrir así el pecho de un ser humano: sí competencia o confianza en uno mismo.
—Creo que las dos cosas —replicó Pamela, mientras desenchufaba el aparato de electrocardiogramas—. Y ahora, ¿qué les parece si nos permiten poner en orden el cuarto? A propósito, he de decir algo. Cuando entré para ver cómo se encontraba el Sr. Wilkinson, vi que el paso del suero estaba completamente abierto. Y debería haber sido un goteo muy lento. —Se encogió de hombros—. No sé si ese detalle será importante o no, pero creo que has de saberlo.
—Gracias —repuso Jerry distraído. No la oía. Con suavidad, introdujo el índice en la herida y tocó el corazón de Bruce—. La gente dice que el doctor Kingsley es un hijo de puta arrogante, pero yo les aseguro una cosa: si alguna vez necesito un by-pass, le pediré a él que me lo haga.
—Amén —concluyó Pamela, abriéndose camino entre Jerry y la cama para empezar a preparar el cuerpo.