A finales de septiembre decido apurar unos días libres que me quedan para subir a Miraflores con mis padres. Después de todo el mes de agosto y gran parte del de septiembre trabajando en el interior de una ciudad medio vacía, he llegado a la conclusión de que necesito desconectar realmente antes de volver a sumergirme en el nuevo año. Porque para mí el año no empieza el uno de enero sino a finales de septiembre. Puede que sea el remanente de tantos años de escolarización pero siempre he pensado que ese es realmente el momento en que todo empieza, en que la vida vuelve a girar con su ritmo habitual.
Llamo a mi madre para comunicarle mis intenciones y de inmediato comienza a hacer planes en los que mi presencia es casi la razón de ser de los mismos. Pero lo que yo quiero es desconectar. Nada de teléfono, ni de móvil, ni de Internet, ni de salidas por Chueca a merced de encuentros inoportunos tras la esquina menos pensada. Nada de eso. Ya que no pude desconectar en Menorca, quiero hacerlo ahora.
Ha sido un año intenso. Un año de muchas emociones y muchas tonterías. Un año en el que he pronunciado innumerables veces, tras una noche de juerga cuyo único resultado ha sido una espantosa resaca, la histórica frase de «no pienso volver a poner un pie en el ambiente», en el que he almacenado una ingente cantidad de números en mi teléfono móvil que, la mayoría de las veces, no he llegado a usar nunca, en el que me he dejado en libros sobre feminismo, lesbianismo y teoría queer o revistas de cine, música, literatura, informática y tendencias el equivalente a veinte veces la renta per capita de un país del tercer mundo, en el que he perdido innumerables minutos merodeando por las terrazas de la plaza de Chueca buscando una mesa libre. Un año en el que he hecho demasiados viajes en taxi para trayectos en los que podría haber ido a pie, en el que he pasado horas y horas en el gimnasio para mantener el culo firme y el vientre liso, bajando dos o tres veces al día a la cafetería que hay cerca de mi oficina sólo para coquetear con la camarera, conectándome decenas de veces a Internet con la excusa de «voy a mirar mi correo electrónico» incluso cuando son las tres de la mañana, bajando discos y películas y fotos de Angelina Jolie (y que luego haya algunas que creen parecerse a ella… En fin, hay gente pató), discutiendo con camareros ineptos que no sabían qué era un destornillador, asistiendo a fiestas, estrenos, inauguraciones, conciertos y demás eventos como si realmente fuese alguien imprescindible, perdiendo tiempo en las colas de las discotecas, comiendo y cenando fuera de casa diez o doce veces por semana, rechazando ofertas de otras agencias de publicidad que han intentado convencerme para que deje la mía y me vaya con ellos pero haciéndome la interesante, durmiendo sola menos veces de las que hubiera resultado deseable, conociendo a demasiadas mujeres, mujeres que seguían demostrándome que mi actitud ante las relaciones era la adecuada porque ninguna de ellas parecía capaz de ofrecerme algo distinto…
Estoy saturada.
Me dejaría torturar antes que admitirlo en voz alta pero sí, he pensado mucho en Sara durante estos dos meses. Aunque sigo creyendo que hice lo más correcto, hay momentos en los que no me la puedo sacar de la cabeza…
Hace ya cierto tiempo salí con una chica que, a la semana de estar juntas, me puso una canción para que la escuchase. Se trataba de un petardo tema de McNamara titulado Gritando amor. El estribillo venía a decir algo así: «Una semana es un tiempo prudencial para reconocer la nueva realidad». Con ella, esta chica trataba de decirme que aunque me conocía desde hacía apenas una semana, había decidido apostar por mí y lanzarse de cabeza a la piscina. Poco importa que dos o tres meses después, esa misma chica decidiera consigo misma que quería salirse de la piscina y me dejara en extrañas y poco claras circunstancias. En el momento en que me puso la canción, para que la escuchase, consiguió emocionarme. Por lo que aquello significaba para ambas.
Una semana es un tiempo prudencial.
Y una semana fue el tiempo que yo necesité para decidir que era mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Muchos me tacharán de cobarde, otros dirán que soy precavida y para unos pocos tan sólo seré una estúpida. No me importa. Era mi decisión. Y era —es— mi vida. Con sus errores y las consecuencias que puedan venir después.
Mi hermano y yo metemos nuestras bolsas de viaje en el maletero de su coche y nos acercamos a papá y mamá que, de pie en la entrada, nos miran con esa expresión de orgullo que a veces aparece en sus rostros cuando nos ven juntos. Esa mirada de satisfacción de algunos padres cuando ven que, después de todo, han hecho un buen trabajo y han conseguido que sus hijos dirijan su propia vida con acierto. Les cuesta, lo sé, les cuesta mucho, aunque sea sin palabras y sólo a través de gestos, decirnos que están orgullosos de nosotros. Y a mí, a veces, cuando los veo mirarnos así, me resulta complicado no enternecerme. Hoy me dejo llevar y les doy a ambos fuertes abrazos. Samuel, quizá contagiado por mí, también los abraza enérgicamente. Por el rabillo del ojo veo que mi madre intenta reprimir una pequeña lagrimilla que amenaza con escapársele. Antes de que la escena vaya a más y se convierta en el final del capítulo de alguna serie americana, Samuel y yo nos montamos en el coche y ponemos rumbo a Madrid.
Durante los primeros minutos lo único que suena en el coche es la música de Café del Mar que mi hermano lleva en el cargador de CD’s. Se me empieza a hacer un nudo en el estómago y me revuelvo incómoda en el asiento. Finalmente, me armo de valor y alargo la mano para bajar el volumen de la música.
—Oye, Samuel, no te he preguntado qué tal estás…
Mi hermano me mira un instante con extrañeza para volver a retornar la vista a la carretera.
—¿Por qué lo dices?
—Por lo de Irene. Ya sé que no estáis juntos.
Vuelve a mirarme extrañado.
—¿Cómo lo sabes? Si no les he contado nada a papá y mamá…
Me callo un momento y tomo aire.
—Me lo dijo ella. Me la encontré hace un par de meses.
—¿Ah, sí? —frunce los labios con algo de resquemor—. Y… ¿qué tal está?
—No hablamos mucho pero supongo que bien…
—Pues muy bien… Al menos ella lo está… —espeta en tono de pocos amigos.
—¿Y tú cómo estás?
—¿Yo? Aquí sentado, conduciendo de camino a Madrid.
—En serio, Samuel.
—En serio, Ruth. Estoy entero. Pero he pasado unos meses horribles. Me dejó sin darme una explicación justo cuando estábamos a punto de firmar la hipoteca del piso. Y después de eso no se ha dignado ni a quedar conmigo para hablar…
—¿No te dio ninguna explicación?
—Ni una. Bueno, sí, que, en su opinión, era mejor que lo dejáramos antes de que nos hiciéramos daño —inspira profundamente—. Lo que no entiendo es por qué coño íbamos a hacernos daño, si todo iba bien…
Dejo la mirada perdida un momento. No estoy segura de cómo reaccionará si le digo el verdadero motivo que llevó a Irene a dejarlo. Pero también pienso que si yo estuviera en su situación me gustaría que me dieran alguna pista que aclarase el comportamiento de la persona que me ha herido.
—Mira, Samuel, hay algo que debería haberte dicho antes pero que no me atreví a hacerlo por miedo, por no saber cómo te lo ibas a tomar si lo sabías. Y si te enfadas conmigo, lo entenderé, pero para mí era una situación bastante incómoda.
Mi hermano me mira cada vez más intrigado.
—¿Qué coño tenías que decirme? Ruth, de verdad, deja de dar rodeos que me pones de los nervios.
—¿Recuerdas la cara que puse cuando trajiste a Irene a la cena de Nochebuena?
—¡Cómo para olvidarme! —se ríe—. Si se te caía la baba, Ruth.
—No se me caía la baba, Samuel. Irene y yo ya nos conocíamos.
Sus ojos se clavan en mí y su rostro refleja una estupefacción inusitada en él.
—¿Qué quieres decir con que ya os conocíais?
—Quiero decir que Irene y yo nos conocimos en Chueca el día de mi cumpleaños.
—¿Y? —pregunta sin dejar de mirarme.
—Mira hacia delante, por favor —le ordeno advirtiendo que ya lleva un rato sin prestar atención a la carretera. Él echa un breve vistazo y vuelve a mirarme—. ¡Joder, Samuel, no me lo pongas más difícil! ¡Nos acostamos! ¡Me entró en una discoteca y acabamos en la cama pero yo no podía saber que era tu novia!
Al oírlo Samuel centra su mirada en el asfalto apretando los dientes. Cerca de un minuto después, toma aire y abre la boca para hablar.
—¿Me estás diciendo —comienza sin apartar la vista del frente— que Irene es lesbiana?
—Lesbiana, bisexual, ¿yo qué sé? La cuestión es que te era infiel. No creo que yo fuera la única…
—Así que esa es la explicación a su huida…
—Seguramente.
—¿Y por qué no me lo dijo?
—No sé, supongo que tendría miedo… Entiéndeme, no voy a justificarla, yo fui la primera que le dije aquella noche que no te mintiera.
—¿Y por qué cojones no me lo dijiste, Ruth? —explota por fin golpeando el volante. Yo empiezo a ponerme aún más nerviosa.
—¡Joder, Samuel! ¡No lo sé! ¡No sabía cómo te lo ibas a tomar! ¡Yo no tuve la culpa! ¿Cómo demonios iba a saber que era tu novia cuando la conocí?
—¡Ya sé que tú no tienes la culpa, joder! ¡Pero me lo tenías que haber dicho en ese mismo momento!
—¡Lo sé y lo siento! ¡No puedo decirte más! Me equivoqué, ¿vale? Fui dejando pasar los días sin llamarte y cada vez me resultaba más difícil. Y luego me la encontré y me dijo que ya no estábais juntos pero que no te había dicho nada de lo que pasó entre nosotras. Lo que no pensé es que tampoco te había dicho nada del verdadero motivo.
—Estaba con otra, ¿verdad? —me pregunta apretando los labios hasta convertirlos en dos imperceptibles surcos de piel rosada.
—¿Cuando me la encontré? —pregunto retóricamente—. Sí, estaba con otra —le confirmo. Y pienso que tampoco le hace falta saber que yo también estuve con esa otra.
—¡Hija de puta! —farfulla. Yo no me atrevo a decir nada.
Pasamos varios minutos en silencio. Ambos miramos al frente, el perfil de Madrid se empieza a dibujar a lo lejos. El ronroneo del aire acondicionado y un débil hilo de música chill out es lo único que se escucha en el interior del auto aparte de nuestras respiraciones contenidas.
—Lo siento, Samuel —repito mirándole con expresión desvalida. Él me mira a los ojos, algo más calmado pero con un pequeño poso de resentimiento en su tono de voz.
—Ya, Ruth. Está bien. No te disculpes más. Está claro que tú no podías saber que era mi novia. No es eso lo que me cabrea. Lo que me jode es que no me lo dijeras. Si me lo hubieras dicho no habría seguido con ella cinco meses más mientras me ponía los cuernos con la mitad de las tías de Madrid… He estado haciendo el ridículo todo este tiempo intentando hacerla feliz y ella por ahí, sin importarle lo que me estaba haciendo… —Su rostro adopta una expresión de tristeza y rabia contenida—. Espero no encontrármela un día de estos porque la voy a poner de vuelta y media…
—No merece la pena, Samuel.
—Ya lo sé pero al menos déjame el consuelo de pensar que la podré mirar a la cara y llamarla jodida bollera reprimida…
Carraspeo ligeramente ofendida.
—No carraspees, Ruth. No te estoy insultando a ti sino a ella. ¿O es que a ti no te parece una bollera reprimida?
—Pues sí —admito con una pequeña sonrisa.
Samuel me da un amistoso golpe en la rodilla.
—Pues ya está, Ruth. No le demos más vueltas. Irene ha jugado con los dos.
—Ha jugado contigo, Samuel. Conmigo sólo estuvo una noche.
—Da igual. Con lo que hizo ha demostrado el tipo de persona que es. No creo que debamos perder ni un minuto más hablando de ella. No lo merece.
Y dicho esto vuelve a reinar el silencio entre nosotros. A pesar de que la furia de Samuel ya ha descendido, no volvemos a hablar hasta que llegamos a mi casa. Samuel para el coche en doble fila y pone el intermitente mientras nos despedimos.
—Venga, hermanita. A ver si nos vemos más a menudo, ¿vale? —me dice dándome dos besos.
—Eso esta hecho —le digo con una sonrisa—. Ábreme el maletero, anda.
Samuel mete la mano en un punto inconcreto situado debajo del asiento y escucho cómo se abre el maletero.
—Nos vemos —me despido saliendo del coche y cerrando la puerta.
Saco mi bolsa del maletero mientras oigo mi móvil sonar dentro del bolso. Cierro la portezuela y con la otra mano saco el teléfono. En la pantalla veo que es Pedro. Subo a la acera y contesto. Mi hermano quita el intermitente y veo que comienza a alejarse San Bernardo abajo.