Seis meses después
El doctor Ballantine empujó la puerta que conducía a la sala de descanso de cirugía. Acababa de terminar su única operación del día, y el caso no había ido bien. Tal vez realmente le había llegado el momento de reducir la actividad. Pero le encantaba operar. Le fascinaba la sensación de triunfo que lo embargaba cada vez que acababa un caso con éxito.
Mientras se servía una taza de café bien caliente, sintió que alguien le apoyaba una mano en el hombro. Al volverse, se encontró con la sonriente cara de George Sherman.
—¿A que no adivina con quién cené anoche? —preguntó George.
El doctor Ballantine miró fijamente el cansado rostro de George. Desde la muerte de Thomas, el exceso de trabajo iba dejando huellas en todo el personal, pero George era quizás el más recargado. Sin embargo, sus nuevas responsabilidades lo habían hecho madurar. Aunque todavía tenía la sonrisa fácil y se mostraba siempre dispuesto a bromear con sus colegas, permanecía cada vez más pensativo. Pero entonces miró a Ballantine con su conocida sonrisa picaresca.
—No. ¿Con quién? —preguntó el jefe.
—Con Cassandra Kingsley.
El doctor Ballantine levantó las cejas en un gesto de admiración.
—¡Estupendo! ¿Y cómo va ese romance unilateral?
—Creo que la oposición se va debilitando —respondió George sonriendo—. La he convencido para que vayamos al Caribe en enero próximo. Sería maravilloso. Cassi es realmente una persona fabulosa.
—¿Cómo le va el ojo? —Dijo el doctor Ballantine.
—Muy bien. Y todos los huesos han soldado perfectamente. Es en verdad valiente, sobre todo por haberse atrevido a trabajar tan pronto. Y, por lo visto, va adquiriendo una gran reputación en Clarkson Dos. Uno de los ayudantes me dijo que tiene todas las condiciones necesarias para llegar a ser jefe de residentes.
—¿Habla de Thomas alguna vez? —preguntó el doctor Ballantine en tono más serio.
—De vez en cuando. Tengo la impresión de que existe una parte de la historia que sólo Cassi conoce. Sigue confusa respecto a lo que ha de hacer, pero personalmente creo que no volverá a hablar del asunto.
El doctor Ballantine suspiró, aliviado.
—Eso espero. Yo creí que durante nuestra última reunión la había convencido de que hacer pública la historia de Thomas haría más mal que bien. Pero no estaba seguro.
—Cassi no quiere perjudicar al hospital —afirmó George—. Pero su principal argumento para tomar alguna medida, es que está convencida de que el juicio entre colegas no funciona. Permitimos que personas como Thomas se destruyan y que destruyan a sus pacientes porque nosotros, por miedo a ser juzgados también, nos negamos a tomar medidas.
—Ya lo sé. Por lo menos, me puse en contacto con la Comisión de Permisos de Venta de Narcóticos y les sugerí que obligaran al colegio médico a comunicarles la muerte de cada profesional. Así nadie podrá aprovechar la licencia de un médico fallecido.
—Me parece una excelente idea —replicó George—. ¿Y lo hicieron?
El doctor Ballantine se encogió de hombros.
—No sé. Si quieres que te diga la verdad, no lo volví a preguntar.
—¿Sabe? —continuó George—. Lo que más me molesta es que Thomas pareciera tan normal. Pero debió de tomar muchas pastillas. Me pregunto qué lo haría perder el control. Yo mismo, de vez en cuando, tomo un «Válium».
—Yo también —confesó Ballantine—. Pero no todos los días, como Thomas.
—No, por supuesto que no todos los días —admitió George, moviendo la cabeza—. Nunca he podido comprender por qué se negó a enfrentarse con la realidad de que todos los integrantes del departamento empezábamos a trabajar con dedicación exclusiva. Quizá las drogas le embotaron el sentido de la realidad. Después de aquella reunión, a última hora de la noche, con los apoderados, pudo haber impuesto sus condiciones. Los que manejan el dinero estaban decididos a darle cuanto pidiera. Aunque quisieran obligarlo a abandonar su consultorio particular.
—Por excelente cirujano que fuese Thomas —explicó el doctor Ballantine—, tenía problemas que no le permitían ver más allá de sus narices. Era como el personaje del chiste. Ya sabe a quién me refiero. A ese médico que se comporta como si fuera Dios.
George permaneció un momento en silencio pensando en que todos ellos tomaban decisiones que afectaban la vida de sus pacientes.
—¿Y qué me dice de ese reemplazo de triple válvula del que me habló la semana pasada? —preguntó George, siguiendo la línea de sus pensamientos—. ¿Ha decidido hacerlo?
Antes de responder, Ballantine se tomó un sorbo de café.
—Ni siquiera voy a presentar el caso. La mujer tiene problemas renales, más de sesenta años y hace mucho tiempo que depende de la ayuda que le proporciona la Seguridad Social. Algunas de las objeciones de Thomas respecto a nuestros casos de enseñanza eran válidas, y no quiero que la comisión se entere de la existencia de esa paciente. Si ese maldito filósofo oyó hablar de esa mujer, probablemente insistirá en que la operemos.
George asintió, aun reconociendo en su interior que, hasta cierto punto, cada uno de ellos se comportaba como si fuera Dios y comprendió que eso era lo que verdaderamente preocupaba a Cassi. Él le había prometido que cuando lo nombraran jefe, cargo que ya le habían asegurado, permitiría que aquellas decisiones las tomara la comisión, incluyendo al filósofo.
George se despidió de Ballantine y atravesó la atestada sala de descanso, rumbo a los vestuarios. Al pasar junto al teléfono se dio cuenta de que lo incomodaba cada vez más la decisión de Ballantine acerca del caso de la triple válvula. De pronto cogió el teléfono y pidió comunicación con Rodney Stoddard.
FIN