La navidad está a la vuelta de la esquina y la única razón por la que lo agradezco es que ya han dado comienzo mis quince días de vacaciones invernales (bueno, gracias al puente de Reyes se han convertido en dieciocho). Y antes de verme envuelta en el maremagnum de cenas y comidas, fiestas, regalos y borracheras que me espera, mato el tiempo organizando un poco mi casa, que buena falta le hacía. Tras haber pasado el domingo fregona y bayeta en mano ha llegado la hora de relajarme un poco. Y como hace mucho que no escribo en mi blog, no veo mejor momento que este para ponerme manos a la obra.
Domingo, 21 de diciembre
Unos pequeños consejos
Últimamente varias amigas han venido a mí para contarme que las que hasta ahora eran sus fantásticas y maravillosas novias, las han abandonado vilmente a las puertas de estas dichosas fechas que al ciudadano medio tan poca gracia le hace pasar en soledad. Como mi experiencia en rupturas me daría para escribir varios libros de autoayuda (que aunque algunas no lo crean, hubo un tiempo en que a mí también me dejaban), he decidido sintetizar mis conocimientos en diez prácticos puntos que espero os sean de ayuda si en algún momento os veis en ese fatídico brete de ver cómo la niña de vuestros ojos se convierte en un grano en el culo y de los gordos (esto también sirve para hombres gays y heteros de ambos sexos, que luego no digan que soy separatista, sólo hay que saber aplicar las enseñanzas al caso particular de cad@ un@). Así que ahí van:
Qué hacer cuando te dejan y la cosa
ha acabado como el rosario de la aurora
1. Rastrea tu casa en busca de cualquier objeto que tenga que ver con tu ex. Desde el cepillo de dientes hasta la taza donde se tomaba el café pasando por cualquier CD, película, libro o revista que te haya prestado.
2. Haz recuento mental de las cosas tuyas que pueda haber en su casa y que te apetezca recuperar. Pídeselas sin olvidarte de ninguna y que te las traiga cuando quedes con ella para devolverle sus mierdas.
3. Cuando vuelvas a casa, si tienes fotos de ella o con ella, tíralas junto con los negativos. Si eres incapaz de tirarlas, júntalas todas, mételas en una caja y guárdala en el rincón más oscuro de tu armario. Con los regalos actúa del mismo modo.
4. Si tenéis amigos en común, deja de frecuentarlos por un tiempo. Si los conociste a través de ella, olvídate de ellos, son sus amigos y para ellos ahora tú eres la enemiga. Si ya los conocías antes de estar con ella y te dan la espalda tras la ruptura, olvídate también de ellos. Aunque digan ser neutrales, no lo son y ya han tomado partido por un bando que, obviamente, no es el tuyo.
5. Ni se te ocurra sintonizar emisoras tipo Kiss FM. Alguna de las innumerables Leyes de Murphy hará que enlacen Mujer contra mujer con el Si tú no estás aquí de Rosana para acabar con esa romanticona canción que escuchabais en vuestros mejores momentos (juro que esto es verídico).
6. Apaga la radio y aficiónate al hip hop más duro y combativo. Aunque no entiendas la letra, tararéala como si lo hicieras y empieza a acostumbrarte a ese tono rabioso y cortante con el que te dirigirás a tu ex si tienes la mala fortuna de encontrártela cuando salgas por ahí (que lo harás, no lo dudes ni por un momento, te la encontrarás cuando y donde menos te lo esperes).
7. Si te sirve de desahogo, escríbele cartas para desfogarte. En tu mano queda si se las haces llegar o no. Si se las envías debes saber que, por regla general, las ex suelen limpiarse el culo con ellas (o en su defecto, marcan tu dirección de e-mail en la opción de correo electrónico no deseado, con lo cual es posible que ni siquiera lleguen a saber que se las has enviado).
8. Si hay alguna canción especialmente significativa que tenga connotaciones que te lleven a recordar irremediablemente a tu ex (como, por ejemplo, esa que te pondrán en Kiss FM después de las de Mecano y Rosana), ponía en el lector de CD’s en función repeat para escucharla una y otra vez hasta que pierda el sentido que le habías otorgado. Aunque te parezca un acto de masoquismo extremo, después de haber oído quinientas veces seguidas el Quelqu’un m’a dit de Carla Bruni te aseguro que dejarás de recordar los polvos que echabas con tu novia escuchando esa canción y sólo te acordarás del anuncio de Nescafé (juro que esto es verídico también).
9. Si el ánimo te lo permite, sal de caza cuanto antes y enróllate con la que te parezca más mona y menos te recuerde a tu ex. No hay nada más frustrante que ver cómo esa zorra ya ha encontrado a alguien con quien sustituirte cuando tú aún te estás lamiendo las heridas (y si te acuestas con ella, evita cualquier fondo musical para así saltarte los puntos 5 y 8 la próxima vez).
10. Y recuerda para la próxima vez que hay tías por las que no hay que luchar y que no merecen que intentes arreglar las cosas. Así que acostúmbrate a mandarlas a paseo en cuanto percibas dos o tres salidas de tono, que para jugar ya está la Playstation.
Tras colgar la nota me meto en el chat para pasar un poco el rato, que yo el punto número nueve lo cumplo a rajatabla. Y es que una nunca sabe cuándo va a hacer nuevas amistades…
Supongo que muchas os estaréis preguntando qué pasó en la tan cacareada fiesta que organicé con motivo de mi treinta cumpleaños. La razón por la que no he comentado nada es porque, por una vez (y ojalá sirviera de precedente), no ocurrió nada reseñable (y cuando digo reseñable me refiero a algo raro, surrealista o esperpéntico). Todo fue como la seda. Vino todo el mundo, reímos mucho, bailamos mucho y bebimos mucho. Y para rematar la noche, aunque ya se acercaba el mediodía, regresé a mi casa muy bien acompañada por una guapísima chica llamada Irene que me abordó mientras bailaba susurrándome al oído: «Si te mueves en la cama como en la pista de baile no quiero estar muy lejos cuando te vayas a acostar» al tiempo que lanzaba una mirada que dejaba claro que no me estaba vacilando. De piedra que me dejó, oye (nos ha jodido, la mayoría de las veces suelo ser yo la que suelta descaradas frasecitas para trastear a las que me gustan). Y, vaya, que si yo bailo bien, ella era una consumada bailarina…
Además, fue uno de esos ligues perfectos que tanto me gustan. Nos pasamos el domingo en la cama, buena música de fondo, comida a domicilio cuando teníamos hambre y algún sueñecito de vez en cuando, que no todo va a ser comer y… comer.
El lunes a primera hora, cuando nos levantamos para irnos a nuestros respectivos trabajos, se despidió de mí con un resuelto «Ya nos veremos» exento de culpabilidad por no querer prolongar el (buen) rollo más allá del fin de semana. Eso me gustó. Que también hay veces que hace falta darle una alegría al cuerpo sin necesidad de hacer la petición de mano después.
Así que mi llegada al primero de los «Tas» (¿los «tas»?, ¿los «tas»?, ¿qué coño es un «ta»? Pues, pequeñuelas, un «ta» es cuando ya empiezas a entrar en eso que llaman madurez y cuando cualquier año que cumplas acaba en «ta». Para ser más exacta, de los treinta a los noventa) transcurrió por la puerta grande y sin asomo de depresión por dejar la veintena atrás. Con las ganas que tenía yo de llegar por aquello de que es la edad en que la mujer disfruta más del sexo…
En circunstancias normales a estas alturas ya estaría en la Patagonia, por lo menos. Sin embargo llevo ya unos añitos resistiéndome a cenar con la familia en Nochebuena amparándome en las más variadas y estrambóticas excusas: «Sí, mamá, me tengo que quedar hasta tarde en la oficina porque tenemos una presentación muy importante el día veintiocho»; así que esta vez me he quedado sin escapatoria posible. Y como soy una hija modelo (ejem… para notar la ironía subyacente tendrías que verme la cara ahora, como eso no es factible en una novela, podéis imaginárosla libremente, os doy permiso), he llegado al hogar familiar a eso de las seis de la tarde dispuesta a ayudar a mi madre a preparar la cena y todo lo que haga falta.
El hogar familiar se halla sito en Miraflores de la Sierra desde que, tras la jubilación de mi padre, la segunda residencia se convirtiera en principal y nuestro piso de la calle Hermosilla fuera convenientemente alquilado a un precio exorbitante (sí, vale, llamadme pija si queréis pero yo no tengo la culpa de haber nacido en una familia con una cuenta corriente saneada y abundante. De todas formas, yo me fui de casa a los diecinueve años y me pagué la carrera con el sudorcito de mi frente, así que de hija de papá ná de ná, ¡eh!). La distancia que lo separa de la capital es la causante de que esta noche me quede a dormir y haya declinado varias propuestas de salir a tomar una copa tras la cena para disolver el cordero y los langostinos que anegarán mi estómago antes de la medianoche. Y ya que me quedo a dormir, mi madre ha decidido por mí que también me quedaré aquí el día de Navidad, puesto que vienen mis tíos y una horda de primos y primas prepúberes que aún no han tenido los redaños suficientes para plantarles cara a sus padres y desentenderse de las reuniones familiares. Así que hasta el día veintiséis, por lo menos, no podré volver a la civilización y al anonimato de mi querida ciudad.
Para más inri mi hermano ha decidido que sea esta mágica noche la indicada para presentar en familia a su nueva novia. Novia con la que creo que no lleva todavía ni seis meses pero que ya es lo suficientemente formal como para merecer la distinción de ser presentada a los futuros suegros. Mis padres nunca parecen recordar que a sus treinta y cinco añitos mi hermano Samuel ya ha presentado a no menos de media docena de novias y que ninguna le ha durado más de unos pocos meses tras la presentación en sociedad.
Como es un tema que me toca bastante las narices, mientras pico la lombarda para la ensalada y mi madre observa distraída los progresos de la pierna de cordero a través del cristal del horno, decido soltar alguna puyita así como quien no quiere la cosa.
—A ver cuándo puedo yo traer a alguien a cenar a casa, que también soy hija vuestra… —digo sin levantar la vista de la lombarda, con un tono de completa inocencia.
—Cariño —me responde mi madre en el mismo tono—, sabes que puedes hacerlo cuando quieras. Pero como nunca te hemos conocido una pareja estable…
Alzo la vista llena de estupor.
—¡Mamá! —exclamo—. Estuve cuatro años con Olga. Vivíamos juntas, ¿no te parece suficiente estabilidad?
—Ruth, cielo, no sabíamos que era tu pareja —me dice mi madre con una mirada llena de candor—. Si alguna vez nos hubieras dicho que era algo más que tu compañera de piso yo misma la habría invitado a casa de mil amores.
Se me queda la boca abierta como si fuera a protestar pero enseguida noto que me he puesto roja como un tomate y, avergonzada, vuelvo a bajar la cabeza hacia la lombarda. Eso es algo que odio de las madres. Da igual los años que tengas, siempre consiguen pillarte en un renuncio. Y sí, es cierto, durante todo el tiempo que estuve con Olga siempre les dije a mis padres que era mi compañera de piso lo cual no implica que mis padres no se dieran cuenta de lo que ocurría aunque, como es obvio, se hacían los tontos y pasaban por alto el hecho de que el que debía ser mi cuarto estuviera siempre atiborrado de trastos y de ropa sin planchar y que apenas albergaba algún vestigio de que allí durmiera alguien todas las noches.
La verdad es que si no se lo dije fue más por una cuestión de orgullo que por temor a que me dieran la espalda. Mis padres siempre han ido de progres. Se han enorgullecido de haber sido miembros del partido comunista en su juventud y de no ser bien vistos por sus convicciones políticas en un ambiente tan tradicional y conservador como el que se respira en el barrio de Salamanca. Una hija lesbiana tan sólo les hubiera servido para consolidar su imagen de liberales de cara a la galería. Y yo no estaba dispuesta a darles tan retorcida satisfacción.
Mis temores se vieron confirmados cuando, tras la ruptura con Olga, me convertí en un alma en pena. Un alma en pena que, además, se quedó en la calle de la noche a la mañana porque la zorra de Olga me dio veinticuatro horas para sacar mi culo y mis mierdas de su piso. Un alma en pena que, por primera vez en su vida, buscó los brazos de su madre para llorar a gusto. Como ya me suponía, mi madre, lejos de poner el grito en el cielo, me consoló amorosamente y actuó del mismo modo que si mi ruptura hubiera sido con el hijo de un matrimonio amigo suyo al que, desde la adolescencia, intentaron meterme, sin éxito, por los ojos. Y, para colmo, sé que a partir de entonces mi madre ha sido capaz de hablar sin pudor ni rubor alguno del tema con sus amigas. A veces me la imagino tomando el café con alguna de esas marujas estiradas a las que a veces frecuenta y diciendo: «Pues sí, Ruth está saliendo con una chica muy guapa y muy inteligente. Se dedica a la medicina, ¿sabéis? Dicen que se van a ir a vivir juntas. A ver si es verdad y por fin esta hija mía sienta de una vez la cabeza», ajena a la incomodidad de sus interlocutoras, que desvían las miradas y se refugian del comentario dando pequeños sorbos a sus capuchinos. La leche, oye, mi madre es la leche.
En cuanto a los hombres de la familia, mi padre es al único al que a veces le resulta embarazoso hablar de ello. Nunca me pregunta a mí directamente sino que espera a que yo ponga al día a mi madre y que esta le haga un informe detallado de mis últimas andanzas. En cambio mi hermano se lo toma a guasa. Le parece como muy divertido lo de tener una hermana bollera con la que hablar de mujeres. Cada vez que coincidimos es raro que no me llame la atención para preguntarme mi opinión acerca del sex-appeal de cualquier tía que merodee cerca de nosotros. No en vano fue el primero en saber de mis gustos y no porque yo se lo confesara en un arrebato de sinceridad fraternal sino porque me pilló en la cama con una chica.
Fue el verano anterior a mi primer curso en la universidad, cuando aún vivía en la casa familiar. Mis padres estaban fuera de Madrid, no recuerdo muy bien dónde, y mi hermano había subido a la casa de Miraflores para pasar el fin de semana con algunos compañeros de facultad. Yo, por mi parte, había aprovechado la ausencia de unos y otros para montarme mi propio fin de semana a lo nueve semanas y media con la medio novia que tenía en aquella época. Y entonces, lo típico, mi hermano que vuelve antes de lo previsto y yo que, enfrascada en juegos sexuales que acaparan toda mi atención, no lo oigo entrar. Él, intrigado por mis gritos y pensando quizá que me pasaba algo, abre la puerta de mi cuarto de sopetón. Yo no había echado el pestillo. No pensé que fuera necesario.
No es que nos encontrara a las dos en la cama de charla íntima, besándonos y haciéndonos arrumacos. Eso hubiera sido muy light. El cuadro que se encontró tras la puerta de roble macizo de nuestra casa de la calle Hermosilla era más digno de una película porno de lesbianas dirigida a un público masculino y heterosexual que de los quehaceres dominicales de una futura estudiante de publicidad. Las dos desnudas sobre mi cama, la cabeza de mi novia enterrada entre mis piernas mientras yo agarraba su pelo con una mano y con la otra me acariciaba los pechos. Creo que me estaba corriendo cuando él entró. Fue visto y no visto. Con la misma rapidez con la que abrió, cerró la puerta. Cuando mi novia alzó la cabeza para averiguar qué ocurría se la encontró ya cerrada.
Y a partir de entonces mi hermano se dirigió a mí como si yo fuera alguno de esos amigotes suyos que babean cantidades industriales de saliva ante cualquier espécimen femenino que se encuentre en un radio de cinco kilómetros. Un día le paré los pies y le expliqué que las lesbianas NO éramos tíos dentro de un cuerpo de mujer y que NO me hacía gracia que me hablara en según qué términos. No dejó de hacerlo pero al menos cambio las formas. Y así hasta ahora.
La mesa hace rato que está dispuesta y mi hermano, para no faltar a las buenas costumbres, aún no se ha dignado a aparecer. Su móvil da señal pero él no responde, así que suponemos que estará conduciendo de camino hacia aquí. Desde la televisión encendida, el Rey nos da su sempiterno discursito de todos los años y mi padre finge escucharlo con atención porque siempre le ha considerado «un rey republicano», pese a que siempre he pensado que esa definición se contradice en sí misma.
El timbre de la puerta suena cuando yo estoy en la cocina acabando de colocar unos enormes langostinos imitantes en una fuente. A lo lejos oigo una barahúnda de voces entre las que reconozco el tono jovial que mi hermano siempre emplea para restarle importancia a sus faltas. Oigo también a mi madre decir la socorrida frase de «por fin te conocemos, con todo lo que Samuel nos ha hablado de ti». Agarro la bandeja con las dos manos y salgo de la cocina. Siempre me ha gustado dar la impresión a las novias de mi hermano de que tengo cosas mucho más importantes en las que ocupar mi tiempo que esperar tras la puerta a que hagan su aparición en escena. Y esta no va a ser la excepción.
Entro en el salón casi al mismo tiempo que ellos y si no tiro la bandeja de langostinos imitantes al suelo es porque en el momento en que mis ojos reparan en la fémina que acompaña a mi hermano la estoy dejando sobre la mesa. Durante unos segundos los ojos se me quedan clavados en ella y no puedo ni moverme. Mi hermano, divertido como siempre, intenta sacarme del letargo llamando mi atención.
—¡Ruth! ¡No te quedes ahí, mujer! ¡Ven que te presento a Irene!
Sí, lo habéis adivinado. El hecho de que la novia de mi hermano y mi ligue de cumpleaños compartan el mismo nombre no es una cuestión de casualidad. Porque no sólo es que compartan nombre sino que, mira tú por dónde, comparten también el cuerpo y la mirada retadora con la que Irene me está observando ahora mismo. ¿Se atreverá a decir que ya nos conocemos? Porque yo, por mi parte, me pienso hacer la tonta como nunca en la vida.
—Irene —le dice mi hermano a su novia—, esta es mi hermana Ruth.
—Encantada —dice ella mientras me da dos besos y un apretón en el costado que pasa inadvertido para todos los presentes excepto para mí, claro está—. Vaya, tienen ustedes unos hijos la mar de guapos —exclama sonriéndole a mis padres.
—¡Irene, por favor! —la reprende mi madre—. No nos llames de usted. Tú como si estuvieras en tu casa…
Tendrá jeta, la tía… Ni yo me atrevería a tener semejante descaro en una situación como esta.
—Bueno, bueno, vamos a sentarnos que la cena ya está casi lista —resuelve mi madre dándonos palmaditas en la espalda y reuniéndonos en torno a la mesa.
Nos sentamos. Mis padres, uno en cada extremo, la parejita feliz en uno de los laterales, ella al lado de mi madre y él al lado de mi padre. Y yo, qué remedio, solita en el otro lateral, también al lado de mi madre y —¡horror!— frente a Irene, que no deja de lanzarme enigmáticas miradas.
Un sudor frío comienza a recorrerme la espina dorsal. No sé por qué, pero intuyo que ahora que Irene ha descubierto quién es la hermana de su novio, va a intentar por todos los medios ponerme nerviosa.
Por suerte y pese a mis temores, la cena transcurre con normalidad. Con toda la normalidad que puede haber en una reunión familiar en la que la novia del hijo mayor ha compartido cama también con la hija pequeña y en la que las únicas que están al corriente son justamente ellas dos. O lo que viene a ser lo mismo, la incomodidad que me domina ha hecho desaparecer mi verborrea y todas las preguntas capciosas que suelo elaborar para demostrar la poca inteligencia de las bobas acompañantes de mi hermano. Presiento que si lo hiciera con Irene tendría que ser yo la que agachara las orejas y tuviera que salir del salón con el rabo entre las piernas en busca de un entorno menos beligerante.
Tras los postres y ante la negativa de mis padres —dos exfumadores recalcitrantes e insoportables con todo lo que tenga que ver con los humos de los cigarrillos y los efectos perniciosos del tabaco— de permitir que absolutamente nadie fume bajo su techo, saco mi paquete del bolso y me escabullo al jardín para calmar el mono y, de paso, a ver si también calmo un poco mis nervios. Estoy encendiendo mi cilindrito de nicotina, alquitrán, amoniaco y demás sustancias cancerígenas cuando veo que Samuel abre la puerta corredera del salón y viene a reunirse conmigo para darle al vicio en compañía. Y para petardear de su nueva novia, que ya me lo conozco.
—¡Coño, que frío! —exclama poniéndose el cigarrillo en los labios y pidiéndome fuego por señas.
—Es lo que tiene el mes de diciembre, hermanito, los termómetros suelen bajar.
Samuel da una profunda calada a su cigarro y luego me lanza una amplia sonrisa.
—Bueno, ¿qué?
—¿Qué de qué?
—¿Qué te parece Irene, mujer, qué va a ser? Está buena, ¿verdad?
—Pssssé —murmuro desviando la mirada de los ojos de mi hermano y dando una nueva calada.
—¡Ohg, venga! No te me hagas la indiferente ahora que ya he visto la cara que has puesto al verla. Que casi se te salen los ojos de las órbitas, hermanita.
—Me recordaba a alguien —replico aún sin mirarle.
—Ya, ya… —dice él incrédulo y con esa media sonrisa socarrona tan característica de los hombres de mi familia—. Pero ¿a que está buena?
—Que sí, pesado —accedo de mala gana. Exhalo el humo y me armo de valor para mirarle a los ojos—. ¿Y qué? ¿Vais muy en serio?
Samuel toma aire y se mete las manos en los bolsillos, el cigarrillo pendiéndole de los labios. Alza las cejas en la típica expresión de «así están las cosas».
—Pues la verdad es que sí. Incluso hemos empezado a mirar pisos para irnos a vivir juntos de aquí a unos meses.
No me lo puedo creer. El cazador cazado. Mira que mi hermano ha estado con tías, pero con ninguna se había planteado jamás la convivencia. Y tenía que ser justamente con esta. Y esta, como adivinando que estamos hablando de ella y poco dispuesta a que yo le descubra a mi hermano aspectos suyos que no le interesa que se sepan, hace su aparición en escena.
—Dame un cigarrito, cielo —le pide a mi hermano rodeándole la cintura con el brazo.
—Me he dejado el paquete dentro, cariño —le dice Samuel dándole un breve beso en los labios—. ¿Tienes tú, Ruth?
Le tiendo a Irene mi paquete abierto. Ella saca un cigarrillo con lentitud y parsimonia sin dejar de mirarme a los ojos. Se lo lleva a los labios y espera a que yo se lo encienda.
—Gracias, Ruth —me dice tras exhalar el humo—. Y bueno, ¿tú no tienes algún noviete al que traer a la cena de Nochebuena?
Su descaro parece no conocer límites. Estoy segura de que mi hermano le ha debido de contar que me gustan las mujeres. A él, al igual que a mis padres, le encanta dar muestras de su carácter abierto y liberal.
—Como mucho alguna novieta —le contesto sin ambages—. Soy lesbiana. Pensé que Samuel te lo habría dicho.
Mi hermano me mira confundido y luego mira aún más confundido a su novia.
—Si ya te lo había dicho, cariño, ¿no te acuerdas?
Ella se hace la tonta.
—¡Ay! Pues me lo habrás dicho pero no me acordaba… Bueno, da igual, ¿no hay alguna chavalilla por ahí que te haga tilín?
¿Alguna chavalilla que me haga tilín? ¿Esta se piensa que estamos en el patio del colegio o qué?
—Alguna hay, claro. Nada serio. Llevamos sólo un par de semanas, todavía nos estamos conociendo.
—¡Qué bien, Ruth! —exclama mi hermano—. Pues podíamos quedar alguna noche los cuatro a cenar o tomar una copichuela o algo.
—Ya veremos —le digo tajante apagando el cigarrillo con el pie—. Yo me voy para adentro, que tengo frío.
Y dicho esto dejo a los dos tortolitos con la palabra en la boca. Me está empezando a hervir la sangre.
A eso de las tres, cuando el cordero y los langostinos andan ya por el intestino delgado y el estómago se esfuerza por disolver turrones y mazapanes con la inestimable ayuda del gaitero de la sidra (nunca me ha entusiasmado el champán ni el cava), mi madre decide que ya es hora de que la familia se vaya a dormir. Y, de paso, también decide que la novia de Samuel, lejos de dormir con él en la pequeña cama de noventa de su antiguo dormitorio, dormirá en la que era mi habitación, que para eso tiene una cama-nido. Y es que, por muy liberales que sean mis padres, también tienen su límite y una cosa es que la posible nuera se siente a la mesa en la cena de Nochebuena y otra muy distinta permitir que se dé el revolcón con su hijo estando ellos bajo el mismo techo cuando la relación aún no tiene la longevidad necesaria para que ellos se la tomen realmente en serio.
Si fuera un perro, al oír a mi madre darme la noticia se me habría erizado el pelo del lomo y habría enseñado los dientes. Si fuera un gato, habría bufado y sacado las uñas. Como, lamentablemente, tan sólo soy un ser humano constreñido por las normas de la sociedad, me he limitado a asentir y encogerme de hombros aunque maldita la gracia que me hace tener que compartir mi espacio vital nocturno con semejante espécimen.
Me encierro en el cuarto de baño con celeridad para ponerme el pijama (pijama que no suelo ponerme pero que en estas circunstancias agradezco haber traído), lavarme los dientes y vaciar mi castigada vejiga. Al salir, le doy un beso de buenas noches a mi madre que deambula por el pasillo y, puesto que mi padre ya está acostado, me voy a paso rápido hasta mi habitación. Desde allí escucho en la habitación de al lado cómo mi hermano y su novia se despiden con sonoros besos. Para cuando Irene entra en la habitación, me encuentra ya metida en la cama y arropada hasta el pecho. Ella, lejos de mostrarse pudorosa por encontrarse en casa de sus suegros, se ha puesto tan sólo una vieja camiseta de mi hermano que deja muy poco a la imaginación. En el supuesto de que necesitara echar mano de ella para saber qué es lo que hay debajo, claro.
Irene me lanza una sonrisa felina tras cerrar la puerta tras de sí.
—¿Puedes encender la lamparita, por favor? —me pide sin moverse de donde está.
Me estiro hasta alcanzar el interruptor y justo cuando enciendo la pequeña lámpara, ella apaga la luz del techo. Una atmósfera tenue se adueña de la habitación mientras ella se dirige hacia mí. Por un momento temo que pretenda acercarse demasiado pero finalmente se termina sentando en el borde de la cama que le ha asignado mi madre. Aunque, eso sí, inclinándose en demasía hacia mí.
—Bueno, bueno, bueno… Qué sorpresa, ¿verdad, Ruth? —me dice susurrando al tiempo que se acaricia las rodillas.
—Para mí desde luego —contesto con acritud.
—No te pongas así, mujer. Mira el lado divertido de la situación.
—Pues para mí no tiene nada divertido. Y dudo que a Samuel le hiciera mucha gracia —le digo mirándola con dureza—. Por cierto, ¿le sueles poner los cuernos a menudo? ¿O me vas a decir que era la primera vez?
Irene menea la cabeza y se ríe por lo bajo.
—¿La primera vez que le pongo los cuernos o la primera vez que me acuesto con una mujer?
—Da igual. Me juego el cuello a que la respuesta será negativa en los dos casos.
Irene, tal y como me temía, se levanta de su cama y se sienta en el borde de la mía. Instintivamente, me echo hacia atrás hasta casi tocar la pared.
—Eso es lo que me gustó tanto de ti. Que eres muy directa. Y muy inteligente también. Aunque hoy te he notado un poco cohibida… ¿Qué te pasaba?
—¿A ti qué te parece? No todos los días me encuentro con que la novia de mi hermano también ha pasado por mi cama.
—Me parece que te está saliendo la vena estrecha, Ruth, cielo. No es para tanto —me dice empezando a inclinarse hacia mí.
—¡Ni estrecha ni leches! Y no me llames cielo.
—No te pongas así, Ruth. Pensaba que eras como yo. Que te gustaba el sexo sin compromiso, que eras una chica liberal —me susurra casi al oído mientras una de sus manos se mete bajo la ropa de cama y llega hasta mi pijama, intentando meterse también bajo él.
—Y lo soy —afirmo mientras busco su mano para evitar que llegue a un destino inequívoco que, contra mi voluntad, está empezando a animarse—. Pero no me gusta engañar a nadie y menos si ese alguien es mi hermano. Y, por favor, procura no volver a meter la mano bajo mi ropa.
Irene adopta una mueca de disgusto y se hace la ofendida.
—O sea que no quieres volver a acostarte conmigo, ¿es eso?
—Tú también eres muy inteligente —le digo mordaz.
—Pero ¿por qué? —pregunta en un tono casi infantil.
—A ver, bonita, por si no te ha quedado claro todavía. Primero, eres la novia de mi hermano, aunque si yo fuera él te mandaba a la mierda cuanto antes. Y teniendo en cuenta que eso no te ha impedido darte un garbeo por Chueca para echar una canita al aire, pues mira, ya no me caes muy bien precisamente. Segundo, tu novio, que es mi hermano, y mis padres están a escasos metros de aquí y, puesto que les hemos mantenido al margen de esta retorcida historia toda la noche, dejémosles que sigan en la ignorancia. Y tercero, por si no lo has oído o no lo has querido oír antes, ya estoy saliendo con alguien. Y yo, pendonear pendoneo mucho pero cuando estoy a gusto con alguien más allá de un polvo de fin de semana, no necesito ponerle los cuernos, a diferencia de ti.
—Así que era cierto lo de que estabas con alguien.
—Claro que era cierto. ¿O es que pensabas que te quería dar celos?
—Pues sí, lo pensaba —suspira—. ¿Y cómo se llama la afortunada?
—No creo que sea asunto tuyo pero si tanto te interesa, se llama Carmen.
—¿Carmen? —vuelve a suspirar mientras se levanta de la cama para volver a la suya—. Ya… Está claro que chicas como tú no están mucho tiempo solas.
Se mete en la cama en silencio. Yo aprovecho el lapso de silencio para apagar la luz, esperando que con la oscuridad se calme y me deje dormir.
La escucho revolverse en la cama hasta encontrar una postura cómoda. Sé que aún no ha dicho la última palabra y espero alerta a que su garganta emita el más leve sonido para responderla.
—Pues nada, Ruth, que duermas bien —hace una pausa—. Pero si cambias de idea, ya sabes cómo puedes localizarme.
—Procura esperar en un sofá cómodo, bonita —le respondo antes de darme la vuelta en la cama.