Mientras caminaba por Regent’s Park —a lo largo de un paseo que, de entre muchos, elegía siempre—, Jasper Gwyn tuvo de pronto la límpida sensación de que todo lo que hacía cada día para ganarse la vida había dejado de ser adecuado para él. Ya le había asaltado en otras ocasiones este pensamiento, pero nunca con semejante nitidez y tanta gracia.
De manera que, de vuelta en casa, se puso a escribir un artículo que luego imprimió, metió en un sobre y llevó en persona, atravesando toda la ciudad, hasta la redacción del Guardian. Allí lo conocían. Colaboraba con ellos esporádicamente. Preguntó si sería posible esperar una semana antes de publicarlo.
El artículo consistía en una lista de cincuenta y dos cosas que Jasper Gwyn se comprometía a no volver a hacer nunca más. La primera era escribir artículos para el Guardian. La decimotercera era asistir a encuentros con grupos de alumnos aparentando seguridad en sí mismo. La trigésima primera, dejar que le hicieran fotografías con la mano en la barbilla, pensativo. La cuadragésima séptima, esforzarse por ser cordial con colegas que en realidad lo despreciaban. La última era escribir libros. En cierto modo cerraba así la vaga rendija que podía haber dejado la penúltima: publicar libros.
Hay que decir que en ese momento Jasper Gwyn era un escritor bastante de moda en Inglaterra y discretamente conocido en el extranjero. Había comenzado doce años antes con una novela de intriga ambientada en el campo galés durante la época del thatcherismo: un caso de desapariciones misteriosas. Tres años después publicó una novela breve que narraba la historia de dos hermanas que se empeñaban en no volver a verse: durante un centenar de páginas intentaban hacer realidad su modesto deseo, sin embargo el asunto resultaba imposible. La novela terminaba con una magistral escena en un muelle, en invierno. Aparte de un pequeño ensayo sobre Chesterton y dos relatos publicados en sendas recopilaciones colectivas, la obra de Jasper Gwyn se cerraba con una tercera novela, de quinientas páginas. Era la serena confesión de un viejo tirador de esgrima olímpico, ex capitán de marina, ex presentador de programas radiofónicos de variedades. Estaba escrito en primera persona y se titulaba Sin luces. Empezaba con esta frase: «A menudo he reflexionado sobre la siembra y la cosecha».
Como mucha gente había señalado, las tres novelas eran tan diferentes entre sí que resultaba arduo reconocerlas como frutos de una misma mano. El fenómeno era bastante curioso pero no le impidió a Jasper Gwyn llegar a ser en poco tiempo un escritor reconocido por el público y respetado por gran parte de la crítica. Su talento para narrar era, por lo demás, indudable, y desconcertaba, en particular, la facilidad con que sabía meterse en la cabeza de las personas y reconstruir sus sentimientos. Parecía conocer las palabras que cada uno habría dicho, y pensar de manera anticipada los pensamientos de todos. No tiene nada de extraño que, en esos años, a muchos les pareciera razonable pronosticarle una brillante carrera.
Y, sin embargo, a la edad de cuarenta años Jasper Gwyn escribió para el Guardian un artículo en el que hacía una lista de cincuenta y dos cosas que a partir de ese día no volvería a hacer nunca más. Y la última era escribir libros.
Su brillante carrera había terminado ya.
La mañana en que apareció el artículo en el Guardian —con gran despliegue, en el suplemento dominical— Jasper Gwyn estaba en España, en Granada: le pareció oportuno, dadas las circunstancias, interponer entre él y el mundo cierta distancia. Había elegido un hotelito tan modesto que no tenía siquiera teléfono en la habitación, de manera que aquella mañana tuvieron que subir para avisarle de que había una llamada para él, abajo, en la entrada. Bajó en pijama y se acercó de mala gana a un viejo teléfono amarillo lacado, situado sobre una mesita de mimbre. Se colocó el auricular en la oreja y la voz que escuchó era la de Tom Bruce Shepperd, su agente.
—¿Qué es toda esta historia, Jasper?
—¿Qué historia?
—Las cincuenta y dos cosas. Las he leído esta mañana, me ha pasado el periódico Lottie, yo todavía estaba en la cama. Ha estado a punto de darme un síncope.
—Tal vez tendría que haberte avisado.
—No irás a decirme que va en serio. ¿Es una provocación, una denuncia, qué demonios es?
—Nada, es un artículo. Pero todo es verdad.
—¿En qué sentido?
—Pues quiero decir que lo escribí en serio: eso exactamente es lo que he decidido.
—¿Me estás diciendo que vas a dejar de escribir?
—Sí.
—¿Pero te has vuelto loco o qué?
—Oye, te tengo que dejar, ¿eh?
—Espera un momento, Jasper, tenemos que hablar del tema; si no hablas de esto conmigo, que soy tu agente…
—No tengo nada más que añadir: dejo de escribir y punto.
—¿Sabes lo que te digo, Jasper? ¿Me estás escuchando? ¿Sabes lo que te digo?
—Sí, te estoy escuchando.
—Pues entonces escúchame: yo esa frase ya la he oído docenas de veces, a mí me la han dicho una cantidad de escritores que tú ni siquiera te imaginas, se la he oído afirmar incluso a Martin Amis, ¿me puedes creer?, eso fue hace unos diez años, Martin Amis me dijo esas mismas palabras, exactamente: dejo de escribir, y se trata sólo de un ejemplo, pero podría darte una veintena, ¿quieres que te haga una lista?
—No creo que sea necesario.
—¿Y sabes lo que te digo? Ni uno de ellos lo ha dejado de verdad: eso de dejarlo es algo imposible.
—Vale, de acuerdo, pero ahora tengo que colgar, Tom.
—Ni uno.
—De acuerdo.
—Buen artículo, de todas maneras.
—Gracias.
—Un auténtico guijarro en el estanque.
—No me digas esa frase, por favor.
—¿Cómo dices?
—Nada. Tengo que dejarte.
—Te espero en Londres. ¿Cuándo vas a venir?, Lottie estaría encantada de volver a verte.
—Voy a colgar, Tom.
—Jasper, hermano mío, no hagas tonterías.
—Que cuelgo, Tom.
Pero esta última frase la dijo después de haber colgado, así que Tom Bruce Shepperd no la oyó.
En el hotelito español Jasper Gwyn permaneció, a gusto, sesenta y dos días. En el momento de pagar la cuenta, en los gastos suplementarios figuraban sesenta y dos tazas de leche fría, sesenta y dos copas de whisky, dos llamadas telefónicas, una abultada cuenta de lavandería (con ciento veintinueve conceptos) y el importe para la adquisición de un radio transistor —lo que puede darnos cierta luz acerca de sus inclinaciones.
Dada la distancia, y el aislamiento, durante toda su estancia en Granada Jasper Gwyn no tuvo que volver sobre el tema de su artículo salvo de forma ocasional, para sus adentros. Lo que le ocurrió un día fue que se encontró con una mujer joven, eslovena, con quien acabó entablando una agradable conversación en el jardín interior de un museo. Era brillante y se mostraba segura de sí misma, hablaba un discreto inglés. Le dijo que trabajaba en la Universidad de Liubliana, en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea. Se encontraba en España para llevar a cabo unas investigaciones: estaba trabajando en la historia de una mujer de la nobleza italiana que, a finales del siglo XIX, viajaba por Europa en busca de reliquias.
—Verá, el tráfico de reliquias, en aquella época, era el hobby de determinada aristocracia católica, le explicó.
—¿De verdad?
—La conoce poca gente, pero se trata de una historia fascinante.
—Cuéntemela.
Cenaron juntos, y durante los postres, tras haber charlado largo rato sobre tibias y falanges de mártires, la mujer eslovena empezó a hablar de sí misma, y en particular de lo muy afortunada que se sentía trabajando como investigadora, un trabajo que ella consideraba bellísimo. Añadió que, naturalmente, todo lo que «estaba en los alrededores de ese trabajo» era terrorífico: sus colegas, las ambiciones, la mediocridad, la hipocresía, todo. Pero dijo que, por lo que a ella concernía, cuatro pobres diablos no iban a ser suficientes para que cesaran sus ganas de estudiar y de escribir.
—Me alegra oír lo que dice, comentó Jasper Gwyn.
Entonces la mujer le preguntó a qué se dedicaba él. Jasper Gwyn titubeó un poco y al final acabó mintiendo a medias. Dijo que durante una docena de años había trabajado como decorador, pero que lo había dejado hacía dos semanas. A la mujer pareció contrariarle aquello y le preguntó cuál era la causa de que hubiera dejado un trabajo que parecía ser tan agradable. Jasper Gwyn hizo un vago gesto en el aire. Luego dijo una frase incomprensible.
—Un día me di cuenta de que ya no me importaba nada de nada, y de que todo me hería mortalmente.
La mujer pareció sentir curiosidad, pero Jasper Gwyn fue llevando con habilidad la conversación hacia otros temas, desplazándose lateralmente hacia la manía de poner moqueta en los cuartos de baño, y luego demorándose en la supremacía de las civilizaciones meridionales, debido a su conocimiento del significado exacto del término luz.
Ya muy tarde, aquella velada, se despidieron, pero lo hicieron tan lentamente que a la joven mujer eslovena le dio tiempo de encontrar las palabras adecuadas para decir que sería algo hermoso pasar la noche juntos.
Jasper Gwyn no estaba tan seguro de ello, pero la siguió hasta su habitación del hotel. Luego, misteriosamente, no resultó complicado mezclar en una cama española la prisa de ella con la cautela de él.
Dos días después, cuando la mujer eslovena se marchó, Jasper Gwyn le entregó una lista hecha por él de trece marcas de whisky escocés.
—¿Qué son?, preguntó ella.
—Nombres bonitos. Te los regalo.
Jasper Gwyn pasó en Granada dieciséis días más. Luego se marchó también él, dejando olvidados en el hotelito tres camisas, un calcetín desparejado, un bastón de paseo con empuñadura de marfil, un gel de ducha con sándalo y dos números de teléfono escritos con bolígrafo en la cortina de plástico de la ducha.
De regreso en Londres, Jasper Gwyn pasó los primeros días caminando por las calles de la ciudad de un modo prolongado y obsesivo, con la deliciosa convicción de que se había vuelto invisible. Comoquiera que había dejado de escribir, en lo más profundo de su corazón había dejado de ser un personaje público, no había razón para que la gente se fijara en él, ahora que volvía a ser una persona cualquiera. Empezó a vestirse sin cautela, y volvió a hacer un montón de pequeñas cosas sin que le rondara el pensamiento de aparecer presentable en el caso de que, repentinamente, un lector lo reconociera. La postura que adoptaba en la barra del pub, por ejemplo. Viajar en el autobús sin billete. Comer a solas en el McDonald’s. De vez en cuando alguien lo reconocía, y entonces él negaba ser quien era.
Había un montón de cosas más de las que ya no tenía que ocuparse. Era como uno de esos caballos que, tras quitarse de encima al jinete, retroceden, distraídos, con un trotecillo ligero, mientras que los demás siguen echando el corazón por la boca persiguiendo una meta y un determinado orden de llegada. La delicia de semejante estado de ánimo era infinita. Si se daba la circunstancia de que se topaba con un artículo de periódico o un escaparate de librería que le recordaban el combate del que acababa de retirarse, sentía que el corazón se le aligeraba, y respiraba una ebriedad infantil de sábado por la tarde. Hacía años que no se sentía tan bien.
También fue por esto por lo que tardó un tiempo en tomarle las medidas a su nueva vida, prolongando ese clima personal de vacaciones. La idea, madurada durante su estancia en España, era volver a desempeñar el oficio que tenía antes de publicar novelas. No sería nada difícil, ni tampoco desagradable. Veía en ello hasta cierta elegancia formal, una especie de movimiento estrófico, de balada. Nada, de todas formas, lo empujaba a precipitar ese regreso, puesto que Jasper Gwyn vivía solo, no tenía familia, gastaba poco y, en resumidas cuentas, por lo menos un par de años podría apañárselas tranquilamente sin tener siquiera que levantarse por las mañanas. De manera que pospuso el asunto, y se dedicó a gestos casuales y a prácticas pospuestas desde hacía tiempo.
Tiró los periódicos viejos. Cogía trenes hacia vagos destinos.
Lo que le ocurrió, de todas formas, fue que acabó echándosele encima, con el paso de los días, una singular forma de desasosiego que al principio le costó comprender y que sólo al cabo de un tiempo aprendió a reconocer: por muy molesto que le resultara admitirlo, echaba de menos el acto de escribir y el cotidiano cuidado con el que poner en orden pensamientos en la forma rectilínea de una frase. No se lo esperaba y fue algo que le hizo reflexionar. Era una especie de pequeña molestia que se le presentaba de nuevo cada día y que prometía ir empeorando. Así que, poco a poco, Jasper Gwyn empezó a preguntarse si no sería cuestión de considerar oficios marginales con los que le fuera posible practicar el ejercicio de la escritura sin que ello implicara, necesariamente, el retorno inmediato a las cincuenta y dos cosas que se había comprometido a no hacer nunca más.
Guías de viaje, se dijo. Pero sería necesario viajar.
Pensó en los que escribían manuales de instrucciones para electrodomésticos, y se preguntó si existiría todavía, en algún lugar del mundo, el oficio de escribir cartas a los que no eran capaces de hacerlo.
Traductor, pensó. ¿Pero de qué lengua?
Al final, la única cosa clara que se le pasó por la cabeza fue una palabra: copista. Le gustaría trabajar como copista. No era un oficio de verdad, se daba cuenta, pero había en esa palabra cierta reverberación que lo convencía. Y le hacía creer que buscaba algo que era preciso. En ese acto había cierto secretismo, y una paciencia de modos —una mixtura de modestia y solemnidad. No quería trabajar de otra cosa que no fuera eso: copista. Estaba convencido de que podría hacerlo a la perfección.
Intentando imaginar qué demonios, en la vida real, podía corresponderse con la palabra copista, Jasper Gwyn dejó que se le fueran echando encima, uno tras otro, un montón de días, de una forma aparentemente indolora. Casi no se dio cuenta de ello.
De vez en cuando le llegaban contratos para firmar, se referían a los libros que ya había escrito. Renovaciones, nuevas traducciones, adaptaciones para el teatro. Los dejaba todos sobre la mesa, y al final le quedó claro que nunca los firmaría. Con cierta turbación descubrió que no sólo no quería escribir más libros, sino que, en cierto modo, no quería ni siquiera haberlos escrito. Es decir, le había gustado hacerlo, pero no deseaba que de alguna forma sobrevivieran a su decisión de abandonar y, es más, le importunaba que se encaminaran, con una fuerza propia, a donde él se había comprometido a no volver a poner el pie nunca más. Empezó a tirar los contratos sin abrirlos siquiera. De vez en cuando Tom le pasaba cartas de admiradores que educadamente le daban las gracias por aquella determinada página, o por aquella historia en particular. Hasta eso lo ponía nervioso, y no dejaba nunca de ser consciente de que nadie hacía referencia a su silencio —no parecían estar informados del asunto. Un par de veces se tomó la molestia de contestar. Daba las gracias, por su parte, con palabras sencillas. Luego dejaba constancia de que había dejado de escribir, y se despedía.
Se dio cuenta de que a esas cartas nadie respondió.
Cada vez más a menudo, sin embargo, le volvía la necesidad de escribir, y la carencia de un cuidado cotidiano con el que poner en orden pensamientos en la forma rectilínea de una frase. De un modo instintivo, entonces, acabó compensando esa carencia con una liturgia privada suya, que no le pareció que careciera de cierta belleza: empezó a escribir mentalmente, mientras caminaba, o echado en la cama, con la luz apagada, esperando la llegada del sueño. Elegía palabras, construía frases. Podía darse la circunstancia de que estuviera días persiguiendo una idea, llegando a escribir en su cabeza páginas enteras, que luego le gustaba repetir, a veces en voz alta. Habría podido, de la misma manera, hacer crujir sus dedos, o repetir ejercicios gimnásticos, siempre los mismos. Era algo físico. Le gustaba.
En cierta ocasión le dio por escribir, de esa manera, una partida entera de póquer. Uno de los jugadores era un niño.
Le gustaba, en particular, escribir mientras esperaba en la lavandería, rodeado de tambores que daban vueltas, al ritmo de revistas hojeadas distraídamente sobre las piernas cruzadas de mujeres que no parecían abrigar ninguna ilusión que no estuviera relacionada con la delgadez de sus tobillos. Un día estaba escribiendo mentalmente un diálogo entre dos amantes en el que el hombre contaba que desde que era pequeño tenía la curiosa facultad de soñar con las personas sólo cuando dormía junto a ellas, exactamente mientras dormía con ellas.
—¿Me quieres decir que sólo sueñas con quien está en tu cama?, preguntaba la mujer.
—Sí.
—¿Y qué significa esa chorrada?
—No lo sé.
—Así que si alguien no está en tu cama no sueñas con esa persona.
—Nunca.
En ese momento se le acercó una chica gorda, bastante elegante, allí en la lavandería, y le tendió un teléfono móvil.
—Es para usted, dijo.
Jasper Gwyn cogió el móvil.
—¡Jasper! ¿Has puesto ya el suavizante?
—Hola, Tom.
—¿Molesto?
—Estaba escribiendo.
—¡Bingo!
—No en ese sentido.
—No tengo constancia de que existan muchos sentidos: si alguien es escritor, escribe, y ya está. Ya te lo había dicho yo: nadie es capaz de dejarlo de veras.
—Tom, estoy en una lavandería.
—Ya lo sé, siempre estás ahí. Y en casa no contestas.
—No se escriben libros en las lavanderías. Lo sabes, y en todo caso yo no los escribiría.
—Menuda bola. Venga, suéltalo ya. ¿De qué se trata, es un cuento?
La ropa interior todavía estaba en el prelavado, y no había nadie hojeando revistas. De manera que Jasper Gwyn pensó que podría intentar explicárselo. Le contó a Tom Bruce Shepperd que le gustaba poner palabras una detrás de otra, y montar frases, del mismo modo que podría haberse puesto a crujir los dedos. Lo hacía en el interior de su mente. Lo relajaba.
—¡Fantástico! Yo voy allí, tú vas hablando, voy tomando nota, y el libro está listo. No serías el primero en utilizar un sistema semejante.
Jasper Gwyn le explicó que ni siquiera se trataba de historias, eran fragmentos, sin un antes ni un después —ya era bastante si se les podía llamar escenas.
—Genial. Ya tengo el título.
—No me lo digas.
—Escenas de Libros que nunca escribiré.
—Me lo has dicho.
—No te muevas, arreglo un par de asuntos y voy para allá.
—Tom.
—Dime, hermano mío.
—¿Quién es esta chica tan elegante?
—¿Rebeca? Es nueva, buenísima en lo suyo.
—¿A qué más se dedica, aparte de pasearse por ahí llevando un móvil por las lavanderías?
—Está aprendiendo, por algún sitio hay que empezar, ¿no?
Jasper Gwyn pensó que si había algo que le disgustaba en el hecho de haber dejado de ser escritor, era que no tendría ya ninguna razón para trabajar con Tom Bruce Shepperd. Pensó que algún día él dejaría de perseguirlo con sus llamadas telefónicas, y ése iba a ser un día feo. Se preguntó si no era hora de decírselo. Allí, en la lavandería. Luego se le ocurrió una idea mejor.
Apagó el móvil y le hizo un gesto a la chica gorda, que se había alejado unos pasos, por educación. Se fijó en que tenía una cara muy hermosa, además reducía los daños eligiendo bien la ropa. Le preguntó si podía darle un mensaje para Tom.
—Claro que sí.
—Entonces tenga usted la amabilidad de decirle que lo echaré de menos.
—Claro.
—Quiero decir que tarde o temprano dejará de tocarme las pelotas dondequiera que vaya, y yo sentiré el mismo alivio que se siente cuando en una habitación se apaga el motor de la nevera, pero también el mismo desaliento inevitable, y la sensación, que seguro que usted conoce, de no estar seguro de saber qué hacer con ese silencio repentino, y de no estar, en el fondo, a la altura del mismo. ¿Cree usted que me ha entendido?
—No estoy segura.
—¿Quiere que se lo repita?
—A lo mejor tendría que tomar nota.
Jasper Gwyn meneó la cabeza. Demasiado complicado, pensó. Encendió de nuevo el móvil. Le llegó la voz de Tom. Nunca entendería cómo funcionaban exactamente esos trastos.
—Tom, cállate un ratito.
—¿Jasper?
—Quiero decirte algo.
—Dispara.
Se lo dijo, con la historia esa de la nevera y todo lo demás. Tom Bruce Shepperd carraspeó y durante unos segundos se quedó callado, algo que no hacía nunca.
La chica, luego, se marchó caminando de esa forma un tanto naval que tienen los gordos de caminar, pero antes de eso sonrió a Jasper Gwyn, al despedirse, con una luz radiante en los ojos, los labios espléndidos y los dientes blancos.
En todo caso, el invierno le pareció inútilmente largo aquel año, y el hecho de levantarse insomne temprano por las mañanas, con la oscuridad en las ventanas, empezó a dolerle.
Un día en que hacía viento y llovía se encontró sentado en la sala de espera de un ambulatorio, con un numerito en la mano —había convencido al médico para que le prescribiera una analítica, sostenía que no se encontraba demasiado bien. A su lado fue a sentarse una señora con un carrito de la compra lleno y un paraguas empapado que se le caía continuamente. Una señora mayor, con un fular impermeable en la cabeza. En un momento dado se lo quitó, y en la forma en que agitó la melena había algo como el rescoldo de una seducción interrumpida muchos años atrás. El paraguas, no obstante, siguió cayéndosele por todas partes.
—¿Me permite que la ayude?, le preguntó Jasper Gwyn.
La mujer lo miró para decir a continuación que en los ambulatorios debería haber paragüeros en los días de lluvia. Sólo, añadió, tendría que encargarse alguien de guardarlos cuando salía de nuevo el sol.
—Es un razonamiento sensato, dijo Jasper Gwyn.
—Pues claro que lo es, dijo la mujer.
Luego cogió el paraguas y lo dejó en el suelo, tirado. Parecía una flecha, o el límite de algo. Lentamente, a su alrededor, se formó un charco de agua.
—¿Es usted Jasper Gwyn o sólo es alguien que se le parece?, preguntó la mujer. Lo hizo mientras buscaba en el bolso algo pequeño. Con las manos hurgando allí dentro levantó la mirada para asegurarse de que él había oído la pregunta.
Jasper Gwyn no se la esperaba, de manera que dijo que sí, que era Jasper Gwyn.
—Muy bien, dijo la mujer, como si él hubiera contestado correctamente en un concurso. Luego añadió que la escena del muelle, en Hermanas, era lo más hermoso que había leído en los últimos años.
—Gracias, dijo Jasper Gwyn.
—Y también el incendio en el colegio, al principio del otro libro, ese largo, el incendio en el colegio es perfecto.
De nuevo levantó la mirada hacia Jasper Gwyn.
—Yo trabajé de maestra, precisó.
Luego sacó del bolso un par de caramelos, eran redondos, de cítricos, y le ofreció uno a Jasper Gwyn.
—No, no, gracias, de verdad, dijo él.
—Venga ya, ¡faltaría más!, dijo ella.
Él sonrió y cogió el caramelo.
—El hecho de que vayan desparramados por dentro del bolso no quiere decir que sean asquerosos, dijo ella.
—No, claro que no.
—Pero me he dado cuenta de que la gente tiende a creerlo.
Jasper Gwyn pensó que era exactamente así: la gente no se fía de un caramelo hallado en el fondo de un bolso.
—Creo que se trata del mismo fenómeno por el cual la gente desconfía siempre un poco de los huérfanos, dijo.
La mujer se dio la vuelta, para mirarlo, sorprendida.
—O del último vagón del metro, dijo, con una extraña felicidad en la voz.
Parecían dos que de pequeños habían ido juntos al colegio, y que ahora estaban desgranando los apellidos de sus compañeros de clase, sacándolos a flote desde enormes profundidades. Hubo un instante de silencio entre ellos, como un hechizo.
Entonces empezaron a charlar y cuando una enfermera llegó indicando que era el turno del señor Gwyn, Jasper Gwyn dijo que justamente en ese momento no podía.
—Perderá su turno, dijo la enfermera.
—No importa. Puedo volver mañana.
—Lo que usted quiera, dijo la enfermera con frialdad. Luego llamó en voz alta a un tal Mr Flewer.
A la mujer del paraguas aquello le pareció normalísimo.
Al final acabaron solos en la sala de espera, y la mujer dijo que ya era hora de marcharse. Jasper Gwyn le preguntó si no tenía que hacerse algún análisis o algo parecido. Pero ella le dijo que iba allí porque era un lugar cálido, y estaba exactamente a medio camino entre su casa y el supermercado. Además, le gustaba ver la cara de la gente que tenía que hacerse el análisis de sangre, en ayunas. Parece gente a la que le han robado algo, dijo. Ya, confirmó Jasper Gwyn, convencido.
La acompañó hasta su casa, sujetándole el paraguas abierto, con ella sin querer soltar el carro, y siguieron charlando por la calle hasta que la mujer le preguntó qué estaba escribiendo ahora y él dijo Nada. La mujer caminó un rato en silencio, luego dijo Lástima. Lo dijo con un tono de pesadumbre tan sincero que Jasper Gwyn se sintió como dolorido.
—¿Se acabaron las ideas?, preguntó la mujer.
—No, no se trata de eso.
—¿Entonces?
—Me gustaría ejercer otro oficio.
—¿De qué tipo?
Jasper Gwyn se detuvo.
—Creo que me gustaría trabajar de copista.
La mujer pensó unos instantes. Luego empezó a caminar de nuevo.
—Ya, puedo entenderlo, dijo.
—¿De verdad?
—Sí, el de copista es un oficio bonito.
—Es lo que he pensado.
—Es un oficio limpio, dijo ella.
Se despidieron en los escalones que llevaban hasta la casa de ella, y a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza intercambiar un número de teléfono o aludir a la próxima vez. Tan sólo, en un momento dado, ella dijo que lamentaba saber que no volvería a leer un libro suyo. Añadió que no todo el mundo es capaz de entrar en la cabeza de la gente como sabía hacer él, y que sería una lástima encerrar en el garaje ese talento suyo y sacarle brillo una vez al año, como a un descapotable de época. Dijo exactamente eso, como a un descapotable de época. Luego pareció que había terminado, pero en realidad tenía guardado aún algo.
—Lo de trabajar de copista tiene que ver con copiar algo, ¿verdad?, preguntó.
—Probablemente.
—Eso es. Pero que no sean actas notariales o números, se lo ruego.
—Intentaré evitarlo.
—A ver si encuentra usted algo como copiar a la gente.
—Sí.
—Cómo está hecha.
—Sí.
—Le saldrá bien.
—Sí.
Había pasado tal vez un año, año y medio, desde el artículo del Guardian cuando Jasper Gwyn empezó a sentirse mal, de vez en cuando, de una forma que vino a describir como un repentino desvanecerse. Lo que le ocurría es que se veía desde fuera —así es como lo contaba— o bien que perdía cualquier percepción precisa que no fuera la percepción de sí mismo. A veces podía ser impresionante. Un día tuvo que entrar en una cabina telefónica y, haciendo un gran esfuerzo, marcar el número de Tom. Le dijo, balbuciendo, que ya no sabía dónde se encontraba.
—No tengas miedo, te mando a Rebecca para que te recoja. ¿Dónde estás?
—Ése es el problema, Tom.
Al final la chica gorda recorrió todo el barrio en coche hasta que acabó encontrándolo. Mientras tanto, Jasper Gwyn se había quedado dentro de la cabina, aferrando espasmódicamente el auricular e intentando no morirse. Para distraerse, hablaba por teléfono —le salió una llamada de protesta por la interrupción del suministro de agua, nadie le había avisado y ello le había supuesto enormes daños económicos y morales. Seguía repitiendo ¿Tengo que esperar a que llueva para lavarme la cabeza?
Se sintió inmediatamente mejor en cuanto subió al coche de la chica gorda.
Mientras se disculpaba, no podía dejar de observar aquellas manos gordezuelas que agarraban, aunque el verbo no fuera exacto, el volante deportivo. No había coherencia, pensó, y ésa debía de ser la experiencia que a cada instante del día aquella muchacha tenía de su propio cuerpo —que no había coherencia entre ella y todo lo demás.
Pero ella sonrió, con aquella hermosa sonrisa suya, y dijo que todo lo contrario, que se sentía honrada de poder serle de ayuda. Y, de todas maneras, añadió, también a ella le había ocurrido, había tenido una época en que a menudo se encontraba mal de aquella forma.
—¿De repente pensaba que iba a morirse?
—Sí.
—¿Y cómo se curó?, preguntó Jasper Gwyn, que en ese momento le habría mendigado una cura a quien fuera.
La chica volvió a sonreír, luego se quedó un rato en silencio, mirando a la calle.
—No, en fin, dejémoslo, dijo al final, eso es asunto mío.
—Claro, dijo Jasper Gwyn.
Se enroscaban. Probablemente el verbo adecuado era ése. Se enroscaban sobre el volante deportivo.
En los días siguientes, Jasper Gwyn se esforzó por mantener la calma y, en su intento de encontrar un bálsamo para las crisis que se iban volviendo cada vez más frecuentes, se entregó a una práctica que recordaba haber visto en una película. Consistía en vivir lentamente, concentrándose en cada gesto particular. Puede que, como regla, parezca bastante genérica, pero Jasper Gwyn tenía una forma de observarla que la hacía sorprendentemente real. De manera que se ponía los zapatos mirándolos previamente, examinando su hermosa ligereza y valorando el carácter flexible del cuero. Al anudárselos evitaba abandonarse a un gesto automático y observaba hasta en los detalles la espléndida andadura de los dedos, según un hacer rotundo cuya seguridad admiraba. Luego se levantaba, y a los primeros pasos no dejaba de comprobar el firme agarre del calzado sobre el empeine. Del mismo modo, se concentraba en los ruidos que por regla general damos por descontados, volviendo a oír el chasquido de una cerradura, la carraspera de la cinta adhesiva o el mínimo chirriar de las bisagras. Mucho tiempo se le iba explorando los colores, incluso cuando la cosa no era de ninguna utilidad; y en particular prestaba atención a admirar las gamas casuales que las cosas generaban en su disposición —ya fuera en el interior de un cajón o en la explanada de un aparcamiento. A menudo contaba los objetos con los que se encontraba —escalones, farolas, gritos— y con los dedos controlaba las superficies, redescubriendo el infinito que se hallaba comprendido entre lo áspero y lo liso. Se paraba a mirar las sombras en el suelo. Apreciaba todas las monedas entre sus dedos.
Todo esto le daba un andar suntuoso, en su moverse cotidiano, como de actor, o de animal africano. En su lentitud elegante a los demás les parecía reconocer el tiempo natural de las cosas, y en la precisión de sus gestos emergía hasta la superficie un señorío sobre los objetos que la mayoría había olvidado. Jasper Gwyn ni siquiera se daba cuenta de ello, pero en cambio le resultaba muy claro cómo ese andar minucioso le devolvía cierta exactitud —ese baricentro que, evidentemente, había acabado echando en falta.
La cosa duró un par de meses. Luego, cansado, volvió al vivir usual, pero al hacerlo fue presa al instante de la conocida evanescencia, y sin posibilidad de defensa lo asaltó un sentimiento de vacío incurable. Por lo demás, aquella cautela obsesiva en su aproximación al mundo —aquella forma de anudarse los zapatos— no era tampoco muy distinta a escribir las cosas en vez de vivirlas —a demorarse en los adjetivos y los adverbios—, de manera que Jasper Gwyn tuvo que admitir para sus adentros que el abandono de los libros había generado un vacío al que no sabía poner remedio salvo elaborando liturgias sustitutivas imperfectas y provisionales, como colocar juntas frases en su mente o anudarse los zapatos con una lentitud de idiota. Había tardado años en aceptar que el oficio de escribir se le había hecho imposible y ahora se veía obligado a reconocer hasta qué punto sin ese oficio no le resultaba nada fácil seguir adelante. De manera que acabó comprendiendo que se encontraba en una situación conocida por muchos seres humanos pero no por ello menos dolorosa: lo único que los hace sentirse vivos es algo que sin embargo, lentamente, está destinado a matarlos. Los hijos para los padres, el éxito para los artistas, las montañas demasiado altas para los alpinistas. Escribir libros, para Jasper Gwyn.
Comprenderlo lo hizo sentirse perdido, e indefenso, como sólo se sienten los niños, los inteligentes. Se sorprendió sintiendo un instinto que no le resultaba familiar, algo parecido a la urgente necesidad de hablar del tema con alguien. Se lo pensó un rato, pero la única persona que se le vino a la cabeza fue la anciana del fular impermeable, la del ambulatorio. Habría sido mucho más natural hablar de eso con Tom, se daba cuenta, y por un instante incluso le pareció posible ser capaz de pedir ayuda, de alguna manera, a una de las mujeres que lo habían amado, y quien sin duda alguna habría estado encantada de escucharlo. Pero la verdad es que la única persona con la que de verdad habría querido hablar de aquel asunto era la anciana del ambulatorio, con su paraguas y su fular impermeable. Estaba seguro de que lo habría entendido. Al final, Jasper Gwyn logró que le prescribieran otras pruebas —no era nada difícil, partiendo de sus síntomas— y volvió a frecuentar la sala de espera en la que la encontró aquel día.
En las horas que pasó allí, esperándola, durante los tres días de las pruebas, estudiaba a fondo cómo iba a explicarle todo el asunto, y a pesar de que ella seguía sin aparecer, él acabó hablando con ella, como si estuviera allí, y escuchando sus respuestas. Al hacerlo, comprendió mucho mejor hasta qué punto lo estaba carcomiendo, y en una ocasión imaginó con nitidez a la anciana sacando un librito de su bolso, un viejo cuaderno con un montón de migas pegadas, probablemente de galletas —lo abría buscando una frase que había apuntado, y cuando la encontró se acercó la página a los ojos, muy, muy cerca, y la leyó en voz alta.
—Las resoluciones definitivas se toman siempre y solamente en un estado de ánimo que no está destinado a durar.
—¿Quién dijo eso?
—Marcel Proust. Ese tío nunca se equivocaba.
Y cerró el cuadernillo.
Jasper Gwyn detestaba a Proust, por razones en las que nunca había tenido ganas de profundizar, pero se había quedado con esa frase años atrás, seguro de que algún día le resultaría útil. Pronunciada en la voz de la anciana sonaba como irrefutable. Qué tengo que hacer entonces, se preguntó.
—Copista, jolín, respondió la señora del fular impermeable.
—No estoy seguro de qué significa eso.
—Lo sabrá. Cuando llegue el momento, lo sabrá.
—Prométamelo.
—Se lo prometo.
Al salir de un electrocardiograma tras una prueba de esfuerzo, el último día, Jasper Gwyn pasó por la recepción y preguntó si habían vuelto a ver a una señora de bastante edad que iba allí muchas veces a descansar.
La señorita que estaba detrás del cristal lo examinó un instante antes de responder.
—Nos dejó.
Utilizó exactamente ese verbo.
—Hace unos meses, añadió.
Jasper Gwyn se quedó mirando a la señorita, desorientado.
—¿La conocía?, preguntó ella.
—Sí, nos conocíamos.
Se dio la vuelta instintivamente, para mirar si todavía estaba el paraguas en el suelo.
—Pero no me dijo nada, dijo.
La señorita no preguntó nada, probablemente tenía la intención de volver a su trabajo.
—Tal vez no lo sabía, dijo Jasper Gwyn.
Al salir, se le ocurrió de forma espontánea recorrer el camino que hiciera con la anciana, aquel día, bajo la lluvia: porque era todo lo que conservaba de ella.
Tal vez se equivocó en una travesía, probablemente no estuviera muy atento aquel día, de manera que acabó en una calle que no reconocía, y lo único que era igual era la lluvia, que había empezado de repente, con intensidad. Buscó un café donde refugiarse, pero por allí no los había. Al final, intentando regresar al ambulatorio, acabó pasando por delante de una galería de arte. Era el tipo de lugar en el que él nunca ponía un pie, pero esa vez la lluvia lo predisponía a buscar un refugio, así que se sorprendió mirando a través del cristal. Había madera en el suelo y el local parecía enorme, y bien iluminado. Entonces Jasper Gwyn miró el cuadro expuesto en el escaparate. Era un retrato.
Eran cuadros grandes, todos parecidos, como la repetición de una única ambición, hasta el infinito. Siempre había una persona, desnuda, y poco más alrededor, una habitación vacía, un pasillo. No eran personas hermosas, eran cuerpos ordinarios. Simplemente, estaban —pero resultaba particular la fuerza con que lo hacían, como si fueran, casi, sedimentos geológicos, fruto de metamorfosis milenarias. Jasper Gwyn pensó que eran piedras, pero suaves, y vivas. Le entraron ganas de tocarlas, estaba convencido de que estaban tibias.
A esas alturas se podría haber marchado, ya estaba bien así, pero fuera seguía diluviando y entonces Jasper Gwyn, sin saber que eso iba a marcar su vida, se puso a hojear un catálogo de la exposición: había tres, abiertos, sobre una mesa de madera clara —los habituales librotes con un peso irracional. Jasper Gwyn constató que los títulos de los cuadros eran de esos algo idiotas que cabía esperar (Hombre con las manos en el regazo), y que junto a cada título se anotaba la fecha de realización. Se fijó en que el pintor había trabajado durante años, más o menos una veintena, sin que en apariencia hubiera cambiado nada de su manera de ver las cosas, o de su técnica. Simplemente, había seguido haciendo —como si se tratara de un único gesto, salvo que muy largo. Jasper Gwyn se preguntó si para él había sido lo mismo, en los doce años en los que había escrito, y mientras buscaba una respuesta llegó al apéndice del libro, y allí había fotografías hechas mientras el pintor trabajaba, en su estudio. Sin darse cuenta, se encorvó un poco para ver mejor. Lo sorprendió una foto en la que el pintor permanecía plácidamente en una butaca, vuelto hacia una ventana, mirando al exterior; a pocos metros de él, una modelo a la que Jasper Gwyn acababa de ver en uno de los cuadros expuestos en la galería estaba desnuda echada en un sofá, en una posición no muy distinta de la que estaba fijada sobre la tela. También ella parecía estar mirando al vacío.
Jasper Gwyn vio allí un tiempo que no se esperaba, el transcurso de un tiempo. Como todo el mundo, imaginaba que ese tipo de cosas funcionaban de la forma habitual, con el pintor ante el caballete y el modelo en su sitio, inmóvil, ambos embarcados en un paso a dos cuyas reglas conocían —podía imaginar la cháchara tonta, mientras tanto. Pero allí era distinto porque pintor y modelo parecían más bien estar esperando, y se diría que cada uno de ellos esperaba por su cuenta —y algo que no era el cuadro. Se le ocurría a uno que lo que esperaban era depositarse en el fondo de un enorme vaso.
Pasó la página y las fotos no eran muy distintas. Cambiaban los modelos, pero la situación era casi siempre la misma. El pintor una vez estaba lavándose las manos, otra caminaba con los pies desnudos mirando hacia abajo. Nunca estaba pintando. Una modelo altísima y angulosa, con grandes orejas de niña, se sentaba al borde de una cama, sujetándose con una mano en el cabezal. No había razón para suponer que estaban hablando —que se hubieran hablado nunca.
Entonces Jasper Gwyn cogió el catálogo y buscó a su alrededor un lugar donde sentarse. Sólo había dos butaquitas azules, justo delante de la mesa donde trabajaba una mujer, rodeada de papeles y de libros. Debía de ser la galerista, y Jasper Gwyn le preguntó si podía sentarse allí, o si eso la molestaba.
—En absoluto, dijo la señora.
Llevaba unas extravagantes gafas graduadas y cuando tocaba algo lo hacía con la cautela que tienen las mujeres con la manicura.
Jasper Gwyn se sentó, y aunque la distancia de la señora era de las que sólo tienen sentido a la luz de un deseo recíproco de cambiar unas palabras, se colocó el librote sobre las rodillas y volvió a mirar aquellas fotos, como si estuviera solo, en su casa.
El estudio del pintor aparecía vacío y destartalado, no había ni rastro de una limpieza consciente, y daba una impresión de desorden irreal, porque no había allí nada que, en caso necesario, pudiera ser colocado en orden. Análogamente, la desnudez de los modelos no parecía tanto efecto de una ausencia de ropa cuanto una especie de condición original, preexistente a cualquier clase de vergüenza —o muy posterior. En una de las fotos se veía a un señor en la sesentena, con el bigote cuidado, largas canas en el pecho, que estaba sentado en una silla, ocupado en beber de una taza, tal vez fuera un té, las piernas ligeramente abiertas, los pies colocados un poco de lado en el suelo frío. Se habría dicho que era absolutamente opuesto a la desnudez, hasta el punto de evitarla incluso en la intimidad doméstica o amorosa, pero allí estaba de hecho completamente desnudo, con el pene apoyado de lado, más bien grande y circuncidado, y aunque resultaba indudablemente grotesco también era, al mismo tiempo, tan inevitable que Jasper Gwyn tuvo la seguridad por un instante de que ignoraba algo que aquel hombre sabía.
Entonces levantó la mirada, buscó a su alrededor, y enseguida encontró el retrato del señor con bigote, grande, colgado en la pared de enfrente: se trataba efectivamente de él, sin la taza de té, pero en la misma silla, desnudo, con los pies colocados un poco de lado en el suelo frío. Le pareció enorme, pero sobre todo le pareció llegado.
—¿Le gusta?, preguntó la galerista.
Jasper Gwyn estaba comprendiendo algo particular que iba a cambiar el curso de sus días, de manera que no respondió de inmediato. Volvió a mirar la foto en el catálogo, luego de nuevo la pared —era evidente que algo había pasado entre la foto y el cuadro, algo así como una peregrinación. Jasper Gwyn pensó que debió de requerir un montón de tiempo, un determinado exilio, así como la disolución de muchas resistencias. No pensó en ningún truco técnico ni tampoco le pareció importante la eventual maestría del pintor, sólo se le pasó por la cabeza que un obrar paciente se había propuesto una meta, y al final lo que había conseguido obtener era llevar de regreso a casa a aquel hombre con bigote. Le pareció un gesto muy hermoso.
Se volvió hacia la galerista, le debía una respuesta.
—No, dijo. Los cuadros nunca me gustan.
—Ah, dijo la galerista.
Sonreía, comprensiva, como si un niño le hubiera dicho que de mayor quería ser limpiacristales.
—¿Y qué es lo que no le gusta de los cuadros?, preguntó, paciente.
De nuevo Jasper Gwyn no respondió. Estaba pensando en el asunto de llevar de regreso a casa. Nunca había acudido a su mente que un retrato pudiese llevar de regreso a casa a alguien, es más, siempre le había parecido exactamente lo contrario: era evidente que los retratos se hacían para exhibir una identidad falsa, y despacharla como auténtica. ¿Quién habría pagado por dejarse desenmascarar por un pintor y por colgar en casa lo que de sí mismo se empeñaba en esconder todos los días?
¿Quién habría pagado por ello?, se repitió lentamente.
Levantó la mirada hacia la galerista.
—Perdone, ¿tendría usted un papelito y algo para escribir, por favor?
La galerista le tendió un taco de papel y un lápiz.
Jasper Gwyn escribió algo, dos líneas. Luego estuvo largo rato mirándolas. Parecía absorto en un pensamiento tan frágil que la galerista permaneció inmóvil, como cuando alguien no quiere que se vaya volando un pájaro posado en la barandilla. También decía algo en voz baja, Jasper Gwyn, aunque algo indescifrable. Al final cogió el papelito, lo dobló en cuatro y se lo metió en el bolsillo. Volvió a dirigir la mirada hacia la galerista.
—Están mudos, dijo.
—¿Cómo dice?
—No me gustan los cuadros porque están mudos. Son como personas que hablan moviendo los labios pero cuya voz no se oye. Hay que imaginarla. Y no me gusta hacer ese esfuerzo.
Luego se levantó, fue a colocarse delante del retrato del señor con bigote y durante un largo rato permaneció, de nuevo, absorto en sus pensamientos —un muy largo rato.
Regresó a su casa sin darse cuenta de que la lluvia caía con fuerza, y fría. De vez en cuando decía frases en voz alta. Estaba hablando con la señora del fular impermeable.
—¿Retratos?
—Sí, ¿por qué?
Tom Bruce Shepperd sopesó bien las palabras.
—Jasper, tú no sabes dibujar.
—En efecto. La idea es escribirlos.
Un par de semanas después de aquella mañana en el local de la galerista, Jasper Gwyn telefoneó a Tom para decirle que tenía una novedad. También quería decirle que dejara de enviarle contratos para firmar que él ni siquiera abría. Pero principalmente lo llamó por el asunto de la novedad.
Quería decirle que tras haber buscado durante tanto tiempo un nuevo trabajo que desempeñar, al final lo había encontrado. A Tom no le sentó nada bien.
—Pero es que tú ya tienes un trabajo. Escribes libros.
—Lo he dejado, Tom, ¿cómo quieres que te lo repita?
—Nadie se ha dado cuenta.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que mañana mismo podrías empezar de nuevo.
—Perdona, y si yo decidiera como por casualidad volver a escribir, ¿con qué cara iba a hacerlo, en tu opinión, después de lo que escribí en el Guardian?
—¿Te refieres a la lista? Una provocación genial. Un acto de vanguardia. Y, además, ¿quién crees tú que se acuerda?
Tom no era sólo su agente: era el hombre que, doce años antes, lo había descubierto. Iban al mismo pub, por aquel entonces, y en cierta ocasión se quedaron hasta el cierre hablando de lo que habría escrito Hemingway si no se hubiera disparado con una escopeta a la edad de sesenta y dos años.
—Y una polla como una olla: nada de nada, había sostenido Tom.
En cambio, Jasper Gwyn tenía una opinión completamente distinta y al final Tom intuyó, a pesar de las cuatro cervezas negras, que aquel hombre sabía de literatura, y le preguntó a qué se dedicaba. Jasper Gwyn se lo dijo y Tom le pidió que se lo repitiera, porque no se lo podía creer.
—Yo habría dicho profesor, o periodista, algo por el estilo.
—No, nada de eso.
—Vaya, es una lástima.
—¿Por qué?
—No tengo ni la más mínima idea, estoy borracho. ¿Sabe usted a qué me dedico yo?
—No.
—Agente literario.
Había sacado una tarjeta de visita y se la había ofrecido a Jasper Gwyn.
—Si por casualidad algún día se le ocurre escribir algo, por favor, no me haga el feo de olvidarse de mí. ¿Sabe?, es algo que le pasa a todo el mundo, tarde o temprano.
—¿El qué?
—Escribir algo.
Se quedó un instante reflexionando.
—Pero también lo de olvidarse de mí, naturalmente.
Luego ya no volvieron a hablar del asunto, y cuando se encontraban en el pub se quedaban juntos, a menudo hablando de libros, y de escritores. Pero un día Tom abrió un sobre amarillo, enorme, que le había llegado con el correo matutino, y dentro estaba la novela de Jasper Gwyn. Lo abrió al azar, y empezó a leer en un punto cualquiera. Se trataba de una escuela que se quemaba. Todo empezó a partir de ese momento.
Ahora, no obstante, todo aquello tenía el aspecto de querer terminar y Tom Bruce Shepperd ni siquiera había entendido muy bien por qué. La lista con las cincuenta y dos cosas, de acuerdo, pero no podía ser solamente eso. Los auténticos escritores, todos, odian lo que existe alrededor de su oficio, pero nadie lo deja por eso. Suele bastar con un poco más de alcohol, o una esposa joven con cierta propensión a gastar. Desafortunadamente, Jasper Gwyn bebía un vaso de whisky al día, siempre a la misma hora, como si tuviera que engrasar un reloj. Por otro lado, no creía en el matrimonio. De manera que aquello no parecía tener remedio. Ahora, además, se había añadido esa historia de los retratos.
—Se trata de algo muy reservado, Tom, tienes que jurarme que no hablarás del tema con nadie.
—Cuenta con ello, total, quién iba a creerme.
Cuando Tom se casó con Lottie, una chica húngara veintitrés años más joven que él, Jasper Gwyn ejerció de testigo, y durante la cena en un momento dado se puso de pie sobre una mesa y recitó un soneto de Shakespeare. Sólo que no era de Shakespeare, sino suyo, una imitación perfecta. Los dos últimos versos decían: si tengo que olvidarte, me acordaré de hacerlo, mas no me pidas luego que olvide que me acordé. Entonces Tom lo estrechó entre sus brazos, no tanto por el soneto, del que poco había entendido, como porque sabía cuánto le había costado subirse a una mesa y recabar la atención de la gente. Así que lo estrechó talmente entre sus brazos. Era también por eso por lo que, ahora, la historia de los retratos no acababa de sentarle bien.
—Intenta explicármelo, pidió.
—No sé, he pensado que me gustaría hacer retratos.
—Vale, eso lo he entendido.
—Naturalmente, no se trataría de cuadros. Me gustaría escribir retratos.
—Ya.
—Pero todo lo demás sería como con los cuadros… el estudio, el modelo, sería todo igual.
—¿Los pondrías posando?
—Algo parecido.
—¿Y luego?
—Luego me imagino que será necesario un montón de tiempo. Pero al final me pondré a escribir y lo que saldrá será un retrato.
—¿Un retrato en qué sentido? ¿Una descripción?
Jasper Gwyn había pensado en ello largo tiempo. En efecto, ése era el problema.
—No, una descripción no, eso no tendría sentido.
—Los pintores hacen eso. Hay un brazo, y el pintor lo pinta, y eso es todo. ¿Y tú qué harías? ¿Escribirías cosas del tipo «el cándido brazo se apoya suavemente», etc., etc.?
—No, no, claro, eso ni pensarlo.
—¿Pues entonces?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No. Tendría que ponerme en la situación de realizar un retrato y entonces podría descubrir qué quiere decir, exactamente, escribir en vez de pintar. Escribir un retrato.
—Vamos, que hoy por hoy no tienes la más mínima idea.
—Algo tengo, hipótesis.
—¿De qué clase?
—No sé, imagino que se trataría de llevar de regreso a casa a esa gente.
—¿Llevarla de regreso a casa?
—No lo sé, no creo que sea capaz de explicártelo.
—Necesito una copa. Permanece a la escucha, ni se te pase por la cabeza colgar.
Jasper Gwyn se quedó con el auricular en la mano. Oía que Tom barbotaba, a lo lejos. Entonces dejó el auricular y se fue lentamente hacia el lavabo, mientras por su cabeza se agitaban un montón de ideas, todas concernientes a la historia de los retratos. Pensó que lo único que podía hacer era probarlo y, por otro lado, tampoco sabía a ciencia cierta adónde quería llegar cuando empezó el thriller sobre las desapariciones de Gales, lo único que tenía en la cabeza era cierto modo de obrar. Meó. Y tampoco ahora, si Tom le pedía que explicara antes de empezar a escribir qué era lo qué tenía pensado hacer, sabría en absoluto qué decirle. Tiró de la cadena. No es más insensato empezar una novela, la primera, que alquilar un estudio para realizar retratos sin saber exactamente qué significa eso. Volvió al teléfono y cogió de nuevo el auricular.
—¿Tom?
—Jasper, ¿puedo serte sincero?
—Pues claro.
—Como libro va a ser un formidable tostón.
—No, no lo has entendido, no va a ser un libro.
—¿Pues qué será, entonces?
Jasper Gwyn se había imaginado que la gente se llevaría a su casa esas páginas escritas, y que se las guardaría en un cajón, o las colocaría sobre una mesa baja. Como podía tenerse una fotografía o colgar un cuadro en la pared. Éste era un aspecto del asunto que le entusiasmaba. Ya nada de cincuenta y dos cosas, sólo un acuerdo entre él y esas personas. Era como hacerles una mesa, o lavarles el coche. Un oficio. Escribiría lo que eran, eso era todo. Sería, para ellos, un copista.
—Serán unos retratos y ya está, dijo. Quien pague para que se los haga se los llevará a casa y el asunto termina ahí.
—¿Quien pague?
—Pues claro, la gente paga, ¿no?, para que le hagan un retrato.
—Jasper, me estás hablando de cuadros, y por otra parte hace años que la gente ha dejado de retratarse, aparte de la reina y un par de viejos pirados a los que les crecen las paredes que han de llenar.
—Sí, pero los míos son escritos, es diferente.
—¡Es peor!
—No lo sé.
Se quedaron callados un momento. Se oía a Tom tragando el whisky.
—Jasper, tal vez lo mejor sea que volvamos a hablar del tema en otro momento.
—Sí, probablemente sí.
—Lo consultamos con la almohada y luego volvemos a hablar del tema.
—De acuerdo.
—Tengo que metabolizar.
—Sí, te entiendo.
—Aparte de eso, ¿todo bien?
—Sí.
—¿Necesitas algo?
—No. Bueno, sí, hay algo, tal vez.
—Dime.
—¿Conoces a un buen agente inmobiliario?
—¿Uno que busque casas?
—Sí.
—John Septimus Hill, es el mejor. ¿Te acuerdas de él?
A Jasper Gwyn le parecía recordar a un hombre muy alto, de modales impecables, vestido con cuidadosa elegancia. Estaba en la boda.
—Ve a verle, es perfecto, dijo Tom.
—Gracias.
—¿De qué se trata?, ¿te cambias de casa?
—No, pensaba en alquilar un estudio, un lugar idóneo para intentar lo del retrato.
Tom Bruce Shepperd alzó los ojos al cielo.
Cuando John Septimus Hill le acercó el formulario que tenía que rellenar, donde se le pedía al cliente que aclarara sus exigencias, Jasper Gwyn hizo hasta el intento de leer las preguntas, pero al final levantó la vista de las paginas y preguntó si no podía hacerse todo aquello de viva voz.
—Estoy seguro de que conseguiría explicarme mejor.
John Septimus Hill cogió el formulario, lo miró con escepticismo, luego lo tiró a la papelera.
—Ni una sola vez se ha dado la circunstancia de que alguien tuviera la amabilidad de rellenarlo.
Luego explicó que había sido idea de su hijo, hacía unos meses que trabajaba con él, tenía veintisiete años: se le había metido en la cabeza modernizar el estilo de la empresa.
—Yo tiendo a creer que el viejo modo de hacer las cosas iba perfectamente, continuó John Septimus Hill, pero puede usted imaginar hasta qué punto frente a los hijos uno siempre tiene una especie de vesánica condescendencia. ¿Tiene usted hijos, por casualidad?
—No, dijo Jasper Gwyn. No creo en el matrimonio y no soy adecuado para procrear.
—Razonabilísima postura. ¿Quiere empezar indicándome qué superficie necesitaría usted?
Jasper Gwyn se había preparado y dio una respuesta precisa.
—Necesitaría una única habitación, del tamaño de medio campo de tenis.
John Septimus Hill ni se inmutó.
—¿En qué piso?
Jasper Gwyn dijo que se la había imaginado dando a un jardín interior, pero añadió que tal vez también en un último piso podría irle bien, lo importante es que fuera absolutamente silenciosa y tranquila. Le gustaría, concluyó, que tuviera un suelo descuidado.
John Septimus Hill no anotaba nada, pero parecía que estuviera apilando en algún rincón de su mente todas las indicaciones, casi como si fueran sábanas planchadas.
Hablaron de calefacción, aseos, portería, cocina, acabados, cerraduras y parking. En cada uno de los temas, Jasper Gwyn hizo gala de tener las ideas muy claras. Fue categórico al aclarar que la habitación tenía que estar vacía, mejor dicho, muy vacía. El solo término «amueblado» le causaba molestias. Intentó explicar, lográndolo, que no le disgustaría alguna mancha de humedad, aquí y allá, y tal vez tuberías a la vista, preferiblemente en pésimo estado. Pidió encarecidamente que hubiera persianas y postigos en las ventanas, para poder regular a su gusto la luminosidad de la habitación. Alguna huella de papel pintado en las paredes no le resultaría desagradable. Las puertas, si bien realmente necesarias, tenían que ser de madera, a ser posible un poco hinchada. Techos altos, decretó.
John Septimus Hill lo apiló todo a la perfección, manteniendo los ojos entrecerrados como en el último bocado de una comida pesada, luego se quedó un rato en silencio, aparentemente satisfecho. Al final abrió de nuevo los ojos y se aclaró la voz.
—¿Puedo permitirme una pregunta que sería lícito definir como razonablemente privada?
Jasper Gwyn no dijo ni que sí ni que no. John Septimus Hill se lo tomó como un estímulo.
—Usted realiza un trabajo en el que es indispensable un grado absurdamente elevado de precisión y perfeccionismo, ¿verdad?
Jasper Gwyn, sin entender muy bien el porqué, pensó en los saltadores de trampolín. Luego respondió que sí, en el pasado había realizado un trabajo de ese tipo.
—¿Puedo preguntarle de qué se trataba? Es simple curiosidad, créame.
Jasper Gwyn dijo que durante un tiempo había escrito libros.
John Septimus Hill sopesó la respuesta, como si esperara descubrir si era capaz de entenderla sin crear demasiado desorden en sus propias convicciones.
Diez días después, John Septimus Hill llevó a Jasper Gwyn hasta una edificación baja, al final de un jardín, detrás de Marylebone High Street. Durante años fue el almacén de un carpintero. Luego, en rápida sucesión, lo convirtieron en depósito de una galería de arte, sede de una revista de viajes y garaje de un coleccionista de motos antiguas. Jasper Gwyn lo encontró perfecto. Valoró mucho las indelebles manchas de aceite dejadas por las motos sobre el suelo y los recuadros de los carteles de mares caribeños que nadie se había tomado la molestia de despegar de las paredes. Había un pequeño lavabo en el tejado, al que se llegaba mediante una escalera de hierro. No había ni rastro de cocina. En las grandes ventanas podían entornarse unos postigos macizos de madera, acabados de reformar y sin lacar todavía. A la gran habitación se accedía por una puerta de dos hojas que daba al jardín. También tenía las tuberías descubiertas, y no estaban nada bien colocadas. John Septimus Hill señaló, con tono profesional, que para las manchas de humedad no sería difícil hallar una solución.
—Aunque sea la primera vez, señaló sin ironía, que la humedad se me presenta como una decoración apetecible, en vez de como un percance.
Fijaron el precio del alquiler, y Jasper Gwyn se comprometió por seis meses, reservándose el derecho de renovar el contrato por otros seis. La cifra era considerable, y esto le ayudó a ser consciente de que si en algún momento la historia del retrato había sido un juego, ahora ya no lo era.
—Bien, los trámites los realizará con mi hijo, dijo John Septimus Hill en el momento de la despedida. Estaban en la calle, delante de una estación de metro. No se lo tome como un comentario obligado, añadió, pero me ha resultado un verdadero placer tratar con usted.
Jasper Gwyn era un negado para las despedidas, incluso en sus formas más ligeras, del tipo despedida de un agente inmobiliario que acababa de encontrarle un ex garaje en el que intentar escribir retratos. Pero sentía cierta simpatía hacia ese hombre, sincera, y le habría gustado saber expresarla. Así que, en vez de decir algo genéricamente amable, murmuró una frase que le sorprendió también a él.
—Pero no siempre he escrito libros, dijo, antes tenía otro oficio. Lo ejercí durante nueve años.
—¿En serio?
—Era afinador. Afinaba pianos. El mismo oficio que mi padre.
John Septimus Hill acogió la noticia con evidente satisfacción.
—Eso es, ahora creo que lo entiendo mejor. Se lo agradezco.
Luego dijo que había algo que siempre se había preguntado a propósito de los afinadores.
—Siempre me he preguntado si saben tocar el piano. De manera profesional, quiero decir.
—Raramente, respondió Jasper Gwyn. Y de todas formas, prosiguió, si la pregunta que tiene en la cabeza es cómo es posible que, después de haber trabajado durante horas, al final no acaben sentándose para tocar una Polonesa de Chopin y disfrutar del resultado de su dedicación y de su saber, la respuesta es que, aunque estuvieran capacitados para hacerlo, nunca lo harían.
—¿No?
—A quien afina pianos no le gusta desafinarlos, explicó Jasper Gwyn.
Se separaron prometiendo volver a verse.
Días después, Jasper Gwyn se encontró sentado en el suelo en un rincón de un ex garaje que ahora era su estudio de retratista. Manoseaba las llaves, y estudiaba las distancias, la luz, los detalles. Había un gran silencio, roto tan sólo por el gorgoteo episódico de las cañerías de agua. Se quedó allí un montón de tiempo, analizando los siguientes movimientos que debía realizar. Algo tendría que poner allí, de todas formas —una cama, tal vez unas butacas. Pensó en cómo iluminar, y en dónde se colocaría él. Intentó imaginarse allí, con la silenciosa compañía de un desconocido, abandonados ambos a un tiempo en que tenían que aprenderlo todo… Se sentía ya presa de un desasosiego ingobernable.
—No voy a conseguirlo nunca, dijo en un momento dado.
—Venga ya, hombre, dijo la señora del fular impermeable. Tómese antes un whisky, si verdaderamente no se siente capaz.
—Podría no ser suficiente.
—Un whisky doble, entonces.
—Lo pone usted muy fácil.
—¿Qué ocurre?, ¿tiene miedo?
—Sí.
—Está bien. Sin miedo no se puede hacer nada que sea bueno. ¿Y qué hay de las manchas de humedad?
—Parece que sólo hay que esperar. Las tuberías de la calefacción dan asco.
—Me deja usted más tranquila.
Al día siguiente, Jasper Gwyn decidió encargarse de la música. Todo aquel silencio le había impresionado, y había llegado a la conclusión de que tenía que forrarse aquella habitación con alguna forma de sonido. Los borgorigmos de las cañerías también quedaban bien, pero era indudable que se podían mejorar.
Había conocido a muchos compositores, en los años en que afinaba pianos, pero el que se le vino a la cabeza fue David Barber. La cosa tenía su lógica: Jasper Gwyn recordaba perfectamente una composición suya para clarinete, ventilador y tuberías. Tampoco estaba nada mal. Las tuberías gorgoteaban un montón.
Durante años se perdieron de vista, pero cuando se dio la circunstancia de que Jasper Gwyn alcanzó cierta notoriedad, David Barber lo buscó para proponerle que le escribiera el texto de una Cantata suya. No se hizo nada de aquello (era una cantata para voz grabada, sifón de agua de seltz y orquesta de cuerda), pero los dos siguieron en contacto. David era un tipo simpático, le gustaba la caza y vivía rodeado de perros a los que sólo ponía nombres de pianistas, lo que le permitía a Jasper Gwyn afirmar, sin mentir, que en cierta ocasión había sido mordido por Radu Lupu. Como compositor, se había divertido mucho tiempo frecuentando la sección más festiva de las vanguardias neoyorquinas: no se ganaba mucha pasta, pero el éxito entre las mujeres estaba asegurado. Luego, durante un largo periodo de tiempo estuvo desaparecido, siguiendo ciertas ideas esotéricas propias sobre las relaciones tonales y enseñando lo que le parecía haber entendido sobre ello en determinados círculos parauniversitarios. La última vez que Jasper Gwyn oyó hablar de él fue cuando, en los periódicos, leyó sobre una sinfonía suya interpretada, libremente, en el Old Trafford, el celebérrimo estadio del Manchester. El título de la pieza, de noventa minutos de duración, era Semifinal.
Sin demasiado esfuerzo encontró su dirección, y se presentó una mañana delante de su casa, en el barrio de Fulham. David Barber abrió la puerta y en cuanto lo vio lo abrazó sin titubeos, como si estuviera esperándolo. Luego fueron juntos al parque, para llevar a Martha Argerich a cagar. Era un spinone vandeano.
Con David no venían a cuento grandes circunloquios y por eso Jasper Gwyn dijo sencillamente que necesitaba algo para sonorizar su nuevo estudio. Dijo que no era capaz de trabajar en el silencio.
—¿No se te ha ocurrido pensar en unos buenos discos?, preguntó David Barber.
—Eso es música. A mí me gustarían sonidos.
—¿Sonidos o ruidos?
—Antaño no pensabas que existiera diferencia.
Siguieron hablando, caminando por el parque, mientras Martha Argerich perseguía ardillas. Jasper Gwyn dijo que lo que se imaginaba era un loop larguísimo y apenas perceptible que forrase tan sólo el silencio, amortiguándolo.
—¿Como cuánto de larguísimo?, preguntó David Barber.
—No sé. ¿Unas cincuenta horas?
David Barber se detuvo. Se rió.
—Bueno, no se trata exactamente de una bromita. Eso te costará una hermosa suma, amigo.
Luego dijo que quería ver el sitio. Y pensárselo un poco, sentado allí. De manera que decidieron ir juntos al estudio de detrás de Marylebone High Street, a la mañana siguiente. Pasaron el resto del tiempo recordando los buenos tiempos, y en un momento dado David Barber dijo que durante una época, años atrás, estuvo convencido de que Jasper se acostaba con su novia de entonces. Era una especie de fotógrafa sueca. No, era ella la que se acostaba conmigo, dijo Jasper Gwyn, yo no entendía nada. Se rieron un rato del tema.
Al día siguiente, David Barber llegó con un coche familiar completamente destartalado que olía desde lejos a perro mojado. Aparcó delante de la toma de agua, porque era su forma personal de protestar contra la gestión gubernamental de los fondos culturales. Entraron en el estudio y cerraron la puerta a sus espaldas. Reinaba un gran silencio, aparte de las tuberías gorgoteantes, naturalmente.
—Bonito, dijo David Barber.
—Sí.
—Deberías tener cuidado con esas manchas de humedad.
—Lo tengo todo controlado.
David Barber se paseó un poco por la habitación, y tomó las medidas a ese silencio particular. Escuchó con atención las tuberías, y evaluó el crujido del suelo de madera.
—Tal vez sería necesario saber también qué clase de libro estás escribiendo, dijo en un momento dado.
Jasper Gwyn tuvo unos momentos de contrariedad. Todavía no se había acostumbrado a la idea de que sería necesaria una vida entera para convencer al mundo de que ya no escribía. Era un fenómeno increíble. En cierta ocasión, un editor con el que se encontró por la calle lo felicitó calurosamente por su artículo en el Guardian. Luego, inmediatamente después le preguntó: ¿Qué estás escribiendo ahora? Eran cosas que Jasper Gwyn era incapaz de comprender.
—Créeme, lo que esté escribiendo ahora carece de importancia, dijo.
Y le explicó que lo que le gustaría era un fondo sonoro que fuera capaz de cambiar como la luz durante el día y, por tanto, de una manera imperceptible y continua. Sobre todo: elegante. Eso era muy importante. Añadió también que quería algo en que no hubiera ni asomo de ritmo, sino tan sólo un devenir que suspendiera el tiempo, y simplemente rellenara el vacío de un transcurrir carente de coordenadas. Dijo que le gustaría algo inmóvil como un rostro que envejece.
—¿Dónde está el váter?, preguntó David Barber.
Cuando regresó dijo que aceptaba.
—Diez mil libras esterlinas, más la instalación del sistema. Pongamos veinte mil libras.
A Jasper Gwyn le gustaba pensar que estaba quemando todos sus ahorros en la aventura de un oficio que ni siquiera sabía si existía. Quería, de alguna manera, colocarse entre la espada y la pared porque sabía que sólo de esa forma tendría alguna posibilidad de encontrar, dentro de sí, lo que estaba buscando. De manera que aceptó.
Un mes después David Barber se presentó para instalar el sistema de distribución y luego le dejó a Jasper Gwyn un disco duro.
—Disfrútalo. Son sesenta y dos horas, me ha quedado un poco largo. No me salía el final.
Esa noche Jasper Gwyn se echó en el suelo, en su estudio de copista, y puso en marcha el loop. Empezaba con algo que parecía un ruido de hojas y proseguía moviéndose imperceptiblemente, y encontrando como por casualidad sonidos de toda clase. A Jasper Gwyn se le saltaron las lágrimas de los ojos.
Durante el mes que estuvo esperando la música de David Barber, o lo que fuera, Jasper Gwyn se dedicó a poner a punto todos los demás detalles. Había empezado por el mobiliario. En el almacén de un chamarilero de Regent Street encontró tres sillas y una cama de hierro, un tanto desvencijada pero elegante. Añadió dos butacas desfondadas de cuero que tenían el color de las bolas de críquet. Alquiló dos alfombras enormes y carísimas y compró por un precio desorbitado un perchero de pared que procedía de una brasería francesa. En un momento dado sintió la tentación de un caballo que había formado parte de un carrusel del siglo XVIII y vio entonces que se le estaba yendo la mano.
Lo que no consiguió tener claro de inmediato era cómo iba a escribir, si de pie o sentado en un escritorio, en ordenador o a mano, en grandes hojas o en pequeños cuadernos. También quedaba por comprender si iba de hecho a escribir o si se limitaría a observar y a pensar, recogiendo luego, en un segundo momento, tal vez en casa, lo que le hubiera venido a la cabeza. Para los pintores resultaba sencillo: tenían la tela ante la que debían estar, eso no era extraño. Pero ¿qué ocurría con alguien que lo que pretendía era escribir? No iba a quedarse en la mesa, delante de un ordenador. Al final se dio cuenta de que todo sería ridículo salvo empezar a trabajar e ir descubriendo sobre la marcha, en el momento adecuado, qué tenía sentido hacer y qué no. Por tanto, nada de escritorios, nada de portátiles, ni siquiera un lápiz para el primer día, decidió. Sólo se permitió un zapatero, modesto, para colocarlo en una esquina: se imaginó que le gustaría cada vez poder meter los zapatos que ese día le hubieran parecido los más adecuados.
Ocuparse de todas estas cosas lo había hecho sentirse enseguida mejor y durante un tiempo no tuvo que volver a darle vueltas a las crisis que lo afligieran durante meses. En cuanto notaba que se aproximaba una evanescencia que había aprendido a reconocer, evitaba asustarse y se concentraba en sus mil ocupaciones, desempeñándolas con un escrúpulo todavía más obsesivo. En el cuidado de los detalles encontraba alivio inmediato. Esto lo llevaba, a veces, a alcanzar cotas de perfeccionismo casi literarias. En una ocasión, por ejemplo, dio con un artesano que hacía bombillas. No lámparas, sino bombillas. Las hacía a mano. Era un viejecito con un lúgubre taller en las inmediaciones de Camden Town. Jasper Gwyn lo había estado buscando una buena temporada, sin saber siquiera si existía, y al final lo encontró. Lo que tenía pensado pedirle no era sólo una luz muy particular —infantil, iba a explicarle—, sino sobre todo una luz que durara un tiempo determinado. Quería bombillas que murieran tras treinta y dos días de funcionamiento.
—¿De golpe o agonizando un poco?, preguntó el viejecito, como si conociera a fondo el problema.
El asunto de las bombillas podrá parecer de escasa relevancia, pero para Jasper Gwyn, en cambio, se había convertido en una cuestión crucial. Tenía que ver con el tiempo. A pesar de que no tenía aún la más remota idea de qué acción concreta podía ser escribir un retrato, se había hecho una idea aproximada respecto a su posible duración —como de un hombre que camina en la noche resulta posible calcular a qué distancia está pero no su identidad. Había descartado de entrada algo rápido, pero también le resultaba difícil pensar en una acción entregada a un final fortuito y tal vez lejanísimo. Había empezado así a medir —echado en el suelo, en el estudio, en absoluta soledad— el peso de las horas, y la consistencia de los días. En su cabeza tenía una peregrinación, parecida a la que había visto en aquellos cuadros, aquel día, y se había prometido nuevamente intuir la velocidad del paso que llevaría y la medida del camino que la conduciría a su destino. Había que identificar la velocidad a la que iban a disolverse los obstáculos y la lentitud con que iba a aflorar a la superficie nuevamente cierta verdad. Se dio cuenta de que, de manera análoga a lo que sucede en la vida, sólo cierta puntualidad podía hacer que se cumpliera aquella acción —como felices son algunos instantes de los vivos.
Al final se convenció de que treinta y dos días podían representar una primera y creíble aproximación. Estableció que probaría con una sesión de trabajo al día, durante treinta y dos días, cuatro horas al día. Y era entonces cuando llegaba el momento de las bombillas.
El hecho es que no lograba imaginarse nada que terminara bruscamente, al finalizar la última sesión, de una forma burocrática e impersonal. Era evidente que el final de ese trabajo debería tener una andadura propia elegante, hasta incluso poética, y posiblemente imprevisible. Entonces se le vino a la cabeza la solución que había estudiado para la luz —dieciocho bombillas colgadas del techo, a distancias regulares, en hermosa geometría— y terminó imaginando que en torno al trigésimo segundo día esas bombillas empezaran a apagarse una a una, al azar, pero todas en un lapso no inferior a dos días y no superior a una semana. Vio su estudio deslizándose hacia una oscuridad por zonas, según un esquema aleatorio, y llegó a fantasear sobre cómo se irían desplazando, el modelo y él, para servirse de las últimas luces o, por el contrario, para refugiarse en la primera oscuridad. Se vio claramente a la débil luz de una última bombilla, dando tardíos retoques al retrato, y aceptando después la oscuridad, al morir el último filamento.
Es perfecto, pensó.
Por eso se presentó de nuevo delante del viejo, en Camden Town.
—No, tendrían que morirse y ya está, sin agonizar ni hacer ruidos, a ser posible.
El viejecito hizo uno de esos gestos indescifrables que hacen los artesanos para vengarse del mundo. Luego explicó que las bombillas no eran criaturas fáciles, que estaban sometidas a un montón de variables, y que a menudo tenían una forma propia de imprevisible locura.
—Por regla general, añadió, llegados a este punto el cliente dice: Como las mujeres. Ahórreme eso, por favor.
—Como los niños, dijo Jasper Gwyn.
El viejecito asintió con la cabeza. Como todos los artesanos, hablaba sólo mientras trabajaba, y en su caso esto significaba mantener entre sus dedos pequeñas bombillas, casi como si se tratara de huevos, y sumergidas en una solución opaca con el vago aspecto de un destilado. El objeto de dicha operación era manifiestamente inescrutable. Las secaba luego con un secador de pelo tan viejo como él.
Perdieron mucho tiempo divagando sobre la naturaleza de las bombillas, y Jasper Gwyn acabó descubriendo un universo cuya existencia jamás había sospechado. Le gustó de manera especial llegar a descubrir que las formas de las bombillas son infinitas, pero que son dieciséis las principales, y para cada una de ellas existe un nombre. Por una elegante convención, se trata en todos los casos de nombres de reinas o princesas. Jasper Gwyn escogió las Catalina de Médicis, porque parecían lágrimas escapadas de una araña de luces.
—¿Treinta y dos días?, preguntó el viejecito cuando decidió que aquel hombre era merecedor de su trabajo.
—La idea sería ésa.
—Sería necesario saber cuántas veces las apaga y las enciende.
—Una vez, respondió impecable Jasper Gwyn.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
El viejo se detuvo y levantó la mirada hacia Jasper Gwyn. Lo observó, por decirlo de algún modo, en el filamento de sus ojos. Buscó algo que no encontró. Una fractura. Entonces volvió a bajar su mirada hacia su trabajo y puso en marcha sus manos otra vez.
—Habrá que tener mucho cuidado a la hora de transportarlas y de montarlas, dijo. ¿Sabe usted sostener en la mano una bombilla?
—Nunca me había hecho esa pregunta, respondió Jasper Gwyn.
El viejecito le tendió una. Era una Isabel Romanov. Jasper Gwyn la agarró con cautela con la palma de la mano. El viejecito hizo una mueca.
—Utilice los dedos. Así va a matarla.
Jasper Gwyn obedeció.
—Cierre en bayoneta, sentenció el viejecito meneando la cabeza, si le doy unas de rosca, capaz es usted de cargárselas antes incluso de encenderlas. Y le cogió su Isabel Romanov.
Quedaron de acuerdo en que al cabo de nueve días el viejecito le entregaría a Jasper Gwyn dieciocho Catalina de Médicis, destinadas a apagarse en un lapso temporal que podría variar entre las setecientas sesenta y las ochocientas treinta horas. Se apagarían sin agonizar en inútiles destellos, y silenciosamente. Lo harían una a una, según un orden que nadie podría prever.
—Nos hemos olvidado de hablar del tipo de luz, dijo Jasper Gwyn cuando ya estaba a punto de marcharse.
—¿Cómo la quiere?
—Infantil.
—De acuerdo.
Se despidieron estrechándose las manos, y Jasper Gwyn se dio cuenta de que lo hacía con cuidado, como muchos años atrás era costumbre hacerlo con los pianistas.
Qué bonito, dijo la señora del fular impermeable. Puso el paraguas a secar sobre un radiador y se dio una vuelta para ver de cerca los detalles. El zapatero, las alfombras de colores cálidos, las manchas de humedad en las paredes y las de aceite sobre el suelo. Comprobó que la cama no fuera demasiado blanda y probó las butacas. Qué bonito, dijo.
De pie, en una esquina de su estudio, con el abrigo puesto todavía, Jasper Gwyn miraba lo que había levantado en un mes y medio, desde la nada, y en pos de una idea insensata. No halló errores, y pensó que todas las cosas habían sido hechas con atención y medida. De la misma manera, un copista habría podido colocar papel y pluma sobre la mesa, ponerse los manguitos de tela, elegir la tinta, seguro de reconocer la gama de azul más adecuada. Pensó que no se había equivocado: se trataba de un oficio magnífico. Por un instante acarició la idea de una placa de hierro oxidado en la puerta. Jasper Gwyn, copista.
—Es sorprendente hasta qué punto resulta inútil todo esto en ausencia de un modelo, observó la señora del fular impermeable. ¿O es que yo no lo he visto?, añadió mirando a su alrededor como quien busca la sección de salsas en un supermercado.
—No, nada de modelos, por ahora, dijo Jasper Gwyn.
—Me imagino que no estarán haciendo cola afuera, en la puerta.
—Aún no.
—¿Tiene ya pensado cómo resolver el asunto, o pretende ir posponiéndolo hasta que se le termine el contrato de alquiler?
De vez en cuando, a la anciana se le escapaba el tono de maestra de escuela. Ese modo huraño de implicarse en las cosas.
—No, si planeado ya lo tengo, respondió Jasper Gwyn.
—Le escucho.
Jasper Gwyn había pensado sobre el tema largo tiempo. Era evidente que tendría que reclutar a alguien, la primera vez, para ponerse a prueba. Era necesario, de todas formas, escoger bien, porque un modelo demasiado difícil podría desanimarlo inútilmente, y uno demasiado fácil no lo espolearía para encontrar lo que buscaba. Ni siquiera resultaba sencillo intuir cuál podía ser el grado de extrañamiento adecuado para ese primer experimento. Un amigo, por ejemplo, le facilitaría mucho la tarea, pero falsearía el experimento, porque ya sabría demasiadas cosas sobre él y no sería posible mirarlo igual que a un paisaje nunca visto. Por otra parte, elegir a un perfecto desconocido, como la lógica habría sugerido, implicaba toda una serie de engorros que Jasper Gwyn prefería de buena gana ahorrarse, por lo menos esa primera vez. Aparte de la dificultad de explicar el asunto en sí, de ponerse de acuerdo sobre el tipo de trabajo que realizar juntos, estaba la historia de la desnudez —espinosa. Instintivamente, a Jasper Gwyn le había parecido que la desnudez del modelo era una condición imprescindible. La imaginaba como una especie de latigazo necesario. Situaría todo más allá de un determinado confín, y sin esa incómoda dislocación sentía que no iba a abrirse ningún campo abierto, ninguna perspectiva infinita. Era por tanto necesario resignarse. El modelo tenía que estar desnudo. Pero Jasper Gwyn era una persona reservada y valoraba la timidez. No tenía familiaridad con los cuerpos y en su vida sólo había trabajado con sonidos y pensamientos. La mecánica de un piano era lo más físico que había tenido la ocasión de dominar. Si pensaba en un modelo desnudo, delante de él, lo que sentía era únicamente una profunda desazón y una desorientación inevitable. Por eso la elección del primer modelo era delicada, e incauta la hipótesis de elegir a un perfecto desconocido.
Al final, aunque sólo fuera para simplificar un poco las cosas, Jasper Gwyn decidió excluir la hipótesis de un varón. No era capaz de hacerlo. No era una cuestión de homofobia, sino de pura falta de costumbre. No era necesario complicarse demasiado la vida, en ese primer experimento: aprender a mirar un cuerpo masculino era algo que, de momento, prefería posponer. Una mujer sin duda alguna resultaría mejor, no se encontraría partiendo exactamente de cero. La elección de una mujer, no obstante, tenía implicaciones de las que Jasper Gwyn se daba cuenta perfectamente. Se añadía la variable del deseo. Le gustaría empezar con un cuerpo que fuera hermoso descubrir, mirar, observar. Pero estaba claro que hacer un retrato era un acto que había que mantener al amparo del deseo puro y simple, o, como mucho, tenía que tomar impulso a partir de ese deseo para luego dejar, de alguna forma, que fuera apagándose. Lo de hacer un retrato tenía que ser una cuestión de intimidades distantes. En consecuencia, una belleza excesiva estaría fuera de lugar. Demasiado poca, por otra parte, sería una aflicción inútil. Lo que buscaba Jasper Gwyn era una mujer a la que resultara bello mirar, pero no tanto que acabara uno deseándola.
—Yendo al grano, ¿la ha encontrado ya?, preguntó la señora del fular impermeable, mientras desenvolvía un caramelo de cítricos.
—Sí, creo que sí.
—¿Entonces?
—Tengo que buscar la manera de decírselo. No es tan fácil.
—Es un trabajo, Mr Gwyn, no le está pidiendo que se vaya a la cama con usted.
—Lo sé, pero es un trabajo extraño.
—Si se lo explica, lo entenderá. Y si no lo entiende, una generosa gratificación la ayudará a aclararse las ideas. Porque tendrá prevista ya una generosa gratificación, ¿no?
—No lo sé con exactitud.
—¿Qué pasa? ¿Se está haciendo el tacaño?
—No, no se trata de eso, imagínese, es que no quisiera ofender. En definitiva, se trata de dinero a cambio de un cuerpo desnudo.
—Claro, si me lo pone usted así…
—Es que es así.
—No es verdad. Sólo un acomplejado como usted puede imaginar la descripción de las cosas en esos términos.
—¿Los conoce usted mejores?
—Pues claro.
—La escucho.
—«Señorita, a cambio de cinco mil libras, ¿se dejaría usted mirar durante unos treinta días, justo lo necesario para transcribir su secreto?». No es una frase que resulte difícil decir. Entrénese un poco delante del espejo, eso ayuda.
—Cinco mil es un dineral.
—¿Qué pasa, ya empezamos otra vez?
Jasper Gwyn la miró, sonriendo, y la quiso mucho más. Por un instante pensó que con ella resultaría muy sencillo, con aquella mujer sería un modo perfecto de empezar.
—Ni se le ocurra, soy demasiado vieja. No debe empezar con un viejo, es demasiado difícil.
—Usted no es vieja. Usted está muerta.
La señora se encogió de hombros.
—Morir es tan sólo una forma particularmente exacta de envejecer.
De vuelta en casa, Jasper Gwyn se entrenó un rato delante del espejo. Luego llamó a Tom Bruce Shepperd. Eran las dos de la madrugada.
—¡Joder, Jasper, son las dos! ¡Estoy en la cama!
—¿Dormías?
—Dormir no es lo único que se puede hacer en una cama.
—Ah.
—Saludos de Lottie.
Se oyó de fondo la voz de Lottie que, sin rencor, decía Qué tal, Jasper. Tenía buen carácter.
—Lo siento, Tom.
—Olvídalo. ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto a perder? ¿Tengo que enviar a Rebecca en tu busca?
—No, no, ya no me pierdo. Pero, en efecto…, lo cierto es que precisamente era de ella de quien quería hablarte.
—¿De Rebecca?
Lo que Jasper Gwyn había pensado era que aquella chica era perfecta. Se le había metido en la cabeza que la belleza irremediable de su rostro sugería un deseo que luego su cuerpo desmentía, con un obrar plácido y lento, perfecto. Era veneno y antídoto —lo era de una forma dulce y enigmática. No había vez que Jasper Gwyn la hubiera visto sin sentir el deseo infantil de tocarla, sólo un poco: pero igual que podría desear posar sus dedos sobre un insecto brillante, o sobre un cristal cubierto de vapor. Por otra parte, la conocía pero no la conocía, parecía hallarse en la distancia adecuada, en esa zona intermedia donde cualquier forma de intimidad ulterior sería una conquista lenta pero no imposible. Sabía que podría estar mirándola durante mucho tiempo sin sometimiento, sin deseo, y sin aburrirse nunca.
—Sí, Rebecca, la becaria.
Tom se echó a reír.
—¿Qué, Jasper, tenemos debilidad por las gorditas?
Luego se volvió hacia Lottie.
—Escucha, escucha: a Jasper le gusta Rebecca.
De fondo se oyó la voz somnolienta de Lottie que decía ¿Qué Rebecca?
—Jasper, hermano mío, tú nunca dejas de sorprenderme.
—¿Podrías dejar un momento estas bromas de cuartel y prestarme atención?
—De acuerdo.
—Es algo serio.
—¿Te has enamorado?
—Es algo serio en el sentido de que se trata de un asunto de trabajo.
Tom se puso las gafas. En aquellas circunstancias, era su manera de abrir la oficina.
—¿Te ha convencido para que hagas las escenas de los libros que nunca escribirás? Ya te dije que era una chica muy preparada.
—No, Tom, no se trata de esa historia. La necesito para un trabajo mío. Pero no es ése.
—Quédate con ella. Con tal de que vuelvas a escribir, a mi me parece bien.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué?
—Quiero hacerle a ella mi primer retrato. ¿Te acuerdas de la historia de los retratos?
Tom se acordaba bien de esa historia.
—No me vuelve loco esa idea, ya lo sabes, Jasper.
—Lo sé, pero ahora el problema es otro. Necesitaría que Rebecca viniera a mi estudio para posar durante unos treinta días. Le pagaré. Pero me dirá que no quiere perder el trabajo contigo.
—¿Para posar?
—Quiero intentarlo.
—Tú estás loco.
—Es posible. Pero ahora necesito ese favor. Déjala trabajar conmigo un mesecito, y luego la recuperas.
Siguieron un rato hablando del tema y fue una hermosa llamada telefónica, porque acabaron conversando del oficio de escribir, y de las cosas que a ambos les gustaban. Jasper Gwyn explicó que aquella situación del retrato le atraía porque forzaba a doblegar el talento hasta una posición incómoda. Se daba cuenta de que las premisas eran absurdas, pero precisamente por eso le atraía, ante la sospecha de que si uno le arrebataba a la escritura la posibilidad natural de la novela, algo haría ella para sobrevivir, algún movimiento, algo. Dijo también que ese algo sería lo que la gente compraría después y se llevaría a sus casas. Añadió que sería el fruto imprevisible de un rito doméstico y privado, no destinado a aflorar a la superficie del mundo y, por tanto, ajeno a las miserias en que se veía envuelto el oficio de escritor. De hecho, concluyó, estamos hablando de un oficio distinto. Existía para ello un posible nombre: hacer de copista.
Tom estuvo escuchando. Intentaba comprender.
—No veo cómo podrías tratar de superar el cándido brazo suavemente apoyado sobre la cadera o la luminosa mirada como un amanecer oriental, dijo en un momento dado. Y para ese género de cosas es difícil imaginarse hacerlo mejor que un Dickens o que un Hardy.
—Bueno, claro, si me quedo en eso, la derrota está asegurada.
—¿Estás seguro de que existe algo más allá?
—Seguro no. Tengo que intentarlo, ya te lo he dicho.
—Pues entonces mira lo que vamos a hacer: yo te paso a mi becaria y no te toco más los cojones, pero tú me prometes que si al final del experimento no has hallado algo de verdad, vuelves a escribir. Libros, me refiero.
—¿Qué es esto, un chantaje?
—Un pacto. Si no lo consigues, lo haces como yo digo. Se empieza con las escenas de los libros que nunca vas a escribir, o lo que tú quieras. Pero se le devuelve el estudio a John Septimus Hill y se firma un buen contrato nuevo.
—Podría encontrar a otra persona que venga a posar.
—Pero tú quieres a Rebecca.
—Sí.
—¿Entonces?
Jasper Gwyn pensó que, entre una cosa y otra, aquel jueguecito no le desagradaba. La idea de que el fracaso lo hiciera retroceder hasta el horror de las cincuenta y dos cosas que no quería volver a hacer le pareció de repente electrizante. Acabó aceptando. Eran casi las tres de la madrugada y aceptó. Tom pensó que estaba a punto de recuperar a uno de los pocos escritores a los que representaba y podía considerar verdaderamente un amigo.
—Mañana te envío a Rebecca. ¿A la lavandería, como siempre?
—Tal vez sería mejor un lugar algo más reservado.
—Al bar del Hotel Stafford, entonces. ¿A las cinco?
—Está bien.
—No le des plantón.
—No.
—¿Te he dicho ya que te quiero mucho?
—Esta noche no.
—Qué raro.
Estuvieron todavía unos diez minutos más soltando gansadas. Dos críos de dieciséis años.
Al día siguiente, a las cinco, Jasper Gwyn se presentó en el Hotel Stafford, aunque sólo fue por cortesía, porque entre tanto había decidido dejarlo correr, tras llegar a la conclusión de que la idea de hablar con aquella chica quedaba por completo fuera de su alcance. De todas formas, cuando Rebecca llegó, escogió una mesita tranquila, pegada a una ventana que daba a la calle, y no le resultó difícil soltar las primeras ocurrencias sobre el tiempo y el tráfico, que a esas horas lo complicaban todo hasta lo imposible. Convencido de que iba a pedir un whisky, pidió por el contrario un zumo de manzana con hielo y se acordó de unas pastitas que allí hacían muy buenas. Para mí un café, dijo Rebecca. Como todas las personas verdaderamente gordas, ni siquiera tocó las pastitas. Estaba radiante, en su belleza sin objeto.
Primero se dijeron cosas que no venían a cuento, lo justo para ir tomándose un poco las medidas, como suele hacerse. Rebecca dijo que los hoteles elegantes le daban un poco de miedo, pero Jasper Gwyn le hizo notar que pocas cosas hay en el mundo tan hermosas como los vestíbulos de los hoteles.
—Con toda esa gente que va y viene, dijo. Y todos esos secretos.
Luego se lanzó a una confesión, algo que no resultaba habitual en él, y dijo que en otra vida le habría gustado ser un vestíbulo de hotel.
—¿Se refiere a trabajar en un vestíbulo de hotel?
—No, no, ser un vestíbulo de hotel, físicamente. Aunque fuera de un tres estrellas, eso no me importa.
Entonces Rebecca se rió, y cuando Jasper Gwyn le preguntó qué pensaba que le gustaría ser en la próxima vida, ella dijo Una estrella de rock anoréxica, y parecía tener preparada la respuesta desde siempre.
Así que al cabo de un rato todo fue más sencillo, y Jasper Gwyn pensó que podía intentar, verdaderamente, decirle qué es lo que tenía pensado. Se tomó las cosas con calma, aunque ésa era, de todas formas, su manera de hacer las cosas.
—¿Puedo preguntarle si se fía usted de mí, Rebecca? Me refiero a si está usted convencida de que se encuentra sentada delante de una persona educada, que nunca la pondría en situaciones, digamos, desagradables.
—Sí, claro.
—Porque quisiera pedirle algo un poco raro.
—Dígame.
Jasper Gwyn escogió una pastita, estaba buscando las palabras adecuadas.
—Verá, recientemente tomé la decisión de intentar hacer retratos.
La muchacha inclinó la cabeza una pizca.
—Naturalmente, yo no sé pintar, y de hecho lo que tengo en la cabeza es escribir retratos. Ni siquiera yo sé muy bien qué significa esto, pero tengo la intención de hacer la prueba, y la idea que se me ha ocurrido es que me gustaría empezar haciendo un retrato de usted.
La muchacha permaneció impasible.
—Así que lo que quería preguntarle, Rebecca, es si estaría dispuesta a posar para mí, en mi estudio, posar para un retrato. Para que se haga una idea, puede usted pensar en lo que pasaría con un pintor, o con un fotógrafo, no sería muy diferente: ésa es la situación, si puede usted imaginársela.
Hizo una pequeña pausa.
—¿Quiere que prosiga o prefiere que lo dejemos aquí?
La muchacha se inclinó ligeramente hacia la mesita y cogió entre sus dedos la tacita de café. Pero no se la llevó de inmediato a los labios.
—Prosiga, dijo.
Entonces Jasper Gwyn le explicó.
—He alquilado un estudio, detrás de Marylebone High Street, una gran habitación enorme, tranquila. He colocado una cama, dos butacas, poco más. Madera en el suelo, paredes viejas, un buen sitio. Lo que querría es que viniera usted allí, cuatro horas al día, durante unos treinta días, de las cuatro de la tarde a las ocho de la noche. Sin saltarse nunca un día, ni siquiera los domingos. Me gustaría que llegara puntual y que, pasara lo que pasara, permaneciera allí durante cuatro horas posando, que para mí significa, simplemente, dejarse mirar. No tendrá que permanecer en una postura elegida por mí, sino sólo estar en esa habitación, donde le venga en gana, caminando o quedándose echada, sentándose donde le parezca. No tendrá nunca que contestar a preguntas ni que hablar, ni tampoco voy a pedirle que haga nunca nada en particular. ¿Prosigo?
—Sí.
—Me gustaría que posara usted desnuda, porque creo que se trata de una condición inevitable para el éxito del retrato.
Esto se lo había preparado delante del espejo. Las palabras se las había limado la señora del fular impermeable.
La muchacha tenía aún la tacita en la mano. De vez en cuando la llevaba hasta los labios, pero sin decidirse del todo a beber.
Jasper Gwyn sacó una llave del bolsillo y la dejó en la mesita.
—Lo que me gustaría es que usted cogiera esta llave y la utilizara para entrar en el estudio, cada día a las cuatro de la tarde. No importa lo que yo esté haciendo, tiene usted que olvidarse de mí. Actúe usted como si estuviera sola, allí dentro, durante todo el tiempo. Sólo le pido que se marche, a las ocho en punto de cada noche, y que cierre la puerta a su espalda. Una vez hayamos terminado, me devolverá la llave. Tómese su café o se le va a enfriar.
La muchacha miró la tacita que tenía entre sus dedos como si la viera por primera vez. La colocó en el platito, sin beber.
—Prosiga, dijo. Algo, en alguna parte, se le había crispado.
—He hablado del asunto con Tom. Está de acuerdo en concederle un permiso para esos treinta o treinta y cinco días, y al finalizar el plazo volverá a trabajar para él en su agencia. Sé que, en cualquier caso, se trataría para usted de un gran compromiso, y por ello le propongo la cifra de cinco mil libras para compensarla por las molestias que tenga y por la disponibilidad que tan amablemente va a ofrecerme usted. Una última cosa, es importante. En el caso de que aceptara, no deberá hablar del tema con nadie, es un trabajo que pretendo realizar de la manera más apartada posible, y no tengo interés alguno en que ningún periódico ni nadie conozca el asunto. Usted, Tom y yo seremos los únicos en conocerlo, y para mí es extremadamente importante que la cosa quede entre nosotros. Ya está, me parece que se lo he dicho todo. Las recordaba más buenas, estas pastitas.
La muchacha sonrió y se volvió hacia la ventana. Se quedó un rato mirando a la gente que pasaba, de vez en cuando seguía a alguien con la mirada. Luego miró de nuevo fijamente a Jasper Gwyn.
—Si lo hiciera, ¿podría llevar libros?, preguntó.
Jasper Gwyn se vio sorprendido por su propia respuesta.
—No.
—¿Música?
—Tampoco. Creo que simplemente tendría que estar consigo misma, y nada más. Durante un tiempo ampliamente irracional.
La muchacha asintió, le parecía entenderlo.
—Me imagino, dijo, que sobre el asunto del desnudo es inútil discutir.
—Créame, será más engorroso para mí que para usted.
La muchacha se rió.
—No, no se trata de eso…
Bajó la cabeza. Se arregló unas arrugas de la falda.
—La última vez que alguien quiso mirarme la cosa no salió demasiado bien.
Hizo un gesto con la mano, como si se sacara algo de encima.
—Pero yo he leído sus libros, dijo, de usted me fío.
Jasper Gwyn le sonrió.
—¿Quiere pensárselo unos días?
—No.
Se inclinó hacia adelante y cogió la llave que Jasper Gwyn había dejado en la mesita.
—Hagamos la prueba, dijo.
Luego se quedaron un buen rato en silencio, cada uno en sus pensamientos: parecían una de esas parejas que llevan tanto tiempo queriéndose que ya no necesitan hablar.
Esa noche Jasper Gwyn hizo algo ridículo, se puso delante del espejo desnudo y se quedó allí mirándose largo rato. Lo hizo porque estaba convencido de que Rebecca estaba haciendo lo mismo, en su casa, en ese mismo momento.
Al día siguiente fueron juntos a visitar el estudio. Jasper Gwyn le explicó cómo iba la llave y todo lo demás. Le explicó que trabajaría oscureciendo las ventanas con los postigos de madera y encendiendo las luces. Le encareció vivamente que, al salir, no las apagara. Le dijo que le había prometido a un viejecito que no lo haría nunca. Ella no preguntó nada, pero señaló que no había luces. Están a punto de llegar, dijo Jasper Gwyn. En un momento dado ella fue a echarse a la cama, y se quedó unos instantes allí, mirando fijamente al techo. Jasper Gwyn se puso a colocar algo arriba, donde estaba el cuarto de baño: no quería encontrarse con ella, en silencio, en aquel estudio, antes de que fuera el momento adecuado para hacerlo. Sólo bajó cuando oyó los pasos de ella sobre la madera de la habitación.
Antes de salir, Rebecca echó un último vistazo a su alrededor.
—¿Dónde se pondrá usted?, preguntó.
—Olvídese de mí. Yo no existo.
Rebecca sonrió, e hizo una bonita mueca para decir que sí, que lo entendía, y que tarde o temprano se acostumbraría.
Acordaron que podían empezar el lunes siguiente.
Echando cuentas, habían pasado dos años, tres meses y doce días desde que Jasper Gwyn comunicara al mundo que dejaba de escribir. Fuera cual fuese la consecuencia que ese hecho hubiera tenido sobre su figura pública, él la desconocía. El correo llegaba por una vieja costumbre a Tom, y hacía cierto tiempo que Jasper Gwyn le había pedido que no hacía falta que se preocupara de pasárselo: total, ya había dejado de abrirlo. Los periódicos los leía muy raras veces, a internet no se conectaba nunca. De hecho, desde que publicara la lista de las cincuenta y dos cosas que no volvería a hacer nunca más, Jasper Gwyn había acabado deslizándose hacia un aislamiento que otros interpretarían como un declive pero que él tendía a vivir como un alivio. Se había convencido de que tras doce años de exposición pública innatural, inevitable dado su trabajo como escritor, le correspondía alguna forma de convalecencia. Imaginaba, probablemente, que cuando empezara de nuevo a trabajar, en su nueva ocupación de copista, todos los retazos de su vida se despertarían otra vez y se recompondrían formando un cuadro nuevamente presentable. Así, cuando Jasper Gwyn salió de casa, ese lunes, lo hizo con la certeza de que no estaba entrando simplemente en el primer día de su nuevo trabajo, sino en una nueva estación de su existencia. Esto explica por qué al salir se encaminó resueltamente hacia su barbero de confianza, con la precisa intención de raparse al cero.
Tuvo suerte. Estaba cerrado por reformas.
Entonces perdió un poco el tiempo y hacia las diez se presentó en el taller del viejecito de Camden Town, el de las bombillas. Se habían puesto de acuerdo por teléfono. El viejo cogió de un rincón una vieja caja de pasta italiana que había sellado con una cinta adhesiva ancha y dijo que estaba listo. En el taxi no quiso dejarla en el portaequipajes y durante todo el viaje la mantuvo sobre sus piernas. Como se trataba de una caja más bien grande pero cuyo contenido era evidentemente ligero, había algo irreal en la agilidad con que descendió del taxi y subió los escasos peldaños que llevaban hasta el estudio de Jasper Gwyn.
Al entrar, se quedó quieto un instante, de pie, sin soltar la caja.
—Yo ya he estado aquí.
—¿Le gustan las motos antiguas?
—Ni siquiera sé lo que es eso.
Abrieron con cuidado la caja y sacaron las dieciocho Catalina de Médicis. Estaban envueltas una a una en un suavísimo papel de seda. Jasper Gwyn acercó la escalera que había comprado en la tienda de un indio a la vuelta de la esquina y luego se retiró. El viejo empleó un tiempo irracional, a fuerza de mover la escalera, y subir, y bajar, pero al final obtuvo el efecto deseado de dieciocho Catalina de Médicis instaladas en dieciocho portalámparas colgados del techo en disposición geométrica. Incluso apagadas tenían un aspecto inmejorable.
—¿Enciende usted?, preguntó Jasper Gwyn, tras haber entornado los postigos de las ventanas.
—Sí, será lo mejor, respondió el viejo, como si una presión inexacta sobre el interruptor tuviera la capacidad de comprometerlo todo. Probablemente, en su enfermiza mente de artesano, la tenía.
Se acercó al cuadro de electricidad y, con la vista clavada en sus bombillas, pulsó el interruptor.
Se quedaron unos instantes en silencio.
—¿Le dije que las quería rojas?, preguntó azorado Jasper Gwyn.
—Cállese.
Por alguna razón que Jasper Gwyn no era capaz de entender, las bombillas, que se habían encendido con un color rojo brillante que había transformado el estudio en un burdel, lentamente fueron decolorándose hasta manifestarse en una tonalidad entre el ámbar y el azul que no podría definirse en otros términos que no fueran infantil.
El viejo balbuceó algo, satisfecho.
—Increíble, dijo Jasper Gwyn. Estaba sinceramente emocionado.
Antes de salir, puso en marcha la instalación que le preparara David Barber y en la gran habitación empezó a fluir una corriente de sonidos que aparentemente arrastraba, con prodigiosa lentitud, montones de hojas secas y neblinosas armonías de instrumentos de viento de niños. Jasper Gwyn echó un último vistazo a su alrededor. Todo estaba listo.
—No es por meterme en sus asuntos, ¿pero qué hace usted aquí dentro?, preguntó el viejo.
—Trabajo. Hago de copista.
El viejo asintió con la cabeza. Estaba verificando que en la habitación no había ningún escritorio y, por el contrario, asomaban una cama y dos butacas. Pero sabía que todo artesano tiene su estilo particular.
—Yo conocí, hace tiempo, a alguien que era copista, dijo solamente.
Pero no profundizaron en el tema.
Comieron juntos, en un pub del otro lado de la calle. Cuando se despidieron, con digno calor, eran las tres menos cuarto. Faltaba algo más de una hora para la llegada de Rebecca, y Jasper Gwyn se dispuso a realizar lo que, hasta el más mínimo detalle, hacía ya días que tenía programado realizar.
Se fue hasta el metro, cogió la línea Bakerloo, se bajó en Charing Cross y, durante un par de horas, visitó algunas librerías de viejo buscando, sin encontrarlo, un manual sobre el uso de las tintas. Accidentalmente, compró una biografía de Rebecca West y robó, escondiéndosela en el bolsillo, una antología de haikus del siglo XVIII. Hacia las cinco entró en un café porque necesitaba ir al aseo. En la mesa, mientras se tomaba un whisky, hojeó la antología de haikus preguntándose por enésima vez qué clase de cabeza había que tener para ir en busca de una forma de belleza como aquélla. Cuando se dio cuenta de que ya eran las seis, salió para ir a un pequeño supermercado ecológico que estaba en las cercanías, y allí compró cuatro cosas para la cena. Luego se encaminó hasta la parada de metro más próxima, entreteniéndose un poco visitando una lavandería que encontró en su camino: desde hacía tiempo abrigaba la idea de hacer una guía de los cien mejores lugares donde lavar la ropa en Londres, por lo que no perdía ninguna ocasión para ponerse al día. Llegó a casa cuando eran las siete y veinte. Se dio una ducha, puso un disco de Billie Holiday y se hizo la cena, calentando a fuego lento una crema de lentejas que luego enterró bajo el parmesano rallado. Cuando acabó de comer, dejó la mesa puesta y se tumbó en el sofá, escogiendo los tres libros a los que dedicaría la velada. Eran una novela de Bolaño, las historietas completas del Pato Donald de Carl Barks y el Discurso del método de Descartes. Por lo menos dos de los tres habían cambiado el mundo. El tercero, al menos, lo había respetado. A las nueve y cuarto sonó el teléfono. Por regla general, Jasper Gwyn no contestaba, pero aquél era un día especial.
—¿Diga?
—Hola, soy Rebecca.
—Buenas noches, Rebecca.
Se dilató un largo instante de silencio.
—Perdóneme si le molesto. Sólo quería decirle que he ido al estudio, hoy.
—Estaba seguro de ello.
—Es que me han entrado dudas sobre si me habría equivocado de día.
—No, no, era hoy mismo.
—Vale, pues ya puedo irme a la cama tranquila.
—Claro que sí.
Sopló otra racha de silencio.
—He ido allí y he hecho lo que usted me dijo.
—Muy bien. No habrá apagado las luces, ¿verdad?
—No, lo he dejado todo tal y como estaba.
—Perfecto. Entonces hasta mañana.
—Sí.
—Buenas noches, Rebecca.
—Buenas noches. Y perdone si le he molestado.
Jasper Gwyn volvió a leer. Estaba justo a mitad de una historia fantástica. El Pato Donald trabajaba de viajante y lo habían enviado a la zona más salvaje de Alaska. Escalaba montañas y descendía ríos llevando siempre consigo un muestrario de los productos que tenía que vender. Lo divertido era el tipo de producto que tenía que vender: órganos tubulares.
Luego pasó a Descartes.
Pero al día siguiente ya estaba allí cuando Rebecca llegó.
Estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared. Por el estudio fluía el loop de David Barber. Un río lento.
Rebecca saludó con una sonrisa prudente. Jasper Gwyn hizo un gesto con la cabeza. Llevaba una chaqueta ligera y había elegido para esa ocasión unos zapatos de cuero, con cordones, marrón claro. Transmitían una impresión de seriedad. De trabajo.
Cuando Rebecca empezó a desnudarse él se levantó para colocar mejor los postigos de una ventana, más que nada porque le parecía poco elegante quedarse allí mirando. Ella dejó la ropa en una de las butacas. Lo último que se quitó fue una camiseta negra. Debajo no llevaba nada. Se fue a la cama a sentarse. Muy blanca de piel, un tatuaje en la base de la espalda.
Jasper Gwyn volvió a sentarse en el suelo, donde estaba antes, y empezó a mirar. Le sorprendieron sus pequeños pechos y los lunares secretos, pero no era en los detalles donde determinó demorarse —era más urgente comprender el conjunto, reconducir hasta cierta unidad esa figura que parecía, por razones que habría que aclarar, no tener ninguna coherencia. Pensó que sin ropa daba la impresión de ser una figura casual. Casi de inmediato perdió la noción del tiempo, y le resultó natural el gesto simple de observar. Cada tanto bajaba la mirada, como quien vuelve a subir a la superficie a respirar.
Durante mucho rato Rebecca permaneció sentada en la cama. Luego Jasper Gwyn la vio levantarse e ir midiendo con lentitud la habitación, con pequeños pasos. Mantenía los ojos sobre el suelo, y buscaba puntos imaginarios donde colocar los pies, que eran de niña. Se movía como si fuera recogiendo a cada paso pedazos de sí misma que no estaban destinados a permanecer unidos. Su cuerpo parecía el resultado de un esfuerzo de voluntad.
Volvió hacia la cama. Se echó de espaldas, con la nuca apoyada sobre la almohada. Tenía los ojos abiertos.
A las ocho se vistió de nuevo y permaneció sentada unos minutos, con el impermeable puesto, en una silla, respirando. Luego se levantó y se marchó —justo un mínimo gesto de despedida.
Jasper Gwyn durante un rato no se movió. Cuando se levantó, lo hizo para ir a echarse en la cama. Empezó a mirar el techo. Había colocado la cabeza en el hueco de la almohada dejado por Rebecca.
—¿Qué tal, cómo ha ido?, preguntó la señora del fular impermeable.
—No lo sé.
—Esa chica vale mucho.
—No estoy seguro de que vuelva.
—¿Y eso por qué?
—Es todo tan absurdo.
—¿Y qué?
—No estoy seguro ni yo mismo de volver.
Pero al día siguiente volvió.
Se le ocurrió la idea de llevar consigo un cuaderno. Lo eligió no demasiado pequeño, con las hojas de color crema. Con un lápiz, entonces, de tanto en tanto anotaba palabras, luego arrancaba la hojita y la pegaba con una chincheta en el suelo, eligiendo para ello un lugar distinto cada vez, como quien coloca trampas para ratones.
Escribió así una frase en un momento dado, y luego vagó un poco por la habitación hasta elegir un punto, en el suelo, no lejos de donde Rebecca estaba en ese momento, de pie, apoyada en una pared. Se agachó y lo clavó con la chincheta en la madera. Luego levantó la mirada hacia Rebecca. Nunca había estado tan cerca de ella desde que empezaron. Rebecca lo miraba directamente a los ojos. Lo hacía de forma mansa, sin intenciones. Se quedaron mirándose así. Respiraban lentamente, en el río de sonidos de David Barber. Luego Jasper Gwyn bajó la mirada.
Antes de marcharse, Rebecca cruzó la habitación y fue justo a donde Jasper Gwyn se había agazapado, sentado en el suelo, en una esquina. Se sentó a su lado, dejando las piernas estiradas y escondiendo las manos entre los muslos, con los dorsos tocándose. No se volvió para mirarlo, sólo permaneció allí, con la cabeza apoyada en la pared. Jasper Gwyn sintió entonces la tibia proximidad, y el perfume. Así hasta que Rebecca se levantó, se vistió de nuevo, y se marchó.
Al quedarse solo, Jasper Gwyn anotó algo en sus hojitas y fue a pegarlas en el suelo, en puntos que buscó con minuciosa atención.
Rebecca adoptó la costumbre de caminar alrededor de esas hojitas los días que siguieron, trazando recorridos que la llevaban de una a otra como si buscara la silueta de determinada figura. Nunca se paraba para leerlas, sólo vagaba a su alrededor. Lentamente Jasper Gwyn vio cómo iba cambiando de maneras, mostrándose diferente en su mostrarse, más inesperada en sus gestos. Sería tal vez el séptimo o el octavo día cuando de pronto la vio constituida en una belleza sorprendente, sin fisuras. Duró un instante, como si ella supiera a la perfección adónde se había lanzado y no tuviera intención de quedarse. De manera que desplazó el peso hacia la otra cadera, levantando una mano para arreglarse el pelo, y volviéndose imperfecta.
Ese mismo día, en un momento dado, se puso a murmurar, en voz baja, echada en la cama. Jasper Gwyn no podía oír sus palabras, ni tampoco lo quería. Pero ella siguió así durante minutos y minutos; de vez en cuando sonreía, o se quedaba en silencio, y luego volvía. Parecía como si estuviera contándole algo a alguien. Mientras hablaba deslizaba las palmas de sus manos, arriba y abajo, sobre sus piernas estiradas. Las detenía cuando se callaba. Sin siquiera darse cuenta, Jasper Gwyn terminó acercándose a la cama, como quien persigue a un animalillo y acaba a pocos pasos de su madriguera. Ella no reaccionó, sólo bajó el tono de voz, y siguió hablando, pero casi sin mover los labios, en un susurro que cesaba unos instantes y luego volvía a empezar.
Al día siguiente, mientras Jasper Gwyn la miraba, se le llenaron los ojos de lágrimas, pero fue un momento, un tránsito de pensamientos, o de recuerdos en fuga.
Si Jasper Gwyn tuviera que decir cuándo empezó a pensar que había una solución, probablemente mencionaría cierto día en que ella se había puesto, en un momento determinado, la camisa, y no era una forma de echarse atrás con respecto a una decisión suya, sino de ir hacia adelante, más allá de lo que había decidido. La tuvo puesta un rato, desabrochada por delante —jugaba con los puños. Entonces hubo algo en ella que se desplazó, de una manera que podría definirse como lateral, y Jasper Gwyn sintió, por primera vez, que Rebecca le estaba dejando entrever su propio retrato.
Esa noche salió a caminar por las calles y lo hizo durante horas, sin notar cansancio. Se fijó en que había lavanderías que no cerraban nunca, y constató ese detalle con cierta satisfacción.
Ya ni siquiera la veía gorda, o bella, y todo cuanto hubiera pensado o advertido sobre ella, antes de entrar en aquel estudio, se había disuelto por completo, o nunca había existido. Como tampoco le parecía que allí dentro el tiempo pasara, sino más bien que se desarrollaba un único instante, siempre idéntico a sí mismo. Empezaba a reconocer, de tanto en tanto, pasajes del loop de David Barber, y ese periódico volver a pasar, siempre iguales, otorgaba a toda forma de transcurrir una inmovilidad poética frente a la que el acaecer del mundo, fuera de allí, perdía cualquier encanto. Que todo adquiriera forma en una única luz inmóvil de tono infantil era algo de una delicia infinita. Los olores del estudio, el polvo que iba posándose sobre las cosas, la suciedad a la que nadie oponía resistencia —todo ofrecía la impresión de un animal aletargado, que respiraba lentamente, apenas visible. A la señora del fular impermeable, que pedía explicaciones, Jasper Gwyn llegó a explicarle que había algo hipnótico en todo aquello, afín a los efectos de una droga. Yo no exageraría tanto, dijo la anciana. Y le recordó que, en el fondo, se trataba de un trabajo, su trabajo como copista. Mejor piense usted en hacer algo que sea bueno, añadió, si no, me voy derechita a buscar a mis estudiantes.
—¿Cuántos días faltan?, preguntó Jasper Gwyn.
—Unos veinte, me parece.
—Tengo tiempo.
—¿Ha escrito algo ya?
—Apuntes. Nada que tenga sentido leer.
—Si yo fuera usted no estaría tan tranquila.
—No estoy tranquilo. Sólo he dicho que tengo tiempo. Pensaba ponerme histérico dentro de unos días.
—Vosotros los jóvenes: siempre posponiendo las cosas.
A menudo llegaba con retraso, cuando Rebecca ya estaba en el estudio. Podían ser unos diez minutos, pero también una hora. Lo hacía deliberadamente. Le gustaba encontrarla ya desaparecida para sí misma en el río sonoro de David Barber y en aquella luz —mientras que él todavía llevaba encima la crudeza y el ritmo del mundo de fuera. Entraba entonces haciendo el menor ruido posible y en el umbral se detenía, buscándola con la mirada como en una gran jaula: el instante en que la encontraba, ésa era la imagen que más nítida se le quedaría en la memoria. Con el tiempo ella se había acostumbrado, y no se movía al abrirse las puertas, sino que únicamente se estaba en su estar. Desde hacía ya unos días habían abandonado toda clase de inútil liturgia de saludo, tanto al encontrarse como al separarse.
Un día entró y Rebecca dormía. Echada en la cama, ligeramente recostada sobre un lado. Respiraba lentamente. Jasper Gwyn acercó en silencio una butaca hasta los pies de la cama. Se sentó y permaneció largo rato mirándola. Como nunca había hecho hasta entonces; desde cerca seguía los detalles, los pliegues del cuerpo, los matices de blanco sobre la piel, las pequeñas cosas. No le importaba fijarlos así en la memoria, no le servirían para su retrato, pero mediante ese mirar adquiría una cercanía clandestina que sin embargo lo ayudaba y lo llevaba lejos de allí. Dejó que pasara el tiempo sin darles prisa a las ideas que sentía llegar, escasas y en desorden, como gente desde una frontera. En cierto momento, Rebecca abrió los ojos, lo vio. Instintivamente, cerró las piernas. Pero luego lentamente volvió a abrirlas, reencontrando la postura que había abandonado —lo observó unos instantes, y al final cerró otra vez los ojos.
Jasper Gwyn no se movió de la butaca ese día, y tanto se aproximó a Rebecca que resultó natural acabar donde ella estaba, primero atravesando un sopor lleno de imágenes, luego deslizándose en el sueño, sin oponer resistencia, abandonado en la butaca. Lo último que oyó fue la voz de la señora del fular impermeable. Menuda forma de trabajar, decía.
Pero en cambio le pareció normal a Rebecca cuando abrió de nuevo los ojos —algo que tenía que ocurrir. El escritor dormido. Qué extraña dulzura. Silenciosamente bajó de la cama. Ya pasaban de las ocho. Antes de vestirse se acercó a Jasper Gwyn y se quedó mirándolo —este hombre, pensó. Giró a su alrededor, y dado que tenía un codo sobre el reposabrazos, la mano abandonada en el vacío, acercó sus caderas a esa mano, hasta casi rozarla, y se quedó por un instante inmóvil —los dedos de este hombre y mi sexo, pensó. Se volvió a vestir sin hacer ruido. Al salir, él todavía estaba durmiendo.
Como cada noche, dio sus primeros pasos por la calle con una inseguridad de animal recién nacido.
Volvió a su casa y había un chico.
—Hola, Rebecca, dijo.
—Te he dicho que me avises, cuando vayas a volver.
Pero sin quitarse siquiera el abrigo lo besó.
Luego, ya de noche, Rebecca le dijo que tenía un trabajo nuevo. Poso para un pintor, dijo.
—¿Tú?
—Sí, yo.
Él se rió.
—Desnuda, dijo ella.
—Venga ya.
—No está mal como trabajo. Todos los días, cuatro horas al día.
—Qué coñazo. ¿Quién te obliga a hacerlo?
—Dinero. Me da cinco mil libras. Tenemos que pagar de alguna manera esta casa. ¿Te ocupas tú de ello?
El muchacho trabajaba de fotógrafo, pero no parecía que hubiera mucha gente dispuesta a creérselo. De manera que de todo se ocupaba Rebecca: el alquiler, las facturas, la comida de la nevera. Él de vez en cuando desaparecía, luego regresaba. Sus cosas estaban allí. Rebecca tenía la costumbre de resumir la situación en términos muy elementales. Estoy enamorada de un gilipollas, decía.
Un par de meses antes, él le había dicho que un amigo suyo quería hacerle unas fotografías. Acordaron verse una tarde, allí, en su casa. Bebieron mucho y al final Rebecca acabó desnuda en la cama, con ese amigo suyo sacando fotos. No le importaba. En un momento dado su novio gilipollas se desnudó y fue hasta donde estaba ella. Empezaron a hacer el amor. El amigo, mientras tanto, seguía sacando fotos. Luego, durante unos días, Rebecca no quiso ver a su novio gilipollas. Pero ni siquiera entonces había dejado de quererlo.
Ella sabía, por otra parte, que su cuerpo siempre iba a llevarla hasta amores absurdos. Ningún hombre piensa en desear un cuerpo como aquél. Pero la experiencia le había enseñado a Rebecca que, por el contrario, muchos lo desean y a menudo es el resultado de alguna herida que no quieren admitir. A menudo sienten miedo hacia el cuerpo femenino, sin saberlo. Algunas veces necesitan despreciar para excitarse, y entonces poseer ese cuerpo los hace sentirse bien. Se daba casi siempre una especie de espera de perversión en círculo, como si elegir esa belleza anómala comportara necesariamente el abandono de las formas más simples y rectilíneas del deseo. Así, a los veintisiete años, Rebecca tenía ya un montón de recuerdos erróneos, donde a duras penas podría reencontrar la sencilla dulzura de un momento limpio. No le importaba. No había nada que pudiera ya hacerse a ese respecto.
Por eso seguía con ese novio gilipollas. Por eso no se había sorprendido cuando Jasper Gwyn le hizo esa proposición. Era exactamente el tipo de cosas que había aprendido a esperar de la vida.
Por la mañana dejó al novio gilipollas dormido en la cama y se marchó sin darse siquiera una ducha. Llevaba una noche de sexo a cuestas y le apeteció llevársela consigo, toda entera. Hoy me pillas así, querido Jasper Gwyn, veamos qué efecto te produce.
Durante cuatro horas, por la mañana, iba aún a trabajar con Tom. Sentía veneración por ese hombre. Desde que, tres años atrás, un accidente de coche lo había constreñido a ir en silla de ruedas, se había construido a su alrededor una oficina enorme, una especie de pueblo, donde él era Dios. Se había rodeado de empleados de todas las clases, algunos viejísimos, otros completamente locos. Él permanecía colgado del teléfono todo el tiempo. Pagaba poco y raramente, pero eso era un detalle. Tenía tal energía, y generaba tanta vida a su alrededor, que la gente acababa adorándolo. Era de esas personas a las que si por casualidad a ti te da por palmarla, se lo toman como un desaire personal.
Del tema del retrato nunca le había dicho nada. Tan sólo una vez, cuando hacía ya algunos días que Rebecca iba por las tardes con Jasper Gwyn, él pasó cerca de ella con su silla de ruedas y frenando de golpe delante de su mesa dijo:
—Si te pregunto algo, mándame a tomar por culo.
—De acuerdo.
—¿Cómo se comporta el viejo Jasper?
—Váyase a tomar por culo.
—Perfecto.
Así, a la una se levantaba, cogía sus cosas y pasaba a despedirse de Tom. Ambos sabían adónde iba, pero fingían que no pasaba nada. De vez en cuando él sólo echaba una mirada a cómo iba vestida. Tal vez pensaba deducir algo de ello, quién sabe.
Al estudio de Jasper Gwyn iba en metro, pero siempre se bajaba una parada antes, para caminar un poco antes de entrar. Por la calle iba dándole vueltas a la llave. Y ésa era su manera de empezar a trabajar. Otra cosa que hacía era pensar en qué orden iba a quitarse la ropa. Era raro, pero estando cerca de aquel hombre todos y cada uno de los días se acababa aprendiendo una especie de precisión en los gestos que ella nunca se había imaginado que fuera necesaria. Te llevaba a creer que no todo era equivalente, y que alguien, desde algún sitio, protocolaba cada uno de nuestros actos —un día, fácilmente, iba a pedirnos cuentas al respecto.
Giraba la llave en la cerradura y entraba.
No se percataba de inmediato de si él estaba ya allí. Había aprendido que no era importante. De todas formas, no se sentía segura hasta que lo veía —ni tranquila hasta que él la miraba. No habría podido imaginárselo antes, pero precisamente lo más absurdo —que aquel hombre la observara— se había convertido en lo que ella necesitaba, y sin lo cual no se reencontraba a sí misma. Con sorpresa comprendió que se percataba de que estaba desnuda sólo cuando estaba sola, o cuando él no la miraba. En cambio, le resultaba natural que él la observara, y entonces se sentía vestida, y cumplida, como un trabajo bien hecho. Con el paso de los días se sorprendió deseando que él se acercara, y a menudo la frustraba ese quedarse suyo apoyado en la pared, reacio a tomar lo que ella habría otorgado sin molestia alguna. Entonces podía suceder que fuera ella la que se acercara, pero no era nada fácil, tendría que ser capaz de evitar cualquier actitud que pareciera una seducción —acababa siendo brusca, en el gesto, e inexacta. Siempre era él quien encontraba una distancia indolora.
El día en que ella llegó con su noche de sexo a cuestas, Jasper Gwyn no dio señales de vida. Rebecca tuvo tiempo de echar cuentas, habían pasado dieciocho días desde que empezaran. Pensó que las bombillas colgadas del techo también eran dieciocho. Loco como estaba, era incluso posible que Jasper Gwyn atribuyera algún significado a esa circunstancia —tal vez fuera por eso por lo que no había ido. Se vistió de nuevo, a las ocho en punto, y luego empleó mucho tiempo en regresar a casa —era como si esperara que antes se le restituyera algo.
También al día siguiente Jasper Gwyn se ausentó. Rebecca sintió cómo pasaban las horas con una lentitud exasperante. Estaba segura de que lo vería aparecer, pero no ocurrió, y cuando volvió a vestirse, a las ocho en punto, lo hizo con rabia. Por la calle, caminando en la noche, pensó que era tonta, y que aquello era únicamente un trabajo, qué le importaba a ella —pero también intentaba recordar si había leído algo raro en él la última vez que se habían visto. Lo recordaba agachado sobre las hojitas, nada más.
Al día siguiente llegó con retraso, adrede: sólo unos minutos, pero para Jasper Gwyn, ella lo sabía, era una enormidad. Entró y el estudio estaba desierto. Rebecca se desnudó pero no encontró luego el cinismo, o la simplicidad, para no pensar en nada —pasó el tiempo midiendo cómo iba creciendo la ansiedad. No era capaz de hacer lo que tenía que hacer —ser ella misma, sencillamente— a pesar de que recordaba a la perfección lo fácil que le había parecido, el primer día, cuando él no se presentó. Evidentemente, algo debía de haber pasado —como una peregrinación. Ahora era incapaz de retroceder hacia ninguna parte, y ningún camino le parecía posible, por otra parte, sin él.
Eres tonta, pensó.
Estará enfermo. Estará trabajando en casa. Tal vez ya ha acabado. Tal vez ha muerto.
Pero sabía que no era verdad, porque Jasper Gwyn era un hombre exacto, incluso en el error.
Se echó en la cama, por primera vez le pareció tener un principio de miedo al estar allí ella sola. Intentó recordar si había cerrado con llave. Se preguntó si estaba segura de que habían pasado tres días desde cuando lo viera por última vez. Recorrió con la memoria esas tres tardes repletas de nada. Todavía le pareció peor. Relájate, pensó. Ya llegará, se dijo. Cerró los ojos. Empezó a acariciarse, primero lentamente, el cuerpo; luego, entre las piernas. No pensaba en nada en particular, y eso le sentó bien. Se dio la vuelta ligeramente sobre una cadera, porque era así como le gustaba hacerlo. Abrió de nuevo los ojos, delante de ella estaba la puerta de entrada. Se abrirá y no dejaré de hacerlo, pensó. Él no existe, existo sólo yo, y esto es lo que ahora me apetece hacer, querido Jasper Gwyn. Me apetece acariciarme. Tú entra sólo por esa puerta y luego ya veremos qué tienes ganas de escribir. Seguiré haciéndolo, hasta el final, no me importa que mires. Cerró los ojos otra vez.
A las ocho se levantó y regresó a su casa. Pensó que faltaban unos diez días, tal vez alguno más. No era capaz de comprender si era poco o mucho. Era una eternidad minúscula.
Al día siguiente entró en la habitación y Jasper Gwyn estaba sentado en una silla, en un rincón. Parecía el guarda de una sala, en un museo, que vigilaba una obra de arte contemporánea.
Instintivamente, Rebecca se puso rígida. Miró inquisitivamente a Jasper Gwyn. Él se limitó a mirarla. Entonces ella, por primera vez desde que todo empezara, habló.
—Hace tres días que no viene, dijo.
Luego reparó en el otro hombre. Estaba de pie, apoyado en la pared, en un rincón.
Dos hombres, había otro más, sentado en el primer peldaño de la escalera que llevaba al baño.
Rebecca levantó el tono de voz y dijo que eso no estaba entre lo acordado, pero sin clarificar a qué se estaba refiriendo. Añadió que ella se consideraba libre de dejarlo cuando le pareciera, y que si él pensaba que por cinco mil libras podía permitirse hacer todo lo que le viniera en gana se equivocaba de medio a medio. Luego se quedó allí, inmóvil, porque Jasper Gwyn no tenía aspecto de querer contestarle.
—Vaya mierda, dijo ella, pero más que nada a sí misma.
Fue a sentarse a la cama, vestida, y allí se quedó un buen rato.
Sonaba la música de David Barber.
Decidió no tener miedo.
Eran ellos, en todo caso, los que tenían que tener miedo de ella.
Se desnudó con gestos secos, se levantó y empezó a caminar por la habitación. Estaba lejos de Jasper Gwyn, pero pasaba junto a los otros dos hombres, sin mirarlos, de dónde demonios los habrá sacado, pensó. Y con sus pasos iba pisando las hojitas de Jasper Gwyn, primero sólo pasando por encima de ellas, luego aplastándolas de verdad con la planta de los pies, sentía la dureza de las chinchetas arañándole la piel —no le importaba. Elegía algunas, las destruía —a otras las dejaba sobrevivir. Pensó que parecía un sirviente que por las noches apaga las velas, yendo por el palacio, y deja algunas encendidas, por alguna norma de la casa. Le gustó esa idea y poco a poco dejó de hacerlo con rabia, y empezó a hacerlo con la mansedumbre que podía esperarse de ese sirviente. Ralentizó el paso y perdió dureza en su mirada. Seguía apagando aquellas hojitas, pero con una atención distinta, tranquila. Cuando le pareció que había terminado —fuera lo que fuera lo que había empezado— volvió a echarse en la cama, y hundió la cabeza en la almohada, cerrando los ojos. Ya no sentía rabia e incluso se sorprendió al notar que le entraba una especie de calma que, se dio cuenta, estaba esperando desde hacía días. Nada se movía a su alrededor, pero en un momento dado algo se movió, unos pasos, y luego el ruido seco de una silla, tal vez varias sillas, que eran colocadas junto a la cama. No abrió los ojos, no necesitaba saber. Se dejó hundir en una muda oscuridad, y esa oscuridad era ella misma. Podía hacerlo, y sin miedo, y con facilidad, porque alguien estaba mirándola —se percató de inmediato. Por alguna razón que no era capaz de comprender, por fin estaba sola, de una manera perfecta, sola como uno nunca lo está —o escasas veces, pensó, en algún abrazo de amor. Acabó lejos, perdiendo toda noción del tiempo, rozando tal vez el sueño, a ratos pensando en aquellos hombres, en si iban a tocarla —y en el tercer hombre, el único por el que estaba verdaderamente allí.
Abrió los ojos. Tuvo miedo de que fuera tarde. En la habitación ya no había nadie. Junto a la cama, una silla, una sola. Al salir la rozó. Lentamente, con el dorso de la mano.
Cuando entró en el estudio, a las cuatro en punto del día siguiente, lo primero que vio fueron las hojitas de Jasper Gwyn, de nuevo en su sitio, sin una arruga siquiera, colocadas de nuevo, con las chinchetas y todo. Eran cientos, a esas alturas. No parecía que nadie se hubiera paseado nunca por encima. Rebecca levantó la mirada y Jasper Gwyn estaba allí, sentado en el suelo, en lo que parecía haberse convertido en su madriguera, con la espalda apoyada en la pared. Todas las cosas estaban en su sitio, la luz, la música, la cama. Las sillas alineadas en un lado de la habitación, en orden, excepto la que de vez en cuando utilizaba él, colocada en una esquina, la libreta de las hojitas colocada en el suelo. Qué sensación de salvación, pensó —que nunca antes había conocido.
Se quitó la ropa, cogió una silla, la desplazó hasta un punto que le gustó, no demasiado cerca de Jasper Gwyn, no demasiado lejos, y se sentó. Permanecieron así largo rato, Jasper Gwyn de vez en cuando la miraba, pero más a menudo observaba algo de la habitación, haciendo pequeños gestos en el aire, como si persiguiera alguna música. Parecía echar de menos su libreta, la buscó un par de veces con la mirada, aunque luego en realidad no se levantara para ir a cogerla; le apetecía quedarse allí, apoyado en la pared. Eso hasta el momento en que, de repente, Rebecca se puso a hablar.
—Esta noche he estado pensando una cosa, dijo.
Jasper Gwyn se volvió para mirarla, cogido por sorpresa.
—Sí, lo sé, no tendría que hablar, acabo enseguida.
La voz era serena, tranquila.
—Pero es que hay algo estúpido que he decidido hacer. Ni siquiera he comprendido muy bien si lo hago por mí o por usted, lo único que quiero decir es que me parece justo, como aquí es justa la luz, la música: todo es justo, excepto una cosa. He decidido hacerla.
Se levantó, se acercó a Jasper Gwyn y se arrodilló delante de él.
—Lo sé, es algo estúpido, perdóneme. Pero déjeme que lo haga.
Y, como habría hecho con un niño, se inclinó hacia adelante y con lentitud le quitó la chaqueta. Jasper Gwyn no opuso resistencia. Pareció tranquilizarse por el hecho de ver a Rebecca doblar la chaqueta de la manera correcta, y dejarla en el suelo con cuidado.
Luego ella le desabrochó la camisa, dejando para el final los botones de los puños. Le despojó de ella y de nuevo la dobló ordenadamente, colocándola sobre la chaqueta. Parecía estar satisfecha, y durante unos instantes no se movió.
Luego se echó un poco hacia atrás y se agachó para desatar los zapatos de Jasper Gwyn. Se los quitó. Jasper Gwyn retiró hacia atrás los pies porque todos los humanos varones se avergüenzan de los calcetines. Pero ella sonrió, y también se los quitó. Luego lo colocó todo en orden, como podría haber hecho él, prestando atención a que todas las cosas quedaran alineadas.
Miró a Jasper Gwyn y le dijo que así la cosa estaba mucho mejor.
—Así es todo mucho más exacto, dijo.
Se levantó y volvió a sentarse en la silla. Era estúpido, pero el corazón le latía como si hubiera ido a la carrera —se lo había imaginado exactamente así, por la noche, cuando se le ocurrió aquello.
Jasper Gwyn volvió a pasearse con la mirada, volviendo a hacer pequeños gestos en el aire. No parecía que nada hubiera cambiado para él. De qué manera tan repentina se ha convertido en un animal, pensó de todas formas Rebecca. Le miraba el pecho flaco, los brazos delgados, y retrocedió a cuando Jasper Gwyn era para ella un escritor lejano, una fotografía, alguna entrevista —noches enteras leyéndolo, absorta. Se acordó de cuando Tom, por primera vez, la envió a la lavandería, con aquel teléfono móvil. A ella le había parecido una locura, y entonces Tom se entretuvo en explicarle un poco qué clase de persona era Jasper Gwyn. Le contó que en su último libro había una dedicatoria. Tal vez la recordara: a P., adiós. Le explicó que P significaba Paul, era un niño. Tenía cuatro años, y Jasper Gwyn era su padre. Pero nunca se habían visto, por la sencilla razón de que Jasper Gwyn había decidido que nunca sería padre, y por ningún motivo. Era capaz de mantenerlo con gran dulzura y determinación. Y otra cosa le explicó. Había por lo menos otros dos libros de Jasper Gwyn circulando por el mundo: pero no con su nombre, y evidentemente no iba a decirle ahora de cuáles se trataba. Luego Tom le apuntó con un bolígrafo azul a la cabeza e hizo un ruido con la boca, como un soplido.
—Es un borrador de memoria, le explicó. Tú no sabes nada.
Ella cogió el móvil y fue a la lavandería. Se acordaba muy bien de aquel hombre, sentado entre las lavadoras, elegante, con las manos olvidadas sobre las rodillas. Le pareció una especie de divinidad, porque todavía era pequeña, y era la primera vez. En un momento dado él intentó decirle algo respecto a Tom y un frigorífico, pero a ella le costaba mucho concentrarse, porque él hablaba sin mirar a los ojos, y con una voz que a ella le parecía conocer desde siempre.
Ahora aquel hombre estaba allí, el pecho flaco, los brazos delgados, los pies desnudos puestos uno encima del otro —un elegante pecio animal, principesco. Rebecca pensó en cuánto camino puedes tener que recorrer, y qué misteriosas son las ruedas de la experiencia si pueden llevarte hasta sentarte en una silla, desnuda, dejándote mirar por un hombre que desde lejos ha venido arrastrando su locura hasta hacer de ella un refugio para él y para ti. Le vino a la cabeza que cada vez que había leído una página de aquel hombre, había sido ya invitada a ese refugio, y que en el fondo no había pasado nada desde entonces, absolutamente nada —tal vez una tardía alineación de los cuerpos, siempre con retraso.
A partir de ese día Jasper Gwyn se puso a trabajar vestido solamente con un par de viejos pantalones de mecánico. Le daban un aire de pintor loco, y eso no perjudicaba.
Pasaron los días, y una tarde una bombilla se apagó. El viejecito de Camden Town había trabajado bien. Se apagó sin titubeos y silenciosa como un recuerdo.
Rebecca se volvió para mirarla —estaba sentada en la cama, fue como una imperceptible oscilación del espacio. Sintió una punzada de angustia, le fue imposible evitarlo. Jasper Gwyn le había explicado cómo iba a terminar todo aquello, y ahora sabía qué iba a pasar, pero no a qué velocidad, o con qué lentitud. Desde hacía tiempo había dejado de contar los días, y siempre se había negado a preguntarse cómo iba a ser el después. Tenía miedo a preguntárselo.
Jasper Gwyn se levantó, caminó hasta debajo de la bombilla apagada y se puso a observarla, con un interés que se habría dicho científico. No parecía inquieto. Parecía preguntarse por qué precisamente aquélla. Rebecca sonrió. Pensó que si él no tenía miedo, tampoco iba a tener miedo ella. Se sentó en la cama y desde allí vio a Jasper Gwyn paseando por el estudio, con la cabeza agachada, por primera vez interesado en aquellas hojitas que había clavado en el suelo, y que nunca había vuelto a mirar. Recogió una de ellas, luego otra. Sacaba la chincheta, cogía el papelito, se lo ponía en el bolsillo y luego iba a dejar la chincheta en un alféizar, siempre el mismo. El asunto absorbía toda su atención y Rebecca se dio cuenta de que ella podría hasta marcharse sin que él se percatara siquiera. Cuando se apagó la segunda bombilla, ambos se volvieron para mirarla, un instante. Era como cuando uno está a la espera de las estrellas fugaces, en las noches de verano. En un momento dado Jasper Gwyn pareció acordarse de algo, y entonces fue a bajar el volumen del loop de David Barber. Con la mano en el mando, mantenía la vista clavada en las bombillas, y buscaba una simetría milimétrica.
Ese día Rebecca volvió a casa y le dijo al novio gilipollas que si por favor podía marcharse, sólo durante unos días —dijo que le gustaría estar sola por un tiempo. ¿Y adónde me voy?, preguntó el novio gilipollas. A cualquier sitio, dijo ella.
Al día siguiente tampoco fue a trabajar con Tom.
Se le había metido en la cabeza que algo se estaba terminando, y quería hacerlo bien, quería hacer sólo eso.
Jasper Gwyn debía de haber tenido también una idea no muy distinta, porque cuando llegó al estudio, al día siguiente, Rebecca vio restos de una cena, en un rincón, por el suelo, y comprendió que Jasper Gwyn no había vuelto a su casa, por la noche —ni volvería a hacerlo antes de que todo aquello terminara. Pensó en lo exacto que era aquel hombre.
Por las manchas de oscuridad, ella pasaba de vez en cuando, caminando, como si quisiera sentir una desaparición. Jasper Gwyn entonces la miraba, esperando cualquier cosa de la sombra. Luego regresaba a sus pensamientos. Parecía alegre, tranquilo, entre los restos de sus cenas, la barba sin afeitar, el pelo desordenado por las noches en el suelo. Rebecca lo miraba y pensaba que era irremediablemente delicioso. A saber si había encontrado lo que estaba buscando, no era posible leerle en el rostro ningún tipo de satisfacción, o la sombra de un desaliento. Únicamente la huella de una concentración febril, pero serena. Recogía todavía alguna hojita del suelo —luego hacía una bola con ella y se la metía en el bolsillo. La mirada en las bombillas, en el instante en que abandonaban.
En un momento determinado fue a sentarse junto a ella en la cama y, como si fuera lo más natural de mundo, se puso a hablarle.
—Verá, Rebecca, hay algo que me parece haber entendido.
Ella se quedó a la espera.
—Pensaba que no hablar era absolutamente necesario, a mí me aterra la cháchara, no podía en modo alguno pensar en charlar con usted. Y luego tenía miedo de que la cosa acabara con algo del tipo psicoanálisis, o concesión. Una perspectiva escalofriante, ¿no le parece?
Rebecca sonrió.
—Pero verá, me equivocaba, añadió Jasper Gwyn.
Se quedó en silencio unos momentos.
—La verdad es que si quiero verdaderamente realizar este oficio tengo que aceptar el hecho de hablar, aunque sea una sola vez, dos como mucho, en el momento adecuado, pero tengo que ser capaz de hacerlo.
Levantó la mirada hacia Rebecca.
—Hablar un poquito, dijo.
Ella asintió con la cabeza. Estaba completamente desnuda, sentada junto a un hombre con pantalones de mecánico, y la cosa parecía completamente natural. Lo único que se preguntaba era cómo podía serle útil a aquel hombre.
—Por ejemplo, antes de que sea demasiado tarde me gustaría preguntarle una cosa, dijo Jasper Gwyn.
—Pregunte.
Jasper Gwyn se la preguntó. Ella se lo pensó, luego respondió. Era algo referido a reír y llorar.
Siguieron hablando durante un rato más.
Luego él le preguntó algo referente a los niños. Los hijos, precisó.
Y algo sobre los paisajes.
Hablaban en voz baja, sin prisas.
Hasta que él asintió con la cabeza y se levantó.
—Gracias, dijo.
Luego añadió que no había sido tan difícil. Pareció decírselo a sí mismo, pero se volvió también hacia Rebecca, como si esperara una especie de respuesta.
—No, no ha sido difícil, dijo ella entonces. Dijo que nada, allí dentro, resultaba difícil.
Jasper Gwyn se fue a regular el volumen de la música, y el loop de David Barber pareció desaparecer dentro de las paredes, dejando poco más que una estela, tras de sí, en la frágil luz de las últimas seis bombillas que quedaban.
La última la esperaron en silencio, el trigésimo sexto día de aquel extraño experimento. Cuando fueron las ocho, les pareció que se daba por descontado que iban a esperarla juntos, porque no contaba otro tiempo que no fuera el que estaba escrito en los filamentos de cobre engendrados por el talento loco del viejecito de Camden Town.
A la luz de las dos últimas bombillas, el estudio era ya un saco negro, mantenido con vida por dos pupilas de luz. Cuando sólo quedó una, era un susurro.
La miraban desde lejos, sin acercarse, como para no ensuciarla.
Era de noche, y se apagó.
A través de las ventanas con los postigos cerrados, pasaba sólo la luz necesaria para señalar el borde de las cosas, y no de inmediato, sino únicamente para el ojo acostumbrado a la oscuridad.
Pareció que todo objeto había concluido, y sólo ellos dos vivían aún.
Rebecca nunca había conocido una intensidad semejante. Pensó que en aquel momento cualquier gesto resultaría inadecuado, pero se dio cuenta de que era verdadero también lo contrario, y que era imposible, en aquel momento, hacer un gesto que resultara equivocado. De manera que se imaginó muchas cosas, y algunas ya había empezado a pensarlas mucho tiempo antes. Hasta que oyó la voz de Jasper Gwyn.
—Creo que voy a esperar la luz de la mañana aquí dentro. Pero usted, naturalmente, puede marcharse ahora, Rebecca.
Lo dijo con una especie de dulzura que también pudiera parecer aflicción, de manera que Rebecca se le acercó y cuando encontró las palabras justas dijo que le gustaría quedarse allí a esperar con él —solamente eso.
Pero Jasper Gwyn no dijo nada, y ella comprendió.
Volvió a vestirse lentamente, por última vez, y cuando estuvo delante de la puerta se detuvo.
—Estoy segura de que tendría que decir algo especial, pero para ser sincera la verdad es que no se me ocurre nada.
Jasper Gwyn sonrió en la oscuridad.
—No se preocupe, es un fenómeno que conozco muy bien.
Se despidieron estrechándose la mano, y la cosa les pareció a ambos de una exactitud y una idiotez memorables.
Jasper Gwyn empleó cinco días en escribir el retrato —lo hizo en casa, en el ordenador, saliendo de vez en cuando para caminar o para comer algo. Trabajaba mientras escuchaba repetidas veces discos de Frank Sinatra.
Cuando pensó que había terminado, copió el documento en un CD y lo llevó a un impresor. Eligió hojas cuadradas de un papel verjurado de bastante gramaje, y una tinta azul marino que lindaba con el negro. Decidió una maquetación que fuera suficientemente airosa sin llegar a ser fútil. Para la fuente se inclinó, tras una larga reflexión, por un tipo que imitaba a la perfección las letras que antaño salían de las máquinas de escribir: en la redonda de la O había incluso un apunte a la rebaba de la tinta. No quiso ninguna clase de encuadernación. Pidió que le dieran dos copias. Al final al impresor se le veía notablemente baqueteado.
Al día siguiente Jasper Gwyn se pasó horas buscando un papel de seda que a sus ojos pareciera adecuado, y una carpeta con gomas elásticas no demasiado grande, no demasiado pequeña, no demasiado carpeta. Encontró ambas cosas en una papelería que estaba a punto de cerrar, tras ochenta y seis años de actividad, y liquidaba sus existencias.
—¿Cómo es que cerráis?, preguntó, al llegar a la caja.
—El dueño se jubila, respondió, sin emoción, una señorita con un pelo pincho insignificante.
—¿No tiene hijos?, insistió Jasper Gwyn.
La señorita levantó la vista.
—La hija soy yo, dijo.
—Bien.
—¿Quiere que se lo envuelva para regalo o es para usted?
—Es un regalo para mí.
La señorita soltó un suspiro que podía querer decir muchas cosas. Quitó los precios de las carpetas y lo metió todo en una bolsa elegante cerrada con una fina cinta dorada. Luego dijo que su abuelo había abierto esa tienda al volver de la Primera Guerra Mundial, invirtiendo todo lo que tenía. Nunca había cerrado, ni siquiera durante los bombardeos, en 1940. Sostenía que él había inventado el sistema para cerrar los sobres lamiendo un borde. Aunque, probablemente, añadió, se tratara de una trola.
Jasper Gwyn pagó.
—Ya no se encuentran sobres de ésos, dijo.
—Mi abuelo los hacía con sabor a fresa, dijo ella.
—¿En serio?
—Eso decía. Limón y fresa, pero los de limón la gente no los quería, quién sabe por qué. Yo de todas maneras me acuerdo de haberlos probado, de pequeña. No sabían a nada. Sabían a pegamento.
—Quédese usted con la papelería, dijo entonces Jasper Gwyn.
—No. Yo quiero cantar.
—¿En serio? ¿Ópera?
—Tangos.
—¿Tangos?
—Tangos.
—Fantástico.
—¿Y usted a qué se dedica?
—Soy copista.
—Fantástico.
Por la noche Jasper Gwyn releyó las siete hojas cuadradas que, a dos columnas, contenían el texto del retrato. La idea era envolverlas luego con el papel de seda y colocarlas en la carpeta con gomas. En ese punto el trabajo estaría terminado.
—¿Qué le parece?
—La verdad es que no está nada mal, respondió la señora del fular impermeable.
—Sea sincera.
—Lo soy. Quería hacer un retrato y lo ha conseguido. Francamente, no habría apostado ni un penique por usted.
—¿No?
—No. Escribir un retrato, ¿qué clase de idea es ésa? Pero ahora he leído sus siete hojas y sé que es una idea que existe. Usted ha encontrado la manera de hacer que se convirtiera en un objeto real. Y tengo que admitir que ha encontrado un sistema sencillo y genial. Chapeau.
—El mérito también es suyo.
—¿Cómo dice?
—Hace mucho tiempo, tal vez no se acuerde de ello, me dijo usted que si de verdad quería ser copista que por lo menos buscara copiar a la gente, y no unos números, o unos análisis clínicos.
—Claro que me acuerdo. Es la única vez que coincidí con usted en toda mi vida.
—Dijo que iba a conseguirlo a la perfección. Lo de copiar a la gente, quiero decir. Lo dijo con una seguridad carente de sombras, como si no fuera necesario seguir discutiendo sobre el tema.
—¿Y bien?
—Creo que nunca se me hubiera pasado por la cabeza la idea de los retratos si usted no me hubiera dicho esa frase. De aquella manera. Soy sincero: sin usted, yo no estaría aquí.
La señora se volvió entonces hacia él y tenía la misma cara que tienen algunas maestras ancianas cuando oyen llamar a la puerta y es ese demonio del segundo pupitre que viene a darles las gracias el día que se ha licenciado. Hizo un gesto que parecía una caricia, no obstante, mirando hacia otra parte.
—Usted es un buen chico, dijo.
Se quedaron un rato en silencio. La señora del fular impermeable sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Luego puso una mano sobre el brazo de Jasper Gwyn.
—Hay algo que nunca le he contado, dijo. ¿Quiere oírlo?
—Claro.
—Aquel día, cuando usted me acompañó a casa… Seguía pensando en aquella historia de que ya no quería usted escribir libros, no conseguía sacarme de la cabeza que era una maldita lástima. Ni siquiera estaba segura de si le había preguntado el porqué, o en cualquier caso no me acordaba de si usted me había explicado verdaderamente cuál era el motivo por el que no quería ni oír hablar del asunto. En fin, que se me quedó algo atravesado, ¿me comprende?
—Sí.
—Eso duró unos días. Luego, una mañana bajé a la tienda del indio de siempre, que tengo debajo de casa, y vi la portada de una revista. Había una pila de esas revistas, acababan de llegar, y las habían colocado encima de las patatas fritas al queso. En ese número de la revista habían entrevistado a un escritor, de manera que en la portada estaba su nombre y una frase: su nombre bien grande y su frase entrecomillada. Y la frase decía: «En el amor todos mentimos». Se lo juro. Y mire que se trataba de un gran escritor, podría estar equivocada, pero creo que hasta se trataba de un Nobel. En el resto de la portada había una actriz no del todo desnuda, que prometía contar toda la verdad. No recuerdo a propósito de qué estúpido tema.
Se quedó un rato callada, como si intentara acordarse de eso. Pero luego dijo otra cosa.
—No significa nada, lo sé, pero si movías la mano unos diez centímetros, podías coger las patatas fritas al queso.
Vaciló un instante.
—En el amor todos mentimos, murmuró sacudiendo la cabeza. Entonces la frase siguiente la gritó. ¡Bien hecho, Mr Gwyn!
Dijo que se puso a gritarlo justamente allí, en el indio, con la gente dándose la vuelta. La repitió tres o cuatro veces.
¡Bien hecho, Mr Gwyn!
La tomaron por loca.
—Aunque eso es algo que me ocurría con frecuencia, dijo. Que me tomaran por loca, aclaró.
Entonces Jasper Gwyn dijo que no había nadie como ella, y preguntó si le apetecía que lo celebraran juntos, esa noche.
—¿Cómo dice?
—¿Qué le parece venir a cenar conmigo?
—No diga tonterías, yo estoy muerta, los restaurantes me odian.
—Una copa, por lo menos.
—Menuda idea.
—Hágalo por mí.
—Ya va siendo hora de que me marche.
Lo dijo con una voz dulce pero firme. Se levantó, cogió el bolso y el paraguas, que seguía estando empapado, y se fue hacia la puerta. Arrastraba un poco los pies, de esa manera suya que podía reconocerse desde lejos. Cuando se detuvo era porque todavía le quedaba algo que decir.
—No sea usted maleducado, llévele esas siete hojas a Rebecca, y déselas para que las lea.
—¿Usted cree que es necesario?
—Pues claro.
—¿Qué dirá?
—Soy yo, dirá.
Jasper Gwyn se preguntó si volvería a verla, y decidió que sí, en algún lugar, pero dentro de muchos años, en otra soledad.
Estaba en una nueva lavandería que unos paquistaníes habían abierto detrás de su casa, cuando se le acercó un chico con americana y corbata, no tendría más de veinte años.
—¿Es usted Jasper Gwyn?
—No.
—Sí que lo es, dijo el chico, y le tendió un teléfono móvil. Es para usted, dijo.
Jasper Gwyn lo cogió, resignado. Pero también un poco contento.
—Eh, Tom.
—¿Sabes cuántos días hace que no te llamo por teléfono, hermano mío?
—Dímelo tú.
—Cuarenta y uno.
—Un récord.
—Y que lo digas. ¿Cómo es la lavandería?
—Acaban de abrirla. Ya sabes cómo son estas cosas.
—No, no lo sé, a mí mi ropa me la lava Lottie.
Tenían una apuesta pendiente, de manera que después de decirse unas cuantas chorradas llegaron al tema. Era el asunto del retrato.
—Rebecca no suelta prenda, así que te toca a ti explicarlo, Jasper. Quiero hasta los detalles.
—¿Aquí, en la lavandería?
—¿Por qué no?
En efecto, no había ninguna razón por la que no pudieran hablar allí del tema. Aparte, tal vez, del chico con americana y corbata que permanecía erguido delante de sus narices. Jasper Gwyn le lanzó una mirada y el chico comprendió. Salió de la lavandería.
—Lo he hecho. Me ha salido bien.
—¿El retrato?
—Sí.
—¿En qué sentido ha salido bien?
Jasper Gwyn no estaba seguro de ser capaz de explicarse. Se le ocurrió ponerse de pie, tal vez caminando arriba y abajo lo conseguiría.
—No sabía exactamente qué podía querer decir escribir un retrato y ahora lo sé. Hay una manera de hacerlo que tiene un sentido. Luego a lo mejor puede quedarte mejor o peor, pero se trata de algo que existe. No está únicamente en mi cabeza.
—¿Se puede saber qué clase de truco te has inventado?
—Nada, se trata de algo muy sencillo. Pero de hecho no te pasa por la cabeza hasta que no te pasa por la cabeza.
—Clarísimo.
—Venga, que algún día te lo contaré mejor.
—Bueno, por lo menos dime una cosa.
—¿Qué quieres saber?
—Cuándo le devolvemos a John Septimus Hill su hermoso estudio y firmamos algún buen contrato.
—Nunca, me parece.
Tom se quedó unos instantes callado, y eso no era una buena señal.
—He encontrado lo que estaba buscando, Tom, es una buena noticia.
—¡No lo es para tu agente!
—Nunca más voy a escribir libros, Tom, y tú no eres mi agente, eres un amigo, y hasta me parece que eres el único, ahora mismo.
—¿Tendría que echarme a llorar?
Se notaba que estaba molesto, pero no lo dijo con maldad, era sólo apuro o algo parecido. ¿Tendría que echarme a llorar?
—Venga, Tom…
Tom estaba pensando que esta vez no había forma de enderezar el asunto.
—¿Y ahora qué?, preguntó.
—¿Qué de qué?
—¿Y ahora qué va a pasar, Jasper?
Hubo un largo silencio. Luego Jasper Gwyn dijo algo pero Tom no lo entendió bien.
—¡Háblale al teléfono, Jasper!
—NO LO SÉ EXACTAMENTE.
—Ah, vale.
—No lo sé exactamente.
Pero sólo era verdad hasta cierto punto. Alguna idea tenía, e incluso bastante detallada. Le faltaba tal vez algún paso, pero tenía bien impresa en la mente una hipótesis sobre cómo actuar.
—Me imagino que empezaré a realizar retratos, simplificó.
—No me lo puedo creer.
—Buscaré clientes y les haré retratos.
Tom Bruce Shepperd apoyó el auricular sobre la mesa y se fue marcha atrás con la silla de ruedas. Salió de su despacho, enfiló con sorprendente habilidad el pasillo y lo recorrió hasta situarse delante de la puerta, abierta, de la habitación donde trabajaba Rebecca. Lo que tenía que decir lo gritó sin demasiadas contemplaciones.
—Se puede saber qué coño tiene ese hombre en la cabeza y adónde quiere llegar y sobre todo por qué, por qué tiene que inventarse todas esas chorradas con tal de no hacer lo que…
Se dio cuenta de que Rebecca no estaba.
—A tomar por culo.
Giró sobre sí mismo y regresó a su despacho. Cogió de nuevo el auricular.
—¿Jasper?
—Estoy aquí.
Tom buscó una voz tranquila y la encontró.
—No voy a soltarte, dijo.
—Lo sé.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti?
—Seguro, aunque ahora mismo no se me ocurre.
—Piénsatelo con calma.
—De acuerdo.
—Ya sabes dónde encontrarme.
—Tú también.
—En la lavandería.
—Por ejemplo.
Se quedaron un instante en silencio.
—Jasper, en tu opinión, ¿la gente que realiza retratos tiene agente?
—No tengo la más remota idea.
—Me informaré.
Pero luego, durante días y semanas, no volvieron a hablar del tema porque sabían que la historia de los retratos los estaba distanciando, de manera que acababan dándole vueltas al tema sin acercarse nunca al meollo de la cuestión, por miedo a que hacerlo representara inevitablemente distanciarse aún más, exponiéndose a un dolor que no querían sufrir.
Un par de días después de esa conversación telefónica con Tom, se reunió con Rebecca —el tiempo era apacible, se le había ocurrido citarse con ella en Regent’s Park, en aquel paseo donde todo, en cierto sentido, había empezado. Había llevado consigo la carpeta con las siete páginas impresas. Esperó sentado en un banco con el que tenía cierta familiaridad.
No habían vuelto a verse desde aquella última bombilla, en la oscuridad. Rebecca llegó y se trataba de saber en qué punto había que volver a empezar.
—Perdone el retraso. Se ha suicidado un tipo en el metro.
—¿En serio?
—No, he salido tarde y punto. Perdóneme.
Se había puesto medias de rejilla. Apenas se veían, debajo de la falda larga. Cuestión de tobillos y nada más. Pero eran de rejilla. Jasper Gwyn también se fijó en dos pendientes bastante espectaculares. No llevaba cosas de ese tipo cuando entregaba teléfonos móviles en las lavanderías.
Hizo un leve cumplido, pero sin encontrar las palabras adecuadas. Lo que acabó saliéndole fue algo horrorosamente banal. Estaba pensando en cambiar de tema cuando percibió algo que lo dejó desconcertado y que en ese momento hizo que se olvidara de las medias de rejilla y de todo lo demás.
—¿Le gusta Klarisa Rode?, preguntó, señalándole el libro que Rebecca llevaba en la mano.
—Con locura. Fue Tom quien me la descubrió. Debía de ser una mujer extraordinaria. ¿Sabe usted que no se publicó ningún libro suyo mientras vivió? Ella no quería.
—Sí, lo sé.
—Y por lo menos durante setenta años no se supo nada. Los descubrieron hace sólo una década. ¿Los ha leído usted?
Jasper Gwyn dudó un instante.
—No.
—Mal hecho. Debería.
—¿Usted los ha leído todos?
—Bueno, es que sólo hay dos. Pero ya sabe, en estos casos siguen saliendo cosas de los cajones durante años, así que estoy a la espera, confiada.
Se rieron.
Jasper Gwyn no dejaba de observar el libro, de manera que Rebecca le preguntó, bromeando, si la había citado allí para hablar de libros.
—No, no, perdone, dijo Jasper Gwyn.
Pareció que arrojaba algo fuera de sus pensamientos.
—Le he pedido que nos viéramos porque quería darle esto, dijo.
Cogió la carpeta y se la dio.
—Digamos que es su retrato, dijo.
Ella hizo ademán de cogerlo, pero Jasper Gwyn lo retuvo aún entre sus manos porque quería añadir algo.
—Tendría que hacerme el favor de leerlo aquí, delante de mis ojos. ¿Le parece posible hacerlo? Me ayudaría.
Rebecca cogió la carpeta.
—Dejé de decirle que no hace mucho tiempo. ¿Puedo abrirlo?
—Sí.
Lo hizo lentamente. Contó las hojas. Pasó los dedos por la primera y parecía estar disfrutando de la trama del papel.
—¿Se lo ha dejado leer a alguien más?
—No.
—Contaba con ello, gracias.
Apoyó las hojas sobre la carpeta cerrada.
—¿Empiezo?, preguntó.
—Cuando quiera.
En las inmediaciones había chiquillos que correteaban, perros que querían volver a casa y parejas de ancianos con aspecto de haber escapado de algo terrorífico. Su vida, probablemente.
Rebecca leyó despacio, con una sosegada concentración que Jasper Gwyn valoró. Una única expresión en su rostro durante todo el tiempo: justo el esbozo de una sonrisa, inmóvil. Cuando acababa una página la deslizaba debajo de las otras. Pero titubeando un instante, mientras leía ya las primeras líneas de la página siguiente. Cuando llegó al final se quedó un rato allí, con el retrato en la mano, la mirada puesta en el parque. Sin decir nada volvió sobre las páginas y empezó a recorrerlas, deteniéndose aquí y allá, releyéndolas. De tanto en tanto apretaba los labios, como si algo la hubiera herido, o rozado. Reordenó las hojas, al final, y volvió a meterlas en la carpeta. La cerró con las gomas. La mantuvo sobre las rodillas.
—¿Cómo lo hace?, preguntó. Tenía los ojos brillantes.
Jasper Gwyn cogió la carpeta, pero con dulzura, como si fuera obvio que así tenía que ser.
Luego hablaron largo rato, y a Jasper Gwyn le gustó explicar más cosas de las que se habría esperado. Rebecca iba preguntando, pero con precaución, como si estuviera abriendo algo que fuera frágil —o cartas inesperadas. Hablaban en un tiempo que les pertenecía, y a su alrededor ya no había nada más. De vez en cuando, entre una pregunta y otra, se hacía un silencio vacío, en el que ambos medían cuánto estaban dispuestos a saber, o a explicar, sin perder el placer de cierto misterio, que sabían indispensable. A una pregunta más curiosa que las demás, Jasper Gwyn sonrió y respondió con un gesto —la palma de una mano pasando sobre los ojos de Rebecca, como cuando a un niño se le dan las buenas noches.
—Me lo guardaré todo para mí, dijo Rebecca al final.
No podía saber que no iba a ser así.
Allí, en el banco, se quedaron aún un buen rato, mientras el parque se iba apagando. Hacía ya unos días que Jasper Gwyn le daba vueltas a una idea y ahora se preguntaba si Rebecca tendría ganas de escucharla.
—Claro, dijo ella.
Jasper Gwyn tuvo un leve titubeo, luego le dijo lo que tenía en la cabeza.
—Voy a necesitar ayuda para sacar adelante este nuevo trabajo mío. Y he pensado que nadie mejor que usted podría prestármela.
—¿Y qué tendría que hacer?
Jasper Gwyn le explicó que había un montón de cosas de carácter práctico que había que llevar a cabo y que no se imaginaba saliendo en busca de clientes, o seleccionándolos, o cualquier cosa de ese tipo. Por no hablar de las retribuciones, y de las formas para definirlas y cobrarlas. Dijo que tenía una absoluta necesidad de alguien que se encargara de todo eso por él.
—Ya sé que la solución más lógica sería Tom, pero ahora me resulta difícil hablar con él de toda esta historia, no creo que quiera comprenderla. Necesito a alguien que crea en ella, que sepa que todo es real, y sensato.
Rebecca lo escuchaba, sorprendida.
—¿Le gustaría que trabajara para usted?
—Sí.
—¿Para esta historia de los retratos?
—Usted es la única persona en el mundo que de verdad sabe lo que son.
Rebecca sacudió la cabeza. Decididamente, a ese hombre le gustaba complicarle la vida. O resolvérsela, quién sabe.
—Un momento, dijo. Un momento. No tan deprisa.
Se levantó, le dejó el libro de Rode a Jasper Gwyn y se encaminó hacia un quiosco que vendía helados, al otro lado del paseo. Compró un cucurucho de dos sabores, y la cosa no fue nada fácil porque no encontraba el monedero. Volvió al banco y se sentó de nuevo junto a Jasper Gwyn. Le acercó el cucurucho.
—¿Quiere probarlo?, preguntó.
Jasper Gwyn hizo un gesto para decir que no, que no quería, y desde lejos le volvieron a la cabeza los caramelos de la señora del fular impermeable.
—Antes tengo que contarle una cosa, dijo Rebecca. He salido de casa para explicársela, y ahora voy a explicársela. Si quiere seguir haciendo retratos, le será de ayuda.
Estuvo un rato lamiendo el helado.
—En ese estudio es todo ilógicamente fácil, o al menos para mí lo fue. En serio, una está allí y no hay nada que, al cabo de un rato, no se convierta, de algún modo, en natural. Es todo fácil. Menos el final. Eso es lo que quería decirle. Si quiere mi opinión, el final es horroroso. Me he preguntado incluso el porqué, y ahora creo que ya lo sé.
Cuidaba que el helado no goteara, de tanto en tanto le echaba un vistazo.
—Puede que le parezca una tontería, pero al final yo esperaba que, por lo menos, usted me abrazara.
Lo dijo así, llanamente.
—A lo mejor me habría gustado hacer el amor con usted, allí, en la oscuridad, pero sin duda esperaba acabar entre sus brazos de algún modo, tocarlo: eso es, tocarlo.
Jasper Gwyn estuvo a punto de decir algo, pero ella lo detuvo con la mano.
—Mire, no se haga una idea equivocada, yo no me he enamorado de usted, no creo, se trata de otra cosa, y tiene que ver únicamente con ese momento en particular, esa oscuridad y ese momento. No sé si soy capaz de explicarme, pero todos esos días en que prácticamente eres tu cuerpo y nada más…, todos esos días te echan encima una especie de espera de que algo físico tiene que ocurrir, al final. Algo que te recompense. Una distancia colmada, es lo que se me ocurre decir. Usted la colma escribiendo, ¿no?, pero ¿y yo?, ¿y nosotros?, ¿todos los que vayan a ser retratados? ¿Va a enviarlos a casa como me envió a mí, a la misma lejanía del primer día? Bueno, pues no es buena idea.
Echó una ojeada al helado.
—A lo mejor me equivoco, pero lo mismo que he sentido yo lo sentirán los demás.
Le dio un ligero retoque a la crema.
—Un día escribirá usted un retrato para un anciano y no habrá ninguna diferencia: al final ese hombre buscará una forma de tocarle, contra toda lógica y deseo, pero sentirá el deseo de tocarle. Se acercará y le pasará una mano por el pelo, o le apretará con fuerza el brazo, aunque sólo sea eso, pero tendrá necesidad de hacerlo.
Levantó su mirada hacia Jasper Gwyn.
—Bueno, pues deje que lo haga. En cierta manera, se lo debe.
Había llegado al momento en que se puede empezar a mordisquear el cucurucho.
—Es la parte más rica, señaló.
Jasper Gwyn la dejó terminar y luego le preguntó si iba a trabajar para él. Pero con el tono de quien habría podido decir que estaba encantado con ella.
Rebecca pensó que aquel hombre la amaba, lo único que pasaba es que no lo sabía, y nunca lo sabría.
—Claro que trabajaré para usted, dijo. Si promete tener las manos quietas. Bromeo. ¿Me devuelve la Rode o quiere quedársela para leerla?
Jasper Gwyn pareció que iba a decir algo, pero entonces simplemente le devolvió el libro.
Tres semanas después, en algunas revistas cuidadosamente elegidas por Rebecca, apareció un anuncio que tras numerosísimos intentos y discusiones, Jasper Gwyn había decidido resolver en tres límpidas palabras.
Escritor realiza retratos.
Como referencia, no se daba nada más que un apartado de correos.
No va a funcionar, diría la señora del fular impermeable.
Sin embargo, el mundo es extraño, y el anuncio funcionó.
El primer retrato Jasper Gwyn se lo hizo a un hombre de sesenta y tres años que había vendido relojes de anticuario toda su vida. Se había casado tres veces y la última había tenido la buena idea de hacerlo con su primera esposa. Le había pedido únicamente que no sacara el tema nunca más. Ahora había dejado ya de vender relojes de péndulo o con leontina de plata e iba por ahí con un Casio multifunciones que le había comprado a un paquistaní por la calle. Vivía en Brighton, tenía tres hijos. Caminaba todo el tiempo, por el estudio, y ni una sola vez, durante los treinta y cuatro días de permanencia en la nube sonora de David Barber, utilizó la cama. Cuando estaba cansado, se arrellanaba en la butaca. Solía ocurrir que empezaba a hablar, pero en voz baja, para sus adentros. Una de las pocas frases que Jasper Gwyn acabó entendiendo, aunque sin querer, decía así: «Si no te lo crees, lo único que tienes que hacer es ir a preguntárselo». El duodécimo día preguntó si podía fumar, pero luego se dio cuenta de que no era oportuno. Jasper Gwyn lo vio cambiar, en el tiempo: diferente la forma de colocar los hombros, y las manos más libres, como si alguien se las hubiera devuelto. Cuando fue el día adecuado para hablar, lo hizo con precisión y con gusto, sentado en el suelo junto a Jasper Gwyn, con las manos colocadas con pudor bien disimulado sobre el sexo. No lo sorprendieron las preguntas, y a la más difícil respondió tras reflexionar largo rato, pero también como si durante años se hubiera preparado las palabras exactas: Cuando era pequeño y mi madre salía elegante, bellísima, por la noche, dijo. Cuando les daba cuerda a los relojes, por la mañana, en mi tienda, y cada vez que me he ido a dormir, todas las santas veces.
La última bombilla se apagó estando él echado por el suelo, y en la oscuridad Jasper Gwyn, con cierta contrariedad, lo oyó llorar de una forma muy digna, pero sin pudor. Se le acercó y le dijo Gracias, Mr Trawley. Luego lo ayudó a levantarse. Mr Trawley se apoyó en su brazo y luego con una mano buscó la cara de Jasper Gwyn. Tal vez tenía pensada una caricia, pero lo que le salió fue un abrazo, y por primera vez Jasper Gwyn sintió la piel de un hombre contra la suya.
Mr Trawley recibió su retrato a cambio de quince mil libras y de una declaración en la que se comprometía a guardar la más absoluta reserva, so pena de elevadísimas sanciones pecuniarias. En casa, mientras su esposa estaba fuera, apagó todas las luces salvo una, abrió la carpeta y leyó lentamente las seis hojas que Jasper Gwyn había preparado para él. Al día siguiente le envió una carta dándole las gracias y declarándose plenamente satisfecho. La última línea decía: «No soy capaz de no pensar que si todo esto hubiera acaecido hace muchos años hoy yo sería un hombre distinto y, en muchos aspectos, mejor», Sinceramente suyo, Mr Andrew Trawley.
El segundo retrato Jasper Gwyn se lo hizo a una mujer de cuarenta años, soltera, que tras haber estudiado arquitectura ahora se divertía trabajando en importación y exportación con la India. Tejidos, artesanía: de vez en cuando, el trabajo de algún artista. Vivía con una amiga italiana, en un loft de la periferia de Londres. A Jasper Gwyn le costó un poco convencerla de que no era buena idea tener el móvil encendido y llegar todos los días con retraso. Ella aprendió deprisa, y sin aparente molestia. Era evidente que le gustaba mucho estar desnuda y dejarse mirar. Tenía un cuerpo delgado, como devorado por alguna espera irresuelta, y una piel oscura, con reflejos lustrosos de animal. Iba cargada de pulseras, collares, anillos, que no se quitaba nunca, y que cada día se cambiaba. Jasper Gwyn le preguntó, al cabo de unos diez días, si podía presentarse sin todas esas baratijas encima (no las definió con esos términos) y ella respondió que lo intentaría. Al día siguiente se quedó completamente desnuda, con la excepción de una tobillera de plata. Cuando llegó el día apropiado para hablar no pudo hacerlo sin caminar arriba y abajo, y gesticulando como si las palabras siempre fueran inexactas y necesitaran un despliegue de notas corporales. Jasper Gwyn se atrevió a preguntarle si alguna vez se había enamorado de una mujer y ella dijo Nunca, pero luego añadió ¿Quiere la verdad? Jasper Gwyn dijo que raramente existe una verdad.
La última bombilla se apagó mientras ella la observaba, hipnotizada. En la oscuridad Jasper Gwyn la oyó reír, nerviosamente. Gracias, Miss Croner, ha estado usted impecable, dijo. Ella se vistió. Llevaba, aquel día, solamente un vestidito ligero y un bolsito. Sacó de él un cepillo y se alisó el pelo, que sabía hermoso y que llevaba largo. Luego, en la luz meridiana que a duras penas se filtraba por los postigos de las ventanas, fue hasta Jasper Gwyn y le dijo que había sido una experiencia incomprensible. Estaba tan cerca que Jasper Gwyn podría haber hecho lo que hacía días que deseaba hacer, pero sólo por curiosidad —tocar aquellos reflejos en la piel. Se estaba convenciendo de que no debía hacerlo cuando ella lo besó en los labios, velozmente, y se fue.
Miss Croner recibió su retrato a cambio de quince mil libras y de una declaración en la que se comprometía a guardar la más absoluta reserva, so pena de elevadísimas sanciones pecuniarias. Cuando recibió el retrato lo tuvo sobre la mesa unos cuantos días. Esperó, para leerlo, una mañana en que, al despertarse, se sintió una reina. Las había, de vez en cuando. Al día siguiente llamó a Rebecca y lo mismo hizo, varias veces, durante los días siguientes, hasta que se convenció de que verdaderamente no era posible volver a ver a Jasper Gwyn y hablar un rato con él. No, hasta tomar un aperitivo solamente como dos viejos amigos quedaba descartado. Entonces cogió una hoja de su papel de cartas (papel de arroz, color ámbar) y escribió unas pocas líneas de corrido. La última decía: «Envidio su talento, maestro, su rigor, esas bonitas manos y a su secretaria, verdaderamente deliciosa». Suya, Elizabeth Croner.
El tercer retrato Jasper Gwyn se lo hizo a una mujer que estaba a punto de cumplir cincuenta años y que le había pedido a su marido un regalo capaz de asombrarla. No había visto ella el anuncio, no había tratado ella con Rebecca, no había elegido ella hacer lo que estaba haciendo. Cuando llegó, el primer día, se mostró escéptica, y no quiso desnudarse por completo. Se quedó con un viso de seda, morado. De joven había trabajado de azafata, porque necesitaba mantenerse y poner cuanta más tierra de por medio entre ella y una familia a la que quería olvidar. A su marido lo había conocido en el trayecto Londres-Dublín. Estaba sentado en el asiento 19D y tenía entonces once años más que ella. Ahora, como sucede a menudo, tenían la misma edad. A partir del tercer día se quitó el viso y un par de días después Jasper Gwyn se convirtió, sin saberlo, en el sexto hombre que la había visto completamente desnuda. Una tarde Jasper Gwyn dejó que se encontrara con todos los postigos de las ventanas abiertos, y ella sintió como un instante de vacilación. Pero luego pareció acostumbrarse y, con el tiempo, llegó a gustarle demorarse delante de los cristales, sin taparse, rozando el cristal con los senos, que tenía cándidos y hermosos. Un día cruzó el patio un chico que iba a coger su bicicleta: ella le sonrió. Unos días después Jasper Gwyn volvió a cerrar los postigos y, en cierto modo, a partir de ese momento ella se rindió al retrato —un rostro distinto, y otro cuerpo. Cuando llegó el día de hablar lo hizo con voz de niña, y pidiéndole a Jasper Gwyn que se sentara a su lado. Cada pregunta parecía cogerla desprevenida, pero cada respuesta era singularmente aguda. Hablaron de temporales, de venganza y de esperas. Ella dijo, en un momento dado, que le gustaría un mundo sin números, y una vida sin repeticiones.
La última bombilla se apagó mientras ella caminaba, lenta, cantando en voz baja. En la oscuridad, Jasper Gwyn la entrevió proseguir lenta, rozando las paredes. Esperó a que ella estuviera cerca y le dijo Gracias, Mrs Harper, ha sido usted impecable. Ella se detuvo y con voz de niña le preguntó si podía hacer una petición. Haga la prueba, le respondió Jasper Gwyn. Me gustaría que me ayudara a vestirme, dijo ella. Con dulzura, añadió. Jasper Gwyn lo hizo. Es la primera vez que alguien lo hace por mí, dijo ella.
Mrs Harper recibió su retrato a cambio de dieciocho mil libras y de una declaración en la que se comprometía a guardar la más absoluta reserva, so pena de elevadísimas sanciones pecuniarias. Su marido se lo entregó la noche de su cumpleaños, con la mesa dispuesta para ellos dos solos, a la luz de las velas. Había preparado la carpeta con papel dorado y un lazo azul. Ella abrió el regalo y sentada a la mesa, sin decir nada, leyó de corrido las cuatro páginas que Jasper Gwyn había escrito para ella. Cuando terminó, levantó la mirada hacia su marido y por un instante pensó que nada iba a poder impedirles morir juntos, después de haber vivido juntos para siempre. Al día siguiente Rebecca recibió un correo electrónico en el que los señores Harper le daban las gracias por su espléndida oportunidad y le rogaban que le comunicara al señor Gwyn que guardarían celosamente el retrato sin enseñárselo nunca a nadie, porque se había convertido en lo más valioso que les era dado poseer. Sinceramente, Ann y Godfried Harper.
El cuarto retrato Jasper Gwyn se lo hizo a un joven de treinta y dos años que tras haber estudiado economía con espléndidos resultados se había quedado clavado a cinco asignaturas del final y ahora ejercía de pintor, con cierto éxito. A los padres —ambos miembros de la clase media alta londinense— no les había hecho ninguna gracia. Hasta unos años antes había sido un buen nadador, y ahora tenía un físico impreciso, como reflejado en una cuchara. Lo movía lentamente, sin apenas seguridad, de manera que la impresión que daba era la de vivir en un sitio repleto hasta los topes de objetos fragilísimos que sólo a él le era dado percibir. También la luz de sus cuadros —paisajes industriales— parecía ser algo de lo que él estaba al corriente. Hacía ya cierto tiempo que pensaba dedicarse a los retratos, sobre todo de niños, y cuando se hallaba cerca de llegar a comprender por qué le interesaba esa posibilidad se topó por casualidad con el anuncio de Jasper Gwyn. Aquello le pareció una señal. En realidad, lo que esperaba era un encuentro en el que le resultaría posible, largo rato y en la tranquilidad de un estudio, conversar sobre el sentido de retratar a los vivos, de manera que en los primeros días lo desconcertó el silencio que Jasper Gwyn, con firmeza, reclamaba de él y se reservaba para sí mismo. Había empezado a acostumbrarse, y a valorar, esa imposición hasta el punto de tomarla en consideración como una regla que debía adoptar, cuando sucedió algo que le pareció normal pero que de hecho no lo era. Faltaba aproximadamente una hora para las ocho cuando alguien llamó a la puerta. Vio que Jasper Gwyn no daba muestras de haberse dado cuenta. Pero desde fuera empezaron a llamar de nuevo, y siguieron haciéndolo con una molesta insistencia.
Entonces Jasper Gwyn se levantó —estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, en un rincón que parecía ser su madriguera— y con una expresión de infinita incredulidad en la cara fue hacia la puerta y la abrió.
Estaba allí el muchacho veinteañero con un teléfono móvil en la mano.
—Es para usted, dijo.
Jasper Gwyn iba con el pecho desnudo, con sus habituales pantalones de mecánico. No se lo podía creer. Cogió el móvil.
—Pero, Tom, ¿te has vuelto loco?
Pero desde el otro lado no respondió la voz de Tom. Se oía sólo llorar a una persona, con un llanto muy pequeño.
—¿Diga?
Siguió ese llanto.
—Tom, ¿qué clase de broma es ésta?, ¿quieres parar de una puta vez?
Entonces desde aquel llanto pequeño surgió la voz de Lottie para decir que Tom se había sentido mal. Estaba en el hospital.
—¿En el hospital?
Lottie dijo que las cosas no iban nada bien, luego empezó a llorar de nuevo, y al final dijo que si podía ir corriendo para allá, que se lo pedía por favor. Luego le dijo el nombre del hospital y la dirección, porque era una mujer práctica, siempre lo había sido.
—Espera, dijo Jasper Gwyn.
Volvió a entrar en el estudio y fue a buscar su bloc de notas.
—¿Puedes repetírmelo?, preguntó.
Lottie repitió el nombre y la dirección, y Jasper Gwyn lo escribió en una de aquellas hojitas de color crema. Mientras veía cómo la tinta azul permanecía sobre el papel anotando el horror de un nombre de hospital y la prosa de una árida dirección, se acordó de hasta qué punto es frágil toda forma de encanto, más allá de cuanto pueda decirse, y qué rapidísima la vida en su rapiña.
Le dijo al joven que tenían que parar. De pronto lo vio ilimitadamente desnudo —y de forma grotescamente inútil.
Y puesto que la naturaleza humana es sorprendentemente mezquina, en el taxi estuvo pensando Jasper Gwyn sobre todo en con cuánta gente iba a tener que cruzarse en el hospital —colegas, editores, periodistas, había que estar preparado para una buena suma de encuentros pesadísimos. Imaginó cuántas veces iban a preguntarle qué estaba haciendo. Horrible, pensó. Pero cuando subió a la unidad, sólo salió a su encuentro Lottie, en el pasillo desierto.
—No quiere ver a nadie, no quiere que nadie lo vea así, le dijo. Sólo ha preguntado por ti, mil veces, menos mal que has venido, sólo preguntaba por ti.
Jasper Gwyn no le contestó porque todavía estaba mirándola, desconcertado. Llevaba tacones de aguja y un traje chaqueta corto que cortaba la respiración.
—Lo sé, dijo ella. Es Tom quien me lo ha pedido. Dice que lo pone de buen humor.
Jasper Gwyn asintió. También el escote era de los que lo ponen a uno de buen humor.
—Se cabrea si lloro, añadió Lottie. ¿Puedes quedarte un rato aquí? Tengo ganas de ir a alguna parte para poder llorar como me apetezca.
En la habitación, Tom Bruce Shepperd estaba postrado entre catéteres y máquinas, como encogido debajo de las sábanas y mantas de un color inexistente —color hospital. Jasper Gwyn acercó una silla a la cama y se sentó. Tom abrió los ojos. Qué asco, dijo, aunque en voz baja. Tenía los labios secos, y ninguna luz en su mirada. Pero luego se volvió un poco, y reconoció a Jasper Gwyn, y entonces fue distinto.
En voz baja, y lentamente, se pusieron a hablar. Tom quería explicar algo que le había pasado. El corazón, en algún sitio. Algo complicado. Van a intentar una intervención, dentro de dos días, dijo. Aunque intentar no es gran cosa como verbo, señaló.
—Saldrás de ésta, dijo Jasper Gwyn. Como la otra vez, saldrás por la puerta grande.
—Tal vez.
—¿Qué significa eso de tal vez?
—Creo que preferiría cambiar de tema.
—De acuerdo.
—A ver si eres capaz de decirme algo que no me deprima.
—El traje chaqueta de Lottie quitaba el hipo.
—El cerdo de siempre.
—¿Yo? Eres tú el cerdo, eres tú quien hace que se vista así.
Tom sonrió —por primera vez. Luego cerró de nuevo los ojos. Se veía que hablar lo cansaba. Jasper Gwyn le pasó una mano por el pelo, y luego se quedaron un rato así, juntos y ya está.
Pero luego, sin abrir los ojos, Tom le dijo a Jasper Gwyn que había una razón especial por la que había hecho que lo llamaran, aunque por nada del mundo hubiera querido que él lo viera en aquel estado vomitivo. Cogió aire otra vez y después dijo que se trataba de la historia del retrato.
—No me apetece nada marcharme de aquí sin saber qué cojones te has inventado, dijo.
Jasper Gwyn movió la silla para estar más cerca de la cabeza de Tom.
—Tú no vas a marcharte a ninguna parte, dijo.
—Hablaba por hablar.
—Como vuelvas a repetirlo le vendo mi catálogo a Andrew Wylie.
—Nunca te representaría.
—Eso lo dices tú.
—De acuerdo, pero ahora escúchame.
De vez en cuando se paraba para coger aire. O el cabo de un hilo que, el muy cabrón, se le escapaba.
—He estado pensando, la historia esa de los retratos…, bueno, no tengo ganas de palabrería al respecto. Se me ha ocurrido una idea mejor.
Cogió la mano de Jasper Gwyn.
—Hazlo.
—¿El qué?
—Hazme un retrato. Y lo entenderé.
—¿Un retrato a ti?
—Sí.
—¿Ahora?
—Aquí. Tienes dos días. No me vengas con todas esas mariconadas de que necesitas un mes, y el estudio, y la música…
Apretó con fuerza la mano de Jasper Gwyn. Era una fuerza ilógica, nadie habría sabido decir de dónde procedía.
—Hazlo y punto. Si sabes hacerlo, podrás hacerlo también aquí.
Jasper Gwyn pensó en un montón de objeciones, todas ellas sensatas. Comprendió con una lucidez absoluta que aquélla era una situación grotesca, y se arrepintió de no haberlo explicado todo en el momento oportuno, que era mucho tiempo atrás, y sin duda no entonces, en aquella habitación de hospital.
—No es posible, Tom.
—¿Por qué?
—Porque no es un juego de magia. Es como cruzar un desierto, o escalar una montaña. No es algo que pueda hacerse en el salón únicamente porque un niño al que quieres mucho te lo pide. Mira, vamos a hacer lo siguiente: te operan, todo irá de maravilla, y cuando vuelvas a casa yo te lo explico todo, te lo juro.
Tom aflojó la presión sobre la mano y durante unos instantes se quedó en silencio. Respiraba ahora de forma trabajosa.
—No se trata sólo de eso, dijo al final.
Jasper Gwyn tuvo que agacharse un poco para poder oír bien.
—Me importa llegar a comprender en qué andas metido, pero no es sólo eso.
Volvió a apretar con fuerza la mano de Jasper Gwyn.
—Una vez me dijiste que realizar el retrato de alguien es una manera de llevarlo de regreso a casa. ¿No es así?
—Sí, es algo parecido.
—Una manera de llevarlo de regreso a casa.
—Sí.
Tom se aclaró la garganta. Quería que se entendiera bien lo que estaba a punto de decir.
—Llévame de regreso a casa, Jasper.
Se aclaró otra vez la garganta.
—No me queda mucho tiempo y necesito regresar a casa, dijo.
Jasper Gwyn levantó la mirada porque no quería mirar a los ojos de Tom. Estaban todas aquellas máquinas, y el color de las paredes, y el sello del hospital por todas partes. Pensó que todo era absurdo.
—Me saldrá de pena, dijo.
Tom Bruce Shepperd aflojó el apretón y cerró los ojos.
—Qué más da, no vayas a pensar que voy a pagártelo, dijo.
Así, durante dos días y dos noches, Jasper Gwyn permaneció en el hospital, casi sin dormir, porque tenía que hacerle un retrato al único amigo que le quedaba en esta vida. Se había colocado en un rincón, en una silla, y veía pasar a médicos y enfermeras sin verlos. Resistía a base de cafés y sándwiches, de vez en cuando iba a estirar las piernas por el pasillo. Llegaba Lottie y no se atrevía a decir nada.
En su cama, Tom parecía empequeñecer a cada hora que pasaba, y el silencio en el que sobrevivía era parecido a una desaparición misteriosa. De vez en cuando se volvía hacia el rincón en el que esperaba ver a Jasper Gwyn y siempre parecía aliviarlo el hecho de no encontrarlo vacío. Cuando se lo llevaban afuera para hacerle alguna prueba, Jasper Gwyn observaba la cama deshecha y en aquel amasijo de sábanas le parecía aprehender una forma de desnudez tan extrema que ya no era necesario ni siquiera un cuerpo.
Trabajaba entrelazando recuerdos y lo que ahora era capaz de ver en Tom y que nunca había visto. Ni siquiera un instante dejó de ser un acto difícil y doloroso. Nada era como en el estudio, del brazo de la música de David Barber, y cada una de las reglas que se había concedido allí resultaba imposible. No tenía sus hojitas, le faltaban las Catalina de Médicis, y resultaba agotador pensar rodeado por todos aquellos objetos que él no había elegido. El tiempo era insuficiente, escasos los momentos de soledad. Notables las probabilidades de fracasar.
No obstante, la noche antes de la intervención, hacia las once, Jasper Gwyn preguntó si había algún ordenador, en aquella unidad, donde pudiera escribir una cosa. Acabó en un despacho de administración, donde le dejaron un escritorio y la contraseña para entrar en el ordenador de la oficinista. Aquello no era un procedimiento habitual y se empeñaron en dejárselo claro. Sobre el escritorio había dos fotos enmarcadas y una desoladora colección de ratoncitos de cuerda. Jasper Gwyn se colocó bien la silla, que estaba endiabladamente alta. Vio con espanto que el teclado estaba sucio, y lo estaba de forma intolerable en las teclas que más se utilizan. Hubiera dicho que debería ser al contrario. Se levantó, fue a apagar el fluorescente central y regresó con los ratoncitos. Encendió la lámpara de sobremesa. Empezó a escribir.
Cinco horas después se levantó e intentó ser capaz de descubrir dónde demonios estaba la impresora que, lo oía a la perfección, escupía su retrato. Resulta curioso dónde colocan las impresoras en las oficinas, cuando hay una sola para todo el mundo. Tuvo que encender el fluorescente central para localizarla, y al final se encontró con nueve hojas en la mano, impresas en un tipo que no le gustaba especialmente, y maquetadas con unos márgenes que eran de una banalidad ofensiva. Todo era erróneo, pero también todo era como tenía que ser —una exactitud apresurada, de la que había sido eliminado el lujo de los detalles. No se quedó para leerlas, sólo puso los números de las páginas. Había impreso dos copias: dobló una de ellas en cuatro, se la metió en el bolsillo, y luego con la otra en la mano se encaminó hacia la habitación de Tom.
Debían de ser las cuatro de la madrugada, ni siquiera lo comprobó. En la habitación había una única luz encendida, bastante cálida, a espaldas de la cama. Tom dormía con la cabeza vuelta hacia un lado. Las máquinas conectadas a él de vez en cuando comunicaban algo y lo hacían emitiendo pequeños sonidos, odiosos. Jasper Gwyn acercó una silla a la cama. No tenía ningún sentido, pero apoyó una mano sobre el hombro de Tom y empezó a darle sacudidas. No era la clase de cosas que le hubiera gustado a cualquier enfermera que pasara por allí, se daba cuenta. Acercó la boca a la oreja de Tom y pronunció unas cuantas veces su nombre. Tom abrió los ojos.
—No estaba durmiendo, dijo. Sólo esperaba. ¿Qué hora es?
—No lo sé. Tarde.
—¿Lo has conseguido?
Jasper Gwyn tenía las nueve hojas en la mano. Las dejó sobre la cama.
—Me ha quedado un poco largo, dijo. Cuando se va con prisas siempre queda todo un poco largo, ya lo sabes.
Hablaban en voz baja y parecían dos chicos robando algo.
Tom cogió las hojas con la mano y les echó un vistazo. Y tal vez leyera las primeras líneas. Había incorporado un poco la cabeza de la almohada, con aire de estar haciendo un enorme esfuerzo. Pero en los ojos había algo despierto que nadie había visto nunca antes en aquel hospital. Dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada y le tendió las hojas a Jasper Gwyn.
—Vale. Lee.
—¿Yo?
—¿Tengo que llamar a una enfermera?
Jasper Gwyn se había imaginado algo distinto. Tipo Tom leyendo todo mientras él volvía a su casa para darse por fin una ducha. Siempre tardaba un poco en admitir la desnuda realidad de las cosas.
Cogió las hojas. Odiaba leer en voz alta las cosas que había escrito —leérselas a los demás. Siempre le había parecido un acto impúdico. Pero allí empezó a hacerlo, intentando hacerlo bien —con la lentitud que era necesaria, y el cuidado. Muchas frases le parecían ya inexactas, pero se obligó a leerlo todo tal y como lo escribiera. De vez en cuando Tom se reía a carcajadas. En una ocasión le hizo una señal para que se parara. Luego le dio a entender que podía proseguir. La última página Jasper Gwyn la leyó todavía más despacio, y a decir verdad le pareció impecable.
Cogió las hojas, al final, las colocó bien, las dobló por la mitad y las dejó sobre la cama.
Las máquinas seguían lanzando mensajes inescrutables, con una torpeza vagamente militar.
—Ven aquí, dijo Tom.
Jasper Gwyn se inclinó sobre él. Ahora estaba bien cerca. Tom sacó un brazo de debajo de las mantas y apoyó una mano sobre la cabeza de su amigo. En la nuca. Luego lo estrechó contra él —apoyó la cabeza de su amigo sobre el hombro y la mantenía allí. Movía levemente los dedos, como para estar seguro de algo.
—Lo sabía, dijo.
Apretó un poco los dedos sobre la nuca de su amigo.
Jasper Gwyn se fue cuando Tom ya estaba dormido. Tenía una mano sobre las páginas del retrato, y a Jasper Gwyn le pareció la mano de un niño.
Rebecca estaba en la oficina cuando llegó la noticia de que Tom no lo había superado. Se levantó y sin coger siquiera sus cosas bajó a la calle. Caminó con rapidez, como no lo hacía nunca, segura de cuál era el camino que tenía que recorrer e ignorando cuanto había a su alrededor. Llegó a la casa de Jasper Gwyn y se pegó al timbre. Tenía tanta firmeza su deseo de que aquella puerta se abriera que la puerta, al final, se abrió. Rebecca no dijo nada, pero se echó a los brazos de Jasper Gwyn, el único sitio en el mundo en el que, según había decidido, sería justo llorar y no dejar de hacerlo durante horas.
Como suele suceder, tardaron un tiempo en acordarse de que, cuando alguien muere, a los demás les corresponde vivir también por ellos —y no hay nada más que resulte adecuado.
De manera que el cuarto retrato Jasper Gwyn se lo hizo al único amigo que tenía, pocas horas antes de que muriera.
Luego le resultó difícil empezar de nuevo, por muchas y previsibles razones, pero también por la inesperada sensación de que realizar esos retratos era también una forma de desafiar a una persona que ahora ya no estaba, y a través de la cual, probablemente, se había convencido de que desafiaba a ese mundo de los libros del que quería huir. Ahora ya no quedaba nadie a quien convencer, salvo él mismo, y la reserva con que siempre había imaginado su oficio de copista se había convertido en una especie de batalla privada casi sin testigos. Tardó un tiempo en acostumbrarse a la idea de que las cosas eran así, y en encontrar de nuevo la limpidez de un deseo necesario. Tuvo que retroceder para recordar la pureza de lo que andaba buscando, y la limpieza que había llegado a desear, en el corazón de su propio talento. Lo hizo con calma, dejando que remontara por sí misma la alegría que conocía —las ganas. Luego, gradualmente, se puso manos a la obra.
El quinto retrato tuvo que hacérselo al muchacho que pintaba, y la cosa no le gustó nada porque se trataba de empezar otra vez desde cero —algo que estaba objetivamente destinado al fracaso. El sexto se lo hizo a un actor de cuarenta y dos años con un cuerpo rarísimo, de pájaro, y un rostro memorable, como tallado en madera. El séptimo, a dos jóvenes muy ricos que acababan de casarse y habían insistido en posar juntos. El octavo se lo hizo a un médico que durante seis meses al año navegaba en barcos mercantes por todo el mundo. El noveno, a una mujer que quería olvidarlo todo, excepto a sí misma y cuatro poemas de Verlaine —en francés. El décimo, a un sastre que había vestido a la reina, sin estar especialmente orgulloso de ello. El undécimo, a una muchacha —y ése fue el error.
Rebecca, que seleccionaba a los aspirantes intentando proteger a Jasper Gwyn de sujetos indeseables, en realidad nunca la había visto. Pero había una razón para ello: ante ella se había presentado el padre, que no era un cualquiera, sino Mr Trawley, el anticuario jubilado, el primer hombre en el mundo que había aceptado desembolsar un dinero para dejarse retratar por Jasper Gwyn. La chica era su hija más pequeña, se llamaba Audrey. Con la gracia y la educación que Rebecca recordaba haber valorado cuando lo conoció, Mr Trawley le explicó que su hija era una muchacha difícil y estaba convencido de que una experiencia particular como la vivida por él en el estudio de Jasper Gwyn tal vez podría ayudarla a encontrar una tregua —dijo exactamente eso— donde recuperar algo de serenidad. Añadió que fuera lo que fuera lo que escribiera Jasper Gwyn en su retrato, sería para su hija una huella más nítida que cualquier reflejo en el espejo y que cualquier enseñanza.
Rebecca habló con Jasper Gwyn y juntos decidieron que podía hacerse. La joven tenía diecinueve años. Entró en el estudio un lunes de mayo. Habían pasado dieciséis meses desde que hiciera lo mismo su padre.
Estaba desnuda como si fuera un desafío —su cuerpo tan joven, un arma. Hablaba a menudo, y a pesar de que Jasper Gwyn no diera muestras de responderle y en varias ocasiones se viera obligado a explicarle hasta qué punto cierto grado de silencio era indispensable para el éxito del retrato, ella cada día se ponía a hablar de nuevo. No explicaba nada, no estaba intentando explicar algo: salmodiaba un odio perenne, y una maldad indiscriminada. Era espléndida al hacerlo, en modo alguno una niña, y terriblemente animal. Insultó durante días, y de una forma ferozmente elegante, a sus padres. Luego divagó brevemente sobre el colegio y los amigos, pero estaba claro que lo hacía de una manera apresurada, imprecisa, porque era otro el lugar al que pretendía llegar. Jasper Gwyn había renunciado a hacerla callar, y se había acostumbrado a considerar que su voz era un detalle de su cuerpo, algo más íntimo que otros y, de algún modo, más peligroso —una zarpa. No prestaba atención a lo que decía, pero aquella afilada cantilena acabó resultándole tan vívida y tentadora que le hizo parecer que la nube sonora de David Barber era vagamente inútil o incluso hasta molesta. El duodécimo día la chica llegó hasta donde quería llegar, es decir, hasta él. Empezó a agredirlo, verbalmente, con llamaradas que alternaba con silencios en que se limitaba a mirarlo fijamente, con una intensidad insoportable. A Jasper Gwyn se le hizo imposible trabajar, y en los pasos en el vacío de la mente llegó a darse cuenta de que algo había, en aquella agresión, tremendamente perverso y seductor. No estaba seguro de ser capaz de defenderse. Resistió dos días, al tercero no se presentó al estudio. Lo mismo hizo los cuatro días siguientes. Volvió al quinto día, casi seguro de que no iba a encontrarla, y extrañamente turbado ante la idea de no equivocarse. Pero ella estaba allí. Se quedó en silencio todo el rato. Jasper Gwyn la encontró, por primera vez, de una belleza peligrosa. Empezó a trabajar nuevamente, pero con un molesto barullo en la cabeza.
Por la noche, de regreso en casa, recibió una llamada telefónica de Rebecca. Había ocurrido algo desagradable. En un tabloide vespertino, sin entrar en detalles pero con los habituales tonos inelegantes, se contaba la curiosa historia de un escritor que realizaba retratos, en un estudio detrás de Marylebone High Street. No se decía su nombre, pero se mencionaba el precio de sus retratos (ligeramente hinchado) y se daban muchos pormenores sobre el estudio. Había un párrafo, malicioso, sobre la desnudez de los modelos y en otro se mencionaban inciensos, luces tenues y músicas new age. Según el tabloide, hacerse retratar de esa manera se había convertido ya, entre ciertos círculos de la buena sociedad londinense, en la moda del momento.
Jasper Gwyn había temido desde siempre algo parecido. Pero con el tiempo Rebecca y él habían comprendido que la forma de trabajar en ese estudio llevaba a la gente a ser extremadamente celosa en relación con su propio retrato e instintivamente proclive a no manchar la belleza de esa experiencia con algo que no fuera conservar una memoria privada de ella. Hablaron un rato sobre el tema, pero repasando a todos los que habían pasado por el estudio no consiguieron dar con uno que pudiera, realmente, tomarse la molestia de contactar con un tabloide y montar todo aquel follón. Fue inevitable, al final, pensar en la chica. Jasper Gwyn no le había contado nada de lo que estaba pasando con ella, en el estudio, pero Rebecca sabía leer a esas alturas hasta los menores detalles y no se le había escapado que allí dentro algo no estaba funcionando como era habitual. Intentó hacerle algunas preguntas y Jasper Gwyn se limitó a señalar que aquella chiquilla tenía un talento muy especial para la maldad. No quiso añadir nada más. Decidieron que Rebecca seguiría atenta a cómo se propagaba la noticia en los medios de comunicación y que, por el momento, lo único que cabía hacer era volver al trabajo.
Jasper Gwyn regresó a su estudio, al día siguiente, con la vaga impresión de ser un domador que entraba en la jaula. Encontró a la joven sentada en el suelo, en la esquina en la que solía agazaparse él. Estaba escribiendo algo en las hojas color crema de su libreta.
No apareció gran cosa, sobre aquella historia, en los demás periódicos, y Rebecca buscó a Jasper Gwyn para tranquilizarlo, pero no consiguió encontrarlo. Dio señales de vida él, unos días más tarde, y fue parco en palabras, dijo que todo iba bien. Rebecca lo conocía lo bastante como para no insistir. Dejó de buscarlo. Recortaba los artículos, escasos, que se habían hecho eco de la noticia. Se dijo que, entre una cosa y otra, el asunto había salido bien. Trabajaba en un minúsculo despacho que Jasper Gwyn había buscado para ella, un agujero amable, no lejos de su casa. Encontró a tres candidatos (los tres habían leído el tabloide) sin que ninguno de ellos la convenciera plenamente. Pasada una semana, esperó a que ocurriera lo que siempre ocurría cuando la inescrutable voluntad de las Catalina de Médicis decidía que el tiempo se había terminado. Unos días más y Jasper Gwyn le haría entrega de una copia del retrato. Ella entonces convocaría al cliente, que iría a recogerlo, a liquidar la cuenta y a devolver la llave del estudio. Todo iba sobre ruedas, era repetitivo, y eso le gustaba. Pero esta vez Jasper Gwyn tardó en dar señales de vida y, en compensación, quien se presentó ante ella, una mañana, fue Mr Trawley. Venía para decirle que, según su hija, las Catalina de Médicis se habían apagado, y lo habían hecho incluso de una forma más bien elegante, pero la verdad era que cuando eso ocurrió hacía ya nueve días que Jasper Gwyn no hacía acto de presencia en el estudio. Su hija no había dejado de presentarse allí cada tarde, pero a él ya no había vuelto a verlo. Ahora Mr Trawley se preguntaba si es que tenía que hacer algo en particular o, simplemente, esperar. No estaba preocupado, pero había preferido ir en persona para averiguar si todo marchaba correctamente.
—¿Está completamente seguro de que Mr Gwyn no se presentó en los últimos nueve días?, preguntó Rebecca.
—Es lo que dice mi hija.
Rebecca lo observó de forma interrogativa.
—Sí, sí, ya lo sé, dijo él. Pero en este caso me inclino a creerla.
Rebecca dijo que lo comprobaría y que tendría noticias lo más pronto posible. No estaba tranquila, pero no dio muestras de ello.
Antes de marcharse, Mr Trawley halló la forma de preguntarle a Rebecca si por casualidad sabía cómo habían ido las cosas allí, en el estudio. Lo que en realidad habría querido preguntar era si su hija se había comportado decentemente.
—No lo sé, dijo Rebecca. Mr Gwyn no suele contar gran cosa de lo que sucede allí dentro, no es su estilo.
—Ya entiendo.
—Lo que he intuido es que su hija no es un tema fácil, por así decirlo.
—No, no lo es, dijo Mr Trawley.
Hizo una pausa.
—A veces puede ser extremadamente desagradable, o exageradamente atrayente, añadió.
Rebecca pensó que le habría gustado ser una chica de quien pudiera decirse algo semejante.
—Ya le diré algo, Mr Trawley. Estoy segura de que todo se arreglará.
Mr Trawley dijo que no lo dudaba.
Al día siguiente apareció en el Guardian un amplio reportaje sobre el tema de los retratos. Era más preciso que el que apareciera en el tabloide y se atrevía a mencionar el nombre de Jasper Gwyn. A él se le dedicaba un segundo articulillo, en el que se repasaba su carrera.
Rebecca se apresuró a buscar a Jasper Gwyn. No lo encontró en casa, ni tampoco un recorrido por las lavanderías del barrio sirvió para nada. Parecía desaparecido.
No sucedió nada durante cinco días. Luego Rebecca recibió, enviado por Jasper Gwyn, un grueso sobre que contenía el retrato de la joven, elaborado con el meticuloso cuidado habitual, y una nota de unas pocas líneas. Decía que por un tiempo le resultaría imposible dar señales de vida. Daba por descontado el hecho de que Rebecca lo mantendría todo en orden durante ese tiempo. Se había hecho necesario posponer el siguiente retrato: no estaba seguro de poder volver a trabajar antes de un par de meses. Le daba las gracias y se despedía con un gran abrazo. No hacía referencia alguna al artículo del Guardian.
Durante toda aquella jornada Rebecca tuvo que rechazar amablemente las muchas llamadas telefónicas que le llegaban de todas partes para saber más cosas sobre la historia de Jasper Gwyn. No le gustaba que la hubieran dejado sola en un momento tan delicado, pero por otra parte conocía lo suficiente a Jasper Gwyn como para reconocer una forma de comportarse que sería inútil intentar corregir. Hizo lo que tenía que hacer, lo mejor que pudo, y antes de anochecer telefoneó a Mr Trawley para decirle que el retrato estaba listo. Luego colgó el teléfono, cogió el retrato de la chica y lo abrió. Era algo que no hacía nunca. Se había impuesto como regla entregar los retratos sin echarles siquiera una mirada. Pensaba que ya llegaría el momento adecuado para leerlos. Pero esa noche todo era distinto. Flotaba en el aire algo que parecía la disolución de un sortilegio, y apartarse del procedimiento habitual le pareció razonable, hasta incluso indispensable. Por tanto, abrió el retrato de la muchacha y empezó a leerlo.
Eran cuatro páginas. Se detuvo en la primera, luego dejó en su sitio las páginas y cerró de nuevo la carpeta.
La joven llegó por la mañana, iba sola. Se sentó delante de Rebecca. Tenía largo cabello rubio, liso y fino, que dejaba caer a ambos lados del rostro. Sólo a ratos, con un movimiento de la cabeza, descubría por completo sus facciones, que eran angulosas, pero dominadas por dos encantadores ojos oscuros. Era delgada y utilizaba su cuerpo sin que la traicionaran señales de nerviosismo: parecía haber elegido una cierta inmovilidad elegante como regla de su presencia. Llevaba una chaqueta abierta sobre una camiseta morada a través de la que podían intuirse unos pechos pequeños y bien hechos. Rebecca se fijó en las manos, pálidas y llenas de minúsculas heridas.
—Su retrato, dijo, tendiéndole la carpeta.
La joven lo dejó sobre la mesa.
—¿Tú eres Rebecca?, preguntó.
—Sí.
—Jasper Gwyn habla a menudo de ti.
—Me resulta difícil creerlo. Mr Gwyn no es la clase de persona que hable mucho de nada.
—No, pero de ti lo hace.
Rebecca hizo un gesto vago y sonrió.
—Vale, dijo.
Luego le ofreció a la muchacha un papel para que lo firmara. Para liquidar la cuenta se había puesto de acuerdo con su padre.
La muchacha lo firmó sin leer. Devolvió la pluma. Hizo un gesto hacia el retrato.
—¿Lo has leído?, preguntó.
—No, mintió Rebecca. Nunca lo hago.
—Qué estúpida.
—¿Cómo dice?
—Yo lo haría.
—¿Sabe?, soy lo bastante mayor como para decidir qué es mejor hacer o no.
—Sí, eres mayor. Eres vieja.
—Es posible. Ahora, si me disculpa, tengo mucho trabajo.
—Jasper Gwyn dice que eres una mujer muy infeliz.
Rebecca entonces la miró por primera vez sin cautela. Vio que tenía una manera odiosa de ser encantadora.
—También Mr Gwyn se equivoca de vez en cuando, dijo.
La joven hizo aquel movimiento con la cabeza que liberaba un instante su rostro.
—¿Estás enamorada de él?, preguntó.
Rebecca la miró y no respondió.
—No, no era ésa la pregunta que quería hacer, se corrigió la joven. ¿Has hecho el amor con él?, preguntó.
Rebecca pensó en levantarse y en acompañar a la joven hasta la puerta. Era evidentemente lo único que cabía hacer. Pero también sintió que si había alguna forma de penetrar en todo lo que de extraño estaba sucediendo, allí delante de ella tenía tal vez la única vía posible, por odiosa que resultara.
—No, dijo. Nunca he hecho el amor con él.
—Yo sí, dijo la chiquilla. ¿Te interesa saber cómo lo hace?
—No estoy segura.
—Con violencia. Pero luego, de repente, con dulzura. Le gusta tocarse. No habla nunca. No cierra nunca los ojos. Se pone guapísimo cuando se corre.
Lo dijo sin apartar la mirada de los ojos de Rebecca.
—¿Quieres leer conmigo el retrato?, preguntó.
Rebecca dijo que no con la cabeza.
—No creo que quiera saber nada más de ti, chiquilla.
—No sabes nada de mí.
—Pues muy bien, perfecto.
La joven pareció distraída un instante con algo que había visto encima de la mesa. Luego levantó otra vez la mirada hacia Rebecca.
—Lo hemos hecho durante dos días, casi sin dormir, dijo. Allí, en el estudio. Luego se fue y no volvió más. Un cobarde.
—Si no te queda más veneno que escupir, nuestra conversación se acaba aquí.
—Sí. Me queda una cosa más.
—Date prisa.
—¿Me harías un favor?
Rebecca la miró desconcertada. La joven volvió a hacer el movimiento con el que descubría un instante su rostro.
—Cuando lo veas le dices que lamento el asunto de los periódicos, que no creía que iba a montarse este follón.
—Si querías hacerle daño, te has salido con la tuya.
—No, no es eso lo que quería. Era otra cosa.
—¿Qué era?
—No lo sé…, quería tocarlo, pero no creo que tú lo puedas entender.
Rebecca pensó con fastidio que lo podía entender muy bien. Pensó también en la condena de todos aquellos, tan numerosos, que no son capaces de tocar sin hacer daño, e instintivamente buscó con la mirada aquellas manos y las pequeñas heridas. Sintió la sombra de una lejana piedad y supo de inmediato qué era lo que había doblegado a Jasper Gwyn, en aquel estudio, con aquella chica.
—La llave, dijo.
La muchacha buscó en el bolso y dejó la llave en la mesa. Se quedó un instante mirándola.
—No quiero el retrato, dijo. Tíralo.
Se fue dejando la puerta abierta —caminaba un poco ladeada, como si tuviera que colarse por un espacio estrecho y lo hiciera para huir de todo lo que era.
Rebecca tardó un rato en poner de nuevo en marcha sus pensamientos. Se olvidó de todos los asuntos que tenía que resolver, anuló todas las citas, dejó sobre la mesa, sin abrirlos, los periódicos que había comprado. Le molestaba ver que las manos le temblaban —hasta le resultaba difícil comprender si se trataba de rabia o de alguna forma de espanto. Sonó el teléfono y no contestó. Cogió sus cosas y salió de allí.
En el camino hacia su casa, se sentó en un lugar tranquilo, en los escalones de una iglesia, junto a un pequeño jardín, y se obligó a recordar las palabras de la joven. Intentaba comprender qué era lo que, paso a paso, habían acabado haciendo pedazos. Muchas cosas, y algunas sabía que eran delicadas, pero también firmes, como no lo son las simples ilusiones. Extrañamente, antes que en sí misma pensó en Jasper Gwyn, como esa gente que al levantarse tras una caída comprueba que no se hayan roto las gafas o el reloj —las cosas más frágiles. Era difícil comprender hasta qué punto aquella joven lo habría herido. Sin duda había quebrantado una medida que hasta ese momento Jasper Gwyn había adoptado como norma imprescindible de su curioso trabajo. Pero también era posible que tanto cuidado en poner límites y restricciones escondiera el íntimo deseo de llegar más allá de toda regla, aunque fuera una única vez, y a cualquier precio —como para llegar hasta el fondo de determinado camino suyo. Por tanto, era difícil decir si aquella muchacha había sido para él un golpe mortal o la meta a la que desde siempre todos sus retratos habían estado apuntando. Quién sabe. Claro que aquellos nueve días sin pisar su estudio hacían pensar más en un hombre asustado que en un hombre exitoso —y en su permanecer escondido, después, con calma pero con determinación. Son los animales heridos los que se mueven así. Pensó en el estudio, en las dieciocho Catalina de Médicis, en la música de David Barber. Qué lástima, se dijo. Qué lástima tan grande si todo tenía que acabar así.
Regresó hacia su casa, caminando lentamente, y sólo entonces se le ocurrió pensar en sí misma, y en comprobar las suyas, sus heridas. Por mucho que le disgustara admitirlo, aquella joven le había enseñado algo que la humillaba, y que tenía que ver con el valor, o con la falta de pudor, quién sabe. Intentó recordar los momentos en que ella también había estado bien cerca de Jasper Gwyn, escandalosamente cerca, y acabó por preguntarse en qué se había equivocado en aquellos instantes, o qué era lo que no había entendido. Regresó con la memoria a la oscuridad del estudio, en aquella última noche, y se acordó de la nada que se había hecho entre ellos dos, incrédula por no haber sabido atravesarla. Pero volvió a pensar todavía más en aquella mañana de la muerte de Tom, en su carrera hasta la casa de Jasper Gwyn y en todo lo que vino a continuación. Se acordaba del miedo de los dos, y de aquel deseo de permanecer encerrados allí dentro, juntos, más fuerte que cualquier otra cosa. Se acordaba de sus propios gestos en la cocina, con los pies descalzos, del teléfono que sonaba sin que ellos dejaran de hablar, en voz baja. Del alcohol bebido, de los discos viejos, de las portadas de los libros, del lío en el baño. Y de lo fácil que había sido echarse a su lado, y dormirse. Luego el difícil amanecer, y la mirada aterrada de Jasper Gwyn. Ella que lo entendía y que se iba.
Cuánto más exacto había sido el gesto de aquella joven.
Qué odiosa lección.
Se miró y se preguntó si no podría explicarse todo simplemente con aquel cuerpo suyo, inadecuado y erróneo. Pero no era una respuesta. Sólo tristezas que hacía ya tiempo que no quería afrontar.
En casa, más tarde, se vio hermosa, en el espejo —y viva.
Así que durante días hizo lo único que le pareció adecuado —esperar. Siguió fríamente la multiplicación en la prensa de los reportajes que seguían tratando el curioso caso de Jasper Gwyn, y se limitó a archivarlos por orden cronológico. Respondía al teléfono, anotando diligentemente todas las peticiones y asegurando que pronto tendría la oportunidad de ser más útil. No tenía miedo, sabía que únicamente tenía que esperar. Lo hizo durante once días. Luego, una mañana, le llegó a la oficina un grueso paquete, acompañado por una carta y un libro.
En el paquete estaban todos los retratos, cada uno en su carpeta. En la carta, Jasper Gwyn aclaraba que eran las copias que había hecho para él: le rogaba que los conservara en un lugar seguro, y que no los hiciera públicos bajo ningún concepto. Añadía una minuciosa lista de cosas que había que hacer: devolver el estudio a John Septimus Hill, deshacerse de los muebles y de los otros trastos, dejar libre el despacho, anular el correo electrónico con el que habían trabajado, volverse ilocalizable para los periodistas que eventualmente hubieran intentado ponerse en contacto con ella. Especificó que se había ocupado personalmente de liquidar todas las cuentas pendientes, y tranquilizaba a Rebecca diciéndole que muy pronto le llegarían sus emolumentos, incluyendo una significativa liquidación. Estaba seguro de que no iba a poner ningún reparo.
Le daba las gracias de todo corazón, y todavía una vez más se veía en la obligación de decir que no habría podido desear una colaboradora más cuidadosa, discreta y agradable. Se daba cuenta de que desde todos los puntos de vista habría sido deseable una despedida más cálida pero tenía que admitir, si bien con pesar, que no era capaz de hacer nada mejor.
El resto de la carta estaba escrito a mano. Decía así:
Tal vez tendría que explicarle que la distancia respecto a esa joven era un teorema irresoluble, pero no sabría hacerlo sin quedar en ridículo, o sin herirla, quizá. Lo primero no me importaría, pero lo segundo me crearía una infinita desazón. Acepte creer, simplemente, que no podía hacerse otra cosa.
No se preocupe por mí, no me siento contrariado por lo que sucedió y tengo en la cabeza, con precisión, qué es lo que tengo que hacer ahora.
Le deseo toda suerte de felicidad, se la merece.
Por siempre agradecido, suyo
JASPER GWYN, copista
Luego había una nota, tras la firma, unas pocas líneas. Decía que le adjuntaba el último libro salido de los cajones de Klarisa Rode, y que acababan de publicar. Se acordaba muy bien de que aquel día, en el parque, cuando le llevó su retrato, ella llevaba precisamente una novela de Rode, en la mano, y que habló de ella con gran entusiasmo. De manera que le había pasado por la cabeza que podía ser una buena forma de cerrar el círculo regalarle en esta circunstancia ese libro: deseaba que al leerlo disfrutara.
Nada más.
¿Pero es posible estar hecho de esta pasta?, pensó Rebecca.
Cogió el libro, lo manoseó un poco, luego lo lanzó contra la pared —un gesto que algunos años después recordaría.
Se le ocurrió revisar el sobre y sólo encontró un vulgar sello postal londinense. Evidentemente no podía saber adónde se había marchado Jasper Gwyn. Lejos —eso lo sentía con absoluta certeza. Todo había terminado, y ni siquiera con esa solemnidad a la que siempre tiene derecho el ocaso de las cosas.
Se levantó, puso en la agenda la carta de Jasper Gwyn y decidió que, por última vez, iba a hacer lo que le pedía. No por deber —sino por una forma de melancólica precisión. Cogió, antes de salir, los retratos. Pensó que no leerlos sería uno de los placeres de su vida. Al llegar a casa, los metió en el fondo de un armario, debajo de los jerséis viejos, y fue éste el último gesto que le dictó cierto pesar —saber que nadie lo sabría nunca.
Necesitó unos diez días para arreglarlo todo. A quien pedía explicaciones, le daba respuestas vagas. Cuando John Septimus Hill le dijo que mandara a Jasper Gwyn sus más respetuosos saludos ella le aclaró que no iba a tener forma de hacerlo.
—¿Ah, no?
—No, lo siento.
—¿No tiene previsto reunirse con él dentro de un razonable lapso de tiempo?
—No tengo previsto volver a reunirme con él nunca más, dijo Rebecca.
John Septimus Hill se permitió una sonrisa vagamente escéptica que Rebecca juzgó fuera de lugar.
En los años que siguieron aparentemente nadie volvió a tener noticias de Jasper Gwyn. Las indiscreciones sobre su curiosa manía de los retratos desaparecieron pronto de los periódicos y la presencia de su nombre era cada vez más escasa en las crónicas literarias. Podía pasar que se le citara en pasajeros panoramas de la literatura inglesa reciente, y un par de veces le dedicaron algunas líneas a propósito de otros libros que parecían retomar determinados recursos estilísticos suyos. Una de sus novelas, Hermanas, acabó en la lista de los Cien libros que hay que leer antes de morir elaborada por una prestigiosa revista del sector. Su editor inglés y un par de los extranjeros intentaron ponerse en contacto con él, pero antes todo pasaba por las manos de Tom y ahora, cerrada su agencia, no parecía haber forma alguna de hablar con ese hombre. Estaba bastante difundida la idea de que tarde o temprano daría señales de vida, y probablemente con un nuevo libro. Eran pocos los que pensaban que en serio podía haber dejado de escribir.
En cuanto a Rebecca, en el plazo de cuatro años se reconstruyó una vida, determinándose a empezar desde cero. Encontró un trabajo que no guardaba relación con los libros, dejó a su novio gilipollas y se fue a vivir a las afueras de Londres. Un día conoció a un hombre casado que tenía una muy bonita manera de enmarañar todo lo que tocaba. Se llamaba Robert. Acabaron amándose mucho, y el hombre le preguntó un día si podía abandonar a su familia e intentar crear otra con ella. A Rebecca le pareció una idea magnífica. A la edad de treinta y dos años se convirtió en madre de una niña a la que pusieron el nombre de Emma. Empezó a trabajar menos y a engordar más, y ninguna de las dos cosas le causó ningún remordimiento. Muy de vez en cuando se veía pensando en Jasper Gwyn, y siempre con una emoción particular. Eran recuerdos tenues, como postales enviadas de una vida anterior.
De todos modos, un día, mientras empujaba el carrito con Emma entre los pasillos de una enorme librería londinense, se topó con una oferta especial de libros de bolsillo, y encima de la columna vio un libro de Klarisa Rode. De entrada ni siquiera le hizo mucho caso al título, simplemente anotó el hecho de que no lo había leído. Sólo al llegar a la caja se dio cuenta de que, en efecto, se trataba del libro que cuatro años atrás Jasper Gwyn le regalara, el día en que todo terminó. Se acordó de lo que había hecho. Sonrió. Pagó.
Empezó a leerlo en el metro, dado que Emma se había dormido en su carrito y les quedaban aún unas cuantas paradas. Estaba disfrutándolo verdaderamente, sin prestar atención a la gente de su alrededor, cuando de golpe, en la página dieciséis, se quedó de piedra. Siguió leyendo un poco más, incrédula. Luego levantó la mirada y en voz alta dijo:
—¡Será hijo de puta!
En efecto, lo que estaba leyendo, en el libro de Rode, era su propio retrato, palabra por palabra, exactamente el retrato que Jasper Gwyn le había hecho años atrás.
Se volvió hacia su vecino y de una forma surrealista se vio en la obligación de explicarse, también en voz alta.
—¡Se lo ha copiado, se lo ha copiado de Rode, joder!
El vecino no pareció captar la importancia del asunto, pero entre tanto algo se había puesto en marcha en la cabeza de Rebecca —como una forma de tardío sentido común— y bajó de nuevo los ojos hacia el libro.
Un momento, pensó.
Comprobó la fecha de edición y se dio cuenta de que había algo que no le cuadraba. A ella el retrato Jasper Gwyn se lo había hecho por lo menos un año antes. ¿Cómo puede copiar alguien un libro que todavía no ha aparecido?
Se volvió de nuevo hacia su vecino, pero era evidente que aquel tipo no iba a poder serle de gran ayuda.
Tal vez Jasper Gwyn lo leyó antes de que se publicara, pensó. Era una hipótesis razonable. Se acordaba vagamente de que la de los manuscritos de Klarisa Rode era una historia intrincada. Nada era tan probable como que Jasper Gwyn hubiera logrado, de alguna manera, verlos antes de que acabaran en manos del editor. Cuadraba. Pero precisamente en ese momento, desde lejos, le llegó una frase que le había dicho Tom mucho tiempo atrás. Fue el día en que le explicó qué clase de tipo era Jasper Gwyn. Le había contado el asunto del hijo nunca reconocido. Pero también le había dicho otra cosa: que había libros, por lo menos dos, escritos por Jasper Gwyn, que circulaban por el mundo, pero no con su nombre.
Joder, pensó.
Por eso nunca dejan de salir inéditos de ésa. Los escribe él.
Era una locura, pero también podía tratarse de la verdad.
Cambiaría unas cuantas cosas, se dijo. Instintivamente, volvió a pensar en el día en que todo terminó y se vio a sí misma mientras tiraba contra la pared aquel estúpido libro. ¿Era posible que no fuera un estúpido libro sino un exquisito regalo? Costaba un gran esfuerzo recomponer los fragmentos dispersos. Se le pasó por la cabeza un instante la idea de que algo importante le había sido restituido, algo que le correspondía desde hacía mucho tiempo. Intentaba comprender qué era exactamente, cuando se dio cuenta de que el metro se había detenido en la estación donde tenía que bajar.
—¡Mierda!
Se levantó y bajó corriendo.
Tardó un instante en darse cuenta de que había olvidado algo.
—¡Emma!
Se volvió mientras las puertas se cerraban. Empezó a golpear con la palma de las manos los cristales y a gritar algo, pero el tren se iba ya lentamente.
La gente la paró y estaba mirándola.
—¡Mi hija!, gritó Rebecca. ¡Mi hija va montada en ese tren!
No resultó nada sencillo, luego, recuperarla.
No le pareció necesario, más tarde, contarle toda la historia a Robert, pero cuando llegó la hora de irse a dormir, Rebecca dijo que tenía que acabar de leer forzosamente una cosa por motivos de trabajo y le rogó que se marchara a dormir tranquilamente, que ella se iba a quedar allí, que terminaría pronto.
—¿Y si se despierta Emma?, preguntó él.
—Como siempre. La asfixias con la almohada.
—De acuerdo.
Era un hombre con un carácter adorable.
Echada en el sofá, Rebecca cogió el libro de Rode, lo empezó desde el principio y lo leyó hasta el final. Eran las dos de la madrugada cuando llegó a la última página. La historia estaba ambientada en una pequeña ciudad danesa del siglo XIX, y hablaba de un padre y de sus cinco hijos. La encontró hermosísima. Poco después del principio aparecía, en efecto, como engastado, el retrato que Jasper Gwyn le hiciera, pero en vano buscó Rebecca, en el resto del libro, algo que ofreciera huellas significativas del hecho. Tampoco le pareció encontrar ni una sola página que pudiera haber sido escrita a propósito para ella. Únicamente aquella especie de cuadro, colocado en una esquina, con indudable maestría.
Había terminado con Jasper Gwyn hacía ya tanto tiempo que intentar comprender ahora qué significaba toda aquella historia le pareció durante un momento un esfuerzo que no tenía ganas de hacer. Era tarde, al día siguiente tenía que llevar a Emma a casa de su suegra y luego ir a toda prisa a trabajar. Pensó que lo mejor sería dejarlo correr e irse a la cama. Pero mientras apagaba las luces y encontraba aún algo más que colocar en su sitio, tuvo la extraña sensación de que no estaba allí, y de estar puliendo los detalles de la vida de otra. Con una pizca de desconcierto, se dio cuenta de que, en un solo día, la distancia en la que había estado años trabajando se había alejado con elegancia —una cortina con un golpe de viento. Y desde lejos la alcanzó una nostalgia que creía haber vencido.
De manera que, en vez de irse a la cama, hizo algo que nunca habría pensado hacer. Abrió un armario y sacó de debajo de una pila de mantas de invierno las carpetas con los retratos. Se preparó un café, se sentó a la mesa y empezó a abrir las carpetas, al azar. Se puso a leer aquí y allá, sin método, como podría haber paseado por una galería de cuadros. No lo hacía para intentar comprender algo, o para encontrar respuestas. Tan sólo disfrutaba con los colores, aquella luz particular, el paso seguro, las huellas de determinada imaginación. Lo hacía porque aquello era un lugar, y en ningún otro lugar habría querido estar ella aquella noche.
Lo dejó cuando ya se filtraba la primera luz del alba. Le ardían los ojos. Sintió de repente un pesado cansancio, imposible de posponer. Fue a meterse a la cama, y Robert se despertó lo suficiente como para preguntarle, sin darse cuenta en realidad, si todo iba bien.
—Todo bien, duerme.
Se apretujó un poco contra él, volviéndose sobre un costado, y se durmió.
Al día siguiente se despertó sin entender nada. Llamó por teléfono a la oficina para decir que le había surgido un imprevisto y no podría ir a trabajar. Luego llevó a Emma a casa de su suegra, una simpática señora que estaba más gorda que ella y que nunca se cansaba de mostrarse agradecida por haber arrancado a su hijo de las garras de una mujer que sólo ingería comida vegetariana. Rebecca le dijo que regresaría por la tarde y añadió que si por algún motivo se retrasaba la avisaría. Le dio un beso a Emma y volvió a casa.
En el silencio de las habitaciones desiertas volvió a coger el libro de Rode. Y se obligó a pensar. Detestaba los enigmas y sabía que no tenía la inteligencia adecuada para divertirse resolviéndolos. Ni siquiera estaba muy segura de querer abrir de nuevo aquella historia que creía muerta y sepultada. Pero estaba claro que le gustaría asegurarse de que aquel libro había sido de verdad un regalo para ella —un toque amoroso que en aquel adiós de tantos años atrás había echado en falta. De la misma manera, indudablemente, que la atraía la posibilidad de descubrir, por sí misma, hasta dónde se podía prolongar, de verdad, la ilimitada rareza de Jasper Gwyn.
Se quedó largo rato reflexionando.
Luego se levantó, cogió las carpetas de los retratos, sacó de la pila la de su retrato, y puso las demás en un bolso. Se vistió y llamó a un taxi. Hizo que la llevaran a la zona del British Museum, porque había decidido que si había alguien en el mundo que pudiera ayudarla, esa persona era Doc Mallory.
A Mallory lo había conocido en la oficina de Tom, era uno de los muchos personajes inverosímiles que trabajaban allí, si bien la palabra trabajar no ayudaba a hacerse una idea. De unos cincuenta años, tenía otro nombre, pero todo el mundo lo llamaba Doc. Tom lo mantenía a su lado desde hacía mucho tiempo, y lo consideraba absolutamente indispensable. Mallory, en efecto, era el hombre que lo había leído todo. Tenía una memoria formidable y parecía haber pasado un par de vidas hojeando libros y catalogándolos en un milagroso índice mental suyo. Cuando uno necesitaba algo, acudía a él. En general se lo podía encontrar en el escritorio, leyendo. Siempre llevaba americana y corbata, porque, sostenía, se le debe un respeto a los libros, a todos, hasta a los horribles. Uno acudía a consultarle para conocer la grafía exacta de los nombres rusos, o para hacerse una idea de la literatura japonesa de los años veinte. Cosas por el estilo. Verlo manos a la obra era un privilegio. Una vez uno de los autores de Tom fue acusado de plagio, parecía que había copiado una escena de pelea de una novela policíaca americana de los años cincuenta. Tom arrancó las páginas incriminadas del libro y se las llevó a Mallory.
—A ver si eres capaz de acordarte de una treintena de libros en los que haya una escena de este tipo, le dijo. Un par de horas después, se presentó con una lista detallada de peleas y trifulcas que parecían haber sido escritas todas por la misma mano.
—¡Formidable!, dijo Tom.
—El deber es el deber, respondió Mallory, y regresó a su escritorio a leer una biografía de Magallanes.
Cuando murió Tom, con sus ahorros abrió una pequeña librería, detrás del British Museum, en la que sólo tenía los libros que le gustaban. Rebecca iba allí de vez en cuando, más que nada por el gusto de saludarlo y de charlar un rato. Pero aquel día era distinto, tenía algo muy concreto que pedirle. Cuando entró en la tienda, incluso antes de saludar, giró el cartel que estaba colgado en la puerta y que decía ¡SÍ, ESTÁ ABIERTO! Del otro lado decía NO VUELVO ENSEGUIDA.
—Me parece que tienes la intención de quedarte un buen rato, dijo Mallory desde detrás del mostrador.
—Puedes jurarlo, dijo Rebecca.
Dejó el bolso en el suelo y fue a darle un abrazo. No es que estuviera enamorada de él, aunque era algo parecido. Siempre tenía el mismo olor, de polvo y caramelos de anís.
—No tienes pinta de haber venido a comprar un libro, Rebecca.
—En efecto. He venido a hacer que este día sea inolvidable para ti.
—Ay.
—Doc, ¿te acuerdas de Jasper Gwyn?
—¿Bromeas?
Y estaba ya empezando con su bibliografía completa.
—Déjalo ya, es otra cosa la que quiero pedirte. ¿Te acuerdas de la historia de los retratos?
Mallory se echó a reír.
—¿Quién no se acuerda? En la de agencia de Tom no se hablaba de otra cosa.
—¿Tú supiste algo al respecto?
—A decir verdad, eras tú la que lo sabía todo.
—Sí, ¿pero tú sabías algo de todo aquello?
—Poco. Se decía que se estaba volviendo loco, en pos de aquella idea. Pero también corría la voz de que había llegado a vender los retratos a cien mil libras cada uno.
—¡Ojalá!, dijo Rebecca.
—¿Ves como eres tú la que lo sabe?
—Sí, pero no lo sé todo, me falta un trozo y sólo tú puedes ayudarme.
—¿Yo?
Rebecca se agachó hacia el bolso, sacó las carpetas y las dejó en el mostrador.
Doc Mallory estaba trabajando con unas facturas cuando ella entró, por lo que estaba en mangas de camisa. Se dio la vuelta, fue a buscar la americana, se la puso y volvió detrás del mostrador.
—¿Son ésos?, preguntó.
—Sí.
—¿Puedo?
Giró las carpetas hacia su lado y se limitó a apoyar las manos encima, abiertas, con delicadeza.
—Tom habría dado un brazo por poder leerlos, dijo con un velo de tristeza.
—¿Y tú?
Mallory levantó la vista hacia ella.
—Ya lo sabes, leerlos sería, para mí, un privilegio.
—Hazlo entonces, Doc, necesito que lo hagas.
Mallory se quedó un rato en silencio. Le brillaban los ojos.
—¿Por qué?, preguntó.
—Necesito saber si fueron copiados.
—¿Copiados?
—Sacados de otros libros, no sé, algo por el estilo.
—Pero, mujer, eso no tendría sentido.
—Muchas cosas carecen de sentido cuando te relacionas con Jasper Gwyn.
Mallory sonrió. Sabía que era verdad.
—¿Tú los has leído?, preguntó.
—Más o menos.
—¿Y te has hecho una idea?
—No. Pero yo no he leído todos los libros del mundo.
Mallory se echó a reír.
—Oye, que no los leo todos. A menudo los hojeo, dijo.
Luego se acercó un poco las carpetas.
—En mi opinión, estás loca.
—Salgamos de dudas. Léelos.
Él titubeó todavía un instante.
—Será un gran placer.
—Pues entonces léelos.
—Está bien, los leeré.
—No, no, no lo has entendido, los vas a leer ahora mismo, luego te olvidas de ellos inmediatamente y si se te ocurre hablar de ellos con alguien, vengo aquí y te arranco personalmente las pelotas.
Mallory la miró. Rebecca sonrió.
—Estaba bromeando.
—Ah.
—Pero no mucho.
Luego se sacó el impermeable, buscó una silla donde instalarse y le dijo a Mallory que se tomara el tiempo que necesitara, tenían todo el día para ellos.
—¿No tendrías nada para dejarme leer? Más que nada para no aburrirme, preguntó.
Mallory hizo un vago gesto hacia sus estanterías, sin levantar siquiera la mirada de las carpetas, todavía cerradas.
—Sírvete tú misma, estoy ocupado, dijo.
Dos horas después, Mallory cerró la última carpeta y durante un rato permaneció inmóvil. Rebecca levantó la vista del libro e hizo ademán de ir a decir algo. Pero Mallory hizo un gesto para detenerla. Quería quedarse pensando un rato más, o tal vez necesitaba tiempo para regresar desde algún lugar muy lejano.
Al final le preguntó a Rebecca qué habían pensado sus clientes de aquellos retratos. No por nada, por curiosidad.
—Siempre se quedaban muy satisfechos, respondió Rebecca. Se reconocían. Era algo que no se esperaban, una especie de magia.
Mallory asintió.
—Sí, puedo imaginármelo.
Luego preguntó otra cosa.
—¿Tú sabes cuál es el de Tom?
En los retratos no estaban escritos los nombres, podrían ser los retratos de cualquier persona.
—No estoy segura, pero creo haberlo reconocido.
Se miraron.
—¿Ése en el que sólo hay niños?, aventuró Mallory.
Rebecca asintió.
—Habría apostado, dijo Mallory riendo.
—Es exactamente Tom, ¿verdad?
—Clavadito.
Rebecca sonrió. Era increíble hasta qué punto aquel hombre lo había entendido todo sin hacer prácticamente ni una sola pregunta. Tal vez leer miles de libros no es, en definitiva, tan inútil, pensó. Luego se acordó de que estaba allí para saber algo muy concreto.
—¿Y del tema de las imitaciones qué me dices, Doc?
Se lo dijo como si no se tratara de un detalle muy importante.
Mallory dudó un instante. Hizo un gesto vago y ganó algo de tiempo sacando un gran pañuelo y sonándose la nariz ruidosamente. Mientras lo doblaba de nuevo y se lo metía otra vez en el bolsillo, dijo que él ya había leído uno de aquellos retratos. Sacó una carpeta de entre las demás y la dejó en la mesa. La abrió. Releyó unas líneas.
—Sí, esto viene directamente de otro libro, dijo de mala gana.
Rebecca sintió una punzada en algún lugar y no logró ocultar una mueca.
—¿Estás seguro?, preguntó.
—Sí.
Todo se hacía condenadamente más complicado.
—¿Te acuerdas de qué libro es?, preguntó.
—Sí, se titula Tres veces al amanecer. Un buen libro. Breve. Que yo recuerde, la primera parte es muy parecida a este retrato, tal vez no sea literalmente igual, me parece que es más larga. Pero algunas frases juraría yo que son idénticas. Y la escena es ésa, los dos en el hotel, no hay duda.
Rebecca se pasó una mano por el pelo. A tomar por culo, pensó. Cogió la carpeta abierta, le dio la vuelta, echó un vistazo al principio del retrato. Uno de los más hermosos, maldita sea.
—¿Tienes ese libro?, preguntó.
—No, lo tenía, pero enseguida me quedé sin. Lo había publicado una pequeña editorial, en una tirada corta, era una especie de rareza.
—¿En qué sentido?
—Verás… Lo habían encontrado entre los papeles de un viejo profesor de música, un indio que había muerto unos años atrás. A nadie le constaba que hubiera escrito nada, pero apareció esa especie de relato. Les pareció bonito y lo publicaron, hará un par de años. Pero sólo un millar de ejemplares, puede que menos. Una nadería.
Rebecca levantó la mirada hacia él.
—¿Qué has dicho?
—¿En qué sentido?
—Repite lo que has dicho.
—Nada… Que lo escribió un indio muerto hace unos años, alguien que se dedicaba a otra cosa, alguien que nunca había publicado nada en vida. En fin, una especie de golosina, ¿me entiendes? Pero muy hermosa, he de añadir. La cosa típica que alguien como Jasper Gwyn podía haber leído.
La cosa típica que alguien como Jasper Gwyn podía haber escrito, pensó Rebecca. Y Doc Mallory no acabó de comprender por qué de repente se la encontró del otro lado del mostrador, abrazándolo. Ni tampoco comprendía aquellos ojos rojos.
—Doc, te amo.
—Tenías que habérmelo dicho hace años, baby.
—No los copiaba, Doc, no los copiaba de ninguna manera.
—La verdad es que acabo de demostrarte lo contrario.
—Un día de éstos te lo explicaré, pero tienes que creerme, no los copiaba.
—¿Y qué hacemos con Tres veces al amanecer?
—Déjalo correr, no puedes entenderlo, dime si lo tienes.
—Ya te lo he dicho. No.
—Tú nunca tienes nada.
—¡Eh, señorita!
—Estoy bromeando, venga. Escríbeme aquí título y autor.
Mallory lo hizo. Rebecca echó un vistazo.
—Akash Narayan, Tres veces al amanecer, de acuerdo.
—La editorial tenía uno de esos nombres absurdos del tipo El Grano y la Espiga, algo por el estilo.
—Me las apañaré. Ahora tengo que salir a buscarlo.
Recogió las carpetas, las metió en el bolso. Mientras se ponía el impermeable le recordó a Mallory lo que le pasaría sólo con que se atreviera a hablar a alguien de lo que había leído aquel día.
—Vale, vale.
—Volveré pronto y ya te explicaré. Eres grande, Doc.
Salió corriendo como si llevara un retraso de años. En cierto modo, lo llevaba.
Antes de cerrar, esa noche Doc Mallory fue a la estantería donde estaban dos de las tres novelas de Jasper Gwyn (la primera nunca le había gustado). Las cogió, y durante un rato las sostuvo en sus manos. Dijo algo en voz baja, haciendo un leve gesto con la cabeza, tal vez una inclinación.
Rebecca encontró Tres veces al amanecer en una enorme librería de Charing Cross, y por primera vez pensó que aquellos odiosos supermercados del libro tal vez tuvieran un sentido. No se resistió a la tentación y empezó a hojearlo allí mismo, sentada en el suelo, en un rincón tranquilo donde estaban los libros de puericultura.
La editorial tenía, en efecto, un nombre de ésos. La Viña y el Arado. Horroroso, pensó. En la solapa de la portada estaba la nota biográfica de Akash Narayan. Decía que había nacido en Birmingham y que allí había fallecido a los noventa y dos años, tras haber pasado toda su vida enseñando música. No especificaba de qué clase. Luego decía que Tres veces al amanecer era su única obra, y que había sido publicada póstumamente. Nada más. Ni siquiera la sombra de una fotografía.
Tampoco la contraportada decía gran cosa. Revelaba que la historia se desarrollaba en una imprecisa ciudad inglesa, y que sucedía en un par de horas. Pero se trataba de dos horas muy paradójicas, añadía, con un tono decididamente enigmático.
Echando una mirada a la página de créditos descubrió que el libro había sido escrito en lengua hindi, y que sólo en un segundo momento había sido traducido al inglés. El nombre del traductor no le dijo nada. Pero en cambio leyó con mucha satisfacción la dedicatoria, tan curiosa, que aparecía al principio del primer capítulo.
A Catalina de Médicis y al maestro de Camden Town.
—Bien dicho, Mr Gwyn, dijo en voz baja.
Luego se fue corriendo a casa, porque tenía que leer un librito.
A Emma la dejó a dormir en casa de la abuela, y a Robert le preguntó si podía irse al cine con algún amigo, porque ella necesitaba quedarse absolutamente sola en casa aquella noche. Tenía que ver con un trabajo difícil de verdad y le gustaría hacerlo sin nadie dando vueltas por casa. Lo dijo de buenas maneras, y él, como ya se ha dicho, tenía un carácter adorable. Tan sólo preguntó a qué hora podía volver a casa.
—¿No antes de la una?, aventuró Rebecca.
—Veamos, dijo él, que por su parte tenía pensada una velada con una media hora de televisión e irse temprano a la cama.
Luego, antes de salir la besó y sólo le preguntó:
—No tengo que preocuparme, ¿verdad?
—En absoluto, dijo Rebecca —aunque no estuviera segurísima de ello.
Al quedarse sola, se sentó a la mesa y empezó a leer.
Como era de prever, Doc no se había equivocado. Tres veces al amanecer estaba dividida en tres partes y la primera era muy parecida a uno de los retratos de Jasper Gwyn. También era verdad que resultaba más larga, pero cuando se puso a comprobarlo, Rebecca vio que las cosas importantes estaban todas. Sin duda alguna los dos textos eran familiares muy cercanos.
Doc tampoco se había equivocado al decir que el libro era un buen libro. Las otras dos partes discurrían tan ligeras que Rebecca acabó por leerlas olvidándose durante largos intervalos de la verdadera razón por la que estaba haciéndolo. En su mayor parte se trataba de diálogos, y los protagonistas eran dos, siempre los mismos —pero de una forma que tenía algo de paradójico y sorprendente. Al final, a uno se le ocurría lamentar que el tal Akash Narayan hubiera perdido tanto tiempo enseñando música, cuando podía escribir cosas de ese calibre. Eso dando por sentado que existiera de verdad, obviamente.
Rebecca se levantó para hacerse un café. Miró la hora, vio que le quedaba todavía una buena parte de velada. Fue a buscar los retratos de Jasper Gwyn y los dejó sobre la mesa.
Bien, se dijo. Resumiendo. Rode no existe, es Jasper Gwyn quien escribe sus libros. Lo mismo vale para Akash Narayan. Y esto es lo que hay, pensó. Por qué incluyó mi retrato en el libro de Rode puedo imaginármelo: porque me amaba (esto lo pensó sonriendo). Ahora intentemos descubrir por qué demonios incluyó el otro retrato en Tres veces al amanecer. Y precisamente ese retrato, además. ¿Quién es ese capullo que se mereció un regalo tan hermoso como el mío?, se preguntó. Estaba empezando a divertirse.
El problema era que en los retratos que Jasper Gwyn le confió no había nada que estableciera con seguridad una correspondencia con los clientes que habían pagado para hacerse con ellos. Ni un nombre, ni una fecha, nada. Por otra parte, la técnica sencilla pero singular con que eran realizados no hacía fácil reconocer a la persona que los había inspirado si no se tenía con ella una profunda familiaridad. En resumen, aquello tenía el aspecto de un trabajo prohibitivo.
Rebecca empezó a proceder por eliminación. Había leído una página del retrato de la joven, y con gran satisfacción podía decir que no era el suyo el que aparecía en Tres veces al amanecer. El retrato de Tom le parecía haberlo identificado, y si tenía dudas, Mallory se las había resuelto: por tanto, también ése podía eliminarse (lástima, pensó, era el único caso que no le habría molestado). Por tanto, quedaban nueve.
Cogió un papel y los escribió en una columna.
Mr Trawley.
La cuarentona con la fijación por la India (ay, pensó).
La ex azafata.
El chico que pintaba.
El actor.
Los dos que acababan de casarse.
El médico.
La mujer con sus cuatro poemas de Verlaine.
El sastre de la reina.
Fin.
Se levantó y fue a buscar los retratos. Apartó a un lado las carpetas con su retrato, el de Tom y el de la chica. Luego abrió las demás y las dispuso sobre la mesa.
Y ahora vamos a ver si soy capaz de entender algo.
Intentó formular hipótesis y varias veces movió las carpetas abiertas, sobre la mesa, intentando emparejarlas con los personajes de la lista. Era algo que a uno le hacía polvo el cerebro y por eso Rebecca sólo se dio cuenta al cabo de un rato de un detalle en el que debería haber reparado antes y que la dejó pasmada. Los personajes eran nueve, pero los retratos eran diez.
Lo comprobó tres veces, pero no cabía duda.
Jasper Gwyn le había enviado un retrato más.
Imposible, pensó. Aquellos retratos los había concertado ella, uno a uno, había estado detrás de ellos desde el principio hasta el final, y era impensable que durante todo el tiempo que habían trabajado juntos Jasper Gwyn hubiera tenido la ocasión de hacer uno del que ella no supiera nada.
Ese retrato no debería existir.
Volvió a contar.
Nada, que eran diez.
¿De dónde había salido el décimo? ¿Y quién demonios era?
Lo comprendió de repente, con la velocidad fulminante con que se comprenden a veces, mucho tiempo después, cosas que han estado siempre delante de nuestros ojos, basta con que sepamos mirarlas.
Cogió en su mano el retrato acabado de Tres veces al amanecer y se puso a releerlo.
Cómo es posible que no lo haya pensado antes, se preguntó.
El vestíbulo del hotel, joder.
Siguió leyendo, con avidez, como succionada por las palabras.
Demonios, es exactamente él, idéntico, pensó.
Entonces levantó la mirada de aquellas líneas y se dio cuenta de que todos los retratos hechos por Jasper Gwyn permanecerían escondidos, como él había deseado, pero que dos iban a hacerlo de una forma singular, dando vueltas por el mundo cosidos secretamente a las páginas de dos libros. Uno lo conocía muy bien, y se trataba del suyo. El otro acababa de reconocerlo y era el retrato que todo pintor tarde o temprano intenta hacer —el suyo propio. Desde lejos, le pareció, se miraban, un palmo por encima de todos los demás. Ahora sí, pensó —ahora es como nunca había dejado de imaginármelo.
Se levantó y buscó un acto que realizar. Algo sencillo. Empezó a reordenar los libros que estaban tirados un poco aquí y allá por toda la casa. Se limitaba a colocarlos uno encima de otro, pero en pequeñas pilas, del más grande al más pequeño. Mientras tanto, iba pensando en la tardía dulzura de Jasper Gwyn, dándole vueltas en su cabeza, con el placer de observarla desde todos los lados. Lo hacía a la luz de una extraña felicidad que nunca había sentido y que, a la vez, según le pareció, había llevado en su interior durante años, esperándola. Le pareció imposible haber sido capaz de hacer algo distinto, en todos esos años, que no fuera custodiarla y esconderla. De lo que somos capaces, pensó. Crecer, amar, tener hijos, envejecer —y todo esto mientras también estamos en otro lugar, en el largo tiempo de una respuesta no llegada, o de un gesto no terminado. Cuántos senderos, y a qué paso diferente los remontamos, en lo que parece un único viaje.
Cuando Robert regresó a casa, aceptablemente borracho, ella seguía despierta, pero estaba sentada en el sofá. Sobre la mesa, desparramadas, estaban todas aquellas carpetas.
—¿Qué tal, todo bien?, preguntó él.
—Sí.
—¿Segura?
—Sí, eso creo.
Más tarde, podría haber hecho muchas cosas, y sin dudarlo una de ellas: descubrir dónde estaba escondido Jasper Gwyn. No habría sido difícil dar con él pasando por el editor de Rode, o por el de Tres veces al amanecer. Imaginémonos si, a cambio de su silencio, no habrían estado dispuestos a darle una dirección o algo.
De todas maneras, durante varios días vivió su vida normal, permitiéndose únicamente de vez en cuando algún pensamiento clandestino. De tanto en tanto se perdía imaginando la escena con ella llegando a algún absurdo lugar, y sentándose delante de una casa, para esperar. Se imaginaba que no regresaba nunca más. Varias veces escribió y reescribió en su mente una breve carta, que pensaba escrita a mano, con caligrafía elegante. Le habría gustado que él supiera que ella sabía, nada más que eso. Y que estaba encantada. A veces pensaba en Doc, y lo bonito que sería explicárselo todo. O lo bonito que sería explicárselo a quien fuera, y un montón de veces.
Mientras tanto, vivía la vida de todos los días.
Cuando sintió que era el momento, entre todas las cosas que habría podido hacer escogió una, la más pequeña —la última.
Llegó a Camden Town y tuvo que preguntar a unas cuantas personas antes de encontrar la tienda del viejecito de las bombillas. Lo encontró en un rincón, las manos quietas. No debían de irle demasiado bien las cosas.
—¿Permite? —preguntó, entrando.
El viejecito hizo un gesto de los suyos.
—Me llamo Rebecca. Hace unos años trabajaba con Jasper Gwyn, ¿se acuerda de él?
El viejecito pulsó un interruptor y la tienda se encendió con una luz suave y cansada.
—¿Gwyn?
—Sí, venía aquí a por las bombillas para su estudio. Se llevaba todas las veces dieciocho, siempre las mismas.
—Claro que me acuerdo de él, seré viejo, pero eso no significa que sea idiota.
—Yo no quería decir eso.
El viejecito se levantó y se acercó al mostrador.
—No ha vuelto a venir, dijo.
—No, ya no trabaja en la ciudad. Cerró el estudio. Se marchó.
—¿Adónde?
Rebecca titubeó un instante.
—No tengo la más remota idea, dijo.
El viejecito se rió con una bonita risa, menos vieja que él. Parecía contento de que Jasper Gwyn hubiera logrado hacer que se perdieran sus huellas.
—Perdóneme, dijo.
—¿Por qué?
—Es que siento debilidad por los que desaparecen.
—No se preocupe, yo también, dijo Rebecca.
Luego sacó un libro del bolso.
—Le he traído algo. He pensado que le gustaría.
—¿A mí?
—Sí, a usted.
Dejó sobre el mostrador Tres veces al amanecer. Era el ejemplar que ella había leído, no había conseguido encontrar otro.
—¿Qué es?, preguntó el viejecito.
—Es un libro.
—Ya lo veo. Pero ¿qué es?
—Un libro que escribió Jasper Gwyn.
El viejecito ni siquiera lo tocó.
—Dejé de leer hace seis años.
—¿De verdad?
—Demasiadas bombillas. Se me fue al carajo la vista. Prefiero ahorrar la que me queda para mi trabajo.
—Lo siento. En todo caso no es necesario que lea de verdad este libro, es suficiente con que lea una línea.
—¿Qué es esto, un juego?, preguntó el viejecito, un poco cabreado ya.
—No, no es nada de eso, dijo Rebecca.
Abrió el libro en la pagina inicial y se lo acercó al viejecito.
El viejecito no lo tocó. Lanzó una mirada de sospecha a Rebecca y luego se agachó hacia el libro. Tuvo que acercarse verdaderamente mucho, con la nariz casi pegada al papel.
Sólo había que leer el título y la dedicatoria. Tardó un rato. Luego levantó la vista.
—¿Qué significa esto?, preguntó.
—Nada. Es una dedicatoria. Jasper Gwyn le dedicó el libro, eso es todo. A usted y a esas bombillas, me parece entender.
El viejecito agachó de nuevo la cabeza de esa forma exagerada y lo releyó todo desde el principio. Le apetecía comprobarlo bien.
Se levantó y cogió el libro de las manos de Rebecca con un cuidado que generalmente tenía reservado sólo para las bombillas.
—¿Habla de mí?, preguntó.
—No, la verdad es que creo que no. Se lo dedicó a usted porque lo admiraba. De eso estoy segura. Sentía una gran consideración hacia usted.
El viejecito tragó saliva. Sostuvo el libro, tocándolo con sus manos.
—Quédeselo, dijo Rebecca, es suyo.
—¿En serio?
—Claro.
Sonriendo, el viejecito bajó de nuevo la mirada hacia el libro y durante unos instantes estuvo observando la portada.
—Aquí no está el nombre de Jasper Gwyn, señaló.
—A Jasper Gwyn de vez en cuando le gusta escribir libros con un nombre falso.
—¿Por qué?
Rebecca se encogió de hombros.
—Es una larga historia. Digamos que le gusta hacerse ilocalizable.
—Desaparecer.
—Sí, desaparecer.
El viejecito asintió como si fuera perfectamente capaz de entenderlo.
—A mí me dijo que trabajaba como copista, dijo.
—No era completamente falso.
—¿Es decir?
—Cuando usted lo conoció copiaba a la gente. Realizaba retratos.
—¿Cuadros?
—No. Escribía retratos.
—¿Existe algo así?
—No. Bueno, empezó a existir cuando él empezó a hacerlo.
El viejecito se lo pensó un rato. Luego dijo que también las bombillas hechas a mano eran algo que no existía hasta que él empezó a hacerlas.
—Al principio todo el mundo me trataba de loco, añadió.
Luego le contó que la primera persona que creyó en él fue una condesa que quería para su saloncito una luz idéntica a la de la aurora.
—No fue nada fácil, recordó.
Se quedaron largo rato en silencio, luego Rebecca dijo que tenía que marcharse sin falta.
—Sí, claro, dijo el viejecito. Ya ha sido muy amable viniendo hasta aquí.
—Lo he hecho de buena gana, yo he estado a la luz de sus bombillas. Es una luz muy difícil de olvidar.
Tal vez al viejecito se le asomaran una especie de lágrimas a los ojos, pero resultaba imposible decirlo, porque los ojos de los viejos siempre lloran un poco.
—Para mí sería un honor que aceptara un pequeño regalo, dijo.
Se acercó a una estantería, cogió una bombilla, fue a envolverla con una hoja de papel de seda y se la ofreció a Rebecca.
—Es una Catalina de Médicis, aclaró. Trátela con cuidado.
Rebecca la cogió con mucho cuidado y la metió en el bolso. Era como si le hubieran regalado un animalito. Vivo.
—Gracias, dijo. Es un regalo hermosísimo.
Se encaminó hacia la puerta y sólo un poco antes de abrirla oyó la voz del viejecito formulando una pregunta.
—¿Cómo lo hacía?
Se dio la vuelta.
—¿Cómo dice?
—¿Que cómo hacía Mr Gwyn eso de escribir retratos?
Rebecca había oído esa pregunta decenas de veces. Se echó a reír. Pero el viejecito permaneció serio.
—Vamos a ver, ¿qué demonios escribía en esos retratos?
Rebecca tenía una respuesta que había ensayado durante años para utilizarla, cada vez que le hacían esa pregunta, con el fin de zanjar la conversación. Estaba a punto de pronunciarla cuando notó esa luz mortecina y cansada a su alrededor. Entonces dijo algo distinto.
—Escribía historias, dijo.
—¿Historias?
—Sí. Escribía un retazo de una historia, una escena, como si fuera el fragmento de un libro.
El viejecito sacudió la cabeza.
—Las historias no son retratos.
—Jasper Gwyn pensaba que sí. Un día, estando sentados en un parque, me explicó que todos tenemos una determinada idea de nosotros mismos, tal vez apenas esbozada, confusa, pero al final nos vemos llevados a una determinada idea de nosotros mismos, y la verdad es que a menudo hacemos coincidir esa idea con un determinado personaje imaginario en el que nos reconocemos.
—¿Como por ejemplo?
Rebecca se lo pensó un poco.
—Por ejemplo el de alguien que quiere regresar a su casa pero ya no sabe encontrar el camino. O el de otro que ve las cosas siempre un instante antes que los demás. Cosas así. Es todo lo que logramos intuir de nosotros.
—Pero eso es idiota.
—No. Es impreciso.
El viejecito la miró fijamente. Se veía que le interesaba mucho entenderlo.
—Jasper Gwyn me enseñó que no somos personajes, somos historias, dijo Rebecca. Nos quedamos parados en la idea de ser un personaje empeñado en quién sabe qué aventura, aunque sea sencillísima, pero lo que tendríamos que entender es que nosotros somos toda la historia, no sólo ese personaje. Somos el bosque por donde camina, el malo que lo incordia, el barullo que hay alrededor, toda la gente que pasa, el color de las cosas, los ruidos. ¿Lo comprende?
—No.
—Usted hace bombillas, ¿nunca ha tenido la ocasión de ver una luz en la que se ha sentido reconocido, que era exactamente usted?
El viejecito se acordó de un farolito encendido sobre la puerta de una cabaña, años atrás.
—Una vez, dijo.
—Pues entonces podrá comprenderlo. Una luz es solamente una pizca de una historia. Si existe una luz que es como usted, también habrá un ruido, una esquina en una calle, un hombre que camina, muchos hombres, o una mujer sola, cosas por el estilo. No se quede parado en la luz: piense en todo lo demás, piense en una historia. ¿Puede comprender que existe, en alguna parte, y que si la encontrara, ése seria su retrato?
El viejecito hizo un gesto de los suyos. Parecía un vago sí. Rebecca sonrió.
—Jasper Gwyn decía que todos somos una página de un libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en las estanterías de nuestra mente. Me dijo que lo que estaba intentando hacer era escribir ese libro para la gente que iba a verlo. Las páginas justas. Estaba seguro de poder conseguirlo.
Los ojitos del viejecito sonrieron.
—¿Y lo conseguía?
—Sí.
—¿Y cómo lo hacía?
—Los miraba. Durante mucho tiempo. Hasta que veía en ellos la historia que eran.
—Los miraba y ya está.
—Sí. Hablaba con ellos un poco, pero poco, y una única vez. Más que otra cosa, dejaba que el tiempo pasara por ellos llevándose consigo un montón de cosas, luego encontraba la historia.
—¿Historias de qué tipo?
—Había de todo. Una mujer que intentaba salvar a su hijo de una condena a muerte. Cinco astrónomos que sólo viven de noche. Cosas así. Pero tan sólo un fragmento, una escena. Eso bastaba.
—Y la gente al final se reconocía.
—Se reconocían en las cosas que ocurrían, en los objetos, en los colores, en el tono, en determinada lentitud, en la luz, y también en los personajes, claro, pero en todos, no en uno solo, en todos, simultáneamente, ¿sabe?, somos un montón de cosas, y todas ellas juntas.
El viejecito se rió con ganas, pero de una forma hermosa, amable.
—Resulta difícil de creer, dijo.
—Lo sé. Pero le aseguro que era así.
Dudó un instante. Luego añadió algo que le pareció comprender justo en ese instante.
—Cuando me hizo a mí el retrato, yo lo leí, al final, y había un paisaje, en cierto momento, cuatro líneas de un paisaje, y yo soy ese paisaje, créame: yo soy toda esa historia, soy el sonido de esa historia, el ritmo y la atmósfera, y cada personaje de esa historia, pero con una exactitud desconcertante soy incluso ese paisaje, siempre lo he sido, y lo seré por siempre.
El viejecito le sonrió.
—Estoy seguro de que era un paisaje bellísimo.
—Lo era, dijo Rebecca.
Fue el viejecito, al final, quien se aproximó a ella, para despedirse. Rebecca le estrechó la mano y se dio cuenta de que lo hacía con precaución, como años atrás solía hacer con Jasper Gwyn.
Recientemente se ha publicado otro libro de Klarisa Rode, inacabado. Parece que la muerte la sorprendió cuando tenía aún que escribir, según los planes contenidos en sus apuntes, al menos la otra mitad. Es un texto curioso porque, contra toda lógica, la parte que falta es la del principio. Hay dos capítulos de cuatro, pero se trata de los finales. Por tanto, para el lector se trata de una experiencia para la que existen razones que permiten calificarla de singular, y que pese a todo sería incorrecto considerar absurda. De la misma manera conoce uno a sus padres, por otra parte, y tal vez a sí mismo.
El protagonista del libro es un meteorólogo aficionado convencido de poder pronosticar el tiempo a partir de un método completamente suyo, estadístico. Se intuye que en la primera parte del libro, la inexistente, se daría razón de los orígenes de esta fijación suya, pero éstos no parecen al cabo tan importantes cuando se aborda la parte que Rode escribió efectivamente, y en la que se reconstruyen las investigaciones, realizadas por el protagonista durante años: el objetivo que se había marcado era establecer el tiempo que había hecho, cada día, en Dinamarca, en los últimos sesenta y cuatro años. Para alcanzarlo, había tenido que reunir una impresionante montaña de datos. Con testarudez y paciencia, no obstante, lo había resuelto. En la parte final del libro se refiere que, a partir de las estadísticas recopiladas, el meteorólogo aficionado podía establecer, por ejemplo, que el 3 de marzo, en Dinamarca, las probabilidades de sol eran del seis por ciento. Las de lluvia el 26 de julio, prácticamente nulas.
Para recopilar los datos que necesitaba, el meteorólogo aficionado utilizaba un método que es en definitiva una de las razones del encanto del libro: preguntaba a la gente. Había llegado a la conclusión de que cada ser humano recuerda perfectamente una media de por lo menos ocho días de su vida. Él iba por ahí y preguntaba. Puesto que cada uno de ellos relacionaba el recuerdo del tiempo atmosférico con un momento particular de su vida (la boda, la muerte del padre, el primer día de guerra), Klarisa Rode acaba construyendo una impresionante galería de personajes, magistralmente dibujados en pocas pero significativas pinceladas. Un fascinante mosaico de vida real y perdida, como la ha definido un prestigioso crítico americano.
El libro termina con un pueblecito perdido, donde el meteorólogo aficionado se ha retirado, satisfecho con los resultados obtenidos y sólo parcialmente decepcionado por el escaso eco que había obtenido su publicación entre la comunidad científica. A pocas páginas del final muere, en una jornada de viento frío, tras una noche de estrellas.