Es más de mediodía cuando llego a mi casa. Y lo hago con la clara y sana intención de aterrizar en plancha sobre mi cama y dormir hasta que sea de noche. Y lo intento. Lo malo es que, ya puesta, soy incapaz de cerrar los ojos. Aunque lleve casi treinta horas en pie. Me incorporo a medias sobre el colchón, saco el tabaco de mi bolso y enciendo un cigarro. Ahora es cuando os empezaréis a preguntar qué narices ha pasado para que alguien, que sería capaz de dormir en medio de un bombardeo, en este momento no pueda ni planteárselo (lo de dormir, el bombardeo mejor lo dejamos para otro día). Pues de momento te vas a quedar con las ganas.

Me levanto y voy a la cocina por una coca-cola (una normal, con toda su cafeína, sus calorías y su azúcar, me gustan las cosas en su estado natural). Apago el cigarro en uno de los ceniceros de la encimera y vuelvo al dormitorio por el paquete de tabaco. Otro cigarro y me siento frente al ordenador. Me meto en la página de mi blog y abro la plantilla:

Sábado, 14 de febrero.

Gatillazo antes de empezar

¿Alguna vez la policía te ha fastidiado un polvo? Pues a mí sí. Es más, acaba de hacerlo. ¿Que cómo? Deteniendo a mi ligue y llevándoselo a comisaría. No, no es que ahora me haya dado por salir con delincuentes pero tal y como están las leyes hasta respirar llegará a ser delito.

Imaginaos un típico viernes. Has salido de trabajar y no tienes muchas ganas de juerga. Pero te llama un amigo para que te tomes algo con él. Y como hace mucho que no le ves, pues claro, accedes. Te vas con tu amigo a cenar y luego a tomar una copa, que se convierte en otra por obra y gracia de tu camarera favorita y más tarde en una tercera porque tu amigo está de buen humor y no quiere dejarte escapar tan fácilmente ahora que ha conseguido engancharte. Y al final acabáis los dos en el ligódromo de siempre (los que me conocéis ya habréis adivinado cuál es). Tú ya estás animada, os habéis encontrado con algunos conocidos y la noche se ha vuelto de repente de lo más interesante. Hay un grupito de inglesas con ganas de marcha y tú te dedicas a tontear con la que parece ser su cabecilla, una rubita de no más de dieciocho años que es como una mezcla de la actriz de Fucking Åmål y la Baby Spice (y eso que a ti nunca te han entusiasmado las rubias) y que te silba y jalea cada vez que bailas. También hay otras que no están nada mal mirándote como si esperaran el momento oportuno para lanzarse sobre ti. Vaya, parece que has hecho bien no yéndote a casa. Y justo en lo mejor a tu amigo le da el bajón, te dice que está cansado y que se va a dormir. Pero tú no. No puedes irte ahora. Ya estás aquí y no te apetece dormir sola esta noche si con sólo sonreír a una u otra podrías evitarlo. Así que te pides otra copa y decides que no te irás hasta que te echen. Cuando vuelves con las inglesas ves que tu primer objetivo ha encontrado una ocupación mejor aprovechando tu ausencia. Te encoges de hombros porque en el fondo te da igual. Tampoco te gustan tan jovencitas. Una chica que está sentada en un taburete comienza a mirarte de un modo que no deja lugar a dudas acerca de sus intenciones. Poco a poco, haciéndote hueco entre la gente, te vas aproximando a ella. Ni que decir tiene que te cuesta nada y menos acabar en sus brazos. Primera base.

El ligódromo enciende sus luces más fuertes, lo que indica que os están invitando amablemente a que abandonéis el local. Tu ligue (no importa el nombre, aunque la verdad es que no te enteras de él hasta que más tarde la policía le pide la documentación) y tú decidís iros a un after. Allí descubres que la chica debe ser tan conocida como tú por esos lares porque saluda a gente que ni siquiera tú conoces. Vais a los servicios donde tu ligue saca ciertos polvos blancos que hace mucho que no pruebas. Te dices ¡qué demonios!, y aceptas el ofrecimiento, que se repite un par de veces más hasta que casi a las nueve de la mañana decidís de mutuo acuerdo que ya es hora de iros a casa. A la casa de ella. Y no a dormir, claro está. Salís del after y la claridad del día os hiere las pupilas. Enfiláis Hortaleza. Casi estáis llegando a Alonso Martínez cuando tu ligue se para junto a un coche negro. Lo abre y entráis dentro. Un CD de Joaquín Sabina se mancha con más polvos blancos. Tú piensas que hace mucho que no te pasabas tanto pero, bueno, un día es un día. Tras dejar la cara de Joaquín Sabina limpia de cualquier resto de polvo blanco os volvéis a besar con ganas, tantas que casi piensas que te va a violar allí mismo. Pero no. Sólo has llegado a la segunda base.

Arranca el coche y, antes de que te hayas podido dar cuenta, os encontráis en la Castellana, casi desierta a esas horas. Notas que a tu acompañante le ha entrado complejo de Carlos Sainz y está adelantando a los otros coches como si estuviera en el circuito de Le Mans. Llegáis a Gran Vía dejando atrás varios semáforos en rojo. Te estás riendo cuando oyes sirenas de policía a tu espalda. Al principio no te das por aludida hasta que ves a un uniformado motorista que se pone a vuestra altura y le dice a tu conductora que pare. Estáis ya en San Bernardo y os paráis justo frente a un Sprint. Dos son los policías que se bajan de sus sendas motitos, uno habla por radio mientras el otro le pide la documentación del coche a tu compañera…

El resto es fácil de imaginar, viene un furgón policial con el cacharro ese para hacer el control de alcoholemia, tú piensas que va a ser rápido pero qué va, sopla una vez, vuelve al coche y te dice que hay que esperar quince minutos más para una segunda prueba. Con la que lleva encima es obvio que da positivo las dos veces (aunque, en su descargo, habría que decir que por muy poco). Tras casi una hora paradas llega una grúa y le dicen a tu nueva amiga que se la tienen que llevar a comisaría para que preste declaración. Tú no puedes ir con ella pero puedes esperarla en no sabes qué sitio de Legazpi. Le pides el móvil para poder llamarla cuando termine y ella te pide el tuyo. Los polis se la llevan, la grúa se lleva el coche y tú, qué remedio, coges un taxi que te lleve hasta Legazpi. Y allí esperas y esperas y esperas… Hasta que sientes que no puedes más. Intentas hablar con ella pero no responde al móvil. Le mandas un mensaje y le dices que lo sientes mucho pero que te vas a casa a dormir…

Así que, pequeñuelos y pequeñuelas, ya sabéis la moraleja de esta historia: por mucha prisa que tengáis por echar un polvo, no corráis con el coche. Más vale echarlo quince minutos más tarde que ver cómo la policía se lleva a tu libido dentro de un furgón policial.

Y no habrá tercera base…

Apago el ordenador tras comprobar que este último post se ha colgado con normalidad. Regreso a la cocina a por más coca (cola, no os asustéis, esas cosas sólo las hago muy de vez en cuando) y estoy examinando unos folletos de comida rápida cuando suena el teléfono del salón.

—¿Diga? —respondo.

—Hola, Ruth, ¿qué tal? ¿Te he despertado? —me pregunta la voz de mi amiga Ángela al otro lado de la línea.

—¡Ah, eres tú! —le contesto—. No, no me has despertado. No se puede despertar a alguien que no se ha acostado todavía…

—Vaya, vaya, así que la niña aún no se había acostado… Mmmm, aún así espero que eso no te impida asistir a mi fiesta.

—¿Tu fiesta? ¿Qué fiesta? —pregunto con total ignorancia.

—Mi fiesta de cumpleaños, cabeza de chorlito. Es esta noche. Bueno, más que fiesta es una cena. Luego saldremos por ahí. Te lo dije el otro día, ¿no te acuerdas?

Intento hacer memoria. Sí, supongo que es posible que me lo dijera aunque no pondría la mano en el fuego por ello. Por recordarlo, quiero decir.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo! —miento—. Vale, guay, ¿quién va a ir?

—Pues los de siempre… José, Chus, mi vecina Laura y un par de amigas de Silvia muy monas y muy solteras que seguro que te gustan —esto último lo dice soltando una sonora carcajada.

—Oye, bonita, que iría de todas formas aunque sólo estuviérais Silvia y tú —respondo fingiéndome ofendida.

—Ya, ya, pero sé que te gusta que haya otros alicientes…

—Bueno, fuera coñas, ¿a qué hora quieres que vaya?

—A las diez, intenta ser puntual que ya nos conocemos.

—Vale, tranqui. A las diez en punto estaré allí.

—Muy bien, pues luego nos vemos. Ciao.

—Adiós.

Cuando cuelgo el teléfono noto cómo vuelvo a animarme. Sí, puede que el fin de semana esté aún a tiempo de arreglarse.

Tras un pedido de comida china que dejo a medias y una siesta que, a todas luces, me resulta insuficiente, me meto en la ducha y comienzo a arreglarme. Hacia las nueve y cuarto salgo de casa, paso por el Vips de Quevedo para comprar una botella de vino y algún regalo para Ángela. Como música no me atrevo a regalarle (entre ella y Silvia podrían montar una sucursal de la Fnac solitas) me decido por el último libro de Lucía Etxebarria, confiando en que nadie haya tenido la misma recurrente idea.

A las nueve cincuenta y ocho me estoy bajando del taxi en la calle Atocha, a las nueve cincuenta y nueve llamo al telefonillo y son exactamente las diez en punto cuando franqueo la puerta de su piso.

—¡Puntual como un reloj! —exclamo, pero es Silvia quien me abre la puerta. Bueno, Silvia y su dichoso perro dando unos saltos que de seguro batirían algún tipo de récord.

—Ángela se está duchando —me informa Silvia.

—¡Ah, vale! —Le doy los dos besos de rigor, le tiendo la botella de vino y entro en el salón.

Sentada en una silla está la vecina de Ángela, Laura. En el sofá se acomodan José y Chus y una chica en la que se me quedan pegados los ojos inevitablemente. Alta (a pesar de que la veo sentada) y más esbelta que delgada (nunca me han gustado las chicas escuálidas). El cabello, negro y corto, lo lleva engominado dejando colgar algunos rizos que de rebeldes sólo tienen la intención. Y los ojos, joder, qué ojos. Grandes, azules, ese azul a medio camino entre el verde y el gris. Va vestida con unos vaqueros ceñidos pero acampanados en los bajos y una camiseta ajustada blanca con la frase Only women estampada en el pecho con letras rojas. Vamos, que nada más verla se me hace la boca agua.

—Vaya, parece que soy la última en llegar. —Me acerco a los chicos para comenzar la ronda de saludos—. ¿Qué tal, Chus? —Le doy dos besos a Chus, otros dos a José y mentalmente pienso: ¡Que me la presenten ya, coño!

—No, no eres la última —me dice Laura cuando le llega a ella el turno de los besos—. Falta Raquel, una amiga de Silvia.

—Ruth, tú no conoces a Esther, ¿verdad? —me pregunta Silvia. La miro con candidez. Silvia, cariño, siempre me has caído como una patada en el estómago pero en este momento te comería a besos.

—No, no nos conocemos —respondo mirando a la aludida con ojitos de buena persona.

Silvia vuelve a repetir nuestros nombres (a lo mejor se piensa que somos sordas y que no los hemos oído antes) y así puedo darle dos besitos en sendas mejillas a la tal Esther. Besos que se acercan más a la comisura de los labios que a las mejillas propiamente dichas.

En ese momento aparece Ángela, ya vestida pero con el pelo aún mojado y peinado hacia atrás. Le ha crecido bastante desde la última vez que nos vimos.

—¡Ruth! ¡Por fin has llegado! ¡Y has sido puntual! —me dice nada más verme.

—Cualquier cosa por mi chica favorita —le digo mirando de reojo la cara de Silvia. Sé que le jode sobremanera que coquetee con su novia, sobre todo desde que se enteró que Ángela y yo fuimos algo más que amigas allá por el Pleistoceno (nada serio, unos pocos meses hasta que nos dimos cuenta de que éramos mejores como amigas que como amantes)—. Muchas felicidades —exclamo dándole un fuerte abrazo—. Treinta y seis añitos… Imagino que ya tendrás contratado un buen plan de pensiones —me río—. Toma, este es mi regalo. Espero que no lo tengas todavía. No he podido envolverlo… —me justifico tendiéndole la bolsa del Vips.

Cuando Ángela saca el libro de la bolsa el resto estalla en estentóreas carcajadas. Y Ángela se muere de la risa.

—¿Me he perdido algo? —pregunto temiéndome lo que ya imaginé al comprarlo.

—Laura y nosotros hemos tenido la misma idea —me explica José dejando a duras penas de reír.

—Pero yo he sido la primera, así que tengo la exclusiva —exclama Laura también riendo.

—Toma, cielo —le dice Ángela a Silvia—. Ponlo con los otros dos. Así hasta el perro tendrá su ejemplar…

—Bueno, tranquila, supongo que se podrá cambiar, debo tener el ticket por alguna parte —rebusco en el bolso. Luego cambio de idea, dejo de buscarlo, me quito el abrigo y junto con el bolso se lo tiendo a Silvia, que ya se iba hacia el dormitorio—. Espera, Silvi, cielo, ponme esto por ahí, anda —le digo con una de mis mejores sonrisas a lo que ella me responde con una ligera expresión de exasperación.

Cojo una de las sillas que quedan libres y me sitúo estratégicamente junto a Esther. Justo en ese momento suena el timbre del portal haciendo que el perro se ponga a ladrar como un loco.

—Esa debe ser Raquel —anuncia Silvia saliendo apresurada del dormitorio y dirigiéndose al telefonillo de la entrada.

El resto estamos mirando vídeos musicales en la televisión que está sintonizada en la MTV. Un par de minutos después el timbre de la puerta suena. Silvia acude a abrir. Y justo cuando ya había decidido ir a degüello detrás de Esther, ante nosotras hace aparición Raquel, un polo totalmente opuesto pero igualmente atractivo. Cabello largo y rizado, ojos marrones, boca sensual. Pantalones de raya diplomática, camisa negra abierta hasta el tercer botón, botines con algo de tacón. Joder, no sabía yo que Silvia tuviera amigas tan guapas…

La recién llegada saluda a Esther y, a continuación, se va presentando a todos los presentes excepto a Ángela que se ha metido en la cocina. Silvia, que parece haber adoptado el papel de ujier, le coge el abrigo y el bolso y desaparece en dirección al dormitorio. Raquel coge otra silla y se pone a mi lado. Yo miro disimuladamente a derecha e izquierda pensando que no sé cuál de las dos me gusta más.

—Bueno, vamos poniendo la mesa, ¿no? —dice Chus levantándose del sofá—. Ya estamos todas.

Todas la imitamos. Nos levantamos de nuestros respectivos asientos y miramos en derredor esperando que alguien nos dé las órdenes precisas. Silvia manda a José y Chus abrir la mesa, el resto de las chicas va colocando las sillas alrededor. Alguien saca un mantel y servilletas y también unos cubiertos. Como no veo que pueda hacer nada me voy a la cocina, donde Ángela está preparando una ensalada. El horno está encendido y huele a asado pero no logro adivinar de qué. Entorno un poco la puerta después de entrar.

—Bueno, Angelita, ¿cómo va todo? ¿Qué tal sigue tu vida de casada?

—Bien, bien —contesta sin mirarme al tiempo que pica cebolla. En su tono de voz creo percibir que la realidad es todo lo contrario.

—Oye, no sabía que tu novia tuviera amigas tan guapas —le digo para romper un poco el hielo.

—Pues ya ves.

La noto huidiza y la verdad es que no sé por dónde salir. Decido seguir adoptando el papel de graciosilla.

—Pues me las teníais que haber presentado antes. Y de una en una, joder, que no voy a saber por cuál decidirme.

—Es que Silvia las acaba de conocer —su voz tiene ya un tono tan circunspecto que no puedo seguir obviándolo.

—¿Pasa algo, cielo? Cuando hablas sueles decir más de tres frases seguidas y de momento no has pasado de una. —La cojo por el hombro y hago que me mire a la cara—. ¿Va todo bien?

—Sí. Bueno, no —dice soltándose. Cierra la puerta de la cocina para abrir la nevera, se agacha y busca algo en su interior—. La verdad es que no lo sé.

Vuelve a mí lechuga en mano. Comienza a cortarla con saña sobre la tabla de madera.

—¿Silvia? —pregunto a sabiendas de que no voy muy desencaminada.

—Sí. Silvia. Silvia y yo. Yo y Silvia. La canción de siempre.

—¿Qué pasa?

—Eso quisiera saber yo. Lleva un tiempo de lo más rarita. Ahora le ha dado por salir sola, ¿sabes? Bueno, con amigas. Dice que porque quiere conservar su independencia, que así yo también puedo aprovechar para salir con mis amigos… —suspira profundamente—. Ya sé que visto así no parece raro ni preocupante pero la verdad es que no lo entiendo. Joder, tú lo sabes, Ruth, llevamos dos años juntas —me mira a los ojos dejando de cortar la lechuga— y siempre hemos salido con sus amigos o con los míos o con todos juntos o cada una con los suyos, nunca ha habido problemas por ese tipo de cosas. Y yo no soy precisamente una persona posesiva, vamos, creo yo… A estas dos, por ejemplo —me dice señalando la puerta con el cuchillo—, las conoció hace unas semanas en el Escape. Y es como si de repente fuesen sus mejores amigas. Se pasa media vida hablando con la tal Raquel por teléfono. A lo mejor se piensa que soy imbécil…

Y se la mete en casa justo el día de su cumpleaños, justo el día de San Valentín, me digo para mis adentros.

—Joder, Ángela, ya sabes que siempre te he dicho lo que pienso y que Silvia me pareció un poco cría desde el primer momento, pero no creo que entre sus defectos se encuentre la infidelidad. Y menos que tenga la cara de hacerlo delante de ti.

—No, si yo tampoco lo creo pero ya ves lo que hay…

La puerta de la cocina se abre y Silvia, como si hubiera adivinado que estábamos hablando de ella, hace aparición con actitud de leona que viene a recordarme que estoy en su territorio.

—Vengo a por el vino —se excusa ingenuamente.

—¿Ya has sacado las copas? —le pregunta Ángela.

—Las está colocando Raquel —dice saliendo de la cocina con la botella de vino en la mano.

Ángela me mira con expresión desconsolada. Le doy un leve golpe de ánimo en el hombro mientras cojo el bol con la ensalada.

—Vamos a la mesa, anda.

La cena transcurre con calma. Ángela y Silvia ejercen de perfectas anfitrionas. La verdad es que, si no fuera por lo que me ha comentado Ángela en la cocina, no vería nada extraño en su comportamiento. Se miran con ojitos tiernos, se hablan con cariño y se regalan algún beso de vez en cuando. A simple vista parecen tan enamoradas como siempre.

Yo, por mi parte, he conseguido sentarme en medio de Raquel y Esther y entre bocado y bocado voy tanteando a una y a otra. Al poco rato ya nos estamos comportando como tres gatas en celo. Cada una intentando dilucidar cuál de las otras dos le gusta más. Cada una intentando que no se note ni mucho ni demasiado poco.

Hacia los postres casi he tomado una decisión. Porque la primera idea casi siempre es la que vale y por muy imponente que sea Raquel, me da mucho más morbo una tía del estilo de Esther. Además, hay algo en Raquel que me chirría. A pesar de haber entrado a saco en el coqueteo conmigo y con Esther, a la vez parecía estar ausente, como si ocultara algo o tuviese la cabeza en otra parte. Y Esther, por otro lado, se ha revelado como una tía de lo más ingeniosa y encantadora. Bueno, finalmente no ha sido tan difícil tomar una decisión.

—Bueno… Y ahora, a brindar —anuncia Silvia levantándose y yendo a la cocina. Regresa un momento después con una botella de champán—. Anda, cielo, saca las copas —le pide a Ángela.

Ángela nos reparte las copas mientras Silvia quita el precinto y descorcha la botella, cuyo tapón va a parar a las fauces del puñetero chucho, que se lo lleva a un rincón para reducirlo a migas de corcho. Me reitero en lo dicho anteriormente: una pareja muy bien avenida que comparte su vida, tiene un perro y planea las próximas vacaciones juntas.

—¡Por Ángela! —dice Silvia levantando su copa.

—¡Por Ángela! —repetimos todas.

Estamos a punto de llevarnos la copa a los labios cuando Raquel nos interrumpe con un nuevo brindis.

—¡Y porque se cumplan todos nuestros deseos! —dice taladrando a Silvia con la mirada.

Por un breve instante no somos capaces de reaccionar. Silvia rehuye la mirada de Raquel. Ángela mira a las dos alternativamente. El resto mantenemos la copa en la mano sin saber qué hacer. Yo la vuelvo a alzar.

—¡Eso! ¡Por nuestros deseos! ¡A ver si nos toca la lotería de una puta vez!

Consigo así que se vuelvan a relajar un poco los ánimos. Damos nuestros sorbos de rigor al champán y vamos depositando las copas de nuevo en la mesa. Observo disimuladamente el rostro de Silvia, aún lívido por la salida de Raquel. Su incomodidad es palpable. Es entonces cuando me doy cuenta de que los temores de Ángela no son infundados.

—Bueno… —empiezo—, ¿y por dónde nos vamos a ir de copas?

—Habíamos pensado en salir por Lavapiés —explica Ángela—. Estamos más cerca que de Chueca y así cambiamos de aires.

—Vale, guay, hace mucho que no voy por allí. —Miro el reloj, son más de las doce y media—. Oye, ¿no sería buena hora para empezar a movernos? Que luego todo se pone hasta la bola…

Ángela consulta también su reloj y asiente con la cabeza.

—Sí, venga, vayámonos ya.

La comitiva que va subiendo la calle Atocha va de dos en dos. Encabezando la fila, José y Chus, altos, fuertes, enfundados en cazadoras con forro de borrego, dando unas zancadas que equivalen a dos de las nuestras y despidiendo vapor por la boca como si fueran la locomotora que tira del resto de los vagones. A pocos metros, por detrás de ellos, Ángela y Laura, manos metidas en los bolsillos, hombros encogidos por el frío, cabezas gachas. Seguramente Ángela le estará relatando los mismos miedos que a mí hace un rato. A mucha distancia más, Silvia y Raquel, hablando en murmullos, juntando las cabezas para acercar las palabras, como si conspirasen. Y, por último, casi perdidas, Esther y yo, que hemos llegado a un nivel de tonteo que ya se sale de la tabla. Nos reímos y vamos cediendo nuestro espacio corporal a los avances de la otra. Al llegar a Antón Martín y ver cómo todas doblan la esquina desapareciendo de nuestro campo de visión, Esther se para y me detiene tomándome del brazo. La miro a los ojos, esos ojos en los que ahora mismo me perdería sin dudarlo. Con ellos me pide que la bese. Y lo hago sin vacilar ni un momento. Sus labios me reciben suavemente, cálidos y dulces, con un leve sabor a champán y a la nata de la tarta.

—Pensaba que no ibas a besarme nunca… —es lo único que me dice cuando nos separamos.

—Estaba esperando un buen momento —le contesto con una sonrisa. Luego le cojo de la mano—. ¿Vamos con las demás? —le pregunto con un movimiento de cabeza.

—Vamos.

Echamos a andar. Una vez afianzado este poquito de intimidad entre nosotras no puedo evitar la tentación de satisfacer cierta curiosidad morbosa y hacer un poco de espía.

—Oye, ¿y cómo conociste a Silvia? —le pregunto inocentemente.

—En el Escape. Estaba con unas amigas suyas… Inma y… No sé, no me acuerdo cómo se llamaba la otra…

—Inma y Marga —le digo yo.

—Sí, eso. Pues ya sabes, lo típico, estás bailando, empujas, te empujan y si no acabas a leches pues te pones a hablar. Nos cayeron muy bien las tres.

—¿Tú estabas con Raquel?

—No, estaba con un amigo mío hetero. Raquel y yo no nos conocíamos.

—¿Entonces?

Esther me mira directamente a los ojos con gravedad. Mi inocente curiosidad ya es difícil de sostener. Se ha dado cuenta de que lo que estoy haciendo es indagar.

—Mira, sé que eres amiga de Ángela… Y bueno, no sé… La verdad es que Raquel le entró a Silvia. A saco, además. A mí me pareció de lo más normal del mundo. Dos tías se conocen en un bar y se ponen a tontear. En ningún momento dijo que tuviese novia. Y yo me enteré de que estaba con Ángela cuando me llamó para invitarme al cumpleaños.

—¿Y qué pasó esa noche? —pregunto ya con temor. A mí me encanta ser un zorrón porque estoy soltera pero que lo haga la mosquita muerta de la novia de mi amiga me cabrea mogollón.

—¿Te refieres a si Silvia y Raquel…? No, no pasó nada. Y mira que Raquel lo intentaba. Silvia le siguió el juego pero no llegaron a más. Pero por lo que yo sé a Raquel le encanta Silvia y no creo que pare hasta que consiga algo. Y por lo que me ha dicho antes, le da igual que Ángela esté en medio. Dice que estorba pero no impide…

—Ya, me suena esa frase… —sobre todo porque yo la he pronunciado (y llevado a cabo) en más ocasiones de las que me gustaría admitir.

Llegamos a La Lupe, a donde nos dirigíamos y, para nuestra sorpresa, nos encontramos a Silvia y Raquel hablando en la puerta. Cuando se percatan de nuestra presencia, ellas también se sorprenden, no sé si por vernos aún fuera o por nuestras manos entrelazadas.

—Vaya —la mirada de Silvia va de nuestras caras a nuestras manos—, creí que ya habíais entrado.

Esther y yo nos reímos.

—No, es que nos habíamos perdido —le responde ella.

—Ya, ya. Ya veo…

—Las demás están ya dentro, ¿no? —pregunto.

Silvia asiente con la cabeza. Esther y yo entramos. Aún es pronto y no hay demasiada gente. Encontramos a Chus, José, Ángela y Laura frente a la barra.

—¿Qué? ¿Os habíais perdido, no? —nos dice José con guasa.

—Claro, niño, ya sabes que yo por estas callejuelas no me aclaro —le contesto con una sonrisa.

—¿Qué quieres tomar? —me pregunta Esther.

—Vodka con naranja, por favor.

Al ver que Esther se separa de mí para pedir las copas, Ángela se acerca a mí.

—Ya veo que has triunfado —me dice con la misma guasa que José hace un momento.

—Te lo diré mañana cuando me despierte —le guiño un ojo cómplice.

Su semblante adopta una expresión de gravedad.

—¿Esas dos siguen ahí fuera?

—Sí, claro. Están hablando…

—¿Y de qué coño están hablando que no puedan hablar aquí dentro? —se queja mirando hacia la puerta como si así pudiera instar a Silvia a entrar. La verdad es que hasta a mí me están dando ganas de cogerla de la oreja y meterla en el local.

Bien. Llegó el momento de la disyuntiva. Ya he hecho de espía y tengo en mi conocimiento una información muy importante para Ángela. ¿Debería decírsela o dejar que la descubra por sí sola? Tal vez lo de Raquel y Silvia no tenga importancia y mi intromisión en asuntos de pareja pudiera resultar más devastadora que pacificadora. Por otro lado, si yo estuviera en el lugar de Ángela lo mínimo que esperaría de una amiga es que se pusiera de mi parte y me contara hasta el último detalle que yo debiera saber. Pero también resulta que he estado en el lugar de Raquel y, aunque esta última me importe un pimiento, sé lo que jode que una amiguita no sepa tener la boquita cerrada. Y si Silvia no es lo suficientemente mayorcita como para apreciar lo que tiene y mete la pata, es su puto problema. Así al menos Ángela descubriría qué clase de persona es la tía con la que vive y con la que duerme todas las noches.

Esther poniéndome mi copa en la mano y volviendo a besarme me saca de mis cavilaciones y, de paso, me exime momentáneamente de tomar una decisión al respecto de mi amiga. Así que me dejo llevar por Esther, sus labios y su cuerpo arrinconándome contra la pared.

Pasamos en La Lupe más o menos una hora. Esther y yo no hemos dejado de besarnos casi ni un momento. José está haciendo fotos con su nueva cámara digital y cada vez que viene a enseñarnos la última instantánea comprobamos entre risas que siempre aparecemos al fondo del grupo dándonos el lote. Y durante esa misma hora Silvia y Raquel han seguido hablando en la puerta del local sin llegar a entrar en ningún momento. Ángela ha salido en varias ocasiones para ver si entraban y siempre volvía sola con la cara hasta los pies. La misma cara con la que también ha salido en todas las fotos que nos estaba haciendo José.

—¿No íbamos a ir a Medea, Ángela? —pregunta Chus.

Ángela se encoge de hombros.

—Sí, esa era la idea. Si queréis nos vamos ya.

—Sí, venga, vámonos ya —contesto yo apurando mi segunda copa de un trago y agarrando a Esther de la mano.

Recogemos nuestros abrigos y nos los vamos poniendo mientras abrimos la puerta del bar. Raquel y Silvia siguen fuera y cuando nos ven aparecer dejan de hablar y nos miran como si las hubiéramos sorprendido in fraganti en un delito.

Veo que Raquel se aparta de ella disimuladamente al tiempo que Ángela se acerca a su novia, la coge del brazo y la aparta del grupo.

—¿Se puede saber qué coño estás haciendo? —le dice en un susurro. Es lo único que oigo ya que todas echamos a andar como si nada pasara, dejándolas atrás intencionadamente. Mientras caminamos, Raquel se coloca a nuestra altura.

—¿Qué tal, Esther? —pregunta, supongo que por decir algo.

—Bien, bien. ¿Y tú? —le corresponde ella para seguir con el diálogo de besugos.

—Bueno, bien… —y se queda callada aunque parece que va a añadir algo más. No lo hace.

Por delante de nosotras van José, Chus y Laura. Por detrás, un poco más lejos, Ángela y Silvia siguen hablando y, aunque no distingo las palabras, creo notar un gran cabreo en la voz de Ángela.

Llegamos a Medea unos minutos más tarde. Nos quedamos en la puerta esperando a Ángela y Silvia, que se han rezagado mucho y aún se las ve a lo lejos, al final de la calle. Cuando ya estamos todas de nuevo, pagamos la entrada y entramos en la discoteca, que ya está de bote en bote. Yo soy la única, junto con Esther, en dejar los abrigos en el ropero. El resto pasa dentro y cuando nos unimos a ellos vemos que los han conseguido colocar en un sofá que estaba libre. Nueva ronda de copas y nos situamos en el escenario, junto a toda la gente que ya está bailando en él a falta de otro sitio mejor. José y Chus se dedican a prodigarse en arrumacos, lo mismo que Esther y yo. Ángela y Silvia prosiguen con su discusión conyugal y Raquel y Laura, qué remedio les queda, hablan la una con la otra con cara de circunstancias.

—Nos podíamos ir a casa, ¿no te parece? —me dice Esther al oído en un momento en el que deja de besarme.

—¿A tu casa o a la mía? —le pregunto yo. Aunque suene a chiste es una pregunta de lo más básica.

—A la mía. Vivo en Tirso. A menos que tú vivas aún más cerca…

Me echo a reír.

—Entonces a la tuya. Yo vivo un poco más lejos. Pero vamos a esperar un poco. Cuando nos acabemos la copa nos vamos.

Esther asiente con la cabeza y le da un buen trago a su copa, como queriendo acabarla cuanto antes. Yo miro disimuladamente hacia Ángela y Silvia justo a tiempo de ver cómo Silvia, con cara de redención, se acerca a Ángela para besarla. Mi amiga se resiste al principio pero al final acaba por ceder, si no la quisiera tanto ya la habría mandado a la mierda. Yo lo habría hecho. Cuando aparto la vista de ellas me fijo en Raquel y Laura. Ya no hablan, se limitan a permanecer quietas la una junto a la otra. Veo que Raquel está mirando hacia Silvia y Ángela. De repente aparta la mirada, se gira y le da un largo trago a su copa con expresión de fastidio. Nena, me parece que de momento no tienes nada que hacer. Ángela es mucha Ángela para ti.

—Yo ya me he acabado la copa —me sorprende la voz de Esther.

Miro hacia ella, que agita su vaso vacío frente a mí con una sonrisa picara. Miro el mío con casi la mitad de su contenido. Le doy un breve trago sin intención de apurarlo y lo dejo sobre una mesa.

—Vamos a despedirnos —le digo dirigiéndome ya hacia las demás.

Damos besos a diestro y siniestro. Cuando le llega el tumo a Ángela me mira de un modo que no sé cómo descifrar.

—Ya me contarás. Tú no pierdas la calma —le digo al oído.

—Sabes que nunca la pierdo —contesta resignada.

Al despedirme de Silvia estoy tentada de darle una colleja (que se la merece, por imbécil y por niñata) pero tan sólo le doy un par de golpes en el hombro más fuertes de lo debido.

—Sé buena —le digo únicamente para ver cómo sus ojos se convierten en dos alarmas chirriantes que casi se salen de sus órbitas.

Acabamos la ronda de las despedidas y nos vamos hacia el ropero para recoger nuestros abrigos. Salimos a la fría madrugada cogidas de la mano. El camino hasta casa de Esther, que en circunstancias normales no nos llevaría más de cinco minutos recorrerlo, nos supone casi veinte porque cada pocos pasos nos paramos para besarnos.

—Así no vamos a llegar nunca, cielo —le digo cuando ya estamos en Tirso de Molina.

Ella se ríe, tira de mí y casi echa a correr.

—Ya estamos llegando.

Nos paramos en un portal de Duque de Alba que seguramente conoció tiempos mejores. Esther mete una llave en la cerradura del gran portón de madera y entramos. Dentro huele a yeso húmedo y polvo acumulado. Pulsa un interruptor y una sucia bombilla, que pende tal cual de un cable, ilumina el espacio.

—Están de obras —me explica—. Estoy deseando que acaben ya…

—Ajá… —murmuro yo mientras la sigo en el ascenso de la vieja escalera de madera que, cómo no, chirría a cada peldaño, sintiéndome cada vez más ansiosa por desnudar a Esther.

Entramos en su apartamento. Pequeño, de una pieza, exceptuando una puerta cerrada que debe dar paso al baño. No está reformado por lo que es loable el esfuerzo que ha debido realizar Esther para conseguir que resulte tan acogedor. Los pocos muebles que hay (un sofá-cama, un armario, una mesa y una estantería donde está la televisión y algunos libros y cachivaches de lo más variopinto) tienen el inconfundible estilo de Ikea (auténtico templo de lo gay y ríete tú de Chueca). Ambas nos quitamos el abrigo. Después Esther va directa a abrir el sofá-cama. Le quita la funda que lo cubre y ante nosotras queda lista la superficie donde pienso retozar las próximas horas.

—Tú ponte cómoda, que es lo suyo —me dice—. Voy un momento al baño. Si quieres beber algo, mira a ver qué hay en la nevera.

Dicho esto desaparece por la puerta del baño cerrándola tras ella. Aprovechando su breve ausencia, me pongo a curiosear. Me acerco al mueble donde está la tele porque allí también está un pequeño equipo de música y unos treinta compactos apilados junto a él. Bien, veamos los gustos musicales de la chica. Al ver el primer compacto se dibuja una mueca de espanto en mi rostro. Camela. Cojo otro. Camela también. Y otro. Y otro más. ¡Ja! Y yo que pensaba que esta gente sacaba el mismo disco año tras año. Tras unos cinco de Camela la cosa cambia. Le toca el turno a los… ¡Calaitos! Madre mía, ¿de dónde ha salido esta niña? Pero la cosa no acaba aquí, no. Junco, Ana Reverte, Siempre así, Isabel Pantoja, un par de Julio Iglesias, Lolita… Ay, espera, debajo de todos parece que… Sí. Consigo sacarlo, aquí está, un poco sucio de polvo y también seguramente de olvido el Daybreaker de Beth Orton. Lo miro con asombro, como si no me lo creyera, preguntándome qué demonios hace la pobre Beth Orton entre semejante homenaje a la horterada. Justo en ese momento sale Esther del baño.

—¿Te gusta Beth Orton? —pregunto temerosa, con la vana esperanza de que su verdadera colección de discos esté escondida y tenga esta a la vista como anzuelo para amigos gorrones y saqueadores de colecciones ajenas.

—¿Quién? —pregunta ella Cándida acercándose a mí. Le muestro el CD—. ¡Ah, esa! Me lo regaló Bea, mi ex. No me hizo mucha gracia, la verdad.

Dejo el disco en su sitio meneando la cabeza. Bueno, al menos una de las dos tenía buen gusto. Me alejo de los discos a instancias de Esther, que tira de mí hacia la cama. La miro a los ojos mientras la beso y decido olvidarme de los discos que posee. Al fin y al cabo, qué importancia puede tener eso. Nadie es perfecto. Además, siempre se puede intentar que amplíe sus gustos… Me centro en lo que tengo entre manos que no es otra cosa que su camiseta de Only Women. Se la quito con presteza y estoy a punto de hacer que el sujetador siga el mismo camino cuando ella me pone un dedo sobre los labios, deteniéndome.

—Espera —susurra—. Voy a poner algo de música.

Sin poder creerlo veo cómo se levanta de mi lado. El vello de mis brazos se eriza. Los ojos se me salen de las cuencas como si fuera un dibujo animado. ¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡No hace falta que pongas música! Si estamos muy bien así, ¿no? Venga, vuelve a la cama conmigo, no querrás que me dé el bajón, ¿verdad?, serían las palabras que pronunciaría ahora mismo si no tuviera un nudo en el estómago. Pero lo único que sale de mi garganta en un hilillo de voz es:

—Bueno, vale.

Ella rebusca entre sus discos y yo hago recuento mental de ellos, sopesando si será más soportable escuchar a Julio Iglesias o a la Pantoja. Pero, por favor, ¡que no ponga a Camela! Finalmente parece encontrar algo que le agrada. Me enseña la portada del disco de Lolita.

—¿Te gusta? Es muy tranquilito…

Gemido asertivo y sonrisa de circunstancias por toda respuesta. ¿Es que acaso tengo otra opción? Con lo bonito que es el disco de Beth Orton…

Se pelea durante un momento con el equipo de música (se podía joder el lector ahora mismo, ¿no? Eso sí que sería divina providencia) y enseguida el disco de Lolita comienza su andadura hacia mis tímpanos. Intento bloquear el camino y que las notas no alcancen el cerebro… De verdad, ¿era mucho pedir una chica mona con gustos musicales normales? Me hubiera dado igual si sólo tuviera discos de música clásica o la discografía completa de K. D. Lang, Ani DiFranco o las Indigo Girls. Incluso si fuese fan incondicional de algún triunfito. Preferiría mil veces a Chenoa que a Lolita. Pero no. Y a ver cómo consigue ponerme a tono con la voz grave de Lolita como fondo…

Vuelve a la cama conmigo. La miro indefensa. ¿Por qué me haces esto, cielo? Con lo mona que eres… Ojalá se vaya la luz, se raye el disco, se joda el lector… Cualquier cosa con tal de que pare la música. Francamente, lo único que quiero oír ahora es el chirrido de los muelles del colchón.

Un par de canciones después parece que el bloqueo auditivo que me he autoimpuesto empieza a surtir efecto y mi cuerpo responde muy positivamente a las filigranas que Esther hace sobre, en y dentro de él.

Y la cosa mejora, no cabe duda. Esther resulta ser mucho mejor en la cama de lo que son sus gustos musicales. Sus caricias pronto consiguen que me olvide de la música que suena de fondo. Sabe lo que hace. Me lleva al límite para luego frenar y aumentar mi deseo. Me dejo llevar por su juego, me dejo enloquecer por sus besos, dejo que retrase el placer hasta que creo que no puedo aguantar más. Y creo que ya no aguanto más. Y noto que el orgasmo se va acercando con furia. Y Esther lo nota. Y no lo retarda más. Intensifica el ritmo. Voy notando cómo llega. Sí, ya está. Ya viene. Y entonces llega. Un orgasmo estruendoso, intenso, fuerte, muy fuerte, vehemente. Y es en ese momento cuando mis oídos dejan paso a lo que llevaba tiempo negándome a escuchar. Y la voz de Lolita empieza a cantar una nueva canción: Sarandonga, nos vamó a comé, Sarandonga, un arró con bacalao

Y los gemidos se me atragantan con una profunda carcajada que a punto está de conseguir que me ahogue. Las convulsiones del orgasmo se van extinguiendo mientras la rumbita de la hija de la Faraona va llenando la estancia. Esther cae sobre mí escondiendo la cabeza en mi cuello, besándome de nuevo por él, ajena a la sonrisa que se dibuja en mi rostro, mezcla de éxtasis e incredulidad ante el momento tan surrealista que acabo de vivir. Ahora solamente espero no echarme a reír estrepitosamente si se le ocurre preguntarme si me ha gustado.