Por mucho que les pese a algunos, la noche de Halloween ya es de obligada celebración en estas tierras ibéricas tan amigas de los disfraces. Así que aquí nos tienes a Pilar y a mí, entregadas a la noble tarea de alterar nuestra personalidad durante las próximas horas. Se ha traído a mi casa una gran bolsa de Ikea en la que lleva su disfraz. Aún no ha querido decirme de qué se vestirá. Y eso que cuando le he abierto la puerta yo ya llevaba puesto mi disfraz. Pantalones de pinzas de corte masculino, camisa blanca, corbata y tirantes. En el respaldo de una silla descansaba una americana y sobre la mesa un sombrero negro de fieltro y una metralleta de juguete. Pese a tan aparentes pistas, Pilar adoptó una expresión extrañada.

—¿De qué coño vas, tía? —me espetó antes incluso de franquear la puerta.

—¿No se ve? —le pregunté yo sorprendida.

—Sí. De tío. Pero no entiendo dónde está la gracia.

—Voy de Clyde —aclaré.

Su cara fue suficientemente explícita. No tenía ni idea de lo que le estaba diciendo.

—Clyde. De Bonnie and Clyde, la película. Ya sabes, Warren Beatty, Faye Dunaway, gángsteres, metralletas… Esas cosas —le expliqué intentando que refrescara su memoria.

—Pues vale.

—Hija, que poca cultura cinematográfica tienes…

Después se metió en el cuarto de baño donde lleva encerrada más de quince minutos, tiempo en el que he mandado media docena de mensajes quedando con la gente en la puerta del Nike a medianoche. Cuando sale mi carcajada se escucha en todo el edificio.

—¿Vas a ir de monja? ¿Y para eso tanto misterio?

Pilar se lleva un dedo a los labios.

—De monja, sí. Pero una monja muy peculiar —dice alzando un pequeño neceser—. Falta el toque final: el maquillaje.

—Y supongo que seré yo quien tenga el honor de maquillarte, ¿no?

—Tu perspicacia aumenta con los años, cielo —me dice riendo y tendiéndome el neceser—. Voy a ser una monja siniestra así que procura esmerarte.

Me acerco a la cocina a por un par de banquetas y nos sentamos frente a frente. Comienzo a maquillarla sin dejar de reír.

—Deja de reírte, tía, que mi disfraz es más propio de Halloween, al menos yo daré miedo.

—Estate quieta, anda —le ordeno pintándole unas sombras moradas que le llegan hasta las cejas sobre una cara pálida a más no poder.

Pilar suspira y trata de moverse lo menos posible.

—Bueno —toma aire—. ¿Te cuento la última?

—¿La última de qué? —pregunto dibujándole unas descomunales ojeras alrededor de los ojos.

—La última tía con la que estuve, ¿qué coño va a ser? —espeta exasperada.

Sonrío temiéndome lo peor. Pilar es la única persona cuyas relaciones superan en surrealismo a las mías.

—Venga, sorpréndeme.

—Pues nada, el sábado cuando te dejamos nos metimos en el Escape…

—Para variar —la interrumpo.

—¡Cállate, coño! Pues eso, que estaba en el Escape, estas se habían ido ya y yo estaba haciendo tiempo para que abriera el metro y largarme a casa. Y en esas estoy pululando por allí, cuando me pongo a hablar con un grupo de gente…

—La clientela del Escape siempre tan amiga de hablar hasta con las paredes… —suspiro.

—¡Qué te calles! —vuelve a ordenarme Pilar—. Si yo te interrumpiera tanto cuando me cuentas algo me colgarías del palo mayor así que haz el favor de cerrar el pico y escucharme —me llevo los dedos a los labios y hago como que los cierro con una cremallera—. Gracias… Pues lo que te decía, que me pongo a hablar con esa gente y de repente, no sé muy bien cómo, estoy hablando con una de las chicas. Una chica muy normalita, no te creas, nada del otro jueves, pero ya sabes que a las cinco de la mañana ya tengo el listón por debajo del nivel del mar…

—Ya, ya… —digo mordiéndome la lengua para no hacer ningún otro comentario.

—Y nada, que me pongo a hablar con esta tía y yo ya toda envalentonada que me digo: «Venga, Piluca, que llevas mucho sin echar un polvo y esta tía es lo mejor que se te ha aparecido en meses». Total, que me lanzo y le planto un beso en los morros. Y la chica que se hace la tímida pero tampoco me rechaza.

—Razón de más para que sigas atacando.

—Claro. Entonces le digo que la invito a desayunar a mi casa. Y ella que se hace la remolona. Y yo que insisto e insisto. Entonces me dice que es que es de Ávila y que ha venido con una amiga hetero y que la amiga hetero se tiene que ir a las nueve para Ávila porque tiene el billete cerrado o no sé qué leches. Y yo que le pregunto que si ella también tiene que irse.

—¿Y?

—Me dice que no, que ella sólo compró el billete de ida. Y yo que pienso: «Bien, ahora únicamente queda deshacerse de la amiga».

—¿Y a todo esto la amiga qué decía?

—La amiga lo tenía más claro que ella. No hacía más que animarla a quedarse conmigo. Total, que al final dice que se queda pero que tenemos que acompañar a la amiguita a Chamartín a que coja el tren. Así que ahí nos ves a las tres que nos vamos para Chamarán. Y yo intentando meterle mano a la tía y la tía que se ponía como un tomate. Y cuando llegamos a la estación aún faltaba como media hora para que saliera el tren así que nos vamos a tomar un café. Café que pagué yo, todo hay que decirlo. Y la tía que vuelve a dudar.

Y la amiga que se la lleva aparte y veo cómo intenta convencerla.

—¿No hubiera sido más fácil liarte con la amiga? Parece que lo tenía más claro que la interesada.

—Ya te digo… Pues nada, nos bajamos al andén y despedimos a la amiga. Y como yo no tenía cuerpo para aguantar el trayecto en metro hasta casa, nos salimos fuera y nos pillamos un teki. Sin acordarme de que cobran la salida de estación. Doce eurazos que me costó la carrerita…

—Como se nota que coges pocos taxis, cariño —le digo dándole los últimos toques a su siniestro maquillaje—. Mírate a ver qué te parece.

Pilar se levanta y va hasta el baño para verse en el espejo. Yo la sigo. Aparte de la cara blanca, las sombras moradas y las ojeras, le he pintado unos labios también morados que son el doble de los suyos y en la frente le he dibujado una cruz invertida, una estrella de David y el triángulo rosa.

—¡Es total, tía! —exclama mirándose desde todos los ángulos—. Me encanta… Venga, ahora las uñas.

—¿Las uñas?

—Sí, uñas rojo sangre. Monja siniestra y putón.

Meneo la cabeza volviendo al salón. Saca el paquete de uñas postizas de la bolsa y me las tiende.

—Bueno y cuando llegáis a casa, ¿qué?

—Pues nada. Ya eran como las diez de la mañana y como yo la había invitado a desayunar y una es muy cumplida, me pongo a preparar café. Además, después del trajín de la noche, si no me tomaba otro café iba a caer redonda en la cama. Así que nada, nos tomamos el café las dos sentadas en el sofá y la tía cada vez más cortada. Y en cuanto nos acabamos el café, empiezo a atacar. Pero la tía como que me rechazaba. Y yo pensando: «A ver, tronca, te has ido con una desconocida a su casa, ¿qué es lo que pensabas que ibas a hacer? ¿Encaje de bolillos?».

—Oye, a lo mejor sólo quería tomarse un café en compañía —le digo con sorna.

—No me jodas, Ruth —me dice arrugando el morro—. El caso es que me la quedo mirando y le pregunto que qué pasa. Y alucina, tronca, va la tía y me dice que es virgen.

—¿Virgen? —pregunto extrañada.

—Sí, virgen. Veinticinco tacos y en su vida había estado con nadie, ni con chicos ni con chicas. Es más, yo era la primera persona a la que besaba en su vida.

No puedo evitar la carcajada.

—Joder, qué marrón…

—¿Marrón? No, marrón no. Marronazo. Pero bueno, me digo que no pasa nada, que no es la primera vez que me ocurre, y aunque me jode que siempre esperen a estar en mi casa para decírmelo, bueno, ¿qué le vamos a hacer? Así que me pongo en plan delicado y sensible. Y la tía que va entrando al trapo. ¡Y no veas de qué forma! Pasó de doncella virginal a amante desaforada en cuestión de décimas de segundo.

—Hija, compréndela, que eran muchos años de abstinencia…

—¡Y tanto! Creo que ha sido la tía que más rápidamente me ha quitado el sujetador… Bueno, el caso es que le digo que nos vayamos a la cama. Y allá que nos vamos. Y la tía ya completamente desatada. Cuando ya estábamos desnudas daba la sensación de que la tocase donde la tocase se corría como por ciencia infusa.

—Lo que te digo, que la abstinencia es muy mala…

—Pero espera, que ahora viene lo mejor… —me dice con una sonrisa enigmática que augura que lo que dirá superará a muchas de sus últimas historias.

—Miedo me das…

—Miedo me dio a mí, tía… Estábamos ya en plena faena, yo ahí trabajándola y la tía soltando unos gemidos que seguro que se oían al final de la calle, cuando de repente me suelta con una vocecita tremendamente inocente: «Oye… y… ¿ya lo estamos haciendo?».

Miro a Pilar un momento esperando que me diga que es una broma pero por su mirada veo que no. Mis carcajadas son tan fuertes que me hacen doblarme.

—¡No me jodas, tía! —exclamo con lágrimas en los ojos y sin dejar de reír.

—Como te lo estoy contando —dice frunciendo los labios con aire circunspecto—. Que si lo estábamos haciendo. Te juro que me dieron ganas de decirle: «No, bonita, lo estábamos haciendo, ya puedes ir cogiendo tus cosas y largarte a Ávila pero ya».

—Pero no lo hiciste, que te conozco.

—No, le di un beso para que se callara y traté de acabar pero ya estaba cansada y se me había bajado todo.

—Normal.

—Pero la cosa no acaba aquí.

—¡No jodas que hay más!

—Sí. Nos echamos a dormir y yo me quedé sopa enseguida. Y horas después cuando abro los ojos me la encuentro mirándome con esa mirada de devoción que tan nerviosa me pone.

—Hija, eras su primera chica, ¿cómo querías que te mirara?

—Y yo que le pregunto: «¿No has dormido?», y ella, Cándida e inocente, dice que no, que ha estado mirándome. ¡Tía! ¿Cuánto? ¿Cinco, seis horas viéndome sobar?

—Oye, a lo mejor es que tus ronquidos no la dejaban dormir.

—Muy graciosa, Ruth. Con ronquidos o sin ellos no me parece lógico. Pero bueno, nos levantamos y le digo que tengo que bajar a comprar tabaco y coca-cola para la resaca…

—Que a esas horas intuyo que sería monstruosa…

—Intuyes bien. Pues nada, nos bajamos y la tía que no tenía intención de largarse. Volvemos a casa y nos sentamos en el sofá y la tía diciéndome que fumo mucho y que bebo mucho y que ahora que estoy con ella no voy ni a fumar ni a beber sino que voy a estar todo el rato morreándola. Así me lo dice y se queda tan pancha. Y yo que la miro preguntándome de dónde habría sacado eso de «ahora que estás conmigo…».

—¿Pero tú qué haces para liarte con tías tan raras?

—Y yo qué sé, Ruth. Pues nada, la tía que no se da por vencida y empieza a meterme mano. Y yo cambiando los canales con el mando sin mirarla a ver si se daba por aludida. Pero ella nada. Y no va y me dice que si no me pone cachonda. Y yo que la miro, le digo que no de lo más borde y sigo cambiando los canales. Y ella, ahí, inasequible al desaliento.

—¿Y cómo conseguiste que se marchara?

—Diciéndole que estaba muy cansada y que tenía que dormir porque al día siguiente trabajaba. Así que por fin dice que se va, la acompaño hasta el metro y me vuelvo a casa suspirando tranquila. Y media hora después, cuando estaba cenando, va y me llama.

—¿Y para qué le diste tu número?

—Y yo qué sé, tía, porque no sé decir que no… —Se encoge de hombros—. Pues la tía me llamaba para decirme que ya estaba en Chamarán. Y yo que pienso: «Pues nada, ahora coge el tren que va a Ávila y lárgate».

—Joder, que tía más plasta, ¿no?

—¡Ja! Eso no es nada. Al día siguiente empezó a llamarme a las nueve y media y yo en el curro. Le quité el sonido al móvil pero me estuvo llamando toda la mañana cada quince minutos. Pero fijo, eh, cada quince minutos exactos. A la hora de comer lo dejó pero por la tarde, cuando llego a casa, vuelve a la carga y ya se lo cojo. «Menos mal, pensaba que no me lo querías coger» me dice. Y yo le digo que es que estaba en el trabajo y no podía coger el móvil.

—Mentirosa.

—Ya pero eso no lo sabe ella. El caso es que la tía empieza a contarme los planes que tiene para las dos para el próximo fin de semana, o sea para este. Y a mí que se me ponen los pelos de punta y le digo que no se precipite.

—Tú siempre tan sutil…

—¡Nos ha jodido! A esas alturas no tenía el más mínimo interés en volver a cruzarme con ella. Y la tía que me dice que es que ella quiere una relación y que si puede ser conmigo pues mejor. Y yo: «Pero es que yo no quiero una relación».

—Con ella.

—Exacto. Y ella seguía: «¿Y un rollito?». Y yo: «Tampoco». Y me suelta: «Ya, claro, tú eres como todas». Y yo pensando que a qué todas se refería si nunca había estado con nadie.

—Es que en el ambiente hay mujeres muuuuu malas —digo muriéndome de risa—. Tus uñas ya están, cielo.

Pilar se mira las uñas complacida.

—Bueno, ahora el toque final. En la bolsa hay un cinturón de castidad, ayúdame a ponérmelo.

—¿Un cinturón de castidad? —le pregunto extrañada.

—Sí, hija, no pongas esa cara, uno de esos cinturones de broma que venden en las tiendas de regalos, pónmelo por fuera.

—Pero si con el hábito no te lo voy a poder enganchar.

—Tú tranquila, deja la cadena colgando que todo está pensado.

Le pongo el cinturón de castidad alrededor de la cintura.

—Ahora busca en la bolsa un condón.

—¿Un condón? ¿Para qué quieres un condón?

—Tú cógelo y desenróllalo.

—¡Iiiiggggg! —exclamo abriendo el condón y sacándolo de la funda.

—Ahora átamelo al final de la cadena.

—La madre que te parió, tía.

Le ato como puedo el condón a la cadena del cinturón de castidad y luego me alejo de ella un poco para ver el resultado final.

—Ahora el último toque. En el fondo de la bolsa debe haber una matrícula.

—¿Una matrícula? Pero tía, ¿de qué vas? ¿De monja, de putón o de qué? —pregunto, cada vez más extrañada, sacando de la bolsa una placa de matrícula que pone Renault 21.

—No, de Sor Renault 21. Me la he encontrado en la calle cuando venía hacía aquí. ¿Tienes algún tipo de cuerda?

—Creo que tengo cuerda de tender en algún cajón de la cocina.

—Vale, servirá. Átame la matrícula a la espalda, en el cinturón del hábito.

Obedezco totalmente fascinada ante la inventiva de Pilar.

—Bueno, ¿qué te parece la historia? —me pregunta mientras se lo estoy atando.

—Tremenda. De verdad, Pilar, ¿qué haces para no dar con una tía normal? Estoy segura de que debe haber alguna por ahí…

—¿Y me lo preguntas a mí? Yo qué sé, está claro que no todas tenemos tu suerte.

—¿Tengo que recordarte el numerito que me montó Elena? Por no hablar de otras tantas.

—Ya, pero ahora no te puedes quejar, que tu sueca está un rato buena.

—Por cierto, que debe estar al llegar —digo mirando el reloj.

—¿Y ella de qué va?

—De Bonnie.

—¿De Bonnie?

—Claro, yo soy Clyde, ella Bonnie. Bonnie and Clyde —nada, que ella no lo coge—. Olvídalo, ya te dejaré la película.

El timbre del portal suena.

—Ahí tienes a tu sueca —dice Pilar—. Algún día me tienes que decir cómo te lo montas, que yo también quiero una novia como esa.

—Rebecca no es mi novia —respondo pulsando el botón del telefonillo para abrir—. Sólo es… un rollito.

—De otoño, ¿no? Porque aún queda mucho para primavera. Aún así, me voy a pedir una como ella para Reyes.

Abro la puerta del piso para que Rebecca no tenga que llamar cuando llegue.

—Tú misma —respondo encendiéndome un cigarrillo.

Rebecca aparece en el umbral de la puerta. Y va preciosa en su disfraz de Bonnie. El vestido que alquilamos le sienta de miedo y su cabello rubio hace que hasta se parezca a Faye Dunaway. Incluso ha encontrado medias con costuras. Un disfraz impecable. Me planta un beso en los morros en cuanto entra.

—¡Estás guapa! —luego duda—. ¿O guapo?

—Lo que tú quieras, cielo —le digo divertida volviendo a besarla. Luego Rebecca repara en Pilar y da un respingo.

—¿Y ella qué va? Es rara.

—Pertenezco a las Hermanas Calzaditas de las Heridas Sangrantes del Convento de Nuestra Señora de Guardalarraja, para servirla a Satán y a usted —le responde Pilar de tirón y haciendo una reverencia. Yo me doblo de risa pero Rebecca no parece comprender.

—¿Qué ella dice? —me pregunta extrañada.

—Nada, cielo, déjala, que la Pilar está de la olla.

—¿De la olla?

—Sí, cariño, chalada —le digo llevándome un dedo a la sien—. Bueno, venga, vámonos. Tú te dejas aquí todo esto, ¿no? —le pregunto a Pilar.

—Sí, claro. Ya vendré mañana a por todo.

—Pues venga, arreando, que a las doce nos esperan.

Salimos de la casa y llegamos hasta la calle.

—¿Pillamos un taxi o nos vamos andando? —les pregunto.

—¿Tú crees que un taxi se va parar con las pintas que llevamos?

—Con las pintas que llevas tú, chata —puntualizo—. Que Rebecca y yo vamos de lo más discreto.

—Será que ella va de lo más discreto porque tú, para ir de tío, te has pasado con el maquillaje.

—¿Es que nunca has oído que la mujer está más femenina cuando se viste de hombre? —respondo coqueta—. Venga, vamos andando, ya verás tú qué divertido va a ser desfilar por toda la calle Fuencarral hasta Chueca.

En el Nike nos esperan Juan, Dani, Cosme, María y mi tocaya Ruth. Ninguno de ellos va disfrazado por lo que, cuando nos ven llegar, las risas son generalizadas. A pesar del realismo de la imitación que Rebecca y yo hacemos de Bonnie y Clyde, la que se lleva todo los halagos es Pilar en su creación de monja putón. Ella, muy metida en su papel, sigue repitiendo la misma retahila acerca de su congregación. A pesar de todo, Juan se acerca a mí y me dice que estoy muy sexy.

—Y tu sueca es la bomba, cielo, cada vez te las buscas más guapas —añade susurrándome al oído.

—Es que una tiene buen gusto…

—Ya lleváis un mes, ¿no? —pregunta alzando las cejas con picardía.

—Sí, Juan, un mes pero no te hagas ilusiones, en febrero se las pira.

—Aún queda mucho para febrero…

—Sí, aún puedo conocer a otra que me guste más —le digo riendo y sacándole la lengua.

Pilar dice que se va dentro con Dani a pedir una copa. Yo le tiendo veinte euros y le digo que nos saquen a Rebecca y a mí dos vodkas con naranja. Me pongo a hablar con unos y con otros hasta que una voz a mi espalda me saca de mis tareas de relaciones públicas.

—¡Dichosos los ojos! —me dice esa voz, la cual reconozco demasiado bien.

Antes de darme media vuelta sé quién ha dicho eso. Reconocería esa voz aunque hubieran pasado mil años. Cuando la miro a los ojos me encuentro con una expresión socarrona. Olga. ¿Quién si no?

A ver, para las más despistadas, Olga es mi exnovia. La exnovia por excelencia para ser más exacta. La mujer con la que conviví cerca de cuatro años. La mujer con la que pensé que pasaría el resto de mi vida. La mujer que luego demostró que no tenía intención de pasar conmigo mucho más tiempo del que ella considerase necesario. Hace unos cinco años que rompimos, pero desde hace dos o tres hemos vuelto a dirigirnos la palabra. La verdad es que no sé muy bien para qué. Cada nuevo encuentro sólo es una lucha por demostrar a cual de las dos le van mejor las cosas. La miro y sonrío falsamente.

—Hola, Olga. ¿Qué? ¿Vas de Agatha Ruiz de la Prada, no? —le pregunto observando su disfraz, un body ajustado de color verde, una falda con vuelo del mismo color con dos enormes corazones rosa de porespan y el corto cabello de punta y teñido de rojo.

—Muy observadora, Ruth —me dice ella con sorna.

Miro a su novia, la omnipresente Eva, que no va disfrazada pero que aferra la mano de Olga como si temiera que alguien se la pudiera robar. La saludo con un movimiento de cabeza. Ella me corresponde del mismo modo.

—Muy original tu disfraz —me dice Olga—. Clyde, supongo. Y supongo también que la rubia es Bonnie —añade mirando a Rebecca e intuyendo que está conmigo.

—Tú también eres muy observadora —le respondo utilizando la misma dosis de ironía que ella—. Bueno, ¿qué tal te va todo?

—Bien, bien —responde ella escuetamente—. Sigo currando en lo de siempre y viviendo donde siempre. Todo bien. Aunque bueno… Hay algo más…

La miro con curiosidad. Ella se hace de rogar y se ríe.

—¿Qué es lo que pasa?

Olga me mira, luego mira a su novia, traga saliva y abre la boca para hablar.

—Estoy embarazada.

Se me abren los ojos como platos. Olga embarazada. Olga, la persona con menos instinto maternal que he conocido, esperando un hijo.

—Sí, ya sé que te sorprenderá pero ya sabes cómo son las cosas. Ya tengo treinta y cuatro años y eso empieza a ser una edad. Las cosas nos van bien y Eva y yo pensamos que era el mejor momento. Así que nada, dentro de unos meses tendremos un pequeñín revolucionando la casa…

La verdad es que no doy crédito a lo que estoy oyendo. Durante años escuché a Olga despotricar sobre las parejas de lesbianas que decidían tener descendencia. Argumentaba que si la sociedad nos había colocado en una posición en la que nos resultaba difícil casarnos y tener hijos, razón de más para dar las gracias y no tener que adaptarnos al modelo familiar hetero. Y ahora me viene con que está embarazada.

—Por inseminación, supongo —le espeto.

—¡Ruth! —exclama como si me reprendiera—. ¡Por Dios, no pensarás que voy a utilizar el método tradicional! Inseminación, claro. Donante anónimo y un montón de carísimos intentos.

—Bueno, pues enhorabuena, si es lo que queréis… —le digo con la más falsa de las sonrisas.

—¿Y tú qué? —me pregunta picara mirando hacia Rebecca—. ¿No te animas?

¿Esta tía se pincha nesquik o es que la gomina le ha llegado a las capas más profundas de su cerebro de mosquito?

—¡Yo no, por Dios! Todavía no me ha llegado el momento. Además, aún no he cumplido los treinta, todavía tengo tiempo —le recuerdo.

—Ya te llegará, con lo que te gustan a ti los niños…

—Sí, los de los demás, juegas con ellos un rato y luego se los llevan —le digo con ironía.

—¡Cómo eres, Ruth! —responde ella con falsedad. Noto que alguien está detrás de mí—. ¡Hola, Juan! ¿Qué tal estás? —pregunta ella antes de que me haya dado tiempo a girarme.

—Hola, Olga —dice Juan en tono comedido. Aunque finja normalidad sé que ver a Olga le repatea—. ¿Qué tal te va?

—Muy bien, la verdad. Le estaba contando a Ruth que voy a ser mamá.

—¿Vas a adoptar? —pregunta extrañado.

—No. Estoy embarazada —le suelta con una pequeña risa.

Los ojos de Juan se abren tanto o más que los míos un rato antes. Pero él no es capaz de decir nada hasta pasados varios segundos.

—Bueno… Enhorabuena… Supongo… —le dice Juanita completamente descolocado.

—Muchas gracias —responde ella agarrando a su novia por la cintura—. Os vamos a dejar ya. Hemos quedado con unos amigos y no queremos llegar tarde.

Yo asiento con la cabeza, feliz de perderla de vista de una vez.

—Pues nada, a ver si nos vemos otro día con más calma —le digo con toda la hipocresía de la que soy capaz.

—Cuando quieras, Ruth. Si eso ya te llamo un día para que vengas a casa a tomar café.

«Ni en sueños, chata, soy muy joven para morir envenenada» me digo para mis adentros.

—Vale, un día de estos.

—Pues hasta otra, chicos.

—Adiós —respondemos Juan y yo al unísono con voz queda.

Olga y su novia se dan la vuelta y comienzan a alejarse de nosotros. Juan y yo nos lanzamos una jocosa mirada.

—Dime que has oído lo mismo que yo —le espeto.

—Sí, Ruth. He oído lo mismo que tú.

—Olga…

—Embarazada…

—¿No hay una sociedad protectora de bebés o algo así? —pregunto con sorna, ambos hemos vuelto la mirada en la dirección por la que han desaparecido Olga y su novia.

—Debería haberla. Y deberían detenerla antes de que traiga un niño a este mundo —dice mordaz—. Ya tenemos suficiente con una Olga. No hay necesidad de que exista una réplica en miniatura.

—¡Dios! —exclamo.

—Te doy toda la razón —apostilla Juan riendo.

—¡Joder! En fin… —sacudo la cabeza incrédula y me vuelvo hacia el grupo. Pilar y Dani salen en ese momento trayendo las copas.

—Ni que hubierais visto un fantasma. ¿Qué ha pasado? —pregunta Pilar dándome mi copa y el cambio.

—Pues la verdad es que sí que lo hemos visto. Una fantasma y de las buenas —le dice Juan. Pilar me mira con una expresión interrogante.

—Hemos visto a Olga —le explico yo.

—¡Coño! ¡Y yo me lo he perdido! —le da un sorbo a su copa—. ¿Y qué se cuenta esa mala pécora?

—Pues esa mala pécora se cuenta que se va a convertir en madre amantísima de aquí a unos meses. Está embarazada.

—¡No me jodas! ¿Y cómo es que la justicia permite semejante delito?

—Ya ves —me encojo de hombros—. Teniendo pasta para pagarte una inseminación es muy fácil tener un crío. Oye, a lo mejor con el tiempo Olga se ha convertido en una excelente persona y nosotras estamos aquí poniéndola verde sin motivo… —digo riéndome.

—¿Todavía crees en los milagros, cielo? —me espeta Juan con sorna.

Rebecca viene hacia nosotras, me rodea por la cintura con ambos brazos y me planta un beso.

—¿Qué pasa?

—Nada, cielo —le digo volviéndola a besar—. Nada importante.