10

Cassi no había estado internada en un hospital desde su época de bachillerato. Y en ese momento, después de haber cursado la carrera de Medicina y haber sido médica interna, le resultaba una experiencia completamente distinta, tal como Robert le había anticipado. El hecho de saber todo lo que podía llegar a ocurrir, convertía el proceso en algo mucho más atemorizante. Dado que fue al hospital con Thomas, llegó demasiado temprano como para ser admitida. Le advirtieron que había de esperar hasta las diez, hora en que llegaba el personal encargado de los ingresos. Cuando Cassi protestó, alegando que en el Memorial se internaba a cualquier hora de la noche a los pacientes que llegaban a la sala de guardia, el secretario simplemente le repitió que tendría que volver a las diez.

Después de pasar tres horas muy poco productivas en la biblioteca, porque estaba demasiado nerviosa como para concentrarse en la lectura de textos más complicados que «La Psicología Actual», Cassi regresó al mostrador de ingresos. El personal había cambiado, aunque no la actitud de los empleados. En lugar de facilitarle el proceso de internamiento, parecían decididos a hacérselo lo más difícil posible, como si aquello fuese un rito de admisión. En ese momento le informaron que no podría ser internada porque no tenía la tarjeta que la identificaba como personal del hospital. Por fin, un empleado muy poco interesado, aconsejó que recurriera a la oficina de identificación de personal, en el tercer piso.

Treinta minutos después, armada con una nueva tarjeta de identificación, cuyo aspecto era sospechosamente parecido al de una tarjeta de crédito, Cassi regresó al mostrador de ingresos.

Allí se enfrentó con otro problema aparentemente insoluble.

Dado que en el hospital ella usaba su apellido de soltera, Cassidy, porque era el que figuraba en su diploma médico, y ya que Thomas había hecho su seguro de enfermedad con el apellido Kingsley, la secretaria aseguraba que necesitaban su certificado de matrimonio. Cassi dijo que no lo tenía. Jamás se había podido imaginar que se lo exigirían para internarla en el hospital y sugirió a la secretaria que llamara al despacho de Thomas para solucionar el asunto. La mujer insistió en que debía someter el documento a la computadora. Aclaró que ella no era más que una empleada que tenía por misión reunir los datos que necesitaba la máquina. Tal inconveniente fue solucionado, al fin, por la supervisora, quien, de alguna manera, logró que la computadora aceptara la información. Por fin le asignaron a Cassi una habitación del piso diecisiete, y la acompañó una mujer agradable, con bata verde, cuya tarjeta de identificación rezaba: VOLUNTARIA DEL MEMORIAL.

Pero no al piso diecisiete. Primero la llevaron al segundo piso, para que le tomaran una radiografía del tórax. Cassi protestó diciendo que le habían tomado una hacia apenas seis semanas, con motivo de un examen rutinario. El departamento de radiología declaró que los anestesistas se negaban a anestesiar a los pacientes que no tuvieran radiografía de tórax, y Cassi tardó otra hora en conseguir que el jefe de anestesistas llamara a Obermeyer, quien, a su vez, llamó a Jackson, jefe de radiología. Jackson examinó la radiografía anterior de Cassi, llamó a Obermeyer; este, al jefe de anestesistas, quien, a su vez, volvió a llamar al empleado de radiología para informarle de que no era necesario tomar una nueva radiografía de tórax a la paciente.

El resto del trámite, que incluía una visita al laboratorio para análisis rutinarios de sangre y orina, fue más simple. Por fin, Cassi fue acompañada a una habitación color azul celeste, con dos camas. Su compañera de habitación, con el ojo izquierdo vendado, tenía sesenta y un años.

—Me llamo Mary Sullivan —dijo la mujer, después de que se presentó Cassi. Parecía mayor, porque no llevaba la dentadura postiza.

Cassi se preguntó qué tipo de operación le habrían hecho en el ojo.

—Tenía desprendimiento de retina —explicó Mary, al ver el interés de Cassi—. Tuvieron que sacarme el ojo y volvérmelo a soldar con un rayo láser.

Cassi lanzó una carcajada, a pesar suyo.

—No creo que le hayan sacado el ojo —comentó.

—¡Ya lo creo que me lo sacaron! En realidad, la primera vez que me quitaron los vendajes veía doble, y entonces pensé que me lo habían colocado torcido.

Cassi no tenía ganas de discutir. Abrió su maleta y guardó cuidadosamente la insulina y las jeringas en el cajón de la mesita de noche. Aquella tarde se pondría su habitual inyección, pero de entonces en adelante no se medicaría hasta que se lo indicara su médico de cabecera, el doctor Mclnery.

Se puso un pijama. Le pareció tonto hacerlo a aquella hora del día, pero conocía el motivo de aquella exigencia hospitalaria. El hecho de que los pacientes tuviesen que ir con pijama los predisponía psicológicamente a someterse a la rutina del hospital.

Cassi notó que ahora le ocurría a ella. A partir de ese momento, era una paciente más.

Después de pasar tantos años en el hospital, la sorprendió comprobar lo incómoda que se sentía sin el status que le proporcionaba su bata blanca. El solo hecho de abandonar la habitación que le había sido asignada la inquietó, como si estuviera transgrediendo alguna regla. Y cuando salió del ascensor, en el piso dieciocho, para visitar a Robert, se sintió una intrusa.

Llamó en la puerta de la habitación 1847, pero no obtuvo respuesta. Abrió la puerta en silencio. Robert dormía boca arriba y roncaba suavemente. En una de las comisuras de la boca tenía una gota de sangre casi seca. Cassi se acercó a la cama y lo miró durante unos instantes. Era evidente que aún no había despertado de la anestesia. Como una profesional que era, Cassi comprobó la botella de suero. El goteo era rítmico. Cassi se besó la punta de un dedo, con el que tocó luego la frente de su amigo.

Cuando se encaminaba hacia la puerta, vio una pila de informes de computadora. Se acercó y observó la primera página. Tal como suponía, eran los datos del estudio de los casos de MQR.

Durante un momento consideró la posibilidad de llevarse los papeles, pero al pensar que Thomas podía encontrarlos en su cuarto, vaciló. Los leería después con Robert.

Además, y suponiendo que se tomara con seriedad la nueva teoría de su amigo, aquellos papeles no eran la clase de evidencia que le gustaría tener en su habitación justamente la noche antes de su operación.

Thomas abrió la puerta de su sala de espera y la cruzó para entrar en el consultorio. Saludó a los pacientes con una inclinación de cabeza y maldijo interiormente al arquitecto por no haber pensado en la conveniencia de que los consultorios tuvieran otra entrada. Habría preferido mil veces poder entrar en el consultorio sin ser visto. Doris sonrió cuando se acercó a ella, pero no abandonó su asiento. Después de lo del día anterior, estaba algo cortada. Le entregó los mensajes que había recibido.

Ya en su consultorio, Thomas se puso la bata blanca, que —pensó—, no sólo inspiraba respeto, sino también obediencia. Se sentó a la mesa y leyó rápidamente la multitud de llamadas telefónicas que había recibido, hasta llegar a la de Cassi. Se quedó mirando el papelito rosado. Habitación 1740. Thomas frunció el entrecejo; se trataba de una habitación semiprivada, frente a la oficina de las enfermeras.

Descolgó el teléfono para llamar a Grace Peabody, la directora de ingresos.

—¡Señorita Peabody! —dijo con irritación—, acabo de enterarme de que han instalado a mi esposa en una habitación semiprivada. Y me interesaba que tuviera una habitación con una sola cama.

—Comprendo perfectamente, doctor, pero ahora estamos muy escasos de camas, y según veo, lo de su esposa no es urgente.

—Bueno, pero como quiera que se trata de algo muy importante para mí, estoy seguro de que encontrará una habitación unipersonal. En caso contrario, tendré sumo placer en llamar al director del hospital.

—Haré cuanto pueda, doctor Kingsley —respondió la Señorita Peabody.

—Espero que lo haga —replicó Thomas, cortando la comunicación—. ¡Maldita sea! —exclamó.

Odiaba a los burócratas con cerebro de mosquito que dirigían el hospital en aquel momento. Parecían decididos a poner siempre los máximos inconvenientes. Le costaba imaginar que alguien pudiera ser tan ciego como para negarle una habitación privada a la esposa del cirujano más famoso del Memorial.

Thomas se restregó las sienes mientras revisaba la agenda que Doris había dejado en su mesa. Empezaban a latirle fuertemente las sienes.

Vacilo apenas un instante antes de abrir el segundo cajón.

Después de efectuar tres by-pass, y con doce pacientes por examinar en el consultorio, bien merecía un poco de ayuda. Sacó una de las tabletas color melocotón y la tragó. Luego pulsó el botón del intercomunicador y ordenó a Doris que hiciera pasar al primer paciente.

Las horas de consultorio le resultaron menos pesadas de lo que había supuesto. Entre los doce pacientes había dos casos de postoperatorio que no le exigieron más que diez minutos cada uno. Entre los otros diez, Thomas firmó cinco casos de by-pass y uno de reposición de válvula. Los otros cuatro no eran casos quirúrgicos y no debían habérselos enviado. Se los quitó de encima con la mayor rapidez posible. Después de firmar varias cartas, Thomas volvió a llamar a la Señorita Peabody.

—¿Qué le parece la habitación 1752? —preguntó la mujer en tono triunfante.

La habitación 1752 era un cuarto privado en un extremo del pasillo. Tenía ventanas que daban al Norte y al Oeste y una espléndida vista del río Charles. Era perfecta, y así lo reconoció Thomas. La Señorita Peabody colgó sin despedirse.

Thomas se quitó la bata, se puso la chaqueta y, después de decirle a Doris que la vería más tarde, se dirigió al edificio Sherington. Antes de visitar a Cassi se detuvo durante breves minutos en radiología para ver algunas placas.

Cuando llegó al piso diecisiete, le sorprendió que su mujer aún estuviera en la habitación 1740. Entró sin llamar.

—¿Pero no te han cambiado aún de habitación? —preguntó.

—¿Cambiarme? —exclamó Cassi, confusa.

Había estado hablando con Mary Sullivan acerca de la posibilidad de tener hijos.

—He hecho los arreglos necesarios para que te trasladaran a una habitación privada —explicó Thomas con irritación.

Cassi trató de presentarle a su compañera de habitación, pero su marido ya estaba pulsando el timbre de la enfermera.

—Exijo que traten a mi esposa como es debido —dijo Thomas mirando el corredor, para ver dónde se habían metido las enfermeras—. Cuando alguno de esos supuestamente indispensables administradores del hospital tienen algún pariente internado, siempre se las arregla para asignarle una habitación privada.

Thomas armó tal alboroto, que Cassi llegó a sentirse incómoda. Cassi no había querido molestar a las enfermeras, ya que se encontraba bien, pero durante casi media hora todo el personal del piso anduvo de cabeza con el traslado de Cassi a la nueva habitación.

—Bueno —dijo Thomas, por fin—. Aquí estarás mucho mejor.

Cassi hubo de admitir que la habitación era más alegre. Desde la cama podía ver cómo se ponía el sol en el horizonte. A pesar de que no le gustó el escándalo que armó su marido, le emocionó la aparente preocupación de Thomas.

—Y ahora quiero darte una buena noticia —dijo él, sentándose en el borde de la cama—. He hablado con Martin Obermeyer y me ha asegurado que dentro de una semana te sentirás estupendamente bien. Así que me he decidido y he reservado una habitación en un hotelito que da a la playa en La Martinica. ¿Qué te parece?

—Maravilloso —respondió Cassi.

La perspectiva de unas vacaciones a solas con su marido era algo fascinante, aun cuando, por cualquier motivo, en el último momento no pudieran tomarlas.

Llamaron a la puerta entreabierta y apareció Joan Widiker.

—¡Adelante! —exclamó Cassi, y se la presentó a Thomas.

—Mucho gusto en conocerle —dijo Joan—. Cassi me ha hablado con frecuencia de usted.

—Joan es residente de tercer año de psiquiatría —explicó Cassi—. Me ha ayudado muchísimo, especialmente a fortalecer mí fe en mí misma.

—Encantado —replicó Thomas, sintiendo una instantánea antipatía hacia la amiga de su esposa. Se dio cuenta de que era una de aquellas mujeres que usaban su femineidad para alcanzar privilegios.

—Lamento haber venido sin avisar —se disculpó Joan, presintiendo que interrumpía—. He pasado simplemente para decirle a Cassi que sus pacientes están bien atendidos. Todos te mandan sus mejores deseos. Hasta el coronel Bentworth. Es la cosa más extraña del mundo —comentó Joan riendo—. El hecho de que tengas un problema de salud parece haber ejercido un beneficioso efecto terapéutico sobre ellos. Tal vez todos los psiquiatras deberíamos someternos a operaciones de vez en cuando.

Cassi lanzó una carcajada y vio que su marido se arreglaba la chaqueta.

—Volveré en otro momento —dijo Thomas—. Tengo que ver a mis pacientes. —Se volvió hacia Cassi y la besó—. Te veré por la mañana, antes de la operación. No te preocupes por nada. Trata de dormir bien esta noche.

—Yo tampoco puedo quedarme —advirtió Joan una vez se hubo marchado Thomas—. Tengo una consulta en el piso de clínica médica. Espero no haber ahuyentado a tu marido.

—Thomas está hecho una maravilla —dijo Cassi, con una sonrisa de oreja a oreja y ansiosa de compartir la buena noticia—. ¡Si supieras lo considerado que se muestra y lo que me apoya! ¡Hasta ha decidido que nos tomemos unas vacaciones! Supongo que me equivoqué con respecto a eso de las drogas.

Sabiendo lo intensa que era su dependencia de Thomas, Joan dudó de la objetividad de su amiga. Pero se guardó sus pensamientos y se limitó a decir que se alegraba de que todo fuese tan bien. Después de desearle toda la suerte del mundo, Joan se marchó.

Cassi permaneció en cama un rato, observando el cielo de tono anaranjado que poco a poco viraba hacia un violáceo plateado. No sabía con seguridad por qué Thomas se mostraba tan amable con ella. Pero, fuera lo que fuese, la alegraba muchísimo el cambio de su marido.

Cuando finalmente se oscureció el cielo, Cassi empezó a preguntarse cómo andaría Robert. No quería llamarlo por teléfono por temor a que estuviera dormido. En cambio, decidió subir a ver qué tal estaba.

Las escaleras estaban justo frente a su cuarto, y Cassi subió ágilmente al piso dieciocho. La puerta del cuarto de Robert estaba cerrada. Llamó suavemente.

Una voz adormilada le dijo que entrara.

Robert estaba despierto, pero todavía algo mareado.

En respuesta a la pregunta de Cassi, le aseguró que en su vida se había sentido mejor. Su única queja era la de que tenía la boca como un campo de fútbol en el que se hubiera jugado un partido.

—¿Has comido algo? —preguntó Cassi.

Notó que las hojas con los datos de la computadora estaban en la mesita de noche.

—¿Estás bromeando? —preguntó Robert. Levantó el brazo donde tenía clavada la aguja del suero—. A este pobre desgraciado le han prescrito una dieta de penicilina.

—A mí me operan mañana por la mañana —anunció Cassi.

—Te va a encantar —aseguró Robert, a quien se le cerraban los ojos, pese a los esfuerzos que hacía por mantenerlos abiertos.

Cassi le apretó la mano y salió de la habitación.

El dolor era tan intenso, que Thomas estuvo a punto de gritar. Había tropezado con el baúl antiguo que Doris tenía a los pies de la cama. Buscaba su ropa interior en medio de la penumbra del cuarto. Decidió que no le importaba despertarla y encendió la luz. No le sorprendió entonces no haber podido encontrar sus calzoncillos. Doris los había arrojado al otro extremo de la habitación.

Cuando recogió toda su ropa, Thomas apagó la luz y salió de puntillas hacia la sala de estar. Se vistió con rapidez. Procurando hacer el menor ruido posible, salió del apartamento. Al llegar a la calle, miró su reloj de pulsera. Era casi la una de la madrugada.

Se dirigió directamente al vestuario de cirugía, se quitó la ropa que acababa de ponerse y se puso una bata quirúrgica. Al atravesar el pasillo se detuvo frente al único quirófano ocupado. Se colocó una mascarilla y abrió la puerta. El anestesista le informó de que el paciente había sufrido un aneurisma después de un intento de cateterización.

Uno de los especialistas en cirugía abdominal se había hecho cargo del caso. Thomas se acercó a él por detrás.

—¿Es un caso difícil? —preguntó, tratando de ver el interior de la herida. El médico se volvió y lo reconoció.

—Espantoso. Todavía no hemos podido determinar la extensión del aneurisma. Es posible que le llegue hasta el pecho. De ser así, usted sería para mí como un enviado del cielo. ¿Está disponible?

—Por supuesto —respondió Thomas—. Es posible que duerma un poquito en el vestuario. Llámeme si me necesita.

Abandonó el quirófano y cruzó el vestíbulo en dirección a la sala de descanso de cirugía. Allí se encontró con tres enfermeras que se tomaban un respiro después de haber terminado una operación. Thomas las saludó con la mano y siguió su camino hacia el vestuario.

Cassi pasó una tarde bastante agradable. Se inyectó la insulina, tomó una cena frugal, se duchó y vio un poquito la televisión. Trato de leer su revista psiquiátrica, pero finalmente renunció, al comprender que le resultaba imposible concentrarse.

A las diez tomó una pastilla para dormir, pero una hora más tarde seguía completamente desvelada, tratando de analizar las consecuencias de los descubrimientos de Robert. Si realmente había fluoruro de sodio en la vena de Jeoffry Washington, significaba que en el hospital había un asesino. Y considerando que al día siguiente a ella la llevarían adormilada e indefensa a la sala de operaciones, no era extraño que le costara conciliar el sueño.

Se revolvía inquieta en la cama cuando le pareció oír un ruido.

No estaba segura, pero tenía la sensación de que había sido una puerta.

Permaneció tendida de lado, conteniendo el aliento. No oyó más ruidos, pero sintió una presencia, como sí ya no estuviera sola en el cuarto. Estaba deseando volverse para mirar, pero se sentía irracionalmente aterrorizada. En ese momento, oyó el golpe de un objeto de vidrio contra la mesita de noche. Había alguien exactamente detrás de ella.

Para romper la parálisis que le había causado el terror tuvo que apelar a toda su fuerza mental. Pero se obligó a volverse hacia la puerta.

Lanzó un ahogado grito de terror al ver ante sí una figura de blanco que la observaba desde las sombras. Alargó el brazo y encendió la lámpara.

—¡Dios mío! ¡Me has sobresaltado! —exclamó George Sherman, llevándose la mano al pecho en un teatral gesto de angustia—. Cassi, acabas de quitarme diez años de vida.

Cassi vio un florero con un enorme ramo de rosas rojas en la mesita de noche. Uno de los tallos tenía un sobre blanco en el que se había escrito la palabra «Cassi».

—Lo siento. Supongo que cada uno ha asustado al otro —dijo Cassi—. No podía dormir y te he oído entrar.

—Ojalá hubieras dicho algo. Supuse que dormías y no quise despertarte.

—Esas rosas tan bonitas, ¿son para mí?

—Sí, creí que quedaría libre mucho antes, pero me atraparon en una reunión que acaba de terminar. Esta tarde encargué las rosas y quería estar seguro de que las recibirías.

Cassi sonrió.

—Te lo agradezco mucho.

—Hoy me he enterado de que te operan mañana por la mañana. Espero que todo salga bien.

De pronto pareció darse cuenta de que ella estaba sentada en la cama en camisón. Se ruborizó, se despidió apresuradamente y salió con rapidez de la habitación.

Cassi sonrió, a pesar suyo. De pronto recordó a George derramándole vino en la falda. Cogió el sobre que venía con las rosas y sacó la tarjeta. «Los mejores deseos de un secreto admirador». Cassi lanzó una carcajada. ¡George era un sentimental! Pero, al mismo tiempo, comprendía que no quisiera firmar la tarjeta, después de la escena que había hecho Thomas en la fiesta de Ballantine.

Dos horas después, Cassi seguía despierta. Desesperada, se destapó y se levantó. La bata estaba en la silla, y se la puso, pensando que iría a ver si Robert estaba despierto. Si hablaba con él un rato, quizá se calmaría y conseguiría dormir.

Si aquella tarde se sintió fuera de lugar caminando por los pasillos del hospital en pijama, en aquel momento se sentía decididamente una delincuente. Los pasillos estaban desiertos, y las escaleras, sumidas en un completo silencio. Cassi se apresuró a llegar al cuarto de Robert, con la esperanza de que nadie la detuviera y la obligara a regresar al piso diecisiete.

Bajando la cabeza, entró con rapidez en la habitación en penumbra. La única luz llegaba del baño, cuya puerta estaba levemente entornada. No veía a Robert, pero lo oía respirar rítmicamente. Al acercarse le vio la cara: estaba profundamente dormido.

Se disponía a salir cuando volvió a ver los papeles de la computadora en la mesita de noche. Los cogió lo más silenciosamente posible. Después tanteó la superficie de la mesita, tratando de encontrar el lápiz que había visto allí por la tarde.

Sus dedos tocaron un vaso de agua, un reloj de pulsera y, finalmente, el lápiz.

Entró en el baño y rompió un trozo de papel. Apoyándolo contra el borde del lavabo, escribió: «No me podía dormir. Me llevo el material de los MQR. Las estadísticas siempre me han dado sueño. Besos. Cassi». Cuando salió del iluminado baño, le resultó aún más difícil llegar hasta la mesita de noche. Siguió tanteando, dejó la nota sobre el vaso de agua, y estaba a punto de salir del cuarto cuando se abrió la puerta con lentitud.

Estuvo en un tris de chocar contra la figura que entraba en el cuarto y ahogó un grito de terror.

—¡Dios mío! ¿Qué haces aquí? —susurró. Se le cayeron de las manos algunas de las hojas de la computadora.

Thomas, que seguía sosteniendo la puerta, le hizo señas de que guardara silencio. La luz del corredor dio de lleno en el rostro de Robert, pero él ni se movió. Convencido de que el paciente no se despertaría, Thomas se inclinó para ayudar a Cassi a recoger los papeles.

Cuando ambos se incorporaron, Cassi repitió su pregunta en un susurro:

—¿Qué diablos estás haciendo aquí?

Por toda respuesta, Thomas la cogió de la mano y la hizo salir en silencio al corredor, cerrando la puerta a sus espaldas.

—¿Por qué no estás dormida? —preguntó enojado—. ¡Te van a operar por la mañana! He pasado por tu habitación para ver si todo estaba en orden, y me he encontrado con una cama vacía. No me ha resultado difícil adivinar dónde estabas.

—Me halaga que hayas ido a verme —susurró Cassi, sonriendo.

—¡No es momento de bromas! —replicó Thomas con severidad—. Se supone que deberías estar durmiendo. ¿Qué haces aquí a las dos de la madrugada?

Cassi le mostró las hojas de la computadora.

—Como no podía dormir, pensé que podría dedicarme a hacer algo útil.

—¡Qué ridiculez! —exclamó Thomas, tomándola del brazo y llevándola hacia las escaleras—. ¡Hace horas que deberías estar dormida!

—El sedante no me ha hecho ningún efecto —le dijo mientras bajaban.

—Se supone que entonces debes pedir otra pastilla. ¡Por favor, Cassi! ¡Deberías saberlo!

Al llegar a la puerta de su habitación, Cassi se detuvo y miró a su marido.

—Lo siento. Tienes razón. No he pensado en ello.

—Bueno, ya está hecho —replicó Thomas—. Métete en la cama. Te conseguiré otra pastilla.

Cassi se quedó un momento observando a Thomas que se dirigía resueltamente hacia la oficina de las enfermeras. Luego entró en la habitación. Dejó en la mesita de noche los papeles de la computadora, arrojó la bata sobre la silla y se quitó las zapatillas. Se sentía más segura; Thomas se había hecho cargo de todo.

Kingsley regresó con la pastilla y permaneció junto a la cama, observándola mientras se la tomaba. Después, medio en broma, le abrió la boca y simuló revisarla para ver si la tenía bajo la lengua.

—Esa es una violación de la intimidad —protestó Cassi, volviendo la cara.

—Los niños deben ser tratados como niños —respondió riendo.

Cogió las hojas de la computadora, se acercó a la cómoda y las metió en el cajón inferior.

—Por hoy no quiero que vuelvas a pensar más en este material. Vas a dormir.

Thomas acercó una silla a la cama, apagó la luz y cogió una mano de su mujer.

Le sugirió que se relajara y que tratara de pensar en las próximas vacaciones. Le describió en voz baja las arenas vírgenes, el agua cristalina y el cálido sol tropical.

Cassi lo escuchaba, disfrutando con las imágenes. Muy pronto sintió que la embargaba la paz. Con Thomas en el cuarto podía relajarse. Tuvo plena conciencia de que la nueva pastilla le empezaba a hacer efecto y comprendió que se estaba quedando dormida.

Robert vagaba en el mundo del duermevela. Acababa de tener una horrorosa pesadilla: se encontraba aprisionado entre dos paredes, que se iban apretando contra él. El lugar era cada vez más estrecho. Ya no podía ni respirar.

Hizo un desesperado esfuerzo por despertar. Las paredes que lo aprisionaban habían desaparecido. Ya no soñaba, pero aún percibía aquella espantosa sensación de ahogo. Era como si no hubiera aire en la habitación.

Preso de pánico trató de sentarse, pero su cuerpo se negó a obedecerle. Agitó los brazos aterrorizado e hizo esfuerzos por encontrar el timbre. Entonces tocó con la mano el cuerpo de alguien que permanecía en silencio en la oscuridad. ¡Había encontrado alguien!

—Gracias a Dios —jadeó, reconociendo a su visitante—. ¡No sé qué me pasa! Ayúdeme… Necesito aire… ¡Me estoy asfixiando! ¡Ayúdeme! El visitante lo empujó tan violentamente contra la cama que por poco se le cae al suelo la jeringa vacía que sostenía en la mano. Robert volvió a estirar el brazo y aferró al individuo por la chaqueta. Empezó a dar patadas contra los barrotes de la cama, lo cual provocó un ruido metálico. Quiso gritar, pero de su boca surgían sonidos ahogados e incoherentes. Tratando de silenciarlo antes de que entrara alguien a investigar, el hombre se inclinó para taparle la boca. Robert levantó con fuerza la rodilla, golpeando con ella el mentón del hombre, que se mordió la lengua.

Enmudecido por el dolor, el hombre apoyó todo el peso de su cuerpo en la mano que tenía sobre la cara de Robert y hundió la cabeza del paciente en la almohada. Las piernas de Robert siguieron agitándose durante unos minutos. Después quedó inmóvil. El hombre se incorporó y retiró la mano con lentitud, como si esperara que el muchacho volviera a agitarse. Pero Robert ya no respiraba: su rostro se veía casi negro en la penumbra.

El hombre se sentía extenuado. Tratando de no pensar, se dirigió al baño y se limpió la sangre de a boca. En todos los casos anteriores, cada vez que eliminaba a un paciente, tenía la seguridad de estar haciendo algo justo. El dada la vida; él la quitaba.

Pero solo mataba en aras de un bien mayor.

El hombre recordó la primera vez que fue responsable de la muerte de un paciente. Jamás dudó de que fuera un acto legítimo y justo. Ocurrió muchos años antes, cuando era residente menor de cirugía torácica. Por aquella época hubo una crisis en terapia intensiva.

Todos los pacientes sufrían complicaciones. No era posible sacar a ninguno de ellos de terapia intensiva, y el hospital tuvo que interrumpir el programa de cirugía cardiovascular. Todos los días, Berney Kaufman, jefe de residentes, iba de cama en cama examinando a los pacientes para ver si alguno podía ser transferido, pero sin resultado. Y todos los días acababa el recorrido junto a un paciente llamado Frank Segelman. Durante la operación, una válvula coronaria calcificada le había causado una embolia múltiple y Segelman quedó descerebrado. Hacía más de un mes que estaba en la unidad de terapia intensiva. El hecho de que siguiera vivo —en el sentido de que seguía latiendo el corazón y los riñones continuaban produciendo orina— era un tributo al equipo encargado de su tratamiento.

Una tarde, Kaufman se detuvo y miró fijamente a Frank.

—El Sr. Segelman —dijo—, todos le tenemos mucho cariño, pero ¿no ha considerado la posibilidad de marcharse? Me consta que lo que lo retiene aquí no es la comida.

Todos los que lo rodeaban lanzaron risitas, menos el hombre, quien continuó con la mirada clavada en el rostro de Frank.

Aquella noche, a la hora de mayor actividad, el hombre entró en la sala de terapia intensiva con una jeringa llena de cloruro de potasio. En unos segundos, el ritmo cardíaco regular de Frank empezó a formar ondas y picos en forma de T y, por fin, se detuvo. El hombre mismo hizo la llamada de urgencia, pero el equipo sólo realizó un poco entusiasta intento de reanimar al paciente.

Después, todo el mundo se mostró complacido, desde las enfermeras hasta el cirujano responsable. El hombre tuvo que contenerse para no atribuirse el mérito de lo que acababa de suceder. Había sido simple, limpio, definitivo y práctico.

Sin embargo, hubo de admitir que matar a Robert Seibert había sido algo completamente distinto. No le produjo la sensación de euforia que le proporcionaba saber que había hecho algo necesario y que él era uno de los pocos que tenían el valor de llevarlo a cabo. Y, sin embargo, Robert Seibert tenía que morir. La culpa era suya, por haber desenterrado todos aquellos casos que él denominaba MQR.

Regresó a la habitación y la revisó con rapidez, en busca de cualquier otro papel que se relacionara con la investigación de Robert. Cuando estuvo seguro de que no había nada, se acercó a la puerta y la entreabrió ligeramente.

Una de las enfermeras nocturnas se acercaba por el corredor con una pequeña bandeja metálica. Durante un momento, el hombre, aterrorizado, pensó que se dirigía al cuarto de Robert. Pero no; entró en otra habitación, y el corredor quedó desierto.

Con el corazón latiéndole violentamente, el hombre se deslizó hacia el corredor, sería un desastre que alguien lo viera en aquel piso.

Mientras era médico residente, podía pasar por los corredores, entrar en las habitaciones de los pacientes y aun en la sala de terapia intensiva a cualquier hora de la noche. Pero ahora, la situación era distinta. Tenía que ser más cuidadoso.

Cuando estuvo a salvo en las escaleras, lo sobrecogió el pánico. Bajó tres pisos a la carrera sin detenerse para recobrar el aliento y siguió bajando frenéticamente hasta llegar al piso doce. Entonces empezó a bajar más lentamente. En el rellano del quinto piso se detuvo y apoyó la espalda contra la desnuda pared de cemento, con el pecho agitado por la disnea del esfuerzo.

Después de respirar profundamente, el hombre abrió la puerta que conducía al vestíbulo. A los pocos segundos se sintió seguro, pero su mente era un torbellino. No hacia más que pensar en los datos de los casos de MQR y comprendió que probablemente Robert tuviera una copia en su oficina y, posiblemente, también una grabación. Lanzando un suspiro, decidió que lo mejor seria hacer una inmediata visita al departamento de patología, antes de que alguien se enterara de la muerte de Robert. Después, el único problema seria Cassi. Se preguntó hasta qué punto le habría comunicado Robert el resultado de sus investigaciones.