He quedado con Pilar en la cafetería del colectivo y, por extraño que parezca en mí, soy puntual. Las circunstancias obligan. Después del verano casi todas andamos deseosas de reencontrarnos, contarnos los chismorreos acaecidos durante la época estival y ponernos al día en los amoríos de todas y cada una. Quién seguirá con quién, quién habrá cortado con quién, quién se habrá pasado el verano saltando de cama en cama y demás cotilleos. Me acerco a la barra y pido un tubo de cerveza mientras hablo con la camarera, la cual parece alegrarse sobremanera de verme de nuevo allí.

—¡Ruth! ¡Cuánto tiempo! ¡Y qué morena me vienes! ¿Dónde has estado esta vez? —me suelta de carrerilla mientras me sirve la cerveza.

—En Sicilia —le cuento—. Ya sabes, comprobando la fogosidad de las italianas… —le guiño un ojo cómplice.

—¿Y…?

—¡A ti te lo voy a contar! —bromeo—. Nena, eso hay que comprobarlo por una misma, no puedes conformarte con que te lo cuenten.

Pago la consumición y me siento en una mesa. Parapetada tras un ejemplar del último Shangay me dedico a observar a la gente que va entrando, no mucha dada la fecha. Apenas si hay cinco personas, yo incluida, en el local. Echo un vistazo a mi reloj. Pilar se retrasa. Y eso es más propio de mí que de ella. Hago tiempo hojeando el Shangay, sin mucho interés mientras fumo el enésimo cigarro de la tarde. Luego me levanto por la programación del grupo de lesbianas para este mes. A la actividad de hoy la han titulado Arrancando. Cómo superar los estragos de la reentrè. Aunque mucho me temo que mi charla con Pilar les impedirá contar con mi asistencia. Estoy a punto de levantarme a pedir otra cerveza cuando veo que entra ella por la puerta, lenta y parsimoniosa.

—Tranquila, bonita, tú sin prisas —la riño cariñosamente llamando su atención. Ella da un respingo y desvía un rumbo que parecía dirigirse inequívocamente hacia la barra—. No, no, tú sigue. Y de paso me pides otra a mí —le digo levantando mi vaso vacío.

Pilar llega hasta la barra, pide dos cervezas, le da algo de palique a la camarera y regresa hasta donde estoy dejándose caer pesadamente sobre la silla.

—Estoy muerta, tía —suelta con un gran suspiro—. Llevo toda la semana sin parar de currar.

—Es lo que tiene el curro. Por lo general se suele ir allí a currar —le digo riendo.

—Mira quién fue a hablar. Por el color que traes, o tienes rayos uva en la oficina o te has pasado el verano mandando faxes desde una playa del Caribe.

—Una playa de Sicilia, cielo. El Caribe ya no está de moda. ¿Y tú dónde te has metido? Porque tienes pinta de no haber visto el sol ni por la tele.

—Tooooodo el verano currando, tronca, tooooodo. —Se encoge de hombros con resignación—. Es lo que tiene trabajar para las putas ETT’s. No sólo te chupan la sangre y el sueldo sino que han borrado la palabra vacaciones del diccionario.

Un grupo de chicas entra en el local y se sienta en una mesa. En la que se acerca a la barra a pedir reconozco a una chica que me tiró los trastos en la última rave que hicieron el Día del Orgullo. Vaya, el veranito le ha sentado pero que muy bien…

—¡Eh! —exclama Pilar pasando la mano frente a mi cara—. Que se te van los ojos, cielo. Otro día, si quieres, te vienes sólita y te dedicas a darle un repaso al ganado pero hoy te quiero sólo para mí, al menos un ratito.

—Tranquila, cielo. Desde que he vuelto a Madrid estoy de lo más tranquilita.

—Ya será menos… ¿Cuándo has estado tú tranquila si hay una mujer en tres kilómetros a la redonda?

—Bueeeno… Será porque tengo a una algo más cerca.

Pilar me mira de soslayo con una sonrisa divertida. Le correspondo alzando las cejas.

—¿Una mujer algo más cerca? —pregunta—. Como supongo que no tendrás la deferencia de referirte a mí, deduzco que mi lobita ha vuelto a sacar las zarpas. Pues empezamos fuerte la temporada —suspira estruendosamente—. A ver, ¿y quién es ella? ¿En qué lugar se enamoró de ti? —me inquiere cantando con voz quejumbrosa.

—Ella se llama Elena. Y enamorarse de momento, nothing de nothing, chata, que la conocí hace dos semanas.

—¿Y a qué dedica el tiempo libre? —vuelve a preguntar, insistiendo en su mala imitación de Perales.

—Es profesora de inglés en un instituto. Y su tiempo libre de momento me lo dedica a mí.

—¿Y?

—¿Y? ¿Qué?

—¿Cuántos años tiene? ¿Vive sola? ¿Tiene una buena cuenta corriente? ¿Es buena en la cama? ¿Fantástica, maravillosa, inteligente?

—Treinta y dos, sí, no lo sé, es asunto mío y sí, sí y sí. Por ese orden, no te vayas a confundir, cielo.

—Vaya, vaya con la Ruth. El resto todavía está aterrizando y ella ya ha pescado la primera pieza. —Le da un trago a su cerveza y me coge un cigarrillo del paquete que tengo sobre la mesa—. ¿Y la darás a conocer en sociedad próximamente o se la llevará el viento antes de que hayamos podido saber de qué color tiene el pelo?

—No sé, ya veremos. La verdad es que me gusta bastante. Y si quieres conocerla seré generosa contigo y te brindaré la oportunidad hoy mismo. He quedado luego con ella.

—Luego, ¿cuándo?

—A las diez y media, para cenar y salir a tomar algo con los chicos.

—Imposible, cariño, mañana tengo que trabajar.

—¿En sábado?

—Sí. —Se encoge de hombros—. Me toca un sábado al mes y a mi jefa se le ha metido entre ceja y ceja que sea justo mañana. Por si me había sabido a poco el jaleo de esta semana, vamos.

—Bueno, pues otro día.

—Eso espero.

Veo que Alicia sale del salón de actos y se dirige a nuestra mesa.

—Hola, chicas, que ya vamos a empezar con la reunión. Cuando queráis, podéis ir pasando —nos dice a las dos pero fijando la mirada en mí.

—Sí, ahora pasamos, en cuanto nos acabemos la caña —miento con una de mis mejores sonrisas.

Alicia se aleja de nosotras y procede a hacer lo mismo con la otra mesa del local ocupada por chicas.

—¿Y quién es ese yogurín? —me pregunta con expresión entusiasmada.

—Joder, tronca, como se nota que hace siglos que no vienes por aquí…

—Es que ya sabes que la ideología del GYLA[1] nunca ha sido muy afín conmigo… —dice meneando la cabeza.

—¿Y la del GYLIS[2] sí? —le inquiero alzando una ceja—. Si hicieran un concurso a ver quiénes son los más tontos, seguro que la cosa andaría muy reñida…

—Oye, amor, vamos a lo que vamos y déjate de ideologías, que tú tengas novia no significa que las demás tengamos que dejar de buscar.

—¡Eh! ¡Que yo no tengo novia!

—Ya, vale, pues yo tampoco. Y como no tengo, te estoy preguntando que quién es esa niña —me dice con impaciencia.

Yo miro hacia Alicia y luego vuelvo a mirar a Pilar.

—Pues agárrate que vienen curvas. Ahí donde la ves, el yogurín este llegó al colectivo como un mes antes de las fiestas del orgullo. Y como resultó que era menor de edad, tuvo que traer una autorización firmada por sus madres.

Pilar mira de nuevo hacia Alicia con cara de admiración.

—Joder, qué guay, que padres más liberales.

—Madres —puntualizo—. He dicho madres.

—¿Madres? ¡No jodas, tía!

—Como lo oyes. Sus madres son dos históricas del feminismo. Y de armas tomar, además. Y la niña ha salido que ni calcada. Desde que llegó se metió en todo lo que pudo para organizar las fiestas y después de la mani ya se había hecho con la voz cantante en el grupo de mujeres. Además, creo que empezaba Sociología este curso y que se quería afiliar a Izquierda Unida.

—¡Joder con la cría! —silba admirada—. Pero entiende, ¿no?

—Sí, claro, si no ¿qué iba a hacer aquí?

—¿Y es menor de edad, dices? —pregunta arrugando un poco el ceño.

—Bueno, creo que cumplía los dieciocho en agosto. Al menos si te lanzas ya no te podrán acusar de corrupción —bromeo con media sonrisa.

—Pues, está buena.

—Pssseee… No está mal… Demasiado jovencita para mi gusto —digo sin mucho interés encogiéndome de hombros—. ¿Y tú qué tal? ¿El verano te ha dejado algún recuerdo imborrable? —le pregunto con una sonrisa picara.

Pilar deja de mirar a Alicia y se recuesta en la silla con aire ligeramente abatido.

—Ni uno. Vamos, que no he ligado ni queriendo. Tampoco he salido mucho, la verdad. Ya sabes que el verano me aplatana mogollón. Prefiero reservar las fuerzas para el otoño, cuando hace frío y las mujeres buscan el calor humano…

—¿Y por el GYLIS qué se cuece?

—¡Puffff! —resopla—. Las movidas de siempre. ¿Te acuerdas que se formó un grupo de mujeres? —asiento con la cabeza—. Pues la cosa empezó bien pero acabó como el rosario de la aurora. Pero es que lo que digo yo, ¿qué sentido tiene un grupo de mujeres si no nos dejan hacer actividades para mujeres? A cada cosa que proponíamos la ejecutiva decía que no podía ser una actividad exclusivista, que tenía que estar abierta a hombres y mujeres, cuando a los tíos les trae al pairo cualquier cosa que hagamos. Y dentro del grupo no era mucho mejor. Las propias tías nos poníamos la zancadilla. Que si tú eres muy radical, que si tú eres una intransigente, que si esto va en contra de la ideología del GYLIS, que si estás hablando en nombre del grupo y no todas pensamos así… A las pocas que queríamos hacer algo se nos quitaron las ganas. Así que ahí están, ahora tienen un bonito club de costura al que llaman grupo de mujeres. Y como les dejan la salita una tarde a la semana para que hablen de sus cosas, todas tan contentas.

—Ya te dije que no me olía bien —le digo riéndome por lo bajo—. Que ha sido mucho tiempo oyendo hablar de la unidad y la integración y todos juntitos de la mano por la normalización y para acabar con el ghetto… Que Olga estuvo la tira metida allí y le dio tiempo de sobra para ponerme la cabeza como un bombo.

—Pero Ruth, sinceramente, ¿crees que esto es mejor? —me pregunta abarcando el local con un movimiento de su mano—. En el fondo no son más que gente que quiere ir al mismo sitio pero que se empeñan en ir en distintos barcos porque piensan que el suyo es más potente que el del contrario. De todas formas, aquí tampoco se les hace mucho caso a las mujeres.

—Algo más sí.

—Pero no mucho más, créeme.

Me encojo de hombros como única salida. La verdad es que ahora mismo no me apetece mucho una conversación sobre política gay. Mis neuronas activistas aún no se han recuperado del verano. Levanto mi vaso nuevamente vacío.

—¿Otra?

—Venga, vale —me dice Pilar.

A las diez y media, puntual como siempre, Elena emerge de las profundidades de la boca del metro de Chueca. Me sonríe mientras sube los últimos escalones y llega hasta mí. Rodea mi cintura con ambas manos y me besa efusivamente.

—¡Qué bien sabes! —es lo primero que me dice.

—Sin Smint no hay beso —le digo yo sacando la lengua y mostrándole la bendita pastillita que ha mitigado el regusto a zumito de cebada que expelía mi aliento.

—Así me gusta, que cuides los detalles —me dice antes de volver a besarme—. ¿A quién esperamos?

—A Juan y Diego. Y Pedro dijo que traería a alguna amiga. He reservado mesa para seis —le explico.

—Pedro es tu amigo hetero, ¿no?

—Sí, ¿por qué?

Elena tuerce un poco el gesto.

—No, por nada.

Por encima de su hombro veo acercarse a Juan y a Diego, ambos con un moreno conseguido —lo sé— tras largas horas de exposición al sol en las playas de Sitges. Elena se gira y sonríe al verlos. Ya los ha visto un par de veces y comienza a tomar confianza con ellos.

—¿Qué tal, chicos? —les pregunta.

—¡Hola, pareja! —exclama Juan llegando hasta nosotras. Yo pongo los ojos en blanco cuando acerca sus labios a los míos para darme un pico. Pero no es el momento más adecuado de recordarle que no me gusta utilizar el término pareja hasta que no haya pasado un tiempo prudencial. Algo así como cinco años y un día y una hipoteca en común.

Elena saluda a ambos con una amplia sonrisa en sus labios. Cuando todos ya nos hemos besado y saludado y ella se pone a hablar con Diego es el momento que Juan aprovecha para acercarse a mí.

—Bueno, ¿qué tal? Bien, ¿no? —me susurra al oído—. Aunque por esa sonrisa descomunal que luces intuyo que muy bien. Joer, niña, a ver si conseguimos casarte de una vez.

—¡Uuuuh! —exclamo incrédula—. Pues no tiene que llover todavía para que me veáis casada.

Desde que Olga y yo lo dejamos —y de eso hace ya casi cinco años— Juan y Diego no han cejado en su empeño de volver a emparejarme, empresa en la que yo me resisto a participar. En estos cinco años de soltería recalcitrante ha pasado por mis brazos la mayor parte del producto femenino patrio, y bastante del extranjero, y en todo ese tiempo no han visto que una relación me durase más de tres meses. Mi circunstancial promiscuidad es algo que he tenido que meterles en la cabeza con calzador. Y es que ellos son el expediente X de los gays. A saber, se conocieron cuando ambos tenían dieciocho años y ahora tienen treinta y cinco. Viven juntos desde hace una década y han sobrevivido a todas las tempestades por las que puede pasar una pareja. A veces me paro a pensar en que llevan casi la mitad de su vida juntos y me pregunto intrigada qué se debe sentir en una situación como esa. En todos mis años de experiencia en el ambiente gay jamás he conocido a una pareja con sus circunstancias, ni de hombres ni de mujeres y, a decir verdad, en el mundo hetero semejante longevidad en una relación resulta cada vez más difícil de encontrar. Pero ellos se comportan como si fuese lo más normal del mundo llevar diecisiete años juntos y seguir queriéndose como si sólo hubieran pasado diecisiete meses. Por esa razón, no entienden que yo, siendo mujer además, no tenga el más mínimo interés en sentar la cabeza. En alguna ocasión les he intentando explicar que con veintinueve años no es algo que me apetezca, que ya intenté un simulacro de matrimonio a los diecinueve y no me dejó muy buen sabor de boca. Pero ellos, nada, erre que erre. Cada vez que alguna mujer me gusta y me dura lo suficiente como para llegar a la fase de presentarle a mis amigos, se emocionan incluso más que yo pensando que, tal vez, sí, por fin, haya encontrado a la mujer adecuada que me retire de la circulación.

De hecho a Elena la conocí gracias a una amiga de Juan. Mi querido amigo, en su empeño de buscarme novia, interroga a todas sus amigas y conocidas bolleras en busca de alguna soltera disponible de buen ver a la que pueda endosarme. Cuando llegué de vacaciones, Juanito había dejado en mi contestador un elocuente y excitadísimo mensaje en el que me decía que había conocido a una chica ideal para mí y que debería quedar con ella cuanto antes. Para facilitarme las cosas se había permitido averiguar su número de teléfono y acto seguido me lo repitió tres veces en el mensaje para que pudiese apuntarlo sin equivocaciones. Lo apunté, sobre todo debido a la insistencia y la ilusión que destilaba la voz de mi amigo. Sin embargo el papel en donde anoté el teléfono de Elena estuvo rodando varios días sobre mi escritorio hasta que reparé en él mientras me descargaba unas canciones de Internet. Sin pensármelo mucho agarré el teléfono y llamé a esa Elena que, según mi amigo, era perfecta para mí.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, tras decirle quién era, ella me dijo que ni su amiga ni Juan le habían comentado nada de mí. Lo cual quería decir que o me estaba mintiendo para hacerse la interesante y poder manejar mejor la situación, o no tenía ni idea de los tejemanejes de Celestinos que su amiga y mi amigo pensaban llevar a cabo con nosotras. Pero en contra de lo que pudiera parecer, lejos de molestarle, le divirtió enormemente la situación y me propuso que, ya que estábamos, podríamos tomar un café para, al menos, vernos las caras. Así que al cabo de una hora estábamos pidiendo un par de cafés con hielo en el Colby, dos horas más tarde bebiendo chupitos de tequila en el Truco y poco después de las doce decidiendo dónde pasaríamos la noche. Fulminante. Por una vez Juan acertó de lleno al decir que una mujer era perfecta para mí.

—¿Pedrito viene solo? —me pregunta Diego haciéndome volver a la realidad.

—No sé. Me dijo que a lo mejor traía a una amiga.

—Otro cabra loca este Pedro —dice Juan meneando la cabeza—. Lástima que todas las mujeres heteros que conozco estén casadas. Me va a ser más difícil buscarle una.

—Me parece que te está gustando demasiado tu papel de Celestino, cariño —le digo con una sonrisa.

—¡Te podrás quejar! —exclama viendo como Elena rodea mi cintura y me estrecha contra ella.

—No, no creo que se queje —dice Elena apoyando la cabeza sobre mi hombro y besándome en el cuello—. Más le vale no hacerlo —añade.

—¡Mírale, por ahí viene! —advierto viendo que Pedro está subiendo las escaleras de la boca de metro.

—¡Por fin te veo, cacho pendón! ¡Pero qué morena estás! ¡Cómo se nota dónde hay pasta para pasar el verano al sol! —me dice Pedro abrazándome efusivamente y dándome un pico—. Tú debes de ser Elena —añade después dirigiéndose a ella—. Yo soy Pedro.

Elena se acerca a él y le da dos besos. Cuando se separan y Pedro va a saludar a Juan y a Diego, veo una expresión un tanto rara en el rostro de Elena.

—¿Qué pasa? —le susurro al oído.

—Nada —contesta ella secamente.

—¿Y esa cara larga?

Elena me mira aviesamente.

—No es nada, Ruth —insiste con tremenda seriedad.

Yo me encojo de hombros y me vuelvo hacia los demás. Pedro me agarra de la cintura.

—Bueno, ¿dónde cenamos?

—He reservado en Momo ahora, a las diez y media —miro mi reloj—. Y como ya llegamos tarde será mejor que vayamos para allá.

Echamos a andar casi a la vez. Pedro aún sigue agarrado a mí. Elena se coloca a mi lado, se engancha de mi brazo y, poco a poco pero con algo de brusquedad, me arranca del abrazo de Pedro. Él hace como que no se da cuenta y se pone a la altura de Juan y Diego para hablar con ellos. Yo miro acusadoramente a Elena.

—A ti te pasa algo, no me digas que no —le inquiero.

Ella agacha la cabeza.

—Mira, Ruth, te voy a ser muy sincera. Nunca me ha gustado mucho estar con tíos hetero y menos que se tomen tantas confianzas con las mujeres lesbianas. Me da la sensación de que están empeñados en convertirlas.

Me cuesta creer lo que estoy oyendo. La vuelvo a mirar, está vez con la incredulidad pintada en el rostro.

—No digas tonterías, cielo. Pedro es amigo mío y no tengo en cuenta con quién se acuesta igual que él no tiene en cuenta con quién me acuesto yo. Y a ti tampoco debería importarte lo que él sea o deje de ser. Joder, tía, decir eso a estas alturas me parece increíble.

—Sí, vale, tienes razón. Lo siento —concede casi a regañadientes.

Su disculpa resulta muy poco convincente y cuando nos sentamos a la mesa del restaurante noto que se ha creado cierta tensión. Y el transcurso de la cena no hace sino reafirmar mi opinión. Elena ignora abiertamente a Pedro incluso cuando este, en la actitud conciliadora de quien no ha hecho nada para ser objeto de animadversión, se dirige a ella. Pero Elena no se da por enterada y esa actitud está consiguiendo irritarme sobremanera.

A los postres, aprovechando que Pedro se levanta de la mesa un momento para ir al servicio y que Juan y Diego están cuchicheando entre ellos, vuelvo a llamarle la atención.

—Elena, te juro que no entiendo tu actitud. ¿Qué es lo que te ha hecho Pedro para que le trates así?

—Ruth, cielo —me contesta ella en tono irónico—. ¿No sabes que hay veces en que cuando se conocen dos personas simplemente no congenian la una con la otra?

—No congeniar con alguien no te da derecho a ser grosera ni a ignorarle cuando intenta hablar contigo. Hay una cosa llamada educación que suele ser muy útil en este tipo de situaciones, ¿sabes?

Elena menea la cabeza y a la que ignora ahora es a mí. Pedro regresa del servicio y se sienta a la mesa justo cuando llegan los postres. Mientras la camarera le pone delante su moco de chocolate él me mira y alza las cejas como si se disculpara por lo que está pasando cuando los dos sabemos que no tiene culpa de nada.

Es más de medianoche cuando salimos del restaurante.

Elena me mantiene bien agarrada a su lado, enganchando mi brazo como si fuera a escaparme. Mi nivel de irritación ha subido varios puntos en la escala Richter y me falta muy poquito para estallar. Al subir por Augusto Figueroa nos dan flyers para Long Play y Pedro propone que vayamos a tomar una copa allí ahora que estamos al lado, que aún es pronto y no habrá demasiada gente.

—Además como allí hay de todo, hasta yo puedo ligar —explica riendo.

—Oye, Pedro, si quieres vete tú con ellas —le dice Diego—. Juan y yo estamos muy cansados.

—¡Pero tíos, no os vayáis ahora! Si aún es muy pronto.

—Ya pero hoy hemos currado y tenemos sueño, tronco. No todos tenemos tu aguante. Ni el de Ruth.

Pedro se encoge de hombros dándose por vencido.

—Vosotras sí os venís, ¿verdad? —nos pregunta con expresión desangelada.

—Sí, claro —afirmo, pero justo después de decirlo noto cómo Elena se pone rígida a mi lado. Se queda quieta frenándome a mí a la vez. Luego hace que nos apartemos un par de metros de los demás.

—Oye, Ruth, si Juan y Diego se van yo no tengo interés en entrar en esa discoteca sólo porque tu amigo quiera ligarse a alguna tía.

Esto empieza a ser la gota que colma el vaso.

—Ya pero la cuestión es que, como es mi amigo, a mí sí me apetece entrar en esa discoteca a tomarme una copa. Con él y contigo, a poder ser.

—Pues yo prefiero irme a casa.

—Pues si prefieres irte a casa, ya puedes ir arreando —le bufo—. Mañana nos vemos y hablamos tranquilamente, cuando se te pase la tontería —añado en tono de pocos amigos haciendo ademán de alejarme de ella e ir hacia Pedro. Pero Elena agarra mi brazo con fuerza y me detiene.

—Quiero irme a casa. Pero contigo —precisa con un matiz autoritario en la voz.

Nuestros ojos se encuentran en una mirada que echa chispas. La discusión es inminente y me toca las narices discutir por gilipolleces cuando intento pasármelo bien con mis amigos. Por el rabillo del ojo veo que Juan, Diego y Pedro nos miran expectantes y en tensión. Y empiezan a mirarse entre ellos preocupadamente cuando advierten que nuestras voces elevan el tono más de lo considerado normal en una conversación.

—¿Qué pasa? ¿Es que tu amigo hetero te pone o qué? —me pregunta Elena en el momento en que parece perder los estribos definitivamente.

—Pero ¿tú eres imbécil o es que entrenas, tía? ¿Qué tonterías estás diciendo? Es mi amigo, no le he visto en todo el verano y me quiero tomar una copa con él. ¿Tan difícil resulta eso de entender? ¿Cómo puedes estar celosa? ¿Es que crees que me quiero enrollar con él o algo así?

—Pues espero que no tengas esa intención porque si no tendríamos un serio problema.

Lo que oigo me parece tan absurdo que mi primera reacción es poner los ojos en blanco.

—Me parece que el problema lo tienes tú si te pones celosa porque me quiera tomar una copa contigo y con un amigo. Me parece de gilipollas.

—¿Gilipollas? ¿Crees que yo soy gilipollas? —me pregunta Elena ya gritándome. Nunca la he visto ponerse de este modo. Y me parece inconcebible que sea por algo así.

—Pues sí, la verdad es que ahora mismo estás siendo de lo más gilipollas —le espeto ya totalmente cabreada.

La bofetada viene sin que me lo espere, sin que ni siquiera hubiese pensado que pudiera recibirla. Me sorprende tanto que, por un instante, soy incapaz de reaccionar. Me la quedo mirando muy fijamente a la vez que veo que mis tres amigos están aún más tensos que antes, prestos a saltar como vean a Elena volver a levantarme la mano. Observo a Elena. Por un momento se muestra impasible pero, cuando ve que sostengo su mirada, su rostro empieza a crisparse, como si justo ahora cayera en la cuenta de lo que ha hecho, como si justo ahora se diera cuenta del numerito que ha montado y comenzara a arrepentirse de ello. Abre la boca para hablar pero se lo impido alzando una mano e interrumpiéndola.

—No, Elena, no hace falta que digas nada más. Sólo hazme un favor. No me vuelvas a llamar —tomo aire y trato de recomponerme—. Ahora, como ya no es asunto tuyo, me voy con mi amigo Pedro a tomarme una copa.

Dicho esto, sin darle oportunidad a Elena de añadir más, me doy la vuelta, la dejo plantada donde está y comienzo a cruzar la plaza de Vázquez de Mella en dirección a Long Play. Al pasar junto a Pedro le engancho del brazo y tiro de él para que me siga, cosa que hace muy a su pesar. También noto que Juan y Diego nos siguen. Tan sólo espero que Elena no nos siga también. Aprieto el paso hasta llegar a la puerta de la discoteca. Afortunadamente no hay cola y tardamos segundos en entrar, ir hasta la planta de abajo y apostarnos en la barra, desierta a esas horas. Los tres me rodean estupefactos sin atreverse a decir nada. ¿Qué podrían añadir a la desconcertante escena que acaban de presenciar?

—Tía, lo siento, no sabía que… —empieza a decirme Juan, supongo que sintiéndose en parte responsable de lo ocurrido con Elena ya que fue él quien tejió todos los hilos para que nos conociéramos.

—Tranquilo, Juan, tú no tienes la culpa, no podías saber que una tía que parecía tan perfecta fuera una puta desequilibrada —le digo girándome hacia la barra y llamando la atención del camarero—. Ponme un vodka con naranja, por favor. ¿Vosotros queréis algo? —pregunto dirigiéndome de nuevo hacia mis amigos.

Los tres le piden sus copas al camarero. Pedro me pone la mano en el hombro.

—Pero ¿qué es lo que ha pasado?

—Y yo qué sé tío, dice que no le gusta estar con tíos heteros, lo cual me parece absurdo. Y luego me daba la sensación de que estaba celosa de ti… Yo qué sé… —titubeo, la verdad es que me están entrando unas ganas terribles de ponerme a llorar. De hecho noto los ojos vidriosos. Debo estar a punto.

—Joder, Ruth, no sé, habla con ella, intenta aclararlo… —me sugiere Diego.

—¿Hablar con ella? Diego, tío, si hace esto a las dos semanas, no quiero ni pensar lo que haría cuando llevásemos dos meses…

Diego asiente sin decir nada. El camarero acaba de poner las consumiciones y recita una cantidad con voz cansina. Intento pagar pero Juan insiste en invitar él. Al final desisto, se me han ido las fuerzas hasta para llevar la contraria.

—¿Ves, Juan? Como se suele decir, demasiado perfecta para ser de verdad… —le digo con aire completamente abatido mirando hacia las escaleras de entrada, temiendo que por ellas aparezca Elena de un momento a otro, temiendo derrumbarme y ponerme a llorar de rabia y frustración.

Miro alrededor de mí, la pista vacía, la escasez de gente, lo temprano de la hora, la cantidad de noche que aún queda por delante y me dan ganas de irme a casa. Sin embargo me mantengo quieta en mi sitio, siguiendo como puedo la conversación con Juan, Diego y Pedro. No debo irme a casa ahora. Si me voy todo se me caerá encima. Necesito evadirme y despejarme por un rato. Volver a casa con otra sensación en el cuerpo que no me impida conciliar el sueño.

Cuando pedimos la segunda ronda la cosa se anima, casi he olvidado la escenita de Elena, mis pies comienzan a dejarse llevar al ritmo de la música y empiezo a ver caras conocidas cerca. Una de ellas se acerca a saludarme, es Miguel.

—¿Qué pasa, Miguelón? ¿Qué tal?

—Ya ves, por aquí —contesta él con una amplia sonrisa.

—¿Y tu harén? ¿Dónde te lo has dejado?

—Vienen por ahí detrás —contesta señalando a su espalda. Por encima de su hombro, efectivamente, veo que se acercan Vicky, Ainhoa y Virginia, que también vienen a saludarme.

—¿Qué tal, chicas? —les pregunto—. Que poquitas sois hoy, ¿no?

—Sí, ya. Luego hemos quedado con Prado y Clara —me explica Ainhoa—. Y con otras chicas de mi curro.

—Y a lo mejor también venían Lydia y Alicia —apunta Vicky.

Yo las miro divertida.

—¿Qué pasa? ¿Celebráis algo?

Ellas niegan con la cabeza y se echan a reír. Miguel está hablando con una chica con cara de despiste que parece venir con ellos pero a la que no conozco. Pregunto quién es. Virginia mira hacia la chica que estoy señalando con la mirada.

—¡Ah! —dice como si recordara algo—. Na’, una amiga de Miguel que es escritora y se va a hacer rica.

La chica en cuestión parece oír esto último y levanta la cabeza mirándonos con expresión interrogante. Al no decirle nada vuelve a dirigir su atención a las palabras de Miguel. Yo me río por lo bajo mirando a Virginia.

—Pero ¿qué escribe? ¿Libros de temática? —le pregunto. Virginia asiente con la cabeza. Yo pongo los ojos en blanco—. ¡Buenoooo! —suspiro—. Otra más. Espero que no haga lo mismo de siempre.

—No sé, su libro no ha salido todavía. —Virginia se encoge de hombros dando por zanjado el tema.

Yo continúo la conversación con mis amigos y Miguel y el resto de las chicas se quedan cerca de nosotros pidiéndose unas copas. Miro el reloj y veo que son más de las dos. Luego miro a Juan y Diego pensando que, pese a estar cansados, se han quedado con Pedro y conmigo. Juan me coge del brazo y me aparta un poco de Diego y Pedro.

—¿Cómo estás? —pregunta mirándome a los ojos.

—Bien, Juan, bien. No te preocupes. Lo de antes sólo ha sido una tontería.

—Pero se te veía muy ilusionada…

—Estaba igual de ilusionada que cuando Madonna vino a España a actuar —respondo con ironía—. Estoy bien, de verdad, solo es una tía más, aún no me había dado tiempo a nada…

Juan se encoge de hombros.

—Si tú lo dices… —murmura no muy convencido.

—Sí, lo digo yo. Y también digo otra cosa. Diego y tú os deberíais ir a casa, tenéis que estar muertos —mi amigo asiente con una sonrisa cansada—. Y yo también empiezo a estar cansada así que, ¿por qué no nos vamos a Gran Vía y pillamos unos taxis y nos vamos todos a casa a dormir un poco?

Mi sugerencia es recibida como agua de mayo, sobre todo por Juan y Diego. Quizá en el rostro de Pedro se vislumbre un ramalazo de decepción pero también conviene que es lo mejor. Ya saldremos mañana. Me despido de Miguel y las chicas y, agarrada al brazo de Pedro, seguimos a Juan y Diego en el camino hasta la salida.

Minutos después estamos en una esquina de Gran Vía tratando de parar un taxi. El primero que se para es el que cojo yo, puesto que los chicos se empeñan. A regañadientes me meto en el interior del auto. Les digo adiós con la mano y luego me dirijo al conductor.

—Vamos al final de San Bernardo, por favor —le ordeno.

Luego me recuesto en el asiento y pienso que, en otras circunstancias no me habría importado irme a casa caminando, disfrutando de una de las últimas noches de verano antes de que empiece a refrescar. Hoy no. Rebusco en mi bolso y saco el móvil. Buceo entre los nombres de mi agenda hasta dar con el de Elena. Estoy tentada de borrarlo, sólo una tecla me separa de hacerlo. Pero lo pienso mejor. Así sabré si me llama y podré rechazar la llamada. Vuelvo a meter el móvil en el bolso y, antes de que pueda pensar en nada más, veo que nos acercamos a mi casa. Se lo advierto al taxista mientras voy sacando el dinero para pagar la carrera.

Al entrar en casa el silencio me abofetea. Dejo caer el bolso sobre el sofá y entro en la cocina en busca de una cocacola. Le doy un sorbo y la pongo sobre la mesita del salón mientras me voy desnudando y entro en mi dormitorio. Me quedo solamente con una vieja camiseta y salgo al salón donde enciendo un cigarrillo y continúo bebiendo de la lata de coca-cola. Mi mirada se posa en el ordenador y pienso que podría conectarme un rato, bajar algo de música o ver quién está en el Messenger. Deshecho la idea. Lo más probable es que me enredase hasta el amanecer y mañana debería darle una vuelta a la casa antes de que las pelusas comiencen a saludarme cada vez que pase junto a ellas. Apago el cigarro y le doy un último sorbo a la coca-cola para terminarla. Voy a mi dormitorio, me quito la camiseta y me meto en la cama tumbándome boca arriba.

Pienso en Elena, no puedo evitarlo. Pese a la entereza con la que he actuado ante los chicos no deja de dolerme el haber descubierto algo de ella que no me esperaba. La verdad es que parecía una tía con la que pensé que la cosa podría funcionar. Una tía con la cabeza en su sitio y las cosas claras. Pero no. Y no deja de ser frustrante, por no decir decepcionante, que la persona que acababas de conocer, y en la que empezabas a depositar alguna que otra esperanza, revele un lado oscuro que no podías esperar. Aunque esa no deja de ser la historia de mi vida. Son muchos años conociendo a mujeres que prometían ser mucho mejores de lo que luego resultaron. A veces pierdo la esperanza. No es que necesite una pareja para nada pero el desencanto que te inunda la boca del estómago cuando compruebas, una vez más, que no parece haber nadie que de verdad merezca la pena es desolador.

Me doy la vuelta en la cama y decido dejar de pensar. Me concentro en conciliar el sueño. Ya veremos cómo será la próxima. Porque la habrá. Es de lo único que siempre he estado segura. Siempre habrá otra mujer que ocupe mis pensamientos.