5

Habían pasado dos semanas desde que Thomas se enterara de la visita de Cassi a su madre. A pesar de que sus peleas habían sido breves, la tensión se había hecho insoportable. Hasta Thomas notó su dependencia creciente del «Percodán», pero debía tomar algo para aliviar su ansiedad.

Mientras corría por el vestíbulo para no llegar tarde a la conferencia mensual sobre muertes, notó que se le aceleraba el pulso.

La reunión había empezado ya y el jefe de residentes de cirugía presentaba el primer caso, la víctima de un accidente que había fallecido poco después de llegar a la sala de guardia. El residente y el interno no habían notado signos de que la bolsa que recubre el corazón hubiese resultado lesionada y se estaba llenando de sangre. Puesto que no se encontraba allí ningún médico de cabecera, los presentes no tuvieron dificultad alguna en echar toda la culpa al personal de la sala de guardia.

Si el muerto hubiese sido paciente de uno de los médicos privados, el curso de la conversación habría sido bien diferente.

Habrían llegado a las mismas conclusiones, pero tranquilizando al médico en cuestión y asegurándole que era muy difícil el diagnóstico de acumulación de sangre en el pericardio, y que él había hecho todo cuanto estuvo a su alcance.

Hacía tiempo que Thomas había advertido que la conferencia mensual sobre muertes estaba más bien destinada a responsabilidades que a castigar, a menos que el culpable de la muerte fuese un residente. Los profanos podían llegar a creer que la conferencia era una especie de garantía, pero, como observó Thomas con cinismo, desgraciadamente no era así. Y el caso siguiente demostró que su teoría era cierta.

El doctor Ballantine se acercaba al estrado para presentar el caso de Herbert Harwick. Cuando terminó su exposición, un obeso patólogo residente sintetizó rápidamente los resultados de la autopsia, incluyendo diapositivas del cerebro del individuo, del que poco o nada quedaba.

Se había disentido sobre la muerte del Sr. Harwick, pero omitiendo mencionar que el trauma que sufrió en la sala de operaciones posiblemente fuera el resultado de la ineptitud quirúrgica del doctor Ballantine. El pensamiento de los que presentaban los casos era: «Ahora me toca a mí, y que Dios me ampare», lo cual era verdad hasta cierto punto. Lo que indignaba a Thomas era el hecho de que nadie recordara que seis meses antes Ballantine había presentado un caso similar. La embolia gaseosa era una complicación muy temida, y a veces se presentaba pese a todos los esfuerzos que se hicieran por evitarla, pero nadie sabía que a Ballantine le sucedía muy a menudo y con frecuencia cada vez mayor.

A Thomas también le resultó sorprendente que no se dijera nada acerca de la muerte de Harwick en sí, ocurrida en la sala de terapia intensiva. Por lo que él sabía, el paciente había permanecido en un estado estacionario durante un prolongado periodo de tiempo, antes de sufrir el repentino paro cardíaco. Thomas miró al público y le intrigó que permaneciera en silencio. Sólo confirmó su opinión de que la burocracia y su sistema de comisiones para resolver los problemas no era forma de dirigir un hospital.

—Si no queda nada más por discutir —concluyó Ballantine—, creo que podemos pasar al caso siguiente. Desgraciadamente, yo sigo en la picota. —Esbozó una débil sonrisa—. El paciente se llamaba Bruce Wilkinson. Era un hombre de cuarenta y dos años, que sufrió un infarto y mostró síntomas de mala circulación coronaria, por lo cual propuse que se le practicara un triple by-pass.

Thomas se enderezó en su silla. Recordaba con claridad a Wilkinson, y especialmente la noche en que él intentó reanimarlo.

No se le había borrado ningún detalle de aquella escena casi surrealista.

Ballantine siguió hablando y presentó el caso con gran lujo de detalles. El cirujano sentado junto a Thomas dejó caer el mentón sobre el pecho, y su respiración profunda y monótona se oyó en toda la sala. Por fin, Ballantine acabó su exposición.

—El postoperatorio del Sr. Wilkinson fue extremadamente bueno hasta la cuarta noche, en que falleció.

Ballantine levantó la mirada de sus papeles. En contraste con la expresión de su rostro durante el análisis del caso anterior, en aquel momento adoptó un aire casi desafiante, como si dijera:

«Atrévanse a encontrar un error en este caso». Un patólogo residente, delgado y bien vestido, sentado en la primera fila, se puso de pie y se acercó al estrado. Trató de acomodar nerviosamente el pequeño micrófono y se inclinó, convencido de que debía hablar directamente sobre el aparato. El resultado fue un sonido agudo e irritante, por lo que el residente retrocedió, disculpándose.

Thomas lo reconoció. Era Robert Seibert, el amigo de Cassi.

En cuanto Robert inició su presentación patológica, sintióse distendido. Era un excelente orador, especialmente si se lo comparaba con Ballantine, y había organizado bien su material, de manera que sólo mencionó los aspectos significativos de la autopsia. Mostró una serie de diapositivas y señaló que, aunque el paciente había sido descrito como profundamente cianótico en el momento de la muerte, no tenía ninguna obstrucción en las vías respiratorias. Luego presentó una microfotografía que mostraba la inexistencia de problemas alveolares en los pulmones. Otra serie de diapositivas probó que no había tampoco embolia pulmonar. A continuación presentó una serie de microfotografías, reveladoras de que no había evidencia de aumento de presión en la aurícula izquierda ni en la derecha antes de la muerte. La última serie de fotografías indicaba que los by-pass habían sido hábilmente suturados y que no había señales de infarto de miocardio ni de ataque cardíaco alguno.

Se encendieron las luces.

—Todo esto demuestra —dijo Robert, haciendo una pausa como para dar más efecto a sus palabras—, que en este caso no hay nada que explique la muerte del paciente.

El público mostró su sorpresa. Se trataba de una declaración completamente inesperada. Hasta hubo algunas risas, y uno de los especialistas en ortopedia preguntó si ese era uno de los casos en los que el paciente despierta en el depósito de cadáveres. El comentario provocó más carcajadas. Robert sonrió.

—Tiene que haber sido un infarto —comentó alguien detrás de Thomas.

—Excelente sugerencia —admitió Robert—. Un infarto que le cortó la respiración mientras el corazón seguía bombeando sangre sin oxigenar. Eso provocaría una cianosis. Mas también tendría como consecuencia una lesión cerebral. Pero revisamos el cerebro milímetro a milímetro y no encontramos nada.

El silencio fue total.

Robert aguardó que se hicieran más comentarios, pero no los hubo. Entonces se inclinó hacia el micrófono y volvió a hablar.

—Y ahora, con su permiso, me gustaría presentarles otra diapositiva.

Con mucha inteligencia, había logrado captar la atención de los presentes. Thomas se imaginaba lo que seguiría.

Robert apagó las luces y encendió el proyector. La diapositiva mostraba una recopilación de diecisiete casos y contenía datos comparables de edad, sexo y distintos puntos del historial clínico de los pacientes.

—Hace algún tiempo que me intereso por casos parecidos al del Sr. Wilkinson —explicó Robert—. Esta diapositiva demuestra que no se trata de un caso aislado. En el último año y medio he observado cuatro casos similares. Y en los archivos encontré otros trece. Fíjense bien en que todos son pacientes que fueron sometidos a cirugía cardíaca. En ninguno se encontró una causa específica que pudiera haber provocado la muerte. He denominado a este síndrome «muerte quirúrgica repentina», o MQR.

Volvieron a encenderse las luces. Ballantine tenía la cara enrojecida.

—¿Qué cree que está haciendo? —rugió a Robert.

En otras circunstancias, Thomas podría haber sentido lástima por el muchacho. Su inesperada presentación estaba fuera de lugar en el protocolo bastante estricto de las conferencias que se celebraban mensualmente sobre muertes.

Al mirar a su alrededor, Thomas vio muchas caras de expresión airada. Siempre era la misma historia. A los médicos no les gustaba que se cuestionara su habilidad. Y se mostraban reacios a reconocer sus propios defectos.

—Esta es una conferencia sobre muertes ocurridas, no un coloquio —explicó Ballantine—. No estamos aquí para escuchar una disertación.

—Me ha parecido que sería esclarecedor estudiar el caso del Sr. Wilkinson…

—Le ha parecido —repitió el doctor Ballantine con sarcasmo—. Bueno, para su información ha de saber que está usted aquí en calidad de asesor. ¿Tenía algo concreto que decir cuando presentó esa lista de supuestas muertes quirúrgicas repentinas?

—No —admitió Robert.

Aunque Thomas prefería guardar silencio en aquellas reuniones, se sintió obligado a hacer una pregunta:

—Perdón, Robert —dijo—. En los diecisiete casos, ¿se observaron síntomas de cianosis profunda?

Robert estaba ansioso por contestar las preguntas del público.

—No —aseguró—. Sólo se encontró cianosis en cinco de los casos.

—Eso significa que, desde un punto de vista fisiológico, la causa de la muerte no fue la misma en todos los casos.

—Es cierto —admitió Robert—. Seis de los pacientes tuvieron convulsiones antes de morir.

—Posiblemente eso fue debido a una embolia gaseosa —opinó otro cirujano.

—No lo creo —replicó Robert—. En primer lugar, las convulsiones se produjeron dos o tres días después de la intervención quirúrgica. Resultaría difícil explicar esa tardanza. Además, al hacer las autopsias no se encontró aire en los cerebros.

—Pudo haber sido absorbido —opinó otro.

—De haber habido suficiente aire para provocar las repentinas convulsiones y las muertes de los pacientes, habrían quedado rastros del mismo —aseguró Robert.

—¿Y qué me dice de los cirujanos? —Preguntó el hombre que estaba detrás de Thomas—. ¿Hay alguno con mayor porcentaje de pacientes que otros en esas MQR?

—Ocho de los casos —informó Robert— eran pacientes del doctor George Sherman.

En la parte trasera del salón se inició un murmullo de conversaciones. George se puso de pie indignado, mientras el doctor Ballantine daba un codazo a Robert para que abandonara el estrado.

—Si no hay más comentarios… —dijo Ballantine.

Pero George no estaba dispuesto a permanecer callado.

—Creo que el comentario del doctor Kingsley ha sido particularmente convincente. Al señalar que en estos casos los mecanismos de la muerte fueron distintos, indicó con claridad que no hay motivo para tratar de relacionarlos entre sí.

George miró a Thomas.

—Exactamente —confirmó Thomas. Le habría gustado que George se hundiera o se salvara solo, pero se sintió obligado a responder—. Se me ocurrió la posibilidad de que Robert hubiera relacionado los casos debido a alguna similitud observada en las muertes de los pacientes, pero por lo visto no fue así.

—Los relacioné en base al hecho de que tales muertes, particularmente durante los últimos años, sobrevinieron cuando los pacientes estaban en plena recuperación y porque no se encontró una causa anatómica o fisiológica que las provocara.

—Permítanme una corrección —dijo George—. El Departamento de Patología no encontró causa alguna que justificara la muerte.

—Es lo mismo —replicó Robert.

—No exactamente —insistió George—. Quizás otro departamento de patología hubiese encontrado esas causas. Creo que el problema es más suyo y de sus colegas que otra cosa. Y basarse en eso para suponer la existencia de irregularidades en una serie de fracasos quirúrgicos me parece altamente irresponsable.

—¡Bravo, bravo! —gritó un cirujano ortopédico, quien comenzó a aplaudir.

Robert bajó del estrado con rapidez. En la sala se mascaba la tensión.

—La próxima conferencia sobre muertes tendrá lugar dentro de un mes, el siete de enero —anunció Ballantine, después de lo cual desconectó el micrófono y reunió sus papeles. Bajó del estrado y se acercó a Thomas.

—Tengo la impresión de que conoces a ese muchacho —dijo—. ¿Quién diablos es?

—Se llama Robert Seibert —informó Thomas—. Es un residente de patología de segundo año.

¿Quién mierda se cree que es, para venir aquí y actuar como si fuese una especie de tábano socrático?

Thomas miró por encima del hombro de Ballantine y vio que George se abría paso entre la concurrencia para acercarse a ellos.

Estaba tan indignado como Ballantine.

—¡He averiguado como se llama! —exclamó George en tono amenazante, como si estuviera revelando un secreto.

—Ya lo sabemos —respondió Ballantine—. No es más que un interno de segundo año.

¡Qué maravilla! —ironizó George—. ¡Ahora no sólo tenemos que soportar a los filósofos, sino también a residentes de patología sabihondos!

—Me he enterado de que este mes se produjo una muerte en una de las salas de cateterismo radiológico —dijo Thomas—. ¿Por qué no ha sido presentado el caso?

¡Ah, te refieres a Sam Stevens! —Replicó George nerviosamente, sin dejar de observar a Robert, quien en ese momento abandonaba el salón—. Dado que la muerte se produjo durante el cateterismo, los muchachos de clínica médica quisieron presentarlo en la conferencia de ellos.

Mientras Thomas observaba lo furiosos que estaban George y el doctor Ballantine, se preguntó qué dirían si supieran que Cassi había participado en el estudio de los casos presentados como MQR. Por el bien de todos, esperaba que no lo averiguaran. También esperaba que su mujer tuviese el suficiente tino como para no seguir colaborando con Robert. Porque lo único que lograría sería plantear problemas.

Cassi estaba tendida boca arriba en un consultorio completamente oscuro, y en verdad que nunca había estado más incómoda. No sentía dolor, pero sí muchísimas molestias, mientras el doctor Martin Obermeyer, el jefe de oftalmología, iluminaba el ojo izquierdo con una luz muy intensa y brillante. Pero peor que la incomodidad era su temor ante lo que pudiera decirte el especialista. Cassi sabía que se había comportado como una irresponsable frente a su problema ocular. Deseó desesperadamente que el doctor Obermeyer le hiciera algún comentario tranquilizador mientras la examinaba. Pero el médico guardaba un ominoso silencio.

Sin advertencia previa, enfocó la luz en su ojo sano. El rayo luminoso procedía de un aparato que el doctor tenía fijado en la frente, parecido al de los mineros, aunque más complicado. Si bien la luz le había parecido brillante cuando la tenía enfocada en el ojo izquierdo, cuando el oftalmólogo le iluminó el ojo sano, fue tan grande la intensidad, que a Cassi le costó creer que no pudiera causarle daño.

—Por favor, Cassi —rogó el doctor Obermeyer, levantando la luz y mirándola por debajo del aparato—. Por favor, no mueva el ojo.

Y se lo apretó con un pequeño punzón metálico.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, que le corrieron por las mejillas. Se preguntó cuánto tiempo más conseguiría soportar ese examen. Involuntariamente se aferró a la sábana que cubría la camilla. Justamente en el momento en que creyó que ya no podría seguir más tiempo inmóvil, se apagó, la luz desapareció pero aun después de que el doctor Obermeyer encendiera las luces del consultorio, no conseguía ver bien. Cuando el doctor se sentó frente al escritorio para escribir, lo vio como una especie de nebulosa.

Le preocupaba que el médico se mostrara tan reticente. Evidentemente estaba enojado con ella.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Cassi en tono vacilante.

—No sé por qué pide mi opinión cuando en otros aspectos no sigue ninguno de los consejos que le doy.

El oftalmólogo ni siquiera se molestó en mirarla mientras le hablaba.

Cassi se sentó y bajó las piernas de la camilla. Su ojo derecho empezaba a recuperarse del trauma provocado por la luz, pero seguía viendo con poca claridad debido a las gotas que le había puesto para dilatarle las pupilas. Observó por un instante al doctor Obermeyer, tratando de asimilar el comentario que acababa de hacerle. Esperaba que el médico la reconviniera por haber cancelado su última visita, pero no creyó que fuera para tanto.

Cuando terminó de escribir y cerró el historial clínico, Obermeyer se volvió hacia Cassi. Estaba sentado en un taburete con ruedas y lo hizo girar para ponerse frente a ella.

Sentada en la camilla, Cassi estaba unos treinta centímetros más alta que el doctor. Podía ver la zona brillante de la cabeza del médico, donde tenía el pelo más ralo. Con sus facciones toscas y la profunda arruga que surcaba su frente, no era un buen mozo que digamos. Sin embargo, en conjunto, resultaba bastante atractivo. Su rostro reflejaba una expresión de inteligencia y sinceridad, dos cualidades que Cassi consideraba fundamentales.

—He de serle franco —empezó a decir el especialista—. No hay indicios de que el derrame del ojo izquierdo se esté reabsorbiendo, antes al contrario, tengo la sensación de que hay un nuevo derrame.

Cassi trató de no demostrar su ansiedad. Asintió, como si estuviera oyendo el diagnóstico de otro paciente.

—Todavía no consigo ver la retina —agregó el doctor Obermeyer—. En consecuencia, no puedo saber de dónde procede esa sangre, ni si es una lesión tratable.

—Pero la prueba ultrasónica… —empezó a decir Cassi.

—Nos dijo que no hay desprendimiento de retina, al menos por ahora, pero no nos mostró cuál es la causa del derrame.

—Quizá si esperásemos un poquito más…

—Si el derrame no ha desaparecido ya, es muy improbable que pueda desaparecer. Y mientras tanto, corremos el riesgo de perder nuestra única oportunidad de salvar ese ojo. Cassi, es imprescindible que vea el fondo del ojo. Debemos hacer una vitrectomia.

Cassi apartó la mirada.

—¿No es posible esperar más o menos un mes?

—No —afirmó el doctor Obermeyer—. Cassi, ya me ha obligado a aplazar la operación mucho más de lo deseable. Y, además, canceló su última visita. Me parece que no es consciente de lo que arriesga.

—Comprendo muy bien lo que arriesgo. Simplemente, no me parece un buen momento.

—Aparte el cirujano, nadie puede decir jamás cuándo es el momento bueno para una operación —afirmó el doctor Obermeyer—. Permítame que sea yo quien fije la fecha de la operación y así nos quitaremos esto de encima de una vez.

—Tengo que hablarlo con Thomas —objetó Cassi.

—¿Qué? —preguntó el doctor Obermeyer, sorprendido—. ¿Todavía no le ha hablado de ello?

—Sí, por supuesto. Pero no le he dicho que es urgente.

—¿Y cuándo se lo dirá? —preguntó el médico, resignado.

—Muy pronto. Esta misma noche. Le prometo que volveré a verlo mañana.

Se bajó de la camilla y se agarró a ella para recuperar el equilibrio.

Se sintió aliviada al poder huir del consultorio del oftalmólogo. En lo más profundo de su ser, sabía que el médico tenía razón: tenía que ser operada. Pero no iba a ser fácil decírselo a Thomas. Cassi se detuvo en el corredor del quinto piso, el mismo donde Thomas tenía su consultorio. Observó por la ventana el decembrino paisaje de la ciudad, con sus calles jalonadas de árboles desnudos y sus edificios de ladrillos.

Una ambulancia, con sus luces intermitentes, ululaba por la avenida Commonwealth. Cassi cerró el ojo derecho y se desvaneció la escena, convirtiéndose en un simple manchón de luz.

Aterrorizada, abrió el ojo para volver a captar el perfil del mundo que la rodeaba. Tenía que hacer algo. Tenía que hablar con Thomas a pesar de las dificultades que habían surgido desde su visita a la casa de Patricia.

Cassi deseó que aquel sábado, quince días antes, no hubiese existido jamás. ¡Si por lo menos su suegra no hubiera llamado a Thomas! Pero, claro, aquello era mucho pedir. Esperaba que Thomas regresara a su casa furioso, pero se inquietó al comprobar que no volvía. A las diez y media, se decidió por fin a telefonear al servicio de su marido. Entonces se enteró de que Thomas tenía una operación urgente. Dejó dicho que la llamara y esperó levantada hasta las dos de la madrugada, hasta que, al fin, se quedó dormida con un libro en las manos y la luz encendida.

Thomas volvió a su casa el domingo por la tarde y, en lugar de gritarle, se negó a hablar con ella. Con deliberada calma, se llevó toda su ropa al cuarto de huéspedes contiguo al despacho.

Aquel «castigo de silencio» le causó una tensión insoportable.

Las escasas palabras que intercambiaban se referían a temas intrascendentes. Los peores momentos eran los de las comidas, y varias veces, Cassi alegó dolor de cabeza y comió en su cuarto.

Una semana después, Thomas estalló al fin, con una furia espantosa. Lo que desencadenó la escena fue un hecho insignificante: a Cassi se le cayó un vaso en los mosaicos de la cocina. Thomas corrió hacia ella y empezó a acusarla gritándole que trataba de perjudicarlo a sus espaldas. ¿Cómo se atrevía a acusarlo ante su madre de abusar de las drogas?

—Por supuesto que de vez en cuando tomo una pastilla —confesó Thomas, bajando la voz—. Para poder dormir o mantenerme despierto si he estado levantado toda la noche. ¡Y te desafío a que me cites el nombre de un solo médico que jamás haya tomado una de esas pastillas!

Y la golpeó con el índice para dar más énfasis a sus palabras.

Como quiera que de vez en cuando también tomara un «Valium», Cassi no pudo contradecirlo. Además, la intuición le decía que era mejor que permaneciera callada hasta que su marido desahogara su enojo.

Ya un poco más tranquilo, Thomas le preguntó por qué había recurrido a Patricia. A ella precisamente, que no necesitaba que nadie le tirase de la lengua para que se disparase, y más si se trataba de un tema tan inquietante.

Al presentir que Thomas ya se había desahogado. Cassi trató de explicarle su actitud. Le dijo que al encontrar la pastilla de dexedrina se asustó y que, equivocadamente, pensó que su madre era la persona más indicada para ayudarle si él tenía un problema.

—Y jamás dije que fueses toxicómano —aseguró.

—Mamá asegura que lo dijiste —replicó Thomas—. ¿A quién debo creer?

Y levantó los brazos con gesto de desesperación.

Cassi no contestó, aunque estuvo tentada de decirle que si después de cuarenta y dos años de convivir con Patricia no conocía la respuesta, no la sabría nunca. Pero, en cambio, se disculpó por haber sacado conclusiones apresuradas al encontrar la dexedrina y por haber cometido la tontería de haber recurrido a su madre. Con lágrimas en los ojos, le aseguró que lo amaba muchísimo, aunque hubo de reconocer para sus adentros que la asustaba más la posibilidad de que Thomas la abandonara, que la probabilidad de que abusara de las drogas. Deseaba con toda su alma que la relación entre ambos volviera a ser normal. Si la tensión se había iniciado porque ella se quejaba de su diabetes, decidió ocultar en adelante a Thomas sus problemas. Pero en aquel momento, el estado de su ojo la obligaba a hablar del asunto. La llegada de otra ambulancia ululante la obligó a volver al presente. Aunque no quisiera angustiar a Thomas, sabía que no le quedaba otra alternativa. Si de alguna manera lograba reunir el valor suficiente para internarse y someterse a la operación, no podía hacerlo sin antes hablar con Thomas. Presa de un funesto presentimiento, Cassi pulsó el botón del ascensor. Vería a Thomas en seguida. Conociéndose, temía que si esperaba a volver a casa aquella noche, no se sentiría capaz de tocar el tema.

Trató de no pensar más en el asunto, por miedo a cambiar de idea. Se dirigió resueltamente al consultorio de su marido y abrió la puerta. Por suerte no había pacientes en la sala de espera.

Doris levantó la mirada de la máquina de escribir y, como siempre, volvió a enfrascarse en su trabajo, ignorando la presencia de Cassi.

—¿Está Thomas? —preguntó Cassi.

—Sí —respondió Doris sin dejar de escribir a máquina—. Atiende a su último paciente.

Cassi se sentó en el sofá rosado. No podía leer, porque aún no había desaparecido el efecto de las gotas que le habían puesto en los ojos. Y ya que Doris no la miraba, no le resultó violento observarla. Notó que había cambiado de peinado y pensó que estaba mejor sin el toque severo de su habitual rodete.

A los pocos minutos, el paciente salió del consultorio y se dirigió a Doris con una radiante sonrisa.

—Me siento muy bien —aseguró—. El doctor dice que estoy muchísimo mejor y que puedo hacer cuanto quiera.

Mientras se ponía el abrigo, le habló a Cassi:

—El doctor Kingsley es el mejor cirujano del mundo. No se preocupe por nada, señorita.

Después se dirigió a Doris, le dio las gracias y abandonó la sala de espera.

Cassi suspiró y se puso de pie. Le constaba que Thomas era un gran médico. Deseó poder inspirarle la misma compasión que sin duda sentía por sus pacientes.

Cuando Cassi entró en el consultorio, Thomas dictaba una carta.

—Gracias de nuevo, coma, Michael, coma, por este interesante caso, coma, y si puedo serte de alguna utilidad en el mismo, coma, no vaciles en llamarme. Punto. Sinceramente tuyo. Fin del dictado.

Paró la grabadora y giró en su silla. Miró a Cassi con calculada indiferencia.

—¿A qué debo el placer de tu visita? —preguntó.

—Acabo de estar en el consultorio del oftalmólogo —respondió Cassi, tratando de dominar su voz.

—¡Qué bien! —exclamó Thomas.

—Tengo que hablar contigo.

—Pero te ruego que seas breve —dijo Thomas, mirando su reloj—. Tengo un paciente en estado de shock cardiógenico y debo ir a verlo.

Cassi sintió que su valor se desvanecía. Necesitaba alguna señal de que su marido no volvería a irritarse si ella le hablaba nuevamente de su enfermedad. Pero la actitud de Thomas era de una indiferencia agresiva. Era como si la desafiara a cruzar una frontera preestablecida.

—Bueno, ¿qué? —preguntó Thomas.

—Tuvo que dilatarme las pupilas —dijo Cassi, escapándose por la tangente—. El problema de mi ojo izquierdo se ha agravado. Me pregunto si podríamos volver a casa un poquito más temprano.

—Me temo que no —respondió Thomas poniéndose de pie—. Estoy casi seguro de que el paciente al que voy a visitar necesitará una operación urgente. —Se quitó la bata blanca y la colgó en un gancho de la puerta—. En realidad, es posible que tenga que pasar la noche en el hospital.

No hizo ningún comentario acerca del ojo de su mujer. Cassi sabía que era imperioso hablarle de su operación, pero no pudo.

—Anoche también te quedaste en el hospital, Thomas. Estás trabajando demasiado. Tienes que descansar.

—Bueno, algunos no tenemos más remedio que trabajar —replicó—. No todos podemos estar en psiquiatría.

Se puso la chaqueta y se acercó a la mesa para sacar la cassette de la grabadora.

—No sé si podré conducir con este ojo tan empañado —se quejó Cassi, dándose cuenta de que era mejor no darse por aludida, pese a la frase peyorativa de Thomas acerca de la psiquiatría.

—Entonces tienes dos opciones —contestó Thomas—. O quedarte hasta que desaparezca el efecto de las gotas, o pasar la noche en el hospital. Lo que te parezca mejor.

Y Thomas empezó a dirigirse a la puerta.

—¡Espera! —exclamó Cassi, con la boca seca—. Tengo que hablar contigo. ¿Crees que debo someterme a una vitrectomía?

¡Por fin lo había soltado! Cassi se dio cuenta de que se estaba estrujando las manos. Hizo un esfuerzo por separarlas y entonces no supo qué hacer con ellas.

—Me sorprende que te siga interesando mi opinión —replicó Thomas con malos modos. Su leve sonrisa había desaparecido—. Desgraciadamente no soy oculista. No tengo la menor idea de si debes o no hacerte una vitrectomía. Por eso te envié a Obermeyer.

Cassi sentía el creciente enojo de su marido. Era tal como ella temía. El haberle hablado del estado de sus ojos no hizo más que empeorar las cosas.

—Además —agregó Thomas—, ¿no puedes esperar un momento mejor para hablar de esto? Arriba tengo un paciente que se está muriendo. En cambio, tú hace meses que tienes un problema ocular. Y ahora, cuando me reclama una urgencia: apareces tú y quieres hablar del asunto. ¡Dios mío!, Cassi, piensa un poco en los demás de vez en cuando ¿quieres?

Y dicho esto, Thomas se acercó a la puerta, la abrió de un tirón y se fue.

«En muchos aspectos, Thomas tiene razón», pensó Cassi. No había sido muy oportuna al hablar de su problema ocular en el consultorio y en aquel momento. Y le constaba que cuando su marido dijo que tenía un paciente «arriba muriéndose», lo decía en serio.

Salió del consultorio apretando los dientes. Doris disimuló que trabajaba, pero Cassi adivinó que había estado escuchando. Mientras se dirigía a los ascensores, decidió regresar a Clarkson Dos. Así evitaría pensar demasiado. Además, estaba segura de que no podría conducir, por lo menos durante un buen rato.

Llegó al piso de psiquiatría cuando aún no había terminado la reunión que celebraba el equipo de la tarde.

Cassi había decidido tomarse el resto del día libre y no tenía ganas de reunirse con el grupo. Temía que, si se encontraba entre amigos, su precario dominio de si misma se haría pedazos y estallaría en sollozos.

Agradecida por la inesperada oportunidad que se le presentaba de llegar a su consultorio sin que nadie la viera, entró y cerró la puerta detrás de sí. Rodeó la mesa que prácticamente ocupaba toda la anchura de la habitación y se instaló en viejo sillón giratorio. Había tratado de alegrar la habitación con reproducciones de cuadros impresionistas. Pero el esfuerzo no había dado demasiados frutos. Bajo la cruda luz del tubo fluorescente, el lugar seguía conservando su aspecto celda de interrogatorios.

Apoyó la cabeza entre las manos y trató de pensar, pero podía apartar de su mente los problemas de su relación con Thomas. Se sintió casi aliviada cuando alguien llamó a puerta con fuerza. Antes de que tuviera tiempo de responder, William Bentworth se encontraba dentro del consultorio.

—¿Le importa que tome asiento, doctora Cassidy? —preguntó Bentworth con una amabilidad poco habitual en él.

—No —respondió Cassi, sorprendida de que el coronel hubiera acudido a su consultorio por propia iniciativa.

Iba pulcramente vestido, con pantalones marrones, una camisa recién planchada y brillantes zapatos.

—¿Le molesta que fume? —preguntó, sonriente, el coronel.

—No —respondió Cassi.

En realidad le molestaba, pero se trataba de uno de aquellos sacrificios que se sentía obligada a hacer. Algunas personas necesitaban toda clase de apoyos y de estímulos para poder abrirse y conversar. Y, a veces, el hecho de encender un cigarrillo constituía un factor importante. Bentworth se reclinó contra el respaldo de la silla y sonrió. Por primera vez, en sus brillantes ojos azules se notaba una expresión cordial y cálida. Era un hombre de agradable aspecto, anchos hombros, espeso pelo oscuro y facciones angulosas y aristocráticas.

—¿Se encuentra bien, doctora? —preguntó Bentworth, inclinándose para observar mejor la cara de Cassi.

—Perfectamente. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque parece algo angustiada.

Cassi levantó la mirada y la fijó en la reproducción de Monet que representaba a una niñita con su madre en medio de un campo de amapolas. Hizo un esfuerzo por recobrar su compostura. La inquietaba algo descubrir que un paciente pudiera ser tan perceptivo.

—Tal vez se sienta culpable —sugirió Bentworth, expeliendo el humo hacia un lado para no molestarla.

—¿Y por qué cree que me puedo sentir culpable?

—Porque tengo la sensación de que me ha estado evitando deliberadamente.

Cassi recordó el comentario de Jacob acerca de que los bordelines eran contradictorios y comparó el comportamiento de Bentworth en aquel momento con su anterior negativa a hablar con ella.

—Y ahora sé por qué me ha estado evitando —continuó Bentworth—. Creo que le doy miedo. Y, si es así, lo lamento. He estado tanto tiempo en el Ejército, que me he acostumbrado a dar órdenes y supongo que a veces parezco dominante.

Por primera vez en la corta carrera psiquiátrica de Cassi, algo que había leído ocurría espontáneamente entre ella y uno de sus pacientes. Supo, sin el menor asomo de duda, que Bentworth estaba tratando de utilizarla.

—Sr. Bentworth… —empezó a decir.

—Coronel Bentworth —la corrigió William con una sonrisa—. Si yo la llamo doctora, me parece razonable que usted me llame coronel. Es una señal de respeto mutuo.

—Me parece justo —admitió Cassi—. Pero resulta que es usted quien ha impedido que tuviéramos una sesión. Recuerde que he tratado, en innumerables ocasiones, de fijar un encuentro, pero usted siempre me ha rehuido alegando que tenía un compromiso anterior. Pero he llegado a la conclusión de que le resultaría más beneficiosa la terapia de grupo que las sesiones individuales, por lo cual no he insistido. Pero si quiere que tengamos una sesión, le propongo que fijemos ahora mismo el día y la hora.

—Me encantaría hablar con usted —aseguró Bentworth—. ¿Qué le parece si lo hacemos ahora mismo? Yo tengo tiempo. ¿Y usted?:

Cassi no estaba dispuesta a que la utilizara Bentworth, pues estaba convencida de que ejercería un efecto negativo en la relación entre ambos. Además, en aquel momento no estaba preparada para una sesión, y no pudo por menos de confesarse que el coronel la atemorizaba a pesar de sus encantadores nuevos modales.

—¿Qué tal si lo dejamos para mañana por la mañana? —preguntó—. En cuanto termine la reunión del equipo.

El coronel Bentworth se puso de pie y apagó el cigarrillo en el cenicero del escritorio de Cassi.

—Muy bien. Espero el momento con impaciencia. Y también espero que el asunto que la preocupa se resuelva satisfactoriamente.

Cuando el coronel se fue, Cassi lo imaginó vestido de uniforme. Lo suponía apuesto y atractivo, y, posiblemente, al verlo, nadie suponía que tenía problemas mentales. Pero a ella —que sabía hasta qué punto eran graves los problemas de aquel hombre— le resultó inquietante que lograra disimularlos.

Antes de que tuviera tiempo de dictar sus notas, la puerta del consultorio volvió a abrirse para dar paso a Maureen Kavenaugh, quien se sentó en la silla destinada a los pacientes.

Había sido internada un mes antes, a causa de una profunda y reiterada depresión. Sufrió una grave recaída cuando el marido la visitó y la abofeteó. El hecho de comprobar que había salido de su habitación le resultó a Cassi tan sorprendente como la voluntaria visita del coronel Bentworth. En aquel momento la joven psiquiatra se preguntó si habrían puesto alguna droga milagrosa en la comida de los pacientes.

—He visto salir al coronel de su consultorio —dijo Maureen—. Creí que usted había dicho que hoy no vendría.

Maureen hablaba con tono inexpresivo y carente de emoción.

—Eso era lo que pensaba —respondió Cassi.

—Bueno, ya que está, ¿podemos hablar un rato? —preguntó Maureen con timidez.

—Por supuesto —respondió Cassi.

Precedió a Maureen en la estancia, cerró la puerta y se sentó.

—Ayer, cuando hablamos… —dijo Maureen titubeante, con los ojos llenos de lágrimas.

Cassi le acercó una caja de pañuelos de papel.

—Usted… usted me preguntó si me gustaría ver a mi hermana.

Maureen hablaba en voz tan baja, que a Cassi le costaba oírla. Asintió con rapidez, preguntándose qué estaría pensando la paciente. La mujer no había mostrado mucho interés por nada desde su recaída, a pesar de que Cassi había empezado a administrarle «Elavil». En la reunión habitual, varios de sus colegas sugirieron la posibilidad de recurrir al electroshock, pero Cassi estaba convencida de que bastaría la medicación con «Elavil», apoyada por sesiones. Lo que la sorprendía era el hecho de que Maureen comprendiera la dinámica de su condición. Pero el que se diera cuenta de su enfermedad, no le daba automáticamente el poder de influir sobre ella.

Maureen reconocía la hostilidad que sentía hacia su madre, quien las había abandonado a ella y a su hermana, cuando no eran más que criaturas y admitía los celos reprimidos que le inspiraba esa hermana tan bonita, que se había casado, dejándola sola. Entonces, movida por la desesperación, se casó con un hombre inadecuado.

—¿Y usted cree que mi hermana tendrá ganas de verme? —preguntó Maureen, al fin, con el rostro bañado en lágrimas.

—Es posible. Pero no lo sabremos hasta que usted se lo pregunte.

Maureen se sonó la nariz. Tenía el pelo graso y necesitaba una limpieza. Su rostro estaba desencajado y, a pesar de los medicamentos que tomaba, seguía perdiendo peso.

—Tengo miedo de preguntárselo —admitió Maureen—. No creo que venga. ¿Para qué va a venir? No valgo nada. Estoy desesperada.

—El solo hecho de que usted hable de su hermana ya es buena señal —dijo Cassi suavemente.

Maureen emitió un largo suspiro.

—No acabo de decidirme. Si la llamo, le pido que venga y me dice que no, todo será peor. Deseo que la llame otra persona. ¿Quiere usted hacerlo?

Cassi se ruborizó. Pensó en su propia indecisión, en su miedo frente a Thomas. Los sentimientos de dependencia y desamparo le resultaban demasiado familiares. A Cassi también le habría gustado que otro se encargara de tomar las decisiones.

Hizo un tremendo esfuerzo por concentrarse en el problema de su paciente.

—No se si me corresponde a mí llamar a su hermana —dijo—. Pero eso es algo sobre lo que podemos seguir conversando. En cuanto a la posibilidad de que la vea, me parece una excelente idea. ¿Qué le parece si seguimos hablando mañana del asunto? Creo que podemos tener una charla las dos.

Maureen aceptó y, después de tomar varios pañuelitos de papel, salió del consultorio dejando abierta la puerta.

Cassi permaneció un rato con a mirada clavada en a pared.

Estaba segura de que el hecho de identificarse con una de sus pacientes era una demostración de inexperiencia.

—¡Hola! ¡Es raro que no estés en la reunión del equipo! —exclamó Joan Widiker, quien giró sobre sus talones en el pasillo, al ver a Cassi.

Cassi la miró, pero no respondió.

—¿Qué te pasa? —Preguntó Joan—. No tienes buen aspecto. —Entró en el consultorio y olfateó—. Y, además, no sabía que fumabas.

—No fumo —respondió Cassi—. El que fuma es el coronel Bentworth.

—¿Ha venido a verte? —Preguntó Joan, levantando las cejas—. Eso significa que te va mejor de lo que yo pensaba. —Hizo una pausa y se sentó—. Quería decirte que salí con Jerry Donovan. ¿Has hablado con él?

Cassi negó con la cabeza.

—No funcionó muy bien. Lo único que él quería… —Joan se detuvo en la mitad de la frase—. Cassi, ¿qué te pasa?

Las lágrimas empezaron a deslizarse por las mejillas de Cassi. Tal como temía, la presencia de una amiga había destruido su dominio de sí misma. Por fin, abandonó todo esfuerzo por contenerse, se cogió la cara entre las manos y lloró abiertamente.

—Jerry Donovan no resultó tan espantoso como crees —dijo Joan, con la esperanza de que un poquito de humor pudiera ayudar a su amiga—. Además, no me rendí. Sigo siendo virgen.

Los sollozos estremecían el cuerpo de Cassi. Joan rodeó el escritorio y apoyó las manos en los hombros de su amiga. Durante unos instantes no dijo nada. Como psiquiatra que era, frente a los profanos no experimentaba la reacción negativa a las lágrimas ajenas. A juzgar por el intenso estado emotivo en que se encontraba Cassi, Joan comprendió que necesitaba un desahogo.

—Lo siento —dijo Cassi, cogiendo varios pañuelos de papel, tal como lo había hecho Maureen—. No quería llorar.

—Pero, por lo visto, lo necesitabas. ¿Tienes ganas de hablar?

Cassi respiró profundamente antes de contestar.

—No lo sé. ¡Me parece todo tan inútil!

En cuanto lo dijo, Cassi recordó que Maureen había dicho las mismas palabras.

—¿Qué es tan inútil? —preguntó Joan.

—Todo.

—Dame un ejemplo —la desafió Joan.

Cassi se apartó las manos del rostro surcado por las lágrimas.

—Hoy he ido a ver al oculista. Me quiere operar, pero no se si debo hacerlo.

—¿Y qué dice tu marido? —preguntó Joan.

—Eso es parte del problema.

Cassi lamentó en seguida haber hablado. Sabía que Joan, que era sensible e inteligente, se imaginaría la situación. Ya le parecía oír la voz de Thomas diciéndole que no hablara con nadie de sus problemas de salud.

Joan retiró la mano del hombro de Cassi.

—Creo que necesitas hablar con alguien. Como consultora oficial del departamento de psiquiatría, estoy a tus órdenes. Además, mis honorarios son tan bajos, que están al alcance de cualquiera.

Cassi logró esbozar una débil sonrisa. Intuitivamente supo que podía confiar en Joan. Necesitaba mucha claridad mental, bien sabía Dios que ella no la tenía.

—No se si tienes idea de lo ocupado que está Thomas —explicó—. Nunca he visto a nadie que trabaje tanto como él. Se diría que es un médico en prácticas. Anoche se quedó en el hospital, y esta noche también. No le queda mucho tiempo libre…

—Cassi —dijo Joan en tono amable—, no me gusta interrumpir, pero ¿por qué no te ahorras las excusas? ¿Has hablado con tu marido acerca de esa operación?

Cassi suspiró.

—Traté de hacerlo, pero elegí mal el lugar y el momento.

—Mira —dijo Joan—, en general no juzgo a los demás. Pero cuando se trata de hablar de una operación ocular con el marido de una, no existe ni el lugar ni el momento adecuado.

Cassi asimiló el comentario. No sabía si estaba o no de acuerdo.

—¿Y qué dijo Thomas? —preguntó Joan.

—Pues que él no era cirujano oculista.

—¡Ah! Quiere delegar la responsabilidad.

—¡No! —negó Cassi enfáticamente—. Thomas se aseguró de que consultara al mejor de los oftalmólogos.

—A pesar de todo me parece la reacción de una persona bastante insensible.

Cassi se miró las manos. Mientras, pensaba que Joan era demasiado inteligente. Tenía la impresión de que su amiga podría llevar la conversación más allá de los límites que ella se había impuesto.

—Cassi, ¿cómo va tu relación con Thomas?

Cassi sintió que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas. Trato de impedirlo, pero sin éxito.

Esa es la manera de contestar a mi pregunta —aseveró Joan con voz autoritaria—. Me gustaría que habláramos sobre el asunto:

Cassi se rozó el tembloroso labio inferior.

—Si sucediera algo entre Thomas y yo, no se sí podría seguir viviendo. Toda mi existencia se desmoronaría. Lo necesito desesperadamente.

—Ya me doy cuenta de que eso es lo que sientes. Y también comprendo que en realidad no quieres hablar del problema. ¿No es cierto?

Cassi asintió. Se sentía zarandeada entre el miedo que le inspiraba Thomas y la sensación de culpa que le causaba rechazar el ofrecimiento de amistad de Joan.

—Está bien —dijo Joan—. Pero antes de irme quiero darte un consejo y quizá sea presuntuoso que yo lo haga, y por supuesto que no es profesional, pero tengo la sensación que deberías tratar de depender menos de Thomas. De alguna manera, creo que desconoces tus virtudes. Y una dependencia de esa clase, a la larga daña la relación de la pareja. Bueno, punto final a este consejo que no me has pedido.

Joan abrió la puerta para irse, pero de repente se detuvo.

—¿Has dicho que Thomas va a pasar la noche en el hospital? —preguntó desde el umbral.

—Creo que tiene una operación urgente —respondió Cassi, preocupada por la idea de dependencia—. Y cuando sucede eso, por lo general se queda aquí para ahorrarse los cuarenta minutos de viaje.

—¡Magnífico! —Exclamó Joan—. ¿Por qué no te quedas esta noche en casa conmigo? Tengo un sofá en la sala de estar y una nevera llena de comida.

—Y para medianoche estarías enterada de todos mis secretos —replicó Cassi, medio en broma, medio en serio.

—Doy mi palabra de honor de que no te haré preguntas —aseguró Joan.

—De todos modos, no puedo —decidió Cassi—. Te agradezco el ofrecimiento, pero siempre cabe la posibilidad de que Thomas no tenga que operar, y, en ese caso, volvería a dormir a casa. Y, dadas las circunstancias, como comprenderás, me gustaría estar allí. Quizás hablaríamos.

Joan sonrío con expresión comprensiva.

—¡Qué fuerte te ha picado el bichito! —exclamó—. Bueno, si cambias de idea, llámame. Estaré en el hospital más o menos una hora.

Volvió a abrir la puerta y se alejó.

Cassi clavó la mirada en el Monet, tratando de decidir si realmente sería un peligro que condujera. Le tranquilizaba comprobar que su visión había mejorado mucho; se le estaba pasando el efecto de las gotas.

Thomas vio que le temblaban las manos al abrir la puerta de su consultorio y encender la luz. El reloj de sobremesa de Doras indicaba que eran casi las seis y media. Ya había oscurecido, y costaba recordar que durante el verano prácticamente había luz hasta las nueve y media de la noche. Cerró la puerta y extendió los brazos. Le atemorizaba comprobar que sus manos, habitualmente tan firmes, temblaran con tanta violencia. ¿Cómo era posible que Cassi lo siguiera sometiendo a presiones cuando él ya estaba tan tenso?

Se acercó al escritorio, abrió el segundo cajón y sacó uno de sus frasquitos de plástico. Entre la agitación que sentía y el cierre hermético del envase —para impedir que fuera abierto por los niños—, le resultaba imposible sacar una pastilla. Tuvo que contenerse para no estrellar el frasco contra el suelo y aplastarlo.

Por fin consiguió extraer una de las tabletas amarillas. A pesar del gusto amargo que tenía, se la puso en la lengua y se dirigió al baño, todavía inundado del perfume de Doris.

Thomas se inclinó y bebió directamente del grifo. Sabía el número del historial del padre de Laura Campbell. Pero ¿acaso esta no era la hija de un enfermo más? ¿Y si había un joven?

Había mil maneras de obtener lo que buscaba.

Encontró el historial clínico enseguida.

Sonó el teléfono de su casa. Laura contestó al segundo.

—Habla el doctor Kingsley.

—¿Sucede algo? —preguntó Laura.

—No, no —aseguró Thomas—, sólo lo de la ictericia. Es una de esas complicaciones que desaparecerán muy pronto.

—¡Ojalá pudiera hacer algo por usted!

—Llamo para decirle que le daremos de alta muy pronto, y he pensado que pase a discutir el caso conmigo.

—¡Por supuesto! —Exclamó Laura—, ¿cuándo?

—Bueno, por eso la llamaba —Thomas retorció el cordón— mis horarios son muy complicados. He de operar, y en este momento… He pensado que tal vez consideraría que viniese ahora mismo.

—¿Puede darme media hora?

—Creo que si —respondió Thomas.

—Voy para allá —anunció Laura.

Thomas cortó. Se sentía mucho más aliviado. Abrió el cajón del escritorio y guardó el frasco de pastillas. Después llamó al departamento de cateterismo cardíaco para saber cómo estaba el paciente del shock cardiógeno. Como suponía, aún no había sido cateterizado. Fuera cual fuese el resultado del proceso, Thomas pensó que le quedaban aún varias horas libres. Recibió a Laura en la puerta del consultorio y la hizo pasar. Le alegró comprobar que se había puesto nuevamente un delgado vestido de seda, que se le adhería al cuerpo. Era de un tono beige, casi del mismo color de su piel. Thomas distinguió la leve línea de los pantis.

Permaneció un instante en silencio, pensando en lo que iba a decir, para que no se creara una situación incómoda si había interpretado mal las palabras de Laura. Empezó por asegurarle una vez más que su padre sería dado de alta muy pronto. Después habló de los cuidados que habría que prodigar al Sr. Campbell a largo plazo y, con el pretexto de las imitaciones relativas a esfuerzos físicos, sacó el tema del sexo.

—Su padre me hizo preguntas respecto a eso antes de la operación. —Dijo, observando cuidadosamente el rostro de Laura—. Sé que su madre ha muerto hace varios años, pero si el tema le resulta violento…

—En absoluto —respondió Laura con una sonrisa—. Soy adulta.

—Por supuesto —dijo Thomas, recorriendo su cuerpo con la mirada—. Eso es evidente.

Laura volvió a sonreír y se alisó la larga cola de caballo que le colgaba sobre el hombro.

—Un hombre como su padre todavía tiene necesidades sexuales —explicó Thomas.

—Estoy segura de que usted, como médico, lo sabe mejor que nadie —replicó Laura.

Descruzando las piernas, se inclinó hacia delante. Era evidente que no llevaba sostenes.

Thomas se puso de pie y rodeó el escritorio, hasta colocarse frente a Laura, estaba convencido de que no había ido a hablar de su padre.

—Comprendo muy bien esas necesidades porque estoy casado con una mujer que padece una enfermedad crónica, que la debilita.

Laura sonrío.

—Como ya le dije, ojalá pudiera hacer algo por usted. —Se puso de pie y se apoyó contra Thomas—. ¿Se le ocurre algo?

Thomas la llevó al consultorio, tenuemente iluminado. Con lentitud, la ayudó a quitarse el vestido, a su vez, también él se desnudó, dejando cuidadosamente la ropa en una silla. Cuando se volvió para mirarla, comprobó, con alegría, que su erección era completa.

—¿Qué te parece? —preguntó, con las manos extendidas a ambos lados del cuerpo.

—Me encanta —respondió Laura, tendiéndole los brazos.

Tras haberse preocupado tanto por las dificultades que pudiera plantearle el conducir, Cassi se alegró de que el viaje hasta su casa fuera tan agradablemente tranquilo. Lo que más le costó fue caminar desde el garaje hasta la casa. Había olvidado lo pronto que oscurecía en pleno mes de diciembre.

La casa estaba oscura como boca de lobo. Cassi encontró una nota de Harriet, explicándole cómo debía calentar la comida.

Cada vez que Harriet se enteraba de que Thomas no iría a casa, se iba temprano. Y aunque casi nunca hablaba con la mujer, Cassi habría preferido no encontrarse tan sola.

Recorrió la casa encendiendo luces a su paso, con la esperanza de que el lugar adquiriese un aspecto un poco más alegre. El viejo edificio, con sus enormes habitaciones, le resultó particularmente helado, y sus pasos resonaron en las vacías habitaciones. Se suponía que la calefacción estaba encendida, pese a lo cual, Cassi veía el chorrito de vapor que salía de su boca cada vez que respiraba.

Arriba, la sala de estar se notaba bastante menos fría, casi confortable. Encendió la estufa de cuarzo suplementaria que tenía en el baño principal. Después de hacerse la prueba de azúcar en la sangre, Cassi se puso la habitual inyección de insulina y luego se duchó.

Trató de no pensar demasiado. Su crisis emocional la había dejado cansada y no le había solucionado nada. Le constaba que Joan tenía razón acerca de la dependencia que sentía hacia su marido, y eso le recordó lo identificada que se había sentido con Maureen Kavenaugh. Al igual que su paciente, se veía desesperanzada, tímida y llena de temores. Se preguntó si aun cuando comprendiera su problema, también ella carecería de la posibilidad de ser dueña de su vida. Entonces, en una especie de relámpago de horror, se dio cuenta de hasta qué punto se negaba a ver la realidad. Uno de los motivos que la había llevado a sospechar que Thomas abusaba de las drogas eran las pupilas de su marido. Últimamente no eran más que puntitos, cuando la realidad era que la dexedrina dilataba las pupilas. Las drogas que reducían el tamaño de las pupilas eran otras. Otras en las que no quería pensar.

Sintió que empezaban a sudarle las palmas de las manos.

Ignoraba si aquella transpiración era debida a su repentino terror o a una descarga de insulina. Rezó, suplicando que sus temores fueran infundados, y se obligó a dirigirse al despacho de Thomas.

Encendió la luz e inspeccionó todos los detalles de la habitación. Recordó, a pesar suyo, las consecuencias de su anterior incursión en el despacho y tuvo que luchar contra el impulso de huir en seguida de allí.

El botiquín del baño estaba exactamente igual que lo encontró dos meses antes: en completo desorden. No había nada sospechoso. Se acuclilló, para ver la parte inferior del lavabo.

Nada. Después inspeccionó a conciencia el armario de las toallas. Tampoco encontró nada.

Algo aliviada, regresó al despacho. Aparte el escritorio y el sillón de cuero que su marido utilizaba para leer, había un sofá-cama, con una mesita y una lámpara en cada extremo, una pared enteramente cubierta de estantes llenos de libros y una cómoda antigua con patas en forma de garras. Cubría el suelo una enorme alfombra de Tabriz.

Cassi se acercó al escritorio. Era un mueble imponente, que había pertenecido al abuelo de Thomas. Al tocar la fría superficie, la asaltó la misma desagradable sensación que una vez sintió de chica, al curiosear en el dormitorio de sus padres. Se encogió de hombros y abrió el cajón del medio. Vio unas bandejas de plástico con divisiones llenas de gomas, clips y otros objetos de escritorio. Abrió el cajón por completo y levantó con cuidado los blocks de papel que había detrás. No encontró nada fuera de lo común. Satisfecha, estaba a punto de cerrarlo, cuando le pareció oír un portazo. Miró por la ventana y vio que en el departamento de Patricia, encima del garaje, había luz. No había oído llegar el auto, pero eso no la sorprendió demasiado. Con las ventanas cerradas, los ruidos exteriores no llegaban bien al interior. Vio que la puerta del garaje estaba cerrada. ¿La habría cerrado ella? No lo recordaba.

Instantes después, oyó pasos en el vestíbulo. El pánico le formó un nudo en la boca del estómago. Sin duda se trataba de Thomas, que había regresado. Después de su conversación con Patricia, se pondría furioso si la encontraba allí. Miró nerviosamente a su alrededor, preguntándose si podría huir por el cuarto contiguo. Pero la puerta se abrió antes de que pudiera moverse.

Era Patricia, que al ver a Cassi se mostró tan sorprendida como Cassi al verla a ella. Las dos mujeres se quedaron mirándose con expresión de incredulidad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Patricia al fin.

—Era exactamente lo que yo le iba a preguntar —replicó Cassi.

—He visto luz aquí y he pensado que quizá Thomas había vuelto. Y puesto que soy su madre, creo que tengo derecho a verlo.

Inconscientemente, Cassi asintió, como si estuviera de acuerdo con las palabras de su suegra. En realidad, siempre le había resultado irritante que Patricia tuviera llaves de la casa y que entrara cuando quisiera.

—Esa es la explicación de mi presencia aquí —agregó Patricia—. Y tú, ¿por qué has venido?

Cassi sabía que podría haber dicho simplemente que aquella era su casa y tenía todo el derecho del mundo a estar donde le apeteciera. Pero no lo hizo. Se lo impidió su complejo de culpa.

—Aunque me dé rabia, imagino lo que estás haciendo aquí —concluyó Patricia desdeñosamente—. ¡Estás curioseando las cosas de mi hijo mientras él está en el hospital, salvando vidas! ¿Qué clase de esposa eres?

La pregunta de Patricia quedó flotando en el aire, como una descarga eléctrica. Cassi ni siquiera trató de contestar. Ella misma había empezado a preguntarse qué clase de esposa era.

—¡Creo que debes salir inmediatamente de esta estancia! —ordenó Patricia en tono cortante.

Cassi no se opuso. Pasó junto a su suegra con la cabeza baja.

Patricia la siguió y cerró la puerta. Sin mirar hacia atrás, Cassi bajó la escalera y se encaminó a la cocina. Oyó que se cerraba la puerta de la calle y supuso que Patricia se habría marchado. Le diría a Thomas que Cassi había estado en su despacho. Era inevitable.

Miró con desagrado la comida que Harriet había dejado preparada sobre la cocina, pero sabía que después de su dosis de insulina necesitaba cierta cantidad de calorías. Se obligó a tragar la comida recalentada y decidió que regresaría al despacho y terminaría de revisarlo. Ya que la habían pescado con las manos en la masa, no tenía nada que temer, aparte lo que tal vez pudiera encontrar.

Aún era posible que apareciera Thomas, pero estaría atenta por si oía ruido del motor del «Porsche». Para no exponerse a un nuevo enfrentamiento con Patricia, cerró las pesadas cortinas que cubrían las ventanas y utilizó una linterna, como si fuese una ladrona. Fue directamente al escritorio y empezó por los cajones laterales, revisando primero el de arriba. No fue necesario que se esforzara demasiado. En la parte trasera del segundo cajón, dentro de una caja, encontró una serie de envases de plástico. Algunos estaban vacíos, pero la mayor parte no habían sido abiertos. En las etiquetas de todos los envases figuraba el nombre de un doctor, Allan Baxter, que había prescrito el medicamento. Y todas estaban fechadas dentro de los últimos tres meses.

Además de la dexedrina, había otras dos clases de pastillas; Cassi extrajo con cuidado una de cada envase. Volvió a colocar los envases en la caja y cerró el cajón. Apagó la linterna, abrió las cortinas y volvió rápidamente a su dormitorio. Cuando sacó su Vademécum y comparó las pastillas con las fotografías de identificación, comprendió que sus sospechas no eran infundadas.

«¡Oh, Dios! —exclamó en voz alta—. ¡Que tome dexedrina cuando está extenuado, pase, pero el Percodán y el Talwin son algo completamente distinto!». Cassi rompió a llorar por segunda vez aquel día. Ahora ni siquiera trató de contener sus sollozos. Se arrojó sobre la cama y lloró desconsoladamente.

Cuando Doris fue a la cocina, Thomas llamó a la centralita del hospital. Dio el número de teléfono de Doris, y le advirtió que era para uso exclusivo del residente de cirugía torácica de guardia. No debía darle el número a nadie más y, en caso de que tuviera alguna duda, debería llamarlo ella misma.

Pese al interludio con Laura, Thomas decidió no faltar a su corta cita con Doris. Lo desilusionaba que el paciente a quien había sometido a un cateterismo cardíaco hubiera sufrido un segundo infarto que le impedía operarlo enseguida. Pero no estaba dispuesto a arruinar aún más aquella noche recorriendo el largo trayecto hasta su casa.

Doris le abrió en cuanto oyó el portero automático. Al llegar al segundo piso, la encontró mirando hacia el rellano por la puerta entreabierta. Al abrirla, Thomas comprendió el porqué de su actitud. Llevaba una blusa negra, corta y transparente, que le cubría aproximadamente la misma zona del cuerpo que ocultaría un traje de baño de una sola pieza.

—«Glenlivet» con «Perrier» —dijo Doris, alargándole un vaso y apretándose contra él aun antes de que Thomas lograra quitarse el abrigo.

Thomas cogió el vaso con una mano y apoyó la otra en las nalgas de Doris. La única iluminación del cuarto provenía de una lámpara de aceite, estilo escandinavo, que teñía el ambiente de tonos cálidos y dorados. La mesa estaba preparada y en ella se veía una botella de vino descorchada.