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—Anoche hubo un nuevo ingreso —dijo Cassandra Kingsley, estudiando sus anotaciones preliminares. Se sentía francamente incómoda al verse obligada a desempeñar el papel de protagonista en la reunión matinal del equipo de Clarkson Dos, el pabellón de psiquiatría—. Se trata del coronel William Bentworth. Es un caucasiano de cuarenta y ocho años, divorciado tres veces, que tuvo un altercado en un bar de homosexuales. Estaba completamente borracho y agredió verbalmente al personal de guardia.

—¡Dios mío! —exclamó riendo Jacob Levine, jefe de internos del departamento de psiquiatría. Se quitó las gafas, de montura metálica, y se frotó los ojos—. ¡Tu primera noche de guardia en psiquiatría y te toca nada menos que Bentworth!

—¡Buena prueba de fuego, vive Dios! —Exclamó Roxane Jefferson, la severa negra, jefa de enfermeras de Clarkson Dos—. Nadie podrá decir que la práctica de la psiquiatría en el Boston Memorial sea algo fácil.

—Mi idea no es la de que el coronel sea un paciente perfecto —admitió Cassi con leve sonrisa.

Los comentarios de Jacob y Roxane la tranquilizaron un poco, y tuvo la impresión de que si hacía el papel de tonta con su presentación, todo el mundo se lo perdonaría. Bentworth no era un desconocido en Clarkson Dos.

Hacía menos de una semana que Cassi era residente de psiquiatría. El mes de noviembre no es la época habitual para iniciar una residencia, pero Cassi decidió hacerlo sólo cuando renunciaron algunos residentes de primer año. En su momento consideró que había tenido mucha suerte. Pero ya no estaba tan segura. Era más difícil de lo que suponía iniciar una residencia con colegas más expertos que ella. El resto de los médicos en su primer año de residencia le llevaban una ventaja de casi cinco meses.

—Apuesto a que Bentworth te dijo una serie de inconveniencias al verte —dijo con aire comprensivo Joan Widiker, una residente de tercer año, que en ese momento dirigía el servicio de consultas psiquiátricas y que sintió inmediata simpatía por Cassi.

—Te aseguro que no me gustaría tener que repetirlas —admitió Cassi. En realidad se negó rotundamente a hablar conmigo, salvo para decirme lo que pensaba de la psiquiatría y los psiquiatras. Lo que sí hizo fue pedirme un cigarrillo, y yo se lo di, pensando en que quizá lo relajaría, pero en lugar de fumárselo, empezó a apretar el extremo encendido contra su brazo. Antes de que pudiera ir en busca de ayuda, había conseguido hacerse seis quemaduras.

—Ese tipo es todo un personaje —afirmó Jacob—. Debiste haberme llamado, Cassi. ¿A qué hora llegó?

—A las dos de la madrugada —contestó Cassi.

—Retiro lo dicho —se retractó Jacob—. Hiciste exactamente lo que debías hacer.

Todos rieron, incluso Cassi. Allí, por fin, no percibía la competencia y hostilidad que habían marcado sus años de preparación. Y tampoco los comentarios en parte respetuosos y en parte llenos de celos que la rodeaban en el Boston Memorial desde que se casara con Thomas Kingsley. Cassi esperaba poderles devolver con creces el apoyo que le prestaban.

—De todos modos —continuó, tratando de organizar sus pensamientos—, el Sr. Bentworth o, más bien, el coronel Bentworth, del Ejército de los Estados Unidos, se presentó con una borrachera formidable, ansiedad difusa, alternada con fases de depresión, furia fulminante, tendencia a la automutilación y un historial clínico de internamientos previos cuyos papeles pesaban unos tres kilos y medio.

El grupo entero estalló en carcajadas.

—Uno de los méritos del coronel Bentworth es haber ayudado a entrenar a toda una generación de psiquiatras —aseguró Jacob.

—Tuve esa sensación —admitió Cassi—. Traté de leer las partes más importantes del historial clínico. Creo que es tan largo como Guerra y Paz. Pero, por lo menos, me evitó hacer el papel de tonta y emitir un diagnóstico arriesgado. Ha sido clasificado como una personalidad que sufre a veces breves períodos sicóticos.

—En el examen físico que le hice, descubrí que tenía múltiples contusiones en la cara y una pequeña laceración en el labio superior. Aparte de eso, su estado físico era normal, salvo las quemaduras que se acababa de hacer con el cigarrillo. Tiene leves cicatrices en ambas muñecas. Se negó a cooperar y a permitir que le hicieran un examen neurológico completo, pero no se veía desorientado en cuanto a tiempo, lugar y personas.

Como quiera que presentara los mismos síntomas que cuando fue internado la vez anterior, le suministré medio gramo de amotal sódico por vía intravenosa lenta, ya que antes se habían obtenido excelentes resultados con tal fármaco.

Casi inmediatamente, después de hablar, llamaron a Cassi por el altavoz.

Con un movimiento reflejo, empezó a ponerse de pie, pero Joan la contuvo diciendo que el empleado de recepción atendería la llamada.

—¿Te pareció que en el caso del coronel Bentworth se corría el riesgo de un suicidio? —preguntó Jacob.

—No lo creo —arriesgó Cassi, a sabiendas de que sus palabras no eran más que una suposición. Tenía plena conciencia de que sus posibilidades de estimar el riesgo del suicidio eran más o menos las mismas que las de cualquier hombre de la calle—. El hecho de quemarse con el cigarrillo fue, más bien, una muestra de comportamiento automutilatorio que de autodestrucción.

Jacob se volvió en su silla giratoria para mirar a Roxane, que llevaba en Clarkson Dos más tiempo que ninguno. Se le reconocía cierta autoridad. Ese era otro de los motivos por los que Cassi disfrutaba trabajando en psiquiatría. Allí no existía la estructura rígida que predominaba en el resto del hospital, con los cirujanos inamoviblemente en la cúspide. En Clarkson Dos, todos, médicos, enfermeras y ayudantes, formaban parte del equipo y se los respetaba por igual.

—Yo he tendido a ignorar esa distinción —replicó Roxane—, pero supongo que existe una diferencia. Sin embargo, debemos tener cuidado. El coronel es un hombre sumamente complejo.

—¡Eso es decir poco! —Exclamó Jacob—. El sujeto hizo una carrera meteórica en el Ejército, sobre todo durante sus múltiples giras de servicio por Vietnam. Hasta fue condecorado varias veces; pero al analizar su trayectoria militar, tuve la impresión de que en cada batalla perdió un número desproporcionado de hombres. Sus problemas psiquiátricos no afloraron hasta que alcanzó su actual grado de coronel. Es como si el éxito lo hubiese destruido.

—Volviendo al problema del riesgo de suicidio —dijo Roxane, dirigiéndose a Cassi—, lo más preocupante me parece su profunda depresión.

—No se trataba de una depresión típica —aventuró Cassi, a sabiendas de que caminaba sobre terreno resbaladizo—. Dijo que más que triste se sentía vacío. En un instante se mostraba deprimido, y al siguiente estallaba en un ataque de furia y de agresiones verbales. Algo realmente contradictorio.

—¡Bueno, allá vamos! —exclamó Jacob. Era una de sus frases favoritas—. Si hubieras tenido que elegir una palabra para definir a un paciente de ese tipo, creo que «contradictorio» sería la más apropiada.

Cassi aceptó el elogio con alegría. Había tenido muy pocas oportunidades de alimentar su propia estimación durante la semana anterior.

—Muy bien —comentó Jacob—. Veamos, ¿cuáles son tus planes respecto al coronel Bentworth?

La euforia de Cassi se evaporó. Entonces habló uno de los residentes.

—Creo que Cassi debería tratar de que el sujeto dejara de fumar.

El grupo estalló en carcajadas, y la tensión de Cassi desapareció.

—Mis planes respecto al coronel Bentworth son… —Hizo una pausa—. Que no tendré más remedio que leer mucho durante el fin de semana.

—Me parece bien —concluyó Jacob—. Mientras tanto, te recomendaría que le prescribieras tranquilizantes fuertes durante unos días. Estos tipos no reaccionan bien a los tratamientos prolongados, pero los necesitan durante las fases psicóticas transitorias. Bueno, veamos, ¿qué más sucedió anoche?

Tomó la palabra Susan Cheaver, una de las enfermeras de psiquiatría. Con su habitual eficacia, sintetizó todos los acontecimientos significativos que se produjeron desde las últimas horas de la tarde anterior. El único suceso fuera de lo común había sido una agresión física sufrida por una paciente llamada Maureen Kavenaugh. El marido había ido a hacerle una de sus raras visitas. El encuentro pareció transcurrir bien durante un rato, pero después intercambiaron palabras coléricas, y el Sr. Kavenaugh propinó a su mujer una serie de fuertes bofetadas. El episodio tuvo lugar en la sala de visitas y afectó mucho al resto de los internados. Fue necesario apaciguar al Sr. Kavenaugh y obligarlo a retirarse. A la mujer se le dieron sedantes.

—He hablado con el marido varias veces —dijo Roxane—. Es un camionero y no comprende el estado en que se encuentra su mujer.

—¿Y qué sugieres que hagamos? —preguntó Jacob.

—Creo que conviene alentar las visitas del Sr. Kavenaugh pero con la condición de que alguien permanezca constantemente con ellos. No creo que Maureen pueda ser dada de alta a menos que él colabore de alguna manera en la terapia, y me parece que va a ser difícil conseguir que coopere.

Mientras todo el equipo psiquiátrico participaba en la conversación, Cassi observaba y escuchaba. Después de que Susan terminara con su informe, cada uno de los residentes tuvo oportunidad de hablar sobre sus pacientes. Más tarde le tocó el turno a la asistenta social de psiquiatría. Por fin, el doctor Levine preguntó si había algún otro problema. Nadie contestó.

—Muy bien —dijo, dando por terminada la reunión—, los veré a todos durante la ronda de la tarde.

Cassi no se levantó en seguida. Cerró los ojos y respiró hondo.

La ansiedad provocada por aquella reunión le había hecho olvidar lo extenuada que estaba, pero una vez que había pasado la excitación, el cansancio la ahogaba. Sólo había podido dormir tres horas. Y para ella, el descanso era importante. Le habría gustado apoyar la cabeza sobre el brazo y quedarse dormida allí mismo sobre la mesa de reuniones.

—Debes de estar molida —dijo Joan Widiker, apoyando una mano sobre el brazo de Cassi. Fue un gesto cálido y tranquilizador.

Cassi hizo un esfuerzo por sonreír. Joan se interesaba sinceramente por los demás. Y más que nadie, se había esforzado por conseguir que la primera semana como residente de psiquiatría le resultara a Cassi lo más llevadera posible.

—Sobreviviré —contestó Cassi. Después agregó—: Por lo menos, eso espero.

—No te preocupes, lo lograrás —aseguró Joan—. En realidad, esta mañana has hecho un buen papel.

—¿Lo crees en serio? —preguntó Cassi.

En sus ojos color avellana brilló una expresión más animada.

—Estoy convencida —afirmó Joan—. Hasta has conseguido que Jacob te pondere. Le ha gustado que definas al coronel Bentworth como una persona contradictoria.

—No me lo recuerdes —dijo Cassi con expresión desolada—. La verdad es que no reconocería a una personalidad fronteriza, a un borderline, aunque estuviera sentada con ella a la misma mesa.

—Posiblemente —convino Joan—. Pero a muchos les pasaría lo mismo, siempre que el enfermo no tuviera en ese momento una crisis psicótica. Las personalidades fronterizas, por lo general, están bastante bien compensadas. Y, si no, fíjate en el caso de Bentworth. Es coronel del Ejército.

—Eso también me confundió —confesó Cassi—. Fue otro detalle contradictorio.

—Bentworth es capaz de confundir a cualquiera —aseguró Joan, apretando el brazo de Cassi con gesto amistoso—. Ven, vamos a la cafetería. Te invito a un café. Por tu aspecto, juraría que te hace falta.

—¡Ya lo creo que me hace falta! Pero no sé si debería perder tanto tiempo.

—Ordenes del médico —dijo Joan, poniéndose de pie—. Bentworth fue paciente mío cuando yo era residente de primer año, y viví una experiencia idéntica a la tuya. Así que sé cómo te sientes —agregó mientras caminaban por el corredor.

—¿En serio? —Repuso Cassi, alentada—. No he querido reconocerlo durante la reunión, pero el coronel Bentworth me resultó atemorizante.

Joan asintió.

—Mira, Bentworth es un problema. Es perverso e inteligente. De alguna manera, sabe exactamente cómo tratar a las personas: siempre les descubre el punto débil. Esa habilidad, combinada con sus furias repentinas y su hostilidad, puede resultar demoledora.

—Me hizo sentir completamente inútil —confesó Cassi.

—Como psiquiatra —acotó Joan.

—Como psiquiatra —convino Cassi—. Pero eso es lo que se supone que soy. Tal vez pueda leer algo sobre algún caso similar…

—Hay muchísima bibliografía. Pero esto se parece a lo que nos sucede cuando aprendemos a andar con bicicleta. Uno puede leer durante años todo lo que se haya escrito acerca de las bicicletas, pero cuando, finalmente, tratas de llevar la teoría a la práctica, no sabes mantener el equilibrio. La psiquiatría es tanto una cuestión de práctica como de conocimientos. Vamos a tomar ese café.

Cassi vaciló.

—Creo que tendría que ponerme a trabajar.

—En este momento no tienes citado a ningún paciente. ¿Verdad?

—No, pero…

—Entonces, vamos a tomar ese café.

Joan la tomó de un brazo y empezaron a caminar de nuevo. Cassi se dejó llevar. Tenía ganas de pasar un rato con Joan. Le resultaba alentador e instructivo a la vez. Quizá después de una noche de descanso, Bentworth se mostraría dispuesto a conversar.

—Deja que te comunique algo sobre Bentworth —dijo Joan como si le hubiera leído el pensamiento—. Todos los médicos que conozco y que lo han tratado, incluyéndome a mí, hemos tenido la seguridad de poder curarlo. Pero los borderlines en general, y el coronel Bentworth en particular, no se curan. Quizá con el tiempo puedan quedar algunos mejor compensados, pero no se curan.

Cuando pasaron frente a la sala de guardia de las enfermeras, Cassi entregó el historial clínico de Bentworth y preguntó quién la había llamado.

—El doctor Robert Seibert —informó una de las asistentes—. Dijo que se comunicara con él lo antes posible.

—¿Quién es el doctor Seibert? —preguntó Joan.

—Un residente de Patología.

—«Lo antes posible» quiere decir que será mejor que lo llames en seguida —le aconsejó Joan.

—¿No te importa?

Joan meneó la cabeza y Cassi rodeó el mostrador para utilizar el teléfono que estaba junto al armario de historiales clínicos.

Roxane se acercó a Joan.

—Es una buena chica —afirmó la enfermera—. Creo que será un elemento positivo para este departamento.

Joan asintió, y ambas estuvieron de acuerdo en que la inseguridad y ansiedad que demostraba Cassi eran el resultado de su responsabilidad y dedicación.

—Sin embargo, esa muchacha me preocupa un poco —agregó Roxane—. Parece especialmente vulnerable.

—Todo irá bien —aseguró Joan—. Además, no puede ser demasiado débil, si se tiene en cuenta que está casada con Thomas Kingsley.

Roxane sonrió y se alejó por el corredor. Era una negra alta y elegante, que inspiraba respeto por su capacidad intelectual y su distinción. Mucho antes de que aquel peinado se pusiera de moda, se hacía ya trencitas en el pelo.

Mientras Cassi colgaba el auricular, Joan la estudió atentamente. Roxane tenía razón. Cassi tenía un aspecto delicado.

Quizá se debiera a su tez pálida, casi transparente. Era delgada, pero llena de gracia, y medía apenas un metro cincuenta y cinco.

En su pelo fino había hebras de distintos tonos que iban del cobrizo al rubio, según el ángulo desde el que se la mirara y los reflejos de la luz. Durante el trabajo, lo llevaba peinado hacia arriba y sujeto con peinetas y horquillas. Pero, al ser muy fino, siempre tenía mechones caídos, que le enmarcaban el rostro. Sus facciones eran pequeñas y delicadas, y sus ojos, levemente rasgados, le conferían un aire algo exótico. Se maquillaba poco, lo cual le daba un aspecto muy juvenil e impedía que se notaran los veintiocho años que realmente tenía. Aunque hubiese estado levantada casi toda la noche, su ropa estaba siempre impecable, y aquel día se había puesto una de sus múltiples blusas blancas de cuello alto. Joan opinaba que Cassi parecía surgida de una antigua fotografía victoriana.

—En lugar de ir a tomar un café —dijo Cassi con entusiasmo—, ¿por qué no me acompañas unos minutos a Patología?

—¡Patología! —repitió Joan con cierta renuencia.

—Estoy segura de que allí nos ofrecerán café —aseguró Cassi, como si con eso pudiera vencer las reticencias de Joan—. ¡Vamos! Creo que te resultará interesante.

Joan se dejó conducir por el corredor principal hasta la pesada puerta a prueba de incendios, que comunicaba con el cuerpo principal del hospital. En Clarkson Dos no existían puertas cerradas. Era un pabellón «abierto». A gran parte de los pacientes se les prohibía abandonar el piso, pero el cumplimiento de tal orden quedaba encomendado a la responsabilidad de cada uno. Ellos sabían que si transgredían las reglas, corrían el riesgo de ser enviados al Hospital del Estado. Allí el ambiente era muy distinto y mucho menos agradable.

Cuando se cerró la puerta a sus espaldas, Cassi tuvo una sensación de alivio. En violento contraste con el pabellón de psiquiatría, allí, en el cuerpo principal del hospital, resultaba fácil distinguir entre los médicos y las enfermeras y los pacientes. Los médicos usaban batas o chaquetas blancas; las enfermeras, sus blancos uniformes; y los pacientes, sus clásicas batas. En cambio, en Clarkson Dos todo el mundo usaba ropa de calle.

Mientras se dirigían al ascensor, Joan interrogó a su amiga.

—¿Qué tal lo pasaste como residente en Patología? ¿Te gustaba?

—Me encantaba —contestó Cassi.

—Espero que no tomes como un insulto lo que te voy a decir —advirtió Joan riendo—. Pero no te pareces a ninguno de los patólogos que conozco.

—Esa es la historia de mi vida. Antes, nadie podía creer que fuese estudiante de Medicina, después dijeron que parecía demasiado joven como para ser médica, y anoche el coronel Bentworth me dijo amablemente que no parecía psiquiatra. Y tú, ¿qué crees que parezco?

Joan no contestó. La verdad era que Cassi más bien parecía bailarina o modelo que médica.

Se unieron a las personas que esperaban frente a los ascensores de Scherington, el edificio principal del hospital. Había sólo seis ascensores, un tremendo error arquitectónico. A veces se veía uno obligado a esperar diez minutos un ascensor, que, además, paraba en todos los pisos.

—¿Por qué se te ocurrió pedir el pase de patología a psiquiatría? —preguntó Joan. En cuanto formuló la pregunta, se arrepintió—. No es necesario que me contestes. No quiero ser curiosa. Supongo que ha surgido la psiquiatra que hay en mí.

—No te preocupes —contestó Cassi con tranquilidad—. Y además, es muy simple. Padezco diabetes desde la infancia. Al elegir mi especialidad, no tuve más remedio que considerar esa realidad. He tratado de ignorarla, pero es todo un problema.

El candor de Cassi aumentó la incomodidad de Joan. Pero, por incómoda que se sintiera, pensó que sería peor no responderle con la misma honestidad.

—En tales circunstancias, creo que la patología habría sido una excelente elección.

—Yo también lo creí al principio. Pero, desgraciadamente, el año pasado empecé a tener problemas visuales. En realidad, ahora sólo consigo distinguir la luz y la oscuridad con el ojo izquierdo. Estoy segura de que conoces bien el tema de la retinopatía diabética. No soy pesimista, pero sí llegara a suceder lo peor, siempre podría practicar la psiquiatría, aunque me quedara ciega, cosa que no sucede en el caso de la patología. Vamos, será mejor que tomemos ese primer ascensor.

La multitud las empujó hacia dentro. La puerta se cerró, y empezaron a ascender.

Hacía años que Joan no se sentía tan mortificada, pero no quiso soslayar el tema.

—¿Cuánto hace que tienes diabetes? —preguntó.

Aquella pregunta tan simple hizo que los pensamientos de Cassi retrocedieran en el tiempo. Recordó cuando tenía ocho años, edad en que su vida empezó a cambiar. Hasta ese momento, siempre le había gustado el colegio. Era una criatura entusiasta, siempre vivía deseando tener experiencias nuevas. Pero cuando estaba en tercer grado, todo cambió. Hasta entonces, siempre estaba lista antes de hora para ir al colegio; a partir de ese momento, su madre se veía obligada a darle prisa. Perdió su capacidad de concentración, y la maestra empezó a mandarle notas a su madre. Uno de los problemas centrales que no había llamado la atención de nadie, ni siquiera de la misma Cassi, era que había de ir al baño cada vez con más frecuencia. Después de cierto tiempo, la Señorita Rossi, su maestra, empezó a negarse a darle permiso a veces para salir de clase, pues sospechaba que utilizaba sus viajes a los servicios para eludir el trabajo. Cuando esto sucedía, Cassi experimentaba el terrible sentimiento de que podía perder el control de la vejiga. En su mente se imaginaba cómo serían las cosas si tenía «un accidente», y su orina empezaba a gotear del asiento y a extenderse por el suelo bajo el pupitre. El temor se convertía en cólera, y la cólera se transformaba en ostracismo. Sus compañeros comenzaron a burlarse de ella.

En su casa, una noche se orinó en la cama, y ello sorprendió e impresionó tanto a Cassandra como a su madre. La Sra. Cassidy pidió una explicación, pero Cassandra no se la supo dar y, en realidad, estaba igualmente consternada. Cuando el Sr. Cassidy sugirió que se consultara al médico de la familia, su esposa manifestó que la mortificaría recurrir a aquello, pues estaba convencida de que el asunto obedecía a un trastorno de conducta.

A la chica le impusieron varios castigos, pero no dieron resultado. Lo único que consiguieron fue exacerbar el problema.

Cassi empezó a tener berrinches y rabietas, perdió los pocos amigos que le quedaban y permaneció cada vez más tiempo encerrada en su cuarto. Entonces, la Sra. Cassidy empezó a considerar la necesidad de consultar a su psiquiatra infantil.

El problema se definió a principios de primavera. Cassi recordaba vívidamente aquel día. Apenas media hora después de un recreo, empezó a experimentar una sensación de presión en la vejiga, y sed. Anticipando que la Señorita Rossi no le daría permiso para ir al baño tan poco tiempo después del recreo, intentó en vano esperar que acabara la clase. Se movió y removió en su asiento, y apretó los puños. Tenía la boca tan seca que no conseguía tragar y, a pesar de todos sus esfuerzos, notó que se le escapaba un pequeño chorro de orina.

Aterrorizada, se acercó de puntillas a la mesa de la Señorita Rossi, y le pidió que le permitiera ir al baño. La maestra, sin mirarla siquiera, le ordenó que regresara a su asiento. Cassi se volvió llena de decisión y se dirigió a la puerta. La Señorita Rossi la vio abrirla y levantó la mirada.

Cassi corrió al baño, con la Señorita Rossi pisándole los talones.

Antes de que la maestra la alcanzara, se había bajado los panties y subido el vestido. Aliviada, la niña tomó asiento en la taza del aseo. La Señorita Rossi se situó frente a ella, en jarras, aguardando, con una expresión que pretendía significar: «será mejor que orines, porque, si no…».

Cassi orinó. Empezó a hacerlo y siguió durante un tiempo que se antojó increíblemente largo. El airado semblante de la Señorita Rossi se suavizó.

—¿Por qué no lo haces durante el recreo? —preguntó la maestra.

—Ya oriné entonces —contestó Cassi, lastimera.

—No te creo —replicó la Señorita Rossi—. No puedo creerte. Esta tarde, cuando se acabe la clase, las dos vamos a ir al despacho del Sr. Jankowski.

De nuevo en el aula, la Señorita Rossi hizo que Cassi se sentara cerca de ella. Cassi aún podía recordar el malestar que la invadió. En primer lugar, apenas podía ver la pizarra. Después sintióse muy extraña, y creyó que iba a vomitar. Pero no lo hizo.

En vez de eso, se desmayó. Al recobrar el conocimiento, Cassi comprobó que se hallaba en el hospital. Su madre estaba inclinada sobre ella y le dijo que padecía de diabetes.

Cassi volvió al presente y miró a Joan.

—Me hospitalizaron cuando tenía nueve años —dijo Cassi apresuradamente, confiando en que Joan no hubiese advertido que ella había estado abstraída recordando el pasado—. Entonces establecieron mi diagnóstico.

—Aquella época debió de ser muy penosa para ti… —dijo Joan.

—No me fue tan mal —repuso Cassi—. En cierto sentido, supuso un alivio saber que los síntomas que yo había padecido tenían una base fisiológica. Y una vez los doctores me hubieron sometido al tratamiento con insulina, me encontré mucho mejor. Cuando llegué a la adolescencia, incluso me acostumbré a ponerme yo misma dos inyecciones al día. ¡Ah, ya llegamos!

—Y Cassi indicó a Joan, con un gesto, que debían bajar del ascensor.

—Te admiro —comentó Joan en tono sincero—. Dudo que yo hubiera sido capaz de estudiar Medicina, de haber tenido diabetes.

—Estoy segura de que lo habrías hecho —contestó Cassi, quitándole importancia al asunto—. Las personas somos más adaptables de lo que creemos.

Joan no estaba segura de estar de acuerdo, pero no dijo nada más.

—¿Y cómo lo toma tu marido? Después de haber conocido a varios cirujanos en mi vida, espero que sea comprensivo y que te apoye.

—Por supuesto que es comprensivo —aseguró Cassi, pero Joan, con su mente tan analítica, consideró que su amiga había contestado con demasiada rapidez.

Patología era un mundo en sí mismo, completamente distinto y separado del resto del hospital. En su calidad de residente de psiquiatría, Joan no había visitado el departamento en los dos años de su permanencia en el Boston Memorial. Estaba preparada para encontrarse con un lugar oscuro, tipo siglo XIX, parecido al departamento de Patología de su Facultad, con despachos desvencijados, de anaqueles de vidrio llenos de frascos redondos que contenían órganos humanos sumergidos en un formol amarillento. En cambio, se encontró en un blanco mundo del futuro, compuesto de azulejos, formica, acero inoxidable y vidrio. No había especimenes a la vista, ni desorden, ni olores repulsivos. A la entrada, varias secretarias con audífonos escribían a máquina los datos con que alimentarían a las computadoras. A la izquierda estaban las oficinas, y en el centro, una larga mesa de fórmica sobre la que se veían varios microscopios de doble cabezal.

Cassi condujo a Joan a la primera oficina, donde un joven impecablemente vestido se puso en pie de un salto y recibió a Cassi con un gran abrazo, muy poco profesional. Después la alejó de sí para poder verla bien.

—¡Magnífico! ¡Qué buen aspecto tienes! —exclamó—. Pero, vamos a ver. No te habrás teñido el pelo, ¿verdad?

—Estaba convencida de que lo notarías —comentó Cassi, riendo—. Nadie más se ha dado cuenta.

—¿Cómo no lo voy a notar? Y esa blusa es nueva. ¿La compraste en «Lord y Taylor»?

—No, en «Saks».

—Es maravillosa. —Tocó la tela—. Puro algodón. ¡Preciosa!

—¡Ah, perdón! —Exclamó Cassi, recordando la presencia de Joan—. Esta es Joan Widiker. Robert Seibert, residente de segundo año de Patología.

Joan estrechó la mano que le tendía Robert. Le gustó la sonrisa franca y simpática del patólogo. Los ojos del muchacho brillaban, y Joan tuvo la sensación de haber sido instantáneamente examinada.

—Robert y yo estuvimos juntos en la Facultad —explicó Cassi, mientras Robert volvía a rodearle los hombros con un brazo—. Y después, por pura casualidad, los dos terminamos aquí, en el Boston Memorial, para cumplir nuestro primer año de internado en Patología.

—Parecéis hermanos —comentó Joan.

—Nos lo ha dicho mucha gente —contestó Robert, a quien obviamente le había resultado agradable el comentario—. Desde el principio, Cassi y yo sentimos una inmediata afinidad por muchos motivos, incluyendo el hecho de que los dos hemos padecido graves enfermedades infantiles. Cassi tuvo diabetes, y yo, fiebre reumática.

—Y a los dos nos aterra la cirugía —agregó Cassi, después de lo cual ambos prorrumpieron en carcajadas.

Joan supuso que se trataría de una broma secreta de ambos.

—En realidad, el caso no es tan gracioso —precisó Cassi—. En lugar de apoyarnos mutuamente, cada uno ha terminado por aterrorizar más al otro. Se supone que Robert tiene que sacarse la muela del juicio, y a mi me tienen que operar para eliminar la hemorragia que tengo en el ojo izquierdo.

—Ahora que estoy mentalizado —comentó Robert con tono desafiante—, me las haré sacar en cualquier momento.

—Ver para creer —contestó Cassi, riendo.

—Ya lo verás —aseguró Robert—. Pero, ahora, ¡manos a la obra! No he querido empezar la autopsia hasta que tú llegaras. Pero antes prometí llamar al residente que trató de reanimar al paciente.

Robert se acercó a la mesa y tomó el teléfono.

—¡Una autopsia! —susurró Joan, alarmada—. No contaba con presenciar una autopsia. No sé si seré capaz.

—Tal vez valga la pena —dijo Cassi con toda inocencia, como si presenciar una autopsia fuese algo que la gente hiciera por simple diversión—. Mientras fui residente de Patología, Robert y yo nos interesamos por una serie de casos que clasificamos con el rótulo de MQR: muertes quirúrgicas repentinas. Encontramos varios pacientes de cirugía cardiovascular que murieron menos de una semana después de la operación, aunque casi todos tenían un postoperatorio favorable, en la autopsia, no pudimos descubrir ninguna causa anatómica que les causara la muerte.

Puede resultar comprensible que haya algunos casos como esos, pero contando los que hemos encontrado en los registros de los últimos diez años, suman diecisiete. El caso del paciente a quien Robert le va a hacer la autopsia ahora, podría ser el número dieciocho.

Robert cortó la comunicación e informó de que Jerry Donovan bajaría en seguida, y que, mientras tanto, las invitaba a un café. Antes de que tuvieran oportunidad de beberlo, llegó Jerry como una tromba. Lo primero que hizo fue abrazar a Cassi. Joan no salía de su asombro. Cassi parecía ser amiga de todo el mundo. Después, Jerry dio palmaditas a Robert en la espalda.

—Gracias por llamarme —dijo.

Robert hizo un gesto de dolor ante las entusiastas palmadas del residente, pero se forzó a sonreír.

Joan observó que Jerry iba vestido como todos los internos del hospital. Su bata blanca, arrugada y llena de manchas, le colgaba de un lado a causa del peso de la voluminosa libreta negra que tenía en el bolsillo. En los pantalones, a la altura de los muslos, se veían gotitas de sangre. Al lado de Robert, Jerry parecía el mozo de limpieza de una carnicería.

—Jerry estuvo con nosotros en la Facultad —explicó Cassi—. Sólo que él estaba más adelantado.

—Una distinción que todavía sigue siendo dolorosamente evidente —bromeó Jerry.

—Vamos —propuso Robert—. Hace un rato que nos tienen reservada una sala de autopsias.

Robert salió primero, seguido por Joan. Jerry se hizo a un lado para dejar paso a Cassi, y después la alcanzó.

—¿A que no adivinas a quién tuve el placer de ver trabajar anoche? —preguntó mientras pasaban junto a la mesa de los microscopios.

—No sé. ¿A quién? —contestó Cassi, esperando una respuesta humorística de su amigo.

—¡A tu marido! Al doctor Thomas Kingsley.

—¿En serio? —Exclamó Cassi—. ¿Y qué hacía un clínico como tú en la sala de operaciones?

—No estuve en la sala de operaciones, sino en el piso de cirugía, tratando de reanimar al paciente al que le vamos a hacer la autopsia. Tu marido acudió a la llamada de emergencia. Me impresionó. Creo que jamás he visto a un hombre tan decidido. Abrió de un tajo el pecho del hombre y le hizo un masaje cardíaco. Me quitó el aliento. Dime, ¿también es tan impresionante en tu casa?

Cassi miró a Jerry de soslayo. Si ese comentario lo hubiera hecho cualquier otro, ella probablemente habría contestado de mala forma. Pero esperaba una broma y se la había hecho. Entonces, ¿para qué discutir? Decidió dejarlo así.

Ignorando la reacción negativa de Cassi, Jerry siguió con el tema.

—Lo que más me impresionó no fue que abriera el pecho del paciente, sino más bien que tomó la decisión de hacerlo. Era tremendamente irreversible. No sé cómo puede alguien ser capaz de tomar una decisión así. Yo me torturo cada vez que tengo que decidir si darle o no antibióticos a un enfermo.

—Los cirujanos se acostumbran a este tipo de cosas —contestó Cassi—. La necesidad de tomar esas decisiones se convierte para ellos en una especie de estimulante. En cierto sentido, disfrutan al hacerlo.

—¿Dices que disfrutan? —Repitió Jerry con incredulidad—. Me cuesta creerlo, pero supongo que así debe de ser; de lo contrario no serían cirujanos. Quizá la diferencia más importante entre un clínico y un cirujano sea la capacidad de tomar decisiones irreversibles.

Al entrar en la sala de autopsias, Robert se puso guantes de goma y un delantal de goma negra. Los demás rodearon al cadáver, con el pecho todavía abierto. Los bordes de la herida se habían ennegrecido y secado. Aparte una sonda endotraqueal, que le surgía de la boca, el rostro del muerto tenía una expresión serena. Sus ojos habían sido misericordiosamente cerrados.

—Diez a uno a que fue una embolia pulmonar —dictaminó Jerry, muy seguro de sí mismo.

—Apuesto un dólar que no —contestó Robert, colocando a la altura conveniente un micrófono que colgaba del techo y que el patólogo accionaba por medio de un pie—. Tú mismo me dijiste que en los primeros momentos el paciente estaba cianótico. No creo que encontremos embolia. En realidad, si lo que presiento es cierto, no vamos a encontrar nada.

Al iniciar el examen, Robert comenzó a hablar frente al micrófono.

—Se trata de hombre, bien desarrollado y nutrido, que pesa aproximadamente setenta y cinco kilos, mide un metro setenta y ocho y que representa la edad declarada de cuarenta y dos años…

Mientras Robert continuaba describiendo las otras evidencias visibles de la operación a la que había sido sometido Bruce Wilkinson, Joan miró fijamente a Cassi, quien tomaba café con toda tranquilidad. Joan bajó los ojos y los clavó en su taza. La sola idea de beberlo le daba náuseas.

—¿Y todos esos casos MQR han sido iguales? —preguntó Joan, tratando de no mirar la mesa donde Robert iba poniendo escalpelos, tijeras y serruchos antes de lanzarse a la tarea de eviscerar el cadáver.

Cassi negó con la cabeza.

—No. Algunos estaban cianóticos, como este; otros parecían haber muerto de un paro cardíaco: algunos, por obstrucción respiratoria, y otros, por convulsiones.

Robert comenzó a trazar la habitual incisión, en forma de Y, de las autopsias, empezando por los hombros y uniéndola a la incisión que el cadáver tenía en el pecho. Joan oía el ruido del bisturí contra la estructura ósea.

—¿Y qué hay del tipo de cirugía? —preguntó Joan. Oyó el crujido de costillas al partirlas y cerró los ojos.

—Todos habían sido sometidos a operaciones a corazón abierto, pero no necesariamente por el mismo problema. Hemos controlado la anestesia, la duración del tiempo de bombeo y si se utilizó o no hipotermia. No encontramos correlación alguna. Esa ha sido la parte más frustrante del asunto.

—Bueno, ¿y porqué intentar relacionar esos casos?

—Esa es una buena pregunta —respondió Cassi—. Supongo que tiene que ver con la típica mentalidad del patólogo. Cuando uno ha hecho una autopsia, es muy poco satisfactorio no encontrar la causa definida de la muerte. Y resulta desmoralizador que se presenten una serie de casos parecidos. El hecho de resolver un problema es lo que hace que un patólogo se sienta útil. Involuntariamente, Joan fijó los ojos un instante en la mesa.

Daba la sensación de que Bruce Wilkinson hubiera tenido una muerte relámpago y que, al abrirlo, su parte interior hubiera quedado al descubierto. La piel y las estructuras subcutáneas del pecho y del tórax habían sido dobladas como las hojas de un libro gigantesco. Joan sintió que perdía el equilibrio.

—Es importante descubrir la verdad —continuó diciendo Cassi, sin darse cuenta del mal rato que pasaba Joan—. Si uno llega a descubrir alguna causa de muerte que sea posible evitar, ello redunda en beneficio de los futuros pacientes. Y, en este caso, hemos descubierto una tendencia alarmante. Los pacientes iniciales parecían personas de mucha más edad y estaban más graves. En realidad, la mayoría se encontraba en un estado de coma irreversible. Pero, últimamente, tienen menos de cincuenta años y, por lo general, son personas más saludables, como el Sr. Wilkinson. ¿Qué pasa, Joan? —Cassi se había dado vuelta y, por fin, advirtió que su amiga estaba a punto de desmayarse.

—Esperaré fuera —dijo Joan. Se dio la vuelta y se dirigió a puerta, pero Cassi la cogió por un brazo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Cassi.

—Me repondré en seguida —contestó Joan—. Sólo necesito sentarme. —Salió por la puerta de acero inoxidable.

Cassi se disponía a seguirla, cuando Robert la llamó para que viera algo. Le señaló hacia una contusión de forma rectangular en la superficie del corazón.

—¿Qué opinas de esto? —preguntó Robert.

—Probablemente, será causa de los intentos de hacerlo volver a la vida —respondió Cassi.

—Al menos, en esto estamos de acuerdo —dijo Robert, al tiempo que dirigía su atención al sistema respiratorio y a la laringe. Hábilmente, abrió los conductos respiratorios—. No se aprecia obstrucción alguna. Si la hubiera habido, ello hubiera explicado la intensa cianosis.

Jerry lanzó un gruñido y dijo:

—Va a ser una embolia pulmonar. Estoy seguro.

—No es una suposición correcta —replicó Robert, moviendo la cabeza.

Concentrando su atención en el cadáver, Robert examinó los principales vasos pulmonares y el propio corazón.

—Aquí están los vasos del by-pass cosidos en su sitio. —Se echó hacia atrás, para que Cassi y Jerry pudieran verlo. Cogiendo un escalpelo, Robert dijo—: Muy bien, doctor Donovan. Será mejor que me ponga su dinero encima de la mesa.

Robert se inclinó y abrió las arterias pulmonares. No había coágulos. A continuación, abrió el atrio derecho del corazón.

Aquí también la sangre se hallaba en estado líquido. Por último inspeccionó la vena cava. Notó cierta tensión mientras el escalpelo se introducía en los vasos, pero la sangre también era líquida. No había embolia.

—¡Mierda! —exclamó Jerry, disgustado.

—Me debes diez dólares —dijo Robert con cierta pedantería.

—¿Qué diablos ha podido matar a este tipo? —preguntó Jerry.

—No creo que lo vayamos a descubrir —contestó Robert—. Supongo que aquí tenemos el caso número dieciocho.

—Si encontramos algo, será, sin duda, en la cabeza —dijo Cassi.

—¿Por qué razón? —preguntó Jerry.

—Porque si el paciente estaba realmente cianótico —explicó Cassi—, y no hemos encontrado un impedimento circulatorio, el problema tiene que estar en el cerebro. El paciente dejó de respirar, pero el corazón siguió bombeando sangre sin oxígeno. De ahí la cianosis.

—¿Cómo era ese viejo dicho? —Preguntó Jerry—. Los patólogos lo saben todo y lo hacen todo, pero demasiado tarde.

—Olvidas la primera parte del dicho —corrigió Cassi—. Los cirujanos no saben nada, pero hacen de todo. Los internos lo saben todo, pero no hacen nada. Y entonces viene la parte de los patólogos.

—¿Y qué me dices de los psiquiatras? —preguntó Robert.

—¡Eso es fácil! —contestó Jerry, riendo—. ¡Los psiquiatras no saben nada ni hacen nada!

Robert terminó rápidamente la autopsia. El cerebro, que revisó cuidadosamente, parecía normal. No había señales de coágulo ni otra lesión.

—¿Y bien? —preguntó Jerry, observando los pliegues resplandecientes del cerebro de Bruce—. ¿Alguno de vosotros dos, genios, se le ocurre una idea brillante?

—A mí no se me ocurre nada —contestó Cassi—. Quizá Robert encuentre evidencia de un infarto.

—Aun así —replicó Robert—, eso no explicaría la cianosis.

—Es cierto —reflexionó Jerry, rascándose la cabeza—. Quizá la enfermera se haya equivocado. A lo mejor el tipo tenía simplemente un color ceniciento.

—Las enfermeras de cirugía cardiovascular son tremendamente competentes —aseguró Cassi—. Si dijeron que el paciente tenía un tono azul oscuro, puedes creer que tenía un tono azul oscuro.

—Entonces, renuncio —decidió Jerry sacando un billete de diez dólares y metiéndolo en el bolsillo de la bata de Robert.

—No es necesario que me pagues —protestó Robert—. Ha sido una broma.

—¡No digas tonterías! —Exclamó Jerry—. Si hubiese sido una embolia pulmonar, te habría cobrado. Se acercó al perchero donde había colgado su bata blanca.

—Te felicito Robert —dijo Cassi—. Por lo visto has encontrado tu caso número dieciocho, cifra que, comparada con el número de operaciones a corazón abierto que se han hecho durante los últimos diez años, se está convirtiendo en algo estadísticamente significativo. Creo que podrás llegar a escribir un trabajo con este asunto.

—¿Y por qué «yo»? —Preguntó Robert—. Supongo que lo escribiremos juntos.

Cassi negó con la cabeza.

—No, Robert. Desde el principio, todo esto ha sido idea tuya. Además, ahora que estoy en psiquiatría, no podré hacer mi parte del trabajo.

Robert parecía deprimido.

—¡Arriba ese ánimo! —exclamó Cassi—. Cuando publiquen tu trabajo, te alegrarás de no haber tenido que compartirlo con una psiquiatra.

—Tenía la esperanza de que el estudio de este asunto te hiciera venir aquí con frecuencia.

—¡No seas tonto! Vendré, especialmente cuando encuentres nuevos casos de MQR.

—¡Vamos, Cassi! —dijo Jerry con impaciencia.

Mantenía la puerta abierta con el pie.

Cassi dio un beso en la mejilla a Robert y salió presurosa. Al atravesar la puerta, Jerry intentó darle una juguetona palmada en el trasero. Pero Cassi no sólo logró esquivarla, sino que, al pasar, consiguió tirar de la corbata de Jerry.

—¿Dónde está tu amiga? —preguntó Jerry, cuando llegaron al vestíbulo del departamento de Patología. Seguía luchando por arreglarse la corbata.

—Probablemente esté en la oficina de Robert. Necesitaba sentarse un rato. Creo que la autopsia ha sido demasiado para ella.

Joan estaba descansando con los ojos cerrados. Al oírlos entrar, se puso de pie, temblorosa.

—Bueno, ¿qué habéis descubierto? —preguntó con aparente indiferencia.

—No mucho —contestó Cassi—. ¿Te sientes bien, Joan?

—Lo único que tengo es una herida mortal en mi amor propio. Debí de haber sabido que no podría soportar una autopsia.

—Lo siento muchísimo… —empezó a decir Cassi.

—¡No seas tonta! —interrumpió Joan—. He venido por mi propia voluntad. Pero, si habéis terminado, me gustaría que nos fuéramos cuanto antes.

Caminaron hasta los ascensores, pero Jerry decidió utilizar las escaleras, porque sólo tenía que bajar cuatro pisos. Las saludó con la mano antes de desaparecer.

—Te aseguro, Joan, que lamento haberte obligado a venir —dijo Cassi, volviéndose hacia su amiga—. Como residente de Patología, me he acostumbrado tanto a las autopsias, que he olvidado lo espantosas que pueden llegar a ser. Espero que no te hayas angustiado demasiado.

—Tú no me obligaste a venir —contestó Joan—. Además, mis remilgos son problema mío, no tuyo. Por eso estoy avergonzada. Después de cuatro años de Facultad, lo lógico habría sido que no me hubiera afectado. De todos modos, debería haber admitido mi debilidad y esperaros en la oficina de Robert. En cambio, me he portado como una tonta. No sé qué trataba de demostrar.

—Al principio, las autopsias me resultaban a mí también difíciles de tolerar, pero poco a poco me fui acostumbrando a ellas —explicó Cassi—. Es increíble, pero uno se acostumbra a cualquier cosa si esta se repite, sobre todo si consigue racionalizarla.

—Por supuesto —dijo Joan, ansiosa por cambiar de tema—. A propósito, te diré que tienes una increíble variedad de amigos. ¿Cuál es la historia de Jerry Donovan? ¿Está disponible?

—Creo que sí —contestó Cassi, volviendo a tocar el timbre del ascensor—. Cuando nos conocimos en la Facultad, estaba casado, pero después se divorció.

—Es una historia bastante común —comentó Joan.

—No sé si ahora sale con alguien en particular —agregó Cassi—. Pero podría averiguarlo. ¿Te interesa?

—No me importaría invitarlo a comer —contestó Joan con aire pensativo—. Pero sólo si estuviera segura de que intentaría seducirme en la primera salida.

El comentario de Joan provocó la carcajada de Cassi.

—Veo que lo has calado a la perfección.

—Es el típico médico macho —explicó Joan—. ¿Y Robert? —Joan bajó la voz cuando entraron en el ascensor—. ¿Es homosexual?

—Supongo que sí —contestó Cassi—. Pero nunca hemos hablado del asunto. Es tan buen amigo, que jamás me ha importado. En la Facultad tenía la costumbre de clasificar a los chicos con quienes salía, y hasta que conocí a mi marido, siempre le hice caso, porque Robert nunca se equivocaba. Pero debe de haber sentido celos de Thomas, porque nunca le tuvo simpatía.

—¿Y sigue opinando lo mismo? —preguntó Joan.

—No lo sé —contestó Cassi—. Ese es un tema del que jamás hemos hablado.