Cassi abrigaba la esperanza de haberse acostumbrado a la luz del oculista, pero cada vez que Obermeyer la examinaba, le resultaba tan incómoda como en la oportunidad anterior. Habían transcurrido cinco días desde la operación, y, aparte la reacción insulínica, el postoperatorio transcurrió sin complicaciones. El doctor Obermeyer la visitaba todos los días para examinarle el ojo, y siempre aseguraba que las cosas iban bien. Y llegó el día de darla de alta; Cassi fue acompañada al consultorio del oculista para que —como él decía—, pudiera echarle una «buena» mirada al ojo.
Para alivio de Cassi, el médico retiró por fin la luz que tanto le molestaba.
—Bueno, Cassi, esa venita ha quedado cauterizada y no se ha producido un nuevo derrame. Pero no es necesario que te lo diga. La visión de ese ojo ha mejorado enormemente. Quiero que sigas con los estudios de fluoresceína, y tal vez, más adelante, tengamos que someterte a un tratamiento con láser, pero tu vista está definitivamente fuera de peligro.
Cassi no sabía a ciencia cierta que significaba aquello del tratamiento con láser, pero no enturbió el entusiasmo que le provocaba el hecho de ser dada de alta y poder abandonar el hospital. Convencida de que el temor que llegó a inspirarle Thomas había sido fruto de su imaginación y que gran parte de los problemas entre ellos eran culpa suya, estaba ansiosa por volver a su casa y tratar de salvar su matrimonio.
Aunque Cassi estaba en condiciones de caminar, la voluntaria de bata verde que la fue a buscar al consultorio para acompañarla de regreso a su habitación, insistió en llevarla en silla de ruedas hasta el edificio Sherington. Cassi tuvo la impresión de que estaba haciendo el papel de tonta. La voluntaria tenía casi setenta años y se movía con paso inseguro, pero se negó a permitirle que caminara, y no le quedó más remedio que dejarla empujar su silla de ruedas.
Tras hacer la maleta, Cassi se sentó en la cama, en espera de que le entregasen el parte oficial del alta. Thomas había cancelado sus consultas de la tarde y pensaba llevarla a casa entre la una y media y las dos. Desde el momento en que la internaron, recibió constantemente la atención cariñosa de su marido. De alguna manera, Thomas se las arregló para poder visitarla cuatro o cinco veces por día, y no era raro que cenara con ella y sus compañeras de cuarto en la habitación. Las otras tres mujeres estaban fascinadas con él. También había organizado hasta el último detalle de las vacaciones que pasarían juntos. Con la bendición del doctor Obermeyer, habían decidido partir dentro de una semana y media.
El solo hecho de pensar en aquellas vacaciones hacía inmensamente feliz a Cassi. Aparte la luna de miel que pasaron en Europa y durante la cual Thomas moderó y pronunció conferencias en Alemania, nunca habían podido estar juntos más que un par de días. Cassi depositaba en aquel viaje tantas ilusiones como un niño de cinco años en la fiesta de Navidad.
Hasta el doctor Ballantine la había visitado durante su estancia en el hospital. El episodio de la sobredosis de insulina parecía haberlo preocupado, y Cassi se preguntó si se sentiría responsable por la conversación que habían mantenido. Pero cada vez que trató de sacar a relucir el tema, él se negó a hablar del asunto.
Pero fue Thomas quien consiguió que los días de su hospitalización fuesen tan agradables. Lo había notado tan tranquilo y relajado, que hasta pudo hablarle de Robert. Le preguntó si ella se había encontrado realmente con él en la habitación de Robert la noche de la muerte de su amigo, o si lo había soñado. Thomas rio y le confirmó que la había encontrado allí la noche antes de su operación. Le explicó que ella se encontraba bajo el efecto de fuertes sedantes y que no parecía saber lo que hacía.
Cassi sintió un gran alivio al saber que no todos los acontecimientos de aquella noche habían sido alucinaciones suyas y, aunque todavía cuestionaba algunos vagos recuerdos que la molestaban, estaba dispuesta a atribuirlos a su imaginación, en especial después de que Joan le hizo comprender la fuerza de su propio subconsciente.
—Muy bien —dijo la Señorita Stevens, entrando en la habitación para ver si la paciente estaba lista—. Aquí tiene sus medicamentos. Estas gotas son para uso diurno. Y esta pomada es para que se la ponga antes de acostarse. Aquí tiene también unos cuantos apósitos para el ojo. ¿Alguna pregunta?
—No —respondió Cassi, poniéndose de pie.
Al ver que sólo eran poco más de las once, Cassi llevó su maleta al vestíbulo y la dejó al cuidado de los empleados de información. Sabiendo que Thomas estaría ocupado por lo menos durante dos horas más, tomó el ascensor para dirigirse a patología. Uno de los confusos recuerdos de los que no había querido hablar con Thomas se refería a los datos de los casos de MQR.
Recordaba algo de los datos de la computadora, pero no lo tenía demasiado claro, y lo último que deseaba en el mundo era sugerir a su marido que seguía interesada en aquel estudio.
Al llegar al noveno piso, se marchó directamente al despacho de Robert. Sólo que tal despacho ya no era de su amigo. Había una nueva chapa en la puerta. Decía: «Doctor Percey Frazer».
Cassi llamó. Oyó que alguien le decía a gritos que entrara.
El estado de la habitación contrastaba violentamente con lo que había sido en vida de Robert. Había pilas de libros, revistas médicas y diapositivas diseminadas por todas partes. El suelo estaba literalmente cubierto de hojas de papel enrolladas. El aspecto del doctor Frazer estaba de acuerdo con el de la habitación. Su cabeza era una mata de pelo rizado, que se confundía con una barba igualmente desaliñada.
—¿En qué puedo servirla? —preguntó, al ver la sorpresa de Cassi ante el desorden de la habitación. Lo dijo en un tono que, sin ser amistoso, tampoco era agresivo.
—Yo era amiga de Robert Seibert —explicó Cassi.
—¡Ah, si! —exclamó el doctor Frazer, apoyándose contra el respaldo de la silla y colocándose las manos detrás de la cabeza—. ¡Qué tragedia!
—¿Por casualidad sabe dónde están sus papeles? —preguntó Cassi—. Estábamos trabajando en un proyecto. Tenía la esperanza de poder conseguir el material.
—No tengo la menor idea. Cuando me ofrecieron este despacho, ya lo habían limpiado y aquí no había absolutamente nada.
Le aconsejo que hable con el jefe del departamento, el doctor…
—Conozco al jefe —lo interrumpió Cassi—. En otro tiempo, yo también fui residente de patología.
—Lamento no poder ayudarla —dijo Frazer, inclinándose para continuar con su trabajo.
Cassi se volvía ya para marcharse cuando se le ocurrió otra pregunta.
—¿Conoce los resultados de la autopsia de Robert?
—Me dijeron que tenía una grave afección cardiovascular.
—¿Y cuál fue la causa de la muerte?
—Lo ignoro. Están esperando los resultados de la autopsia del cerebro. Quizá todavía no la hayan terminado.
—¿Sabe si estuvo en estado cianótico?
—Creo que sí. Pero no soy la persona indicada para contestar sus preguntas. Soy nuevo aquí. ¿Por qué no habla con el jefe?
—Tiene razón. Gracias por todo.
El doctor Frazer la saludó con la mano y Cassi abandonó el despacho y cerró con suavidad la puerta detrás de si. No pudo entrevistarse con el jefe porque estaba fuera de la ciudad, en una reunión. Con tristeza, Cassi decidió sentarse en la sala de espera de Thomas, hasta que su marido estuviera listo. El hecho de que el despacho de Robert estuviera ya ocupado por otra persona, le hizo comprender con claridad que la desaparición de su amigo era definitiva.
Al no poder asistir al entierro, a veces le costaba trabajo convencerse de la muerte de Robert. Pero, a partir de ese momento, ya no le volvería a ocurrir.
Cuando llegó al consultorio de Thomas, lo encontró cerrado con llave. Miró su reloj y comprendió el motivo. Eran apenas las doce y a aquella hora Doris se tomaba un descanso para almorzar.
Cassi consiguió que uno de los empleados de seguridad le abriera la puerta de la sala de espera y se sentó en el sofá rosado.
Trató de leer algunas revistas viejas, pero le resultaba imposible concentrarse. Al mirar a su alrededor vio que la puerta del consultorio de Thomas estaba abierta. Durante la última semana se había esforzado por convencerse de que Thomas no tomaba drogas. Con el cambio de comportamiento de su marido, quería creer que aquello era ya agua pasada. Pero allí, sentada en la sala de espera, la curiosidad pudo más que ella. Se puso de pie, pasó junto a la mesa de Doris y entró en el consultorio.
Había estado muy pocas veces allí. Observó las fotografías de Thomas y otros cirujanos cardiovasculares famosos del país, colocadas en los estantes de la biblioteca. No pudo dejar de notar que no había ninguna fotografía suya. Vio una de Patricia, junto con el padre de Thomas y el propio Thomas en su tiempo de universitario.
Nerviosa, se sentó a la mesa. Casi automáticamente, su mano se dirigió al segundo cajón de la derecha, el mismo en el que había encontrado las drogas en su casa. Al abrirlo, se sintió una traidora. ¡Thomas se había portado tan maravillosamente bien durante la última semana! Y, sin embargo, allí estaban: un pequeño arsenal terapéutico lleno de «Percodán», «Demerol», «Válium», «Morfina», «Talwin» y «dexedrina». Justamente detrás de los envases vio un talonario de recetas, para encargar medicamentos por correo a una firma de otro Estado. El recetario llevaba el membrete del doctor Allan Baxter, M. D., el mismo nombre que figuraba en los envases que había encontrado en su casa.
De pronto oyó que se cerraba la puerta de entrada de la sala de espera. Resistió la tentación de cerrar el cajón de un golpe, pero lo hizo con rapidez. Después respiró profundamente y salió del consultorio de Thomas.
—¡Dios mío! —exclamó Doris—. ¡No tenía la menor idea de que estuviera usted aquí!
—Me han dado de alta temprano —explicó Cassi con una sonrisa—. Por buen comportamiento.
Una vez recobrada del susto, Doris se sintió obligada a informar a Cassi de que había dedicado íntegramente la tarde anterior a cancelar las consultas de los pacientes de aquel día para que Thomas pudiera llevarla a su casa. Mientras lo hacía, echó una mirada al consultorio y cerró la puerta.
—¿Quién es el doctor Allan Baxter? —preguntó Cassi, ignorando los esfuerzos que hacía Doris por hacerle comprender que allí estaba de más.
—El doctor Baxter era un cardiólogo que ocupaba el consultorio de al lado, y que le fue adjudicado al doctor Kingsley cuando nos hizo falta más sitio para atender a los pacientes.
—¿Y cuándo se cambió? —preguntó Cassi.
—No se cambió. Murió —le informó Doris, sentándose frente a la máquina de escribir, lista para enfrascarse en su trabajo. Sin mirar a Cassi, agregó—: Si quiere sentarse a esperarlo, estoy segura de que Thomas llegará de un momento a otro.
Puso una hoja de papel en la máquina de escribir y empezó a teclear.
—Prefiero esperar en el consultorio de Thomas.
Cuando Cassi pasaba junto a su mesa, Doris levantó la cabeza.
—A Thomas no le gusta que entre nadie en su despacho cuando él no está —protestó con tono autoritario.
—Me parece lógico —contestó Cassi—. Pero yo soy alguien. Soy su mujer.
Cassi entró en el consultorio y cerró la puerta a sus espaldas, convencida de que Doris la seguiría. Pero la puerta no se abrió y, pocos instantes después, oyó el tecleo de la máquina de escribir.
Volvió a instalarse ante la mesa de Thomas, arrancó una de las hojas del recetario y observó que no sólo tenía impreso el nombre del doctor Baxter, sino también el número de su permiso otorgado por el Departamento de Venta de Narcóticos.
Usando el teléfono directo de Thomas, llamó al Departamento.
La atendió una empleada. Cassi se identificó y dijo que quería hacer una pregunta acerca de un médico determinado.
—Entonces, lo mejor será que la ponga con uno de los inspectores —la informó la empleada.
Cassi aguardó. Le temblaban las manos. Poco después se puso un inspector. Cassi se presentó, explicando que era médica y que trabajaba en el Boston Memorial. El inspector se mostró sumamente cordial y le preguntó en qué podía servirla.
—Simplemente necesito cierta información —contestó Cassi—. Quería saber si ustedes registran las prescripciones de cada médico, en forma individual.
—Por supuesto —respondió el inspector—. Mantenemos un registro por computadora, utilizando el sistema de Información de Narcóticos y Drogas. Pero, si lo que usted busca es una información específica sobre un medico en particular, me temo que no podremos facilitársela. Esa información es secreta.
—Sólo ustedes tienen acceso a ella, ¿verdad?
—Así es, doctora. Obviamente, no revisamos las prescripciones individuales de los médicos, salvo en el caso de que el Colegio de Médicos o el comité de ética de la Junta de Médicos nos sugiera la posibilidad de que exista alguna irregularidad. Por supuesto, excepto si los hábitos de prescripción de determinado médico varían sensiblemente en un corto espacio de tiempo. Entonces, la computadora nos da automáticamente el nombre del facultativo en cuestión.
—Comprendo —replicó Cassi—. Así que no hay forma de que yo pueda seguir el comportamiento de un determinado médico en este sentido.
—Me temo que no. Si tiene usted que someter alguna cuestión, le sugiero que se dirija a la Junta Médica. Estoy seguro de que comprenderá los motivos de que mantengamos en secreto este tipo de informaciones.
—Supongo que sí —replicó Cassi—. De todas formas, gracias.
Cassi estaba a punto de colgar, cuando el inspector volvió a hablar:
—De lo que sí puedo informarle es de si un determinado médico se halla debidamente registrado y prescribe estupefacientes en la actualidad. Lo que no puedo es decirle la cantidad de drogas que prescribe el citado médico. ¿Le sirve eso de algo?
—Por supuesto que sí —contestó Cassi. Dio el nombre del doctor Baxter y su número de inscripción en el Departamento de Venta de Narcóticos.
—No cuelgue —pidió el inspector—. Pediré el dato a la computadora.
Mientras esperaba, Cassi oyó que se cerraba la puerta de la sala de espera. Después llegó hasta ella la voz de Thomas. Sobrecogida por la ansiedad, se metió en el bolsillo la hoja del recetario. En el momento en que Thomas entraba en el consultorio, el inspector volvió a hablar. Cassi sonrió nerviosamente.
—El doctor Baxter permanece en activo, y su número de inscripción está en vigencia.
Cassi no respondió. Simplemente cortó la comunicación.
Thomas se mostró parlanchín y solícito durante el viaje de regreso a su casa. Si le molestó encontrarla en su consultorio, lo ocultó muy bien bajo un alud de preguntas acerca de su salud.
Aunque Cassi insistió en que se sentía completamente bien, Thomas la obligó a esperar a la puerta del hospital mientras él iba a buscar el coche.
Cassi se sentía agradecida por las atenciones de su marido, pero sentía tal angustia por lo que acababan de decirle en el Departamento de Venta de Narcóticos, que permaneció en silencio durante todo el trayecto. En ese momento entendió cómo se las arreglaba Thomas para procurarse las drogas sin que nadie lo descubriera. Seguía manteniendo vigente el registro de Allan Baxter en el Departamento de Venta de Narcóticos. Lo único que tenía que hacer era rellenar un formulario una vez por año y enviarlo, adjuntando cinco dólares. Con ese número de inscripción y una vaga idea del número de recetas que el doctor Baxter prescribía antes de morir, Thomas podía obtener una cantidad más que suficiente de drogas. Posiblemente muchas más de las que él era capaz de consumir.
Y el hecho de que recurriera a ese engaño, demostraba a las claras que su problema era mucho más grave de lo que Cassi creía. Pero su comportamiento había sido tan normal durante la última semana, que abrigó la esperanza de que ya hubiera empezado a dominarse. Quizá pudieran hablar más del tema durante las vacaciones.
—Tengo que darte una mala noticia —dijo Thomas, interrumpiendo sus pensamientos.
Cassi se volvió para mirarlo. Vio que su marido la observó durante una fracción de segundo, como para asegurarse de que lo estaba escuchando.
—Hoy, antes de abandonar el quirófano, he recibido una llamada de un hospital de Rhode Island. Esta noche ingresan en el Memorial a un paciente a quien hay que operar de urgencia. He tratado de que algún otro se hiciera cargo del caso, porque yo quería estar contigo, pero no he encontrado a ningún cirujano disponible. Así que, en cuanto esté seguro de que te hallas cómoda y bien instalada en casa, no tendré más remedio que volver al hospital.
Cassi no respondió. En cierto sentido, se alegraba de que Thomas tuviera que quedarse aquella noche en el hospital. Le daría una oportunidad para decidir lo que debía hacer. Tal vez pudiera averiguar la cantidad de drogas que ingería Thomas. Seguía existiendo la posibilidad de que hubiese abandonado la toxicomanía.
—¿No te enojas? —preguntó Thomas—. No he tenido alternativa.
—Lo comprendo perfectamente —replicó Cassi.
Thomas detuvo el coche frente a la casa e insistió en bajar para abrirle la portezuela del coche. Era algo que no se molestaba en hacer desde que empezaron a salir juntos.
En cuanto entraron en la casa, Thomas insistió en que fuera a su salita de estar.
—¿Dónde está Harriet? —preguntó Cassi cuando Thomas llegó a la salita con una jarra de agua helada.
—Se ha tomado la tarde libre para ir a visitar a una tía —contestó Thomas—. Pero no te preocupes. Estoy seguro de que te ha dejado algo para comer.
A Cassi no le preocupaba esto. No era ningún problema para ella prepararse algo de comer, pero le parecía extraño que Harriet no estuviera dando vueltas por allí.
—¿Y Patricia? —preguntó Cassi.
—Yo me encargaré de todo —respondió Thomas—. Lo que quiero es que descanses.
Cassi se recostó en un sillón y dejó que Thomas le pusiera una manta en las rodillas. Con la cantidad de trabajo de psiquiatría atrasado que tenía al alcance de la mano, le sobraba material para entretenerse.
—¿Necesitas algo más? —preguntó Thomas.
Cassi negó con la cabeza.
Thomas se inclinó y la besó en la frente. Antes de irse le entregó el folleto de una agencia de viajes.
Al abrirlo, Cassi encontró dos pasajes de avión.
—Eso te mantendrá ilusionada mientras yo no estoy. Además, te recomiendo que duermas cuanto puedas.
Cassi estiró los brazos y abrazó a Thomas con todas sus fuerzas.
Thomas desapareció en el baño y cerró silenciosamente la puerta a sus espaldas. Cassi oyó correr el agua del inodoro. Al salir, la volvió a besar y le aseguró que la llamaría desde el hospital si no se le hacia demasiado tarde.
Después de pasar un momento por el despacho, la sala de estar y la cocina, Thomas estuvo listo para marcharse.
Cassi estaba de regreso en casa después de su estancia en el hospital, y Thomas se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Hasta le resultaba atractiva la idea de operar, y esperaba que el caso fuese difícil y significara un desafío para él.
Pero antes de partir tenía que hacer otra cosa: ver a su madre.
Tocó el timbre y esperó que Patricia bajara la escalera. La anciana se alegró de verlo, y él le comunicó que había de regresar en seguida al hospital.
—Acabo de traer a Cassi —la informó.
—Bueno, pero sabrás que Harriet tiene la tarde libre. Supongo que no pretenderás que la cuide yo.
—Cassi está perfectamente, mamá. Lo único que quiero es que la dejes tranquila. No me gustaría que la fueses a ver esta noche ni que la molestaras.
—No te preocupes. Te aseguro que no pienso ir a un lugar donde estoy de más —respondió Patricia.
Thomas se alejó sin decir una sola palabra más. Subió al coche y, después de limpiarse las manos con un trapo que guardaba debajo del asiento delantero, puso en marcha el motor. Le resultaba agradable pensar en el trayecto hasta Boston, porque sabía que habría poco tránsito.
Al llegar al hospital, Thomas se alegró de encontrar sitio para aparcar cerca de la caseta del encargado. Bajó del coche y saludó al hombre con un fuerte «¡Hola!». Después entró en el hospital y tomó el ascensor para ir directamente a cirugía.
Cassi dejó que la pálida luz de aquel día invernal se fuera extinguiendo sin encender las luces. Observó que el color del mar azotado por el viento viraba de un celeste pálido a un gris metálico. Con los pasajes de avión todavía en el regazo, abrigó la esperanza de que, una vez estuvieran lejos, ella y Thomas podrían hablar sinceramente acerca de los problemas de toxicomanía de su marido. Trató de asumir una actitud positiva respecto a su matrimonio y cerró los ojos para imaginar largos paseos por la playa, que marcarían el comienzo de una nueva relación entre ellos. Pero, cansada aún por todo lo que había sufrido en el hospital, se quedó dormida.
Cuando despertó, ya había oscurecido por completo. Oía el ruido del viento que sacudía las persianas y el tamborileo de la lluvia en el tejado. Como siempre, el tiempo, en Nueva Inglaterra, había cambiado bruscamente. Estiró una mano para encender la lámpara de pie. Por un instante la luz le pareció cegadora y se protegió los ojos con una mano para mirar el reloj. Se sorprendió al comprobar que ya eran casi las ocho. Irritada consigo misma se quitó la manta y se puso de pie. Se le había hecho ya demasiado tarde para aplicarse la insulina.
En el baño, Cassi comprobó que tenía un ligero exceso de azúcar en la orina. Regresó a la sala de estar, abrió la nevera y sacó el medicamento. Llevó los envases a la mesa y extrajo las cantidades justas: cincuenta unidades de insulina normal y diez unidades de especial. Con habilidad, se las inyectó en el muslo izquierdo.
Dejó caer cuidadosamente la jeringa en la papelera y volvió a colocar los frascos en distintos estantes para estar segura de no confundir los envases. Luego abrió el paquete de sus remedios oftálmicos, se quitó el apósito del ojo y se puso en él las gotas.
Iba a la cocina cuando notó los primeros mareos.
Se detuvo, pensando en que se le pasaría en seguida. Pero no fue así. Empezaban a sudarle las palmas de las manos. Confusa y sin comprender por qué le hacían un efecto tan rápido las gotas oculares, volvió a la salita de estar, para leer la receta del remedio. Tal como sospechaba, se trataba de un antibiótico. Dejó el frasquito sobre un mueble y se secó las manos; las tenía empapadas. Entonces empezó a sudar copiosamente por todo el cuerpo y notó una increíble sensación de hambre.
Entonces supo que aquel no era el efecto de las gotas oculares.
Tenía otra reacción insulínica. Lo primero que pensó fue que se había equivocado en la dosificación de insulina al cargar la jeringa, pero rescató esta de la papelera y comprobó que no era así. Revisó los envases de insulina, pero, como siempre, eran de 100 unidades. Cassi sacudió la cabeza, sorprendida de que su equilibrio diabético estuviese tan alterado.
De todos modos, en aquel momento era menos importante conocer el motivo de la reacción en sí, que combatirla con un tratamiento adecuado. Cassi sabía que debía comer sin demora.
Cuando se encontraba a mitad de camino entre el vestíbulo y la cocina, sintió que el sudor comenzaba a correrle por el cuerpo y que el corazón empezaba a latirle desenfrenadamente. Trató de tomarse el pulso, pero la mano le temblaba tanto, que no pudo hacerlo. ¡No era una reacción pasajera! ¡Era otra crisis grave como la del hospital!
Presa del pánico, volvió corriendo a la sala de estar y abrió el armario. En alguna parte había guardado el maletín médico que le habían dado en la Facultad. Desesperada, apartó la ropa y revisó la parte trasera de los estantes. ¡Allí estaba!
Tiró del maletín y corrió al escritorio. Lo abrió y desparramó sobre la mesa su contenido, que incluía un frasco de glucosa en agua. Con manos temblorosas, extrajo un poco con una jeringa y se lo inyectó. Le hizo poco o ningún efecto.
Los temblores eran cada vez más violentos. Hasta se le estaba enturbiando la visión.
Frenética, cogió varias botellitas de suero endovenoso con glucosa al cincuenta por ciento, que también tenía en el maletín. Con gran dificultad, consiguió hacerse un torniquete en el brazo izquierdo. Entonces, con manos que parecían espásticas, logró introducir una aguja en una de las venas del dorso de su mano izquierda. Por el extremo de la aguja saltó un chorro de sangre, pero ella lo ignoró. Aflojó el torniquete y conectó el catéter de la botella de suero a la aguja. Cuando sostuvo la botella por encima de su cabeza, el líquido claro empujó lentamente la sangre hacia su mano y después empezó a correr libremente.
Esperó un momento. Empezó a sentirse algo mejor y se le normalizó inmediatamente la visión. Balanceando la botella entre la cabeza y el hombro, logró ponerse unos trozos de esparadrapo en el lugar donde la aguja se introducía en su mano. La sangre impedía que el esparadrapo se adhiriera bien.
Después, cogiendo la botella de suero con la mano derecha, corrió al dormitorio, levantó el receptor telefónico y marcó el 911.
Le aterrorizaba la posibilidad de desmayarse antes de que le contestaran. Oía que el teléfono llamaba en el otro extremo de la línea. En ese momento contesto una voz.
—Aquí el novecientos once. Emergencias —dijo la voz.
—Necesito una ambulancia… —empezó a decir Cassi, pero la persona en el otro extremo la interrumpió.
—¡Diga, diga! —preguntó.
—¿No me oye? —gritó Cassi, presa nuevamente del pánico.
Oyó que la persona que se había puesto al aparato le decía algo a un colega. Después, cortó.
Volvió a llamar, con idénticos resultados. Después trató de comunicarse con el telefonista. Le sucedió lo mismo. Ella los oía, pero ellos no.
Tomando con la mano izquierda la segunda botella de suero y sosteniendo encima de la cabeza la que tenía conectada a la vena, Cassi atravesó con paso inseguro el pasillo rumbo al despacho de Thomas.
Para su espanto, tampoco funcionaba el teléfono de su marido. Oía perfectamente los repetidos «¡diga!», de sus interlocutores, pero comprendió que ellos no la oían. Rompió a llorar, colgó con un golpe el auricular y tomó la segunda botella de suero.
El pánico de Cassi fue cada vez mayor mientras luchaba por bajar la escalera sin caerse. Trató de comunicarse por teléfono desde la sala de estar y desde la cocina, pero sin resultado. Luchando contra una somnolencia cada vez mayor, volvió corriendo al vestíbulo. Sus llaves estaban sobre una mesita y las cogió, junto con la botella de suero de repuesto. Su pensamiento fue ir en coche hasta el hospital del pueblo, que no estaba lejos… tardaría como máximo unos diez minutos en llegar. Por lo visto, con el suero endovenoso había logrado controlar la reacción insulínica.
Abrir la puerta de entrada le exigió un esfuerzo tan grande, que no tuvo más remedio que dejar en el suelo la botella de suero. La sangre volvió a invadir el recipiente, pero desapareció en cuanto alzó la botella por encima de su cabeza.
La noche fría y lluviosa pareció reanimarla mientras corría hacia el garaje. Haciendo malabarismos con la botella de suero, consiguió abrir la puerta del coche y sentarse ante el volante. Torció el espejo retrovisor y colgó de él el aro de la botella de suero. Metió la llave de contacto.
Sus esfuerzos fueron infructuosos. El coche no arrancaba.
Sacó la llave y cerró los ojos. Temblaba violentamente. ¿Por qué no arrancaría el coche? Volvió a probar, pero con el mismo resultado negativo. Miró la botella de suero y se dio cuenta de que estaba casi vacía. Temblorosa, destapó la segunda botella. Durante los pocos instantes que tardó en cambiar los envases, notó que su estado empeoraba. Entonces no tuvo duda de que cuando se le acabara la glucosa, lo más probable sería que perdiera el conocimiento.
Decidió que la única posibilidad que le quedaba era que funcionara el teléfono de Patricia. Salió del garaje y, bajo la lluvia, corrió a la puerta del apartamento de su suegra. Tocó el timbre sin dejar de sostener sobre su cabeza la botella de suero.
Lo mismo que en su visita anterior, pudo ver a Patricia bajando la escalera. La anciana lo hizo con lentitud y miró por la mirilla con aire cansado. Al reconocer a Cassi y ver que sostenía en alto la botella de suero, quitó el cerrojo y abrió en seguida la puerta de par en par.
—¡Dios mío! —exclamó al ver la cara pálida y sudorosa de su nuera—. ¿Qué te ha pasado?
—Tengo una reacción insulínica —consiguió explicar Cassi—. Necesito llamar una ambulancia.
En el rostro de Patricia apareció una expresión preocupada, aunque, paralizada por la impresión, seguía obstruyendo el paso de Cassi.
—¿Y por qué no has llamado desde tu casa? —preguntó.
—No he podido. Los teléfonos están averiados. ¡Por favor! ¡Déjeme pasar!
Cassi se adelantó, empujando, en su torpeza, a Patricia. El movimiento cogió a la anciana por sorpresa y la hizo tambalearse. Pero Cassi no tenía tiempo que perder en explicaciones.
Necesitaba llegar al teléfono.
Patricia se enfureció. Por muy mal que se sintiera Cassi, no tenía derecho a tratarla con rudeza. Pero Cassi no escuchó las quejas de su suegra y cuando Patricia la alcanzó en la sala de estar, ya marcaba el 911. Para alivio de Cassi, aquella vez la oyó la telefonista de emergencias. Con la mayor tranquilidad posible dio su nombre y dirección y dijo que necesitaba una ambulancia. La telefonista le aseguró que saldrían para allí en el acto.
Cassi colgó con mano temblorosa. Miró a Patricia, cuyo rostro reflejaba más confusión que otra cosa. Extenuada, Cassi se hundió en el sofá. Patricia la imitó, y ambas permanecieron en silencio hasta que oyeron las sirenas que se aproximaban. Los años de silencioso antagonismo dificultaban toda comunicación entre ellas, pero Patricia ayudó a Cassi —quien ya se encontraba casi inconsciente— a bajar las escaleras.
Mientras veía cómo se alejaba la ambulancia a toda velocidad, Patricia sintió verdadera compasión por su nuera. Volvió a subir lentamente la escalera y llamó al Boston Memorial. Supuso que su hijo trataría de reunirse con su mujer en el hospital del pueblo. Pero Thomas estaba operando. Patricia dejó dicho que la llamara lo antes posible.
Thomas miró el reloj del salpicadero del coche. Eran las doce y media de la noche. Una enfermera le transmitió el mensaje de su madre en cuanto salió del quirófano, a las once y cuarto.
Cuando llamó, Patricia, terriblemente angustiada, le contó lo sucedido. Lo regañó por haber dejado sola a su mujer y le recomendó que fuera al hospital del pueblo lo más rápidamente posible.
Thomas llamó en seguida al Essex General, pero la enfermera que lo atendió no pudo explicarle circunstanciadamente el estado de su mujer. Se limitó a decirle que estaba internada.
Thomas no necesitaba que nadie le diera prisa. Estaba desesperado por conocer el estado de Cassi.
Ante el semáforo en rojo, a una manzana del hospital, Thomas disminuyó la velocidad, pero no se detuvo. Al llegar al hospital giró tan bruscamente, que chirriaron las ruedas.
La puerta de entrada del hospital estaba desierta. Un pequeño cartel indicaba: «PARA INFORMES, DIRIGIRSE A LA SALA DE GUARDIA». Thomas atravesó el vestíbulo corriendo.
Encontró una pequeña sala de espera y un cubículo, cerrado por vidrios, que servía de oficina de las enfermeras. Una enfermera bebía café mientras miraba un minúsculo televisor. Thomas golpeó el vidrio con impaciencia.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó la mujer con marcado acento bostoniano.
—Busco a mi mujer —replicó nerviosamente Thomas—. La han traído en ambulancia.
—¿Le importaría esperar un momento?
—Pero ¿está aquí? —preguntó Thomas.
—Si se sienta, iré a buscar al doctor. Creo que será mejor que hable con él.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Thomas, mientras se volvía para sentarse.
No tenía la menor idea de lo que le esperaba. Por suerte, no tuvo que aguardar demasiado. Al poco rato apareció un tipo oriental, vestido con una arrugada bata de quirófano, que parpadeaba ante la fuerte luz fluorescente del lugar.
—Lo siento —dijo, tras presentarse como el doctor Chang—. Su esposa ya no está con nosotros.
Por un instante, Thomas interpretó que el hombre le decía que Cassi había muerto, pero el médico le aclaró en seguida que su mujer había firmado los documentos necesarios para ser dada de alta.
—¿Qué? —gritó Thomas.
—Ella también es médica —se disculpó el doctor Chang.
—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó Thomas, intentando contener su furia.
—Cuando llegó, sufría los efectos de una sobredosis de insulina. Le dimos azúcar y se estabilizó. Después insistió en irse.
—¿Y ustedes se lo permitieron?
—Yo no quería que se fuera —contestó el doctor Chang—. Le aconsejé que no lo hiciera. Pero insistió. Salió declarando que lo hacía en contra del consejo médico. Tengo su firma. Se lo puedo mostrar.
Thomas aferró por los brazos al oriental.
—¿Cómo ha podido permitir que se fuera? Estaba en estado de shock. Posiblemente ni siquiera pensaba con claridad.
—Estaba completamente lúcida y firmó el formulario del alta. No pude impedírselo. Dijo que quería ir al Boston Memorial. Yo sabía que allí sería mejor atendida. No soy especialista diabetólogo.
—¿Y en qué se fue? —preguntó Thomas.
—Tomó un taxi —explicó el doctor Chang.
Thomas atravesó corriendo el corredor, rumbo a su coche. ¡Tenía que alcanzarla!
Condujo a una velocidad suicida. Por suerte, prácticamente no había tránsito. Después de detenerse un instante en su casa, volvió a salir en dirección al Boston. Cuando detuvo el coche en la explanada de estacionamiento del Memorial eran poco más de las dos de la madrugada. Aparcó y corrió hacia la sala de guardia.
En contraste con el Essex General, la sala de guardia del Memorial estaba atestada de pacientes. Thomas fue directamente a la oficina de admisión de enfermos.
—Su esposa no ha venido a la sala de guardia —le informó uno de los empleados.
Thomas sintió una punzada en la boca del estómago.
¿Dónde estaría? Sólo se le ocurría otra posibilidad. Quizás hubiese ido a Clarkson Dos.
Aunque nunca se detuvo a analizar los motivos, a Thomas no le gustaba estar en el piso de psiquiatría. Le causaba una sensación de enorme incomodidad. Ni siquiera le gustó el ruido que hizo la pesada puerta, a prueba de incendios, al cerrarse tras él.
Sus pasos resonaban con fuerza en el oscuro pasillo. Pasó junto a una sala de recreo y diversión, donde el televisor todavía estaba encendido, aunque nadie estuviese mirándolo. En el mostrador, una enfermera, enfrascada en la lectura de una revista de medicina, levantó los ojos para mirarlo como si él fuera uno de los pacientes.
—Soy el doctor Kingsley —dijo Thomas.
La enfermera asintió.
—Busco a mi esposa, la doctora Cassidy. ¿La ha visto?
—No, doctor Kingsley. Creí que la doctora Cassidy estaba de permiso.
—Así es, pero he creído que podía haber venido.
—No. Pero si la veo, le diré que la busca.
Thomas le dio las gracias y decidió ir a su consultorio para decidir lo que debía hacer.
Tras abrir la puerta, se dirigió al escritorio para coger varias pastillas de «Talwin». Las tomó con un poco de whisky y después se sentó. Se preguntó si tendría un principio de úlcera. Tenía un dolor sordo justamente debajo del esternón, que le repercutía en la espalda. Pero no le resultaba intolerable. Peor que el dolor era aquella ansiedad que no lo abandonaba ni un instante.
Era como si estuviera a punto de estallar en mil pedazos. Tenía que encontrar a Cassi. Su vida dependía de ello.
Cogió el teléfono. A pesar de lo intempestivo de la hora llamó al doctor Ballantine. Cassi ya había hablado con él en una oportunidad, y no sería raro que hubiera vuelto a ponerse en contacto con el jefe de cirugía.
El doctor Ballantine, medio dormido, contestó al segundo timbrazo. Thomas se disculpó por la hora intempestiva y le preguntó si había tenido noticias de Cassi.
—No —respondió el doctor Ballantine, aclarándose la garganta—. ¿Crees que tiene algún motivo para llamarme?
—No lo sé —admitió Thomas—. Hoy la han dado de alta, pero después de llevarla a casa he tenido que volver al hospital para hacer una operación urgente. Cuando salí del quirófano me dijeron que llamara en seguida a mi madre. Mamá me dijo que, aparentemente, Cassi se había administrado otra sobredosis de insulina. Una ambulancia la llevó al hospital del pueblo, pero cuando llegué, ella ya se había ido, después de firmar su propia alta. No sé dónde está, ni qué piensa hacer. Francamente, estoy muy preocupado.
—Lo siento muchísimo, Thomas. Si me llama, me pondré en seguida en contacto contigo. ¿Dónde vas a estar?
—Llama al hospital. Dejaré dicho dónde estoy.
Cuando el doctor Ballantine colgó, su mujer se volvió para preguntarle cuál era el problema. Como jefe de servicio, Ballantine recibía muy pocas llamadas nocturnas de emergencia.
—Era Thomas Kingsley —explicó Ballantine, con los ojos fijos en la oscuridad—. Por lo visto, su mujer está bastante desequilibrada. Teme que pueda haber tratado de matarse.
—¡Pobre hombre! —exclamó la Sra. Ballantine, mientras su marido apartaba la ropa de la cama para levantarse—. ¿Adónde vas, querido?
—A ninguna parte. Duérmete.
El doctor Ballantine se puso una bata y abandonó el dormitorio. Tenía la espantosa sensación de que las cosas no se desarrollaban de acuerdo con sus planes.