Cassi sentía cierta aprensión cada vez que introducía en su orina el papel reactivo. Cabía la posibilidad de que el color del papel cambiara, indicando que estaba perdiendo azúcar.
Aunque no era demasiado importante encontrar un poco de azúcar en la orina, sobre todo si ocurría de vez en cuando. Más bien se trataba de algo emocional: el hecho de perder azúcar significaba que se había descontrolado. Lo que la preocupaba era cierto aspecto psicológico de la cuestión.
La luz del cuarto de baño era escasa, lo cual la obligó a abrir un poco la puerta para observar bien el papel. No había cambiado de color. Dado que había dormido muy poco la noche anterior y además, se había tomado un yogur de frutas, no le habría sorprendido descubrir un poquito de azúcar. La alegró que estuvieran compensadas la cantidad de insulina que se aplicaba y su dieta. Su médico, el doctor Malcom Mclen, consideraba de vez en cuando la posibilidad de pasarla a un tratamiento constante de infusión de insulina, pero Cassi siempre ponía reparos.
No le gustaba la idea de alterar un tratamiento que, por lo visto, le daba resultado. No le importaba tener que ponerse dos inyecciones al día, una antes del desayuno y otra antes de la cena. Se había acostumbrado tanto a ello, que ya no le costaba trabajo.
Cerró el ojo derecho y observó el papel reactivo. Sólo percibió una vaga sensación de luz, como si estuviera mirando a través de un vidrio esmerilado. Deseó no tener aquella lesión ocular, porque, en cierto sentido, la idea de la ceguera la aterrorizaba más que la idea de la muerte. Lo mismo que todos, se sentía capaz de negar la posibilidad de la muerte. Pero negar la posibilidad de la ceguera le resultaba más difícil, porque las condiciones de su ojo izquierdo se la recordaban todos los días. El problema se le había presentado de repente. La explicación que le dieron fue que se le había reventado una venita y que la sangre había pasado a la cavidad ocular.
Mientras se lavaba las manos, Cassi se miró al espejo. Decidió que la luz del baño era halagadora y que confería a su piel una tonalidad más saludable que la que en realidad tenía. Se miró la nariz. Era demasiado pequeña para su rostro. Y sus ojos: se curvaban hacia arriba de una manera muy poco natural en las comisuras, como si tuviera el pelo demasiado estirado hacia atrás.
Cassi trató de analizarse sin concentrar su atención en un rasgo determinado. ¿Sería en realidad tan atractiva como decía la gente? Nunca se había considerado bonita. Siempre le pareció como si tuviera grabada en la frente la diabetes con letras mayúsculas. Estaba convencida de que su enfermedad era un defecto gravísimo, que todo el mundo notaba.
No siempre había sido así. Mientras cursó la Enseñanza Media, Cassi trató de reducir su enfermedad a un aspecto poco importante de su vida, encerrarla en una especie de compartimiento estanco. Y, aunque tenía plena conciencia de los remedios que debía tomar y de la dieta que debía seguir, se negaba a pensar en ello.
Sin embargo, tal actitud inquietó lógicamente a sus padres, sobre todo a su madre. Estaban convencidos de que para mantener la disciplina que exigía su enfermedad, tal disciplina debería convertirse en uno de los aspectos centrales de su vida.
Por lo menos, ese fue el enfoque que la Sra. Cassidy dio al problema.
El conflicto llegó a su punto culminante cuando Cassi se graduó.
Aquel día llegó del colegio llena de entusiasmo y de excitación. El acto de graduación se celebraría en el club de campo de moda, seguido de uno en el colegio. Después, toda la clase se encaminaría hacia la playa de Nueva Jersey, donde pasarían el resto del fin de semana.
Inesperadamente, Cassi había sido invitada a la promoción por Tim Bartholomew, uno de los muchachos más popular es del colegio. Tim había hablado con ella varias veces después de la clase de gimnasia que se les impartía en conjunto. Pero el muchacho nunca le había propuesto que salieran juntos, de manera que la invitación del muchacho fue para ella una sorpresa total. La idea de asistir con él al acontecimiento social más importante del año, era una emoción que le resultaba casi excesiva.
El padre de Cassi fue el primero en enterarse de la buena nueva. Como era un hombre bastante parco, profesor de Geología de la Universidad de Columbia, no compartió el entusiasmo de su hija, pero se alegró al verla tan feliz.
La madre de Cassi se mostró menos entusiasta. Oyó la noticia desde la cocina y se acercó a ellos para informar que Cassi podría asistir a la graduación, pero que tendría que volver a casa sin participar en el desayuno.
—En esas fiestas no hay comidas para diabéticos —afirmó la Sra. Cassidy—, y en cuanto a pasar el fin de semana en la playa, queda completamente descartado.
Dado que no esperaba una respuesta negativa, Cassi no se encontraba preparada para aquella desilusión. Aseguró, entre lágrimas, que siempre había demostrado ser responsable respecto a sus remedios y a su dieta, y pidió, por favor, que la dejaran ir.
La Sra. Cassidy se mostró inflexible y le dijo que sólo lo hacía por su bien, agregando que Cassi tenía que aceptar la realidad de que no era una chica normal.
Cassi dijo a gritos que era normal y que había luchado durante toda su adolescencia con aquel problema emocional.
La Sra. Cassidy la tomó por los hombros y le explicó que padecía una enfermedad crónica, que la tendría toda su vida y que cuanto antes lo aceptara, mejor.
Cassandra corrió a su cuarto y se encerró con llave. No quiso hablar con nadie hasta el día siguiente. Cuando, por fin lo hizo, informó a su madre que había llamado a Tim para decirle que no podría acompañarlo porque estaba enferma. Agregó que Tim se había mostrado sorprendido, porque no sabía que era diabética.
Al mirarse en el espejo del hospital, Cassi volvió al presente.
Se preguntó hasta qué punto habría logrado superar racionalmente su enfermedad. Tenía una serie de conocimientos acerca del tema y podía citar de memoria toda clase de hechos y de cifras. ¿Pero esos conocimientos, habrían valido los sacrificios que le supuso adquirirlos? Desconocía la respuesta a esa pregunta y quizá no la conocería jamás. En ese momento prestó atención a su pelo, que estaba hecho un desastre.
Después de quitarse las horquillas las peinetas, Cassi sacudió la cabeza. Su pelo fino le cayó sobre la cara en una serie de mechones desiguales. Con manos hábiles volvió a peinarse cuidadosamente hacia arriba, y salió del baño sintiéndose más fresca.
Las pocas cosas que había llevado al hospital para pasar la noche cabían con holgura en su bolsa de lona, a pesar de que ya estaba bastante llena con una abultada carpeta que contenía una serie de artículos sobre temas médicos. Tenía aquella bolsa desde su época de Enseñanza Media, y la consideraba como a una vieja amiga, aunque estuviera manchada y bastante desgastada en algunos lugares. Tenía un gran corazón rojo en un lado.
El día en que se licenció en Medicina le regalaron una cartera de mano, pero seguía prefiriendo la bolsa antigua. La cartera le parecía demasiado presuntuosa. Además, en la bolsa cabían más cosas.
Cassi miró su reloj. Eran las cinco y media, una hora casi perfecta. Sabía que, en ese momento, Thomas estaría atendiendo a sus últimos pacientes en el consultorio. Mientras recogía sus cosas, pensó que el horario regular que tenía que cumplir era otro de los beneficios que le reportaba estar en psiquiatría. En sus épocas de médica interna o de patóloga residente nunca quedaba libre antes de las seis y media o las siete, y muchas veces trabajaba hasta las ocho u ocho y media. En cambio, siempre que no estuviera de guardia, en el departamento de psiquiatría podía contar con estar libre después de la reunión de equipo, que se celebraba entre las cuatro y las cinco.
Al salir al corredor, le sorprendió encontrarlo desierto. Entonces recordó que era la hora en que cenaban los pacientes, y cuando pasó frente a la sala de estar, vio a muchos internados con bandejas en las rodillas, comiendo frente a los aparatos de televisión. Cassi entró en el despacho que le servía de consultorio para recoger los historiales clínicos y abrir la ficha de cada caso.
Con la bolsa de lona al hombro y las fichas bajo el brazo, Cassi se dirigió a la oficina de las enfermeras. Allí encontró sentado y conversando con dos enfermeras a Joel Hartman, que estaba de guardia aquella noche. Cassi puso las historias clínicas en su lugar y se despidió dando las buenas noches. Joel le deseó que pasara un buen fin de semana, y le recomendó que no se preocupara, porque él se encargaría de curar a sus pacientes antes del lunes. Joel aseguró que sabía exactamente cómo tratar a Bentworth porque había estado en el cuerpo de reserva para entrenamiento de oficiales en su época de facultativo.
Mientras bajaba al primer piso, Cassi sintió que empezaba a relajarse. Su primera semana en el departamento de psiquiatría había sido un período difícil que ella no deseaba repetir.
Cassi tomó por el pasillo que conducía al edificio de los consultorios profesionales. El despacho de Thomas se hallaba en el tercer piso. Ella se detuvo frente a la barnizada puerta de roble, y miró a las brillantes letras de latón: THOMAS KINGSLEY, CIRUGÍA CARDIOVASCULAR Y TORÁCICA. Experimentó una sensación de orgullo.
La sala de espera estaba elegantemente decorada con reproducciones de Chippendale y una gran alfombra de Tabriz. Las paredes estaban pintadas con un color azul pastel, y de ellas colgaban cuadros de calidad. La puerta que daba al consultorio estaba guardada por una mesa de caoba tras la que se sentaba Doris Straford, la secretaria, enfermera y recepcionista de su marido.
Cuando entró Cassi, Doris levantó la vista brevemente, y acto seguido continuó escribiendo a máquina al reconocer de quién se trataba.
Cassi se aproximó a la mesa.
—¿Cómo está Thomas?
—Bien —contestó Doris, sin levantar la vista del papel.
Doris nunca miraba a Cassandra a los ojos. Pero, con los años, Cassi se había acostumbrado a que su enfermedad hiciera sentirse molestas a ciertas personas. Doris era, obviamente, una de ellas.
—¿Quiere decirle que estoy aquí? —preguntó Cassi.
Ella consiguió ver durante un segundo los ojos castaños de Doris: había una especie de petulancia en su expresión. No la suficiente como para provocar la queja de Cassi, pero sí como para comprender que a Doris no le había gustado la interrupción. No contestó a Cassi, sino que se limitó a oprimir el botón del interfono y a anunciar que Cassi había llegado. Inmediatamente prosiguió escribiendo a máquina.
Decidida a no permitir que Doris la irritara, Cassi se acomodó en un sofá de color rosa y sacó algunos artículos que deseaba estudiar sobre el tema de los casos borderlines (transtorno de la personalidad). Se puso a leer, pero, sin poderlo evitar, miró por encima del papel a Doris.
Cassi se preguntó por qué Thomas conservaba a Doris. Desde luego, era eficiente, pero, también caprichosa e irritable, lo cual no encajaba bien en el consultorio de un doctor. Era presentable, aunque no muy atractiva. Tenía el rostro ancho, de facciones grandes, y pelo castaño amarronado que se peinaba hacia atrás y recogía en un moño. Sin embargo, Cassi debía admitir que Doris tenía buen tipo.
Cassi bajó la vista hacia el papel y se esforzó por concentrarse.
Thomas, situado detrás de su mesa de superficie barnizada, miraba a su último paciente del día, un abogado de cincuenta y dos años llamado Herbert Lowell. El consultorio de Thomas estaba decorado como la sala de espera, con la única excepción de que las paredes habían sido pintadas en un tono verdoso. La otra diferencia consistía en que el mobiliario era Chippendale auténtico. Sólo la mesa valía una pequeña fortuna.
Thomas había examinado varias veces al Sr. Lowell, estudiando los arteriogramas coronarios tomados por el doctor Whiting, cardiólogo del paciente. Según Thomas, la situación era clara. El Sr. Lowell sufría dolores anginosos en el pecho, tenía el antecedente de un infarto leve y existía evidencia radiográfica de mala circulación arterial. El hombre debía ser operado, y acababa de decírselo. Thomas deseaba dar por terminada la consulta.
—¡Es una decisión tan irreversible…! —comentaba nerviosamente el Sr. Lowell.
—A pesar de todo, se trata de una decisión que debe tomar —replicó Thomas, poniéndose de pie y cerrando el historial clínico del paciente—. Desgraciadamente, ahora tengo mucha prisa. Si se le ocurre alguna otra pregunta, me puede llamar.
Thomas empezó a caminar hacia la puerta, como lo haría un vendedor inteligente que desea dejar en claro que la negociación ha terminado.
—¿Y qué me dice de la posibilidad de consultar a otro médico? —preguntó vacilante el Sr. Lowell.
—Sr. Lowell —respondió Thomas—, está usted en su derecho de consultar a tantos médicos como quiera. Yo le enviaré una carta detallada al doctor Whiting, y le sugiero que hable del caso con él. —Thomas abrió la puerta que comunicaba con la sala de espera—. En realidad, Sr. Lowell, preferiría que consultara con otro cirujano, porque a mí no me gusta operar a pacientes con actitudes negativas. Y ahora le pido que me disculpe.
Thomas cerró la puerta tras el Sr. Lowell, convencido de que el hombre decidiría operarse. Se sentó ante el escritorio, reunió el material que necesitaba para su exposición en el coloquio de la mañana siguiente y después empezó a firmar las cartas que Doris había pasado a máquina.
Luego salió del consultorio. No le sorprendió encontrar al Sr. Lowell en la sala de espera. Thomas miró brevemente a Cassi, la saludó con una leve inclinación de cabeza y se volvió hacia su paciente.
—Doctor Kingsley, he decidido operarme.
—Muy bien —replicó Thomas—. Llame por teléfono a la Señorita Stratford la semana que viene; ella hará todos los arreglos necesarios.
El Sr. Lowell dio las gracias a Thomas y partió, cerrando silenciosamente la puerta.
Con los informes en la mano como si estuviera enfrascada en su lectura, Cassi observó a su marido, que estaba repasando con Doris algunas anotaciones. Había advertido lo bien que Thomas había empleado su mano izquierda con el Sr. Lowell. Su marido jamás vacilaba. Sabía lo que había que hacer y lo hacía. Siempre había admirado su compostura, cualidad de la que ella creía carecer. Cassi sonrió al recorrer con la mirada el agudo perfil de Thomas, su pelo color arena y su cuerpo atlético. Lo encontraba extraordinariamente atractivo.
Después de las inseguridades que había sentido aquel día —en realidad toda la semana—, lo único que quería era correr hacia él y echarle los brazos al cuello. Pero sabía por instinto que a Thomas le caería mal aquella demostración emotiva, especialmente en presencia de Doris. Sabía que él tenía razón. El consultorio no era el lugar indicado para aquellas efusiones. Así que volvió a meter el informe en su carpeta, y la carpeta en la bolsa de lona.
Thomas liquidó los asuntos que tenía que tratar con Doris, pero no le dirigió la palabra a Cassi hasta que cerraron la puerta del consultorio detrás de sí.
—Tengo que pasar por terapia intensiva —dijo con tono inexpresivo—. Puedes acompañarme o esperarme en el vestíbulo. Como quieras. No tardaré.
—Prefiero acompañarte —contestó Cassi, quien adivinaba que Thomas había tenido un día difícil. Tuvo que alargar el paso para no quedarse atrás.
—¿Has tenido hoy problemas en cirugía? —preguntó.
—No, las operaciones han ido muy bien.
Cassi decidió no seguir haciéndole preguntas. Resultaba difícil conversar mientras se abrían camino hacia el edificio Scherington. Además, la experiencia le había enseñado que cuando Thomas estaba de mal humor, lo mejor era esperar hasta que se mostrara dispuesto a contarle lo que le preocupaba.
Una vez en el ascensor, lo observó, mientras él mantenía los ojos clavados en el indicador de pisos. Parecía tenso y preocupado.
—Te aseguro que hoy me alegraré de llegar a casa —comentó Cassi—. Necesito una buena noche de descanso.
—¿Te han mantenido muy ocupada anoche tus locos?
—No empieces a sermonearme con tu típica actitud de cirujano frente a la psiquiatría —se defendió Cassi.
Thomas no le respondió, pero sus labios esbozaron una sonrisa irónica, y pareció relajarse un poco.
Las puertas del ascensor se abrieron en el piso diecisiete y salieron. Thomas se le adelantó con paso ágil. Aunque Cassi hubiera pasado años metida en hospitales, el piso de cirugía le provocaba siempre la misma reacción. No era miedo, pero se le parecía mucho. Ese aspecto de su personalidad ocultaba la negación consciente de todas las implicaciones de su propia enfermedad. Lo que la sorprendía de tal reacción era no sentir lo mismo en el piso de clínica médica, donde invariablemente había internos con diabetes y sus consiguientes complicaciones.
Cuando Cassi y Thomas se acercaron a la unidad de terapia intensiva, una serie de familiares de los enfermos reconocieron al cirujano. Una anciana parecía decidida a tocarlo, como si se tratara de una especie de dios. Thomas conservó su compostura y les aseguró a todos que las operaciones habían resultado bien y debían esperar los informes que le suministraría el personal de enfermería. Con cierta dificultad, consiguió desprenderse de los que lo rodeaban y entró en terapia intensiva, donde nadie, salvo Cassi, se animó a seguirlo.
Con su enorme cantidad de aparatos, pantallas de osciloscopios y vendajes, la sala intensificó todos los no declarados temores de Cassi. En realidad, hasta los pacientes, perdidos en un mar de equipos, parecían casi olvidados. Tanto los médicos como las enfermeras parecían dedicar más atención a los aparatos que a los pacientes.
Thomas pasó de una cama a otra. Cada paciente de terapia intensiva tenía su propia enfermera especializada, con quien Thomas hablaba, sin dirigir siquiera una mirada al paciente a menos que la enfermera le llamara la atención respecto a algún síntoma anormal. El cirujano comprobaba visualmente todos los signos vitales de los enfermos que aparecían en las respectivas pantallas. Observaba el registro de equilibrio de líquidos, estudiaba las radiografías contra las lámparas de las cabeceras de las camas y revisaba los valores de electrólitos y de gases en la sangre.
Tal como había prometido, Thomas no se entretuvo mucho.
Iba bien el postoperatorio de todos sus pacientes. Con Larry Owen al frente, el equipo de residentes se encargaría de solucionar todos los problemas menores que pudieran surgir durante la noche. Cuando Thomas y Cassi salieron de la terapia intensiva, los parientes de los enfermos volvieron a acosarlo.
Thomas les dijo que lamentaba no tener más tiempo para hablar con ellos, pero que todos los pacientes reaccionaban bien.
—Debe resultar extraordinariamente alentadora la actitud de la familia de los pacientes —dijo Cassi, mientras se dirigían hacia el ascensor.
Thomas no le contestó en seguida. La frase de su mujer le recordó la alegría que le había proporcionado años antes la reacción de la familia Nazzaro. En aquella época, la gratitud de la gente significaba algo para él. Entonces volvió a pensar en la hija del Sr. Campbell. Se dio cuenta de que no la había visto y se volvió para mirar el corredor.
—Sí, es agradable que los parientes aprecien lo que uno ha hecho —respondió sin demasiada convicción—. Pero no es tan importante. Y, decididamente, no es el motivo que me induce a operar.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Cassi—. No he querido decir eso.
—Para mí lo más importante es siempre el reconocimiento de mis maestros y superiores —explicó Thomas.
En ese momento llegó el ascensor y lo tomaron.
—El problema es que ahora el profesor soy yo —siguió diciendo Thomas.
Cassi lo miró. Con sorpresa, percibió en la voz de su marido un inesperado y poco habitual tono de melancolía. Lo observó y se dio cuenta de que tenía la mirada fija en el vacío, que soñaba despierto.
Thomas recordaba su época de residente en cirugía torácica, un tiempo de increíble excitación y aventura. Recordó que prácticamente vivió en el hospital durante tres años y que sólo regresaba a su apartamento para dormir un par de horas y recobrar fuerzas. Con tal de destacarse, trabajaba mucho más de lo que se creía capaz. Y por fin consiguió el nombramiento de jefe de residentes. En muchos sentidos, Thomas consideraba ese acontecimiento como el logro más importante de su vida. Había adquirido autoridad sobre un grupo de personas capaces, tan entregadas a la profesión y tan competitivas como él mismo. Jamás olvidaría e momento en que lo felicitaron sus nuevos subordinados. Pensó en que no había duda de que, en esa época, tanto la cirugía como la vida en general eran más divertidas y proporcionaban más satisfacciones. El agradecimiento de los parientes de sus enfermos podía ser una cosa agradable, pero no suplía las emociones de otro tiempo.
Al salir del hospital, Cassi y Thomas se encontraron con una de las típicas tardes lluviosas y desagradables de Boston. Ráfagas de viento formaban remolinos de agua. A las seis y cuarto ya había oscurecido. La única iluminación llegaba de las luces de la ciudad, que reflejaban la niebla que cubría la calle. Cassi cogió a Thomas por la cintura y, juntos, corrieron hacia la entrada del garaje donde guardaban el coche.
Una vez bajo el techo, se sacudieron los pies y subieron lentamente la rampa de cemento mojado que despedía un olor sorprendentemente ácido. Thomas seguía comportándose de una manera extraña, y Cassi se preguntó qué sería. No se habían vuelto a ver desde que hicieron juntos el trayecto hasta el hospital el jueves por la mañana, y en aquel momento todo andaba bien entre ellos.
—¿Estás cansado por el exceso de trabajo que tuviste anoche? —preguntó Cassi.
—Sí, posiblemente. Pero no he pensado demasiado en eso.
—¿Y tus casos? ¿Van bien?
—Ya te he dicho que sí —contestó Thomas—. En realidad podría haber hecho otro by-pass, si me lo hubiesen permitido. Operé a tres pacientes en el tiempo que tardó George Sherman en operar a dos, y Ballantine, nuestro osado jefe, uno.
—Entonces deberías estar contento —comentó Cassi.
Se detuvieron frente a un «Porsche 928». Thomas vaciló y miró a su mujer por encima del techo del coche.
—Pero no estoy nada contento. Como siempre, una serie de cosas me ha obstaculizado el trabajo. En vez de mejorar, el Memorial va de mal en peor. ¡Realmente estoy harto! Y luego, para rematarlo, en la reunión de cirugía cardiovascular me informaron de que me quitaban cuatro de mis turnos semanales en el quirófano, y todo para que George Sherman pueda disponer más de sus malditos casos de enseñanza. Ni siquiera cuenta con bastantes pacientes como para llenar los horarios que ya tienen adjudicados, a menos que desentierren enfermos que no tienen derecho a ocupar el poco espacio que ya queda en el hospital.
Thomas se metió en el coche y se inclinó para abrir la portezuela de Cassi.
—Además —continuó diciendo mientras aferraba con fuerza el volante—, tengo la sensación de que en el hospital se está tramando algo. Algo cuyos responsables son George Sherman y Norman Ballantine. ¡Estoy ya hasta la coronilla de todas esas porquerías!
Thomas encendió el motor y arrancó en primera con un chirrido de neumáticos. Cuando detuvo el coche para meter la tarjeta en la ranura que abriría la barrera automática, Cassi tanteó el asiento en busca del cinturón de seguridad.
—Thomas, creo que tú también deberías ponerte el cinturón de seguridad —le aconsejó mientras se abrochaba el suyo.
—¡Por el amor de Dios! —Tronó Thomas—. ¡No sigas atosigándome también tú!
—Lo siento —replicó Cassi con rapidez, segura de que, de alguna manera, era en parte responsable del mal humor de su marido.
Thomas zigzagueaba entre el tránsito, adelantando a airados conductores. Cassi permaneció en silencio, para no enfurecerlo más. Thomas conducía como si interviniera en un Grand Prix.
Una vez salieron de la ciudad, el tránsito se hizo menos denso. A pesar de que iban casi a ciento veinte, Cassi empezó a tranquilizarse.
—Siento haberte molestado con preguntas, especialmente después de un día tan difícil —dijo al fin.
Thomas no replicó, pero su rostro estaba menos tenso y ya no aferraba el volante con tanta fuerza. Varias veces, Cassi estuvo a punto de preguntarle si ella había hecho algo que lo molestara, pero no encontraba las palabras adecuadas. Durante un rato permaneció con la mirada fija en la mojada carretera, que ahora parecía abalanzarse hacia ellos.
—¿He hecho algo que te haya sentado mal? —preguntó, al fin.
—En efecto —replicó Thomas secamente.
Permanecieron un momento en silencio. Cassi estaba segura de que, tarde o temprano, su marido se lo diría.
—Por lo visto, Lars Owen está enterado de todos nuestros problemas privados de salud —anunció Thomas.
—No es ningún secreto que yo tengo diabetes —se defendió Cassi.
—No será secreto porque hablas demasiado del tema —replicó Thomas—. Creo que cuanto menos se diga del asunto, mejor. No me gusta dar pie a los chismes.
Cassi no recordaba haber dicho nada a Larry acerca de sus problemas médicos, pero ese no era el fondo del asunto. Tenía plena conciencia de haber hablado de su diabetes con mucha gente, incluyendo a Joan Widiker, a quien se lo había contado aquel mismo día. Igual que su madre, Thomas imaginaba que la enfermedad de Cassi no era un tema que hubiera de ser compartido con nadie, ni siquiera con los amigos.
Cassi miró a Thomas. Los reflejos de luz y sombras que se proyectaban en su rostro, oscurecían su expresión.
—Nunca creí que pudiera afectarte tanto que hablara que tenía diabetes —confesó—. Lo siento. De ahora en adelante mantendré cerrada la boca.
—Sabes bien lo que son los chismes en un centro médico —explicó Thomas—. Es mejor no darles pie para que empiecen a hablar. Larry no sólo está al tanto de tu diabetes. También sabe que posiblemente tengas que someterte a una vitrectomía. Es algo muy concreto. Me dijo que se lo contó tu amigo, Robert Seibert.
Cassi lo comprendió todo. Por supuesto que ella no le había dicho nada a Larry Owen.
—Es verdad, hablé de ello con Robert —admitió—. Me pareció la cosa más natural del mundo. Hace muchísimo que nos conocemos, y él también me dijo que han de operarlo. Tienen que sacarle las muelas del juicio. Y como ha tenido una grave fiebre reumática, será necesario internarlo y tratarlo con antibióticos por vía endovenosa.
Salieron a la carretera 128 y enfilaron hacia el océano. Al encontrar inesperados bancos de niebla, Thomas redujo la velocidad.
—Sigo pensando que no es una buena idea que hables de esos problemas —repitió Thomas, entrecerrando los ojos para ver a través del parabrisas—. Especialmente con un tipo como Robert Seibert. Todavía no comprendo cómo puedes tolerar a un homosexual.
—Nunca hablamos de las preferencias sexuales de Robert —replicó Cassi en tono cortante.
—No sé cómo te las puedes arreglar para evitar el tema —insistió Thomas.
—Robert es una persona sensible e inteligente y un patólogo muy bueno.
—Me alegra saber que tiene algunas cualidades que lo redimen —repuso Thomas, consciente de estar provocando a su mujer.
Cassi se tragó la réplica que tenía a flor de labios. Sabía que Thomas estaba enojado y que no ganaría nada con ponerse de mal humor. Después de un breve silencio estiró la mano y empezó a acariciar el cuello de su marido. Al principio, permaneció rígido, pero a los pocos instantes, Cassi sintió que se distendía.
—Lamento haber hablado de mi diabetes —se disculpó—. Y también del estado de mis ojos.
Sin dejar de hacerle masaje en el cuello, Cassi clavó la mirada en la ventanilla, sin ver. La invadía un miedo helado, ante la posibilidad de que Thomas se estuviera cansando de su enfermedad. Quizá se había quejado demasiado, especialmente a causa de la angustia que le había causado el hecho de cambiar de residencia en el hospital. Pensándolo bien, tenía que admitir que durante los últimos meses, Thomas se había distanciado de ella, que actuaba de una manera más impulsiva y la trataba con menos tolerancia. Cassi se juró que hablaría menos de su enfermedad. Sabía, mejor que nadie, que su marido estaba sometido a grandes tensiones, y se prometió que no empeoraría más la situación.
Mientras movía la mano por el cuello de Thomas, Cassi pensó que sería inteligente cambiar de tema.
—¿Alguien te ha hecho algún comentario al ver que has practicado tres by-pass en el tiempo en que otros hicieron sólo uno o dos?
—No. Nadie dice nada, porque no es ninguna novedad. En realidad, no tengo competidor.
—¿Y qué te parece la posibilidad de competir con el mejor de todos? ¡Contigo mismo! —propuso Cassi con una sonrisa.
—¡Ah, no! —Exclamó Thomas—. ¡No me salgas con esa pseudopsicología!
—¿Te parece que la competencia es importante en este punto de tu carrera? —preguntó Cassi, poniéndose seria—. ¿No te basta con la satisfacción de ayudar a la gente a reiniciar una vida activa?
—Ya sé que esa es una sensación agradable —admitió Thomas—. Pero no me ayuda a conseguir camas en el hospital ni horarios en el quirófano, aunque los pacientes que propongo sean los que más necesitan ser operados, tanto desde un punto de vista físico como sociológico. Y la gratitud de todas esas personas probablemente no conseguirá que me nombren jefe de cirugía, aunque ya ni siquiera estoy seguro de desear ese cargo. Si quieres que te diga la verdad, ya no siento tanta emoción como antes al operar. Últimamente tengo una terrible sensación de vacío.
La palabra «vacío» removió un recuerdo en la mente de Cassi. ¿Qué era? ¿Algo que había soñado? Observó el interior del automóvil, percibiendo el olor característico del cuero y oyendo el monótono «clic» de las varillas del limpiaparabrisas, mientras dejaba vagar sus pensamientos. ¿Cuál sería la asociación que le inspiraba esa palabra? Entonces recordó: «vacío» era la palabra que había utilizado el coronel Bentworth para describir la sensación que le causaba la vida durante los últimos años. Furia y vacío: eso era lo que había dicho.
El coche dejó atrás los bosques de árboles desnudos y se internó a toda velocidad en las salinas. A través de la ventana azotada por la lluvia, Cassi observó el desolado paisaje de noviembre. El otoño tocaba a su fin, la lluvia había arrancado los últimos rastros de color de los árboles. Llegaba el invierno, que anunciaba el frío de aquella noche húmeda. Tomaron la última curva, pasaron con un ruido atronador sobre un puente de madera y se internaron en el camino de su propiedad. A la luz temblorosa de los faros, Cassi distinguió el contorno de su casa. Había sido construida a principios de siglo para lugar de veraneo de un individuo rico, en el estilo tan típico de Nueva Inglaterra.
Durante la década de los cuarenta fue reformada para que resultara acogedora también durante el invierno. A Cassi le gustaba más en verano que en invierno. Lo mejor era el lugar. Estaba situada directamente sobre una pequeña ensenada, desde la que se veía el mar. Y aunque quedaba a cuarenta minutos de trayecto en coche desde Boston, Cassi consideraba que el viaje valía la pena.
Mientras recorrían la larga alameda que conducía a la casa, Cassi recordó la época en que había empezado a salir con Thomas. Se conocieron cuando ella llegó al Memorial como estudiante en prácticas, en su tercer año de carrera. Un día vio al doctor Thomas Kingsley en el pabellón. Con un grupo de residentes que lo seguían como cachorros, evaluaba a la víctima de un infarto que se encontraba en estado de shock cardiogénico.
Cassi lo observó fascinada. Había oído hablar de él, y le sorprendió que fuese tan joven. Lo encontró tremendamente atractivo, pero nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de que una persona tan fascinante se fijara en ella salvo, quizá, para hacerle alguna pregunta incómoda sobre medicina. Si Thomas advirtió su presencia aquel primer día, no dio muestras de ello.
Una vez que pasó a integrar la comunidad hospitalaria, Cassi descubrió que el ambiente no la intimidaba tanto como había temido. Trabajaba con muchísimo empeño y, para su sorpresa, descubrió que se había hecho muy popular. Antes, nunca había tenido tiempo de salir con ningún muchacho, pero en el Boston Memorial, el trabajo y la vida social corrían parejos. Descubrió que casi todos los integrantes del personal la perseguían activamente y le enseñaban muchas cosas, tanto frívolas como profesionales. Pronto empezaron a competir por obtener sus favores algunos de los médicos recién llegados, entre ellos un joven oftalmólogo, que se resistía a aceptar sus negativas. Cassi jamás había conocido una persona tan insistente y resuelta, sobre todo cuando se encontraban frente a la chimenea de su casa de Beacon Hill. Pero todo eso no fue más que una diversión, y nada revistió un carácter serio hasta que George Sherman la invitó a salir. A pesar de que Cassandra no lo alentaba demasiado, le envió flores y pequeños regalos, hasta que, de buenas a primeras, le propuso que se casaran.
Cassi no lo rechazó en seguida. George le gustaba, aunque no creía estar enamorada de él. Y mientras meditaba acerca de la mejor manera de resolver la situación, ocurrió algo más inesperado aún. La invitó a salir Thomas Kingsley.
Cassi recordó la intensa excitación que le causaba estar con Thomas. Él se comportaba con una enorme seguridad, que algunas personas podrían haber calificado de arrogancia. Pero no Cassi. Ella tenía la sensación de que Thomas sabía lo que quería y tomaba decisiones con una rapidez sorprendente. Cuando, al principio de la relación entre ambos, Cassi trató de hablarle de su diabetes, Thomas descartó el tema como si se tratara de un problema del pasado. Así restauró en ella una confianza de la que Cassi carecía desde su época del tercer año de carrera.
No le resultó fácil enfrentarse con George y decirle que, no sólo no quería casarse con él, sino que se había enamorado de uno de sus colegas. George recibió la noticia con aparente tranquilidad y le dijo que, de todas maneras, le gustaría que siguieran siendo amigos. Y, desde entonces, cada vez que Cassi se encontraba con él en el hospital, George parecía mucho más preocupado por su felicidad que por el hecho de que lo hubiera rechazado.
Thomas era encantador, considerado y galante, un hombre completamente distinto de lo que Cassi esperaba. Había oído que era famoso por sus relaciones, muy intensas, pero cortas.
Aunque pocas veces le decía que la amaba, se lo demostraba de muchas maneras. La invitaba a acompañarlo en su recorrido para visitar a los enfermos, que hacía junto con los médicos que habían terminado la carrera, y la llevaba a la sala de operaciones para que presenciara casos especiales. La primera Navidad que pasaron juntos le compró un antiguo brazalete de brillantes. Después, en vísperas de Año Nuevo, le pidió que se casara con él.
Cassi nunca tuvo intenciones de casarse antes de obtener la licenciatura. Pero Thomas Kingsley era el hombre ideal con el que ni siquiera se había atrevido a soñar. Posiblemente jamás conocería a nadie que se le pareciera y, ya que Thomas también médico, confiaba en que no le impediría seguir estudiando. Cassi aceptó, y Thomas se mostró feliz.
Se casaron en el parque de la casa de Thomas, frente al mar. Casi todo el personal del hospital asistió a la ceremonia, a la que después se refirieron los medios de comunicación como el acontecimiento social del año. Cassi recordaba con claridad cada instante de aquel glorioso día de primavera.
La recepción fue suntuosa; los manjares que se sirvieron, exquisitos; en el parque se montaron tiendas e aspecto medieval sobre las que flameaban al viento banderas heráldicas. Cassi nunca se había sentido tan feliz, y Thomas se mostraba orgulloso y cuidaba hasta de los menores detalles.
Cuando se marchó todo el mundo, Thomas y Cassi dieron un largo paseo por la playa, sin importarles que la helada agua les mojara los tobillos.
Cassi jamás se había sentido tan feliz ni tan segura. Pasaron la noche de bodas en el «Ritz-Carlton» de Boston, antes de partir para Europa.
Cuando regresaron de la luna de miel, Cassi reanudó sus estudios, permanentemente apoyada por su poderoso mentor. Thomas la ayudaba de todas las maneras imaginables. Siempre había sido una buena alumna, pero con la ayuda y el aliento de su marido, se destacó mucho más de lo previsible. Ya como médica en prácticas, Thomas continuó alentándola para que fuese con frecuencia al quirófano a asistir a operaciones particularmente interesantes, lo cual le estaba vedado a otros muchos estudiantes de medicina. Dos años después, con la carrera acabada y a punto de redactar su tesina, fue el departamento de patología el que buscó a Cassi en lugar de ser ella la que se decidiera por esa especialidad.
Quizás el recuerdo más conmovedor para Cassi fue el fin de semana en que consiguió la licenciatura. Aquella mañana, Thomas se mostró alicaído desde el momento en que despertaron, y Cassi lo atribuyó a un complicado caso quirúrgico que lo aguardaba. La noche anterior, durante la cena, dijo a Cassi que al día siguiente llegaría un enfermo de otro Estado, al que tenía que operar en seguida. Se disculpó por no poder llevarla a comer para celebrarlo, y, a pesar de sentirse desilusionada, Cassi le aseguró que lo entendía.
Durante la ceremonia, Thomas se hizo el tonto y avergonzó a Cassi siguiéndola hasta el estrado para tomarle cientos de fotografías con su «Pentax». Después, cuando Cassi esperaba que desapareciera de repente en un quirófano, la condujo a través del parque hasta una limosina que los esperaba. Confusa, Cassi subió al «Cadillac» largo y negro, en cuyo interior vio dos copas de cristal y una botella de «Dom Perignon».
Como en un sueño, Cassi fue conducida hasta el aeropuerto Logan, donde tomaron un avión con destino a Nantucket. Ella protestó que no tenía ropa y que no podía viajar sin ir antes a su casa, pero Thomas le aseguró que había cuidado de todos los detalles, y así fue. Le mostró una maleta en la que había metido todo cuanto pudiera necesitar para el maquillaje y sus medicamentos, así como bastante ropa nueva, incluyendo un vestido de seda de Ted Lapidus, que era lo más sexy que Cassi había visto jamás en su vida.
Estuvieron en Nantucker sólo una noche. Ocuparon una habitación que había sido el dormitorio de la mansión de un viejo capitán, convertida en una encantadora posada. La decoración era de principios de la época victoriana. En el dormitorio no había televisor y, lo que era aún más importante, tampoco teléfono. Cassi tuvo una deliciosa sensación de total aislamiento e intimidad.
Nunca se sintió tan enamorada, ni Thomas se mostró jamás tan atento. Pasaron la tarde paseando en bicicleta por senderos campestres y corriendo por a playa, a orillas del mar. Cenaron en un restaurante francés cercano al hotel. La mesa, iluminada con velas, estaba junto a una ventana que daba a la bahía de Nantucket. Las luces de los veleros anclados brillaban en el agua como piedras preciosas. Después de la cena, Cassi recibió su regalo de licenciatura. Totalmente estupefacta, extrajo de una caja de terciopelo un hermoso collar de perlas de tres vueltas. El cierre era una enorme esmeralda, rodeada de diamantes.
Mientras Thomas la ayudaba a ponerse el collar, le explicó que el cierre era una herencia de familia, que su bisabuela había traído de Europa.
Más tarde descubrieron que la imponente cama con dosel del dormitorio crujía espantosamente cada vez que se movían. El descubrimiento les causó un incontenible ataque de risa, pero no logró disminuir el placer que sentían. De todas formas, para Cassi fue otro recuerdo maravilloso de aquel fin de semana.
Los recuerdos de Cassi llegaron a su fin con un brusco frenazo del «Porsche» frente al garaje. Thomas se inclinó para apretar el botón automático que abría la puerta.
El garaje, también recubierto de madera, era un edificio completamente independiente de la casa principal. En el piso superior había una habitación, originalmente diseñada para el servicio, donde residía Patricia Kingsley, la madre de Thomas, viuda, se había mudado allí, abandonando la casa principal, cuando Cassi y Thomas se casaron.
El «Porsche» penetró como un trueno en el garaje, y después con un rugido final, Thomas apagó el motor. Cassi bajó del Porche, procurando que la puerta no pegara contra su «Che Nova», estacionado al lado. Thomas cuidaba aquel coche como un preciado tesoro. Cassi cerró también la puerta con cuidado. Tenía la costumbre de cerrar de un fuerte golpe las puertas los automóviles, cosa que era una necesidad en el caso del viejo «Ford Sedan» de su familia. Varias veces Thomas se había puesto lívido cuando ella, distraída, repetía ese gesto, que le era tan habitual, pese a las recomendaciones que él le había hecho, destacando la cuidadosa ingeniería de los «Porsche».
—¡Ya era hora! —exclamó Harriet Summers, el ama de llaves, cuando Cassi y Thomas entraron en el vestíbulo. Para subrayar el disgusto que la embargaba, se aseguró de que la vieran mirar el reloj de pulsera. Harriet Summers trabajaba con los Kingsley desde antes del nacimiento de Thomas. Era como un miembro más de la familia, y debía ser tratada como tal. Cassi no tuvo más remedio que aprenderlo con mucha rapidez.
—La cena estará servida dentro de media hora. Habéis de estar para entonces en la mesa, si no queréis que se enfríe. Esta noche dan mi programa favorito por televisión, Thomas, así que me marcharé exactamente a las ocho y media.
—Seremos puntuales —prometió Thomas, sacándose el abrigo.
—Y cuelga ese abrigo —ordenó Harriet—. No pienso ir recogiendo todo lo que dejes tirado.
Thomas obedeció.
—¿Cómo está mamá? —preguntó.
—Como siempre —respondió Harriet—. Almorzó bien y está esperando que la llamemos para cenar, así que daos prisa.
Mientras subían la escalera, Cassi quedó sorprendida ante el cambio observado en su marido. En el hospital era agresivo y prepotente, pero en cuanto Harriet o su madre le pedían que hiciera algo, obedecía en seguida.
Al llegar a lo alto de la escalera, Thomas entró en su despacho, diciéndole a Cassi que la vería poco después. No esperó la respuesta de su mujer. Cassi no se sorprendió y atravesó el vestíbulo, rumbo al dormitorio. Sabía que a Thomas le gustaba su despacho que era casi idéntico a su consultorio del hospital, aparte tener una vista maravillosa del pintoresco garaje y de las salinas que se extendían más allá del parque de la casa. El problema era que, desde hacía unos meses, Thomas pasaba cada vez más tiempo en el despacho, y a veces, hasta dormía en el sofá-cama que tenía en él. Cassi no se quejó al principio, porque sabía que su marido sufría de insomnio, pero a medida que se fueron haciendo más frecuentes las noches que se mantenía apartado de ella, empezó a sentir una creciente angustia.
El dormitorio principal estaba en un extremo del vestíbulo, en el ala noroeste de la casa. Tenía puertas-ventanas que daban a un balcón, desde el que se contemplaba toda la extensión del parque y la playa. Junto al dormitorio había una sala de estar, que daba al Este. Cuando hacia buen tiempo, el sol entraba a raudales por las ventanas. Entre ambas habitaciones se hallaba el baño principal.
Lo único que Cassi renovó fue el dormitorio y aquella sala de estar. Rescató e hizo reparar los blancos muebles de caña del porche, que encontró ignominiosamente abandonados en el garaje. Eligió telas de chintz de colores alegres para la colcha, los cortinajes y los almohadones de los sillones. Hizo empapelar el dormitorio con papel de dibujos victorianos y pintar la sala de estar de un tono amarillo pálido. La combinación resultó sumamente alegre, en agudo contraste con los tonos oscuros y opresivos del resto de la casa.
Como quiera que Thomas no mostrara el menor interés por compartir la sala de estar, Cassi se la apropió, convirtiéndola en su despacho. En el sótano encontró un antiguo escritorio colonial, que pintó de blanco, y compró varios muebles-biblioteca de pino, que pintó del mismo color. Uno de esos muebles servía para ocultar una pequeña nevera, en la que guardaba sus medicamentos.
Después de controlar una vez más su orina, Cassi sacó de la nevera un paquete de insulina común y otro de insulina especial.
Utilizando la misma jeringa, aspiró medio centímetro cúbico de insulina normal y un décimo de centímetro cúbico de insulina especial. Puesto que aquella mañana se había puesto la inyección en el muslo izquierdo, eligió un lugar en el derecho. No tardó más de cinco minutos.
Después de darse una ducha rápida, Cassi llamó a la puerta del despacho de Thomas. Al entrar, presintió que su marido estaba más relajado. Acababa de ponerse una camisa, aunque se la había abotonado mal, con el resultado de que le sobraba un botón cerca del cuello.
—¡Qué estupendo cirujano debes de ser! —Bromeó Cassi, volviendo a abrochar la camisa de su marido—. Anoche conocí a un residente que estaba muy impresionado por tu habilidad. ¡Me alegro de que no te haya visto abotonarte la camisa! —Cassi estaba deseando entablar una conversación intrascendente con su marido.
—Y, ¿quién era? —preguntó Thomas.
—Un sujeto a quien ayudaste en un intento de revivir a un paciente.
—Te aseguro que no fue un intento demasiado afortunado. El pobre hombre murió.
—Ya sé —dijo Cassi—. Esta mañana estuve presente en la autopsia.
Thomas se sentó en el sofá para ponerse un calzado cómodo.
—Y, ¿por qué estuviste en esa autopsia? —preguntó él.
—Porque era un caso de cirugía cardíaca en el que la causa de la muerte estaba poco clara.
Thomas se puso de pie y empezó a cepillarse el cabello húmedo.
—No me dirás que todo el departamento de psiquiatría subió a contemplar la operación… —dijo él.
—Por supuesto que no. Robert me llamó y… Cassi guardó silencio. Al mencionar a Robert recordó la conversación que ambos habían mantenido en el coche. Por suerte, Thomas seguía cepillándose el pelo.
—Me dijo que en su opinión, se había producido otro caso de la serie MQR. Supongo que recordarás que ya te he hablado de eso.
—Muertes quirúrgicas repentinas —dijo Thomas, como si hubiera estado repitiendo una lección en la escuela.
—Y tenía razón —dijo Cassi—. No existía ninguna causa evidente para esta muerte. Al individuo le había efectuado una operación by-pass el doctor Ballantine…
—Yo diría que eso es causa más que suficiente —la interrumpió Thomas—. El viejo probablemente le suturó el fascículo de His. Anula el sistema de transmisión del corazón. Ya ha sucedido antes.
—¿Cuál fue tu impresión cuando te pusiste a resucitarlo? —preguntó Cassi.
—Supuse que se trataba de un caso de arritmia aguda —dijo Thomas.
—Las enfermeras informaron que el paciente estaba muy cianótico cuando lo encontraron —dijo Cassi.
Thomas terminó de cepillarse el cabello e indicó que estaba listo para ir a cenar. Mientras hablaba, hizo un gesto en dirección al vestíbulo.
—No me sorprende. Probablemente se estaría asfixiando.
Cassi salió al vestíbulo delante de Thomas. Por la autopsia, sabía que los pulmones y los tubos bronquiales del paciente estaban limpios, lo cual significaba que no se había asfixiado. Pero no se lo dijo a Thomas. El tono de su marido sugería que estaba harto de hablar de ese asunto.
—Pensaba que, como hace poco que has empezado con tu nuevo trabajo, estarías muy ocupada —dijo Thomas, bajando por la escalera—. Aunque sea en psiquiatría, ¿no te dan bastante trabajo?
—Más que suficiente —contestó Cassi—. Te aseguro que nunca me he sentido tan incompetente. Pero hace un año que Robert y yo venimos siguiendo esa serie de MQR. Estábamos a punto de publicar un trabajo sobre lo que descubriéramos. Después, como sabes, dejé la patología, pero creo que Robert piensa hacer algo. Así, pues, cuando me llamó esta mañana, dejé otras cosas y subí a ver la autopsia.
—La cirugía es un asunto serio —aseguró Thomas—. En especial la cirugía cardíaca.
—Ya lo sé —repuso Cassi—, pero Robert ya tiene diecisiete casos, quizá dieciocho, si este resulta ser uno más. Hace diez años, las MQR se presentaban sólo en pacientes en estado de coma. Pero últimamente se ha producido un cambio. Pacientes que han sobrevivido estupendamente bien a las operaciones, mueren sin causa aparente durante el postoperatorio.
—Si tienes en cuenta la cantidad de casos cardíacos que se operan en el Memorial —reflexionó Thomas—, verás que ese porcentaje es sumamente insignificante. El porcentaje de muertes del Memorial no sólo es proporcionalmente más bajo, sino menor que el de otros hospitales.
—Lo sé. Pero si considera uno que tales muertes siguen una tendencia, no me negarás que estudiarla resulta fascinante.
De repente, Thomas cogió por el brazo a su mujer.
—Oye, ya es bastante espantoso que hayas elegido la psiquiatría como especialidad, pero no trates de molestar al departamento quirúrgico, poniendo de manifiesto nuestros fracasos. Tenemos plena conciencia de los errores que cometemos. Por eso celebramos reuniones para analizar los porqués de las muertes que se producen.
—Nunca he tenido intención de incomodarte —aseguró Cassi—. Además, el estudio de los MQR es de Robert. Hoy le he dicho que iba a tener que seguir adelante sin mí. Pero, simplemente, me parece un asunto fascinante.
—El clima competitivo de la medicina siempre es causa de que resulten fascinantes los errores ajenos —aseveró Thomas, empujando suavemente a Cassi hacia el comedor—, ya se trate de verdaderos errores o de decisiones divinas.
Al pensar en la verdad que acababa de decir Thomas, Cassi se sintió culpable.
Cuando entraron en el comedor, Harriet les dirigió una mirada petulante y les dijo que llegaban tarde. La madre de Thomas ya estaba sentada a la mesa.
—Ya era hora de que vinierais —dijo con su voz fuerte y ronca—. Yo soy vieja. No puedo comer tan tarde.
—¿Y por qué no has comido más temprano? —preguntó Thomas, sentándose.
—Hace dos días que estoy sola —se quejó Patricia—. Necesito un mínimo de contacto humano.
—Eso quiere decir que yo no soy humana, ¿verdad? —Comentó Harriet, enojada—. Ahora sé a qué atenerme.
—Sabe usted muy bien lo que he querido decir, Harriet —replicó Patricia, haciendo un gesto con la mano.
Harriet elevó los ojos al cielo y empezó a servir la comida.
—¿Cuándo te vas a cortar ese pelo, Thomas? —preguntó Patricia.
—En cuanto tenga un poco de tiempo.
—¿Y cuántas veces tendré que repetirte que te pongas la servilleta sobre las rodillas? —lo amonestó Patricia.
La Sra. Kingsley tomó una pequeñísima cantidad de comida y empezó a masticar. Recorrió la mesa con sus brillantes ojos azules, tan parecidos a los de Thomas, siguiendo hasta los menores movimientos de Harriet, tratando e captar hasta el más pequeño de los defectos. Patricia era una señora de pelo blanco y aspecto agradable, con una voluntad de hierro. Había fumado «Lucky Strike» durante años y tenía las comisuras de la boca surcadas por profundas arrugas, que parecían los rayos de la rueda de un carro. Era evidente que se sentía sola, y Cassi se preguntó por qué no se mudaría a algún lugar donde pudiera alternar con amigas de su misma edad. Pero Cassi sabía que el suyo era un pensamiento interesado. Después de tres años de cenar casi todas las noches con Patricia, deseaba poder terminar sus días de una manera más romántica. Pero, a pesar de sus sentimientos, nunca se había quejado. La verdad era que su suegra la intimidaba, por lo cual no deseaba ofenderla ni provocar con ello la ira de Thomas.
Pero lo cierto era que Cassi se llevaba bastante bien con la Sra. Kingsley, al menos desde su punto de vista. Por otra parte, le tenía lástima a aquella anciana que vivía en un lugar tan apartado y en unas habitaciones sobre el garaje de su hijo.
Cuando Harriet terminó de servirles, comieron en un silencio roto sólo por el ruido de los cubiertos contra los platos de porcelana y por los murmullos de negativa cuando Harriet trató de obligar a todo el mundo a repetir. Hacia el término de la cena, Thomas decidió hablar.
—Hoy han ido muy bien las operaciones que he hecho.
—No quiero oír hablar de muertes y enfermedades —advirtió la Sra. Kingsley. Luego se volvió hacía Cassandra—: Thomas es igual que su padre, siempre está deseando hablar de su trabajo. Nunca se le ocurre proponer temas importantes o culturales. A veces pienso que habría vivido mejor si no me hubiera casado.
—Supongo que no hablará en serio —replicó Cassi—. Piense que en ese caso no habría tenido un hijo tan extraordinario como Thomas.
Patricia rio de repente. Su carcajada resonó en la estancia.
—Lo único realmente extraordinario de Thomas es lo mucho que se parece a su padre: ¡Si hasta nació con un pie deforme, igual que él!
Cassi dejó caer su tenedor. Aquello era algo que Thomas jamás le había comentado. Sintió pena al pensar en Thomas como un chiquitín con un pie lisiado, y la expresión de su marido le dio a entender que estaba furioso por la revelación que acababa de hacer su madre.
—Fue un bebé precioso —continuó Patricia, sin prestar atención a la furia apenas contenida de su hijo—, y después, un chico apuesto y maravilloso. Por lo menos hasta la pubertad.
—Creo que ya has hablado bastante, mamá —interrumpió Thomas hablando con lentitud y pronunciando las palabras en voz sorda y monótona.
—¡Tonterías! —Exclamó Patricia—. Ahora te toca a ti quedarte callado. Aparte de Harriet, he estado completamente sola aquí durante dos días y creo que tengo derecho a hablar.
Tras dirigirle una mirada de exasperación, Thomas se inclinó sobre su plato.
—Thomas —dijo Patricia, después de un breve silencio—. Por favor, quita los codos de la mesa.
Thomas echó su silla hacia atrás y se puso de pie, con el semblante rojo de furia. Sin pronunciar palabra, arrojó la servilleta contra la mesa y abandonó el comedor. Cassi lo oyó subir la escalera como una tromba. Luego sonó un portazo. Se había encerrado en su despacho.
Como siempre que discutían, Cassi vaciló, sin saber qué hacer. Después de un instante de indecisión, también se puso de pie, resuelta a seguir a su marido.
—¡Cassandra! —Exclamó Patricia con voz aguda, para seguir, en tono de queja—: Siéntate, por favor. Déjalo tranquilo y come, pues sé que los diabéticos tienen que comer.
Totalmente confusa, Cassi volvió a sentarse.
Thomas se paseaba por el despacho, quejándose en voz alta y diciéndose que sólo le faltaban los disgustos que le causaba su madre después de un día tan agotador en el hospital. Furioso, se preguntó por qué se habría quedado Cassi con su madre, en vez de abandonar la mesa con él. Por un momento pensó en la posibilidad de regresar al hospital, y acarició la idea de encontrarse con la hija del Sr. Campbell. Recordó las palabras de la muchacha cuando le dijo que haría cualquier cosa por él.
Pero la lluvia que azotaba la ventana lo convenció de que volver a la ciudad significaba demasiado esfuerzo. Entonces tomó el diario y se desplomó en un sillón de cuero cerca de la chimenea.
Aunque trataba de leer, sus pensamientos vagaban de un tema a otro. Se preguntó por qué, después de tantos años, su madre seguía siendo capaz de irritarlo con tanta facilidad. Después pensó en Cassi y en la serie de MQR de Robert Seibert, no tenía la menor duda de que la publicidad que generaría ese estudio iría en detrimento del hospital. También sabía que lo único que a Robert le interesaba era publicar un trabajo, sin importarle el daño que pudiera hacer ni a quién.
Thomas arrojó al suelo el diario, sin leerlo, y se dirigió al baño contiguo al despacho. Miró fijamente su imagen reflejada en el espejo y se observó los ojos. Siempre había creído que, para su edad, tenía un aspecto juvenil, pero ahora no estaba tan seguro.
Tenía ojeras, y sus párpados estaban hinchados y enrojecidos.
Regresó al despacho, se sentó al escritorio, abrió el segundo cajón de la izquierda y sacó una botella de plástico. Se puso en la boca una pastilla amarilla y tras una breve vacilación, otra. Se acercó al bar, se sirvió un whisky de malta y se instaló en el sillón de cuero que había sido de su padre. Se sintió más distendido.
Volvió a tomar el periódico y trató de leer. Pero no podía concentrarse. Todavía estaba demasiado furioso. Sus pensamientos retrocedieron a la primera semana en que actuó como jefe de residentes en cirugía cardiovascular, cuando tuvo que enfrentarse con la responsabilidad total de una unidad de terapia intensiva y con dos médicos que exigían camas para sus pacientes. Pero no había camas disponibles, y todo el plan de operaciones de la agenda quirúrgica tuvo que detenerse.
Thomas recordó que entonces se dirigió a la sala de terapia intensiva y revisó cuidadosamente a cada enfermo, para ver si alguno estaba en condiciones de ser trasladado. Por fin eligió a dos pacientes que se encontraban en estado de coma irreversible. Necesitaban cuidados especiales durante las veinticuatro horas del día, que sólo podían proporcionárseles en terapia intensiva, pero también era cierto que resultaba totalmente imposible cualquier tipo de recuperación. Sin embargo, cuando Thomas dio orden de trasladarlos, sus médicos empalidecieron, y el personal de enfermería se negó a obedecer. Thomas recordaba aún la humillación que sintió al ver que prevalecía la opinión del personal de enfermería y que aquellos pacientes, cerebralmente muertos, permanecían en terapia intensiva. No sólo no logró solucionar el problema, sino que, además, se granjeó varios enemigos. Era como si todos se negaran a comprender que tanto la cirugía —el proceso destinado a restaurar la vida— como la costosa unidad de terapia intensiva, estaban destinados a pacientes que podían llegar a recuperarse, no a los muertos en vida.
Thomas volvió a acercarse al bar y se sirvió otra copa. El hielo se había derretido, y el whisky había perdido su sabor. Al mirar el sillón de cuero, Thomas recordó a su padre, el hombre de negocios, y se preguntó qué habría pensado de él, si aún viviera.
No tenía la menor idea de por qué, lo mismo que Patricia, el Sr. Kingsley nunca había apoyado ni valorado demasiado a su hijo y siempre se mostró más dispuesto a criticarlo que a ponderarlo.
¿Y qué habría opinado su padre de Cassi? A Thomas le pareció que no habría demostrado excesivo entusiasmo por una muchacha diabética.
Cuando Thomas abandonó la mesa, Cassi cayó en un estado de ansiedad. Su marido ya estaba de mal humor antes de bajar a cenar y suponía que estaría arriba hirviendo de indignación. Buscó desesperadamente un tema de conversación, pero su suegra sólo le contestaba con monosílabos y actuaba como sí se alegrara de que Thomas se hubiera ido hecho una furia.
—¿Es verdad que Thomas nació con un pie defectuoso? —preguntó por fin, esperando que con ello Patricia rompiera su mutismo.
—Sí, fue espantoso. El pie de Thomas era igual que el de su padre, que fue un inválido toda su vida.
—No lo sabía. Y jamás lo hubiera imaginado.
—Por supuesto que no. A diferencia de su padre, Thomas fue sometido a tratamiento.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Cassi con alivio. Trató de imaginar a Thomas renqueando. Hasta le resultaba difícil pensar en su marido como en un bebé inválido.
—Teníamos que ponerle tensores por la noche —explicó Patricia—, cosa que no resultaba nada fácil, porque gritaba como si le estuvieran torturando.
Patricia se secó los labios con la servilleta.
Cassi se imaginó a Thomas en su infancia, aferrado por aquellos tensores que le impedían moverse. Sin duda debió de ser una tortura.
—Bueno —dijo Patricia, al fin, poniéndose en pie de repente—. ¿Por qué no subes a reunirte con él? Sin duda necesitará que alguien le haga compañía. No es muy fuerte, pese a su aspecto agresivo. Yo iría, pero es evidente que te prefiere a ti. Todos los hombres son iguales. Una les da todo y después te abandonan. Buenas noches, Cassandra.
Estupefacta ante la seca conducta de Patricia, Cassi permaneció un rato sentada. Oyó que Patricia hablaba con Harriet y después el golpe de la puerta principal al cerrarse. La casa estaba en silencio y sólo se oía el chirrido de la hamaca del porche que se balanceaba a impulsos de las ráfagas de viento.
Se puso de pie y empezó a subir la escalera. De repente sonrió, al pensar en que su infancia y la de Thomas tenían un punto en común: los dos habían tenido problemas de salud.
Cuando llamó a la puerta del despacho, se preguntó en qué estado de ánimo se encontraría su marido. Al pensar en el mal humor que demostró en el coche y en la chinchosa conducta de Patricia, esperaba lo peor. Pero, al entrar en la habitación, sintió un alivio inmediato. Thomas estaba sentado de lado, con las piernas sobre un brazo del sillón, un vaso de whisky en una mano y una revista médica en la otra. Le pareció tranquilo. Y, lo que era aún más importante, sonreía.
—Espero que tú y mamá hayáis mantenido una conversación cordial durante el resto de la cena —comentó, alzando las cejas, como si existiera la posibilidad de que hubiese ocurrido lo contrario—. Siento haberme levantado de la mesa tan bruscamente, pero me ha sacado de mis casillas. Y no tenía ganas de hacer una escena.
Thomas le guiñó.
—¡Eres tan previsiblemente imprevisible! —exclamó Cassi sonriendo—. Tu madre y yo hemos sostenido una conversación de lo más interesante. Thomas, no sabía lo de tu pie. ¿Por qué no me lo dijiste?
Se sentó en un brazo del sillón, obligándolo a sentarse normalmente. Thomas no le contestó, concentrándose en su bebida.
—Quizá te parezca que no tiene importancia —dijo Cassi—, pero no olvides que soy una experta en psiquiatría infantil. Me parece tranquilizante que hayamos compartido una experiencia parecida. Creo que, en cierto modo, nos ayuda a comprendemos.
—No recuerdo haber tenido jamás un pie defectuoso. No son más que imaginaciones de mi madre. Quiere impresionarte haciéndote saber lo mucho que tuvo que sufrir para criarme. Mira mis pies. ¿Te parece que alguno de los dos tiene aspecto de haber estado deforme alguna vez?
Thomas se quitó los zapatos y levantó los pies.
Cassi los miró y hubo de admitir que parecían absolutamente normales. Sabía que Thomas no tenía el menor problema para caminar y que había sido un atleta en su época de universitario. Pero no podía saber quién mentía, si él o su madre.
—Pero ¿no te parece insólito que tu madre invente una cosa así?
Dijo esto como pregunta, no como afirmación, pero Thomas lo tomó como tal.
Tiró la revista al suelo, se puso en pie de un salto y estuvo a punto de hacer caer a Cassi.
—Mira, me importa un rábano que la creas a ella o me creas a mí —aseguró—. Mis pies son normales, siempre lo han sido y no quiero oír una sola palabra más acerca de pies deformes.
—¡Muy bien, muy bien! —exclamó Cassi, tratando de calmarlo.
Observó a su marido con mirada profesional y notó en él una levísima pérdida de equilibrio. Era como si los movimientos más simples le costaran cierto trabajo. Y eso no era todo.
También arrastraba algo las palabras. Había notado episodios similares en los meses anteriores, pero siempre prefirió ignorarlos. Thomas tenía pleno derecho a beber un poco de vez en cuando, y sabía que gustaba el whisky. Lo que entonces le sorprendía era el que había transcurrido muy poco tiempo desde que él se levantó de la mesa. Supuso que habría tomado varias copas.
Pero lo que Cassi más deseaba en el mundo era que Thomas se relajara. Si lo iba a angustiar el hecho de hablar acerca de hipotético pie deforme, estaba dispuesta a no volver a tocar ya más el tema. Le puso una mano en el hombro.
Él la mantuvo a distancia y tomó otro sorbo de whisky con gesto desafiante. Parecía tener ganas de discutir. Le parecía como si sus pupilas hubiesen quedado reducidas a meros puntitos negros en medio de sus brillantes iris azules. Cassi sofocó la irritación que le causaba sentirse rechazada.
—Thomas, debes de estar extenuado. Lo que necesitas es una buena noche de sueño. —Volvió a tender la mano, y entonces le permitió que le rodeara el cuello con un brazo—. Vamos a la cama —añadió con suavidad.
Thomas lanzó un suspiro, pero no le contestó. Dejó en una mesa su copa a medio beber y permitió que Cassi lo condujera por el vestíbulo hasta el dormitorio. Thomas empezó a desabrocharse la camisa, pero Cassi le apartó las manos y lo hizo en su lugar. Lo desnudó lentamente, dejando caer la ropa en el suelo, hasta formar un montón. Una vez que Thomas estuvo en la cama, ella se desnudó con rapidez y se acostó a su lado. Le pareció delicioso sentir contra su cuerpo el contacto de las sábanas recién lavadas, el reconfortante peso de las mantas y el calor del cuerpo de Thomas. Afuera aullaba el viento de noviembre, agitando las flores del balcón.
Cassi empezó por frotarle el cuello y los hombros. Después, sus manos fueron descendiendo lentamente por el cuerpo de su marido. Notaba que al contacto de sus dedos, él se relajaba y le respondía. Thomas se volvió y la rodeó con los brazos. Ella lo abrazó y, con suavidad, le puso la mano entre las piernas. Estaba fláccido.
En cuanto Thomas sintió el contacto de la mano de Cassi, se sentó en la cama y la alejó.
—Mira Cassi, no esperes que pueda satisfacerte esta noche.
—Lo único que me interesaba era tu placer, no el mío —aseguró Cassi suavemente.
—¡No digas tonterías! —exclamó Thomas agriamente—. ¡Y no trates de emplear conmigo tus trucos psiquiátricos!
—Thomas, no tiene importancia que hagamos o no el amor.
Sacando las piernas de la cama, Thomas buscó su ropa con movimientos bruscos y poco coordinados.
—Eso es algo que me resulta difícil de creer.
Thomas salió de la habitación, pegando un portazo tan fuerte, que los vidrios de las ventanas tintinearon.
Cassi se encontró sumida en una oscuridad solitaria. El aullido del viento, que poco antes le daba una sensación de seguridad, le causaba ahora el efecto contrario. La perseguía de nuevo el antiguo temor de ser abandonada. Pese al calor que le proporcionaban las mantas, se estremeció. ¿Y si Thomas la dejaba? Hizo un esfuerzo por ahuyentar ese pensamiento, que le resultaba intolerable. Quizá todo se debiera a que Thomas estaba un poco borracho. Recordó su falta de equilibrio y su manera de hablar, arrastrando las palabras. En el corto rato que ella permaneció en el comedor con Patricia, parecía imposible que Thomas hubiese bebido tanto como para que le causara ese efecto, pero no pudo por menos de admitir que había presenciado varios episodios parecidos en los últimos tres o cuatro meses.
Tumbada boca arriba, Cassi clavó la mirada en el techo, donde una farola del parque, cuya luz pasaba a través de las ramas desnudas de un árbol, formaba un dibujo parecido a una gigantesca telaraña. Asustada por aquel reflejo de luces y sombras, se volvió de lado, sólo para descubrir el mismo reflejo aterrorizante en la pared frente a la ventana. ¿Se estaría drogando Thomas? Una vez que admitió la posibilidad hubo de reconocer que durante meses se había negado a ver lo que sucedía. No era más que otra evidencia de que Thomas no era feliz con ella, que la vida de ambos había cambiado drásticamente y que él también había cambiado.
En el baño de su estudio, Thomas observó su cuerpo desnudo en el espejo. Aunque le resultaba odioso admitirlo, había envejecido. Lo que más le preocupaba era la flaccidez de su pene. Se lo tocó, pero el miembro parecía estar como dormido, y aquella falta de sensaciones lo llenó de espanto. ¿Qué se había estropeado en su sexualidad? Cuando Cassi le había dado masajes, él había experimentado la necesidad de eyacular. Pero, obviamente, su pene tenía otras ideas.
Debió de ser culpa de Cassi, se dijo él, no muy convencido, mientras volvía a la habitación para vestirse. Volvió a coger su vaso, se sentó a su mesa de despacho y abrió el segundo cajón de la derecha. En la parte posterior, escondidas por los efectos de escritorio, había varias botellas de plástico. Si deseaba dormir, necesitaba otra píldora. ¡Sólo una! Con un rápido movimiento, se metió en la boca una de las pequeñas pastillas amarillas, y se tomó un trago de escocés para pasarla mejor. Le sorprendió la rapidez con que sintió el efecto calmante.