A la mañana siguiente, Cassi estaba ya levantada y vestida cuando oyó sonar el despertador en el estudio. Siguió sonando y sonando… Preocupada, corrió a lo largo del vestíbulo y abrió la puerta del despacho. Thomas seguía tendido en el sillón, exactamente en la misma posición en que lo había dejado la noche anterior.
—¡Thomas! —dijo, sacudiéndolo.
—¿Qu… qué? —susurró él.
—Son las seis menos cuarto. ¿No tienes que operar esta mañana?
—Creí que estábamos en la fiesta de Ballantine —musitó él.
—Thomas, eso fue anoche. ¡Oh, Dios! Quizá puedas conseguir una baja de enfermo. Nunca te tomas un día libre. Deja que llame a Doris para ver si puede posponer tus operaciones.
Thomas luchó por ponerse de pie. Se balanceaba, aferrándose al brazo del sillón.
—No, estoy bien. —Aún hablaba con voz levemente insegura—. Y con lo que ya han reducido mis horarios de cirugía, si falto hoy no podré programar esas operaciones hasta dentro de varias semanas. Algunos de los pacientes de este mes ya han esperado demasiado tiempo.
—Entonces, deja que otro…
Thomas levantó la mano con tanta rapidez, que Cassi creyó que le iba a pegar; pero no lo hizo, sino que se metió en el baño dando un portazo. Poco después oyó que abría la ducha.
Cuando Thomas bajó, parecía mejor. «Debe de haber tomado un par de dexedrinas», pensó Cassi.
Bebió con rapidez un vaso de jugo de naranja y una taza de café y en seguida se encaminó al garaje.
—Aunque pueda volver a casa esta noche, llegaré muy tarde, así que será mejor que vayas al hospital en tu coche —dijo sobre el hombro.
Cassi permaneció largo rato sentada a la mesa de la cocina, hasta que se decidió a emprender a su vez el largo trayecto hacia el hospital. «Por primera vez no es sólo Thomas el que me preocupa —pensó—. También me preocupan sus pacientes. No sé si es prudente que siga operando». Cuando llegó al Boston Memorial, Cassi había decidido hacer tres cosas en cuanto terminara la reunión de equipo: fijar fecha para hacerse operar el ojo; hacer los arreglos necesarios para los días que hubiera de estar de baja y hablar con el doctor Ballantine para confiarle los temores que le inspiraba Thomas. Después de todo, el problema afectaba tanto al hospital como a su matrimonio.
Joan advirtió la preocupación de Cassi, pero en cuanto terminó la reunión, y antes de que tuviera oportunidad de hacerle preguntas, Cassi dijo algo acerca de ver a su oculista y salió corriendo.
El doctor Obermeyer la recibió en cuanto se enteró de que se encontraba en la sala de espera. Salió a recibirla con aquella especie de lámpara de minero sujeta a la frente.
—Espero que haya llegado a una decisión acertada —dijo.
Cassi asintió.
—Me gustaría que me operase lo antes posible. Cuanto antes, mejor, para no darme tiempo a cambiar de idea.
—Esperaba que dijera eso —contestó el doctor Obermeyer sonriendo—. He de confesarle que me he tomado la libertad de programar su operación para pasado mañana, haciéndola figurar como un caso urgente. ¿Le parece bien?
A Cassi se le secó la boca, pero asintió.
—Perfecto —continuó el doctor Obermeyer con una sonrisa—. No se preocupe por nada. Nosotros nos encargaremos de hacer todos los arreglos necesarios. Se internará mañana.
El doctor Obermeyer tocó un timbre para llamar a su secretaria.
—¿Cuánto tiempo debo permanecer de baja? —preguntó Cassi—. Tengo que darle una fecha al jefe de psiquiatría.
—Eso depende de lo que encontremos, pero supongo que será entre una semana y diez días.
—¿Tanto? —exclamó Cassi, preguntándose qué sucedería con sus pacientes.
En su camino de regreso a cirugía, Cassi decidió llamar al doctor Ballantine antes de que le fallara el ánimo. El cirujano jefe contestó personalmente al teléfono y le dijo que no tenía que operar y que, por tanto, podía recibirla en media hora.
Después de hacer los arreglos necesarios para que le dieran la baja por enfermedad, Cassi decidió llenar el tiempo que le quedaba antes de su entrevista con Ballantine, haciendo una visita a patología. Diría a Robert que había decidido operarse, y, además, el solo hecho de ver a su amigo siempre le infundía confianza. Pero cuando llegó al despacho de Robert, lo encontró desierto. Una de las técnicas la informó de que no lo esperaban. Sería internado aquella tarde a primera hora para someterse una extracción dentaria y había decidido salir a almorzar, dado que, probablemente, aquella sería su última comida sólida hasta dentro de una semana.
Cassi se dirigía al ascensor cuando recordó el caso de Jeoffry Washington. Volvió al laboratorio y dijo a la técnica que le mostrara las diapositivas del caso. La mujer localizó sin dificultad el expediente de Jeoffry Washington, pero le dijo que habían terminado sólo la mitad de las diapositivas, añadiendo que tardarían por lo menos dos días en completar el caso y le sugirió que regresara al día siguiente para ver el juego completo. Cassi le dijo que sólo le interesaba ver las secciones de la vena, que posiblemente ya estuvieran listas.
Cassi se sentó frente al microscopio de Robert y enfocó la primera de las diapositivas. Había una pequeña zona colapsada dentro de un manchón de tejidos rosados. Notó algo extraño.
Observando con mayor atención, identificó una serie de pequeños precipitados blancos que circuían el interior de la vena. Entonces examinó las paredes de la vena. Parecían completamente normales. No había células infiltradas ni inflamadas. Se preguntó si los pequeños copos blancos habrían aparecido durante el proceso de revelación de la diapositiva. No había forma de saberlo. Revisó el resto de las diapositivas y vio el mismo precipitado en todas, menos en una.
Las llevó al laboratorio y se las mostró a la técnica, quien también quedó perpleja. Cassi decidió darle la noticia a Robert en cuanto averiguara el número de su habitación. Miró su reloj de pulsera y se dio cuenta de que era hora de ver a Ballantine.
El jefe de cirugía se tomaba un bocadillo en su despacho y le preguntó si quería que su secretaria le trajera algo de la cafetería.
Ella negó con la cabeza. Al pensar en lo que había de decirle, tenía la sensación de que jamás volvería a poder probar bocado.
Empezó disculpándose por la escena de la que había sido protagonista Thomas la noche anterior, pero el doctor Ballantine la interrumpió asegurándole que la fiesta había sido todo un éxito y que no creía que nadie recordara el incidente. Cassi deseó poder creerle, mas, por desgracia, sabía que la gente nunca olvidaba aquellas escenas escandalosas.
—Esta mañana he tenido oportunidad de hablar varias veces con Thomas —anunció el doctor Ballantine—. Me he encontrado por casualidad con él antes de que empezara a operar.
—¿Y cómo lo ha visto? —preguntó Cassi.
Volvió a recordar a su marido inconsciente sobre el sillón y después, dirigiéndose vacilante al baño.
—Perfectamente bien. Parecía de buen humor. Me ha alegrado comprobar que todo había vuelto a la normalidad.
Desalentada, Cassi sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se había prometido que no le volvería a suceder.
—Bueno, bueno —la consoló el doctor Ballantine—. Todo el mundo estalla de vez en cuando si está sometido a una tensión muy grande. No le dé demasiada importancia al incidente de antes. Me parece hasta normal, dado el ritmo de trabajo que sigue Thomas. Quizá no excusable, pero comprensible. Según el personal, pasa una cantidad increíble de noches en el hospital. Dígame, querida, ¿se comporta Thomas normalmente en su casa?
—No —respondió Cassi, clavando la mirada en sus manos que mantenía inmóviles sobre las rodillas.
Una vez empezó a hablar, las palabras fluyeron con facilidad. Le contó al doctor Ballantine la reacción de Thomas ante su necesidad de operarse y le confesó que la relación entre ambos era tensa desde hacía un tiempo, pero que ella no creía que la causa fuese realmente su enfermedad. Thomas sabía desde antes de casarse que era diabética y, aparte el problema de su ojo, su estado no había cambiado. Por eso no creía que sus complicaciones de salud explicaran la furia de Thomas.
Se detuvo y empezó a sudar de ansiedad.
—Yo creo que todo se debe a que últimamente Thomas ha tomado demasiadas pastillas. Sé que mucha gente toma de vez en cuando una dexedrina o una píldora para dormir, pero es probable que a Thomas se le esté yendo la mano.
Se detuvo de nuevo y miró a Ballantine.
—He oído comentarios al respecto —confesó Ballantine—. Uno de los residentes dijo que le temblaban las manos, sin darse cuenta de que yo estaba detrás de él, en el vestíbulo. Pero, vamos a ver, ¿qué es exactamente lo que ha estado ingiriendo Thomas?
—«Dexedrina» para mantenerse despierto, y «Percodán» y «Talwin» para tranquilizarse.
El doctor Ballantine se acercó a la ventana y miró fijamente a la sala de estar de cirugía, que se encontraba enfrente. Después se volvió hacia Cassi y se aclaró la garganta. Su voz aún era cálida.
—La posibilidad de conseguir drogas puede convertirse en una grave tentación para un médico, especialmente si se excede en trabajo, como en el caso de Thomas.
Ballantine se acercó al escritorio y se dejó caer en su silla.
—Pero la posibilidad de obtener las drogas no es más que parte del cuadro —continuó—. Muchos médicos creen que tienen derecho a tomarlas. Cuidan todo el día a los pacientes y se sienten merecedores de un poco de ayuda en el caso de necesitarla. Ya trate de drogas o de alcohol. Es una historia demasiado habitual. Y ya que han sido preparados para bastarse a sí mismos, en vez de consultar con otro doctor, se medican a si mismos.
Cassi quedó tremendamente aliviada al ver que el doctor Ballantine recibía la noticia con tanta tranquilidad. Por primera vez en mucho tiempo se sintió optimista.
—Creo que lo más importante de todo esto es que quede entre usted y yo —agregó el doctor Ballantine—. Sería fatal tanto para su marido como para el hospital que se ventilara el asunto. Me encargaré de hablar diplomáticamente con Thomas para ver podemos solucionar el problema antes de que se nos escape de las manos. No es la primera vez que ocurre esto, Cassi, y puedo asegurarle que no son demasiado graves las dificultades de Thomas. Su ritmo de trabajo no ha disminuido en absoluto.
—¿Y no le preocupan los pacientes de mi marido? —Preguntó Cassi—, es decir, ¿lo ha visto operar últimamente?
—No —admitió Ballantine—. Pero si hubiera algún problema yo sería el primero en enterarme.
Cassi se preguntó si sería así.
—Hace diecisiete años que conozco a su marido —dijo Ballantine, en tono tranquilizador—. Le aseguro que si tuviera un problema serio, me daría cuenta.
—¿Y cómo sacará a relucir el tema cuando hable con él? —preguntó Cassi.
El doctor Ballantine se encogió de hombros.
—Supongo que improvisaré.
—Pero es cierto que no le dirá que he hablado con usted, ¿verdad? —preguntó Cassi.
—Por supuesto que no —aseguró enfáticamente Ballantine.
Con el ramo de flores que había comprado en la propia floristería del hospital, Cassi se dirigió a la habitación 1847 del piso dieciocho. La puerta estaba entreabierta. Llamó y asomó la cabeza. En la única cama de la habitación había un paciente que se había tapado la cara con la sábana. Temblaba, presa de un aparente ataque de terror…
—Robert: —exclamó Cassi, riendo—. ¿Qué diablos…?
Robert saltó de la cama, vestido con pijama y bata.
—Te he visto venir —confesó. Al ver las flores, preguntó:
—¿Son para mí?
Cassi le entregó el ramo, Robert dispuso cuidadosamente las flores en un jarrón y lo colocó en la mesita de noche.
Al mirar a su alrededor, Cassi comprobó que no era la primera visita que recibía su amigo. Había docenas de ramos distribuidos por todo el cuarto.
—Parece un entierro —comentó Robert.
—No tengo ganas de oír chistes de mal gusto —dijo Cassi, dándole un abrazo—. Las flores nunca son demasiadas. Significan que tienes muchos amigos.
Se sentó al pie de la cama.
—Nunca he estado internado en un hospital —dijo Robert, acercando una silla como si él fuese el visitante—. Y no me gusta nada. Me siento tremendamente vulnerable.
—Ya te acostumbrarás —aseguró Cassi—. Créeme, porque tengo mucha experiencia en estas lides.
—El verdadero problema es que sé demasiado —comentó Robert—. Te aseguro que estoy aterrorizado. He convencido al anestesista de que me dé doble dosis de somníferos. Porque de lo contrarío, me consta que estaré despierto toda la noche.
—Dentro de un par de días te preguntarás por qué te pusiste tan nervioso.
—Claro, a ti te resulta fácil decirlo, vestida como estás en ropa de calle. —Robert levantó el brazo para mostrarle la pulsera de plástico con su nombre inscrito. Me he convertido en parte de una estadística.
—Quizá te sientas mejor cuando sepas que tu valor me ha hecho decidirme a mí. Me interno mañana.
—Ahora me siento como un tonto. Aquí estoy, preocupado como loco por un par de muelas del juicio, mientras tú tienes que enfrentarte con una operación ocular.
—Pero la anestesia siempre es la anestesia —replicó Cassi.
—Creo que has tomado una decisión inteligente —le aseguró Robert—. Y tengo el presentimiento de que tu operación será un éxito.
—¿Y qué piensas de lo tuyo? —bromeó Cassi.
—Bueno… Un cincuenta por ciento —contestó Robert riendo—. ¡Ah! Me olvidaba. Tengo que mostrarte algo.
Robert se puso de pie y se acercó a la mesita de noche. Tomó una carpeta y se sentó junto a Cassi en el borde de la cama.
—Con ayuda de la computadora, comparé los datos que tenemos sobre los casos de MQR. Descubrí algunas cosas interesantes. En primer lugar, tal como sugeriste, a todos los pacientes se les estaba aplicando suero por vía intravenosa. Además, a lo largo de los últimos dos años, las muertes han sobrevenido cada vez con más frecuencia en pacientes cuyo estado era estacionario y satisfactorio. En otras palabras, que las defunciones han sido cada vez más inesperadas.
—¡Oh, Dios! —exclamó Cassi—. ¿Y qué más?
—Jugueteé un rato con la computadora, introduciendo todos los parámetros que podían tener relación con nuestros casos, exceptuando cirugía. La computadora me dio algunos otros nombres, incluyendo a un paciente llamado Sam Stevens. Ese individuo murió inesperadamente durante un cateterismo cardíaco.
Era retrasado mental, pero estaba en excelentes condiciones físicas.
—¿Y también se le aplicaba suero? —preguntó Cassi.
—Sí —contestó Robert.
Se miraron en silencio durante unos instantes.
—Por fin —continuó diciendo Robert—, la computadora me indicó que predominaban los varones. Y, curiosamente, en los casos en que constaba la información, ¡la computadora también indicó que entre los muertos había una proporción sorprendentemente alta de homosexuales!
Cassi levantó la mirada de los papeles y se encontró con la de Robert. Jamás habían hablado sobre homosexualidad, y Cassi sentía cierta repugnancia a tratar el asunto.
—Esta mañana fui a visitarte a patología —dijo, para cambiar de tema—. Por supuesto que no te encontré, pero tuve oportunidad de ver algunas de las diapositivas de Jeoffry Washington.
Cuando observé las de las secciones de la vena en que se le inyectó el suero, encontré un precipitado blanco en la cara interior de la vena. Al principio pensé que se trataba de un problema de revelado, pero después comprobé que el precipitado estaba presente en todas las secciones, menos en una. ¿Te parece que puede tener importancia?
Robert frunció los labios.
—No —decidió por fin—. No me sugiere nada. Lo único que se me ocurre es que cuando inadvertidamente se agrega calcio a una solución de bicarbonato se produce precipitación, pero en ese caso el precipitado debería encontrarse en la botella de suero y no en la vena. Supongo que el precipitado podría llegar a la vena, pero sería tan evidente que todo el mundo lo habría notado. Quizá si veo la diapositiva se me ocurra alguna idea. Bueno, pero no sigamos hablando de tema tan morboso. Cuéntame cómo fue la fiesta de anoche. ¿Qué te pusiste?
Cassi le hizo comentarios intrascendentes sobre la fiesta.
Existía la posibilidad de que Robert se enterara de lo sucedido por chismes que debían correr por el hospital, pero ella no tenía ganas de hablar del asunto. En muchos sentidos, la sorprendía que Robert no hubiera notado que tenía los ojos enrojecidos, porque en general era muy observador. Decidió que probablemente su amigo estaba preocupado por su inminente operación. Prometió hacerle una visita al día siguiente y se alejó, antes de sucumbir a la tentación de cargarlo también con sus propios problemas.
Larry Owen tenía la sensación de ser como la cuerda de un violín, estirada hasta el límite y que, por tanto, podía romperse en cualquier momento si se la tensaba más. Aquella mañana, Thomas Kingsley había llegado tarde y estaba furioso contra él por haberlo esperado en lugar de empezar a abrir el pecho del paciente. Y aunque Larry completó el procedimiento con mucha rapidez, el mal humor de Kingsley no disminuyó.
Nada lo contentaba. No sólo dijo que Larry había hecho un trabajo de mierda, sino que las enfermeras de cirugía le alcanzaban mal el instrumental, los ayudantes no servían para nada y el anestesista era un hijo de puta incompetente. Y, para colmo, quiso la mala suerte que se le entregara una guía de agujas defectuosa que Thomas arrojó contra la pared con tanta fuerza, que se partió en dos.
Sin embargo, no era la primera vez que Larry soportaba aquellos malos tratos. Lo que le preocupaba era lo mal que estaba operando Kingsley. Desde que empezó a trabajar en su primer paciente, resultó evidente que el cirujano estaba extenuado. Su maravillosa coordinación habitual no se veía por ninguna parte y, además, cometía errores de juicio. Y lo peor de todo era que las manos de Thomas temblaban incontroladamente. Larry estuvo a punto de sufrir un sincope al observar a Kingsley inclinado sobre el corazón del paciente con una aguja afilada en la mano, tratando de clavarla en la sección de vena safena que intentaba coser a la diminuta arteria coronaría.
Larry abrigaba la vana esperanza de que el temblor disminuyera a medida que avanzara la mañana. Pero ocurrió lo contrario: empeoró.
—¿Quiere que yo cosa esta? —Preguntó en varias ocasiones—, creo que desde aquí mi campo visual es mejor que el suyo.
—Cuando necesite tu ayuda, te la pediré —replicó Thomas.
De alguna manera consiguieron terminar con los dos primeros casos, en los que los by-pass quedaron razonablemente bien cosidos y, en su lugar, y los pacientes fueron desconectados del corazón-pulmón artificial. Pero a Larry le preocupaba lo que podía suceder con el tercer paciente, un hombre de treinta y ocho años, casado y con dos hijos pequeños. Larry había abierto el pecho del paciente y esperaba que Thomas regresara de la sala de descanso. El pulso del residente latía aceleradamente y había empezado a sudar de manera copiosa. Cuando Thomas entró, por fin, en la sala de operaciones como una tromba, Larry sintió que el temor le hacía un nudo en la boca del estómago.
Al principio, las cosas fueron bastante bien, aunque el temblor de las manos de Thomas no había disminuido y parecía aún más deprimido que antes. Pero los componentes del equipo, cansados por las dos operaciones previas, ponían el mayor cuidado en no provocar su enojo de ninguna manera. Todo el peso de la operación caía sobre Larry, quien trataba de anticiparse a los movimientos erráticos de Kingsley y de hacerse cargo de todas las partes de la operación que Thomas le permitía realizar.
Pero el verdadero problema se presentó cuando empezaron a coser los by-pass. Larry volvió la cabeza para no mirar cuando Thomas, aguja en mano, se aprestó a hacer la sutura.
—¡Maldito sea! —gritó Kingsley.
Larry sintió que se le revolvía el estómago al ver que Thomas retiraba la mano de la herida con la aguja clavada en su propio dedo índice. Sin darse cuenta, Thomas arrastró también en el tirón uno de los anchos catéteres que llevaban la sangre del paciente al corazón-pulmón artificial. Como si hubiesen abierto un grifo, la herida se llenó de sangre, empapó las gasas estériles que la rodeaban y empezó a caer al suelo.
Desesperado, Larry metió la mano en la herida y tanteó a ciegas, en busca de la pinza que sostenía la sutura que rodeaba la vena cava. Por suerte la encontró en seguida. Volvió a sujetarla con habilidad, y la pérdida de sangre se hizo entonces más lenta.
—Si tuviese un campo visual decente no se presentarían estos problemas —gritó Thomas enfurecido, arrancándose la aguja del dedo y tirándola al suelo. Dio un paso atrás, frotándose la mano lastimada.
Larry consiguió aspirar la sangre que manaba de la herida.
Mientras volvía a insertar el catéter del corazón-pulmón artificial, trató de pensar en lo que debía hacer. Thomas no estaba en condiciones e seguir operando aquel día, y, sin embargo, si decía algo, se arriesgaba a un suicidio profesional. Por fin, Larry decidió que no se sentía capaz de seguir soportando aquella tensión. Cuando tuvo la seguridad de que la herida estaba de nuevo en condiciones, se alejó de la mesa de operaciones y se acercó a Thomas, a quien la Señorita Goldberg le ponía unos guantes nuevos.
—Discúlpeme, doctor Kingsley —dijo con el tono de voz más firme posible—. Ha sido un día de mucha tensión para usted. Lamento que no hayamos sido más eficaces. Pero la verdad es que está usted extenuado. A partir de este momento continuaré yo la operación. No es necesario que se ponga otros guantes.
Durante un momento, Larry pensó que Thomas le iba a pegar un puñetazo, pero se obligó a seguir hablando.
—Usted ha hecho miles de operaciones como esta, doctor Kingsley. Nadie lo va a culpar por estar demasiado cansado y no poder terminar una de ellas.
Thomas empezó a temblar. Entonces, para alivio y estupefacción de Larry, se quitó los guantes de un tirón y abandonó la sala de operaciones.
Larry suspiró e intercambió una mirada con la Señorita Goldberg.
—En seguida vuelvo —anunció a los componentes del equipo de cirugía.
Sin quitarse los guantes ni la bata, abandonó el quirófano.
Abrigaba la esperanza de que alguno de los otros cirujanos cardiovasculares estuviera disponible, y sintió un enorme alivio al ver que en ese momento el doctor George Sherman salía del quirófano 6. Larry lo llevó a un lado y le explicó con calma lo que acababa de suceder.
—¡Vamos! —dijo George—. Y no quiero oír una sola palabra de esto fuera de la sala de operaciones, ¿comprendido? Es algo que le puede ocurrir a cualquier cirujano, y si el público se enterase del incidente, sería un desastre, no sólo para el doctor Kingsley, sino también para el hospital.
—Lo sé —replicó Larry.
Thomas no recordaba haber estado tan furioso en toda su vida. ¿Cómo se atrevía Larry a sugerir que él estaba demasiado cansado como para proseguir con la operación? La escena había sido una pesadilla. Fue el temor a un desastre como aquel lo que al principio lo impulsó a tomar de vez en cuando una pastilla para dormir, Se sentía perfectamente capaz de terminar la operación y, de no haber sido por lo angustiado que lo dejaba el pensamiento de la infidelidad de Cassi no habría abandonado el quirófano. Entró hecho una furia en la sala de descanso de los cirujanos y se dirigió al teléfono que había junto a la máquina de café. Llamó a Doris para asegurarse de que no había ninguna urgencia y le pidió que pasara a otro día las visitas de aquella tarde.
Ya había pasado la hora y se sentía absolutamente incapaz de visitar pacientes. Doris estaba a punto de cortar la comunicación cuando se acordó que había llamado el doctor Ballantine para decir que le gustaría ver al doctor Kingsley en su despacho.
—¿Para qué? —preguntó Thomas.
—No lo dijo —contestó Doris—. Le pregunté si se trataba de algún caso particular, por si fuera necesario llevar algún historial clínico. Pero dijo que simplemente quería hablar contigo.
Thomas avisó a la enfermera del departamento de informes que estaría en el despacho del doctor Ballantine por si alguien lo llamaba. Para aliviar su dolor de cabeza, que era cada vez más fuerte, y disminuir un poco su temblor, tomó otro «Percodán».
Después se puso una bata blanca y abandonó la sala de descanso de cirugía, preguntándose para qué querría verlo Ballantine. No creía que el jefe lo llamara para hablar de la escena que había tenido con George Sherman en la fiesta, y, por supuesto, la llamada no podía tener nada que ver con el episodio que acababa de protagonizar con Larry Owen. Tal vez se relacionaría con el departamento de cirugía. Recordó el extraño comentario que le había hecho la noche anterior uno de los apoderados y decidió que Ballantine, por fin, había decidido confiarle sus planes. Era posible que el jefe estuviera pensando en jubilarse y quisiera hablar con él sobre la conveniencia de que ocupara su lugar.
Gracias por venir —dijo el doctor Ballantine en cuanto Thomas llegó a su despacho. Parecía algo inquieto, y Kingsley se movió intranquilo en su sillón—. Thomas —comenzó a decir Ballantine—. Creo que debemos hablar con toda franqueza. Te aseguro que todo lo que se diga hoy aquí no saldrá nunca de esta habitación.
Thomas cruzó las piernas y, al ver que la que quedaba en el aíre empezaba a balancearse rítmicamente, la sujetó con una mano.
—Me han hablado de la posibilidad de que estés abusando de algunas drogas.
El pie de Thomas detuvo su movimiento nervioso. Su dolor de cabeza se había convertido en una tortura. Aunque sintió que lo invadía la ira, su expresión permaneció inmutable.
—Quiero que sepas —agregó Ballantine—, que se trata de un problema bastante habitual.
—¿Y qué clase de drogas se supone que tomo? —preguntó Thomas, haciendo un enorme esfuerzo por dominar sus emociones.
—«Dexedrina», «Percodán» y «Talwin» —contestó el doctor Ballantine—. Que son las drogas más comunes.
Thomas entrecerró los ojos para observar mejor el rostro del doctor Ballantine. El aire de superioridad de aquel viejo le resultaba odioso. La ironía de que pudiera ser bufón inepto, lo sumió en una especie de frenesí. Por suerte, el «Percodán» que había tomado en la sala de descanso empezaba a hacerle efecto.
—Me gustaría saber quién le ha dicho esa mentira ridícula —consiguió preguntar con voz tranquila.
—No tiene importancia —dijo Ballantine.
—Para mí sí la tiene —respondió Thomas—. Cuando alguien pone en marcha un rumor maligno como ese, debe hacerlo a cara descubierta y asumir la responsabilidad de sus actos. Déjeme adivinar: George Sherman.
—En absoluto —contestó el doctor Ballantine—. Y a propósito de George: hablé con él acerca del lamentable incidente de anoche. Quedó estupefacto de la acusación que le hiciste.
—No me sorprende —replicó Thomas—. Todo el mundo sabe que George trató infructuosamente de casarse con Cassi antes de que yo la conociera. Y ahora, al tener yo que trabajar tantas noches, les he dado la oportunidad de…
El doctor Ballantine lo interrumpió.
—No creo que se trate de una evidencia demasiado sólida, Thomas. ¿No te parece que tu reacción es desmedida?
—Por supuesto que no —respondió Thomas, descruzando las piernas y dejando caer con fuerza el pie sobre la alfombra—. Usted mismo vio cómo se comportaron en la fiesta.
—Lo único que vi fue a una muchacha muy bonita que sólo parecía interesada por su marido. Eres un hombre de suerte, Thomas. Y espero que lo sepas. Cassi es una chica muy especial.
Thomas se sintió tentado de ponerse de pie e irse dando un portazo, pero Ballantine siguió hablando.
—Creo que te has estado exigiendo demasiado, Thomas. Trabajas mucho. Pero dime, ¿qué estás tratando de probar? No recuerdo que alguna vez te hayas tomado un día de descanso.
Thomas estuvo a punto de interrumpirlo, pero el doctor Ballantine se lo impidió.
—Todo el mundo necesita alejarse de cuando en cuando de trabajo. Además, no olvides que tienes una responsabilidad para con tu mujer. Por casualidad me he enterado de que Cassi necesita que le operen un ojo. ¿No crees que deberías dedicarle un poco de tu tiempo?
En ese momento, Thomas quedó convencido de que Ballantine había hablado con Cassi. Y, por increíble que fuese, debía de ser ella la que le contó esas historias acerca de las drogas «Como si no le bastara haberle ido con el cuento a mi madre —pensó—, sin duda también habló con mi jefe». De repente se cuenta de que Cassi era capaz de destruirlo, de arruinar la carrera a la que había dedicado toda su vida.
Por suerte para Thomas, su instinto de conservación era más fuerte que su furia. Mientras Ballantine terminaba su perorata, se obligó a pensar con frialdad y con lógica.
—Me permito sugerirte que te tomes unas bien merecidas vacaciones.
Thomas sabía que al jefe le encantaría verlo bien lejos del hospital mientras el personal de enseñanza le amputaba sus horarios de quirófano, pero consiguió sonreír.
—Mire, estamos haciendo un mundo de un granito de arena —dijo con calma—. Quizá sea cierto que he estado trabajando demasiado, pero eso se debe a que ha habido mucho que hacer. En cuanto al problema ocular de Cassandra, por supuesto que estoy decidido a pasar con ella todo el tiempo posible cuando la operen. Pero el que realmente tiene que aconsejarle la mejor manera de enfocar sus problemas oculares es el doctor Obermeyer.
Ballantine empezó a hablar, pero Thomas lo interrumpió.
—Yo lo he escuchado a usted, doctor, y ahora debe usted escucharme a mí —dijo—. Quiero hablar de ese rumor de que abuso de las drogas. Le consta que no tomo café. Nunca me ha gustado.
De modo que es cierto que de vez en cuando tomo una dexedrina. Pero no me causa más efecto del que me haría una taza de café. Claro que es imposible diluir la dexedrina con leche o con crema. Y admito que es una droga de implicaciones sociales diferentes, de un modo especial si alguien la toma para huir de la vida, pero yo sólo la utilizo ocasionalmente para dar más eficacia a mi trabajo. Y en lo que se refiere al «Percodán» y al «Talwin» sí, también los he tomado a veces. Desde joven tengo una gran propensión a los dolores de cabeza. No los tengo muy a menudo, pero cuando se presentan, la única posibilidad de aliviarlos es tomar un «Percodán» o un «Talwin». Tomo indistintamente uno u otro. Le diré algo. Me gustaría que usted o cualquier otro investigara mis prescripciones. Comprobaría en seguida la dosis de esas drogas que receto y para quién.
Thomas se reclinó contra el respaldo del sillón y cruzó los brazos. Aún temblaba, y no quería que lo notara Ballantine.
—Bueno —dijo Ballantine, con evidente alivio—. Eso me parece muy razonable.
—Usted sabe tan bien como yo —agregó Thomas— que todos tomamos alguna pastilla de vez en cuando.
—Es cierto —admitió Ballantine—. El problema empieza cuando un médico pierde el control de la cantidad de pastillas que toma.
—En ese caso abusaría de la droga —advirtió Thomas—. Jamás tomo más de dos pastillas en veinticuatro horas, y eso sólo cuando el dolor de cabeza es insoportable.
—Debo confesarte que me siento muy aliviado por lo que acabas de decirme —admitió Ballantine—. Francamente, estaba preocupado. Es cierto que trabajas demasiado. Y sigo manteniendo lo que te he dicho acerca de la necesidad de que te tomes unas vacaciones.
«Veo que no hay manera de quitarle esa idea de la cabeza», pensó Thomas.
—Y quiero que sepas —continuó Ballantine— que todos los integrantes del departamento sólo deseamos lo mejor para ti. Aunque adviertas que se van produciendo algunos cambios en nuestra organización, siempre serás la piedra fundamental de nuestro servicio de cirugía.
—Eso me tranquiliza —aseguró Thomas—. Supongo que ha sido Cassandra la que le ha dicho lo de las pastillas —añadió como la cosa más natural del mundo.
—No importa quién me lo haya dicho —aseguró Ballantine poniéndose de pie—, especialmente ahora que has disipado mis temores.
En ese momento, Thomas tuvo la seguridad de que había sido Cassi. Sin duda registró su escritorio y encontró los frascos. Sintió que lo invadía otra oleada de ira.
Se puso en pie con los puños cerrados. Sabía que necesitaba estar solo durante un rato. Se despidió de Ballantine y le agradeció su preocupación. En seguida se dirigió a su consultorio.
Ballantine lo vio alejarse. Se sentía bastante más tranquilo respecto a Thomas, pero sus dudas no habían desaparecido del todo.
La escena de la fiesta lo molestaba y, además, no podía ignorar los insistentes rumores que corrían últimamente entre el personal. No quería tener problemas con Kingsley. Por lo menos en aquel momento, porque en ese caso se arruinaría todo.
Cuando se abrió la puerta de la sala de espera, Doris metió rápidamente en un cajón la novela que estaba leyendo y lo cerró con un empujón suave. Al ver a Thomas, cogió la libreta con los mensajes telefónicos y se acercó a él. Después de haber estado sola en la oficina toda la tarde, le alegraba ver a otro ser humano.
Thomas la trató como si fuese un mueble más. Para sorpresa de Doris, pasó a su lado sin saludarla siquiera. Extendió una mano para cogerlo del brazo, pero Thomas la esquivó y entró en el consultorio como un sonámbulo. Doris lo siguió.
—Thomas, ha llamado el doctor Obermeyer para decir que…
—No quiero saber nada de nada —replicó con malos modos, mientras cerraba la puerta.
Con el mejor estilo de los vendedores ambulantes, Doris puso un pie entre la puerta y el marco para impedir que la cerrara. Estaba decidida a transmitirle todos los mensajes.
—¡Fuera de aquí! —gritó Thomas. Doris retrocedió asustada, y él le cerró la puerta en las narices.
Hizo crisis la furia que Thomas había contenido durante la difícil entrevista con Ballantine. Buscó con la mirada algún objeto en el que pudiera descargar su enojo. Cogió un florero que Cassi le había regalado cuando eran novios y lo estrelló contra el suelo. Al mirar los añicos, se sintió algo mejor. Entonces se acercó a su mesa de trabajo, abrió el segundo cajón, tomó un frasco de «Percodán» y dejó caer varias tabletas en la mesa. Se puso una en la boca, guardó el resto y se dirigió al baño en busca de un vaso de agua.
Después regresó al escritorio, guardó el frasco y cerró el cajón. Empezó a sentirse más distendido, pero aún no conseguía sobreponerse a la traición de Cassi. ¿Acaso no comprendía ella que lo único que a él le importaba realmente eran sus operaciones? ¿Sería posible que fuese tan cruel como para tratar de arruinar su carrera? Primero le fue con el cuento a su madre, la única persona que realmente tenía el poder de angustiarlo; después, a George, y luego a su jefe. No iba a tolerarlo. ¡Y tanto como la quería cuando se casaron! ¡Era una mujer tan dulce, tan delicada, tan afectuosa! ¿Por qué trataba de destruirlo? No se lo permitiría. Él le…
De repente, Thomas se preguntó si Ballantine se alegraría de todo aquello. Ya hacía tiempo que tenía la desagradable sensación de que Ballantine y Sherman tramaban algo. Quizá se tratara de un complicado plan para destruirlo.
De nuevo sintió un estremecimiento de temor. Tenía que hacer algo…, pero ¿qué?
Sus ideas empezaron a tomar forma, al principio con lentitud, luego, cada vez con mayor rapidez. De pronto supo lo que podía hacer. Y lo que tenía que hacer.
Preocupado aún por su entrevista con Thomas, Ballantine decidió pasar por los quirófanos para ver si encontraba a George. Quizá Sherman no fuese un genio como Thomas, pero si un excelente cirujano y un administrador sin tacha. El personal lo admiraba, y Ballantine consideraba cada vez más la posibilidad de respaldar a George para que ocupara su lugar cuando él decidiera jubilarse. Durante mucho tiempo, los apoderados del hospital lo habían incitado para que convenciera a Thomas de que pasara a formar parte del personal con dedicación exclusiva para poder elegirlo para el cargo, pero, en aquel momento, Ballantine ni siquiera sabía si Kingsley aceptaría el nombramiento.
Por desgracia, George estaba aún en cirugía. Ballantine quedó sorprendido y esperó que no se hubieran presentado problemas.
Sabía que George sólo tenía una operación aquella mañana, exactamente a las siete y media. El hecho de que estuviera aún en el quirófano a media mañana, le daba mala espina.
Ballantine decidió utilizar su tiempo libre haciendo una visita a Cassi en Clarkson Dos. Aunque todavía no estuviera demasiado seguro acerca del futuro de Thomas, Ballantine deseaba tranquilizarla todo lo posible. A pesar de que hacía muchísimos años que el doctor Ballantine era médico del Boston Memorial, jamás había puesto sus pies en Clarkson Dos, y cuando empujó la pesada puerta contra incendios, tuvo la sensación de que entraba en otro mundo.
En muchos aspectos, Clarkson Dos no se parecía en nada a un hospital. Más bien daba la sensación de un hotel de segunda categoría. Mientras atravesaba el vestíbulo principal, oyó que alguien aporreaba las teclas de un piano y el ruido característico de un juego electrónico de un televisor, así como algunos otros sonidos que él asociaba tradicionalmente al hospital, como el silbido de los pulmotores o el característico repiqueteo de las botellas de suero. Quizá lo que más lo incomodó fue que todo el mundo estuviera vestido con ropa de calle. El doctor Ballantine no podía saber quiénes eran pacientes y quiénes formaban parte del personal del hospital. Quería ver a Cassi, pero tenía miedo de hacerle preguntas a una persona equivocada.
En el único lugar donde con certeza sabía quién era quién, era en la oficina de enfermeras. El doctor Ballantine se acercó al mostrador.
—¿En qué puedo servirlo? —preguntó una negra alta y elegante, cuyo cartelito de identificación decía simplemente: «Roxane».
—Busco a la doctora Cassidy —respondió el doctor Ballantine con cierta timidez.
Antes de que Roxane pudiera responder, Cassi asomó la cabeza por la puerta del cuarto de historiales clínicos.
—¡Doctor Ballantine! ¡Qué sorpresa! —exclamó.
Ballantine admiró una vez más su frágil belleza. Se dijo que Thomas debía de estar loco al pasar tantas noches en el hospital.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —le preguntó.
—Por supuesto. ¿Quiere que pasemos a mi consultorio?
—No, podemos hacerlo aquí —respondió Ballantine, indicando la estancia desierta.
Cassi quitó de la mesa algunos historiales clínicos.
—He estado redactando informes sobre mis pacientes para uso de mis colegas, a fin de que puedan utilizarlos mientras yo este internada para mi operación ocular.
Ballantine asintió.
—He venido a verla para decirle personalmente que ya he hablado con Thomas. Hemos mantenido una conversación excelente. Tengo la sensación de que se ha estado exigiendo mucho, ha admitido que toma dexedrina para mantenerse despierto, además de «Percodán» y «Talwin» para combatir los dolores de cabeza.
Cassi no respondió. Estaba convencida de que Thomas no había tenido dolor de cabeza desde su adolescencia.
—Bueno —continuó Ballantine con forzada jovialidad—. Ocúpese usted de que le curen ese ojo y no se preocupe más por su marido. Fíjese que Thomas me ha ofrecido incluso que hiciera investigar su lista de prescripciones.
Se puso de pie y dio una palmadita a Cassi en el hombro.
Cassi deseaba desesperadamente poder compartir el optimismo del doctor Ballantine. Pero él no había visto las pupilas de Thomas ni su marcha tambaleante. Y el jefe no era tampoco el receptáculo de los imprevisibles cambios de humor de su marido.
—Espero que tenga razón —replicó Cassi, lanzando un suspiro.
—Por supuesto que tengo razón —afirmó el doctor Ballantine, disgustado al comprobar que no había obtenido el resultado esperado. Empezó a alejarse.
—Espero que no le haya dicho que hablé con usted —agregó Cassi, notando que Ballantine se impacientaba.
—Por supuesto que no. De todos modos, los celos de Thomas demuestran que la adora. Y no le faltan motivos —agregó sonriendo.
—Gracias por haber venido.
—De nada —contestó Ballantine, saludándola con la mano.
Se encaminó hacia la puerta a prueba de incendios, feliz de alejarse de Clarkson Dos. Jamás había comprendido que alguien pudiera tener vocación de psiquiatra.
Al entrar en el ascensor, Ballantine movió la cabeza. Odiaba sentirse involucrado en problemas familiares. Y, sin embargo, allí estaba, tratando de ayudar al matrimonio Kingsley. Fue a ver a Cassi para tranquilizarla. Pero, por lo visto, ella no estaba dispuesta a escucharlo. Por primera vez puso en tela de juicio la objetividad de Cassi.
Al salir del ascensor, Ballantine decidió ir a ver si George había salido ya del quirófano.
Encontró a Sherman en la sala de recuperación, rodeado por el personal. Al ver a su jefe, George se excusó y siguió a Ballantine al vestíbulo.
—Esta mañana he mantenido una conversación bastante molesta con la mujer de Kingsley —informó Ballantine, yendo derecho al grano—. Creí que quería verme para disculparse por el incidente de anoche. Pero no era por eso. Está preocupada porque teme que Thomas pueda estar abusando de las drogas.
George iba a replicar, pero se detuvo. Los residentes acababan de describirle el comportamiento de Kingsley aquella mañana en el quirófano, antes de que él se hiciera cargo de la operación.
Si llegaba a comentarlo con el jefe, tal vez Kingsley se vería envuelto en verdaderos problemas. Y siempre cabía la posibilidad de que Thomas hubiera bebido demasiado la noche anterior, angustiado como estaba por aquella escena. George decidió que, por el momento, se guardaría lo que sabía.
—¿Y ha creído usted a Cassi? —preguntó.
—No estoy seguro. Hablé con Thomas, quien me dio algunas excelentes respuestas, pero hasta yo me he dado cuenta de que últimamente su estado de ánimo es inusitadamente variable. —Ballantine suspiró—. Tú siempre has dicho que no le interesa llegar a ser jefe del servicio, pero creo que aunque Kingsley aceptara tomar parte del personal con dedicación exclusiva, quizá no sea la persona indicada para dirigir el departamento, una vez que lo hayamos reorganizado. Decididamente se opone a que admitamos nuevos enfermos para el servicio de enseñanza.
—Sí —contestó George—. No me imagino a Thomas aceptando la idea de cirugía gratuita para retrasados mentales a fin de entrenar a nuevos equipos de cirujanos cardiovasculares.
—El punto de vista de Kingsley no tiene que ser necesariamente equivocado. Estos nuevos y costosos procedimientos deberían ser puestos ante todo a disposición de los pacientes que tengan mayores posibilidades de recuperación total. Porque según un punto de vista práctico, los residentes rara vez tienen posibilidad de operar en esos casos. Y en cuanto al hecho de que el hospital favorezca a los pacientes que puedan resultar más valiosos para la sociedad, ¿quién puede decido?
—Como tu bien dijiste, George, no somos Dios, sino, simplemente médicos.
—Puede ser que Thomas se tranquilice, George. Si nuestros planes se concretan, lo necesitaremos en nuestro plantel de profesores.
—No perdamos las esperanzas —dijo Ballantine—. Le sugerí que se tomara unas vacaciones. A propósito: supongo que las acusaciones que te hizo tenían un fondo paranoico y sin ningún fondo de verdad.
—Por desgracia, sí. Pero le confieso que si Cassi me diera una oportunidad, aún seguiría luchando por ella. Aparte su belleza, le aseguro que es una de las mujeres más tiernas que he conocido en mi vida.
—Bueno, pero te pido simplemente que no angusties más de lo estrictamente necesario a nuestro genio —advirtió Ballantine, lanzando una carcajada—. Y mientras tanto, ¿te parece que debería investigar las prescripciones de Thomas?
—¿Y qué se pierde con ello? Pero no hemos de olvidar que los médicos tenemos otras maneras de conseguir drogas —reflexionó George, pensando en el colapso que había sufrido Thomas en el quirófano.
—Esperemos que se tome unas vacaciones lo más pronto posible y que vuelva a ser lo que era.
—Por supuesto —respondió George, aunque Thomas no le había resultado nunca demasiado simpático.