A la mañana siguiente, Cassi se puso su insulina y se desayunó sin ver para nada a Thomas. A las ocho, ella empezó a preocuparse. Su costumbre los sábados era salir a las ocho y cuarto, para que Thomas tuviera tiempo de ver a sus pacientes antes de los coloquios y Cassi pudiera concentrarse en su propio trabajo.
Depositando sobre el escritorio el artículo que había estado leyendo y después de ajustarse el cinturón de la bata, Cassi salió de la sala de estar, atravesó el vestíbulo y se detuvo a escuchar frente a la puerta del estudio de Thomas. No oyó el menor sonido. Golpeó suavemente y esperó. Nada. Probó el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave. Thomas se hallaba profundamente dormido con el despertador en la mano. Por lo visto, después de pararlo, se volvió a quedar dormido. Cassi se le acercó y lo sacudió con suavidad. Su marido siguió dormido. Lo sacudió con más fuerza, y Thomas abrió los ojos enrojecidos, pero la miró como si no la conociera.
—Siento despertarte, pero son más de las ocho. Y supongo que quieres ir al coloquio, ¿verdad?
—¿El coloquio? —preguntó Thomas, confundido. Entonces pareció comprender—. ¡Por supuesto que quiero ir al coloquio! Dentro de cinco minutos bajaré a comer un bocado. Y saldremos dentro de veinte minutos como máximo.
—Hoy no iré al hospital —anunció Cassi, con la expresión más alegre posible—. En Psiquiatría no me esperan, y tengo muchísimo que leer. Traje a casa una bolsa llena de artículos.
—Como quieras —dijo Thomas, sentándose—. Yo estoy de guardia esta noche, así que no sé cuándo volveré. Te avisaré más tarde.
Cassi bajó a la cocina a preparar algo para que Thomas comiera en el auto.
Thomas se sentó en el borde de la cama y sintió que la habitación giraba a su alrededor. Esperó que su visión se aclarara, mientras cada latido de su pulso le repiqueteaba como un martillo dentro de la cabeza. Se dirigió al escritorio, en busca de una de las botellas de plástico. Después fue al baño.
Evitando mirarse en el espejo, trató de extraer del frasco una de las pequeñas píldoras triangulares anaranjadas. No le resultó tarea fácil, y dejó caer varias al piso antes de conseguir meterse una en la boca y tragarla con un poco de agua.
Cuando Thomas desapareció en el garaje, Cassi permaneció mirándolo desde la ventana del living. A pesar de estar esta cerrada, ella alcanzó a oír el rugido del «Porsche» cuando su marido puso el auto en marcha. Se preguntó hasta qué punto retumbaría la máquina en el departamento de Patricia. En ese momento comprendió que jamás había visitado a su suegra ni una sola vez durante los tres años que llevaba casada.
Siguió mirando por la ventana hasta que el «Porsche» de Thomas se perdió en la niebla que ocultaba las salinas. Pero, aunque ya no lo veía, siguió oyendo el motor del auto y los cambios de marcha que hacía Thomas. Por fin, el ruido desapareció, y la envolvió la quietud de la casa desierta.
Al mirarse las palmas de las manos, Cassi notó que estaban húmedas. Su primer pensamiento fue que experimentaba una leve reacción insulínica. Pero en seguida se dio cuenta de que era producto de sus nervios. Estaba decidida a violar el estudio de su marido. Siempre había creído que la confianza y la intimidad eran aspectos indispensables en una relación sincera, pero simplemente tenía que saber si Thomas estaba tomando tranquilizantes u otras drogas. Había cerrado los ojos durante meses, con la esperanza de que las relaciones entre ellos mejoraran. Pero no podía continuar más tiempo una espera pasiva. Cuando abrió la puerta del estudio, tuvo la sensación de ser una ladrona: una pésima ladrona. Cualquier sonido de la casa la sobresaltaba.
—¡Dios mío! —Exclamó en voz alta—. ¡Te estás portando como una idiota!
El sonido de su propia voz la tranquilizó. Como esposa de Thomas, podía entrar en cualquier habitación de la casa. Sin embargo, en muchos sentidos seguía sintiéndose como una visitante.
El despacho estaba bastante desordenado. El sofá-cama seguía abierto, y las mantas estaban en el suelo. Miró hacia el escritorio y entonces vio abierta la puerta del baño. Revisó el botiquín. Encontró objetos de afeitado, dos analgésicos habituales, varios cepillos de dientes viejos y algunos frascos de tetraciclina con fecha vencida. Examinó todos los paquetes y los envases.
No encontró nada ni remotamente sospechoso.
Cuando ya iba a abandonar el cuarto de baño, vio algo de color en el piso de mosaicos blancos. Se inclinó y recogió una pequeña píldora triangular, color naranja, con la inscripción SKF-E-19. Le pareció familiar, pero no consiguió identificarla.
Regresó al despacho de Thomas y revisó los estantes de la biblioteca en busca del Vademécum. Al no encontrarlo, volvió a su sala de estar y tomó el suyo. Pasó las páginas con rapidez, hasta llegar a la sección de identificación de productos. ¡Era dexedrina!
Con la píldora todavía en la mano, Cassi clavó la vista en el mar. Un velero solitario surcaba lentamente las aguas. Aquello la ayudó a poner en orden sus pensamientos. Sentía una extraña mezcla de alivio y de ansiedad, ansiedad provocada por la confirmación de sus temores: era probable que Thomas estuviera tomando drogas. En cambio, la aliviaba la naturaleza de la píldora que había encontrado: dexedrina. Le resultaba fácil imaginar que un luchador como Thomas tomara ocasionalmente un «excitante» para poder mantener su ritmo de trabajo casi sobrehumano. Cassi tenía plena conciencia de la cantidad de operaciones que llevaba a cabo su marido. Comprendía perfectamente que cayera en la trampa de tomar una que otra píldora para agudizar su atención cuando estaba demasiado extenuado.
Pero, por más esfuerzos que hizo por tranquilizarse, seguía teniendo miedo. Conocía los peligros que entrañaba el abuso de la dexedrina, y se preguntó hasta qué punto sería ella responsable de la necesidad que sentía Thomas de ingerir drogas y desde cuándo lo hacía.
Dejó sobre el escritorio la inocente píldora y volvió a poner el libro en el estante. Durante un momento lamentó haber entrado en el despacho de Thomas y haber encontrado la píldora. Le hubiera resultado mucho más fácil ignorar la situación. Después de todo, posiblemente no fuese más que un problema pasajero, y si le llegaba a decir algo, sólo conseguiría enfurecerlo.
«Tienes que hacer algo», se dijo, tratando de tomar una resolución. Por ridículo que fuese, la única persona con cierta ascendencia sobre Thomas era Patricia. Y pese a que no tenía ganas de hablar del tema con nadie, estaba segura de que a Patricia le interesaba muchísimo el bienestar de su hijo. Después de sopesar brevemente las ventajas de tal actitud, decidió hablar de ello con su suegra. Si Thomas había estado abusando de la dexedrina durante mucho tiempo, era necesario que alguien interviniera.
Decidió que lo primero que había de hacer era ponerse presentable. Se quitó la bata y el camisón y se metió en la ducha.
Thomas disfrutaba presentando casos en las reuniones.
Asistían todos los integrantes de los departamentos de clínica y cirugía, incluyendo a los residentes y médicos jóvenes en prácticas. Aquel día, el anfiteatro MacPherson estaba tan atestado de gente, que algunos se vieron obligados a sentarse en los escalones que conducían al estrado. Las intervenciones de Thomas siempre atraían multitudes, aun cuando, como aquel día, compartiera el coloquio con George.
Cuando Thomas terminó su charla titulada Seguimiento a largo plazo de pacientes sometidos a by-pass coronarios, todos los asistentes rompieron en un aplauso entusiasta. La intensidad de trabajo realizado por Thomas era suficiente como para impresionar a cualquiera y, en vista de los excelentes resultados que obtenía, las estadísticas parecían sobrehumanas.
Cuando dijo que estaba dispuesto a contestar preguntas, desde el piso superior alguien gritó que le gustaría saber que clase de régimen alimenticio seguía Thomas para tener tanta energía. El público ansioso de un toque de humor, prorrumpió en una estruendosa carcajada.
Al cesar las risas, Thomas enunció su conclusión:
—Creo que, en base a las estadísticas que acabo de presentar, ya no puede haber dudas en cuanto a la eficacia de procedimiento del by-pass coronario.
Reunió sus papeles y se sentó junto al doctor George Sherman, ante el estrado.
El tema de George se titulaba: Un caso interesante para la enseñanza.
Thomas se quejó en lo más hondo de su ser y miró esperanzado hacia la puerta de salida. Tenía un terrible dolor de cabeza que, desde su llegada al hospital, se intensificaba por momentos. «¡Qué tema tan ridículo el de George!», pensó.
Miró a su colega con creciente irritación mientras este se acercaba al estrado y soplaba en el micrófono para asegurarse de que funcionaba. No contento con eso, le dio un golpecito con el anillo. Satisfecho, empezó a hablar.
El caso se refería a un hombre de veintiocho años, llamado Jeoffry Washington, quien había contraído una aguda fiebre reumática a los diez años de edad. Durante esa época estuvo muy grave y permaneció largo tiempo internado en un hospital. Superada la fase álgida de la enfermedad, le quedó como secuela un soplo holosistólico, lo cual indicaba que la válvula mitral había quedado gravemente dañada. A lo largo de los años, el problema se fue agravando cada vez más, hasta el punto de que fue necesario operarlo para reemplazar la válvula dañada.
En ese momento fue introducido Jeoffry Washington en silla de ruedas, en el anfiteatro, para presentarlo a los asistentes.
Se trataba de un negro delgado, de aspecto inocente, facciones muy marcadas, ojos brillantes y piel de un tono roble claro.
Echó la cabeza hacia atrás y miró fijamente a las personas que lo observaban.
Cuando retiraban a Jeoffry de la sala, la mirada del negro se encontró por casualidad con la de Thomas, Jeoffry saludó con un ligero movimiento de cabeza y sonrió. Thomas le devolvió el saludo. No podía por menos de sentir piedad del joven. Pero, por trágica que fuese su historia, era también bastante común.
Thomas había operado a cientos de pacientes con historiales parecidos.
Cuando Jeoffry se retiró, George regresó al estrado.
—El Sr. Washington tiene ya turno para ser operado, a fin de reemplazarle la válvula mitral, pero al hacerle el historial clínico, descubrimos un hecho interesante. Hace un año, el Sr. Washington tuvo una pulmonía producida por el Pneumocystis carinii.
Se oyó un murmullo de excitación.
—Supongo —dijo George tratando de sofocar el murmullo que no es necesario recordar que esa enfermedad sugiere la existencia de SIDA, o Síndrome de inmunodeficiencia Adquirida, que, efectivamente, se encontró en este enfermo. En realidad, las preferencias sexuales de Jeoffry Washington nos dicen que se trata de un homosexual cuyo estilo de vida aparentemente provoca la inmunodeficiencia.
En ese momento, Thomas comprendió el significado del comentario que le había hecho George la tarde anterior en la sala de descanso de los cirujanos. Cerró los ojos y trató de dominar su creciente furia. Obviamente, Jeoffry Washington era un ejemplo de aquellos casos que le quitarían horas de quirófano y camas para sus pacientes. Thomas no era el único que tenía reservas respecto a la conveniencia de operar a Jeoffry. Uno de los internos levantó la mano, y George le concedió la palabra.
—En vista de que tiene SIDA —dijo el interno—, yo cuestionaría seriamente la conveniencia de someter al paciente a una operación cardíaca.
Varios asistentes levantaron la mano, y George les fue dando la palabra por turno. La animada discusión que se produjo hizo que la conferencia durara más de lo habitual, y cuando se dio oficialmente por terminada, numerosos grupos permanecieron en el anfiteatro para seguir sobre el caso.
Thomas intentó marcharse, pero Ballantine se puso de pie y se lo impidió.
—¡Excelente conferencia! —exclamó con amplia sonrisa.
Thomas asintió. Lo único que quería era irse de una vez. La cabeza le dolía como si se la apretaran con una prensa.
George Sherman se acercó a Thomas y le dio unas palmaditas en la espalda.
—¡Vaya si los hemos entretenido esta mañana! Debimos haber cobrado entrada.
Thomas se volvió lentamente para ver el rostro sonriente y satisfecho de George.
—Si quieres que te diga la verdad, creo que la conferencia ha sido sólo una maldita farsa.
Se produjo un silencio incómodo, y los dos hombres permanecieron mirándose en medio de la multitud.
—Muy bien —dijo, George, por fin—. Supongo que tienes derecho a pensar lo que quieras.
—Dime: ese pobre tipo, Jeoffry Washington, a quien has exhibido como si se tratara de una curiosidad, ¿ocupa una de las camas de cirugía quirúrgica?
—¡Por supuesto! —exclamó George, cuya ira también crecía—. ¿Dónde crees que va a estar? ¿En la cafetería?
—Por favor, no sigan —intervino Ballantine.
—Yo te diré dónde debería estar —replicó secamente Thomas dando golpecitos en el pecho de George con el índice—. Debería estar en el piso de clínica médica, para ver si se puede hacer algo por solucionar su problema de inmunodeficiencia. Después de haber tenido una neumonía provocada por Pneumocystis carinii, es muy posible que muera antes de que el problema cardíaco ponga en peligro su vida.
George apartó la mano de Thomas antes de responderle.
—Tal como te he dicho, creo que tienes derecho a expresar tus propias opiniones. Pero sucede que yo creo que el Sr. Jeoffry Washington es un excelente caso de enseñanza.
—¡Un excelente caso de enseñanza! —Se burló Thomas—. Este hombre está clínicamente enfermo. No debería ocupar una de las escasas camas de cirugía. Necesitamos esa cama para otros pacientes. ¿No comprendes? ¿Para estas tonterías tengo que hacer esperar a mis pacientes, personas que están en condiciones de hacer verdaderas contribuciones a la sociedad una vez curados?
George volvió a golpear con gesto impaciente la mano de Thomas.
—¡No me toques! —exclamó furioso.
—¡Caballeros! —intervino Ballantine, poniéndose entre ambos.
—No sé si Thomas conoce el significado de esa palabra —replicó George.
—¡Escucha, pedazo de mierda! —Gruñó Thomas, aferrando a George por la camisa a pesar de que Ballantine se había interpuesto entre ellos—. Con tus casos, estás convirtiendo nuestro programa en una farsa, simplemente para mantener lo que tú llamas el plan de enseñanza.
—Te aconsejo me sueltes la camisa —advirtió George, rojo de ira.
—¡Basta! —gritó Ballantine, apartando de un tirón la mano de Thomas.
—Nuestra tarea consiste en salvar vidas —dijo George apretando los dientes—. No en juzgar a los pacientes para decidir quién es más digno. Eso es algo que sólo Dios puede decidir.
—Esa es justamente la cuestión —replicó Thomas—. Eres tan imbécil que no te das cuenta de que eres tú el que está juzgando y decidiendo quién debe vivir. Y el problema radica en que tus decisiones son una porquería. Cada vez que me niegas un turno en el quirófano, condenas a muerte a un paciente potencialmente sano.
Thomas giró sobre sus talones y abandonó el anfiteatro.
George respiró profundamente y se arregló la camisa.
—¡Qué tío más pedante es ese Kingsley!
—Sí, es arrogante —convino Ballantine—. Pero ¡qué buen cirujano es! ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —respondió George—. Confieso que he estado a punto de arrearle un trompazo. ¿Sabe?, creo que Kingsley nos va a traer problemas. Espero que no llegue a sospechar.
—En ese sentido, su arrogancia nos puede ayudar.
—Hemos tenido suerte, a propósito, ¿ha notado el temblor de Thomas?
—No —respondió Ballantine, sorprendido—. ¿Qué temblor?
—Le ocurre de vez en cuando —replicó George—. Hace un mes que se lo noto, y antes tenía el pulso muy firme. He visto cómo temblaba mientras hacía su presentación.
—Muchos se ponen nerviosos cuando tienen que hablar en público.
—De acuerdo —dijo George—, pero también tenía ese temblor cuando le comuniqué la muerte de Wilkinson.
—Prefiero no hablar de Wilkinson —replicó Ballantine, mirando el anfiteatro, que poco a poco se iba quedando vacío. Sonrió a un conocido—. Es posible que simplemente esté tenso.
—Tal vez —admitió George, no demasiado convencido—. Pero sigo pensando que nos va a causar problemas.
Cassi se arregló para su visita a Patricia como si fuese la primera vez que iba ver a su suegra. Eligió con mucho cuidado una falda de lana azul marino, chaqueta del mismo color, y una de sus blusas blancas de cuello alto. Cuando se disponía a salir, se miró las uñas, vio que estaban fatales y decidió quitarse el esmalte viejo y volvérselas a pintar. Cuando las uñas estuvieron secas, decidió que no le gustaba el peinado, así que se cepilló el pelo y se lo volvió a peinar.
Por fin, cuando ya no encontró más pretextos para posponer la entrevista, cruzó el patio que separaba la casa principal del garaje. Hacía un frío espantoso. Cuando tocó el timbre de la casa de Patricia, Cassi vio el vapor de su aliento en el aire gélido. Nadie contestó. Se puso de puntillas y miró a través de la ventanita de la puerta, pero sólo alcanzó a ver una serie de peldaños de la escalera. Volvió a tocar el timbre, y esta vez pudo ver que su suegra bajaba lentamente la escalera y se asomaba para ver quién era.
—¿Qué quieres, Cassandra?
Sorprendida al ver que Patricia no le abría, Cassi permaneció un instante en silencio. No tenía ganas de gritar a voz en cuello el motivo de su visita.
—Quiero hablar con usted acerca de Thomas —dijo, al fin.
Se abrió una pausa lo suficientemente larga como para que Cassi se preguntara si Patricia la habría entendido. Entonces oyó cómo descorría los cerrojos, y se abrió la puerta. Las mujeres se miraron durante un rato.
—Siento molestarla, pero… —empezó a decir Cassi. Dejó la frase incompleta.
—No me molestas —le aseguró Patricia.
—¿Puedo pasar? —preguntó Cassi.
—Supongo que sí —respondió Patricia, empezando a subir la escalera—. No te olvides de cerrar bien la puerta.
A Cassi la alegró cerrar la puerta en aquella mañana tan fría y húmeda. Después subió la escalera siguiendo a Patricia y se encontró en un pequeño apartamento, suntuosamente amueblado con profusión de terciopelo victoriano rojo y puntillas blancas.
—¡Este cuarto es una belleza! —exclamó Cassi.
—Gracias. El rojo es el color favorito de Thomas.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Cassi, que siempre había creído que el color preferido de su esposo era el azul.
—Paso mucho tiempo aquí —explicó Patricia—. Quise que fuera un lugar confortable y cálido.
—Y lo es —admitió Cassi, que entonces vio por primera vez un cochecito, un caballito y otros juguetes infantiles.
Patricia, como sí adivinara los pensamientos de Cassi, se sintió obligada a dar una explicación.
—Son algunos de los antiguos juguetes de Thomas. A mi me resultan muy decorativos, ¿y a ti?
—Por supuesto —respondió Cassi.
Consideró que los juguetes tenían cierto atractivo, pero que parecían algo fuera de lugar en aquel ambiente lujoso.
—¿Te gustaría una taza de té? —sugirió Patricia.
De repente, Cassi comprendió que su suegra estaba tan incómoda como ella.
—Me encantaría —respondió sintiéndose algo más a gusto.
La cocina de Patricia era funcional, con blancos armarios metalizados, una antigua nevera y una pequeña cocina a gas. Patricia puso la tetera al fuego y sacó las tazas. Después cogió una bandeja de madera que había sobre la nevera.
—¿Con leche o con limón? —preguntó.
—Con leche —respondió Cassi.
Mientras su suegra buscaba la lechera, Cassi advirtió que debía recibir muy pocas visitas. Con cierta sensación de culpa, se preguntó por qué no se habrían hecho más amigas. Trató de exponer el problema de Thomas, pero el abismo que siempre había existido entre ellas la obligó a guardar silencio. Sólo cuando se sentaron en la sala frente a las tazas de té, hizo acopio de valor para empezar.
—He venido para hablar con usted acerca de Thomas.
—Sí, ya me lo has dicho —replicó amablemente Patricia. La anciana se mostraba mucho más cálida y parecía agradarle la visita de su nuera.
Cassi suspiró y dejó su taza de té en una mesita.
—Estoy preocupada por él. Creo que trabaja demasiado y…
—Es así desde que empezó a andar —la interrumpió Patricia—. Desde el día en que nació se mostró como un ser muy activo y un triunfador nato. Pero te aseguro que, para mantenerlo recto, tuve que trabajar veinticuatro horas al día. Desde antes de aprender a andar hizo siempre su santa voluntad, y me costó mucho inculcarle un sentido de disciplina. En realidad, desde el día en que lo traje a casa desde la clínica…
Al oír hablar a Patricia, Cassi advirtió hasta qué punto Thomas seguía siendo el centro de la vida de la anciana. Al fin comprendió por qué Patricia quería vivir allí, a pesar de estar tan aislada. Cuando su suegra hizo una pausa para beber el té, se dedicó a observarla y notó que Thomas se parecía muchísimo a su madre. El rostro de Patricia era más delgado, y sus facciones más delicadas, pero tenían los mismos rasgos angulosos y aristocráticos. Cassi sonrió.
—Por lo visto, Thomas no ha cambiado demasiado —aseveró cuando Patricia volvió a dejar su taza.
—Yo diría que no ha cambiado nada —dijo Patricia. Después lanzó una carcajada y agregó—: Sigue siendo el chiquitín de siempre. Necesita que se le preste muchísima atención.
—Yo tenía esperanza de que ahora pudiera usted ayudar a Thomas —dijo Cassi.
—¿Ah, sí? Cassi percibió que la pasajera intimidad volvía a transformarse en sospecha. Pero decidió seguir adelante.
—Thomas le hace caso y…
—¡Por supuesto que me hace caso! Soy su madre. ¿Qué es exactamente lo que me quieres decir, Cassandra?
—Tengo motivos para sospechar que quizá Thomas se esté drogando —informó Cassi.
Fue un alivio para ella haberlo dicho al fin.
—Hace meses que lo sospecho, pero tenía esperanzas de que el problema se resolviera por sí solo.
En los ojos azules de Patricia apareció una expresión de frialdad.
—Thomas jamás ha tomado drogas —afirmó.
—Patricia, le pido por favor que me comprenda. No estoy criticando a mi marido. Estoy preocupada, y creo que usted nos puede ayudar. Thomas siempre hace lo que usted le pide.
—Si Thomas necesita mi ayuda, debe venir espontáneamente a pedírmela. Después de todo, te eligió a ti, haciendo caso omiso de mi parecer.
Patricia se puso de pie. En lo que a ella se refería, había terminado la pequeña entrevista.
Así que aquel era el quid de la cuestión. Patricia seguía estando celosa porque su pequeño había crecido lo suficiente como para casarse.
—Thomas no me eligió a mí pasando por encima de usted, Patricia —explicó Cassi sin perder la paciencia—. Buscaba una relación distinta.
—Y si la relación es distinta, ¿dónde están los hijos?
Cassi sintió que se derrumbaba su fuerza de voluntad. El tema de los hijos le tocaba una cuerda sensible y emotiva, ya que a las personas diabéticas desde el nacimiento se les advertía acerca de los riesgos que implicaba un embarazo. Miró su taza de té y comprendió que jamás debió haber hablado con su suegra.
—Nunca tendréis hijos —agregó Patricia, respondiendo a su propia pregunta—. Y yo sé por qué. Por tu enfermedad. Te consta que para Thomas es una tragedia no tener hijos. Y, además, me ha dicho que últimamente dormís separados.
Cassi levantó la cabeza, escandalizada ante las íntimas revelaciones de su marido.
—Ya sé que Thomas y yo tenemos nuestros problemas —afirmó—. Pero no he venido a hablarle de eso. Me temo que hace tiempo está tomando una droga llamada dexedrina. Aunque lo hace simplemente para poder trabajar más, puede ser peligrosa, tanto para él como para sus pacientes.
—¿Estás acusando a mi hijo de toxicómano? —preguntó Patricia en tono de enfado.
—No —respondió Cassi, incapaz de dar más explicaciones.
—¡Eso! ¡Espero que no! Mucha gente toma una pastilla de vez en cuando. Y en el caso de Thomas es comprensible. Después de todo, lo has alejado de su cama y creo que el verdadero problema está en la relación entre vosotros.
Cassi no tuvo fuerzas para discutir. Permaneció sentada en silencio, preguntándose si Patricia tendría razón.
—Lo mejor será que te vayas —agregó Patricia, tomando la taza de su nuera.
Sin pronunciar una sola palabra más, Cassi se puso de pie, bajó la escalera y salió de la casa.
Patricia cogió las tazas y se las llevó a la cocina. Había tratado infructuosamente de decirle a Thomas que era un error casarse con aquella chica. ¡Ojalá le hubiera hecho caso!
Cuando regresó a la sala de estar, se sentó junto al teléfono y marcó el número del servicio de llamadas de su hijo. Le dejó dicho que se comunicara con ella lo antes posible.
Los pacientes de Thomas estaban incómodamente distribuidos en los tres pisos de cirugía. Después de la reunión, cogió el ascensor hasta el piso dieciocho, para empezar por allí e ir bajando. Normalmente los sábados le gustaba hacer el recorrido antes de la conferencia y de la hora de visitas. Pero aquel día había llegado tarde al hospital y, por tanto, perdió mucho tiempo tranquilizando a familiares nerviosos. Aquella gente lo seguía cuando abandonaba la habitación del paciente y permanecía de pie en el vestíbulo haciéndole interminables preguntas hasta que, desesperado, conseguía alejarse para examinar al enfermo siguiente, donde la escena volvía a repetirse.
Fue un alivio para él llegar a la sala de terapia intensiva, donde pocas veces se permitían visitas. Al entrar, recordó el desagradable incidente que había protagonizado con George Sherman. Por comprensible que hubiese sido su reacción, a Thomas le sorprendía y desilusionaba su propia actitud.
En terapia intensiva, examinó a los tres pacientes que había operado el día anterior. Todos estaban en perfectas condiciones. Les habían quitado las sondas y hasta habían ingerido algún alimento por vía oral. Los electrocardiogramas, la presión arterial y todos los demás signos vitales eran normales y estables, el Sr. Campbell había sufrido breves crisis de arritmia cardíaca, pero el problema fue controlado cuando se le descubrió una dilatación gástrica. Thomas averiguó el nombre del residente que lo había diagnosticado. Quería felicitarlo en cuanto se le presentara la oportunidad.
Thomas se acercó a la cama del Sr. Campbell. El hombre le dedicó una leve sonrisa. Después intento hablarle.
—¿Qué dice, Sr. Campbell? —preguntó Thomas, inclinándose sobre la cama del paciente.
—Necesito orinar —respondió Campbell en voz baja.
—Tiene una sonda en la vejiga —le dijo Thomas.
—A pesar de todo, necesito orinar —volvió a decir el Sr. Campbell.
Thomas se dio por vencido.
Dejaría que el personal de enfermería discutiera con el paciente.
Al volverse para abandonar terapia intensiva, dirigió una mirada a la cama contigua a la del Sr. Campbell. Era uno de los desastres de Ballantine. El paciente había sufrido una embolia gaseosa en el cerebro durante la operación y estaba hecho un vegetal viviente que dependía por completo de un pulmotor; pero con los cuidados y atenciones que se le brindaban en el Memorial, podía vivir indefinidamente.
Thomas notó que una mano se apoyaba en su hombro. Se volvió y le sorprendió encontrarse cara a cara con George Sherman.
—Thomas —explicó George—. Me parece saludable que tengamos desacuerdos, aunque sólo sea por obligarnos a examinar nuestras mutuas posiciones. Pero me angustia pensar que se pueda haber creado una animosidad entre nosotros.
—Estoy avergonzado de mi comportamiento —confesó Thomas.
Era lo más cercano a una disculpa que se podía esperar de él.
—Yo también me acaloré demasiado —admitió George. Dejó de mirar a Thomas y observó junto a qué cama se había detenido su colega—. ¡Pobre Sr. Darwick! ¡Hablamos de la falta de camas! Esta es otra que bien podríamos usar.
Thomas sonrió, a pesar suyo.
—Pero el problema es que el Sr. Harwick va a estar aquí mucho tiempo —agregó George—, a menos que…
—¿A menos qué? —preguntó Thomas.
—A menos que desenchufemos el aparato —respondió George sonriendo.
Thomas hizo ademán de alejarse, pero George lo sujetó suavemente.
—Dime —preguntó George—, ¿te atreverías a desenchufar el pulmotor?
—No, sin hablar antes con Rodney Soddard —respondió Thomas en tono sarcástico—. ¿Y tú, George? Por lo visto pareces dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conseguir más camas.
George lanzó una carcajada y retiró el brazo.
—Todos tenemos nuestros secretos, ¿verdad? Nunca esperé que mencionaras la posibilidad de hablar con Rodney. ¡Eso sí que es bueno!
George dio a Thomas otra de sus palmaditas y se alejó, tras saludar con la mano a las enfermeras de terapia intensiva.
Thomas lo vio marcharse y después volvió a mirar al paciente, pensando en los comentarios de George. De vez en cuando, un enfermo cerebralmente muerto era desconectado del sistema que le mantenía con vida, pero ni los médicos ni las enfermeras reconocían tal hecho.
—¿Doctor Kingsley?
Thomas se volvió y se encontró con uno de los empleados de terapia intensiva.
—Lo llaman de su servicio.
Miró una vez más al paciente de Ballantine y se dirigió hacia el escritorio central, pensando en cómo Ballantine podía delegar sus casos difíciles. Estaba convencido de que aquellas «inesperadas» e «inevitables» tragedias no se producirían si fuera él el encargado de las operaciones.
Thomas atendió el teléfono con evidente irritación. Cada vez que lo llamaban, invariablemente se trataba de una mala noticia. Sin embargo, ahora simplemente le dijeron que se comunicara cuanto antes con su madre.
Perplejo, Thomas hizo la llamada. A menos que fuera algo importante, su madre jamás lo molestaba durante el día.
—Lamento molestarte, querido —dijo Patricia.
—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.
—Se trata de tu mujer.
Hubo una pausa. Thomas sintió que se le acababa la paciencia.
—Mamá, estoy muy ocupado.
—Esta mañana tu mujer me ha hecho una visita.
Durante una fracción de segundo, Thomas pensó que Cassi tal vez se habría referido a su impotencia de la noche anterior.
Entonces comprendió que eso era absurdo. Pero la siguiente declaración de su madre le resultó aún más alarmante.
—Me ha dado a entender que eres una especie de toxicómano. Creo que se ha referido a la dexedrina.
Thomas estaba tan furioso, que casi no podía hablar.
—¿Qué… qué más ha dicho? —tartamudeó al fin.
—¿Te parece poco? Ha dicho que abusabas de las drogas. Te advertí que tuvieras cuidado con esa chica, pero te negaste a escucharme. ¡Ah, no! Tú lo sabías todo…
—Esta noche hablaremos —replicó Thomas, cortando la comunicación con el dedo índice.
Sin soltar el teléfono, luchó por dominar su furia. Por supuesto que tomaba una pastilla de vez en cuando. Todo el mundo lo hacía. ¿Cómo se atrevía Cassi a exagerar aquello ante su madre? ¡Que abusaba de las drogas! ¡Dios mío! Una píldora de cuando en cuando no significaba que fuese un toxicómano.
Impulsivamente, marcó el número de Doris. Se puso su secretaria.
—¿Te gustaría un poco de compañía? —sugirió Thomas.
—¿Cuándo? —preguntó a su vez Doris, llena de entusiasmo.
—Dentro de unos minutos. Estoy en el hospital.
—Me encantaría.
Thomas cortó la comunicación. Sintió cierto temor. ¿Y si le sucedía con Doris lo mismo que le había ocurrido la noche anterior con Cassi? Convencido de que era mejor no pensar en ello, Thomas visitó apresuradamente al resto de sus enfermos.
Doris vivía a sólo un par de manzanas del hospital, en Bay State Road. Mientras Thomas se encaminaba hacia su apartamento, no podía dejar de pensar en lo que había hecho Cassi.
¿Para qué lo provocaba así? No tenía sentido. ¿Creería que él no se iba a enterar? Quizá trataba de vengarse de él de una manera tan ilógica. Thomas suspiró. El haberse casado con Cassi no era el sueño que había creído entrever. Era tanta la gente que la ponderaba, que él no dudó de que se tratara de una persona muy especial. Hasta George estaba loco por ella y le propuso casarse con ella después de salir unas cuantas veces.
Cuando pulsó el timbre del portero automático, la voz de Doris lo saludó en medio de una serie de ruidos de estática. Thomas empezó a subir la escalera y oyó que se abría la puerta del apartamento de su secretaria.
—¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó la muchacha al verlo llegar al primer rellano. Llevaba shorts y una blusa que apenas le cubría el ombligo. Su pelo, suelto, le pareció a Thomas increíblemente espeso y brillante.
Doris lo hizo entrar y cerró la puerta. Thomas observó el apartamento. Hacía meses que no iba, pero el lugar no había cambiado. La sala de estar era muy pequeña, con un simple sofá-cama frente a la pequeña chimenea. En un extremo de la estancia, una ventana daba a la calle. En la mesita de centro vio una botella y dos copas. Doris se acercó a Thomas y se apretó contra él.
—¿Quieres dictarme alguna carta? —bromeó, acariciándole la espalda.
Los temores de Thomas respecto a su potencia sexual desaparecieron en el acto.
—No es demasiado temprano como para que nos divirtamos un poco, ¿verdad? —preguntó Doris, apretándose de nuevo contra Thomas y percibiendo su excitación.
—¡No, qué va! —exclamó tumbándola en el sofá y empezando a arrancarle la ropa, presa de una tremenda excitación al comprobar hasta qué punto respondía su cuerpo a las insinuaciones de la mujer. Al penetrarla, se consoló pensando en que el problema de la noche anterior había sido culpa de Cassi. No se le ocurrió pensar que aún no había tomado aquel día ningún «Percodán».
Las enfermeras de la sala de terapia intensiva de cirugía sabían que los problemas, en particular los graves, se propagaban de una manera misteriosa. Aquella noche empezó mal, porque a las once y media sufrió un paro cardíaco una niña de once años, que había sido operada aquel día debido a la rotura del bazo. Afortunadamente pudo solventarse el problema, y el corazón de la niña volvió a latir casi de inmediato. Las enfermeras quedaron estupefactas al ver la cantidad de médicos que respondieron a la llamada de urgencia; tantos, que tropezaron unos contra otros.
—¿Por qué habrá tantos médicos en el hospital? —preguntó Andrea Bryant, la inspectora nocturna—. Desde su época de residente, es la primera vez que veo aquí al doctor Sherman un sábado por la noche.
—Debe de haber muchas emergencias en los quirófanos —respondió Trudy Bodanowitz, otra enfermera de turno.
—No, no es por eso —aseguró Andrea—. He hablado con la inspectora nocturna de cirugía y me ha dicho que sólo tenían dos casos: una emergencia cardíaca y una fractura de cadera.
—Entonces no lo entiendo —dijo Trudy, mirando su reloj. Era poco más de medianoche—. ¿Quieres que yo me haga cargo del primer turno de guardia esta noche?
Las muchachas estaban sentadas frente al escritorio central, acabando de rellenar el informe correspondiente al caso del paro cardíaco. Ninguna de las dos tenía asignada la tarea de atender a un paciente en particular, sino que, más bien, desempeñaban funciones administrativas.
—No creo que podamos alejarnos de aquí esta noche —comentó Andrea, observando el amplio escritorio en forma de U—. Esto está hecho un lío. No hay nada que rompa tanto la rutina como un paro cardíaco justamente después del cambio de guardia.
En cuanto a los complicados equipos electrónicos, la disposición de las enfermeras de terapia intensiva rivalizaba con la cabina de un «Boeing 747». Frente a ellas había pantallas de televisión en las que aparecían constantemente datos de todos los pacientes que se encontraban en la sala. Si en las pantallas se veía que los valores vitales de un enfermo se alejaban de lo normal, sonaba la alarma. Mientras las dos enfermeras charlaban, empezó a cambiar el trazado de uno de los electrocardiogramas. A medida que pasaban los minutos cruciales, el trazado regular empezó a ser cada vez más errático. Por fin sonó la alarma.
—¡Mierda! —exclamó Trudy, observando la pantalla osciloscópica.
Se puso de pie y golpeó el aparato con la mano, esperando, tal vez, que la alarma se debiera a una avería eléctrica. Entonces notó el trazado anormal del electrocardiograma y conectó el aparato a otra pantalla, sin perder por completo la esperanza de que el problema fuese de tipo mecánico.
—¿Quién es? —preguntó Andrea, observando si se producía alguna actividad anormal entre el personal sanitario.
—Harwick —respondió Trudy.
Andrea transfirió rápidamente su mirada a la cama del paciente del doctor Ballantine. No había ninguna enfermera a cargo del paciente, cosa nada extraña, porque, durante las últimas semanas, el estado del Sr. Harwick había sido completamente estacionario.
—Llama al cirujano de guardia —ordenó Trudy. El electrocardiograma del Sr. Harwick se deterioraba con rapidez—. ¡Mira! ¡Va a sufrir un paro!
Señaló la pantalla en que el electrocardiograma de Harwick mostraba las típicas señales que preceden a un paro cardíaco o a una fibrilación ventricular.
—¿Hago una llamada de urgencia? —preguntó Andrea.
Las dos mujeres se miraron.
—El doctor Ballantine ordenó claramente que no debía hacerse ninguna llamada de urgencia —respondió Trudy.
—Ya lo sé —dijo Andrea.
—Estas cosas siempre me dan una sensación espantosa —manifestó Trudy, volviendo la vista hacia el electrocardiograma—. ¡Ojalá no nos pusieran en una situación como esta! No es justo.
Mientras Trudy la observaba, la línea del electrocardiograma se hizo recta, con sólo una oscilación ocasional. El Sr. Harwick había muerto.
—Llama al residente —ordenó Trudy con enojo. Fue hasta la consola de cuidados intensivos y después se acercó al lecho del Sr. Harwick. La mascarilla de respiración llenaba y vaciaba aún de aire sus pulmones, con lo cual aparentaba seguir vivo.
—Desde luego, esto no la anima a una a dedicarse a la cirugía —dijo Andrea, colgando el teléfono.
—Me pregunto qué habrá ido mal. Su estado era tan estacionario —dijo Trudy, quien desconectó la respiración artificial.
Cesó aquel sonido siseante. El pecho del Sr. Harwick bajó y se quedó inmóvil.
Andrea estiró el brazo y cortó el goteo de suero.
—Probablemente sea así mejor. Ahora su familia podrá volver a hacer vida normal.