—El paciente está listo y lo espera en la sala de cateterismo cardíaco —anunció una de las asistentes del departamento radiográfico.
No entró en la oficina, sino que, simplemente, se asomó a la puerta. Cuando el doctor Joseph Riggin se volvió para darse por enterado, la muchacha había desaparecido.
Lanzando un suspiro, Joseph bajó los pies que tenía apoyados en la mesa, colocó el diario que estaba leyendo en uno de los estantes de la biblioteca y bebió un último trago de café. Cogió el delantal de plomo que colgaba detrás de la puerta y se lo puso.
A las diez y media de la mañana, el corredor de Radiología le recordó el aspecto de un día de ventas en Bloomingsdale. Había gente esperando por todas partes: sentados en sillas, en filas, en camillas. Todos tenían una expresión expectante e indescifrable. Joseph se sintió invadido por una desagradable sensación de aburrimiento. Hacía catorce años que estaba en el departamento de Radiología, y empezaba a admitir que había perdido su entusiasmo inicial. Todos los días eran idénticos a los demás. Ya nunca pasaba nada fuera de lo común. Si no hubiese sido por la llegada del aparato de tomografía computada, unos años antes, Joseph se preguntaba si no habría renunciado. Mientras se acercaba a la sala 3, trató de imaginar a que se dedicaría en caso de abandonar la radiología clínica. Desgraciadamente, no se le ocurría ninguna idea brillante.
—Bueno, ¿qué tenemos aquí? —preguntó Joseph, sintiendo que lo embargaba una oleada de inquietud.
Deseó que el muchacho dijera algo o que, por lo menos, apartara de él mirada. Joseph abrió el historial clínico y leyó el informe de ingreso del paciente.
«Sam Steven, varón, de veintidós años de edad, fue internado ya a los cuatro años a causa de un retraso mental sin diagnóstico definido, para tratarlo de una anomalía cardíaca congénita que supone puede…».
La puerta de la sala de cateterismo se abrió de golpe y dio paso a Sally Marcheson, cargada de cassettes.
—Hola, doctor Riggin.
La sala 3 del cateterismo poseía el equipo más nuevo y era la más grande de las cinco equipadas para tal fin. Al entrar, Joseph notó que alguien había dejado placas radiográficas en los visores. Le había repetido una y mil veces a la especialista que quitara todas las placas antes de que él iniciara el estudio. Y, como si eso fuera poco, notó que la especialista no estaba.
Joseph se enfureció. Una de las reglas principales consistía en no dejar jamás solos a los pacientes.
—¡Maldito sea! —murmuró entre dientes.
El paciente estaba tendido en la mesa de rayos, cubierto por una delgada manta blanca. Era un muchacho de unos quince años, de cara ancha y pelo muy corto. Observaba a Joseph con sus ojos oscuros. Junto a la mesa había una botella de suero, cuyo tubo de plástico desaparecía bajo la manta.
—¡Hola! —saludó Joseph, esforzándose por sonreír, a pesar de su enojo.
El paciente no se movió. Al coger el historial clínico, Joseph notó que el cuello del muchacho era grueso y musculoso. Miró de nuevo el rostro del paciente y comprendió que el muchacho tenía algo fuera de lo común. Sus ojos estaban anormalmente fijos, y la lengua, que le sobresalía en parte de la boca, era enorme.
—¿Por qué han dejado solo a este paciente?
Sally se detuvo en seco antes de llegar al aparato de rayos X.
—¿Solo?
—Solo —repitió Joseph con evidente enojo.
—¿Dónde está Gloria? Se suponía que ella…
—¡Por amor de Dios, Sally! —gritó Joseph—. Jamás hay que dejar solos a los pacientes. ¿No lo entiende?
Sally se encogió de hombros.
—Yo he estado ausente sólo quince o veinte minutos.
—¿Y esas placas? ¿Por qué están en el visor?
Sally miró.
—No sé nada de eso. No estaban ahí cuando me fui.
Con rapidez, Sally comenzó a quitar las placas y a colocarlas en su sobre. Correspondían al angiograma coronario de algún paciente e ignoraba por qué estaban allí.
Sin dejar de protestar en voz baja, Joseph abrió el paquete que contenía una bata estéril y se la puso. Volvió a mirar al paciente y comprobó que el muchacho no se había movido. Pero seguía con los ojos todos sus movimientos.
Mientras Joseph se ponía los guantes de goma, se acercó para observar de cerca el rostro del paciente.
—¿Cómo andas, Sam? —Por algún motivo, al saber que el muchacho era retrasado, Joseph se sintió obligado a hablar más fuerte que de costumbre. Pero Sam no le contestó.
—¿Te sientes bien, Sam? —Volvió a preguntar Joseph—. No tendré más remedio que clavarte una agujita. No te importa, ¿verdad?
Sam seguía inmóvil.
—Quiero que te estés muy quieto, ¿de acuerdo? —insistió Joseph.
Fiel a su línea de conducta, Sam permaneció inmutable. Joseph volvió a fijarse en la lengua de Sam. La parte que le sobresalía de la boca estaba seca y partida. Al mirarlo más de cerca, Joseph notó que los labios del paciente estaban en las mismas condiciones. El muchacho tenía el aspecto de alguien que hubiese vagado por el desierto.
—¿No tienes un poquito de sed, Sam?
Entonces, Joseph se fijó en la botella de suero y notó que no había goteo. Lo abrió. No tenía sentido permitir que el paciente se deshidratara.
De pronto, un alarido agudo e inhumano quebró el silencio de la sala de cateterismos. Sam arrojó al suelo la manta y clavó las uñas en el brazo donde tenía la aguja del suero endovenoso. Empezó a patear la mesa de rayos X, sin dejar de lanzar agudos chillidos.
Joseph empujó los hombros del muchacho para obligarlo a volver a acostarse sobre la mesa. Pero Sam le aferró el brazo con tanta fuerza, que el médico lanzó un grito de dolor. Joseph observó con horror que Sam le tiraba de la mano para metérsela en la boca hasta que consiguió morderle la yema del pulgar.
En ese momento fue Joseph quien aulló. Luchó por liberar su brazo de las garras de Sam, pero el muchacho era demasiado fuerte. Desesperado, levantó un pie, lo apoyó en la mesa de rayos y empujó con fuerza. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas, arrastrando consigo al paciente, que quedó encima de él.
Joseph notó que Sam dejaba en libertad su brazo, pero las manos del muchacho se cerraron entonces alrededor de su cuello. A medida que apretaba el paciente, el radiólogo sentía que la presión se hacía intolerable dentro de su cabeza. Hizo esfuerzos desesperados por librarse de las manos del muchacho, pero estas parecían de acero. Sintió que el cuarto empezaba a girar. Apelando a su última reserva de energía, Joseph levantó una rodilla y golpeó al muchacho en la ingle.
Casi simultáneamente, el cuerpo de Sam sufrió una repentina contracción, y luego otra, y otra… Sam era presa de un ataque de epilepsia, y Joseph permanecía clavado en el suelo, debajo de aquel cuerpo arqueado y convulso.
Finalmente, Sally se recuperó de la impresión y ayudo a Joseph a levantarse. Sam tenía los ojos en blanco, y de su lengua destrozada manaba sangre.
—Vaya en busca de ayuda —jadeó Joseph, mientras se vendaba la muñeca para detener la hemorragia. Más allá de los bordes desiguales de la herida, alcanzaba a ver la reluciente superficie del hueso.
Los espasmos de Sam se fueron debilitando, hasta detenerse por completo. Cuando Joseph se dio cuenta de que el muchacho no respiraba, llegó el equipo médico de emergencia. Trabajaron febrilmente, pero sin el menor resultado. Quince minutos después, un renuente doctor Joseph Riggin fue sacado de la sala de rayos para curarle la mano, mientras Sally Marcheson retiraba las radiografías que habían encontrado fuera de su lugar.
Mientras Thomas Kingsley se lavaba las manos, sintió a misma oleada de excitación que lo embargaba antes de operar.
Desde la primera vez que puso los pies en una sala de operaciones, en su época de interno, supo que había nacido para ser cirujano, y no pasó mucho tiempo antes de que su habilidad fuese reconocida en todo el hospital. Se había convertido en el cirujano cardiovascular más famoso del Boston Memorial. Y ahora gozaba de reputación internacional.
Después de quitarse el jabón, Thomas levantó las manos para que el agua no le corriera por los brazos. Abrió con la cadera la puerta del quirófano. Al hacerlo se interrumpieron las conversaciones que se mantenían en el recinto, dando lugar a un respetuoso silencio. Aceptó la toalla que le ofrecía Teresa Goldwind, la enfermera de cirugía. Durante un segundo, los ojos de ambos se encontraron por encima de las mascarillas quirúrgicas. A Thomas le gustaba Teresa. Tenía un cuerpo maravilloso, que ni siquiera la amplia bata de cirugía conseguía ocultar. Además, podía gritarle cuando fuese necesario, sin temor a que estallara en sollozos. También era lo bastante inteligente no sólo para conocer que Thomas era el mejor cirujano del Memorial, sino también para decírselo.
Thomas se secó sistemáticamente las manos mientras controlaba los signos vitales del paciente. Después, como un general que revista sus tropas, recorrió la habitación y saludó con un gesto a Phil Baxter, el transfusionista, que permanecía de pie junto al corazón-pulmón artificial. El aparato estaba en marcha y lanzaba un ronroneo, listo para oxigenar la sangre del paciente y bombearla a lo largo del cuerpo, mientras Thomas realizaba su trabajo.
Thomas miró luego a Terence Halainen, el anestesista.
—Todo en orden —dijo Terence.
—Perfecto —replicó Thomas.
Después de dejar la toalla, Thomas se puso la bata estéril que le alcanzaba Teresa. Después se puso unos guantes de goma especiales. En ese momento, el doctor Larry Owen, ayudante principal de cirugía cardiovascular, levantó la mirada del campo operatorio.
—El Sr. Campbell está listo para que usted empiece a trabajar —dijo Larry, haciéndose a un lado para que Thomas pudiera acercarse a la mesa de operaciones.
El paciente estaba con el pecho completamente abierto, para que el famoso doctor Kingsley pudiera realizar su operación de by-pass. En el Boston Memorial existía la costumbre de que el ayudante principal de cirugía cardiovascular realizara la incisión inicial y la sutura final en esas operaciones.
Thomas se puso a la derecha del paciente. Como hacía siempre, metió lentamente la mano en la herida y tocó el corazón palpitante. La superficie húmeda de sus guantes de goma no impidió que percibiera todos los misteriosos movimientos del órgano en plena pulsación.
Al tocar el corazón, el pensamiento de Thomas retrocedió en el tiempo y recordó su primer caso importante como residente en cirugía torácica. Había intervenido en muchas operaciones antes de aquella, pero siempre como primer o segundo ayudante.
Entonces ingresó en el hospital un paciente llamado Walter Nazzaro. Había sufrido un infarto masivo del que no se esperaba que pudiera sobrevivir. Pero lo logró. No sólo sobrevivió a ese infarto, sino a las rigurosas evaluaciones a las que lo sometió el equipo médico del hospital. Los resultados del examen fueron impresionantes. Todo el mundo se preguntó cómo había podido sobrevivir tanto tiempo. Tenía una oclusión en la arteria coronaria principal izquierda, la que había provocado el infarto. Se comprobó otra oclusión en la arteria coronaria derecha, con evidencias de un antiguo infarto. Además, se advirtieron alteraciones en la válvula mitral y en la aorta. Y por si esto fuera poco, se le había formado un aneurisma en el ventrículo izquierdo, como resultado del último infarto. También tenía un ritmo cardíaco irregular, presión alta y problemas renales.
Considerando que Walter constituía un valiosísimo espécimen para la patología anatómica y física, fue presentado en todas las conferencias, donde despertaba las más diversas opiniones. El único aspecto del caso en el que todo el mundo coincidía era en que Walter era una bomba de tiempo que caminaba. Nadie se mostró dispuesto a operarlo, con excepción de un residente llamado Thomas Kingsley, quien sostuvo que la cirugía era la única posibilidad que le quedaba al paciente para escapar a su sentencia de muerte. Thomas insistió y discutió. Por fin, el jefe de residentes le concedió el permiso necesario para operar.
El día de la operación, Thomas —que había estado trabajando en un método experimental para acrecentar la función cardíaca— insertó en la aorta de Walter un balón de contrapulsación intraaórtico. Anticipando que se le presentarían problemas con el ventrículo izquierdo del paciente, Thomas quiso estar preparado. Pero sólo después de iniciar la operación comprendió realmente la gravedad de la situación. Su entusiasmo se convirtió en ansiedad a medida que desarrollaba el plan que había trazado en su mente. Jamás olvidaría la sensación que experimentó cuando detuvo el corazón de Walter y sostuvo en su mano aquella temblorosa masa de músculos enfermos. En ese momento supo que tenía el poder de restituir la vida. Negándose a considerar cualquier posibilidad de fracaso, Thomas llevó a cabo, ante todo, un by-pass, procedimiento que en esa época estaba en su etapa experimental. Después se dedicó a la zona del aneurisma, reforzando las paredes con gruesos hilos de seda. Finalmente, reemplazó la válvula mitral y la aorta.
Al acabar la tarea, Thomas intentó desconectar a Walter del corazón-pulmón artificial. Para entonces se habían reunido ya muchas personas en el anfiteatro de la sala de operaciones. Se oyó un murmullo de pesar cuando resultó evidente que el corazón del enfermo no tenía la fuerza necesaria para bombear la sangre. Sin desanimarse, Thomas puso en funcionamiento el dispositivo de contrapulsación que le había colocado antes de la operación.
Jamás olvidaría la alegría que lo embargó al comprobar que el corazón de Walter respondía. No sólo pudo desconectar al paciente del corazón-pulmón artificial, sino que tres horas más tarde, en la sala de recuperación, comprobó que ya ni siquiera necesitaba el dispositivo de contrapulsación. Thomas tuvo la sensación de haber recreado la vida. La excitación que experimentó fue como una droga. A partir de entonces se dejó llevar durante meses por el entusiasmo que le provocaba la cirugía a corazón abierto. El hecho de introducir las manos en la herida, de tocar el corazón, de desafiar a la muerte, era como dar lugar a ser Dios. Pronto descubrió que se deprimía profundamente cuando carecía de la excitación que le proporcionaban varias operaciones de ese tipo por semana. Cuando empezó a ejercer oficialmente la profesión, practicaba una, dos o tres operaciones de aquellas por día. Adquirió tal fama, que sus pacientes eran innumerables. Siempre que el hospital le concedía los turnos necesarios de quirófano, Thomas se sentía absolutamente feliz. Pero si por alguna razón, se le restringían sus horas de cirugía, Thomas se ponía tenso y furioso, lo mismo que un toxicómano a quien se le niega su dosis de droga diaria. Necesitaba operar para poder sobrevivir. Necesitaba sentirse Dios para no considerarse un fracasado. Necesitaba la admiración reverente de los demás, la clara aprobación que percibía en los ojos de Larry Owen, cuando le preguntó:
—¿Ha decidido si hará un doble o triple by-pass?
La pregunta obligó a Thomas a volver al presente.
—La exposición es buena —replicó dirigiendo una mirada apreciativa al trabajo de Larry—. Me parece que lo mejor será hacer tres, siempre que tengas la cantidad necesaria de safena.
—Tengo más que suficiente —contestó Larry con entusiasmo.
Antes de hacer la incisión en el pecho, Larry había extraído un trozo de vena de la pierna del Sr. Campbell.
—Muy bien —replicó Thomas con tono autoritario—. Pongamos manos a la obra. ¿Está listo el bombeador?
—Todo listo —respondió Phil Baxter, comprobando su instrumental y sus indicadores.
—Fórceps y bisturí —ordenó Thomas.
Con rapidez, pero sin nervios, Thomas empezó a trabajar. A los pocos minutos el paciente había sido conectado al corazón-pulmón artificial. La técnica de Thomas era pausada y sin ningún movimiento inútil. Su conocimiento de la anatomía era enciclopédico, lo mismo que su sentido del tacto con los tejidos.
Suturaba con una economía de movimientos y una precisión que a los aspirantes cirujanos les maravillaba observar. Había llevado a cabo tantos by-pass, que casi le resultaba un procedimiento rutinario, pero la excitación que le provocaba trabajar en un corazón nunca dejaba de exaltarlo.
Cuando terminó, y después de asegurarse de que los by-pass estaban firmes y que no había exceso de sangre, Thomas se alejó de la mesa de operaciones y se quitó los guantes.
—Confío en que serás capaz de suturar correctamente la herida, Larry —dijo, al volverse para abandonar el quirófano—. Estaré disponible por si tienes algún problema.
Al salir, oyó el suspiro de admiración que lanzaron los residentes.
El corredor que daba a la sala de operaciones estaba atestado de gente. A aquella hora del día, a media tarde, las treinta y seis salas de operaciones seguían ocupadas. Los pacientes que eran trasladados a los quirófanos, o volvían de ellos, eran transportados en camillas, rodeados a veces de una serie de personas que los atendían. Thomas se movió entre la multitud, oyendo de vez en cuando susurrar su nombre.
Al pasar junto al reloj del vestíbulo central, comprobó que había operado al Sr. Campbell en menos de una hora. Ese día había llevado a cabo tres by-pass en el tiempo que la mayoría de los cirujanos necesitaba para realizar uno, o, en el mejor de los casos, dos.
Thomas se dijo que bien podría haber realizado una operación más, aunque no pudo dejar de reconocer que no era cierto.
Aquel viernes por la tarde sólo pudo operar a tres pacientes a causa de aquella nueva y molesta disposición que obligaba a todos los cirujanos a asistir a la conferencia semanal de cirugía cardíaca, un invento relativamente reciente del jefe del departamento, el doctor Norman Ballantine. Thomas asistía no porque le ordenaran hacerlo, sino porque en el departamento de cirugía cardíaca esas reuniones se habían convertido en la comisión ad hoc de admisión. Thomas trató de no pensar en la situación, porque, siempre que lo hacía, se enrabiaba.
—¡Doctor Kingsley! —exclamó una voz ronca, interrumpiendo sus pensamientos. Priscilla Grenier, la autoritaria directora de los quirófanos, lo señalaba con un lapicero. Thomas reconocía que la mujer era trabajadora y permanecía muchas horas en el hospital. No era tarea fácil mantener en constante y ordenado funcionamiento a las treinta y seis salas de operaciones del Boston Memorial. Sin embargo, le resultaba intolerable que se metiera en sus asuntos, cosa que parecía decidida a hacer. Siempre le daba alguna orden—. Doctor Kingsley —repitió Priscilla—, la hija del Sr. Campbell está en la sala de espera, y debería usted ir a verla antes de cambiarse.
Sin esperar respuesta, Priscilla volvió a su escritorio.
Thomas contuvo su enojo y siguió su camino sin darse por enterado del comentario. Parte de la euforia que lo embargaba en la sala de operaciones se esfumó. Últimamente, el placer que le proporcionaba cada éxito quirúrgico era cada vez más pasajero.
Al principio, Thomas pensó que ignoraría la sugerencia de Priscilla y que se quitaría la bata antes de ir a ver a la hija del Sr. Campbell. Sin embargo, se sentía obligado a no cambiarse hasta que el Sr. Campbell fuese llevado a la sala de recuperación, por si se presentaba alguna complicación inesperada.
Abrió la puerta de la sala de descanso de cirugía, se detuvo ante el perchero y buscó una larga bata blanca para ponérsela encima de la de cirujano. Mientras se la ponía, pensó en las frustraciones innecesarias que estaba obligado a soportar. La calidad de las enfermeras era decididamente inferior a la de antes. ¡Y Priscilla Grenier! Recordaba con claridad los tiempos en que la gente como ella sabía mantenerse en su lugar. Y, además, aquellas conferencias obligatorias de los viernes por la tarde…
¡Insoportables!
Enfrascado en sus pensamientos, Thomas se dirigió a la sala de espera. Era relativamente nueva, y antes había sido un depósito. Dado que el número de operaciones de by-pass había aumentado considerablemente, se decidió habilitar una sala especial, próxima a los quirófanos, donde los familiares de los pacientes pudieran estar hasta que sus seres queridos hubieran salido de cirugía. La idea fue de uno de los asistentes administrativos, y resultó ser una mina de oro para el departamento de relaciones públicas.
Cuando Thomas entró en la sala, decorada con muy buen gusto, de paredes pintadas de azul claro y marcos blancos, hirió sus oídos una voz lacerante.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba una mujer angustiada.
—¡Bueno, bueno! —exclamó el doctor George Sherman, tratando de calmar a la llorosa mujer—. Estoy seguro de que se ha hecho todo lo posible por salvar a Sam. Pero sabíamos que su corazón no era normal. Podría haber ocurrido en cualquier momento.
—Pero era feliz en el asilo. Debimos haberlo dejado allí. ¿Por qué habré permitido que usted me convenciera de que era mejor trasladarlo al hospital? Usted me dijo que existía cierto riesgo en la operación. Pero nunca me advirtió que también fuese peligroso el cateterismo. ¡Oh, Dios mío!
Las lágrimas agobiaban a la mujer. Empezó a tambalearse, y el doctor Sherman la sostuvo por el brazo.
Thomas se acercó a George para ayudarlo. Intercambió una mirada con su colega, quien levantó los ojos al cielo ante el estallido emocional de la madre del paciente. Thomas no tenía una opinión demasiado buena del doctor George Sherman como cirujano cardiovascular con dedicación exclusiva, pero en vista de las circunstancias, se sintió obligado a echarle una mano. Entre los dos consiguieron sentar a la angustiada madre. La mujer hundió la cara entre las manos, inclinó los hombros y siguió sollozando.
—Su hijo sufrió un paro cardíaco en la sala de radiografías, durante un cateterismo —susurró George—. Era retrasado y, además, tenía problemas físicos.
Antes de que Thomas pudiera responder, llegó un sacerdote, acompañado de un hombre a parecer, era el padre del muerto. Los tres se abrazaron, lo cual animó algo a la mujer. En seguida abandonaron la sala de espera.
George se incorporó. Era evidente que la situación lo había enervado. Thomas sintió deseos de hacerse eco de la pregunta de la mujer y averiguar por qué habían sacado al muchacho de una institución donde, por lo visto, era feliz, pero le dio no sé qué hacerlo.
—¡Qué manera de ganarse la vida! —exclamó George, abandonando la sala con evidente inquietud.
Thomas estudió los rostros de las personas que esperaban. Lo miraban con una mezcla de solidaridad y temor. Todos tenían familiares que en ese momento estaban en la sala de operaciones, y la escena que acababan de presenciar les resultaba extremadamente inquietante. Thomas miró a la hija de Campbell. Estaba sentada junto a la ventana, pálida y expectante, con los brazos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Thomas se acercó a ella. La había visto una vez en el consultorio y sabía que se llamaba Laura. Era una mujer bonita, de unos treinta años, de hermoso pelo castaño, peinado hacia atrás y sujeto en una larga cola de caballo.
—La operación ha salido muy bien —informó con suavidad.
Por toda respuesta, Laura se puso en pie de un salto y se arrojó contra Thomas, apretándose contra él y rodeándole el cuello con los brazos.
—¡Gracias! —exclamó, rompiendo a llorar—. ¡Gracias!
Thomas quedó rígido ante aquel rapto emotivo. La reacción de Laura lo cogió completamente por sorpresa. Se dio cuenta de que todos los presentes los observaban y trató de liberarse del abrazo de la mujer, pero Laura no lo soltaba. Thomas recordó que después de su primera y exitosa operación a corazón abierto, la familia del Sr. Nazzaro se había mostrado igualmente expansiva en sus muestras de agradecimiento. Y, en aquella época, él compartió la felicidad de los familiares. Todos lo abrazaron, y Thomas les devolvió los abrazos. Percibía el respeto y la gratitud que les inspiraba. Fue una experiencia emocionante, y la recordaba con mucha nostalgia. En cambio, ahora sabía que sus emociones eran más complejas. Muchas veces operaba entre tres y cinco casos por día. Y, por lo general, aparte de los necesarios datos físicos preoperatorios, poco o nada sabía acerca de sus pacientes. Ese era el caso del Sr. Campbell.
—¡Ojalá pudiera hacer algo por usted! —susurró Laura, con los brazos todavía alrededor del cuello de Thomas—, cualquier cosa.
Thomas observó la curva de las nalgas de la joven, acentuada por el apretado vestido de seda. Le resultó perturbador sentir los muslos de Laura apretados contra los suyos, y comprendió que tenía que liberarse de aquel abrazo.
Le tomó las manos y la obligó a soltarle el cuello.
—Mañana por la mañana podrá hablar con su padre —aseguró.
Laura asintió, repentinamente avergonzada de su comportamiento.
Thomas abandonó la sala de espera con una sensación de ansiedad que le resultaba incomprensible. Se preguntó si se debería al cansancio, aunque hasta ese momento no se había sentido fatigado, a pesar de haber pasado gran parte de la noche realizando una operación de emergencia. Volvió a colgar la bata blanca en el perchero e hizo un esfuerzo por serenarse.
Antes de ir a la sala de descanso, Thomas pasó por la de recuperación. Sus dos pacientes anteriores, Victor Marlborough y Gwendolin Hasbruck, se encontraban en estado estacionario y satisfactorio, pero al mirarlos sintió que aumentaba su ansiedad.
A pesar de haber tenido en sus manos los corazones de aquellos dos seres pocas horas antes, le habría resultado imposible reconocerlos en medio de una multitud.
La camaradería que reinaba en la sala de recuperación lo aturdió e irritó, por lo cual se dirigió a la sala de descanso de los cirujanos. No le gustaba demasiado el café, pero se sirvió una taza y la llevó a uno de los sillones de cuero de uno de los extremos.
Vio en el suelo un ejemplar del Boston Globe y lo recogió, más bien para utilizarlo como defensa, que porque le interesaba su contenido. No tenía ganas de verse arrastrado a una conversación intrascendente con alguno de los integrantes del personal de cirugía. Pero la treta no le dio resultado.
—Gracias por echarme una mano en la sala de espera.
Thomas bajó el diario y se encontró frente a la cara ancha de George Sherman. Era un hombre robusto y de aspecto atlético, algo más bajo que Thomas, pero que parecía de su misma estatura gracias a su pelo, rizado y ahuecado. Ya se había puesto la ropa de calle: una arrugada camisa azul, que parecía no haber entrado jamás en contacto con una plancha, una corbata rayada y una chaqueta de lana de cordero algo desgastada por los codos.
George Sherman era uno de los pocos cirujanos solteros.
Pero lo que lo convertía en un ejemplar único era el que, a pesar de sus cuarenta años, jamás se había casado. Había otros separados o divorciados. Y George tenía un éxito especial entre las enfermeras más jóvenes. Les encantaba gastarle bromas acerca de su vagabunda vida de soltero. Muchas se ofrecían a ayudarle de distintas maneras. Él, por su parte, con su inteligencia y su sentido del humor, aprovechaba bien las oportunidades. A Thomas le resultaba aquello extremadamente irritante.
—La pobre mujer estaba muy angustiada —comentó Thomas.
Tuvo que contenerse una vez más para no hacer un comentario acerca de lo poco conveniente que era intentar casos como ese en el hospital. Pero, en cambio, volvió a levantar el diario.
—El muchacho tuvo una complicación inesperada —informó George sin dejarse amilanar por la actitud de Thomas—. Esa belleza de la sala de espera, ¿es hija de tu paciente?
Thomas volvió a bajar lentamente el diario.
—No he notado que sea particularmente atractiva —replicó en tono cortante.
—Entonces, ¿qué tal si compartes conmigo su nombre y su número de teléfono? —preguntó George, lanzando una risita. Al ver que Thomas no le respondía, le pareció atinado cambiar de tema—. ¿Te enteraste de que uno de los pacientes de Ballantine tuvo un paro cardíaco y murió durante la noche?
—Sí, lo sé.
—El tipo era un homosexual declarado —comentó George.
—Lo ignoraba —respondió Thomas con tono de total desinterés—, y tampoco sabía que el hecho de ser o no homosexual formara parte del cuestionario de rutina para el historial clínico de los casos de cirugía cardíaca.
—Pero debería incluirse —aseveró George.
—¿Y por qué? —preguntó Thomas.
—Ya te enterarás mañana en el coloquio —respondió George alzando una ceja.
—Me muero de impaciencia.
—Bueno, muchacho, te veré dentro de un rato en la sala de conferencias —repuso George a modo de despedida, dándole una palmadita en el hombro.
Thomas lo miró mientras se alejaba. Le parecía un proceder demasiado juvenil. George se unió a un grupo de residentes y enfermeras de cirugía despatarrados en varios sillones cerca de la ventana. Las risas y las voces del grupo llegaban hasta Thomas. Lo cierto era que George Sherman le resultaba insoportable. Estaba convencido de que era un hombre deseoso de acumular éxitos exteriores para ocultar su básica mediocridad como cirujano. El caso le resultaba demasiado familiar. Uno de los peores defectos del centro médico académico era el que los nombramientos fuesen más políticos que otra cosa. Y George era un político consumado. Tenía una inteligencia rápida, era buen conversador y le gustaba la vida social. Y, lo que era aún más importante, sabía medrar en el sistema de comisiones burocráticas de la política hospitalaria. Había aprendido desde muy joven que, para tener éxito, era más importante estudiar a Maquiavelo que a Halstead.
Thomas sabía que el quid de la cuestión residía en el antagonismo existente entre los médicos que formaban el equipo de profesores, como él, que tenían consultorios propios y se ganaban la vida con sus pacientes privados, y los médicos que, como George Sherman, eran sólo empleados de la Escuela de Medicina y que, en pago de sus servicios, recibían un sueldo en lugar de honorarios. Los médicos privados tenían ingresos muy superiores y también más libertad. No tenían que rendir cuentas a una autoridad superior. En cambio, los médicos con dedicación exclusiva poseían títulos mucho más deslumbrantes y gozaban de horarios más cómodos, pero siempre tenían un superior que les ordenaba lo que tenían que hacer.
El hospital se encontraba en el justo medio de esa estructura.
Se beneficiaba de los éxitos profesionales y del dinero que recibía a través de los médicos privados y, al mismo tiempo, gozaba de la credibilidad y del status que le proporcionaba el hecho de formar parte de la Facultad de Medicina de la Universidad.
—Ya he cerrado el pecho de Campbell —informó Larry, interrumpiendo los pensamientos de Thomas—. Los residentes están suturando la piel. Las constantes vitales del paciente son normales. Dejando el diario, Thomas se puso de pie y siguió a Larry hacia el vestuario. Al pasar junto a George, Thomas oyó que hablaba sobre la formación de una nueva comisión de enseñanza.
¡Era el cuento de nunca acabar! Lo mismo que la presión que ejercían constantemente sobre él tanto George, el jefe de servicio de enseñanza, como Ballantine, el jefe del departamento de cirugía, para convencerlo de que renunciara a su consultorio y se uniera al Personal con dedicación exclusiva. Lo tentaban ofreciéndole la titularidad de una cátedra, y aunque en otra época podría haberle interesado, hoy no le convenía en absoluto. Estaba decidido a mantener su consultorio, su autonomía, sus ingresos y su salud mental, convencido de que si pasaba a formar parte de los médicos con dedicación exclusiva, al poco tiempo le indicarían a quién podía y a quién no podía operar. Y en cualquier momento le asignarían casos ridículos, como el de aquel pobre retrasado mental que había muerto en la sala de cateterismo.
Thomas llegó al vestuario tenso y furioso, y abrió su armario.
Mientras se quitaba las ropas de cirugía y las arrojaba al cesto de la ropa sucia, recordó el cuerpo flexible de Laura Campbell apretado contra el suyo. Era una imagen agradable, que tuvo la virtud de tranquilizar sus nervios exacerbados. Desde el momento en que abandonó el quirófano, había desaparecido el placer que le proporcionaba la cirugía y se sentía cada vez más tenso.
—Como siempre, su trabajo de hoy ha sido estupendo —aseguró Larry, que había advertido la expresión adusta de Thomas y esperaba alegrarlo con aquel halago.
Thomas no contestó. En otro tiempo habría recibido ese cumplido con satisfacción, pero ya no le importaba.
—Es una lástima que la gente no sea capaz de apreciar los detalles —continuó diciendo Larry mientras se abrochaba la camisa—. Si lo hicieran, tendrían una idea completamente distinta de la cirugía. Y también pondrían mucho más cuidado en la elección del cirujano cuando tuvieran que ser operados.
Thomas siguió sin contestarle, aunque asintió ante la veracidad del comentario. Mientras se ponía la camisa pensó en Norman Ballantine, aquel médico amistoso, de pelo blanco, a quien todo el mundo quería y aplaudía. Lo cierto era que Ballantine tal vez no seguiría operando, aunque nadie tuviera el valor de decírselo. En el departamento era notorio que uno de los jefes de residentes de cirugía torácica se había autodesignado asistente de Ballantine en las operaciones que este realizaba, para poderlo evaluar cuando el viejo médico cometiera un error. Para eso sirve la Medicina académica, pensó Thomas. Gracias a los residentes, Ballantine obtenía resultados razonablemente buenos, y tanto los pacientes como sus familiares lo adoraban, pese a lo que sucedía cuando el enfermo estaba anestesiado.
Thomas estaba de acuerdo con el comentario de Larry. También pensaba que sería infinitamente más apropiado que él, el doctor Thomas Kingsley, fuese el jefe de cirugía. ¡Por amor de Dios! Después de todo, era él quien practicaba la mayor parte de las operaciones. Gracias a él, el Boston Memorial se había convertido en el mejor hospital para operaciones cardíacas.
Hasta la revista Time lo aseguraba en un artículo.
Sin embargo, Thomas ya no sabía si le interesaba ser jefe. En otra época sólo pensaba en eso. Era una de las metas que lo impulsaba, hasta el punto de realizar enormes sacrificios personales. Entonces, a todo el mundo le parecía natural que con el tiempo llegara a ese cargo, y sus colegas lo comentaban, a pesar de que no era más que un simple graduado. Pero de eso hacia ya varios años; era antes de que la burocracia administrativa empezara a agitar su horrible cabeza, demostrándole hasta qué punto interferiría en su carrera.
Thomas se interrumpió y quedó con la vista clavada en el vacío. Se sentía vacío por dentro. Le resultaba deprimente comprender que una de las metas que tanto había anhelado ya no le interesaba, especialmente cuando, por fin, la tenía a su alcance.
Quizá ya no pudiera progresar más… Tal vez había llegado a su apogeo. ¡Dios, qué pensamiento tan espantoso!
—Siento mucho lo de su esposa —dijo Larry, sentándose para ponerse los zapatos—. Realmente es una pena.
—¿A qué te refieres? —preguntó Thomas, pronunciando cada palabra con deliberada precisión. Lo ofendió que un subordinado como Larry le hablara con tanta familiaridad.
Larry, sin darse cuenta de la seca respuesta de Thomas, seguía inclinado, atándose los cordones de los zapatos.
—Me refiero a su diabetes y a su problema ocular. He oído decir que tendrán que hacerle una vitrectomía. Me parece espantoso.
—Todavía no es definitivo que haya que operarla —respondió Thomas agriamente.
Al percibir enojo en la voz de Thomas, Larry levantó la mirada.
—No quiero decir que sea una cosa necesariamente definitiva —explicó— lamento haber tocado el tema. Debe de ser penoso para usted. Simplemente, deseo decirle que espero que siga bien.
—¡Está perfectamente bien! —exclamó Thomas con furia—. Además, creo que la salud de mi mujer no es asunto suyo.
—Lo siento.
Se produjo un incómodo silencio mientras Larry terminaba de atarse los zapatos. Thomas se anudó la corbata y se puso colonia «Yves Sr. Laurent» con movimientos rápidos y nerviosos.
—¿Dónde ha oído ese rumor? —preguntó.
—Me lo dijo un residente de Patología —contestó Larry—. Robert Seibert.
Larry cerró su armario y dijo a Thomas que si lo necesitaba estaría en la sala de recuperación. Thomas se pasó un peine por el pelo, tratando de calmarse. En verdad no era su día. Todo el mundo parecía dispuesto a disgustarlo. Le resultaba inexplicablemente mortificante que la mala salud de su mujer fuese tema de conversación entre los residentes. Y también le parecía humillante.
Al guardar el peine en el armario, Thomas vio el frasquito de plástico. Lo agobiaba una tensión cada vez mayor y empezaba a sentir dolor de cabeza, por lo que abrió la rapa. Partió en dos una de las tabletas amarillas y se metió en la boca una de las mitades.
Vaciló un instante y, al fin se metió la otra mirad. Al fin y al cabo, se la merecía.
La tableta tenía un gusto amargo, y necesitaba un poco de agua para tragarla. Pero casi de inmediato sintió que se aliviaba su creciente tensión.
La conferencia sobre cardiología se celebraba los viernes por la tarde en el aula Turner de enseñanza quirúrgica, que daba al vestíbulo, justo enfrente de la sala de tratamiento intensivo.
Había sido donada por la esposa de un tal Sr. J. P. Turner, muerto a fines de la década de los treinta, y estaba decorada en un estilo que tenía algo de Art Decó. La sala tenía capacidad para sesenta personas sentadas, el cincuenta por ciento del alumnado de la Facultad de Medicina en 1939. En el frente había un escenario, un polvoriento pizarrón, un perchero del que colgaban montones de viejos diagramas de anatomía y un esqueleto.
Las reuniones de los viernes se llevaban a cabo allí a instancias del doctor Norman Ballantine, porque quedaba cerca de las salas y, como dijo el propio doctor: «Después de todo, lo que hacemos es hablar de los pacientes». Pero el pequeño grupo de más o menos una docena de personas parecía perdido en aquel mar de sillas vacías y se sentía decididamente incomodo tras los espartanos escritorios.
—¡Es hora de empezar! —gritó el doctor Ballantine, al murmullo de las conversaciones.
Los presentes tomaron asiento. Asistían a la reunión seis de los ocho cirujanos cardiovasculares del hospital, incluyendo a Ballantine, Sherman y Kingsley, así como otros varios médicos y personal del equipo administrativo, con un agregado relativamente nuevo: Rodney Stoddard, filósofo.
Thomas observó a Stoddard en el momento en que este se sentaba. Aparentaba treinta años, a pesar de que era casi calvo, y el poco pelo que le quedaba era de un rubio tan claro, que apenas se veía. Llevaba gafas de delgada montura de acero, y su expresión era de engreimiento. A Thomas le pareció como si estuviera diciendo constantemente: «Consúltenme sus problemas, porque conozco todas las respuestas». Stoddard había sido contratado ante la insistencia de la Universidad. Hasta hacía poco tiempo, los médicos tenían la obligación de tratar de salvar a todos sus pacientes. Pero con el advenimiento de procedimientos tan costosos y complicados como la cirugía a corazón abierto, los trasplantes y los órganos artificiales, los hospitales se veían en la obligación de elegir cirujanos para practicar tales operaciones. Por el momento, esas técnicas se veían limitadas por los altos costos y por el escaso espacio disponible en las sofisticadas unidades necesarias para el postoperatorio y la recuperación. En general, el equipo de profesores tendía a tratar otras enfermedades, aparte las cardíacas, aunque no siempre lograban curarlas, mientras que los cirujanos privados, como Thomas, se inclinaban a operar a individuos que, en otros sentidos, eran miembros saludables y productivos de la sociedad.
Contemplando a Rodney, Thomas esbozó una sonrisa irónica. Se preguntó si la confianza del filósofo en sí mismo desaparecería por completo si tuviera en sus manos el corazón de un hombre. Ese era un momento de decisiones, no de conversaciones. Según la opinión de Thomas, ya la sola presencia de Rodney en la reunión era un índice de la burocracia que ahogaba a la Medicina.
—Antes de empezar —dijo el doctor Ballantine, extendiendo los brazos con las manos abiertas, como si quisiera silenciar a una muchedumbre— desearía estar seguro de que todos han leído el artículo publicado por la revista Time de esta semana, en la que clasifica al Boston Memorial como el centro más importante de cirugía de by-pass cardíacos. Creo que lo merecemos y deseo agradecer a todos y a cada uno de ustedes los esfuerzos que han hecho por ayudarnos a alcanzar esa posición.
Ballantine aplaudió, imitado por George y algunos otros.
Thomas —quien se había sentado cerca de la puerta por si lo necesitaban en la sala de recuperación—, les lanzó una mirada colérica. Ballantine y los demás se atribuían el mérito de un éxito que en gran parte había logrado él y, en menor grado, los otros dos cirujanos privados que, justamente, no estaban en esa reunión. Cuando decidió dedicarse a la cirugía, Thomas pensó que evitaría todas las tonterías inherentes a otras profesiones. Serían sólo él y el paciente en una lucha contra la enfermedad. Pero, al mirar a su alrededor, comprendió que casi todos los presentes estaban en condiciones de interferir su trabajo, en virtud de un problema que se agravaba cada vez más: el número limitado de camas adjudicadas a la cirugía cardiovascular y el tiempo también limitado, que se les concedía en las salas de operaciones. El Memorial había adquirido tanta fama que, por lo visto, todo el mundo deseaba que le hicieran allí la operación de by-pass. Como resultado, tenían que hacer literalmente cola, en especial los pacientes de Thomas. Le habían limitado el uso de los quirófanos a diecinueve turnos por semana, y en ese momento llevaba un atraso de pacientes de más de un mes.
—Mientras George les distribuye los horarios de la semana que viene —continuó diciendo el doctor Ballantine, pasando a George un fajo de hojas mecanografiadas—, me gustaría hacer una recapitulación de lo sucedido durante esta semana. Siguió perorando mientras Thomas analizaba la pauta horarios. La enfermera anotaba los nombres de los paciente reunía la necesaria información y se la pasaba a la secretaria de Ballantine, quien, a su vez, la copiaba a máquina. Contenía una síntesis del historial clínico de cada paciente, una lista de datos significativos para el diagnóstico y una explicación sobre la necesidad del tratamiento quirúrgico. La idea consistía en que todos los que intervenían en la conferencia pudieran mentalizarse del caso de cada paciente y asegurarse de que la operación era necesaria o aconsejable. Pero, en realidad, rara vez sucedía, a menos que un cirujano faltara a una reunión. En cierta ocasión en que Thomas estuvo ausente, el departamento de anestesiología canceló varios de sus casos, lo que provocó un gran alboroto, difícil de olvidar. Thomas continuó revisando las páginas del informe hasta que Ballantine dijo algo respecto a muertes. Thomas levantó entonces la mirada.
—Desgraciadamente, esta semana hemos tenido dos muertes como consecuencia de operaciones —informó el doctor Ballantine—. El primero fue un caso del servicio de enseñanza, Albert Bigelow, un señor de ochenta y dos años que no pudo ser desconectado del bombeador después de haberle reemplazado dos válvulas. El caso de este paciente fue una emergencia. ¿Ya hay noticias de los resultados de la autopsia, George?
—Todavía no —respondió George—. Debo señalar que el Sr. Bigelow estaba muy enfermo. El alcoholismo le había afectado seriamente el hígado. Sabíamos que operarlo entrañaba un gran riesgo. En algunos casos se gana, y en otros, se pierde.
Se produjo un silencio. Thomas pensó, con sarcasmo, en que la inoportuna muerte del Sr. Bigelow inspiraba una estimulante discusión. Lo exasperante era que aquel tipo de pacientes obligaban a esperar a los suyos.
Ballantine miró a su alrededor y, al comprobar que nadie hablaba, siguió adelante.
—El segundo caso fue un paciente mío, el Sr. Wilkinson. Murió anoche. Esta mañana se le hizo la autopsia. Thomas notó que Ballantine miraba a George, quien hizo un casi imperceptible movimiento negativo con la cabeza.
Ballantine se aclaró la garganta y dijo que ambos casos serían discutidos en la siguiente conferencia dedicada a muertes de pacientes.
A Thomas le intrigó la silenciosa comunicación mantenida entre ambos cirujanos. Recordó el extraño comentario que George le había hecho en la sala de descanso. Thomas sacudió la cabeza.
George y Ballantine tramaban algo, y Thomas sintió una punzada de inquietud. Ballantine gozaba de una posición única en el centro médico. Como jefe del departamento de cirugía cardiovascular, ocupaba una cátedra en a fundación de la Universidad y se le pagaba un sueldo. Pero Ballantine también tenía un consultorio privado. Ballantine era un resto del pasado y constituía un puente entre los cirujanos del hospital con dedicación exclusiva, como George, y los que mantenían consultorios privados, como Thomas. Últimamente Thomas había empezado a pensar que Ballantine, cuya habilidad como cirujano obviamente declinaba, empezaba a preferir el prestigio de su cargo de profesor a las ventajas que podía significarle la práctica privada de la medicina. De ser así, podría llegar a crear problemas, al romper el equilibrio entre el personal con dedicación exclusiva y los médicos que tenían consultorio privado, equilibrio que antes siempre beneficiaba a estos últimos.
—Y ahora les pido que estudien la última hoja que se les ha entregado —dijo el doctor Ballantine—. Quiero señalarles que se ha introducido un cambio importante en la agenda quirúrgica.
Todo el mundo dio vuelta a las hojas. Thomas también lo hizo, colocando los papeles sobre el brazo de su pupitre. No le gustaba el anuncio de un cambio importante en la agenda quirúrgica.
La última página estaba dividida verticalmente en cuatro columnas, que representaban los cuatro quirófanos dedicados a operaciones a corazón abierto. En sentido horizontal, la página estaba dividida en los cinco días hábiles de la semana. En cada casillero figuraban los nombres de los cirujanos que debían operar ese día. El quirófano número 18 era el de Thomas. Al ser el cirujano más rápido y el más ocupado, se le asignaban horarios para atender cuatro casos por día, con excepción de los viernes, en que operaba a tres pacientes y después asistía a la conferencia.
Lo primero que Thomas hizo fue revisar los casilleros correspondientes a la sala de operaciones número 18. Sus ojos se abrieron de incredulidad. Según la agenda, se le adjudicaban tres casos por día, de lunes a jueves. ¡Le habían quitado cuatro operaciones semanales!
—La Universidad nos ha autorizado a contratar, para enseñanza, a otro cirujano con dedicación exclusiva —dijo, con orgullo, el doctor Ballantine—, y hemos empezado a buscar un cirujano cardiovascular especializado en niños. Esto, por cierto constituye un gran adelanto para el departamento. Por tal razón hemos decidido extender los casos de enseñanza a cuatro horas más por semana.
—Doctor Ballantine —dijo Thomas, poniendo especial cuidad en no perder el control—, por lo que veo, en este cronograma, la cuatro horas que se han agregado al tiempo de enseñanza se me han quitado a mí. Supongo que esto regirá sólo para la semana que viene.
—No —contestó el doctor Ballantine—. El cronograma que les ha entregado rige hasta nuevo aviso.
Thomas respiró profundamente antes de volver a hablar.
—Me veo en la obligación de objetarlo. Creo que no es justo que yo sea el único que deba ceder mis turnos en la sala de operaciones.
—Lo que sucede es que has estado controlando alrededor del cuarenta por ciento de los turnos de quirófano —replicó George, y este hospital se dedica a la enseñanza.
—Yo participo en la enseñanza —observó Thomas.
—Ya lo sabemos —intervino Ballantine—. No debe tomar esto como una agresión personal. Se trata simplemente de distribuir con más equilibrio el tiempo disponible en los quirófanos.
—Ya tengo un atraso de más de un mes en mi agenda de operaciones —argumentó Thomas—. No hay tanta demanda para casos de enseñanza. Por otra parte, no hay bastantes pacientes como para llenar tantos turnos de quirófanos.
—No te preocupes —replicó George—. Ya encontraremos a los pacientes necesarios.
Thomas sabía cuál era el fondo de la cuestión. George y casi todos los demás se morían de celos al ver que él operaba a muchos más pacientes y ganaba mucho más dinero que ellos. Tuvo ganas de ponerse de pie y golpear a George allí mismo. Al mirar a su alrededor, notó que el resto de los médicos se enfrascaban de repente en sus notas. No podía contar con que ninguno de los presentes lo respaldara.
—Todos hemos de comprender —continuó diciendo el doctor Ballantine— que integramos el sistema de la Universidad. Y la enseñanza es nuestra meta principal. Si sus clientes particulares lo presionan, siempre le queda el recurso de operarlos en otras instituciones.
La furia y la frustración que embargaban a Thomas le impedían pensar con claridad. Sabía —en realidad todos lo sabían—, que no podía llevar a sus pacientes a otro hospital. La cirugía cardiovascular exigía un equipo entrenado y con experiencia.
Thomas había ayudado a crear el sistema del Memorial y dependía de la estructura del hospital.
Priscilla Grenier tomó la palabra para decir que existía la posibilidad de agregar una sala de operaciones adicional, siempre que consiguieran otro corazón-pulmón artificial y transfusionista que se ocupara de manejarlo.
—Me parece una buena idea —opinó el doctor Ballantine—. Thomas, me pregunto si usted estaría dispuesto a presidir una comisión ad hoc que se encargara de estudiar la conveniencia de tal expansión.
Thomas le agradeció el posible nombramiento, luchando por expresarse con el mínimo sarcasmo posible. Aclaró que, por su ritmo de trabajo actual, le resultaría imposible aceptar la tarea de inmediato, pero que lo pensaría. De momento tenía que preocuparse por diferir las operaciones de algunos pacientes, que tal vez morirían antes de que les llegara el turno de pasar al quirófano. Y se trataba de pacientes que tenían un noventa y nueve por ciento de posibilidades de vivir una existencia larga y productiva, ¡siempre que no se retrasara su operación en beneficio de algún esclerótico con quien el servicio de enseñanza deseaba hacer experimentos!
Y con ese comentario se dio por terminada la reunión.
Luchando por dominar su indignación, Thomas se acercó a Ballantine. George, por su puesto, le había ganado de mano y ya se encontraba en el estrado, pero Thomas lo interrumpió.
—¿Podría hablar con usted un momento? —preguntó Ballantine.
—Por supuesto —respondió el jefe de cirugía.
—A solas —agregó Thomas.
—De todos modos yo ya me iba a terapia intensiva —dijo amablemente George—. Si me necesita, estaré en mi consultorio.
Antes de alejarse, George dio unas palmaditas a Thomas en el hombro.
Para Thomas, Ballantine era la típica imagen del médico de las películas de Hollywood, con su pelo suave peinado hacia atrás y un rostro con profundas arrugas, pero bronceado y apuesto. Lo único que, de alguna manera, estropeaba el efecto del conjunto eran sus grandes orejas. Thomas sintió ganas de aferrarlas y sacudirías.
—Bueno, Thomas —dijo el doctor Ballantine con rapidez—, no me gustaría que este asunto lo pusiera nervioso. Ha de comprender que, después del artículo del Time, la Universidad me ha venido presionando para que dedique más tiempo de los quirófanos a la enseñanza. Esa publicidad está haciendo maravillas por el programa de donaciones. Y, tal como señaló George, hasta ahora usted ha controlado una cantidad desproporcionada de horas. Lamento que haya tenido que enterarse así, pero…
—Pero ¿qué? —interrumpió Thomas.
Porque usted es un médico privado —respondió el doctor Ballantine—. Si aceptara integrarse en el equipo con dedicación exclusiva podría garantizar una cátedra como profesor titular.
—Me basta y me sobra mi titulo de profesor asistente de clínica médica —volvió a interrumpir Thomas. De repente comprendió.
El nuevo organigrama de las salas de operaciones era otro intento de presionarlo para que abandonara su consultorio privado.
—Thomas, espero comprenda que el jefe de cirugía cardiovascular que me suceda tendrá que ser un médico con dedicación exclusiva.
—De manera que he de considerar este corte en mis horarios de operaciones como un hecho consumado, ¿no es así? —aseveró Thomas, ignorando las implicaciones de la frase de Ballantine.
—Me temo que Sí, Thomas. A menos que habilitemos otro quirófano. Pero, como usted bien sabe, eso lleva tiempo.
Thomas se volvió para marcharse.
—Analizará la posibilidad de integrarse en el equipo de dedicación exclusiva, ¿verdad? —preguntó el doctor Ballantine.
—La consideraré —respondió Thomas, a sabiendas de que mentía.
Thomas abandonó la sala y empezó a subir las escaleras. Al llegar al primer rellano se detuvo. Aferró el pasamanos y cerró los ojos con tanta fuerza, que todo su cuerpo tembló de furia.
Sólo duró un momento. Después se enderezó. Había vuelto a dominarse. Después de todo, era un individuo racional, hacía mucho que luchaba contra las estupideces burocráticas y sabía cómo enfrentarse a ellas. Tenía razón al sospechar que Ballantine y George tramaban algo. Ahora sabía de qué se trataba. Pero Thomas se preguntó si aquello sería todo. Tal vez hubiera algo más, aparte la modificación de horarios en los quirófanos, porqué a él todavía lo ahogaba la sensación de ansiedad provocada por la certeza de que estaba sucediendo algo que ignoraba y debería saber.