Cassi abrió los ojos parpadeando. Eran más de las cinco de la mañana y aún no había amanecido. El despertador no sonaría hasta dentro de dos horas.
Permaneció un rato inmóvil, escuchando. Al principio pensó que algún ruido la habría despertado, pero a medida que transcurrían los minutos, comprendió que era su inquietud lo que la había arrancado del sueño. Era un clásico síntoma de depresión.
Trató de volver a dormirse dando una vuelta en la cama y tapándose la cabeza con las sábanas, pero pronto hubo de confesar que era inútil. Se levantó, plenamente consciente de que aquel día estaría extenuada, sobre todo porque Thomas la había obligado a aceptar una invitación para asistir aquella noche a lo de Ballantine.
La casa estaba helada, y Cassi tembló antes de ponerse la bata.
Se dirigió al baño, encendió la estufa de cuarzo y abrió la ducha.
Al meterse bajo el agua, se obligó a regañadientes, a recordar el motivo de su depresión: el descubrimiento del «Percodán» y el «Talwin» en el escritorio de Thomas. Y Patricia, sin duda, informaría a su hijo de que había estado otra vez revisando su estudio.
Thomas adivinaría en seguida que iba buscando drogas.
Al salir de la ducha, Cassi trató de decidir lo que haría. ¿Se enfrentaría con su marido, admitiendo que había encontrado las drogas? Por otra parte, la presencia de las drogas, ¿era suficientemente incriminatoria? ¿Podría alguna otra cosa explicar que Thomas las guardara en su escritorio? Lo dudaba, considerando lo muy a menudo que las pupilas de su marido parecían puntitos minúsculos. Aunque se negara a creerlo, era probable que Thomas estuviera tomando «Percodán» y «Talwin». Ignoraba en qué cantidad. Y tampoco sabía hasta qué punto tenía ella la culpa.
En ese momento se le ocurrió que quizá debería buscar ayuda.
¿Pero, a quién recurrir? No tenía la menor idea. Evidentemente, Patricia se negaría a ayudarla, y si confiaba sus sospechas a alguna de las autoridades del hospital, se arriesgaba a malograr la carrera de su marido. Cassi se sentía demasiado deprimida como para llorar. Era una situación sin salida. Cualquier cosa que hiciera o dejara de hacer plantearía problemas. Muchos problemas. Cassi tenía plena conciencia de que ponía en peligro su matrimonio.
Tuvo que apelar a todas sus reservas de energía para terminar de vestirse y hacer el largo trayecto hasta el hospital.
Acababa de dejar la bolsa de lona sobre el escritorio, cuando Joan se asomó a la puerta.
—¿Te sientes mejor? —preguntó con aire alegre.
—No —respondió Cassi con voz inexpresiva.
Joan percibió la depresión de su amiga. Desde un punto de vista profesional, sabía que estaba peor aquella mañana que la tarde anterior. Sin esperar que Cassi se lo pidiera, entró en el despacho y cerró la puerta. Cassi no tuvo fuerzas para oponerse.
—Supongo que conoces el viejo aforismo acerca del médico enfermo —recordó Joan—. «Aquel que insiste en cuidarse solo, aprende que tiene a un loco por paciente». Bueno, eso también se aplica en un sentido emocional. Me parece que no estás nada bien. He venido para disculparme por mi actitud de ayer. Por haberte dado consejos que no me pediste, pero ahora, al verte, creo que hice lo correcto. Cassi, ¿qué te ocurre?
Cassi estaba como petrificada.
Alguien llamó a la puerta.
Joan la abrió y se encontró ante una llorosa Maureen Kavenaugh.
—Lo siento, pero la doctora Cassidy está ocupada —informó Joan.
Cerró la puerta en las narices de la paciente antes de que la mujer tuviera tiempo de responder.
—Siéntate, Cassi —ordenó Joan con firmeza.
Cassi se sentó. La idea de que le dieran órdenes era para ella un alivio.
—Muy bien —dijo Joan—. Cuéntame lo que te sucede. Ya sé que estás angustiada por el problema de tus ojos, pero hay algo más.
Cassi reconoció lo seductora que resultaba para el paciente la posibilidad de sostener una entrevista psiquiátrica. Joan le inspiraba confianza. Estaba completamente segura de que todo lo que dijera sería estrictamente confidencial. Y, en última instancia, deseaba desesperadamente compartir su carga con alguien. No sólo necesitaba apoyo, sino también un análisis inteligente de su problema.
—Creo que Thomas está tomando drogas —dijo en voz tan baja, que a Joan le costó oírla.
Observó el rostro de su amiga, previendo una expresión escandalizada, pero Joan permaneció impávida.
—¿Qué clase de drogas?
—«Dexedrina», «Percodán» y «Talwin».
—El «Talwin» es de uso muy común entre los médicos —aclaró Joan—. ¿Toma mucho?
—No sé. Por lo visto, las drogas no han afectado para nada su capacidad de cirujano. Trabaja más que nunca.
—¡Ajá! —Asintió Joan—. ¿Y sabe que tú estás enterada?
—Sabe que sospecho que toma «dexedrina». Pero cree que ignoro lo de las otras drogas. Al menos por ahora.
Cassi se preguntó cuánto tardaría Patricia en informar a su hijo de que ella había estado en su despacho.
—Existe un eufemismo para estos casos —explicó Joan—. Se llama «el médico sin par». Por desgracia es bastante común. Quizá deberías leer algo acerca del asunto; hay mucha bibliografía, aunque los médicos traten, por lo general, de ignorar el problema. Te daré algunas copias de ese material. Pero dime, ¿ha mostrado Thomas algunos de los cambios de conducta que se asocian con el consumo de esa clase de drogas? ¿Por ejemplo, actitudes sociales desconcertantes o falta de cumplimiento de sus compromisos de trabajo?
—No —confesó Cassi—. Como te he dicho, Thomas trabaja más que nunca. Pero lo que sí admitió es que su trabajo le produce menos entusiasmo que antes. Y últimamente también parece menos tolerante.
—¿Respecto a qué?
—A cualquier cosa. Actúa así con todos, incluso conmigo y con su madre, que en definitiva vive con nosotros.
Joan levantó los ojos al cielo. No pudo evitarlo.
—¡No es para tanto! —exclamó Cassi.
—¡Ya lo creo que lo es! —respondió Joan con cinismo.
Las dos mujeres se observaron en silencio unos instantes.
Joan arriesgó al fin:
—¿Y qué tal va tu vida matrimonial?
—¿Qué quieres decir? —respondió Cassi evasivamente.
Joan se aclaró la garganta antes de responder:
—Muchas veces los médicos que abusan de las drogas tienen fases de impotencia y buscan aventuras extramatrimoniales.
—Thomas no tiene tiempo para aventuras extramatrimoniales. —Replicó Cassi sin vacilar.
Joan asintió, pensando en que, por lo visto, Thomas no parecía demasiado «sin par».
—¿Sabes? Me resulta sugestivo tu comentario acerca de que Thomas se siente algo frustrado y que actualmente su trabajo le causa menos placer. Muchos cirujanos tienen una personalidad ligeramente narcisista y comparten algunos de los efectos colaterales del desorden.
Cassi no replicó, pero el concepto le parecía sensato.
—Bueno, esto nos ha dado tema para meditar —decidió Joan—. Me parece interesante la idea de que el éxito de Thomas pueda llegar a ser un problema. Los hombres narcisistas necesitan la clase de estructura y de aliento constante que recibe uno en una residencia quirúrgica competitiva.
—En realidad, Thomas me comentó que ya no podía competir con nadie —aclaró Cassi, siguiendo el hilo de los pensamientos de Joan.
En ese momento, sonó el teléfono. Joan la observó levantar el auricular. Su amiga se veía ya menos deprimida. Hasta logró sonreír al enterarse de que era Robert Seibert quien la llamaba.
La conversación fue corta. Cuando colgó, Cassi dijo a Joan que Robert se sentía en el séptimo cielo porque había recibido otro caso MQR.
—¡Qué maravilla! —comentó Joan con sarcasmo—. Si te dispones a invitarme a otra autopsia, no, gracias.
Cassi lanzó una carcajada.
—No, hasta yo me he negado a asistir. Tengo todas las horas de la mañana tomadas por pacientes, pero le prometí a Robert que iría a patología a la hora del almuerzo para estudiar con él los resultados. —El hecho de hablar sobre la hora hizo que Cassi mirara su reloj—. ¡Ay, Dios! ¡Se me ha hecho tarde para la reunión del equipo!
La reunión discurrió bien. No se había producido ninguna muerte por la noche ni había nuevos internados. En realidad, el residente de guardia tuvo el placer de informar que había podido gozar de nueve horas ininterrumpidas de sueño, cosa que provocó la envidia de todos. Cassi tuvo oportunidad de plantear el problema de la hermana de Maureen, y la opinión general fue la de que debía alentar a la paciente a establecer ella misma el contacto. Todos estuvieron de acuerdo en que valía la pena correr el riesgo de introducir a la hermana de Maureen en el tratamiento, siempre que fuese posible.
Cassi describió también la aparente mejoría del coronel Bentworth y sus intentos de utilizarla. Jacob Levine encontró que la actitud del paciente era particularmente interesante, pero advirtió a Cassi que no debía sacar conclusiones prematuras.
—Recuerda que los borderlines son imprevisibles —advirtió quitándose las gafas y señalando con ellas a Cassi para enfatizar aún más sus palabras.
Se levantó, ya que no había nuevos pacientes ni problemas con los anteriores. Cassi no aceptó la invitación que le hicieron para tomar un café, porque no quería llegar tarde a su sesión con el coronel Bentworth. Cuando llegó a su consultorio, el coronel la esperaba en la puerta.
—¡Buenos días! —saludó Cassi con la voz más alegre posible, mientras abría la puerta y entraba en el consultorio.
El coronel la siguió en silencio y se sentó. Algo cohibida, Cassi tomo asiento frente al escritorio. Ignoraba por qué, pero el coronel siempre exacerbaba su inseguridad profesional, sobre todo cuando clavaba en ella sus penetrantes ojos azules, que pronto, le recordaron a los de Thomas.
Tampoco aquel día tenía Bentworth el aspecto de un paciente. Iba impecablemente vestido y parecía haber recuperado por completo su personalidad dominante. La única muestra visible de que era la misma persona que Cassi había admitido en el hospital semanas antes eran las cicatrices de quemaduras que tenía en el antebrazo.
—No sé cómo empezar —dijo Bentworth.
—Quizá pudiera comenzar explicándome por qué ha cambiado de idea respecto a hablar conmigo. Hasta ahora se ha negado siempre a mantener sesiones privadas.
—¿Quiere que se lo diga directamente y sin rodeos?
—Creo que es siempre la mejor manera —afirmó Cassi.
—Bueno, pues quiero que me den un pase para poder salir del hospital un fin de semana.
—Esas decisiones suele tomarlas todo el grupo.
Por el momento, el agente terapéutico más adecuado para Bentworth era el grupo.
—Es cierto —admitió el coronel—, pero esos malditos hijos de puta ignorantes se niegan a dejarme salir. Y usted puede dar la orden, a pesar de lo que ellos digan. Me consta.
—¿Y por qué quiere que dé una orden pasando por encima de la gente que mejor lo conoce?
—¡Ellos no me conocen! —gritó Bentworth, dando un puñetazo en la mesa.
Aquella repentina reacción del paciente atemorizó a Cassi, pero consiguió replicarle sin levantar la voz.
—Comportándose así no va a llegar a ninguna parte.
—¡Dios mío! —exclamó Bentworth.
Se puso de pie y empezó a pasearse por el consultorio. Al ver que Cassi no reaccionaba, se dejó caer de nuevo en el sillón.
Cassi advirtió que le latía una vena en la sien.
—A veces creo que sería más fácil darme simplemente por vencido —dijo Bentworth.
—¿Por qué creen los integrantes de su grupo que no se le debe dar el pase del fin de semana? —preguntó Cassi.
Esta vez estaba preparada para el caso de que Bentworth tratara de utilizarla, y no pensaba caer en la trampa.
—No lo sé —respondió el coronel.
—Pero debe de tener alguna idea.
—No les gusto. ¿No le parece que eso es bastante? ¡No son más que unos tontos! ¡Obreros de camisa blanca y cuello duro, eso es todo!
—Su actitud me parece bastante hostil.
—Sí, bueno, los odio a todos.
—Pero se trata de gente igual a usted, con problemas.
Bentworth no replicó en seguida y Cassi intentó recordar lo que había leído acerca de la manera de tratar a los borderlines. La práctica de la psiquiatría le parecía mil veces más difícil que la parte conceptual de esa ciencia. Sabía que ella debía desempeñar un papel estructural, pero ignoraba exactamente lo que eso significaba en el con texto de la sesión que estaba realizando.
—Lo increíble es que los odio y, sin embargo, los necesito. —Bentworth sacudió la cabeza como si su propia declaración le causara confusión—. Ya sé que le parecerá extraño, pero no me gusta estar solo. Para mí no hay nada peor que estar solo. Me lleva a la bebida, y el alcohol me vuelve loco. No lo puedo evitar.
—¿Y qué le sucede en esos casos?
—Siempre me hacen proposiciones. Nunca falla. Me ve algún marica, se me acerca y empieza a hacerme insinuaciones. Y acabo por romperle la cara a puñetazos. Eso es algo que me enseñó el Ejército. Cómo luchar con los puños.
Cassi recordó haber leído que tanto los borderlines como los narcisistas trataban de protegerse contra los impulsos homosexuales. La homosexualidad podía llegar a ser una zona potencialmente fértil para futuras sesiones, pero, por el momento, no deseaba obligarlo a tratar temas que le resultaran demasiado dolorosos.
—¿Y qué me dice de su trabajo? —preguntó para cambiar de tema.
—Si quiere que le diga la verdad, estoy cansado de permanecer en el Ejército. Al principio me gustaba la sensación de competencia. Pero ahora que soy coronel, eso se terminó. He llegado. Y no ascenderé a general, porque hay demasiada gente joven que me tiene envidia. Ya no existe el desafío. Cada vez que voy a mi despacho tengo una sensación de vacío… Como si pensara: «¿Y todo esto para qué?».
—¿Una sensación de vacío? —repitió Cassi.
—Sí, un vacío. Es lo mismo que siento después de haber vivido un par de meses con una mujer. Al principio, la relación me resulta intensa y excitante, pero siempre termina convirtiéndose en algo amargo. En una cosa vacía. No encuentro otra manera de explicarlo.
Cassi se mordió los labios.
—La relación ideal con una mujer dura un mes —explicó Bentworth—. Luego, ¡puff!, tendría que desaparecer para que otra ocupara su lugar.
—Pero usted estuvo casado.
—Sí, lo estuve. Sólo duró un año. Por poco la mato. No hacía más que quejarse.
—¿Y vive con alguien?
—No. Por eso estoy aquí. La desgraciada me plantó el día antes de que me internaran. Sólo hacía dos semanas que la conocía, pero le presentaron a otro tipo y me dejó plantado. Por eso quiero salir de aquí durante el fin de semana. Ella todavía tiene una llave de mi departamento. Y temo que me lo desmantele.
—¿Y porqué no se hace cambiar la cerradura? —preguntó Cassi.
—No tengo a nadie en quien confiar —aseguró Bentworth poniéndose de pie—. Mire, ¿piensa darme el permiso para el fin de semana o es inútil todo este bla blá?
—Lo consultaré en la próxima reunión de equipo —prometió Cassi—. Hablaremos del tema.
Bentworth se apoyó en la mesa.
—Todo el tiempo que he pasado en este hospital no me ha servido más que para aprender a odiar a los psiquiatras. Ustedes creen que son endiabladamente inteligentes, pero no es así. Están mucho más locos que yo.
Cassi mantuvo la mirada del coronel, pero notó que la expresión de sus ojos era ahora tremendamente fría. De pronto, pensó que el coronel Bentworth debería ser internado. Pero en seguida recordó que ya lo estaba.
Cassi llamó a la puerta del pequeño despacho de Robert.
Cuando él levantó la mirada del microscopio, en su rostro apareció una amplia y contagiosa sonrisa. Se puso de pie con tanta rapidez para abrazar a Cassi, que su silla de ruedecitas fue a estrellarse contra la pared.
—Pareces deprimida —comentó Robert—. ¿Qué te pasa?
Cassi desvió la mirada. Durante las últimas horas había hablado más que suficiente de su problema.
—Estoy simplemente extenuada. ¡Y yo que creí que mi trabajo en psiquiatría me iba a resultar tan sencillo!
—Entonces quizá te convenga volver a patología —opinó Robert acercándole una silla.
Se inclinó y apoyó las manos en las rodillas de su amiga. Cassi se habría indignado de haber sido otro el que lo hiciera, pero el gesto de Robert le resultó reconfortante.
—¿Qué quieres tomar? ¿Café? ¿Jugo de naranja?
Cassi negó con la cabeza.
—Lo único que quiero es dormir toda una noche de un tirón. Estoy muerta, pero esta noche tengo que ir a una fiesta por lo del doctor Ballantine, en Manchester.
—¡Ah, qué maravilla! —exclamó Robert—. ¿Y qué te vas a poner?
Cassi levantó los ojos al cielo sin poder creer lo que oía y dijo que ni siquiera había pensado en eso, ante lo cual Robert, que conocía bastante bien el vestuario de Cassi, le hizo algunas sugerencias. Ella lo interrumpió para recordarle que lo que le interesaba era que le explicara los resultados de la autopsia, no que le diera consejos sobre ropas.
Robert puso cara de ofendido, pero en seguida reaccionó.
—Para lo único que vienes es para hablar de trabajo. Añoro la época en que éramos amigos.
Cassi tendió la mano para hacerle una caricia, pero él la esquivó, echando hacia atrás una silla. Ambos lanzaron una carcajada. Cassi suspiró, advirtiendo de que en ningún momento del día se había sentido mejor. Robert era una especie de sedante para ella.
—¿Te ha contado tu marido que me echó un cable durante la última conferencia quirúrgica sobre muertes?
—No —respondió Cassi, sorprendida.
Nunca había dicho a Robert que Thomas le tenía antipatía, pero era un sentimiento que resultó demasiado evidente las pocas veces que los dos se habían encontrado.
—Cometí un enorme error. Se me metió en la cabeza la loca idea de que los cirujanos cardiovasculares disfrutarían al enterarse de los casos de MQR que hemos descubierto, por lo cual decidí hacer una presentación preliminar en la conferencia de ayer. Fue lo peor que pude haber hecho en mi vida. Supongo que debí haberme dado cuenta de que son tan egocéntricos, que consideran un estudio como una forma de crítica. De todos modos, cuando terminé de hablar, Ballantine empezó a hacerme pedazos, hasta que Thomas lo interrumpió con una pregunta inteligente. Eso dio pie a que me hicieran varias preguntas más, e impidió que la cosa se convirtiera en un desastre total. Aunque esta mañana el jefe de patología me ha echado una buena filípica. Parece que George Sherman le pidió que en el futuro me obligara a permanecer callado.
Cassi se sintió impresionada y agradecida al enterarse de aquella intervención de su marido. Se preguntó por qué no le habría explicado lo sucedido, hasta que recordó que ella no le había dado oportunidad de hacerlo. Los pocos instantes que estuvo con él, no hizo más que hablarle de la operación de su ojo.
—Es posible que me tenga que retractar de algunas de las cosas desagradables que he dicho de él —agregó Robert.
Se hizo un silencio incómodo. En aquel momento, Cassi no tenía ganas de hablar de sus sentimientos personales.
—¡Bueno! —exclamó Robert frotándose las manos con entusiasmo—. ¡A trabajar! Como te he dicho por teléfono, creo que he encontrado un nuevo caso de MQR.
—¿Cianótico como el último? —preguntó Cassi, deseando cambiar de tema.
—No —respondió Robert—. Acompáñame, quiero tráertelo.
Se puso en pie de un salto y arrastró a Cassi a la sala de autopsias. En la mesa de acero inoxidable estaba tendido el cadáver de un negro joven, de piel clara. La habitual incisión en forma de Y había sido cerrada con suturas descuidadas.
—Les pedí que dejaran el cadáver donde está para que pudieras ver algo —explicó Robert.
Cogió la mano de Cassi e introdujo el pulgar en la boca del cadáver de Jeoffry Washington para bajarle la mandíbula.
—Mira aquí dentro.
Con las manos cogidas por detrás, Cassi se inclinó y observó el interior de la boca del cadáver. La lengua parecía un trozo de carne picada.
—Se la masticó hasta hacerla trizas —explicó Robert—. Sin duda tuvo un tremendo ataque de epilepsia.
Cassi se enderezó, algo descompuesta por lo que acababa de ver. Si era un caso de MQR, se trataba del paciente más joven que habían visto hasta ese momento.
—Yo creo que murió de una arritmia —dijo Robert—, pero no estaré seguro hasta haber terminado de estudiar el cerebro. Te aseguro que ver un caso como este no alivia la inquietud que siento al pensar que yo también me tengo que operar.
Al decirlo, miró de soslayo a Cassi.
—¿Y cuándo te vas a operar? —preguntó ella.
La declaración de Robert le hizo pensar que su amigo se había decidido.
Robert sonrió.
—Te lo advertí, pero tú no creíste que me iba a quitar de encima este peso de una vez por todas. Me interno mañana. Y tú, ¿qué has decidido?
Cassi sacudió la cabeza.
—Todavía no he llegado a ninguna decisión definitiva.
—¡Cobardona! —exclamó Robert con aire de superioridad—. ¿Por qué no fijas también la tuya para pasado mañana, y nos podemos hacer visitas en la sala de recuperación?
Cassi no quiso confiarle las dificultades que tenía para hablar del asunto con Thomas. Con renuencia, volvió a mirar el cadáver.
—¿Qué edad tenía? —preguntó.
—Veintiocho.
—¡Dios mío, qué joven! —exclamó Cassi—. Y apenas han pasado dos semanas desde el último caso.
—Así es.
—¿Sabes? Cuanto más lo pienso, más me preocupan estos casos.
—¿Y por qué crees que insisto en estudiarlos? —preguntó Robert.
—Considerando todos los que has reunido y el hecho de que sean cada vez más frecuentes, me resulta difícil suponer que estas muertes se deban a una casualidad.
—Estoy de acuerdo —dijo Robert—. Desde el último caso, tengo la sospecha de que estas muertes tienen una relación más estrecha de lo que sospechábamos. El único problema es que sugeriría la presencia de un agente específico y, tal como suena a tu marido, las muertes en sí son fisiológicamente distintas. Los hechos no coinciden con la teoría.
Cassi rodeó la mesa para ponerse al lado derecho del cadáver.
—¿No te parece que aquí hay una hinchazón? —preguntó, señalando el antebrazo del cadáver.
Robert se inclinó para mirar.
—No sé. ¿Dónde?
Cassi volvió a señalar el lugar.
—¿Le administraban suero? —preguntó.
—Creo que sí —contestó Robert—. Tengo entendido que le daban antibióticos contra la flebitis.
Cassi levantó el brazo izquierdo del cadáver y observó atentamente el lugar donde había tenido clavada la aguja de suero. Estaba enrojecido e hinchado.
—Aunque sea sólo para salir de dudas, ¿por qué no extraes algunas secciones de la vena en la que le inyectaron el suero?
—Haré lo que quieras, con tal de que vengas a visitarme.
Cassi bajó el brazo del cadáver con el mismo cuidado que si se tratara aún de un ser vivo.
—¿Por casualidad sabes si todos los casos de MQR estaban siendo tratados con suero endovenoso? —preguntó.
—No lo sé, pero puedo averiguarlo —contestó Robert—. Sospecho lo que estás pensando y te aseguro que no me gusta nada.
—La otra sugerencia que puedo hacerte —continuó Cassi— es que compares los supuestos mecanismos fisiológicos de la muerte para ver si existe algún punto de coincidencia. Ya sabes qué me refiero.
—Sí, sé a qué te refieres —replicó Robert—. Probablemente pueda hacerlo hoy mismo. Y extraeré una sección de la vena, pero debes prometerme que volverás para ver los resultados ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Cassi.
Al pulsar el botón de llamada del ascensor en el pasillo de patología, Cassi se dio cuenta de que le aterraba su inminente sesión con Maureen Kavenaugh. Sin duda, la depresión de Maureen exacerbaba la suya propia. Y aunque, tal como le había señalado Joan, ella tuviera motivos para estar deprimida, eso no significaba que le resultara más fácil convivir con los mismos síntomas.
El hecho de que le espantara su encuentro con Maureen molestaba a Cassi, porque la obligaba a admitir que, como psiquiatra, tendría que enfrentarse con sus propios juicios de valores, En cualquier otra especialidad de la medicina, si uno estaba obligado a ver un paciente que le resultaba antipático, podía concentrar su atención en la patología del individuo y reducir al mínimo los contactos personales, pero eso era imposible en psiquiatría.
Por suerte, cuando llegó a su consultorio, Maureen no estaba por allí. Cassi sabía que le iba a resultar difícil concentrar su atención en lo que le dijera la paciente, porque la decisión de operarse tomada por Robert ponía sobre el tapete el tema de su propia operación. Estaba convencida de que Robert tenía razón.
Tras un momento de indecisión, marcó el número del consultorio de Thomas.
Desgraciadamente, su marido seguía aún en cirugía.
—No sé a qué hora acabará —explicó Doris—. Pero sé que no será pronto, porque me llamó para pedirme que cancelara las visitas de esta tarde.
Cassi le agradeció la información y cortó. Clavó la mirada en el grabado de Monet, sin verlo. En ese momento recordaba el comentario de Joan acerca del «cirujano sin par» que cancelaba sus citas previas. Pero en seguida rechazó ese pensamiento. Sin duda, Thomas había cancelado sus visitas de la tarde porque no podía abandonar el quirófano.
Una llamada interrumpió sus pensamientos. En la puerta asomó el apático rostro de Maureen.
—¡Adelante! —exclamó Cassi, con el tono más alegre posible. Sospechaba que los siguientes cincuenta minutos serían un ejemplo perfecto de lo que era un ciego tratando de guiar a otro ciego.
Fue Doris y no Thomas quien llamó a Cassi a media tarde para informarle de que el doctor Kingsley se encontraría con ella en la puerta del hospital a las seis en punto. La secretaria insistió en que Cassi tenía que ser puntual, porque habían de asistir a una fiesta. Cassi llegó al vestíbulo a la hora exacta, pero cuando el reloj que había sobre el mostrador de informaciones marcaba las seis y veinte, empezó a temer que quizá no hubiera entendido bien el mensaje.
Por la puerta del hospital entraba y salía una verdadera oleada de gente. Los que salían eran principalmente empleados, quienes charlaban y reían, felices de acabar el trabajo diario. Los que llegaban eran en su mayoría visitantes, que, con aire preocupado y expresión de timidez, formaban largas colas frente al mostrador en demanda de indicaciones.
Observando a la multitud, el tiempo pasaba con rapidez, y cuando Cassi volvió a fijar la mirada en el reloj, ya eran las seis y media. Por fin se decidió a llamar al consultorio de Thomas, pero cuando se dirigía al teléfono, vio la cabeza de su marido entre la multitud. Parecía tan cansado como ella. Tenía el rostro oscuro y, al verlo más de cerca, Cassi comprobó que esa impresión era debida a que tenía la barba crecida, como si se hubiera afeitado mal aquella mañana. También notó que tenía los ojos enrojecidos.
Insegura acerca de la manera en que sería recibida por su marido, Cassi optó por guardar silencio. Cuando comprobó que Thomas no tenía intención de hablar, ni de detenerse siquiera, lo cogió del brazo y se dejó llevar hacia la puerta giratoria.
Una vez fuera, Cassi se enfrentó con una mezcla de agua y de nieve, cuyos copos se deshacían en cuanto tocaban el suelo. Después de colgarse la bolsa en el hombro, se protegió la cara y avanzó torpemente detrás de Thomas hacia el garaje.
Una vez dentro, Thomas se detuvo y, por fin, se volvió para hablar.
—¡Qué tiempo tan espantoso!
—Estamos pagando el precio de haber tenido un otoño tan benigno —comentó Cassi, alentada al comprobar que Thomas no parecía de mal humor. Tal vez Patricia no le hubiera contado lo ocurrido.
El motor del «Porsche» tronó en el garaje. Mientras Thomas observaba los indicadores del salpicadero, Cassi se ajustó cuidadosamente el cinturón de seguridad. Tuvo que hacer un esfuerzo para no aconsejar a Thomas que también lo hiciera, especialmente con tan mal tiempo, pero, al recordar la anterior reacción de su marido, prefirió permanecer en silencio.
Cada vez que nevaba, la circulación en Boston era tan lenta que había que rodar casi a paso de hombre. Aunque Cassi estaba deseando hablar, tenía miedo de romper el silencio.
—¿Has tenido hoy noticias de Robert Seibert? —preguntó Thomas por fin.
Cassi volvió la cabeza. A pesar de que el coche se encontraba inmovilizado en medio del mar de las rojas luces de los frenos de otros vehículos, Thomas seguía con la mirada fija en la calzada.
Parecía hipnotizado por el rítmico movimiento de los limpiaparabrisas.
—Sí, he hablado con él —respondió Cassi, sorprendida por la pregunta—. ¿Cómo te has enterado?
—He sabido que ha muerto uno de los pacientes de George Sherman. Aparentemente fue algo inesperado, y me preguntaba si tu amigo Robert seguiría interesado en esa serie de muertes quirúrgicas.
—¡Por supuesto! —replicó Cassi—. Fui a verlo después de la autopsia. Y Robert me comentó que ayer le echaste un cable durante la conferencia sobre muertes. Creo que estuviste fantástico, Thomas.
—No lo hice por sacarlo de un apuro. Me interesaba lo que Robert tenía que decir. Pero fue un tonto al hacer lo que hizo y sigo pensando que merece una buena patada en el trasero.
—Creo que se la dieron —replicó Cassi.
Con una leve sonrisa, Thomas aprovechó que en ese momento el tránsito era menos denso para coger la autopista.
—¿Y esa muerte es también sospechosa? —preguntó mientras aceleraba a ciento veinte. Conducía con ambas manos aferradas al volante, haciendo furiosas señales con los faros cuando se acercaba a otros coches que iban a menor velocidad.
—Robert cree que sí —informó Cassi, entrelazando involuntariamente las manos. Siempre la atemorizaba la manera de conducir de Thomas—. Pero todavía no ha analizado el cerebro. Cree que el paciente sufrió convulsiones antes de morir.
—¿Así que no fue igual al último caso? —preguntó Thomas.
—No —contestó Cassi—. Pero Robert cree que las situaciones son parecidas. —Se abstuvo de mencionar el papel que ella había desempeñado en el análisis del caso—. La mayoría de los pacientes, en especial durante los últimos años, ha muerto una vez superado el período crítico del postoperatorio. Y a Robert se le ocurrió hoy pensar en la posibilidad de que quizás a todos los pacientes se les estuviera administrando suero en el momento de a muerte. Podría ser un dato significativo.
—¿Por qué? ¿Piensa que esas muertes pueden llegar a ser sospechosas? —preguntó Thomas, escandalizado.
—Creo que ha pensado en tal posibilidad. Después de un caso en Nueva Jersey en que a los pacientes se les administró algo parecido al curare.
—Es cierto, pero todos murieron con los mismos síntomas.
—Bueno, supongo que Robert cree que debe considerar todas las posibilidades —explicó Cassi—. Ya sé que eso parece espantoso y, sin duda, incrementa la inseguridad de Robert con respecto a su propia operación.
—¿De qué lo van a operar?
—Por fin se ha decidido a que le extraigan las muelas del juicio, y como de pequeño tuvo fiebre reumática, han de tratarlo profilácticamente con antibióticos.
—Sería un tonto si no se las hiciera extraer —convino Thomas—. Aunque creo que debe de tener tendencias suicidas. Esa es la única explicación que le encuentro a su comportamiento durante la conferencia sobre muertes. Cassi, quiero estar seguro de que permanecerás al margen del estudio de esas muertes que habéis catalogado como MQR, especialmente si se van a hacer acusaciones ridículas. Ya tengo bastante con lo que ocurre y no quiero verme envuelto en una situación incómoda.
Cassi observaba los coches que el «Porsche» iba adelantando.
El monótono movimiento de los limpiaparabrisas la hipnotizaba mientras trataba de reunir las fuerzas necesarias para hablar de su propia operación. Se había prometido que empezaría a hablar en cuanto dieran alcance a aquel coche amarillo. Pero este no tardó en quedar atrás. Después fue un autocar. Pero también lo pasaron, y Cassi seguía en silencio. Se dio por vencida, desolada, con la esperanza de que Thomas sacara a relucir el tema.
La tensión la extenuaba. La perspectiva de la fiesta le parecía cada vez menos atractiva. Le costaba comprender para qué querría ir Thomas. De pronto se le ocurrió pensar que quizás iba por ella. De ser así, era ridículo. En lo único que ella podía pensar era en un par de sábanas limpias y en una cama confortable. Decidió que haría algún comentario al respecto al llegar al próximo puente.
—¿De verdad tienes ganas de ir a esa fiesta esta noche? —preguntó en tono vacilante al llegar al puente.
—¿Por qué me lo preguntas?
Thomas giró bruscamente a la derecha y cambió de marcha para esquivar a un coche que había ignorado sus señales luminosas.
—Porque si vas por mí —insistió Cassi—, te aseguro que estoy extenuada. Prefiero mil veces quedarme en casa.
—¡Maldito sea! —rugió Thomas, dando un puñetazo al volante—. ¿Será posible que no vivas más que pensando en ti misma? Te dije hace semanas que estarán los integrantes de la junta de directores del hospital y los decanos de la Facultad de Medicina. En el hospital están tramando algo que me ocultan. Pero supongo que eso no te parece importante, ¿verdad?
Thomas enrojeció de furia y Cassi se hundió en el asiento. Tenía la sensación de que, dijera lo que dijese, no haría más que empeorar las cosas.
Thomas cayó en un hosco silencio. Conducía de una manera aún más imprudente, y aceleró a ciento treinta y cinco cuando cruzaron las salinas. A pesar del cinturón de seguridad, Cassi se balanceaba de un lado a otro cada vez que él cogía una curva cerrada. Se sintió aliviada cuando Thomas redujo la marcha, para entrar en la avenida de la casa.
Cuando se detuvieron frente a la puerta principal, Cassi se había resignado a asistir a la fiesta. Se disculpó por no haber comprendido la trascendencia de la reunión.
—Tú también pareces cansado —agregó.
—¡Gracias! Aprecio tu voto de confianza —comentó Thomas sarcásticamente y comenzó a subir las escaleras.
—¡Thomas! —lo llamó Cassi, desesperada. Intuyó que él había tomado su preocupación como un insulto—. ¿Es necesario que sigamos así?
—Me parece que es lo que tú quieres.
Cassi trató de explicarle que no era así.
—¡Por favor, no hagamos otra escena! —rugió Thomas. Después le habló en un tono de voz más tranquilo—. Nos iremos dentro de una hora. Eres tú la que tienes un aspecto espantoso. Tu pelo es un desastre. Supongo que te lo arreglarás un poco.
—Por supuesto —aseguró Cassi—. Thomas, no quiero que nos peleemos. Me aterroriza.
—No pienso dejarme envolver en otra discusión —replicó Thomas—. Y menos en este momento. Quiero que estés lista dentro de una hora.
Entró en el despacho y fue directamente al baño, rezando algo relativo a lo egoísta que era Cassi. Le había explicado claramente por qué era importante para él aquella fiesta, pero ella lo había olvidado… ¡Y, además, estaba demasiado cansada!
«¿Por qué tendré que soportar todo esto?», murmuró, pasándose una mano por la barba.
Sacó del botiquín lo necesario para afeitarse y se lavó la cara.
Cassi se estaba convirtiendo en algo más que una fuente de perpetua irritación. Era una carga. Primero fue su problema ocular, después su preocupación al enterarse de que de vez en cuando él tomaba una droga y, finalmente, su asociación con el provocativo trabajo de Seibert.
Empezó a afeitarse con movimientos cortos y nerviosos. Comenzaba a sentir que todo el mundo estaba en contra de él, tanto en su casa como en el hospital. En lo referente al trabajo, el que más lo atacaba era George Sherman, quien socavaba constantemente su labor con todas aquellas tonterías de la enseñanza. El solo hecho de pensarlo dio a Thomas una sensación de frustración tal, que arrojó con todas sus fuerzas la máquina de afeitar contra la ducha. Rebotó contra los azulejos de la pared con un ruido sordo antes de caer cerca de la rejilla del desagüe.
Sin molestarse en recogerla, Thomas se metió en la ducha. El agua siempre lo distendía, y después de unos minutos bajo la cálida lluvia, se sintió mejor. Mientras se secaba, oyó que se abría la puerta del despacho. Supuso que sería Cassi y ni siquiera se molestó en mirar, pero cuando terminó de asearse y abrió la puerta, vio a Patricia sentada en un sillón.
—¿No me has oído entrar? —preguntó.
—No —respondió Thomas.
Le resultaba más fácil mentir. Se acercó al armario bajo la biblioteca, donde guardaba algo de ropa.
—Recuerdo que antes me llevabas a esas fiestas del hospital —dijo Patricia en tono de queja.
—Si quieres, puedes venir.
—No. Si realmente quisieras que fuese, me habrías invitado sin esperar a que yo te lo pidiera.
Thomas pensó que era mejor no replicar. Cuando Patricia se encontraba en uno de esos estados de ánimo de «persona ofendida», lo mejor era no decir nada.
—Anoche vi luz en tu despacho y creí que habías vuelto. Pero, en cambio, encontré a Cassandra aquí dentro.
—¿En mi despacho?
—Sí, sentada a la mesa —respondió Patricia, señalando a la misma.
—¿Y qué estaba haciendo?
—No lo sé. No se lo pregunté. —Patricia se levantó con expresión satisfecha—. Yo te dije que esa muchacha te crearía problemas. Pero ¡ah, no!, tú sabías más que tu madre.
Salió de la estancia, cerrando suavemente la puerta tras ella.
Thomas arrojó su ropa limpia sobre el sofá y se acercó al escritorio. Abrió el cajón donde guardaba las drogas y se sintió aliviado al comprobar que estaban exactamente donde las había dejado, detrás de una serie de papeles.
A pesar de todo, Cassi lo estaba volviendo loco. Ya le había advertido que no tocara sus cosas. Thomas sintió que empezaba a temblar. Instintivamente extendió la mano hacia el cajón y sacó dos píldoras: un «Percodán» para el dolor de cabeza que empezaba a sentir detrás de los ojos y una «dexedrina» para mantenerse despierto. Ya que valía la pena ir a la fiesta, por lo menos quería asistir con sus cinco sentidos alerta. Durante el viaje a Manchester, Cassi percibió que el estado de ánimo de su marido había empeorado. Había oído entrar a Patricia en la casa y adivinó que iba a ver a su hijo. No hacía falta demasiada imaginación para suponer lo que le había dicho. Y dado que Thomas ya estaba de pésimo humor, su suegra no podía haber elegido un momento peor.
Cassi había hecho un verdadero esfuerzo por ponerse lo más bonita posible. Después de inyectarse su dosis de insulina, que había aumentado al comprobar la existencia de un poco de azúcar en la orina, se bañó y se lavó la cabeza. Luego se puso uno de los vestidos sugeridos por Robert. Era de terciopelo marrón con mangas abombadas y blusa ceñida al cuerpo, que le daba un encantador aspecto medieval.
Thomas no hizo ningún comentario acerca de su aspecto. En realidad no abrió la boca. Condujo igual que durante el viaje desde el hospital: a toda velocidad y con imprudencia. Cassi deseó que su marido tuviera algún amigo íntimo a quien ella pudiera recurrir; alguien que realmente lo quisiera. Pero la verdad era que Thomas no tenía amigos. Por un instante recordó su última entrevista con el coronel Bentworth. Contuvo el aliento.
Que ella se comparara con Maureen Kavenaugh, pase, pero era completamente ridículo que comparara a su marido con un borderline. Para no pensar, Cassi centró su atención en la ventanilla y trató de distinguir algo más allá del empañado vidrio. Era una noche oscura y tenebrosa.
La casa de los Ballantine se levantaba frente al mar, lo mismo que la de Thomas. Pero allí acababa todo parecido. El hogar del matrimonio Ballantine era una mansión grande, de piedra, que pertenecía a la familia desde hacía más de un siglo. Para poder mantener la casa, el doctor Ballantine había vendido parte del terreno circundante, pero, dado que el parque original había sido muy grande, desde la casa principal no se veía ninguna otra construcción. Se tenía la impresión de estar en el campo.
Al bajar del coche, Cassi observó que Thomas tenía un leve temblor. Y al subir los escalones que conducían a la puerta de entrada, le pareció que los movimientos de su marido eran poco coordinados. ¡Oh, Dios! ¿Qué habría tomado?
El estado de ánimo de Thomas cambió en cuanto entraron en la casa. Cassi lo observó estupefacta, aunque sabía con cuánta facilidad abandonaba su mal humor para convertirse en un ser encantador y animado. ¡Si sólo siguiera dedicándole a ella un poco de aquel encanto! Cuando decidió que no había peligro sí lo dejaba solo, Cassi fue en busca de la comida. Después de haberse puesto la inyección de insulina de la tarde, no debía esperar demasiado antes de tomar algo. El comedor estaba a la derecha, por lo cual se dirigió hacia el arco de la entrada.
Thomas estaba satisfecho. Tal como esperaba, se encontraban allí casi todos los apoderados del hospital y decanos de la Facultad de Medicina. Los había visto al mirar sobre los hombros del pequeño grupo al que se unió al llegar. Le interesaba en particular ver al presidente de la comisión. Aceptó la segunda copa que le ofrecían y empezó a caminar hacia los hombres que le interesaban, cuando Ballantine se interpuso en su camino.
—¡Ah! Por fin te encuentro, Thomas. —Ballantine había bebido copiosamente y tenía pronunciadas ojeras, que le daban, más que nunca, el aspecto de un perro basset—. Me alegra que hayas podido venir.
—Es una fiesta maravillosa —comentó Thomas.
—¡Ya lo creo! —exclamó Ballantine, haciéndole un guiño.
—Las cosas están empezando a moverse realmente, en el viejo Boston Memorial. ¡Vaya si es excitante!
—¿De qué estás hablando? —preguntó Thomas, retrocediendo un paso.
Después de haber tomado unas copas, Ballantine tenía la costumbre de escupir cada vez que pronunciaba una «t».
Ballantine se acercó a él.
—Me gustaría contártelo, pero no puedo —susurró—. Quizá muy pronto pueda hablarte del asunto, y creo que deberías unirte a nosotros. ¿Has pensado en mi propuesta de dedicarte plenamente a le enseñanza?
Thomas sintió que perdía la paciencia. No quería que volvieran a hablar de la posibilidad de que pasara a formar parte del grupo de profesionales con dedicación exclusiva. No sabía a qué se refería Ballantine cuando dijo: «Las cosas están empezando a moverse». Pero intuía algo que no le gustaba en aquella frase. En lo que a él se refería, cualquier cambio en el status quo significaba una preocupación. De pronto recordó que había visto luz en el despacho de Ballantine a las dos de la madrugada.
—¿Qué hacía anoche tan tarde en su oficina?
El rostro feliz de Ballantine se ensombreció.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad —contestó Thomas.
—Me parece una pregunta bastante extraña para hacerla de buenas a primeras —opinó Ballantine.
—Anoche estuve en cirugía. Y desde la sala de descanso vi una luz en su despacho.
—Sin duda sería la gente de la limpieza —contestó Ballantine. Levantó el vaso que tenía en la mano y lo miró fijamente—. Creo que necesito otra copa.
—También vi el coche de Sherman en el parking —agregó Thomas—. Me parece una extraña coincidencia.
¡Ah, sí! —exclamó Ballantine, haciendo un gesto con la mano como para quitarle importancia—. Hace un mes que George tiene problemas con su coche, una avería en el sistema eléctrico. ¿Quieres que te consiga otra copa? Tu vaso está tan vacío como el mío.
—¿Por qué no? —contestó Thomas.
Estaba seguro de que Ballantine mentía. En cuanto el jefe se dirigió al bar, Thomas siguió buscando al presidente. Le resultaba más importante que nunca descubrir lo que sucedía en el Memorial.
Cassi permaneció un rato junto al buffet, comiendo y conversando con otras esposas de médicos. Cuando estuvo segura de haber ingerido bastantes calorías como para equilibrar la insulina, decidió que sería mejor ver nuevamente a Thomas.
No tenía idea de la clase de drogas que había tomado y estaba nerviosa. Cuando iba hacia la sala de estar, la detuvo George Sherman.
—Estás preciosa, como siempre —le dijo, con una cálida sonrisa.
—Tú también estás espléndido George —contestó Cassi—. Me gustas mucho más con smoking que con tu vieja chaqueta de pana.
George lanzó una carcajada con cierta timidez.
—Hace tiempo que tengo ganas de preguntarte si te sientes cómoda en psiquiatría. Te confieso que me sorprendí cuando me enteré de que habías pedido el pase. En muchos sentidos te envidio.
—¡No me digas que crees en la psiquiatría! Yo suponía que ningún cirujano le tenía fe.
—Después del nacimiento de mi hermano menor, mi madre sufrió una grave depresión postpartum. Estoy convencido de que su psiquiatra le salvó la vida. Yo mismo quizá la hubiera elegido como especialidad de haber creído que tenía capacidad para esa rama de la medicina. Pero requiere una sensibilidad que no poseo.
—¡Qué tontería! —exclamó Cassi—. Eres un hombre sensible. Me parece que tu problema más bien hubiese sido la pasividad. No olvides que en psiquiatría es el paciente el que trabaja.
George permaneció un instante en silencio y, al observarlo, Cassi pensó de repente en la posibilidad de presentarle a Joan. ¡Eran los dos tan buenas personas!
—¿Te gustaría que te presentara a una muchacha muy atractiva?
—Las mujeres atractivas siempre me han interesado. Aunque ninguna se puede comparar contigo.
—La chica de quien te hablo se llama Joan Widiker. Es una residente de tercer año de psiquiatría.
—Espera un segundo —dijo George—. No sé si estoy en condiciones de enfrentarme con una psiquiatra. Cuando perciba mis látigos y mis cadenas, probablemente me hará toda clase de preguntas difíciles de contestar. Es posible que yo sea demasiado tímido para ella. Hasta más tímido de lo que fui contigo. ¿Recuerdas nuestra primera salida?
Cassi rio. ¿Cómo olvidarla? George le había golpeado la mano con torpeza durante la comida, y a Cassi se le cayeron los tallarines en la falda de Alfredo. Entonces, en sus deseos de ayudarla a limpiarse la falda, también le volcó encima un vaso de vino.
—No quiero que me creas desagradecido —explicó George—. Te agradezco que hayas pensado en mí y llamaré a Joan. Pero la verdad, Cassi, es que quería hablar contigo de algo más serio.
Inconscientemente, Cassi se enderezó, sin saber lo que se le avecinaba.
—Como colega, estoy preocupado por Thomas.
—¿Ah, sí? —exclamó Cassi, fingiendo la mayor indiferencia.
—Trabaja demasiado. Una cosa es ser un cirujano dedicado a su profesión, y otra muy distinta es ser un obsesivo. Es algo que ya he visto antes. Muchas veces los médicos pueden correr a quince mil kilómetros por hora durante años y después, de repente, se desinflan. Te digo esto porque me gustaría que trataras de convencer a Thomas de que se tome las cosas con más calma, tal vez incluso que pida unas vacaciones. Está demasiado tenso. Hasta he oído decir que ha tenido un par de discusiones desagradables con residentes y enfermeras.
Las palabras de George volvieron a hacer aflorar las lágrimas que Cassi hacía tantos esfuerzos por contener. Se mordió los labios, pero permaneció en silencio.
—Si consigues convencerlo de que se tome unas vacaciones, con gusto me ofreceré a atender su consultorio en su ausencia.
George se sorprendió al ver que a Cassi se le llenaban los ojos de lágrimas. Ella se volvió para que él no la viera.
—No he querido preocuparte —le aseguró George poniéndole una mano en el hombro.
—No te preocupes —dijo Cassi, luchando por recobrar su compostura—. Estoy bien.
Consiguió levantar la mirada y sonreír.
—El doctor Ballantine y yo hemos hablado de Thomas —le confió George—. Nos gustaría ayudarle. Creemos que cuando alguien trabaja tanto como Thomas, tarde o temprano paga un precio emocional por el esfuerzo.
Cassi asintió como si comprendiera. Tomó la mano de George y le dio un apretón amistoso.
—Si te resulta incómodo hablar conmigo, te propongo que vayas a ver al doctor Ballantine. Te aseguro que él aprecia mucho a tu marido. ¿Te doy el número de teléfono privado de Ballantine en el hospital?
Cassi evadió la cálida mirada de George. Abrió su cartera y extrajo una pequeña agenda y un lápiz. Escribió el número que George le dictaba. Cuando levantó los ojos para volver a mirarlo, su corazón estuvo a punto de detenerse. Se encontró mirando directamente los ojos que Thomas tenía clavados en ella.
Conociéndolo como lo conocía, se dio cuenta en el acto de que su marido estaba tremendamente enojado. En seguida sintió que la mano de George le pesaba en el hombro.
Se excusó con rapidez, pero cuando empezó a dirigirse hacia la puerta, Thomas ya se había perdido de vista.
Thomas jamás había estado tan furioso desde su época de universitario, cuando descubrió que uno de sus compañeros había invitado a salir a la muchacha a quien él festejaba. ¡Con razón últimamente actuaba George de una manera tan extraña!
Estaba decidido a reanudar su aventura con Cassi, ¡y ella tenía tan poco tino, que le demostraba su interés ante todos sus colegas! El miedo le hizo un nudo en la boca del estómago. Le temblaban tanto las manos, que casi volcó la copa que sostenía. Se deshizo de ella y salió a la galería, agradecido al sentir en la cara la brisa del mar.
Se registró frenéticamente los bolsillos en busca de una pastilla. La noche había ido mal ya desde el principio. Un apoderado que ya había hecho varios viajes al bar, se detuvo para felicitarlo por el nuevo programa de enseñanza del hospital.
Cuando Thomas lo miró en silencio y sin comprender, el hombre musitó una disculpa y se alejó con rapidez. Cuando se topó con Cassi, Thomas iba en busca de Ballantine para exigirle una explicación.
¡Dios mío, qué imbécil había sido! Era evidente que George y Cassi estaban viviendo una aventura. Con razón ella nunca se quejaba de que él se quedara a dormir tan a menudo en el hospital. Se le ocurrió la espantosa idea de que quizá se vieran en su propia casa. El solo hecho de pensar en George en su dormitorio haciéndole el amor a Cassi, lo hizo gritar de furia. Miró sobre el hombro, y vio a una pareja en la puerta y de repente tuvo miedo de que conocieran la aventura de su mujer. Era evidente que hablaban de él. Sacó la píldora, se la tomó y volvió a la sala de estar en busca de otra copa.
Frenética al no ver a Thomas, Cassi empezó a recorrer la sala de estar, disculpándose por abrirse camino entre los invitados.
Cuando iba a llegar al bar, tropezó con el doctor Obermeyer.
—¡Qué coincidencia! —exclamó Obermeyer—. ¡Venir a encontrarme nada menos que con mi paciente más difícil!
Cassi sonrió nerviosamente. Recordó que había faltado a su promesa de llamarlo aquel día.
—Si no me falla la memoria, se suponía que hoy íbamos a fijar la fecha de su operación —le recordó el médico—. ¿Ha hablado con Thomas del asunto?
—¿Le parece bien que vaya a su consultorio mañana por la mañana? —preguntó Cassi evasivamente.
—Tal vez yo mismo debería hablar con su marido —decidió el doctor Obermeyer—. ¿Está aquí?
—No —mintió Cassi—. Es decir, sí, está, pero no creo que este sea el momento…
Un grito desgarrador estremeció la estancia, deteniendo las conversaciones y obligando a Cassi a interrumpir la frase. Todo el mundo parecía confuso; todos, menos Cassi. Reconoció la voz. ¡Era la de Thomas! Corrió hacia el comedor y oyó otro grito, seguido por el estruendo de vidrios que se rompían.
Abriéndose camino por entre los invitados, Cassi vio a Thomas de pie frente al buffet, con la cara roja de furia y varios platos rotos a sus pies. Frente a él, mirándolo con expresión de sorpresa y de horror, estaba George Sherman, con una copa en una mano y un canapé en la otra.
Mientras Cassi los observaba, George extendió la mano en la que sostenía el canapé y dio una palmada en el hombro de Thomas.
—¡Estás equivocado, Thomas! —dijo.
Thomas alejó el brazo de George, propinándole un golpe lleno de saña.
—¡No me toques! ¡Y no te atrevas a tocar a mi mujer! ¿Me has comprendido?
Y agitaba un dedo amenazador frente a la cara de George.
—¡Thomas! —exclamó George en tono indefenso.
Cassi corrió a ponerse entre ellos.
—¿Qué te pasa, Thomas? —Preguntó, aferrando por la chaqueta a su marido—. ¡Domínate!
—¿Que me domine? —repitió Thomas, volviéndose hacia ella—. ¡Yo diría que eres tú y no yo la que ha de dominarse!
Se liberó de la mano de Cassi y se dirigió a la puerta. Ballantine, quien hasta ese momento había estado en la cocina, lo siguió, llamándolo.
Cassi se disculpó rápidamente ante George y se dirigió también hacia la puerta, cabizbaja para evitar las miradas de curiosidad que le dirigieron los invitados.
Mientras tanto, Thomas había encontrado ya su abrigo y hablaba con Ballantine con evidente furia.
—Lamento mucho todo lo que ha pasado, pero no es nada agradable descubrir que uno de mis colegas vive una aventura con mi mujer.
—Pero… pero eso es algo que me cuesta creer —tartamudeó Ballantine—. ¿Estás seguro?
—Completamente seguro —aseveró Thomas.
Se volvió para abrir la puerta en el momento en que Cassi llegó corriendo y le cogió del brazo.
—¿Qué haces, Thomas? —preguntó luchando por contener las lagrimas.
Thomas no le contestó. Se abrochó el abrigo y se volvió para marcharse.
—¡Háblame, Thomas! ¿Qué ha pasado?
Thomas le dio un empujón tan fuerte, que Cassi estuvo a punto de caer. Trató de recobrar el equilibrio, mientras su marido abría la puerta y salía de la casa como una tromba.
Cassi lo alcanzó al pie de los escalones de entrada.
—Thomas, si estás decidido a irte, yo me iré contigo. Espera que vaya por mi abrigo.
Thomas se detuvo en seco.
—No quiero que vengas conmigo. ¿Por qué no te quedas y disfrutas de tu asunto?
Confusa, Cassi lo vio alejarse.
—¿Mi asunto? —preguntó—. Esta fiesta es asunto tuyo. Yo no quería venir.
Thomas no le contestó. Cassi corrió tras él. Cuando llegó al «Porsche» temblaba violentamente, pero no supo si era debido al frío o al miedo que la embargaba.
—¿Por qué me tratas así? —sollozó.
—Es posible que yo sea muchas cosas, pero no un imbécil —replicó Thomas, cerrándole la puerta del coche en la cara. Puso en marcha el motor con un rugido.
—¡Thomas! —llamó Cassi, golpeando la ventanilla con una mano mientras con la otra trataba de abrir la portezuela.
Thomas la ignoró e hizo retroceder el coche con rapidez. Si Cassi no hubiese dado un paso atrás, soltando al mismo tiempo la manija de la puerta, la habría atropellado. Y allí se quedó, muda, con la mirada clavada en el «Porsche», que se alejaba a toda velocidad.
Mortificada, se volvió para regresar a la casa. Quizá lograría ocultarse en una de las habitaciones del primer piso hasta poder conseguir un taxi. Ya en el vestíbulo se sintió aliviada al ver que los invitados habían reanudado sus conversaciones, bebían y reían. Los únicos que la esperaban en la puerta eran George y el doctor Ballantine.
—Lo siento muchísimo —dijo Cassi, terriblemente incómoda.
—No lo lamente —la consoló el doctor Ballantine—. Sé que George ha hablado con usted. Estamos preocupados por Thomas y creemos que trabaja demasiado. Tenemos planes que lo aliviarán de su carga. Pero últimamente su marido está tan malhumorado, que no hemos tenido oportunidad de tratarlo con él.
Ballantine y George intercambiaron una mirada.
—Así es —aseguró George—. Y creo que la lamentable escena de esta noche no hace más que confirmar lo que acaba de decir el doctor Ballantine.
Cassi estaba demasiado confusa y angustiada como para poder contestar.
—George me ha dicho también que le ha dado mi número de teléfono privado del hospital —agregó Ballantine—. Estoy a su disposición para que nos veamos cuando usted quiera, Cassi.
¿Por qué no pasa mañana mismo por mi despacho? Y ahora, ¿no le gustaría volver a la fiesta? —preguntó Ballantine—. ¿O prefiere que uno de mis hijos la lleve a su casa?
—Preferiría volver a casa —confesó Cassi, secándose los ojos con el dorso de la mano.
—Muy bien —dijo Ballantine—. Espere un momentito.
Se volvió para subir al piso de arriba.
—Lo siento muchísimo —le dijo a George cuando estuvieron solos—. No sé qué le ha pasado a Thomas.
George sacudió la cabeza.
—Cassi, si tu marido supiera realmente lo que siento por ti, tendría todos los motivos del mundo para estar celoso. ¡Sonríe! Simplemente, te estoy haciendo un cumplido.
Y George permaneció allí, mirándola con expresión cariñosa, hasta que llegó uno de los hijos de Ballantine con el coche.
Al meter la llave en la cerradura, Cassi no sabía qué le esperaría allí dentro. Le sorprendió ver luz en la sala de estar. Si Thomas estaba en su casa y no en el hospital, suponía que se habría encerrado en el estudio. Atravesó nerviosamente el vestíbulo, ahuecándose el pelo.
Pero quien la esperaba no era Thomas, sino su suegra.
Patricia estaba instalada en un sillón; tenía el rostro en sombras en la habitación iluminada por una lámpara de pie. Arriba, Cassi oyó correr el agua de un inodoro.
Durante largo rato, ninguna de las dos mujeres habló. Luego Patricia se levantó rígidamente, con los hombros inclinados, como si soportara una pesada carga. En su rostro contraído se acentuaban las arrugas que le rodeaban las comisuras de la boca.
Se acercó a Cassi y la miró a los ojos.
Cassi no retrocedió.
—¡Qué escándalo! —Exclamó, por fin, Patricia—. ¿Cómo has podido hacer una cosa así? Tal vez no me dolería tanto si Thomas no fuese mi único hijo.
—¿De qué está hablando? —preguntó Cassi.
—¡Y que hayas elegido justamente a uno de los colegas de Thomas! —Continuó Patricia, ignorando la pregunta de su nuera—. ¡Un hombre que no ha hecho más que tratar de malograr la carrera de tu marido! Si querías tener un amante, ¿por qué no te buscaste un desconocido?
—¡Yo no tengo ningún amante! —exclamó Cassi, desesperada—. ¡Esto es absurdo! ¡Dios mío! ¿Qué le pasa a Thomas?
Observó a su suegra, para ver si daba muestras de comprensión, pero Patricia siguió mirándola con una mezcla de tristeza y de enojo.
Cassi extendió los brazos hacia su suegra.
—¡Por favor! —suplicó—. Thomas tiene problemas. ¿No quiere ayudarme?
Patricia siguió sin responderle.
Cassi dejó caer los brazos y observó a su suegra que se dirigía, vacilante, hacia la puerta. Parecía haber envejecido diez años. ¡Si tan sólo la escuchara! Pero en ese momento, Cassi comprendió que Patricia prefería mil veces que una mentira le rompiera el corazón, antes que verse obligada a enfrentarse con la aterradora verdad de que su hijo tomaba drogas. Por más que su suegra criticara a Thomas, Cassi supo que jamás concebiría la posibilidad de que su hijo tuviera un grave defecto.
Al oír que se cerraba la puerta de entrada, Cassi permaneció largo rato en la semipenumbra de la sala de estar. Había llorado más en las últimas veinticuatro horas, que durante los veinte años anteriores. ¿Cómo era posible que Thomas creyera que tenía un amante? Le parecía descabellado.
Por fin decidió subir las escaleras para ir al encuentro de su marido. Era imposible que se acostara. Antes tenía que tratar de hablar con él. Vaciló un instante frente a la puerta del despacho.
Después llamó con suavidad.
No hubo respuesta.
Llamó de nuevo, esta vez, con más fuerza. Al ver que tampoco obtenía respuesta, giró el picaporte. Estaba cerrada con llave. Decidida a hablar con su marido, se dirigió al cuarto de huéspedes y entró en el despacho atravesando el cuarto de baño.
Thomas estaba sentado inmóvil en su sillón, con la vista clavada en el vacío y una expresión extraviada en los ojos. Aunque hubiera oído llegar a Cassi, su rostro permaneció inmutable.
Una leve sonrisa le levantaba las comisuras de los labios. Ni siquiera se movió cuando Cassi se arrodilló a su lado y apretó una mano de su marido contra su mejilla.
—¡Thomas! —susurró.
Por fin la miro.
—Thomas, no tengo ni he tenido jamás una aventura con George. Desde que te conocí, jamás he mirado a nadie. Te amo. ¡Por favor! ¡Permíteme ayudarte!
—No te creo —replicó Thomas, arrastrando las palabras y hablando con mucha dificultad.
Entonces se le pusieron los ojos en blanco y se quedó dormido. Cassi abrió el sofá y trató de obligarlo a moverse, pero Thomas se negó. Permaneció sentada junto a su marido largo tiempo antes de decidirse, por fin, a abandonar el dormitorio y tratar de dormir.