11

Cassandra despertó sobresaltada y se encontró frente a la cara sonriente de una técnica de laboratorio que la llamaba por tercera vez.

—No hay duda de que duerme usted profundamente —comentó la mujer cuando Cassi abrió finalmente los ojos.

Cassi sacudió la cabeza, preguntándose por qué se sentiría como drogada. Después recordó que había tomado una segunda pastilla para dormir.

—Tengo que extraerle un poco de sangre —se disculpó la técnica—. Me han ordenado que le haga un análisis de azúcar en sangre.

—Muy bien —replicó Cassi, afablemente.

Le tendió el brazo izquierdo, recordando que durante algunos días no se tendría que administrar ella misma la dosis de insulina.

Pocos minutos más tarde entró una enfermera, quien le clavó hábilmente en la vena la a guía del suero, que conectó a una botella de D5W con diez unidades de insulina. Después le administró la medicación preoperatoria.

—Esto la tranquilizará —explicó la enfermera—. Ahora trate de relajarse. Vendrán a buscarla en cualquier momento.

Cuando pasaron a buscarla y la llevaron al ascensor en una camilla, Cassi sentía ya una extraña sensación de despreocupación, como si todo aquello le estuviese sucediendo a otro. Al llegar a la zona de espera en los quirófanos, percibió solo vagamente la profusión de camillas, enfermeras y médicos. Ni siquiera reconoció a Thomas hasta que se inclinó para besarla, y entonces le comentó que la bata de quirófano le daba un aspecto muy tonto. Por lo menos, eso fue lo que Cassi creyó decirle.

—No te preocupes, todo saldrá bien —la animó Thomas apretándole la mano—. Me alegra que hayas decidido operarte. Es lo mejor que has podido hacer.

El doctor Obermeyer apareció a la izquierda de Cassi.

—¡Cuide mucho a mi mujer! —oyó que le decía Thomas.

Después, sin duda se quedó dormida. Al poco rato tuvo conciencia de que la llevaban a lo largo del corredor de cirugía y la metían en el quirófano. No sintió el menor miedo.

—Le voy a dar algo para que duerma —le dijo el anestesista.

—Ya tengo sueño —murmuró ella, observando el goteo de la botella de suero que colgaba sobre su cabeza. Un segundo después, estaba profundamente dormida.

El equipo de cirugía actuó con rapidez. A las ocho y cinco le habían aislado los músculos oculares y rodeado de cintas. En cuanto consiguieron inmovilizarlos por completo, el doctor Obermeyer realizó incisiones en la esclerótica e introdujo el instrumental cortante y de succión. Utilizando un microscopio especial, observó el vítreo manchado de sangre a través de la cornea y la pupila. A las nueve menos cuarto empezó a ver la retina de Cassi. A las nueve y cuarto había encontrado la causa del derrame recurrente. Se trataba de una única asa atípica, de un vaso de neoformación que procedía del disco óptico. Con gran cuidado, el doctor Obermeyer procedió a coagularlo y lo extirpó.

Se sintió muy contento. No sólo había logrado solucionar el problema, sino que no era probable que recidivara. Cassi era una mujer afortunada.

Thomas había dado por terminado el único by-pass coronario que haría aquel día. Había pospuesto los otros dos. Por suerte, la operación fue tolerablemente bien, aunque una vez más tuvo problemas para suturar las anastomosis. Sin embargo, a diferencia del día anterior, pudo terminar la operación, pero en cuanto Larry Owen empezó a cerrar la herida, Thomas se puso la chaqueta. Normalmente esperaba hasta que Larry llevara al paciente a la sala de recuperación, pero aquella mañana estaba demasiado nervioso como para quedarse sentado sin hacer nada. Decidió bajar al quirófano para ver cómo iban las cosas.

—¡Todo perfecto! —gritó Larry sobre el hombro—. Ahora estamos suturando la piel. Hemos dejado de administrarle «Halotán».

—Perfecto. Me han llamado para una urgencia.

—Aquí todo está bajo control.

Thomas abandonó el hospital —cosa que rara vez hacia durante el día—, y subió al «Porsche». Lo puso en marcha y gozó al oír el ruido del poderoso motor. Después de las frustraciones del hospital, el coche le proporcionaba una enorme sensación de libertad. Nadie era capaz de seguirlo. ¡Nadie!

Después de cruzar Boston, detuvo el coche en una zona en la que estaba prohibido aparcar: exactamente ante una importante farmacia, confiando en que su placa de médico le evitara una multa. Entró en la farmacia.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó el farmacéutico.

—Hace un rato he llamado para encargar unos específicos.

—Sí. Los tengo preparados —replicó el farmacéutico alargándole una cajita de cartón.

—¿Necesita que le deje una receta? —preguntó Thomas.

—No. Simplemente permítame ver su licencia médica. Con eso será suficiente.

Thomas sacó su cartera y se la mostró. El farmacéutico apenas la miró.

—¿No necesita nada más?

Thomas movió la cabeza mientras se guardaba la cartera.

—No tenemos mucha demanda de esa dosis —explicó el farmacéutico.

—Apuesto a que no —replicó Thomas, cogiendo el paquete.

Al despertar de la anestesia, Cassandra se sintió incapaz de diferenciar claramente el sueño de la realidad. Oía voces, aunque parecían muy lejanas y no lograba captar lo que decían.

Por fin se dio cuenta de que alguien la llamaba, indicándole que se despertara.

Trató de abrir los ojos, pero no pudo. La sobrecogió una sensación de pánico y trató de sentarse, pero alguien se lo impidió en seguida.

—¡Tranquila! Todo está bien —dijo una voz a su lado.

Pero no todo iba bien. No podía ver. ¿Qué había sucedido? De pronto recordó la anestesia y la operación.

—¡Dios mío! ¡Estoy ciega! —gritó tratando de tocarse la cara.

Alguien le aferró las manos.

—¡Tranquila! Tiene los ojos tapados.

—¿Y por qué me los han tapado? —gritó Cassi.

—Simplemente para que no los mueva —dijo la voz con toda calma—. Los tendrá tapados sólo un día o dos. La operación ha salido muy bien. Su médico dice que es usted una mujer afortunada. Le coaguló un vaso que estaba dando problemas, pero no quiere que empiece a sangrar de nuevo, de manera que debe quedarse quietecita.

Cassi se sintió algo menos ansiosa, pero la oscuridad le resultaba aterradora.

—Permítame ver, aunque sólo sea un momento —suplicó.

—No puedo. Son órdenes del médico. No tenemos autorización para tocarle los vendajes. Pero puedo iluminarla directamente con una luz. Y estoy segura de que la verá. ¿Le parece bien?

—Sí —respondió Cassi, ansiosa por cualquier cosa que pudiera tranquilizarla.

¿Por qué no le habrían advertido antes de la operación de que le taparían los ojos? Se sentía a la deriva.

—Bueno, vamos a ver —anunció la voz.

Cassi oyó un «clic» y en seguida percibió una luz. Y, lo que es más, la percibió con los dos ojos.

—¡Puedo verla! —exclamó excitada.

—Por supuesto que la ve —replicó la voz—. Todo va muy bien.

¿Tiene algún dolor?

—No —respondió Cassi.

La luz se apagó.

—Entonces, trate de relajarse. Estaremos aquí por si nos necesita. Lo único que tiene que hacer es llamar.

Cassi notó que se distendía y oyó cómo las enfermeras se movían en torno a sus pacientes. Dedujo que se encontraba en la sala de recuperación y se preguntó si Thomas iría a verla.

Thomas acabó pronto las visitas de su consultorio. A las dos y diez le quedaba una sola visita, fijada para las dos y media.

Mientras esperaba, fue al quirófano para ver quién estaba de guardia aquella noche en cirugía cardiovascular. Al enterarse de que era el doctor Burgess, lo llamó por teléfono.

Le dijo que, de todos modos, pensaba dormir en el hospital para estar cerca de Cassi, y le propuso hacerse cargo de la guardia. El doctor Burgess podría devolverle el favor cuando él y su mujer salieran de vacaciones.

Thomas cortó la comunicación y, al ver que todavía le quedaban quince minutos, decidió hacerle una visita a Cassi. Acababan de llevarla a su habitación, y Thomas no supo con seguridad si estaba despierta o dormida. Permanecía inmóvil, con los ojos vendados. El suero goteaba lentamente en la vena del brazo izquierdo.

Thomas se acercó a la cama en silencio.

—¿Cassi? —susurró—. ¿Estás despierta?

—Sí —contestó ella—. ¿Eres tú, Thomas?

Thomas le cogió el brazo.

—¿Cómo te sientes, amor mío?

—Bastante bien. Lo único que me molesta es tener los ojos tapados ¡Ojalá Obermeyer me hubiera advertido de esto!

—He hablado con él —informó Thomas—. Me llamó en cuanto terminó de operarte. Dice que las cosas salieron mejor de lo que él creía. Por lo visto, el problema era un solo vaso. Lo pudo solucionar, pero el vaso era importante, y por eso decidió taparte los ojos. Él tampoco creía que fuese necesario.

—Pero eso no significa que me resulte menos incómodo.

—Me lo imagino —replicó Thomas en tono comprensivo.

Thomas se quedó con ella diez minutos, y luego le dijo que tenía que volver al consultorio. Le apretó la mano y le aconsejó que durmiera cuanto pudiese.

Para su sorpresa, Cassi se adormiló y no despertó hasta últimas horas de la tarde.

—Cassi —decía alguien.

Ella despertó sobresaltada por la voz inesperada que le habló cerca.

—Soy yo: Joan. Lamento haberte despertado.

—No importa, Joan. Me he asustado porque no te he oído entrar.

—Me enteré de que la operación había salido muy bien —comentó Joan, acercando una silla.

—Eso dicen —replicó Cassi—. Y me sentiré mucho mejor cuando me quiten este vendaje.

—Cassi —dijo Joan—. Tengo que darte una noticia. Toda la tarde he estado dándole vueltas en la cabeza a la idea de si debía comunicártela o no.

—¿De qué se trata? —preguntó Cassi, llena de ansiedad.

Su primer pensamiento fue el de que uno de sus pacientes se había suicidado. Porque el suicidio era una preocupación constante de Clarkson Dos.

—Es una mala noticia.

—Lo he supuesto por el tono de tu voz.

—¿Crees que estás en condiciones de recibirla? ¿O te parece mejor que espere?

—Tienes que decírmelo en seguida. De lo contrario, lo único que conseguirás será angustiarme.

—Bueno, se trata de Robert Seibert.

Joan se detuvo. Se imaginaba la impresión que causaría a su amiga la noticia.

¿Qué le ha pasado a Robert? —preguntó Cassi—. ¡Maldita sea, Joan, no me tengas en suspenso!

Pero, en el fondo de su ser, sabía lo que Joan iba a decirle.

—Robert murió anoche —anunció Joan, cogiendo una mano a Cassi. Esta permaneció inmóvil. Transcurrieron los minutos: cinco, diez… Las únicas señales de vida que daba Cassi eran su respiración entrecortada y la fuerza con que apretaba la mano de Joan.

Era como si con ella se estuviese aferrando a su propia vida. Joan no sabía qué decir.

—Cassi, ¿estás bien? —susurró por fin.

La noticia fue para Cassi como el golpe de gracia. Por supuesto que todo el mundo sentía preocupación al ingresar en el hospital, pero tal preocupación no era mayor que la esperanza que se tiene al comprar un billete de lotería. Siempre existía una posibilidad de morir, pero era tan pequeña, que ni siquiera valía la pena pensar en ello.

—¿Estás bien, Cassi? —repitió Joan.

Cassi suspiró.

—Cuéntame lo ocurrido.

—No lo saben con certeza —respondió Joan, aliviada al oír que su amiga le hablaba por fin—. Y no estoy enterada de todos los detalles. Aparentemente murió mientras dormía. Las enfermeras me han dicho que, según la autopsia, tenía el corazón mucho más débil de lo que todos sospechaban. Supongo que habrá sido un infarto, pero no estoy segura.

—¡Oh, Dios! —exclamó Cassi, luchando por contener las lágrimas.

—Siento haberte traído tan malas noticias —se lamentó Joan—. Pero he pensado que, en tu lugar, me habría gustado que me lo dijeran.

—¡Era un hombre estupendo! —aseguró Cassi—. Y un amigo excelente.

La noticia era tan sobrecogedora, que, de repente, Cassi se sintió incapaz de toda emoción.

—¿Quieres que te traiga algo? —preguntó Joan, solícita.

—No, gracias.

Se hizo un silencio, por lo cual Joan se sintió terriblemente incómoda.

—¿De verdad te encuentras bien? —preguntó.

—Sí, muy bien, Joan.

—¿No quieres decirme nada? —Preguntó Joan.

—Ahora, no. En este momento no sabría qué decir.

Joan intuyó que Cassi se había encerrado en sí misma. Se preguntó si habría hecho bien en decirle lo de Robert, pero ya estaba hecho. Permaneció un rato sosteniendo la mano de su amiga. Después se fue, pero al llegar a la puerta, se volvió para darle las buenas noches.

Al salir, pasó por la oficina de las enfermeras, para hablar con la encargada. Le explicó que había ido a visitar a Cassi como amiga, no como médica, pero creía su deber señalar que la paciente se encontraba extremadamente deprimida por la muerte de un viejo amigo. Aconsejaba que las enfermeras la vigilaran de cerca.

Cassi permaneció inmóvil durante largo rato. Aunque no había intentado impedir que Joan se fuera, en aquel momento se sentía muy sola. La muerte de Robert había hecho aflorar de nuevo todos sus viejos temores de ser abandonada. Recordaba la pesadilla que la angustiaba permanentemente durante su infancia: que su madre la devolvería al hospital para que le dieran a cambio una criatura saludable.

Presa del pánico, Cassi oprimió el timbre. Esperaba que alguien acudiera en seguida en su ayuda.

—¿Qué sucede, doctora Cassidy? —preguntó la enfermera, que entró en la habitación a los pocos minutos.

—Tengo pánico —contesto Cassi—. No soporto este vendaje. Quiero que me lo quiten.

—Usted, que es médica, sabe que no podemos hacer eso. Va en contra de las órdenes del médico. Le diré lo que haremos —agregó la mujer—. Llamaré al doctor Obermeyer. ¿Qué le parece?

—No me importa lo que haga —respondió Cassi—. Pero no quiero seguir con los ojos tapados.

La enfermera se fue, y Cassi quedó sumida de nuevo en la oscuridad. El tiempo transcurría con espantosa lentitud. Llegaban a sus oídos los tranquilizadores sonidos de gente que se movía de acá para allá por el pasillo.

Por fin regresó la enfermera.

—Acabo de hablar con el doctor Obermeyer —dijo con aire alegre—. Dentro de un rato estará aquí. La operación ha sido un éxito, pero es imprescindible que descanse. Le ha recetado otro sedante, de modo que, si me lo permite, le pondré la inyección.

—¡No quiero ningún otro sedante! ¡Quiero que me quiten el vendaje!

—¡Vamos, vamos! —exclamó la enfermera, levantando la ropa de la cama.

Durante unos segundos, Cassi vaciló entre la rebeldía y la obediencia. Después cambió de posición a regañadientes para que le pusieran la inyección.

—Bueno —concluyó la enfermera—. Esto la calmará un poquito.

—¿Qué es? —inquirió Cassi.

—Tendrá que preguntárselo a su médico. Mientras tanto, descanse y disfrute dentro de lo posible. ¿Quiere que le ponga el televisor?

Sin esperar respuesta, encendió el aparato y salió de la habitación.

A Cassi le resultó tranquilizadora la voz del locutor. Muy pronto empezó a hacerle efecto el sedante y se quedó dormida.

Se despertó cuando entró el doctor Obermeyer para decirle lo que ya sabía por la enfermera: que la operación había sido un éxito, que esperaba que la visión del ojo izquierdo sería casi normal al quitarle el apósito, pero que los días siguientes serian críticos y que debía tratar de tener paciencia. También dijo que había ordenado que le administraran sedantes cada vez que los pidiera, y que ella debía hacerlo tan pronto como se notara ansiosa.

Cassi se sintió mejor y volvió a quedarse dormida. Cuando despertó, horas después, oyó voces susurrantes en la habitación. Escuchó con atención y reconoció una de ellas.

—¿Thomas?

—Aquí estoy, querida.

Le cogió una mano.

—Tengo miedo —contestó Cassi, espantada al sentir que tenía las mejillas empapadas de lágrimas.

—¿Por qué lloras, Cassi?

—No sé —respondió ella, recordando que lloraba porque Robert había muerto. Trató de decírselo a Thomas, pero su llanto era tan incontenible, que le resultó imposible hablar.

—Tranquilízate. Es importante para tu ojo.

—¡Me siento tan sola!

—¡Tonterías! Yo estoy a tu lado. Y hay un montón de enfermeras, listas para atenderte. Estás en el mejor hospital. Ahora trata de relajarte.

—No puedo.

—Creo que necesitas otro sedante —afirmó Thomas.

Lo oyó hablar con la persona que estaba en la habitación.

—¡No quiero que me pongan otra inyección!

—Pero el médico soy yo, y tú eres la paciente —replicó Thomas.

Cassi se alegró luego de que él hubiese insistido. Mientras su marido le hablaba, sintió que se hundía en un sueño piadoso.

Thomas pulsó el timbre para llamar a una enfermera. Cuando entró la mujer, él se levantó del borde de la cama, donde se había sentado.

—Quiero que le administre dos pastillas para dormir. Anoche estuvo dando vueltas por los pasillos después de tomar una, y no queremos que esta noche se levante.

La enfermera abandonó la habitación y Thomas se quedó un ratito más para asegurarse de que Cassi seguía durmiendo. A los pocos instantes, Cassi entreabrió la boca y empezó a roncar.

Thomas se dirigió a la puerta, vaciló, se acercó a la cómoda y abrió el cajón de abajo. Tal como esperaba, los datos de los casos de MQR estaban allí. Nadie los había tocado. Dadas las circunstancias, no quería que Cassi se pusiera a leerlos tan pronto como le quitaran el apósito.

Cogió las hojas de la computadora y se las puso bajo el brazo.

Tras mirar de nuevo a su mujer, abandonó la habitación y se dirigió a la oficina de las enfermeras. Pidió hablar con la Señorita Bright.

—Me temo que mi mujer está demasiado tensa —dijo en tono de disculpa.

La Señorita Bright sonrió. Profesionalmente conocía muy bien al doctor Kingsley. Le sorprendía oírlo admitir que alguien pudiera tener una debilidad humana. Por primera vez, el cirujano le inspiró lástima. Evidentemente, el hecho de que hubieran operado a su mujer le provocaba también tensiones.

—Cuidaremos muy bien a Cassi —le aseguró.

—Yo no soy el médico de mi mujer y no quiero interferir, pero, como he dicho a la otra enfermera, creo que por razones psicológicas convendría mantenerla sedada.

—Yo me encargaré de eso —respondió la Señorita Bright—. No se preocupe.

Cassi no recordaba haber cenado, aunque la enfermera que le dio las pastillas para dormir le aseguró que lo había hecho.

—No me acuerdo —afirmó Cassi.

—Sus palabras no suponen una buena recomendación para la cocina del hospital —comentó la enfermera—. Ni para mí. Yo misma le di de comer.

—¿Y qué pasa con mi diabetes? —preguntó Cassi.

—Va muy bien. Le dimos una dosis extra de insulina después de comer, y todo lo demás está aquí dentro. —La enfermera golpeó con los nudillos la botella de suero, para que Cassi supiera a qué se refería—. Y aquí tiene sus pastillas para dormir.

Cassi extendió la mano derecha y sintió que le ponían en ella dos pastillas. Se las metió en la boca. Después tanteó la mesita de noche en busca del vaso de agua.

—¿Le parece que necesitará además un sedante?

—No —contestó Cassi—. Tengo la sensación de haber dormido todo el día.

—Le hace bien. Y ahora recuerde que la mesita de noche está aquí.

La enfermera le cogió el vaso de la mano y se la guio para que tocara lo que había sobre la mesita de noche: vaso, jarra, teléfono y timbre.

—¿Necesita algo más? —preguntó—. ¿Tiene algún dolor?

—No, gracias —contestó Cassi.

La sorprendía no sentir ningún dolor en el postoperatorio.

—¿Quiere que apague el televisor?

—No —respondió Cassi.

Le gustaba oírlo.

—Muy bien, pero aquí tiene el control remoto —le guio la mano hasta la perilla que colgaba de un lado de la cama—. Que descanse, y llámenos si necesita algo.

Una vez se hubo marchado la enfermera, Cassi exploró un poco por su cuenta. Extendió el brazo y tocó la mesita de noche.

La enfermera la había alejado de la pared, para que le resultara más accesible. Con cierta dificultad consiguió abrir el cajón y tanteó en él en busca de su reloj de pulsera. Se lo había regalado Thomas, y se preguntó si no debería haberlo depositado en la caja de seguridad del hospital. No lo encontró en seguida. Primero tocó las ampollas de insulina y un puñado de jeringas, debajo de las cuales palpó el reloj. Pensó que probablemente estaría bastante seguro allí.

Volvió a meter la mano bajo la sábana. A medida que le iba haciendo efecto el sedante, comprendía el motivo que llevaba a la gente a abusar de aquellas drogas. Hacían que la realidad pasara a un segundo plano. Los problemas seguían estando allí, pero distantes. Podía pensar en Robert sin sentir el dolor que le causaba su pérdida. Recordó lo pacíficamente dormido que lo había visto la noche anterior. Abrigó la esperanza de que su muerte hubiese sido igualmente tranquila.

De pronto despertó de su sopor. Comprendió, sobresaltada, que ella debió de ser una de las últimas personas que lo vio con vida. Se preguntó a qué hora habría muerto. Deseó haber estado allí en aquel momento, porque quizás habría podido hacer algo por él. Thomas, sin duda, lo habría salvado.

Cassi se concentró en la oscuridad de sus ojos cerrados. Volvió a rememorar lentamente la escena de Thomas entrando en el cuarto de Robert. Recordó que, al verlo, ella se había estremecido. Thomas le había dicho que, al no encontrarla en su cuarto, supuso que había ido a visitar a Robert. La explicación le pareció satisfactoria, pero en aquel momento, se pregunto por qué habría decidido Thomas hacerle una visita en medio de la noche.

Trató de imaginar los resultados de la autopsia de Robert y se preguntó si habrían descubierto la causa de la inesperada muerte de su amigo. No quería pensar en aquellas cosas, pero descubrió que la preocupaba saber si Robert había estado cianótico o si había tenido convulsiones en el momento de la muerte. De pronto empezó a temer que Robert pudiera ser un candidato para su propio estudio. Quizá fuese el caso número veinte. ¿Y si la última persona que lo vio vivo hubiera sido Thomas? ¿Y si Thomas había vuelto a la habitación de Robert después de dejarla a ella? ¿Y si el repentino cambio de actitud de Thomas no fuese tan inocente como parecía?

Cassi empezó a temblar. Sabía que se estaba comportando como una paranoica y lo convincentes que podían llegar a ser los delirios. Comprendía que había estado sometida a una gran tensión y que le habían administrado una enorme cantidad de drogas, incluyendo aquella medicación para dormir que ya la obnubilaba y le impedía pensar con claridad.

Sin embargo, su mente se negaba a renunciar a aquellos horripilantes pensamientos. Involuntariamente se descubrió calculando que el primer caso de MQR se produjo en la época en que Thomas empezaba su residencia en el hospital. Se preguntó sí alguna de las muertes coincidiría con una de las noches que Thomas había pasado en el hospital.

De repente tomó conciencia de lo indefensa y vulnerable que estaba. Se encontraba sola, en una habitación privada, con suero endovenoso, con los ojos tapados y bajo el efecto de sedantes. Ni siquiera tenía posibilidades de enterarse si alguien entraba en la habitación. No tenía manera de defenderse.

Cassi tuvo ganas de gritar pidiendo auxilio, pero estaba paralizada por el terror. Se encogió sobre sí misma. Transcurrieron segundos y, después, minutos. Entonces recordó el timbre. Extendió el brazo lentamente en dirección a la mesita de noche, casi esperando encontrar allí un enemigo desconocido. Cuando sus dedos tocaron el cilindro plástico, apretó el botón con el pulgar y no lo soltó.

No apareció nadie. Tuvo la sensación de que hacía una eternidad que esperaba. Soltó el botón y lo volvió a apretar varias veces, rogando en su interior que las enfermeras se dieran prisa.

Esperaba que sucediera algo horrible. No sabía qué: simplemente, algo horrible.

—¿Qué pasa? —preguntó la enfermera en tono seco, quitándole el timbre de la mano—. Sólo tiene que llamar una vez, y nosotras vendremos en cuanto podamos. No debe olvidar que hay muchos pacientes en este piso y que casi todos están más graves que usted.

—Quiero que me cambien de habitación —rogó Cassi—. Que me vuelvan a llevar a una habitación compartida.

—Pero ¡Cassi! —exclamó la enfermera, exasperada—. ¡Es muy tarde!

—¡No quiero estar sola! —gritó Cassi.

—Muy bien, Cassi, cálmese. En cuanto acabemos de administrar los medicamentos de la noche, veré lo que puedo hacer.

—Quiero hablar con mi médico —suplicó Cassi.

—Cassi, ¿sabe usted qué hora es?

—No me importa. Quiero hablar con mi médico.

—Muy bien. Si me promete quedarse quieta, lo llamaré.

Cassi permitió que la enfermera le enderezara las piernas.

—Bueno, así está mejor. Ahora trate de relajarse mientras yo llamo al doctor Obermeyer.

Cuando se fue la enfermera, el pánico de Cassi había cedido un poco. Comprendió que se esta a comportando de una manera irracional. Actuaba peor que sus propios pacientes. Al pensar en Clarkson Dos, recordó a Joan. Ella era la única persona que la comprendería y que no se enojaría si la despertaba. Tanteó la mesita de noche, encontró el teléfono y se lo colocó sobre el estómago. Con el receptor entre el hombro y la almohada, llamó a la centralita del hospital. Cuando dijo quién era, la telefonista accedió a llamar a la doctora Widiker.

El teléfono sonó un rato sin que nadie se pusiera, y Cassi empezó a temer que Joan hubiera salido. Estaba a punto de colgar cuando contestó Joan.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Cassi—. ¡Me alegro tanto de que estés en tu casa!

—Cassi, ¿qué te pasa?

—Estoy aterrorizada, Joan.

—¿Y qué temes?

Cassi vaciló. Sólo en aquel momento comprendió lo tontos que eran sus temores. Thomas era el cirujano cardiovascular más respetado de la ciudad.

—¿Tiene algo que ver con Robert? —preguntó Joan.

—En parte —admitió Cassi.

—Escúchame, Cassi —dijo Joan—. Es natural que estés angustiada. Acaba de morir tu mejor amigo y tú estás recién operada. Tienes los ojos vendados. No debes dejarte llevar por tu imaginación. Dile a la enfermera que te dé una pastilla para dormir.

—Ya me han dado un montón de drogas —replicó Cassi.

—Pero siguen siendo pocas o, tal vez, no hayan sido las indicadas. No trates de convertirte en una heroína. ¿Quieres que llame al doctor Obermeyer?

—No.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—¿Sabes si Robert Seibert estaba cianótico cuando lo encontraron o si tuvo convulsiones antes de morir?

—¡No lo sé, Cassi! De todas maneras, no debes torturarte con esas cosas. Robert está muerto. Me parece que eso es ya lo bastante angustioso como para que quieras conocer más detalles.

—Supongo que tienes razón —admitió Cassi—. Espera un minuto, Joan. Hay alguien en el cuarto.

—¡Soy la Señorita Randall! —dijo la enfermera—. El doctor Obermeyer está tratando de comunicarse con usted.

Cassi dio las gracias a Joan y colgó. Casi inmediatamente tintineó el teléfono.

—Cassi —dijo el doctor Obermeyer—. Me ha llamado el personal de enfermería para decirme que está usted muy angustiada. No sé cómo convencerla de que todo ha salido muy bien. Esperaba encontrar la habitual patología diabética, pero no fue así.

Debería sentirse aliviada.

—Me tiene muy nerviosa el vendaje de los ojos —dijo Cassi en todo de disculpa—. Me aterra estar sola. Me gustaría que me trasladaran a una habitación con otra paciente. Ahora mismo.

—Creo que eso es pedirle demasiado al personal de enfermería, Cassi. Quizá mañana podamos pensar en la posibilidad de cambiarla de cuarto. Pero ahora, lo que más me interesa es que se tranquilice. Le he dicho a la enfermera que le dé otro sedante.

—La enfermera está aquí —dijo Cassi.

—Muy bien. Que le ponga la inyección y trate de dormir. Era previsible. Los médicos y las mujeres de médicos son siempre los peores pacientes. ¡Y usted, Cassi, es ambas cosas!

Cassi permitió que le pusieran otra inyección. Notó cómo la Señorita Randall le daba una palmadita en la espalda antes de irse.

Después se quedó sola de nuevo. Pero ya no le importaba. Cual silencioso alud, las drogas la sumieron en el más profundo de los sueños.

Cassi despertó de un sueño violento, lleno de ruidos estridentes y colores violentos. A pesar de los sedantes, un leve dolor en el ojo izquierdo le recordó inmediatamente que estaba en el hospital.

Permaneció un momento completamente inmóvil, aguzando el oído para tratar de percibir el más leve sonido. Tras el vendaje seguían bailando en sus ojos violentos colores, presumiblemente a causa de la presión del apósito. No oyó nada aparte los sonidos distantes y sofocantes del hospital. Entonces le pareció notar algo. Esperó y volvió a notarlo. Era el tubo de plástico que conecta a la botella de suero con la aguja que tenía en el brazo.

Se le aceleró el pulso. ¿Sería producto de su imaginación?

—¿Quién anda ahí? —preguntó, encontrando de pronto el valor necesario para hablar.

No hubo respuesta.

Levantó la mano derecha para tantear el lado izquierdo de la cama. No había nadie. Bajó la mano y tocó el esparadrapo que le sujetaba al brazo la aguja del suero. Con rapidez cogió e tubo de plástico y tiró de él con suavidad. La sensación era idéntica a la que había experimentado antes. ¡En la oscuridad, alguien había tocado el tubo del suero!

Haciendo un esfuerzo por dominar su creciente terror, Cassi tanteó la mesita de noche en busca del timbre. No estaba. Tocó la jarra, el teléfono, el vaso de agua; pero nada más. Volvió a tantear una zona más amplia, moviendo la mano con mayor rapidez, presa de una sensación de aislamiento y vulnerabilidad cada vez mayores. Pero no encontró el timbre. Había desaparecido.

Quedó como petrificada por las imágenes que se cruzaban por su mente. Había alguien en su cuarto. Percibía una presencia. Después olió un aroma familiar. Colonia «Ives St. Laurent».

—¿Thomas? —preguntó. Se incorporó, apoyándose sobre el codo derecho, y volvió a llamar—. ¡Thomas!

No obtuvo respuesta.

Cassi sintió que empezaba a sudar copiosamente. En pocos segundos quedó empapado todo su cuerpo. El corazón, que ya le latía con rapidez, empezó a golpetearle en el pecho. Supo instantáneamente lo que le estaba ocurriendo. Le había pasado ya antes, pero jamás con una rapidez tan devastadora. ¡Sufría una reacción insulínica!

Aferró con desesperación el vendaje, tratando de meter los dedos bajo el esparadrapo que lo sostenía. También se llevó a los ojos la mano izquierda, que hasta entonces había mantenido inmóvil por el suero.

Trató de gritar, pero su voz era débil y sin fuerzas. La cama empezó a dar vueltas. Se arrojó a un lado, contra los barrotes.

Agitando salvajemente los brazos, trató de nuevo de encontrar el timbre. Volcó la mesa de luz, y el teléfono, la jarra de agua y el vaso se estrellaron contra el suelo. Pero Cassi no oyó el estruendo. Su cuerpo era ya presa de un ataque de epilepsia. Carol Aronson, la enfermera nocturna a cargo de piso diecisiete, estaba en la farmacia buscando un antibiótico cuando oyó el lejano tintineo de vidrios rotos. Vaciló un instante y en seguida se asomó al cuarto de historiales clínicos, donde dirigió una mirada interrogante a Leonore, la otra enfermera nocturna.

Juntas, salieron a investigar. Ambas tenían la incómoda sensación de que alguien se había caído de la cama. Apenas habían avanzado unos pasos por el corredor, cuando oyeron el golpeteo de los barrotes de la cama de Cassi.

Entraron corriendo a la habitación. Cassi seguía presa de tremendas convulsiones y, con los brazos metidos entre los barrotes de la cama, se los golpeaba.

Carol, que sabía que Cassi era diabética, se dio cuenta inmediatamente de lo que sucedía.

—¡Leonore! Haz la llamada de urgencia y tráeme una ampolla de glucosa al cincuenta por ciento, una jeringa de cincuenta centímetros cúbicos y una botella de suero D5W.

Leonore salió corriendo de la habitación.

Mientras tanto, Carol consiguió sacar los brazos de Cassi de los barrotes de la cama. Después trató de abrirle los dientes para sujetarle la lengua, pero no pudo. Entonces cortó el suero que fluía velozmente y se concentró en la tarea de impedir que Cassi se golpeara la cabeza contra la cabecera de la cama.

Leonore regresó, y Carol sustituyó inmediatamente la botella de suero por la nueva. Colocó a un lado la que tenían en uso, convencida de que el doctor querría comprobar el nivel de insulina. Después abrió por completo la llave del suero y pasó a una gran jeringa la glucosa al cincuenta por ciento que contenía la ampolla. Cuando acabó de hacerlo, dudó un momento acerca de si debía aplicarla. Técnicamente se suponía que había de esperar que llegara un médico, pero Carol tenía mucha experiencia en casos críticos y sabía que, en aquellas circunstancias lo primero que había que hacer era aplicar glucosa y que, en todo caso, la inyección no le podía hacer ningún daño a la paciente. Decidió ponerle la inyección. El sudor que cubría el cuerpo de Cassi hablaba a las claras de una grave reacción insulínica.

Carol hundió la aguja en la botella de suero y apretó el émbolo de la jeringa. El resultado fue inmediato, y se notó ya antes de inyectar los últimos centímetros cúbicos. Cesaron las convulsiones de Cassi, y la paciente pareció recobrar el conocimiento. Abrió los labios y trató de pronunciar algunas palabras.

Pero la mejoría fue bien efímera. Cassi volvió a quedar inconsciente y, aunque no tuvo nuevas convulsiones, algunos músculos aislados seguían contrayéndose.

Cuando llegó el equipo de emergencia, Carol les informó de lo que había hecho. El residente más antiguo examinó a la paciente y empezó a impartir órdenes.

—Quiero que le saque sangre para comprobación de electrolitos, incluyendo calcio, gases en sangre arterial y nivel del azúcar en sangre —ordenó al residente joven—. Y quiero que usted le haga un electrocardiograma —indicó, dirigiéndose al joven médico en prácticas—. Y, la Señorita Aronson, ¿por qué no trae otra ampolla de glucosa al cincuenta por ciento?

Mientras el equipo ponía manos a la obra, Leonore levantó la mesita de noche y colocó el teléfono en su lugar. Empujó con un pie hacia el rincón los trozos de vidrio del vaso y de la jarra.

El cajón de la mesita se había salido, y Leonore lo puso en su lugar. Entonces descubrió varias ampollas de insulina vacías, sorprendida, se las pasó a Carol, quien a su vez, se las entregó al residente.

—¡Dios mío! —exclamó el médico—. ¿Se ponía ella misma la insulina pese a tener los ojos vendados?

—Por supuesto que no —respondió Carol—. La insulina iba ya en la bote la de suero, y se la regulábamos de acuerdo con la cantidad de azúcar en la orina.

—Entonces, ¿por qué se la habrá puesto? —preguntó el médico.

—No lo sé —admitió Carol—. Tal vez estuviera confusa con todos los sedantes que le dimos y se medicó por la fuerza de la costumbre. ¡Diablos!

—¿Y cree usted que pudo haberlo hecho con los ojos vendados?

—¡Por supuesto! Recuerde que desde hace veinte años se aplica ella misma inyecciones dos veces por día. Con los ojos vendados no podía medir la dosis exacta, pero si haberse puesto las inyecciones. Además, existe otra posibilidad.

—¿Cuál?

—Tal vez lo haya hecho a propósito. La enfermera diurna me dijo que la vio deprimida y que, según el marido, actuaba de una manera extraña. Supongo que sabe quién es el marido.

El residente asintió. No le gustaba nada la idea de que pudiera tratarse de un intento de suicidio, porque odiaba a los psicóticos, especialmente a las tres de la madrugada.

Carol, que, mientras hablaba, había llenado otra jeringa de glucosa, se la alcanzó. El residente la inyectó sin pérdida de tiempo. Lo mismo que la vez anterior, Cassi experimentó una breve mejoría, pero en seguida volvió a perder el conocimiento.

—¿Quien es el médico de cabecera? —preguntó el residente, tomando la tercera jeringa con glucosa que le alcanzaba Carol.

—El doctor Obermeyer. De oftalmología.

—Que alguien lo llame en seguida —ordenó el residente—. En este caso no conviene que un médico interno pueda cometer alguna equivocación.

El teléfono sonó varias veces antes de que Thomas, medio dormido, contestara. Había tomado dos pastillas de «Percodán» antes de echarse a descansar en su consultorio, y le costó mucho concentrarse.

—¡Qué difícil es despertarlo! —exclamó en tono jocoso, el telefonista del hospital—. Lo ha llamado el doctor Obermeyer. Quería hablar con usted inmediatamente, pero le dije que me había dejado órdenes explícitas de no molestarlo. ¿Quiere que le dé el número?

—¡Sí! —exclamó Thomas, tanteando la mesa en busca de un lápiz.

El telefonista le dio el número que había dejado Obermeyer.

Thomas empezó a marcarlo, pero se detuvo. Al ver la hora que era, se sintió preocupado. Sin duda se trataba de Cassi. Fue al baño y se lavó la cara, haciendo un esfuerzo por recobrar completamente la lucidez.

Antes de llamar a Obermeyer esperó un rato para ver si se aclaraba la confusión mental en que lo habían sumido las drogas.

—Thomas, hemos tenido una complicación —le informó Obermeyer.

—¿Una complicación? —repitió Thomas en tono ansioso.

—Si —afirmó Obermeyer—. Algo que no esperábamos. Cassi se ha puesto una sobredosis de insulina.

Thomas quedó estupefacto.

—Sé que esto debe ser un golpe para usted —continuó diciendo Obermeyer—. Pero Cassi está bien. El doctor Mclney, el médico interno, está aquí conmigo, y dice que gracias a la presencia de ánimo y decisión de la enfermera de guardia la paciente está fuera de peligro. Por precaución la hemos trasladado a la sala de terapia intensiva.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Thomas—. En seguida voy para allá.

En cuanto llegó al hospital, Thomas se dirigió a ver a Cassi.

Parecía descansar pacíficamente. Vio que le habían quitado el apósito del ojo derecho.

—Está durmiendo, pero si quiere puede despertarla —dijo una voz junto a Thomas, quien al volverse, vio que se trataba del doctor Obermeyer—. ¿Quiere hablar con ella? —preguntó apoyando una mano en el hombro de Cassi para despertarla.

Thomas le sujetó el brazo.

—No, gracias. Déjela dormir.

—Yo sabía que esta noche estaba angustiada —explicó el doctor Obermeyer, con expresión contrita—. Ordené que le dieran una dosis extra de sedantes. Pero jamás podía esperar que sucediera una cosa así.

—Cuando la vi, estaba aterrorizada —comentó Thomas—. Anoche murió un amigo suyo, y eso la angustió muchísimo. Yo jamás se lo hubiese dicho; pero una de las residentes de psiquiatría tuvo la mala idea de hacerlo.

—¿Y cree usted que ha sido un intento de suicidio? —preguntó el doctor Obermeyer.

—No lo sé —respondió Thomas—. Quizás estuviera simplemente confusa. No olvide que está acostumbrada a inyectarse ella misma la insulina dos veces por día.

—¿Y qué le parece la posibilidad de consultar a un psiquiatra? —preguntó el doctor Obermeyer.

—El médico de cabecera es usted. Yo no puedo ser demasiado objetivo. Pero yo le aconsejaría esperar. Es evidente que aquí está a salvo.

—Le he quitado el apósito del ojo derecho —comentó el doctor Obermeyer—. Me temo que los vendajes pueden haber sido un factor de importancia en su reacción de ansiedad. Me alegra poder decir que el ojo izquierdo de Cassi sigue sin derrame. Y, considerando que acaba de sufrir un ataque de epilepsia (que es probablemente la prueba más grave que pueda uno imaginar para una vena coagulada), no creo que haya peligro de que se produzca otro derrame.

—¿Cómo va su nivel de azúcar en la sangre? —preguntó Thomas.

—En este momento es bastante normal, pero lo vamos a seguir de cerca. Los internos creen que se administro una dosis muy alta de insulina.

—Bueno, no es la primera vez que comete un descuido —aclaró Thomas—. Cassi ha tratado siempre de minimizar su enfermedad. Pero, por lo visto, esto es algo mucho más que un simple descuido. Sin embargo, es posible que no se diera cuenta de lo que estaba haciendo.

Thomas agradeció a Obermeyer su excelente trabajo y salió lentamente de la sala de terapia intensiva.

Cuando pasó junto al mostrador, las enfermeras levantaron la vista para mirarlo. Jamás habían visto al doctor Kingsley tan deprimido y ansioso.