Cassi despertó con el mismo espantoso dolor de cabeza que había sentido en la unidad de terapia intensiva. Pero la diferencia estribaba en que en aquel momento tenía la mente clara.
Recordaba todo lo sucedido la noche anterior. Después de firmar el alta en el Essex General, se encaminó a Boston pensando en llamar al doctor Mclnery, pero al llegar al hospital no creyó tener necesidad de ser atendida con urgencia. Pero sí supo que debía dormir antes de enfrentarse con sus temores relativos a lo que había sucedido. Se dirigió a la sala de descanso de los residentes de guardia de Clarkson Dos y se tumbó en un catre.
En el momento de dormirse, se dijo que tendría que encontrar a alguien con quien hablar acerca de Thomas. ¿Estaría su marido involucrado en aquella segunda sobredosis de insulina? No le parecía posible, ya que ella misma se había puesto la inyección.
Pero el hecho de que todos los teléfonos, con excepción del de Patricia, estuvieran averiados, le parecía demasiada coincidencia como para que fuese algo accidental y, por otra parte, hasta entonces, su coche jamás había dejado de arrancar. ¿Y si fuesen ciertos sus temores acerca de la posible conexión de Thomas con los casos de MQR? ¿Y si no fuesen alucinaciones suyas y Thomas fuese responsable de la muerte de Robert?
Si eso fuera cierto, su marido debía de estar enfermo, mentalmente enfermo. Necesitaba ayuda. El doctor Ballantine le había asegurado que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa si Thomas necesitaba consejo. Cassi decidió ver al jefe por la mañana.
Por el momento se sentía a salvo.
Después de comprobarse por última vez su nivel de azúcar en la orina, decidió que bien podía dormir un rato. Esperaba que Patricia no alarmara a Thomas hasta por la mañana.
Cuando despertó, antes del amanecer, el piso de psiquiatría seguía desierto. Cassi se aseó lo mejor que pudo y fue al laboratorio, donde persuadió a una adormilada técnica a que le extrajera sangre para analizar el nivel de azúcar, pero el supervisor nocturno del laboratorio se negó a hacerle el análisis, porque ella no llevaba su tarjeta de identificación del hospital. Sin fuerzas para discutir, Cassi entregó al supervisor el tubo de ensayo con la sangre, diciéndole que actuara de acuerdo con los dictados de su conciencia. Le advirtió que volvería a pasar por allí más tarde. Después subió al piso donde Ballantine tenía su despacho y se sentó en un sillón frente a la puerta.
Transcurrió una hora y media antes de que apareciera el doctor Ballantine, quien vio a Cassi desde lejos.
—Si tiene un momento, me gustaría hablar con usted —dijo Cassi.
—Por supuesto —respondió el doctor Ballantine, volviéndose para abrir la puerta con su llave—. Pase. —Actuaba como si la hubiese estado esperando.
Cassi entró en la oficina y se puso a mirar por la ventana, a fin de no encontrarse con la mirada del doctor Ballantine. Alcanzaba a ver el río Charles y los edificios de la orilla opuesta.
Aunque no comprendía el motivo, a Cassi le pareció que su presencia causaba cierto enojo al doctor Ballantine.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó.
—Necesito ayuda —respondió Cassi.
El doctor Ballantine permanecía de pie ante su escritorio.
No había nada en su actitud que la ayudara a sentirse cómoda, pero Cassi no sabía a quién más recurrir.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó el doctor Ballantine, sin invitarla a sentarse.
—No estoy segura —respondió Cassi, hablando con lentitud—. Pero, ante todo, debo conseguir que Thomas se someta a tratamiento. Me consta que abusa de las drogas.
—Cassi —dijo el doctor Ballantine en tono paciente—. Desde la última vez que hablamos he controlado las prescripciones de Thomas. Su marido es tremendamente cauto en lo que a narcóticos se refiere.
—Es que no utiliza sus propios recetarios para conseguirlas —explicó Cassi—. Pero las drogas no son más que una parte de la historia. Creo que Thomas está enfermo. Mentalmente enfermo. Ya sé que no he estado demasiado tiempo en psiquiatría, pero puedo asegurar que Thomas está francamente desequilibrado. Y me temo que considera que soy una amenaza para él.
Ballantine no le contestó inmediatamente. Miró a Cassi sorprendido y, por primera vez, preocupado. Su expresión se suavizó y le rodeó los hombros con un brazo.
—Sé que ha estado usted sometida a muchas tensiones. Y creo que el problema escapa a mis posibilidades. Me gustaría que se sentara y descansara unos minutos. Pienso que hay otra persona con quien debería usted hablar.
—¿Quién? —preguntó Cassi.
—Siéntese, por favor —repitió el doctor Ballantine con suavidad. Movió uno de los sillones y lo colocó junto al escritorio, frente a la ventana—. ¡Por favor! —Cogió la mano de Cassi y, con suavidad, la obligó a tomar asiento—. Póngase cómoda.
Aquel era el doctor Ballantine que Cassi recordaba. Él la cuidaría. Y también cuidaría a Thomas. Agradecida, se hundió en los suaves almohadones de cuero.
—¿Qué quiere? ¿Café? ¿Desea comer algo?
—Creo que me haría bien comer algo —respondió Cassi.
Tenía hambre, y supuso que su nivel de azúcar era todavía bajo.
—Muy bien. Espere aquí. Estoy seguro de que todo saldrá bien.
El doctor Ballantine salió de la estancia, y cerró silenciosamente la puerta.
Cassi se preguntó a quién habría ido a llamar. Sin duda sería alguien con autoridad que ejercería influencia sobre Thomas.
Porque, en caso contrario, su marido se negaría a escuchar todo consejo. Cassi empezó a ensayar mentalmente la historia que pensaba contar. Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y volvió la cabeza, esperando encontrarse con el doctor Ballantine.
Pero el que acababa de entrar era Thomas.
Quedó estupefacta. Thomas cerró la puerta con la cadera. En una mano llevaba un plato de huevos revueltos, y en la otra, un vaso de leche. Se acercó y le entregó la comida. No se había afeitado, y su demacrado rostro reflejaba una expresión de tristeza.
—El doctor Ballantine me ha dicho que necesitabas comer algo —dijo suavemente.
Cassi cogió el plato con gesto automático. Tenía hambre, pero se sentía demasiado estremecida como para poder comer.
—¿Dónde está el doctor Ballantine? —preguntó con voz vacilante.
—Cassi, ¿me amas? —preguntó Thomas en tono de súplica.
Quedó desconcertada. No era en absoluto lo que esperaba oír.
—Por supuesto que te amo, Thomas, pero…
Thomas estiró una mano y le tocó los labios, interrumpiéndola.
—Si de verdad me amas, deberías comprender que tengo problemas. Necesito ayuda, pero si me apoyas, con tu amor sé que podré mejorar.
El corazón de Cassi se derritió. ¿Qué había estado pensando? Por supuesto que Thomas no tenía nada que ver con los terribles acontecimientos de la noche anterior. La enfermedad de su marido se le estaba contagiando, y ella había sido presa de una locura peor que la de él.
—Estoy convencida de que puedes curarte —contestó Cassi, decidida a alentarlo.
Nunca pensó que Thomas fuese capaz de comprender con tanta claridad sus propios problemas.
—Es cierto que, tal como lo sospechabas, he estado tomando drogas —confesó Thomas—. Esta última semana he mejorado bastante, pero sigue siendo un problema, un problema serio. He estado tratando de engañarme.
—¿Y quieres hacer realmente algo para curarte? —preguntó Cassi.
Thomas levantó violentamente la cabeza. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas.
—Lo deseo desesperadamente, pero no puedo hacerlo solo. Cassi, te necesito a mi lado, no contra mí.
De pronto, Thomas le pareció una criatura indefensa. Cassi dejó el plato en la mesa y cogió entre las suyas una mano de su marido.
—Hasta ahora jamás he pedido ayuda —explicó Thomas—. Siempre he sido demasiado orgulloso. Pero ahora comprendo cuán espantosa ha sido mi conducta. Una cosa me ha llevado a la otra. Cassi, tienes que ayudarme.
—Necesitas tratamiento psiquiátrico —dijo Cassi, observando la reacción de su marido.
—Lo sé —confesó Thomas—. Simplemente me negaba a admitirlo. ¡He tenido tanto miedo! Y en lugar de reconocerlo, lo único que he hecho ha sido tomar más drogas.
Cassi clavó la mirada en su marido. Era como si lo viera por primera vez. Luchó contra el deseo de preguntarle si había sido responsable de su sobredosis de insulina o si tenía algo que ver con la muerte de Robert o con cualquiera de los casos de la serie de MQR. Pero no pudo. Por lo menos entonces, Thomas estaba destrozado.
—¡Por favor! —suplicó él—. ¡Quédate a mi lado! ¡Me ha costado tanto admitir todo esto!
—Tendrías que internarte —aseguró Cassi.
—Lo comprendo —replicó Thomas—. Pero, simplemente, me resulta imposible internarme aquí, en el Memorial.
Cassi se puso de pie y apoyó las manos en los hombros de su marido.
—Estoy de acuerdo contigo. No me parece muy oportuno que te internes en el Memorial. Es importante que no trascienda esto. Thomas, siempre que estés dispuesto a ponerte en manos de un especialista, permaneceré a tu lado todo el tiempo que sea necesario. Soy tu mujer.
Thomas la tomó en sus brazos y apoyó contra el cuello de Cassi su rostro empapado en lágrimas.
Ella le devolvió el abrazo para tratar de tranquilizarlo.
—En Weston hay un pequeño sanatorio privado: el «Instituto de Psiquiatría Wickers». Me parece el más adecuado.
Thomas asintió en silencio.
—En realidad, creo que deberíamos ir en seguida. Esta misma mañana.
Cassi alejó algo a Thomas de si para poder contemplarlo bien. Thomas la miró de frente. El dolor empañaba sus ojos color turquesa.
—Haz lo que te parezca; cualquier cosa con tal de aliviar esta ansiedad que me agobia. No puedo soportarla más.
El médico que había en Cassi se sobrepuso a todas sus reservas.
—Te has exigido demasiado, Thomas. Era tal tu necesidad de triunfar, que los medios eran para ti más importantes que los fines. Creo que es un problema bastante común en los médicos, especialmente entre los cirujanos. No creas que tu caso sea único.
Thomas trató de sonreír.
—No sé si lo comprendo demasiado bien, pero con tal de que lo comprendas tú estés decidida a no dejarme, no me importa.
Cassi volvió a abrazar a Thomas. Porque, a pesar de todo, tenía la sensación de haber recuperado a su marido. ¡Por supuesto que permanecería a su lado! Ella sabía mejor que nadie lo que era estar enferma.
—Todo saldrá bien —le aseguró—. Acudiremos a los mejores médicos, a los mejores psiquiatras. He leído bastante acerca de los ases de la psiquiatría. El porcentaje de rehabilitación es de alrededor del cien por ciento. Lo único que hace falta es que uno se decida a someterse a tratamiento y que de veras quiera curarse.
—Estoy listo —anunció Thomas.
—¡Vamos! —dijo Cassi, tomándole la mano.
Cual novios o amantes, Thomas y Cassi ignoraron a la multitud que entraba en el Boston Memorial. Mientras caminaban cogidos del brazo, hasta el garaje, Cassandra siguió hablando con entusiasmo del «Instituto Psiquiátrico Wickers».
Cogieron el coche. Thomas empezó a conducir cada vez más rapido.
—¿Qué te pasa, Thomas? —preguntó, tratando de no dejarse llevar por el pánico.
Thomas no le respondió y siguió conduciendo como un autómata. Subieron la rampa y salieron a los múltiples carriles de la autopista interestatal 93. A aquella hora de la mañana no había tránsito, y Thomas aumentó la velocidad. Cassi se le acercó tanto como se lo permitía el cinturón de seguridad. Sin saber qué hacer, dejó que su mano cayera junto a Thomas. Sus dedos chocaron contra algo duro que su marido llevaba en el bolsillo y sacó un paquete abierto de insulina de 500 unidades.
Thomas le quitó el paquete de un tirón y volvió a metérselo en el bolsillo.
Cassi se volvió, perpleja y confusa, y observó el camino que parecía precipitarse hacia ellos. En su mente se atropellaban los pensamientos y empezó a comprender las causas de su última reacción insulínica. No podía haber ningún otro motivo para que Thomas tuviera insulina de 500 unidades. Era un medicamento que rara vez se utilizaba. Sin duda él había reemplazado la insulina de 100 unidades por un frasco de droga más concentrada, obligándola a inyectarse una dosis cinco veces mayor que la habitual. Le debió de haber resultado bastante fácil hacerlo, con sólo introducir una aguja a través del tapón de goma, lo mismo que hacía ella para extraer su dosis habitual. De no haber sido por la solución de glucosa, a aquella hora estaría en coma o quizá muerta. ¿Y el episodio del hospital? No soñaba cuando olió la fragancia de la colonia de «Ives St. Laurent». Pero ¿por qué? Porque ella, lo mismo que Robert, estaba analizando los datos de las muertes quirúrgicas repentinas. De pronto comprendió con claridad que la actitud de Thomas antes de abandonar el hospital había sido sólo una estratagema. Horrorizada, se dio cuenta de que Ballantine debió de pensar que la desequilibrada era ella, y no Thomas.
Cassi sintió que la invadía una emoción desconocida: el enojo. Durante un momento dirigió aquel enojo casi tanto contra ella misma como contra Thomas. ¿Cómo pudo haber estado tan ciega?
Se volvió para contemplar el agudo perfil de su marido y lo vio bajo una luz nueva. Había un rictus de crueldad en sus labios, y en aquellos ojos, que no parpadeaban, percibió una expresión de locura. Era como si se encontrara en compañía de un extraño…, de un hombre a quien intuitivamente despreciaba.
—¡Has tratado de matarme! —lo acusó con voz sibilante y apretando los puños.
Thomas lanzó una carcajada tan repentina, que ella saltó de sorpresa.
—¡Cuánta clarividencia! Me impresionas. ¿Realmente creíste que los teléfonos averiados y tu coche que no arrancaba eran simples coincidencias?
Cassi observó por la ventanilla el panorama brumoso. Hizo desesperados esfuerzos por dominar su furia. Tenía que hacer algo. La ciudad iba quedando atrás.
—¡Por supuesto que he tratado de matarte! —admitió brutalmente Thomas—. Lo mismo que me deshice de Robert Seibert. ¿Qué creías que iba a hacer? ¿Quedarme con los brazos cruzados y permitir que destruyerais mi vida?
Cassi volvió repentinamente la cabeza.
¡Mira! —gritó Thomas—, lo único que quiero es operar a la gente que merece vivir y no a un puñado de débiles mentales o de personas que, de todos modos, van a morir de otras enfermedades. La medicina tiene que comprender que nuestros recursos son limitados. No podemos permitir que seres que valen la pena esperen indefinidamente, mientras personas con esclerosis múltiple u homosexuales con inmunodeficiencias ocupan valiosas camas o turnos de quirófano.
—Thomas —dijo Cassi, tratando de dominar su furia—, quiero que des la vuelta inmediatamente y que regresemos a la ciudad. ¿Me has comprendido?
Thomas le dirigió una mirada cargada de odio. Sonrió con crueldad.
—¿Has creído en serio que iba a permitir que me internaras en un manicomio?
—Es la única esperanza que te queda —aseguró Cassi, mientras trataba de convencerse de que su marido estaba loco. Pero lo único que sentía por él era un odio cada vez mayor.
—¡Cállate! —aulló Thomas, con los ojos desorbitados y la cara roja de ira. Los psiquiatras no son más que una mierda y ninguno va a sentarse a juzgarme. ¡Soy el mejor cirujano cardiovascular del país!
Cassi alcanzaba a percibir el poder irracional de la furia narcisista de Thomas. No le cabía la menor duda acerca de lo que le depararía el futuro, especialmente en aquellos momentos en que todo el mundo creía que ella misma se había aplicado ya dos sobredosis de insulina.
Se acercaban con rapidez a la salida de Somerville. Sabía que tenía que hacer algo. A pesar de la enorme velocidad, aferró el volante y lo giró hacia la derecha, con la esperanza de desviarlo de la autopista.
Thomas le pegó tal puñetazo en la cabeza, que la proyectó hacia delante. Cassi soltó el volante para protegerse. Thomas, creyendo que aún lo tenía aferrado, giró hacia la izquierda con todas sus fuerzas, y el coche, que ya estaba fuera de control, empezó a zigzaguear enloquecidamente. Desesperado, Thomas giró el volante hacia la derecha, y el «Porsche» volcó antes de chocar contra las vallas de contención, con un estrépito de vidrios rotos, metales retorcidos y sangre.