—Tengo que irme —anunció Clark—. Mi mujer me dijo que no llegara tarde.
Clark había acercado una silla a la cama de Jeoffry Washington.
—Bueno, me he alegrado mucho de verte, muchacho —dijo Jeoffry—. Gracias por haber venido. Te lo agradezco de verdad.
—De nada, hombre —contestó Clark, poniéndose de pie. Extendió una mano y, cuando Jeoffry le tendió la suya, le dio afectuosos golpecitos en ella.
—¿Y cuándo te darán de alta? —preguntó Clark.
—Muy pronto. Quizá dentro de un par de días. No estoy seguro. Todavía me tienen con suero endovenoso. —Jeoffry levantó el brazo izquierdo para mostrar el tubo de plástico—. Inmediatamente después de la operación se me hincharon las piernas. Por lo menos eso fue lo que me dijo el doctor Sherman; así que empezaron a darme antibióticos. Me dolió bastante durante un par de días, pero ya estoy mejor. Pero me alegro de que me hayan quitado el monitor cardíaco. Te aseguro que el ruido de la señal electrónica me estaba volviendo loco.
—¿Cuánto hace que estás internado?
—Nueve días.
—No es demasiado.
—Porque tú no estás encerrado aquí dentro. Al principio tuve bastante miedo. Pero no me queda alternativa. Me aseguraron que si no me operaban moriría. Por tanto, ¿qué querías que hiciera?
—Nada, por supuesto. Te veré de nuevo mañana por la noche y te traeré los libros que me pediste. ¿Algo más?
—Me encantaría un poquito de hierba.
—¿Qué dices?
—¡Es broma!
Al llegar a la puerta, Clark se volvió para saludarlo con la mano y luego desapareció.
Jeoffry examinó la habitación. Le alegraba saber que pronto se iría de allí. La otra cama del cuarto estaba vacía. Su compañero de habitación había sido dado de alta aquel día, y aún no había llegado un nuevo paciente. A Jeoffry no le gustaba estar solo. Consideraba que un hospital no era un lugar donde uno debiera estar solo. Estaba lleno de artefactos terroríficos y difíciles de contemplar sin contar con el apoyo de alguien.
Jeoffry encendió el pequeño televisor conectado a la cabecera de su cama. Cuando terminaba la segunda parte de la comedia que estaba viendo, entró en la habitación la Señorita De Vries, una robusta enfermera. Simulando que tenía una sorpresa muy agradable para Jeoffry, la mujer insistió en que cerrara los ojos y abriera la boca. Él obedeció, aunque sospechaba de qué se trataba. Y no se equivocaba. Era un termómetro.
Diez minutos más tarde regresó la enfermera, le quitó el termómetro de la boca y le dio una pastilla para dormir.
—¿Tengo temperatura? —preguntó Jeoffry.
—Todo el mundo tiene temperatura —respondió la enfermera.
—No sé cómo he podido olvidar ese detalle —comentó Jeoffry. Ya habían mantenido antes ese diálogo—. Muy bien: ¿Tengo fiebre?
—Esa es una información reservada —respondió la Señorita De Vries.
Jeoffry nunca había llegado a entender por qué las enfermeras no podían informarle de si tenía temperatura, mejor dicho, si tenía fiebre. Siempre respondían que el único que podía darles ese dato era el médico, cosa que le parecía una tontería. Al fin y al cabo, se trataba de su cuerpo.
¿Y el suero? —Preguntó Jeoffry, cuando la Señorita De Vries se dirigía hacia la puerta—. ¿Cuándo me lo van a quitar, para que pueda darme una buena ducha?
—Lo ignoro —replicó la mujer, saludándolo con un gesto antes de desaparecer.
Jeoffry torció la cabeza para mirar la botella del suero. Permaneció un instante observando la rítmica caída de cada gota. Suspiró y volvió a enfrascarse en la televisión y en las noticias de la tarde. Sería un alivio que le quitaran aquel trasto de una vez. Se prometió que a la mañana siguiente le hablaría de ello al doctor Sherman.
Al oír el teléfono, Thomas se sentó en la cama confuso, sin saber dónde estaba. Al segundo timbrazo, Doris se volvió para mirarlo en la penumbra del apartamento.
—¿Quieres contestar tú o prefieres que lo haga yo? —preguntó con voz somnolienta, apoyándose sobre un codo.
Thomas la miró en la semioscuridad. Le pareció grotesca, con el espeso pelo revuelto, como si mil voltios de electricidad hubieran pasado por su cuerpo. En vez de ojos tenía dos agujeros oscuros. Tardó un instante en recordar quién era.
—Lo haré yo —respondió Thomas, luchando por ponerse de pie. Sentía la cabeza pesada.
—El teléfono está en el rincón, junto a la ventana —informó Doris, dejando caer de nuevo la cabeza sobre la almohada.
Tanteando la pared, Thomas cruzó el dormitorio hasta llegar a la sala de estar. Allí entraba algo de luz por la ventana.
—Doctor Kingsley, aquí Peter Figman —dijo el residente de cirugía torácica cuando Thomas levantó el receptor—. Espero no haberle molestado, pero usted me dijo que le avisara si había que operar algún caso de la sala de guardia. Ha llegado un individuo con una herida de arma blanca en el pecho, que será operado dentro de una hora.
Thomas se apoyó sobre la mesa del teléfono. El frío que reinaba en la habitación lo ayudó a organizar sus ideas.
¿Qué hora es?
—Poco más de la una.
—Gracias —dijo Thomas—. En seguida voy para allá.
Cuando Thomas salió a la calle, el helado viento de diciembre le hizo estremecerse. Se levantó las solapas del abrigo para cubrirse el cuello y empezó a caminar hacia el Memorial. De vez en cuando se alzaban repentinas ráfagas de viento, que arrojaban hojas de papel y otros desperdicios contra sus pies, obligándolo a esquivarlas. Se sintió aliviado cuando, al doblar la esquina, vio la serie de edificios que constituían el Boston Memorial.
Al acercarse a la entrada principal, pasó junto a la explanada de estacionamiento. Era de cemento y no estaba cubierta. Aunque durante el día siempre estaba atestada de coches, en aquel momento se encontraba casi desierta. Se asomó para admirar las líneas de su «Porsche» y observó la presencia de otro que le resultaba familiar. Era un «Mercedes 300», de color verde. En todo el hospital había una sola persona con el suficiente mal gusto como para tener un coche como aquel. Era de George Sherman.
Había llegado prácticamente a la puerta del hospital, pensando en lo absurdo que era comprar un coche tan bueno, pero de un color tan espantoso, cuando empezó a preguntarse qué haría George allí. Se volvió para mirar de nuevo el coche. No cabía duda que era el de George Sherman. No había ninguna posibilidad de confundirlo con otro. Thomas miró su reloj. Eran la una y cuarto de la madrugada.
Marchó directamente al departamento de cirugía, se cambió y, cuando pasaba por la sala de descanso del personal de cirugía, vio a una de las enfermeras tejiendo. Aprovechó para preguntarle si George Sherman tenía algún caso aquella noche.
—Que yo sepa, no —respondió la enfermera—. No ha habido ningún caso de cirugía torácica, salvo el de la herida del que se va a encargar usted.
Junto a la sala de operaciones 18, Thomas se encontró con Peter Figman, que ya se estaba lavando. Se trataba de un individuo delgado, con cara de recién nacido, que aún no parecía tener necesidad de afeitarse. Thomas lo había visto varias veces, pero nunca había tenido oportunidad de trabajar con él. Tenía fama de inteligente, dedicado por entero a su trabajo y quirúrgicamente hábil.
En cuanto vio a Thomas, Peter se lanzó a hacerle una descripción detallada del caso. El paciente había sido apuñalado durante un partido de hockey jugado en el Boston Garden, pero su estado era estacionario, a pesar de que cuando llegó a la sala de guardia habían tenido problemas con su presión arterial. Conocían su tipo de sangre y tenían ocho unidades de plasma sanguíneo preparadas, aunque no se le había hecho todavía ninguna transfusión. Lo primero que pensaron fue que el arma blanca le había interesado una de las arterias.
Mientras escuchaba, Thomas cogió una de las mascarillas quirúrgicas de la caja que había en un estante sobre el laboratorio.
Prefería las mascarillas antiguas, que se ataban detrás del cuello, en lugar de las modernas, que se aseguraban con una simple banda elástica detrás de la cabeza. Sin embargo, aquella noche, se le escapaba de las manos una y otra vez alguna de las tiras.
Después se le fue de las manos la mascarilla y cayó al suelo. Thomas maldijo en voz baja y tuvo que descartarla. Al estirar el brazo para coger otra, Peter observó un leve temblor en la mano del doctor Kingsley. El interno interrumpió su descripción del caso.
—¿Se siente bien, doctor Kingsley? —preguntó.
Con la mano todavía en la caja de las mascarillas, Thomas volvió lentamente la cabeza para mirar al interno.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque me ha parecido que tal vez se sienta indispuesto —respondió Peter con timidez.
Con gesto violento, Thomas sacó la mano de la caja y, al hacerlo, arrastró otra mascarilla, que cayó dentro del lavabo.
—¿Y qué le hace pensar que puedo sentirme indispuesto?
—No sé, ha sido un presentimiento, lamentando en seguida haber dicho aquello —respondió Peter evasivamente.
—Para que lo sepa, le diré que me siento perfectamente bien —dijo Thomas sin intentar ocultar su enojo—. Pero hay algo que no tolero por parte de los residentes, y es la insolencia. Espero que lo recuerde.
—Por supuesto —replicó Peter, ansioso por cambiar el sesgo de la conversación.
Dejando al residente para que terminara de lavarse, Thomas entró en el quirófano. «¡Por el amor de Dios! —Pensó—, ¿cómo no se da cuenta ese muchacho de que acaba de despertarme de un sueño profundo? Todo el mundo está algo tembloroso hasta que se despierta por completo».
La sala de operaciones era un hervidero de actividad. El paciente ya se encontraba anestesiado y le estaban preparando el pecho para la operación. Thomas se dirigió al visor para estudiar las radiografías. Entonces, de espaldas al quirófano, levantó una mano. El temblor era apenas perceptible. Otras veces había sido peor. «Ya verá ese muchachito petulante lo que le espera cuando empiece a trabajar en cirugía cardiovascular», pensó Thomas con cierta satisfacción.
Thomas se puso en la parte trasera del quirófano y observó atentamente el comienzo de la operación. Estaba preparado para intervenir en caso necesario, pero hubo de confesar que Peter poseía una excelente técnica quirúrgica. Thomas hizo una serie de preguntas a los residentes acerca de la posible existencia de un hemopericardio. Ninguno de ellos, incluyendo a Peter había pensado en la posibilidad de ese diagnóstico, pese a que el tema había sido discutido en la última conferencia de muertes.
Cuando Thomas estuvo seguro de que el caso era de simple rutina y que no sería necesaria su intervención, se puso de pie y se desperezó. Luego se dirigió a la puerta.
—Estaré disponible por si tenéis algún problema. Pero veo que estáis haciendo un buen trabajo.
Se cerró la puerta detrás de Thomas, Peter Figman levantó la mirada y susurró: me parece que esta noche el doctor Kingsley ha tomado una copa de más.
—Quizá tengas razón —comentó otro residente.
Mientras estaba sentado en la sala de operaciones, Thomas sintió de pronto que lo vencía el sueño. Salió por miedo a dar cabezadas. Mientras iba hacia la sala de descanso de los cirujanos, respiró profundamente varias veces. No recordaba cuántas copas se había tomado con Doris. Tendría que ser más cuidadoso en el futuro.
Desgraciadamente, en la sala de descanso había dos enfermeras tomando café. Sin duda tenían un rato libre. Thomas tenía intenciones de estirarse en el sofá-cama, pero decidió utilizar uno de los catres del vestuario. Al pasar junto a la ventana miro hacia fuera y vio luz en una de las oficinas del edificio Sherington. Contó las ventanas y comprobó que se trataba del despacho de Ballantine. Miró el reloj que había sobre la máquina de café.
¡Eran casi las dos de la madrugada! ¿Se habría olvidado el conserje de apagar la luz?
—Perdonen —dijo Thomas a las enfermeras—. Si me llaman de cirugía, estoy en el vestuario. Si me quedo dormido, ¿les importaría subir a despertarme?
Al pasar por la puerta giratoria que conducía al vestuario, Thomas se preguntó si la luz del despacho de Ballantine tendría alguna relación con el hecho de que el coche de George Sherman estuviese en el parking. Había algo inquietante en aquellos dos detalles.
El vestuario tenía dos catres, pero no se encontraba completamente a oscuras, pese a carecer de ventanas. La luz de la sala de descanso penetraba a través del corto pasillo e iluminaba algo el ambiente. Como de costumbre, los catres estaban desocupados.
Thomas sospechaba que él era el único que los utilizaba de vez en cuanto.
Se metió la mano en el bolsillo de la bata y encontró la pequeña tableta amarilla que había guardado allí. La partió en dos.
Se metió una de las mitades en la boca y dejó que se le disolviera en la lengua. Guardó la otra mitad en el bolsillo, por si la necesitaba más tarde. Al cerrar los ojos, se preguntó cuánto tiempo podría dormir antes de que volvieran a llamarlo.
A las tres menos cuarto de la madrugada, el hueco de la escalera parecía formar parte más bien de un gigantesco mausoleo que de un hospital. El alto y vertical espacio actuaba, en cierto modo, como el tiro de una chimenea, por el que se oía un apagado rumor de lamentos, procedentes de algún lugar en las entrañas del edificio.
Cuando la figura que trepó por la escalera abrió la puerta del piso dieciocho, el aire silbó como sí se abriera un envase al vacío.
Con indumentaria de hospital, al hombre no le preocupaba ser visto, aunque prefería pasar inadvertido. Miró atentamente a su alrededor para asegurarse de que el corredor estaba desierto, antes de cerrar la puerta tras él. Cuando lo hizo, se oyó el mismo repentino ruido de succión.
Con una mano en el bolsillo de su bata blanca, el hombre avanzó en silencio por el corredor, hacia la habitación ocupada por Jeoffry Washington. De repente se detuvo y esperó un instante. No se oía el menor ruido en la oficina de las enfermeras.
Lo único que rompía el silencio era el ruido distante y sofocado de los monitores cardíacos y de los pulmotores.
En un abrir y cerrar de ojos, el hombre penetró en la habitación y cerró con lentitud la puerta que la comunicaba con el corredor. La única luz procedía del baño, cuya puerta estaba apenas entreabierta. En cuanto sus ojos se acomodaron a la penumbra, se sacó la mano del bolsillo, sosteniendo en ella una jeringa llena. Se metió en el otro bolsillo la tapa de plástico que protegía la aguja y se acercó rápidamente a la cama. Entonces quedó como paralizado. ¡La cama estaba vacía!
Abriendo desmesuradamente la boca, Jeoffry Washington bostezó con tanta fuerza, que los ojos se le llenaron de lágrimas. Agitó la cabeza y arrojó sobre una mesita un ejemplar de la revista Time de hacía tres semanas. Estaba sentado en la sala de descanso de los pacientes. Se puso de pie, empujando el soporte de ruedas que sostenía la botella de suero, y salió de la sala hacia la oficina de las enfermeras. Tenía la esperanza de que un paseito por el corredor lo ayudara a vencer el insomnio, pero no fue así. No tenía más sueño que cuando, hacía un rato, se revolvía inquieto en la cama.
Pamela Breckenridge lo vio pasar ante la puerta abierta del cuarto de los historiales clínicos. Durante las últimas dos noches se había acostumbrado a ver pasar a Jeoffry. Para ahorrar dinero había adquirido la costumbre de llevarse unos bocadillos al hospital, en lugar de ir a la cafetería, y Jeoffry siempre aparecía cuando iba a empezar a comer.
—¿No me podría dar otra pastilla para dormir? —preguntó el paciente.
Pamela tragó el bocado, le dijo que no había inconveniente y le ordenó a una enfermera que le diera otro «Dalmane». En el historial clínico, el doctor Sherman había anotado: «Se puede repetir la dosis». Como si estuviera en un bar, Jeoffry aceptó la pastilla y el vaso de papel que la enfermera le ofrecía sobre el mostrador. Se puso la pastilla en la boca y la tragó con un sorbo de agua. ¡Dios!
Habría dado cualquier cosa por un cigarrillo de hierba. Después empezó a recorrer lentamente el pasillo en sentido inverso.
A medida que se alejaba de la oficina de las enfermeras, el corredor estaba cada vez más oscuro. De repente notó que su sombra se proyectaba frente a él y crecía a medida que avanzaba. El pie de la botella de suero convertía su figura en la de una especie de profeta apoyado en su cayado. Para abrir la puerta de su habitación, la empujó con el soporte de ruedas que sostenía la botella de suero. Una vez dentro, la empujó con el pie para cerrarla. Si quería dormir, tendría que protegerse del ruido y de las luces del corredor.
Puso junto a la cama la botella con su soporte, se volvió y se sentó dispuesto a levantar los pies y estirarse. Entonces ahogó un grito.
Como una aparición, por la puerta del baño vio surgir una figura vestida de blanco.
—¡Dios mío! —gritó—. Me ha asustado.
—Acuéstese, por favor.
Jeoffry observó a su visitante, mientras este sacaba una jeringa e inyectaba su contenido en la botella de suero. Por lo visto no le resultaba fácil hacerlo en la oscuridad, porque Jeoffry oyó cómo la botella golpeaba repetidamente contra el soporte.
—¿Qué medicamento está metiendo ahí? —preguntó el paciente, sin saber si estaba bien que le preguntara aquello, pero lo suficientemente confuso por lo que estaba sucediendo como para vencer sus vacilaciones.
—Vitaminas.
A Jeoffry le pareció que era una hora algo extraña para que le administraran vitaminas, pero el hospital era sin duda un lugar sumamente extraño.
El visitante de Jeoffry se dio por vencido ante la imposibilidad de introducir la aguja en la base de la botella de suero y la clavó en el tubo de plástico, cerca de la muñeca del paciente. La aguja traspasó inmediatamente la pequeña capa de plástico. Jeoffry observó cómo el hombre descargaba con rapidez el líquido de la jeringa en el tubo y que subía el nivel del suero de la botella. Sintió una punzada de dolor, pero dedujo que sólo era debida a la mayor presión del suero.
Pero el dolor no disminuía, sino que se hacía más fuerte. Mucho más fuerte.
—¡Dios mío! —exclamó Jeoffry—. ¡Mi brazo! ¡Qué dolor tan terrible!
Sentía una sensación de espantoso calor que partiendo del lugar en que tenía clavada la aguja del suero, le corría por el brazo.
El visitante aferró la mano de Jeoffry para impedirle que la moviera y abrió la botella del suero para que goteara con más rapidez.
El dolor que a Jeoffry le había parecido insoportable al principio, se hizo aún más fuerte y se le extendió como lava hirviendo por el pecho. Levantó la mano libre para aferrar a su visitante.
—¡No me toques, maricón de mierda!
A pesar del dolor, Jeoffry lo soltó. Su confusión dio paso al temor… Un espantoso temor de que algo horrible estaba sucediendo. Hizo desesperados esfuerzos por liberar la mano del suero que sostenía el intruso.
—¿Qué me está haciendo? —jadeó.
Abrió la boca para gritar, pero el visitante se lo impidió cubriéndosela con una mano.
En ese momento, Jeoffry tuvo la primera convulsión y se arqueó en la cama. Se le pusieron los ojos en blanco. En pocos segundos, los espasmos se hicieron más fuertes y se convirtieron en un ataque de epilepsia, por lo cual la cama se inclinó hacia delante y atrás. El intruso dejó caer la mano de Jeoffry y alejó de la pared la cabecera de la cama para evitar que la golpeara. Después se asomó para ver si el corredor estaba desierto y corrió hacia la escalera.
Jeoffry, en silencio, siguió agotándose en convulsiones hasta que el corazón, que había comenzado a latir con irregularidad, sufrió una fibrilación durante unos segundos y luego se detuvo.
A los pocos minutos, el cerebro dejó de funcionar. El cuerpo siguió agitándose en convulsiones hasta que los músculos consumieron su reducida provisión de oxígeno…
Cuando la enfermera se inclinó sobre él para despertarlo, Thomas tuvo la sensación de que acababa de cerrar los ojos. Se volvió, aturdido, y miró la sonriente cara de la mujer.
—Lo necesitan en el quirófano, doctor Kingsley.
—En seguida voy —replicó con voz pastosa.
Thomas esperó que la enfermera se retirara y después apoyó los pies en el suelo. Permaneció inmóvil unos instantes para que se le aclarara la cabeza. Pensó que, a veces, dormir sólo un ratito era peor que no dormir nada. Se apoyó en el umbral para recobrar el equilibrio y, tropezando, se acercó al vestuario. Sacó una pastilla de dexedrina y la tragó con un poco de agua. Después se puso una bata de cirugía limpia, no sin antes recoger la media pastilla que se había guardado en el bolsillo de la otra bata.
Cuando llegó a la sala de operaciones 18, la dexedrina le había aclarado ya la cabeza. Consideró la posibilidad de lavarse inmediatamente, pero decidió que sería mejor averiguar antes lo que había sucedido.
Los residentes rodeaban el cuerpo anestesiado del paciente, con las manos enguantadas apoyadas en el campo esterilizado.
La escena no parecía alentadora.
—¿Qué…? —empezó a decir Thomas con voz ronca. Desde que despertó no había dicho nada, excepto las pocas palabras que intercambió con la enfermera. Se aclaró la garganta—. ¿Qué problema tienen?
—Tenía usted razón respecto al hemopericardio —informó Peter con voz llena de respeto—. El cuchillo traspasó el pericardio e interesó la superficie del corazón. No sangra, pero nos hemos preguntado si debemos cerrar la herida.
Thomas ordenó a una enfermera que trajera un taburete y lo pusiera detrás de Peter. Desde ese sitio ventajoso alcanzaba a ver toda la incisión. Peter señaló la herida y se inclinó hacia un lado.
Thomas se sintió aliviado. El corte era poco importante y no había interesado ninguna de las arterias coronarias.
—Déjelo como está —ordenó—. Los beneficios marginales de una sutura son escasos ante los problemas que puede plantear la propia sutura.
—Muy bien —admitió Peter.
—Deje también abierto el pericardio —advirtió Thomas—. Así reducirá las posibilidades de que se presente un problema de taponamiento durante el postoperatorio. Y servirá como punto de drenaje si llegara a haber sangre.
Una hora más tarde, Thomas salió del hospital para dirigirse a su consultorio. Se sintió desagradablemente tenso a causa de la dexedrina. Le preocupaba la presencia de Ballantine y Sherman en el hospital aquella noche. Era evidente que celebraban algún tipo de reunión secreta, y, a medida que se preguntaba qué estarían tramando, crecía su ansiedad. Comprendió que le resultaría imposible dormir, a menos que tomara algo.
No era corriente que una sola pastilla de dexedrina lo excitara tanto, pero decidió que tal vez se debiera a su estado general de extenuación. Se acercó al escritorio y sacó otro Percodán. Después, temiendo que le costara despertar por la mañana, llamó a Doris. El teléfono sonó largo rato antes de que ella lo cogiera.
Thomas recorrió mentalmente la complicada ruta entre la cama y el teléfono, que se hallaba junto a la ventana de la sala de estar.
Se preguntó por qué la muchacha no haría instalar un supletorio en la habitación.
—Escucha —dijo Thomas cuando ella habló—. Tienes que venir al consultorio a las seis y media.
—¡Pero faltan sólo dos horas para las seis y media! —protestó Doris.
—¡Dios mío! —gritó Thomas furioso—. ¿Acaso necesito que me digas la hora que es? ¿Crees que no lo sé? Pero tengo que hacer tres by-pass, y el primero ha sido fijado para las siete y media. Quiero que vengas para estar seguro de despertarme.
Thomas colgó el auricular de un golpe, lleno de furia.
—¡Maldita puta egoísta! —exclamó en voz alta, dando un puñetazo a la almohada.