Unos conocidos míos, Eric y Daniel, han quedado en recogernos a Pedro y a mí en el aeropuerto de San Antonio. La idea es pasar de jueves a domingo en Ibiza aprovechando que Eric y Daniel son unos diletantes nocturnos conocidos en todas las discotecas de la isla que nos pasearán de aquí para allá dinamitando nuestras fuerzas hasta que no podamos más. Asumiendo desde que el avión despegó de Barajas que la postura horizontal —al menos en lo que a dormir se refiere— será algo que no conoceremos en varios días, ambos hemos planificado una cuarentena posterior para reponernos. Pedro volará hasta Bilbao donde pasará una semana con su familia y yo, por mi parte, recalaré en Menorca, isla en la que también estaré una semana pero en compañía de mí misma.

Si a alguien le sorprende mi pretensión de desgranar una semana en completa soledad cuando sin problemas podría quedarme en Ibiza con Eric y Daniel apurando las noches hasta el amanecer y más allá, le responderé que hay momentos en los que un corazón cínico pero agitado necesita dejar de oír voces a su alrededor y escuchar tan sólo la de su propietaria. Para decirlo de un modo menos poético y más terrenal, que estoy hasta ahí mismo de la peña y me apetece desconectar y escuchar únicamente la música que llevo en mi MP3. Así de simple.

El jueves aterrizamos. Eric y Daniel, tras llevarnos a su casa (por ponerle un nombre humilde a esa villa de doscientos metros de planta más mil metros cuadrados de jardín) para dejar el equipaje, nos llevan de cañas y a comer. La sobremesa se prolonga hasta media tarde, momento en el que volvemos a la villa para ducharnos y engalanarnos de cara a la primera noche de fiesta.

Pese a que he estado un mes planeando este viaje, desde que puse el pie en el aeropuerto (y no en el de San Antonio sino en el de Madrid) me siento paralizada. Salimos, bebemos, reímos y nos metemos alguna que otra raya, de acuerdo, y en anteriores ocasiones he disfrutado de lo lindo de esta isla, sus habitantes, sus noches y sus amaneceres. Sin embargo mi aparente jovialidad se me antoja impostada. El sonido de mi risa intentando hacerse oír por encima de la ensordecedora música house de las macrodiscotecas suena gastada y artificial, con un deje metálico que me lleva a pensar que quizá me he convertido en un autómata de la diversión, un ser concebido únicamente para ser superficial, para la negación de cualquier emoción que no sea momentánea y, por tanto, fugaz.

No seré tan vulgar como para justificar mi estado de ánimo diciendo que me ha sobrevenido la crisis de los treinta. Sería como utilizar la excusa de estar con la regla en un día de malhumor en el que arremetes con todo lo que se te ponga por delante. Tampoco quiero ponerme trascendental y ampararme en aquello tan manido de haber llegado a un límite extremo en el que las únicas salidas son despeñarse por un precipicio o romper con todo y empezar de cero. Nunca he creído demasiado en los cambios, mucho menos si son radicales.

—¿Qué te pasa, Ruth, cielo? —me pregunta Pedro acercándose a mí.

Es sábado noche, hemos acudido a una fiesta que se celebra en una casita de Santa Eulalia. En total, entre la casa, la piscina y el jardín habrá más de cien personas. Y algunas mujeres muy atractivas también. Y sé de buena tinta que muchas de ellas estarían dispuestas a pasar una noche loca en compañía de alguien como yo.

Pero esta noche no quiero compañía.

Hacía más de cinco años que no me ocurría esto. Inundación melancólica en noche de fiesta. Antaño me refugiaba en las drogas y el alcohol para maquillar mi voluntad, anular mi melancolía y entregarme a la diversión sin lastres. Ahora los remedios del pasado se han convertido en inútiles. Las dos rayas de antes sólo me han servido para dilatar mi lucidez hasta convertirla en un engorro insoportable y el alcohol lo único que está consiguiendo es revolverme el estómago. Así que me he ido hasta el extremo más alejado del jardín en busca de un lugar donde las voces de los que de verdad se divierten y son o parecen felices lleguen hasta mí como el eco de un mundo lejano que me es totalmente ajeno.

Pedro me tiende una copa rebosante de cubitos de hielo. Se la cojo sólo para sostenerla en mi mano como un testigo sin que en ningún momento haga ademán de llevármela a los labios.

—¿Qué haces aquí sola? —Pedro vuelve a la carga.

Cierro los ojos y meneo la cabeza restándole importancia al hecho de que prefiera estar sola a bailando en medio de una turbamulta de desconocidos.

—Nada. Tomando un poco el aire.

—¿Estás bien?

—Supongo —digo encogiéndome de hombros—. Sí… O no. ¿Qué más da?

—¿Es por lo de Alicia?

Lo miro de reojo y me echo a reír.

—Pedro, anda… —le digo con tranquilidad—. Sabes que no. Hace mucho que el tema de las relaciones dejó de afectarme.

—Bueno —dice adelantándose un par de pasos mirando al suelo—, ya sería hora de que volvieras a ser humana… —añade lanzándome una sonrisa de ojos cómplices. No puedo evitar echarme a reír de nuevo.

—¡Soy humana! —me defiendo.

—Lo sé —responde. Y parece que va a añadir algo más. No lo hace.

—Yo qué sé, chico, tendré un día raro…

—Ruth, cariño, ¡tu vida es rara!

Los dos nos echamos a reír. Entonces decido olvidarme un rato de mi ataque de misantropía.

—¿Volvemos con los demás? —sugiero dando media vuelta y ofreciéndole mi brazo para que se enganche a él.

—Venga, vamos.

Cogidos del brazo y a un ritmo parsimonioso caminamos hacia el epicentro de la fiesta dando breves sorbos a nuestras copas.

—¿Le has echado el ojo a alguna? Porque como te vean mucho conmigo van a pensar que estamos liados…

—¿Y tú crees que me importa que piensen que estoy liado con una chica tan guapa como tú? —me pregunta en tono interesante y halagador.

—Deberías —le digo echándome a reír—. Sobre todo teniendo en cuenta mi reputación de preferir a las mujeres para según qué menesteres…

—Aunque bueno, en ese caso… He visto por ahí a una que es un auténtico bombón…

—¿Y a qué esperas?

—A volverla a ver. Le perdí la pista hace un rato —aclara con una sonrisa infantil.

Nos sentamos en unas enormes rocas que hay junto a la piscina. El gentío y la música hacen ensordecedor el ambiente y, desde luego, poco propicio para cualquier tipo de conversación en la que se quiera emplear frases de más de tres palabras.

—¡Mira! —exclama Pedro dándome en la rodilla con el dorso de la mano para reclamar mi atención—. Ese es el bombón que te decía.

Mi amigo me señala a una mujer ataviada con un vestido de gasa blanco, vaporoso y ligero. Una melena caoba con destellos cobrizos se desliza en cascada por unos hombros desnudos que lucen, al igual que el resto del cuerpo que el vestido deja entrever, el bronceado justo.

—Nunca he dudado de tu buen gusto, Pedrito, corazón. Pero… —dejo la frase en el aire.

—¿Pero? —inquiere mi amigo.

—Pero creo que yo tendría más oportunidades con ella que tú —le digo echándome a reír. Pedro pone cara de ofendido.

—¿Me estás diciendo que ese pedazo de mujer es lesbiana? Vamos, no jodas, ¿en qué se lo notas?

—Lo noto. No sé, esta noche tendré el radar más alerta que de costumbre…

La mujer, que está charlando con dos chicos a los que antes nos presentaron, se percata de nuestras miradas y de que estamos hablando de ella. Nos corresponde con su propia mirada, unos ojos de un verde intenso que realzan su bronceado, con los que reconoce nuestra atención. Vuelve a dirigirse a sus interlocutores y vemos cómo se despide de ellos para, a continuación, con paso firme y decidido, encaminarse hacia donde estamos sin dejar de mirarnos retadoramente. Pedro da un respingo al darse cuenta.

—¿Viene hacia aquí? —pregunta sin acabar de creérselo.

—Eso parece. ¿No era lo que querías?

—Sí, claro —responde no demasiado convencido.

La desconocida llega hasta nosotros y se acuclilla para ponerse a nuestra altura. Nos mira un instante con divertida curiosidad mientras se coloca un mechón del cabello detrás de la oreja.

—Vosotros sois los amigos de Eric y Daniel, los que venían de Madrid, ¿verdad?

Pedro dice que sí con la cabeza lo suficientemente nervioso como para negar que lo esté si se lo preguntara.

—Sí. Yo soy Pedro y esta es mi amiga Ruth —le explica haciendo especial énfasis en la palabra amiga para dejarle claro que somos amigos y sólo amigos.

Lejos de lo que, seguro, Pedro espera, la desconocida no parece tener intención de darnos dos besos ni de efectuar cualquiera de las otras formas de saludo. Se limita a bajar la mirada un par de segundos, como si archivara información, para acabar añadiendo:

—Yo soy Sara. También soy amiga de Eric y Daniel.

Antes de que Pedro, con su proverbial mala pata en lo que a mujeres se refiere, abra la boca y espante a la chica, decido ser yo quien despeje la incógnita que nos intriga. Aún a costa de espantarla también.

—Verás —le digo a Sara—. A lo mejor te parece una tontería y no hace falta que contestes si no quieres pero… —hago una pausa pretendidamente dramática— nos estábamos preguntando cuál de los dos tendría más oportunidades contigo.

Casi puedo escuchar a Pedro tragar saliva a mi lado mientras Sara esboza una imperceptible sonrisa al tiempo que arranca unas briznas de hierba con la mano.

—Pues… —empieza volviendo a mirarnos—. Tu amigo es guapo pero —Pedro contiene la respiración— creo que tú tendrías tantas oportunidades conmigo como yo contigo —me lanza una mirada tentadora, quizá esperando que yo inicie algún tipo de juego de seducción, cosa que no estoy muy dispuesta a hacer—. ¿Responde eso a tu pregunta? —me inquiere al tiempo que se pone en pie y nos mira desde una altura de superioridad.

—Sí —miro a Pedro—. A él desde luego que sí —añado viendo cómo una máscara de cómica decepción cubre su cara.

Eric se acerca a Sara por detrás y la agarra de la cintura suavemente.

—Sara, te estaba buscando, ven a ver esto —le dice, luego se dirige a nosotros—. Os la robo un ratito, ¿vale? Pero prometo devolverla sana y salva —nos dice guiñando un ojo.

Los dos desaparecen sumergidos entre el gentío. Pedro da un trago resignado a su copa.

—¡Serás cabrona! —murmura—. La tía más guapa de la fiesta y tenía que ser lesbiana.

—Pedro, no ha dicho que sea lesbiana, sólo que yo tendría más oportunidades con ella. Además, ha dicho que eres guapo…

—Pues vaya consuelo —se queja.

—Quizá sea algún tipo de justicia poética. Las mujeres heteros están tan hartas de decir que todos los tíos guapos son gays que ya va siendo hora de que a los tíos heteros os pase lo mismo.

—¿Y que todas las tías que estén bien sean lesbianas? Pues vaya…

Me levanto sin dejar de reír y le alboroto un poco el pelo con la mano.

—No pierdas la esperanza… Anda, vamos a por otra copa.

Pedro se levanta y me acompaña resignado hasta donde está la bebida.

La verdad es que respiro aliviada cuando los cuatro días de marcha sin descanso tocan a su fin. Con los ojos cubiertos por una entramada telaraña de venillas rojas y los huesos convertidos en puré, Pedro y yo cargamos con nuestro equipaje y nos despedimos de Eric y Daniel. Un rato después él pone rumbo a Bilbao y yo a Menorca arrastrando el sueño acumulado como un fardo que nos comba los hombros.

Dadas las circunstancias, lo primero que hago cuando llego a la habitación en la que me alojaré durante los próximos siete días es darme una ducha para, acto seguido, caer sobre la cama con el cuerpo aún mojado. Lo único que quiero es dormir. Quizá cuando me despierte la energía haya vuelto a mi cuerpo.

Veintiséis horas después despierto aún cansada. Sin embargo los rugidos desesperados de mi estómago vacío y el dolor de mi vejiga llena a rebosar me disuaden de permanecer más tiempo en la cama. Me meto en el baño donde, tras descargar mi sistema urinario, me doy una nueva ducha para despejarme y sacudirme el sopor.

Un rato más tarde estoy encaminándome a un restaurante que Eric y Daniel me recomendaron. Cuando llego hasta él, un camarero me informa que aún no han abierto la cocina pero que lo harán en breve. Si no me importa, puedo esperar tomando una copa en el bar. Accedo y sigo al camarero hasta la barra confiando en que la encomiable costumbre madrileña de acompañar las bebidas con algo para picar haya llegado hasta aquí.

Le pido una cerveza y me conformo con picotear de un platillo de almendras que el camarero coloca discretamente junto a mí. Tras un par de sorbos, saco del bolso mi paquete de tabaco. Me llevo un cigarrillo a los labios y con él colgando me pongo a buscar un mechero en el cajón de sastre que suelo llevar colgado al hombro. Pero nada, que el maldito mechero se resiste a aparecer. Entonces, una mano portando un mechero encendido aparece a un palmo de mi cigarrillo. Acepto la llama, suponiendo que el galante gesto proviene del camarero. A punto estoy de exhalar el humo de la primera calada cuando reparo que el favor ha venido de una mujer que se ha sentado en el taburete contiguo al mío y que me mira con unos ojos verdes que sonríen del mismo modo que sus labios, complacidos y seductores.

—Eres Ruth, ¿verdad? —me pregunta guardándose el mechero en su bolso—. No sé si te acordarás de mí, nos conocimos en una fiesta la otra noche. Soy Sara, una amiga de Eric y Daniel.

No habrían hecho falta tantas explicaciones. Una mujer como ella no se va de la cabeza tan rápidamente.

—Sí, claro que me acuerdo de ti, mujer —le digo correspondiendo a su sonrisa con otra de mi cosecha—. ¿Qué haces aquí? No sabía que fueras a venir…

—He venido a pasar una semana. Sola. Ya sabes, para desconectar…

—¿De dónde eres? —pregunto por curiosidad.

—De Barcelona —me responde—. ¿Y tú? ¿También has venido sola?

—Sí —afirmo—. También yo necesitaba desconectar. Ha sido un año muy intenso.

—¿Mucho trabajo?

—Mucho trabajo y muchas cosas. Un poco de todo que se convierte en demasiado.

—Lo dices como si te hubieran estado torturando…

Me echo a reír.

—No, mujer. Es que los últimos meses han sido muy surrealistas.

—¡Pues ya somos dos! —exclama apoyando el codo en la barra—. Te juro que podría escribir un libro con las tonterías de la gente que he tenido alrededor… Dime Ruth, ¿en Madrid hay mujeres normales? Porque yo empiezo a pensar que o es cosa mía o Barcelona está llena de zumbadas…

Una carcajada se me escapa dos o tres tonos más alta de lo que pretendía.

—¿¡En Madrid!? ¡Ja! Y yo que iba a preguntarte lo mismo sobre Barcelona para pedir el traslado a mi empresa…

—Así que es lo mismo en todas partes, ¿no? —sonríe—. ¿Y en qué trabajas?

—En publicidad —respondo—. ¿Y tú?

—Trabajo en una editorial. De libros de Derecho, no creas, no es nada apasionante…

Asiento mientras acabo mi cerveza sin saber qué decir a continuación. Veo aparecer al camarero y estoy a punto de pedirle otra cerveza y preguntarle a Sara si quiere tomar algo cuando él, con aire solícito, nos comunica que la cocina ya está abierta y que cuando queramos podemos pasar al salón. Sara y yo nos miramos.

—¿Cenamos juntas? —me pregunta.

—Sí, claro —respondo animada bajándome del taburete.

Espero que no es precipitéis imaginando una velada romántica. No hubo velas en la cena, ni un paseo al anochecer por la orilla del mar, ni una madrugada de sexo salvaje y apasionado salpicada de susurros y ternezas. Era martes, no había demasiada gente y las dos estábamos aún cansadas, yo, a pesar de mis veintiséis horas de sueño —o justamente a causa de ellas— y Sara, con mayor motivo porque había dormido menos que yo.

Charlamos animadamente durante la cena y al acabar nos fuimos a tomar una copa, solo una, a un bar cercano. Después, cada una se fue a su respectivo hotel para dormir cuando aún no eran ni las once de la noche. Aunque sí es cierto que quedamos en vernos a la mañana siguiente para ir a la playa. Pese a nuestra intención de pasar la semana sin compañía creo que a las dos nos ha atraído la idea de apurar el tiempo juntas como si fuéramos dos adolescentes en su primer viaje sin vigilancia paterna.

Sí, nos seguimos viendo. Todos los días. A todas horas. Vamos a la playa. Hacemos excursiones por la isla. Practicamos buceo y senderismo. Salimos todas las noches. Hablamos sin parar. Y guardamos silencio cuando conviene. Nos reímos. Nos sentimos cómodas la una con la otra. Nos encerramos en una burbuja privada en la que apenas dejamos penetrar a nadie. Surge un vínculo extraño entre nosotras. No, no es amor. No es amor porque yo estoy paralizada. Sara parece demasiado perfecta para ser real. Algo en mi interior se revuelve inquieto y extrañado. En otro tiempo habría dado cualquier cosa porque una mujer como ella se cruzara en mi camino. Al día de hoy casi estoy deseando que esta semana toque a su fin y pueda poner tierra de por medio. En concreto, todos los kilómetros que separan Madrid de Barcelona.

En algunos momentos se hace patente que existe tensión sexual entre nosotras. Pero ambas ponemos barreras. Son muchas las situaciones propicias que se van sucediendo y en todas ellas una de las dos frena en el momento justo para que no ocurra lo que, sin ninguna duda, ocurriría en una situación normal. Todas las noches, tras acabar la ronda por los bares, cada una se va a dormir a su hotel, tras una escueta y contenida despedida, un suave beso, solo uno, depositado en la mejilla de la otra. Un beso de complicidad, de ternura, de un incipiente deseo que ambas sabemos que no se consumará. Porque no. Porque estoy segura de que debajo de toda esa perfección Sara esconde algo peligroso. Del mismo modo que yo tampoco soy una apuesta segura. Las dos los sabemos. Las dos estamos luchando contra ese deseo carnal que nos llevaría a perder la cabeza e iniciar algo que intuimos que no acabaría bien. Y mantenemos las distancias. Como dos experimentadas jugadoras que saben lo dulce que sabe la victoria pero también lo amarga que resulta una derrota cuando hasta ese momento te creías invencible.

Pese a que ambas salimos al día siguiente a primera hora de la mañana, nuestra última noche en la isla la volvemos a gastar en los bares. A ambas nos domina un extraño sentimiento de fugacidad. Pero a la vez parecemos aliviadas. La prueba está casi superada. Unas horas más y cada una volverá a su vida y aunque nos arrepintamos no será peor que la incertidumbre de iniciar algo abocado al fracaso desde el mismo momento de su nacimiento. Así que nos dejamos llevar por la euforia de nuestra última noche juntas con tristeza y alegría a la vez.

—¿Cuándo vuelves a trabajar? —me pregunta tras pedir una nueva ronda de copas.

—El jueves —le digo—. Así me resultará menos duro. Sólo un par de días y luego el fin de semana.

—Yo empiezo el martes —me explica ella—. Pero con gusto me quedaría aquí una semanita más.

—¡Toma y yo! —exclamo con una carcajada.

Nos quedamos calladas. Damos unos sorbos a nuestras copas y miramos a nuestro alrededor como si buscáramos a alguien. Sara detiene su mirada un momento en mí y alarga el brazo hasta mi hombro.

—Te estás empezando a pelar —me dice quitándome con la uña unos restos de piel muerta.

—Ya veo —le digo mirando su mano en mi hombro, que permanece sobre él sin que haya intención aparente por su parte de apartarla de ahí.

Cuando vuelvo a levantar la vista hacia Sara veo como se acerca hasta mí. Sus labios se posan en los míos en un beso lento y tierno. Durante unos segundos no me resisto a su contacto. Acaricio su rostro con la mano en un gesto de aceptación primero y de rechazo después. Aparto sus labios de los míos antes de que el cosquilleo que ha empezado a recorrer mi cuerpo por entero me lleve a cometer un error.

—Espera, Sara. No sigas. No… —dejo mis palabras en el aire.

Ella baja la cabeza avergonzada.

—Lo siento. No he podido evitarlo.

—No pasa nada. No te preocupes.

Agarro mi copa y le doy un largo trago. Sara me imita.

—¿Vas a Barcelona alguna vez? —me pregunta luego de dejar el vaso sobre la barra.

—Sí, alguna vez, por el trabajo.

—Podríamos vernos, si quieres, claro…

Me la quedo mirando un momento antes de contestar.

—Sí, claro… —me callo un momento—. Pero yo no quiero una relación a distancia, Sara. Es algo que siempre he tenido muy claro. Y por lo que tú me has contado, es algo que tú tampoco quieres.

Sara se apresura a asentir con la cabeza.

—Sí, sí, tienes razón. No sé lo que me ha pasado. Sólo te decía eso por si venías a Barcelona alguna vez… No sé, siempre es agradable conocer a alguien en una ciudad que no es la tuya.

—Tranquila, si voy a Barcelona, serás la primera persona a la que quiera ver.

Sonríe tímida y me lanza una mirada que no sé cómo descifrar.

—Bueno, creo que va siendo hora de que nos vayamos a dormir. Mi avión sale a las siete.

—Sí —convengo—. Tienes razón.

Salimos del bar a paso lento y caminamos por las calles del pueblo en completo silencio. En el punto en que nuestros caminos se separan, el mismo punto que todos los días nos ha servido de lugar de despedida, nos detenemos y nos quedamos mirándonos la una a la otra sin saber cómo decirnos adiós. Sus ojos parecen tristes y resignados. Prefiero no saber qué aspecto tienen los míos.

—Bueno —dice ella al fin—. Que tengas un buen viaje.

—Tú también —le digo yo—. Ya nos veremos.

—Sí, ya nos veremos.

Nos despedimos con un suave beso en la mejilla. Sólo uno. Un beso de complicidad. De ternura. De un incipiente deseo que ambas sabemos que no se consumará.