El dolor de ovarios se hace más intenso a medida que la conversación con mi jefa —que está en Londres por una reunión con nuestra filial en esa ciudad pero también, ¡oh, qué casualidad!, para echar unas canitas al aire con un músico de estudio al que saca más de una década, y de cuyo instrumento siempre habla embelesada y salivando como el perro de Pavlov— se va recrudeciendo y subiendo de tono. Primer día de regla, mi jefa tocándome los ovarios desde la ciudad del Big Ben porque la cuenta más importante de la agencia está haciendo equilibrios en la cuerda floja, escasas horas de sueño a mis espaldas y aún no son las diez de la mañana. ¿Podría irme a casa antes de que me dé por emular a Michael Douglas en Un día de furia, saque una recortada del cajón y me líe a tiros con todo lo que se menee cerca de mí?
Para acrecentar mi frustración, mi móvil, en función vibrador para que nadie se ría al escuchar mi sonitono del Bulería de Bisbal (hortera y petarda que es una, sí, y a mucha honra), comienza a corretear por los diseños que cubren mi mesa como si fuera una ouija electrónica. En la pantalla vislumbro el nombre de Alicia y, acto seguido, me pregunto qué coño querrá la niña a estas horas de la mañana. Agarro el móvil con la mano libre y lo miro incrédula mientras mi jefa sigue soltando lindezas por esa boquita de piñón que dios le dio en sus ratos libres. Y justo cuando estoy pensando que a Alicia le van a dar mucho por ahí, mi jefa se despide apresuradamente alegando que la reunión está a punto de dar comienzo. Contesto al móvil sosteniendo aún el otro auricular en mi otra oreja.
—¿Si? ¿Qué tripa se te ha roto esta vez? —digo con mi mejor tono de «tengo mejores cosas que hacer pero te voy a conceder quince segundos de mi precioso tiempo».
—Así me gusta, Ruth, con la escopeta cargada desde primera hora de la mañana…
—Por supuesto, yo nunca bajo la guardia. Ahora dime, ¿qué quieres?
Se hace un incómodo silencio en la línea, como si Alicia se hubiera distraído con otra cosa. Oigo un revolotear de papeles al otro lado.
—¿Y bien?
—Sí, perdona —nueva pausa—. Mira, es que estamos ultimando los preparativos para el día de la mujer y como tú dijiste que podíamos contar contigo para lo que fuera, te llamaba para decirte que te he apuntado en el turno de puerta de la fiesta del sábado.
Por un momento no sé de qué demonios me está hablando.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿El turno de qué?
—La fiesta del sábado, mujer —me dice con hastío—. Estuvimos hablando de ello la última vez que nos vimos. Como el lunes que viene es el Día de la Mujer, los grupos de mujeres de los colectivos gays hemos organizado una rave lésbica para este sábado y celebrarlo. Y como tú me dijiste que podía contar contigo… Sólo tendrás que estar en la puerta de doce a dos, cobrando la entrada a las chicas que vayan viniendo. A las dos te sustituirán y podrás entrar en la fiesta a dedicarte a la pesca de altura.
—¡Ja! ¡Ja! Muy graciosa, Ali…
—¡No te hagas la ofendida, Ruth! Que ya nos conocemos… —La muy cabrita se ríe a carcajadas.
—Bueno, bueno, bueno… Ya veremos. Déjame que me lo piense y el viernes te lo digo…
—¡Muy bien, Ruth! Sabía que podía contar contigo. Pues entonces nos vemos en la fiesta. ¡No llegues tarde! Un beso. ¡Ciao!
—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! Espera, que te he dicho que…
Demasiado tarde, ha sido más lista que yo y ya ha colgado. Me quedo mirando el móvil con cara de circunstancias y me doy cuenta de que aún tengo el otro teléfono pegado a la oreja. Dejo el móvil sobre la mesa y deposito el otro auricular en su soporte. Bueno, al fin y al cabo, no puede ser tan malo. Seré la primera cara que vean todas esas mujeres al entrar, ¿no? Y luego podré dedicarme a la pesca de altura…
Jodida cría.
—¿Así que a ti también te ha enganchado? —me pregunta Pilar mordaz ante dos cafés bombón que nos hemos regalado tras la dura jornada laboral—. Bueno, tranquila, yo estaré contigo en el turno, al menos no nos aburriremos.
—Y tú podrás hacerle un traje nuevo a cada una que entre, que ya te veo frotándote las manos.
—Joder, Ruth, ¿qué culpa tengo yo de conocer la vida y milagros de la mitad de las bolleras de Chueca y que sea tan divertido hacer el árbol genealógico de todas ellas?
—No, si ya… Lo que pasa es que me jode que la niñata esa esté dando por saco y manejando el cotarro.
—¿Por qué? Se lo ha currado. Ha sido la que más ha dado el callo en los últimos meses…
—Creo que tu obsesión por ella te impide ser objetiva, cariño. —Le pellizco cariñosamente la mejilla—. Pero a mí me pone de los nervios su actitud. Siempre dando lecciones de feminismo, llamando a los tíos «varoncitos» con ese tono despectivo… ¡Joder, Pilar! ¡Que yo ya sabía que era bollera cuando ella aún jugaba con la Barbie…!
Pilar menea la cabeza.
—Con las madres que tiene dudo mucho que jugara con Barbies… —declara con media sonrisa.
—¡Me da igual! ¡Con lo que jugara!
—¡Cálmate, chica, que tampoco es para tanto! Además, hace mucho que dejaste de ser la perfecta activista, si la chica quiere hacer cosas, déjala, ojalá hubiera más como ella…
—Que sí, que vale, Pilar… Pero aún así, cada día que pasa se me atraganta más…
Pilar me lanza una mirada en la que se funden la condescendencia y el cachondeo. Después toma aire y se enciende un cigarro.
—En fin, de cualquier manera, el sábado estaremos en la puerta de la fiesta cobrando la entrada a un montón de mujeres, seguro que encuentras a alguna que te quite el cabreo…
—Pues estoy yo últimamente para meneos…
—¡Calla, agorera, que para el sábado ya no tendrás la regla! —exclama riéndose y llamando al camarero.
Cuando empezaron a celebrarse las denominadas raves lésbicas hubo muchos que pusieron el grito en el cielo. Que si separatismo, que si segregacionismo, que si un paso atrás… A muchos gays les sentó como una patada en los mismísimos que justamente a ellos les vetasen la entrada una noche a la semana en alguna discoteca de la que fueran habituales. Esos mismos gays que, en circunstancias normales, al pasar junto a un bar de clientela predominantemente femenina sólo se les viene a la boca una única y poco brillante frase: «¡Uuuuh! ¿Adónde vas? Si eso está lleno de chochos…». Me abstengo de hacer comentarios.
Yo no es que sea el tipo de tía que sólo se mueve con mujeres, acude a colectivos feministas y frecuenta únicamente locales exclusivos de lesbianas (más que nada porque no hay un único bar de copas en Madrid ahora mismo en el que sólo entren lesbianas aparte de las citadas raves). Desde mi adolescencia he apostado por una diversidad de géneros y orientaciones y donde más cómoda me puedo sentir es en un garito en donde haya hombres y mujeres, heteros, gays y bisexuales, blancos, negros y cualquier otra etnia. Sin embargo, como mujer, comprendo perfectamente la necesidad de que existan espacios exclusivos para mujeres lesbianas. Por dos razones muy claras. La primera es una mera cuestión de seguridad porque ¿cuántas veces cualquier mujer lesbiana ha estado en determinados locales de ambiente y ha entrado una horda de heteros babosos que acuden a Chueca con el espíritu cazador de un neandertal, plenamente convencidos de que «a esa panda de bolleras lo que les hace falta es probar una buena polla porque sólo así se convertirán en mujeres de verdad»? Estoy segura de que todas hemos tenido más de una experiencia desagradable a ese respecto.
Y es que, ¿qué obcecado empeño tienen ciertos —y digo ciertos— hombres heterosexuales en que si una mujer es lesbiana es porque no se la han follado ellos? De acuerdo que yo nunca he tenido la curiosidad y el estómago necesario para descubrir por mí misma cómo es eso de que un tío se menee encima de ti (ni ganas tengo, la verdad) pero conozco a muchas lesbianas que sí han caído en la tentación, incluso algunas que disfrutaron de verdad con ellos, pero que, a la hora de definir su orientación sexual se han decantado por el sexo femenino por muchas razones que serían demasiadas para enumerar aquí.
Desde mi punto de vista, creo que esa es una razón de peso para que existan locales o fiestas determinadas en las que las mujeres se puedan relacionar entre ellas sin necesidad de verse observadas por un hatajo de salidos o abordadas groseramente por el más cateto de ellos. Un espacio seguro en el que se puedan reunir bajo la afinidad de la preferencia por las mujeres (que no otra) del mismo modo en que los amantes del jazz se reúnen en bares específicos donde se toca ese tipo de música. Sí, vale, ahora alguien dirá que en los bares de jazz no entran sólo los seguidores de ese estilo, sino todo tipo de gente. Pero no me suena haber escuchado todavía ninguna historia en la que un heavy de La Elipa le haya increpado a un cliente del Café Central diciéndole: «Tú lo que tienes que hacer es escucharte el Black Album de Metallica, ya verás cómo se te quitan las tonterías». Incluso en el supuesto de que semejante escena ocurriese, creo que no se la puede comparar con la de una lesbiana siendo agredida verbalmente por el eslabón perdido de la especie.
Y ahora vamos con la razón política. Seamos sinceras, si en la sociedad, pese a todo, la mujer sigue estando en la retaguardia del hombre, en la microsociedad del ambiente gay, la lesbiana lo está en la del hombre homosexual. Y me da igual que haya ciertos ¡ejem!, colectivos que se empeñen en abanderar una causa conjunta —que la hay— en la que gays y lesbianas luchan a la par por la consecución de una serie de derechos. A la hora de la verdad, la presencia social, la visibilidad de las lesbianas es sustancialmente inferior a la de los gays.
Echemos un vistazo a Chueca y aledaños. Locales y más locales saliendo como setas después de la lluvia. Me los conozco todos. O casi. Alrededor del cuarenta por ciento son mixtos en todos los sentidos de la palabra. De puta madre. Cerca del treinta por ciento son de clientela mayoritariamente gay y mariliéndrica. Pues vale. Otro veinte por ciento son bares de sexo dirigidos a un público masculino. Con su pan se lo coman ¿Y el diez por ciento restante? Ese es territorio de los bares que inicialmente estaban enfocados a lesbianas pero que han acabado —poderoso caballero es don dinero— rendidos a todo tipo de público siempre y cuando pasen por caja y dejen una sustanciosa cantidad en su interior. Y ¡cuidado!, que no me quejo, ya que soy la primera en las larguísimas colas que se pueden ver en el exterior de esos lugares de esparcimiento nocturno. Pero… ¿por qué nadie pone el grito en el cielo cuando conoce la existencia de bares exclusivos para hombres homosexuales? ¿O por qué ninguna mujer lesbiana se queja ante la imposibilidad de entrar en dichos locales? Bien es cierto que yo no tengo el menor interés en poner un pie en bares como el Eagle, con todos mis respetos para sus fieles parroquianos, porque tan sólo pensar en poner la mano en el pomo de la puerta de la entrada, en forma de ¡glups!, polla, hace que se me revuelva el estómago. Y si yo no tengo interés en entrar en un local de determinadas características porque no es lo que busco a la hora de tomarme una copa un sábado por la noche, y puesto que los hombres gays tienen un abanico tan amplio para elegir en sus noches de juerga, ¿a qué coño viene esa obcecación en querer entrar también en un lugar en el que no hay nada que les llame la atención y en donde, muy probablemente, se aburrirán de lo lindo?
Un espacio fijo en el que las mujeres puedan reunirse, socializar, proyectar actividades, divertirse y sentirse parte de una minoría que se hace fuerte y toma posiciones dentro de la sociedad en la que habita no es segregacionismo. Es, simple y llanamente, política. Las mujeres necesitamos pertenecer a grupos exclusivos con los que sentirnos identificadas para poder crear la fuerza y cohesión necesaria en dichos grupos, para estar a la altura cuando nos toque combatir junto a nuestros compañeros en la lucha por la igualdad legal y social. Y aún más, al igual que gays y lesbianas intentamos hacer entender que nuestra lucha es una lucha de toda la sociedad, las lesbianas y, por extensión, las mujeres, debemos hacer que los hombres, todos los hombres, entiendan que la igualdad de la mujer también les atañe a ellos porque con la liberación de la mujer vendrá también la liberación del hombre y, quién sabe, tal vez dejen de existir esos neandertales que creen que su obligación como machos es acosar a cualquier mujer, hetero o lesbiana, en un bar de copas.
Sábado, seis de marzo, once y media de la noche. Con el bocata de calamares aún en la glotis y las burbujas de la coca-cola jugueteando en el paladar, Pilar y yo nos plantamos en la puerta de la discoteca en la que se celebrará la tan polémica fiesta por el Día de la Mujer. Un armario ropero de cuatro cuerpos, suponemos que portero habitual del citado local, nos somete al tercer grado antes de dejarnos franquear la entrada. Penetramos en la discoteca en penumbra. Un par de camareras preparan las barras y una dj empieza a probar el sonido con temas trance. En uno de los reservados vislumbramos a Alicia y a Sandra junto a un par de chicas más. Alicia se ríe y besa a Sandra lo que provoca una mueca de disgusto en Pilar.
—¿Todavía sigue con esa bruja? —me susurra al oído.
—Ya ves que sí —le contesto mientras nos acercamos a ellas. Alicia levanta la vista y nos ve.
—¡Ruth! ¡Pilar! ¡Caray, qué puntuales! No esperaba que aparecierais hasta las doce menos cinco, por lo menos.
—Mujer de poca fe… —le dice Pilar con la mejor y más inútil de sus sonrisas. Boba, ¿es que no ves el modo en que Sandra la tiene enganchada? Cualquiera diría que teme que la primera que pase se la vaya a robar…
—Es la última vez que me lías en algo así sin dejar que me lo piense, ¿eh? —la reprendo yo.
Alicia hace un mohín de culpabilidad y asiente.
—¡Vaaale! —concede—. Pero ya verás cómo no te arrepientes. Con lo que te gustan a ti los saraos…
Adopto un gesto de ofensa.
—¡Pero bueno…! ¡Qué fama tengo!
—La que te has ganado a pulso, bonita —apunta Pilar mirándome divertida—. Como si no fuera de dominio público que allá donde haya una fiesta estará tu rumbosa figura…
Alzo una de mis cejas y miro a Pilar retadora.
—Pues entonces tú debes ser mi fiel escudera, ¿no, chata?
Pilar se lleva la mano al pecho y me hace una pomposa reverencia.
—Espero que vuesa merced no haya dudado nunca de mi fidelidad.
Pero Alicia interrumpe nuestra cervantina representación levantándose y dirigiéndose hasta nosotras.
—Bueno, chicas, luego habrá tiempo de bromear. Tomad —me tiende una bolsa con monedas y un sobre donde supongo que habrá billetes—, este es el cambio. Hay suficiente, así que no creo que os quedéis cortas. Y tomad también —se mete la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros—, pases para copas. Si os hacen falta más, buscadme por aquí.
—Esto es lo que más me gusta de las fiestas —declara Pilar sonriendo—. Conocer a quien organiza todo el cotarro.
Alicia se vuelve un momento hacia la mesa y coge algo de ella.
—Supongo que ya los habréis visto pero por si acaso, estos son los flyers de descuento. Con esto se cobra dos euros y medio, sin el flyer cuatro euros. Si alguna os viene con otro que no sea este, le cobráis cuatro euros se ponga como se ponga.
—Menos mal que te tenemos aquí, Ali, si no, no sabríamos qué hacer en este antro de lujuria y perdición. Como nunca hemos entrado en una discoteca… —le digo con la mejor de mis ironías, aunque no parece hacer mella en la niña.
—Luego nos tomamos una copa y bromeamos todo lo que quieras, Ruth, ahora a lo que vamos. Una de las dos tiene que llevar la cuenta de las mujeres que vayan entrando.
—¿Y cómo quieres que las contemos? ¿Haciendo palitos en la pared y tachándolos? —salta Pilar.
Alicia la mira con aprensión. Pone los ojos en blanco y saca algo del bolsillo.
—¡Mira que eres bruta, Pilar! No, llevaréis la cuenta con esto —de su mano pende una especie de cronometro—. Es un contador. Por cada chica, click, le das al botón.
—¿Los pibones puntúan doble? —pregunta Pilar sin poder contener la risa.
—Estamos graciosillas hoy, ¿eh? —le dice Alicia con una mueca de aversión, luego se dirige a mí, como si me considerara más apta para la explicación—. Una chica, un click. Intentad que no se apelotonen en el mostrador de la entrada. Pediros algo si queréis antes de iros hacia la puerta.
Y dicho esto se da la vuelta y regresa con su novia y con las otras chicas de la organización. Pilar y yo nos dirigimos a la barra más cercana para proveernos de combustible.
—Si esa es tu estrategia para hacer que se fije en ti, lo llevas un poco crudo, cielo —le digo a Pilar cuando ya nos encontramos junto a la barra.
—Calla, justo cuando iba a decirle que a ella le iba a marcar pulsando el botón diez veces por lo menos.
—¿Quieres morir joven, Piluca? Ya sabes cómo es Sandra, si a alguna se le ocurre hacerle la más mínima insinuación a una de sus chicas es capaz de arrancarle los ojos, pincharlos en un palillo y echarlos a un martini.
—Perro ladrador… —declara tajante llamando la atención de la camarera—. Esa relación tiene los días contados y cuando eso ocurra…
—… ahí estarás tú para socorrer a ese bomboncito de las garras de la fatalidad, que sí, anda, baja de las nubes. No sé qué perra te ha entrado con esa niña, no vale ni la mitad de lo que se piensa…
—Te estás haciendo vieja, corazón, se te atrofia el sentido estético con la edad…
Tras proveernos de un par de copichuelas nos apalancamos tras el mostrador de la entrada. En los minutos que faltan para que se abran las puertas, me dedico a colocar el dinero en los cajetines (un poco arcaicos, sólo son aptos para pesetas así que los euros y los céntimos no acaban de encajar correctamente). Pilar se entretiene deambulando por la entrada y echando vistazos hacia la gente que se empieza a apiñar fuera.
—Pues la verdad es que la primera remesa de ganado no es nada del otro jueves —declara resuelta sentándose a mi lado.
La miro atónita y pongo los ojos en blanco.
—Tienes que echar un polvo urgentemente, Piluca —me limito a decir.
—Pues como no lo eche conmigo misma… —suspira resignada.
Enciendo un cigarro y busco el móvil en el bolso. Tras comprobar que no tengo llamadas ni mensajes, me giro hacia Pilar.
—Oye, ¿has oído algo de la campaña de visibilidad?
—¿Qué campaña? —pregunta Pilar con cara de total ignorancia.
—La que iban a hacer con la subvención del IFI. Ya deberían haber sacado algo…
—Joder, están haciendo la fiesta, ¿qué más quieres?
—No, si Alicia tiene razón cuando dice que eres un rato bruta, tronca. Estas fiestas se autofinancian. Se llega a un acuerdo con el local, se le paga una parte y con lo que queda se hace la promoción de la siguiente.
—Eso y muchas voluntarias dando el callo…
—También… Y patrocinadores poniendo pasta a cambio de publicidad… Pero Juan me dijo que Diego y su compañero estaban trabajando en no sé qué hostias de un folleto de salud y de eso hace ya como cuatro meses y no me ha vuelto a decir nada…
—Se habrá retrasado. Ya sabes cómo son estas cosas. Acuérdate de la famosa encuesta de visibilidad lésbica que hizo el GYLIS hace un par de años… Un montón de tiempo y dinero empleado en elaborar el cuadernillo, imprimirlo y toda la vaina y al final ni siquiera se molestaron en acabar de cotejar los resultados. Tuvieron a un par de voluntarios, perdiendo tres o cuatro tardes por semana para que todo quedara en agua de borrajas, y un montón de cajas con cuadernillos que acabaron tirando… Creo que la encuesta aún cuelga de la web aunque no sé muy bien para qué…
—No, si ya…
—Pues eso, ya sacarán algo. Lo más seguro es que estén esperando a toda la movida del Orgullo…
—Sí, supongo. Pero tengo curiosidad por ver qué hacen…
—Pues ya te enterarás, tú, tranquila…
Echo un vistazo al reloj y veo que ya son más de las doce. Deben estar a punto de abrir. Y, como si leyese mi pensamiento, unos instantes después pasa por delante de nosotras el armario ropero que un rato antes nos impedía la entrada y comienza a dejar pasar a las primeras chicas.
Mientras Pilar se entretiene pulsando el contador por cada mujer que ve aparecer, yo me afano en cobrar y devolver el cambio correcto a las asistentes, lo cual no es tan sencillo como me imaginaba puesto que todas parecen tener una prisa infernal por entrar dentro —no me seáis merluzas, si aún no hay nadie dentro a quien hincarle el diente, me gustaría decirles— y se amontonan frente al mostrador metiéndome prisa. Aunque el ajetreo dura escasos diez minutos, tiempo suficiente para que la pequeña aglomeración que esperaba fuera se disuelva en el interior del local al ritmo de las primeras canciones de la noche. A partir de ese momento, la afluencia se va espaciando lo suficiente como para que Pilar comience a despellejar a la concurrencia. Aunque yo, por mi parte, aún no he visto aparecer ninguna cara conocida.
Esa situación cambia cuando veo surgir a una chica bastante guapa que me resulta familiar. Comienzo a ensayar la mejor de mis sonrisas y busco en mi repertorio alguna ocurrente frase que soltarle con la que preparar el terreno para cuando pueda campar a mis anchas por la discoteca. Pero la chica en cuestión está mirando hacia fuera e increpando a alguien cariñosamente para que entre.
—Venga, cielo, que estas ya han entrado —le dice a alguien que está fuera. O lo que es lo mismo, no debe estar libre.
La chica se pone frente a mí justo en el momento en que la increpada entra y se pone a su lado para pagar las entradas. Y mi sorpresa es mayúscula cuando, gracias a la recién llegada, compruebo que conozco a las dos.
Mi ceja izquierda se arquea ampliamente y mi mirada se vuelve torva.
—Vaya, Silvia, Raquel, no esperaba veros aquí. ¿No va a venir Ángela? —le pregunto a mala leche.
No hace falta que diga que las dos se quedan petrificadas. Agarro el billete de diez euros que Silvia sostiene en la mano y le devuelvo el cambio.
—Pero no os quedéis ahí, chicas. Entrad, entrad, que la noche es joven y hay que divertirse.
Aún estupefactas, las dos se alejan del mostrador para dejar paso a un nutrido grupo de chicas que viene detrás suyo. Las veo perderse por el pasillo que lleva a la pista. Cuando acabo de cobrar al grupito miro a Pilar y no puedo reprimirme más.
—¡Será hija de puta!
—Esa era la novia de Ángela, ¿no? ¿Es que lo han dejado? —me pregunta Pilar.
—¿Pero no has visto cómo se han quedado? Está claro que no, que la muy zorra le está poniendo unos cuernos de alce… Espero que luego sigan ahí porque voy a coger a Silvia por el pescuezo y le voy a decir cuatro cosas.
—Tal vez no sea buena idea que te metas en medio. Ya sabes cómo son las cosas de pareja.
—¡Joder, Pilar! Ángela es mi amiga. Una cosa es que el día de su cumpleaños vea que está tonteando con otra, pero es que esto ya es pillarlas in fraganti… —miro en la dirección por la que han desaparecido—. Será cabrona…
El continuo trasiego de mujeres pagando sus entradas hace que las dos horas de nuestro turno pasen más rápido de lo que yo esperaba y, tras la llegada de las chicas que nos sustituyen, Pilar y yo entramos por fin en la fiesta, la cual, dadas las horas que son, está en pleno apogeo. Lo primero que hacemos es acodarnos en la barra para pedir unas copas con las que refrescarnos la garganta. Mientras esperamos a que nos sirvan, Alicia se nos acerca, sola, para gran alegría de Pilar, a la que se le ilumina la cara como si se le hubiera aparecido la virgen.
—¿Qué tal chicas? ¿Cómo ha ido en la puerta? —nos pregunta.
—Bien, bien —respondo yo—. Aunque lo mejor vendrá ahora…
—¿Ya has encontrado algún objetivo?
—Aún no pero dame quince minutillos y ya verás —le digo dando el primer sorbo a la copa.
—Así me gusta, que os lo paséis bien. Bueno, os dejo, luego nos vemos.
—Adiós.
Pilar la ve marcharse con cierta desolación en el rostro.
—¡Joder! Ni me ha mirado…
—Ya te he dicho que es una estúpida. A ver si te das cuenta ya y te buscas otra que merezca más la pena.
Pilar resopla abatida.
—Pues con la suerte que tengo yo, que en mis relaciones nunca he pasado de la fase anal… —dice con la mirada perdida. Luego me mira a mí y ante mi cara de extrañeza se apresura a añadir—: Chica, es que lo único que he conseguido es que me dieran por culo…
Me echo a reír.
—Mujer, no seas tan derrotista, ya aparecerá alguna normal…
—No sé yo…
—Venga, anda, vamos a dar una vuelta y echamos un vistazo.
Pilar se encoge de hombros, agarra su copa y se viene tras de mí mientras empiezo a abrirme paso entre la gente. Primero bordeamos la pista, de forma rectangular y delimitada por barandillas metálicas, como si se tratara de una pista de patinaje, saludamos a varias conocidas y otras tantas nos salen al paso para darnos un par de besos y contarnos algunos cotilleos. Cuando ya hemos dado una vuelta completa al circuito y vamos a mezclarnos con las chicas que abarrotan la pista de baile, vislumbro una barriga de embarazada que al mirar la cara de su propietaria se convierte en la barriga de embarazada de mi querida Olga.
—¡Vaya, Ruth! ¡Qué sorpresa! —exclama dándome dos besos—. ¡Cuánto tiempo, Pilar! ¿Qué tal te va?
Pilar me mira contrariada antes de responder con un escueto «Bien, bien».
—¡Menuda barriga! —silbo—. ¿Para cuándo sales de cuentas? —le pregunto por preguntar algo.
—A finales de junio. Estoy deseando verle la cara por fin a mi chiquitína.
—¿Ya sabes que es una niña?
—Sí, en la última ecografía que me hicieron ya estaba bastante claro. A menos que se haya escondido un badajito entre las piernas, claro —se echa a reír divertida por su propia ocurrencia que, la verdad, no tiene nada de graciosa.
En ese momento Eva aparece con las copas de ambas. Le tiende a Olga un vaso de tubo que contiene lo que parece zumo de naranja, mientras ella le da un trago a su gin tonic. En ese momento Olga mira a Eva con extraña complicidad para luego acercarse un poco más a mí y apartarme un tanto de Pilar y de la propia Eva.
—Oye, Ruth… —comienza a decirme—, mira, te quería decir que cuando nazca la niña me gustaría que vinieras algún día a casa a cenar. Ya sé que piensas que soy una bruja pero creo que ha pasado el tiempo suficiente como para empezar a comportarnos como personas adultas, ¿no crees? —me mira condescendientemente—. Fuiste muy importante para mí durante mucho tiempo y me apetecería que tuviéramos una relación más cordial.
La miro de soslayo durante unos segundos antes de responder.
—Oye, Olga, si mal no recuerdo la que convirtió nuestra ruptura en un infierno fuiste tú desde el momento en que me pusiste de patitas en la calle sin darme la más mínima explicación.
Olga asiente y frunce los labios.
—Lo sé, Ruth, por eso quiero, no sé, que las cosas cambien, además de mi novia eras mi mejor amiga y me gustaría poder recuperar a esa Ruth a la que conocía…
Mi estupefacción está llegando a cotas nunca vistas antes por mi persona. Como no es ni el mejor momento ni el mejor lugar para tener una conversación que nunca pensé que tendría con Olga, y que hace mucho que dejé de esperar que tendría, opto por correr un estúpido velo y dejar las cosas como están, al menos de momento.
—Bueno, Olga, ya veremos… cuando tengas a la niña dame un toque, hablamos y ya se verá…
Olga vuelve a asentir frunciendo los labios, me da un apretón en el brazo y vuelve a su anterior posición junto a su novia.
—Pues nada, chicas, lo dicho. Ya nos vemos.
Cuando las dos se han dado la vuelta y se han perdido por los recovecos de la sala, Pilar me mira expectante.
—No sé qué coño te habrá dicho pero me imagino que debe ser muy fuerte…
—¿Fuerte? Te juro que estoy empezando a dudar seriamente de la salud mental de esta tía… No va y me dice que cuando nazca la niña quiere que vaya un día a su casa a cenar. Que he sido muy importante para ella y que ya va siendo hora de que nos comportemos como personas adultas. ¡Tendrá jeta! Si aquí la única que se ha comportado así he sido yo…
—¿Estás segura de que no se ha metido en alguna secta que le haya lavado el cerebro? ¿O de que se ha tomado alguna poción mágica que la haya transformado? ¿Un golpe en la cabeza que la haya convertido en un ser humano?
—No sé, tía, pero te juro que estoy alucinando con esta mujer…
—Ya sabes lo que siempre he dicho yo de las lesbianas, Ruth, cielo…
—¿El qué?
—Que son mujeres indecisas que no saben qué coño quieren y a las pruebas me remito…
—Pues vas a tener razón.
Con la sorpresa aún en el cuerpo seguimos dando una vuelta por el local. Al llegar hacia el pasillo que lleva a la salida vemos a Silvia y a Raquel que parecen a punto de irse. Silvia se percata de ello y me mira con incomodidad y casi diría que con miedo. Estoy tentada de ir hacia ella pero enseguida lo descarto. Con quien tengo que hablar es con Ángela para contarle los quehaceres a los que se dedica su novia.
—¡Hay que joderse! —exclamo—. Mucho poner verde a su Carolina y luego mira cómo se comporta. La única niñata que hay aquí es ella. Pero, vamos, espero que no crea que me voy a estar callada…
—Por cierto, hablando de contar cosas, ¿le dijiste al final a tu hermano que te habías tirado a su novia? —me pregunta Pilar con un tono de lo más mordaz. La miro de reojo.
—Piluca, cielo, no sé cómo lo haces pero siempre das donde más duele.
—O sea que no —apunta con media sonrisa acusadora.
—Pues no. Pero es que tampoco he tenido oportunidad, no le veo desde navidades.
—Hay un aparatito que tienes en el bolso el cual, tras apretar las teclas adecuadas, te comunica con tu hermano y tengo entendido que te sueles pasar las horas colgada a ese aparatito…
Lanzo un suspiro de resignación y culpabilidad.
—Sí, ya lo sé. Pero es que no sé cómo decírselo…
—Pues del mismo modo en que le piensas decir a Ángela que su novia se está dedicando al turismo sexual cada vez que se va de copas: hablando con él.
—Vale, vale —concedo a regañadientes—. A ver si la semana que viene saco un rato…
—Ya, ya… —dice Pilar incrédula meneando la cabeza.
—¿Nos pedimos otra copa? —le pregunto a Pilar con una sonrisa infantil para cambiar el tema de conversación.
—Vale, pero yo necesito ir al servicio.
—Bueno, si quieres vete ahora y yo voy pidiendo.
—Vale.
—Te espero en la barra —le digo señalando la barra hacia la que me dirijo mientras ella se aleja en dirección a los servicios.
A codazos me abro paso entre las mujeres que se aglomeran allí. Pero ponerme en primera línea no significa que me atiendan antes. Las dos camareras que hay están muy ocupadas sirviendo a no menos de media docena de clientas a la vez pese a mis intentos de llamar su atención. En esas estoy cuando una chica se coloca a mi lado en la barra.
—Hola, ¿qué tal? —me dice al oído.
Me giro para mirarla y compruebo, no sin sorpresa, que es la colgada a la que detuvieron por conducir borracha y a la que estuve esperando en vano frente a la comisaría de Legazpi. Pero por su mirada perdida de pupilas dilatadas compruebo que no es que me esté saludando sino que está intentado ligar conmigo.
—Hola, Susana —le digo con una falsa sonrisa. Entonces la cara de la aludida se transforma en todo un poema.
—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunta confundida—. ¿Ya nos conocemos?
—¡Ah! Pero ¿es que no me estabas saludando? —le pregunto haciéndome la inocente—. Pues sí, bonita, nos conocemos. ¿No me digas que no te acuerdas de mí?
Aprovecho el momento de duda y confusión de la colgada esta para pedir las consumiciones a la camarera.
—Absolut naranja y Ballantines cola —luego me vuelvo a dirigir a la pobre chica que sigue en la luna de Valencia—. ¿Qué? ¿Aún no te acuerdas?
—Pues no, perdona, pero es que no…
Le paso el brazo por los hombros y me acerco para hablarle al oído.
—¿No te acuerdas que hace unas dos o tres semanas te paró la policía, te hizo un control de alcoholemia y te llevo a comisaría?
Ante tan contundentes pistas hasta la menos espabilada se acordaría. Pero a esta pobre parece que aún le cuesta unos instantes traer a su memoria aquella mañana.
—¡Ay, sí! Tú eres… Eres… Sí, hombre, espera… —dice ella intentando recordar mi nombre.
—Ruth —le recuerdo mientras le tiendo a la camarera los pases de las copas. Luego cojo los vasos y los botellines con ambas manos—. Encantada otra vez. Ahora si me disculpas, te voy a dejar, he venido con una amiga.
—No, espera, mujer, venga, te invito a una copa…
—Ya tengo, gracias —le digo alzando las manos para que vea las copas.
La dejo atrás aún hablando y pongo rumbo a los servicios. Antes de llegar hasta ellos veo que Pilar ya viene hacia mí.
—No te lo pierdas, tronca, la colgada a la que detuvo la policía ha intentado volver a ligar conmigo —le cuento al tiempo que le tiendo su copa.
—¡No jodas! ¿Es que no se acordaba de ti o qué?
—Pues se ve que no. Joder, la peña está de un colgado que ni te cuento. —Le doy un sorbo a la copa—. Hablando de colgadas, ahí viene la niña de tus ojos con cara de cabreo.
Pilar mira hacia donde señalo. Alicia viene hablando exaltada con otra tía. Mi amiga la detiene cogiéndole el brazo.
—¿Pero qué te pasa, chica?
Al vernos, se le relaja un tanto la expresión. Pero, lejos de dirigirse a quien le ha formulado la pregunta, se dirige a mí.
—¡No veas la que acabamos de tener fuera, Ruth! Un grupo de varoncitos con pinta de bakalillas se han plantado en la puerta y decían que no se movían de allí hasta que les dejáramos entrar. Y, claro, cuando les hemos dicho que era una fiesta privada para mujeres se han puesto a insultarnos y a agarrarse el paquete y a decirnos que eso es lo que nos hacía falta… ¡Panda de capullos! Yo no necesito probar un sucio pene para saber que no me gusta…
—Mujer, estamos en mitad de Argüelles un sábado por la noche, para ellos es como si hubiéramos invadido su territorio.
—¿¡Qué territorio ni qué leches!? ¡Como si no tuvieran lugares a los que ir! Y luego se extrañarán de que las mujeres hagamos fiestas cerradas. ¡Es la única forma de que nos dejen tranquilas! ¿Te imaginas lo que pasaría si dejáramos entrar a todos los varoncitos que quisieran? Pues que al final las mujeres dejarían de venir.
—No, si estoy de acuerdo contigo pero tampoco te lo tomes tan a pecho. Se les dice que no pueden pasar y asunto arreglado. Y si se ponen farrucos les plantáis delante al armario ropero ese que anda por ahí a ver si tienen huevos de pasar.
—¡Si es lo que hemos hecho! Pero me fastidia que para defenderme de unos tíos tenga que llamar a otro porque se creen que, como soy una mujer, no tengo suficiente autoridad para negarles la entrada.
Le doy un par de palmadas en la espalda.
—Relájate, mujer, que no pasa nada.
—Bueno, chicas, os dejo, que voy a buscar a Sandra —me dice antes de continuar su camino. Pilar se acerca a mí con cara compungida.
—¡Joder, Ruth! ¿Me he vuelto invisible o algo así? Es que ni me ha mirado…
—Ya te he dicho que esta niña es tonta. Tía, pasa de ella. Además, le sacas diez años. Adonde vas tú con un yogurín. Búscate una mujer más hecha, que dan mejor resultado.
—Pues Sandra le saca quince y no parece importarle… —me espeta enfurruñada.
—Es que ya sabes que Sandra siempre ha sido un poco pedófila, corazón. Y así le va, que las novias nunca le duran más de tres meses.
—Pues a ti no es que te duren mucho que digamos…
—Pero porque yo no quiero. Venga, anda, vamos a ver si le echamos el ojo a alguna.
Pilar asiente a regañadientes. Le paso el brazo por los hombros con condescendencia maternal y nos encaminamos a la pista de baile.