Tengo una amiga que cuando conoce a una mujer que le gusta, la primera pregunta que le hace, es decir, lo que más le interesa saber antes de continuar con el rollito y convertirlo en una posible relación, es qué tipo de trato tiene con sus ex, sobre todo con la última. Si la cosa acabó como el rosario de la aurora, si quiere volver con ella, si su ex ha intentado recuperarla… En definitiva, que si aparte de las tropecientas lobas que hay sueltas por el mundo tiene que preocuparse también por la que ya la tuvo entre sus garras.
Mi amiga es, sin duda, precavida. Aunque su reacción es bastante lógica, habida cuenta de que últimamente ha tenido que lidiar con más de una mujer con una ex de las que dejan huella. Yo en cambio no sería tan concisa. Yo optaría directamente por pasarles un cuestionario de no menos de cincuenta preguntas para saber si el terreno que voy a pisar son arenas movedizas o un brillante prado de césped bien cortado. Entre las cuestiones estaría, sin duda, la que tan certeramente hace mi amiga pero también estarían otras muchas. A saber, ¿tienes mascotas? ¿Duermes con ellas? ¿Qué estudios has realizado? ¿Fue por vocación o buscabas una rápida salida profesional? ¿Aún vives con tus padres? En caso afirmativo, ¿qué grado de independencia y/o libertad tienes? ¿Saben que entiendes? ¿Lo llevan bien o están buscando el momento más oportuno para meterte en la consulta de algún psicólogo tan opusino y reaccionario como ellos mientras tú te dejas manipular y eres incapaz de mantener una relación en la que no te adjudiques el papel de víctima? ¿Qué tipo de aficiones tienes? ¿Practicas deportes de riesgo? ¿Aguantas el cine en versión original? ¿Eres capaz de recordar el título de la última película que has visto? ¿Eres mitómana? ¿Tienes algún ídolo o referente musical/cinematográfico/literario…? ¿Te gusta la música chochi? ¿Sabes siquiera lo que es? ¿O te decantas más por el rollito cantautor? ¿Qué clase de religión profesas? ¿Qué opinión te merece la iglesia católica? ¿Has ejercido tu derecho al voto desde que cumpliste la mayoría de edad? ¿A qué ideología política te sientes más cercana? ¿Alguna vez has colaborado con algún colectivo? ¿Qué piensas del activismo gay y lésbico? ¿Te defines como feminista? ¿Te gusta el fútbol o te sale un sarpullido repentino cada vez que le ves el careto a Beckham? ¿Cambias tus hábitos y costumbres cuando tienes pareja? ¿Eres de las que se queda en casa un sábado por la noche viendo películas de vídeo o prefieres apurar las madrugadas del fin de semana bailando en alguna discoteca? ¿O eres capaz de alternar las dos opciones? ¿Estás abierta a ampliar tus amistades o te mantienes fiel a tu grupo de amigas del instituto/facultad/primera época en el ambiente? ¿Tus pasadas relaciones te han dejado algún tipo de trauma o frustración palpable (aunque aquí es probable que nadie contestara con sinceridad porque muchas veces ni son conscientes de padecer ninguna incapacidad sentimental)? ¿Te asusta que te digan «te quiero»? ¿Te cuesta decirlo a ti? ¿Eres de las que quieren o de las que se dejan querer? ¿Pierdes los estribos con facilidad o ni te inmutas ante los problemas? ¿Demuestras tus emociones, aunque sean negativas? ¿Te consideras racional o visceral? ¿Sólo te fijas en personas con problemas emocionales y/o psicológicos porque tienes una desesperada necesidad de ayudar para olvidarte de tus propios problemas, o en cambio no soportas que se preocupen por ti por algún tipo de complejo de inferioridad? ¿En alguna ocasión te has inclinado hacia el masoquismo físico o emocional? ¿Tienes perfectamente asumida tu orientación sexual —sea les o bi— o sólo estás experimentando y se te caerán las bragas en cuanto pase el primer tío que te guiñe un ojo? ¿Te asusta la libertad? Y la más esclarecedora de todas y quizá la más difícil de contestar: ¿estás preparada emocional, psicológica y físicamente para mantener una relación estable y equilibrada con una mujer adulta? Si las candidatas sonrieran con media boca y asintieran con la cabeza mientras contestan a las preguntas, sabría que la cosa podría funcionar. Si alguna llegase al final, repasara las respuestas y me devolviera el cuestionario con una sonrisa de complicidad, caería rendida a sus pies porque, muy probablemente, estaría ante la mujer de mi vida. Todo sería mucho más fácil así. Ahorraríamos tiempo, esfuerzo y el dolor de haber depositado tus esperanzas en la persona equivocada si la relación se va a la mierda cuando menos te lo esperas.
Lamentablemente, si a la segunda o tercera cita sacase de mi bolso un bolígrafo y el susodicho cuestionario para que mi candidata me ilustrase sobre su persona, es muy probable que se levantara indignada y me tildara de neurótica. Y como tampoco está muy bien visto aplicar el tercer grado a la primera de cambio a una desconocida con la que hasta el momento tan sólo habrás compartido un par de copas, una cena y cuatro polvos, no queda más remedio que pasar las primeras semanas actuando de detective, indagando y preguntando solapadamente para tratar de averiguar toda la información necesaria y tomar la decisión de cortar por lo sano o instalarte, con calma y tranquilidad, en la vida conyugal.
En los últimos tiempos a mi amiga no le va mal del todo. Ha conocido a una chica que, a primera vista, es bastante normal y parece que la cosa les funciona. Y yo no me puedo quejar. Más que nada porque hace mucho tiempo decidí no tomarme las relaciones en serio. Conozco a muchas mujeres, unas más interesantes que otras. Con unas no voy más allá de un fin de semana con mucha cama y pocas perspectivas de quedar a tomar un café el lunes por la tarde. Con las que vuelvo a quedar una semana después nunca llego a durar más de uno o dos meses. He adoptado la ruptura como medida preventiva. Oye, a otros les da por bombardear países de Oriente Medio para sentirse más seguros, y a mí por dejar a mis chicas antes de que me puedan hacer daño dejándome ellas. También para sentirme más segura. Cuestión de prioridades. Porque ya han sido muchas las que me han jurado amor eterno para luego dejarme atrás sin una mirada de arrepentimiento.
Y es que el planeta bollo es más complicado de lo que muchos se piensan. Hombres gays y heteros de ambos sexos se piensan que nuestra vida es modélica y envidiable. Tienen una idea preconcebida que ninguna de nosotras se ha molestado en corregir. Y voy a intentar explicarlo haciéndote tres preguntas. La primera de ellas es: ¿cuántas mujeres no heterosexuales se han sentido identificadas con las andanzas de Bridget Jones? La segunda: ¿cuántas veces las lesbianas hemos tenido que oír de labios de mujeres heterosexuales, para las cuales la señorita Jones es casi una heroína, la afirmación de que nosotras lo tenemos mucho más fácil a la hora de enamorarnos y conservar a nuestra pareja? Y finalmente, ¿cuántas lesbianas se han sentido realmente identificadas con las protagonistas de las novelas lésbicas?
Y yo misma, que soy de las que se lo guisa y se lo come solita, responderé a todas las cuestiones.
He leído las dos entregas de los diarios y he visto las pelis de la Zellweger (que, para ser franca, me da menos morbo que una lata de arenques). Tras las respectivas lecturas y el visionado de las comedietas no puedo dejar de reconocer que son productos entretenidos, destinados a un consumo masivo y poco crítico (esa pátina de supuesto nuevo feminismo con el que quieren recubrirlo no resulta del todo convincente para una espectadora algo más exigente y bastante más consciente de lo que realmente significa la palabra feminismo). Mentiría si dijera que no me reí, incluso a carcajadas, que no me divertí asistiendo a las meteduras de pata de la inocente Bridget en su búsqueda de ese ansiado príncipe azul que parece no llegar nunca y que, cuando finalmente lo hace, no parece dispuesto a quedarse por mucho tiempo.
Sin embargo no acabo de encontrarle a ambos productos (novelas y películas) esa supuesta originalidad que sorprendió, deslumbró, cautivó y fascinó a medio mundo (medio mundo mayoritariamente femenino, por supuesto). Para mí su historia no tiene mayor interés que el que me pueda suscitar la de Rob Gordon, protagonista de una novela de culto llevada también al cine, Alta fidelidad.
Rob y Bridget vienen a representar el universo masculino y femenino respectivamente de lo que ha sido el fin de siècle y lo que está siendo el inicio del nuevo milenio. Millones de hombres y mujeres se han sentido identificados con ambos personajes y en sus historias han visto reflejadas muchas de sus vivencias cotidianas. Y no sólo, presumo, hombres y mujeres heterosexuales. No creo que la orientación sexual sea algo excluyente de sentimientos universales o lugares comunes. Todos somos seres humanos con un corazoncito dentro del pecho (unos más grandes que otros pero corazoncitos al fin y al cabo). Hombres y mujeres, heterosexuales, homosexuales o bisexuales somos igualmente víctimas de una vida moderna que nos impone determinadas pautas de conducta. Y supongo que todos (o casi todos) sufrimos las mismas obsesiones, padecemos con angustia la ausencia de amor o nos martirizamos cuando nuestro aspecto físico no es el que desearíamos.
Yo misma, incluso, he podido sentirme un poco como Bridget viendo que la mujer de mis sueños no acababa de aparecer o bien que, cuando lo hacía, desaparecía de nuevo de la mano de cualquier petarda que, en mi opinión, no solía llegarle a la altura de los zapatos. O cuando la báscula marcaba más kilos de lo debido. O cuando comprobaba que mi vida social sólo me reportaba espantosas resacas y un aliento con perfume a cenicero rebosante de colillas. O bien, tal y como le ocurre al personaje de John Cusack en Alta fidelidad, cuando me obsesionaba con mis ex, culpándolas de toda mi infelicidad (por muy hijas de puta que hayan sido conmigo, que lo fueron) sin querer reconocerme a mí misma que soy yo quien tiene la última palabra en ese aspecto.
Lo que quizá me moleste más de todo este juego de identificaciones procedente de los iconos audiovisuales y literarios de nuestra época es el halo de universalidad de que pretenden dotarlos. Es decir, yo, como mujer lesbiana, puedo reconocer en Bridget, mujer heterosexual, comportamientos y emociones que también forman parte de mi vida pero ¿cuántas mujeres heterosexuales han llegado a sentir esa misma empatia viendo, pongamos por caso, las peripecias de las lesbianas protagonistas de Go fish? No es por ser pesimista pero hasta la fecha no he conocido a ninguna.
Así que nos encontramos con que una visión heterosexual de la vida moderna no sólo es original sino que también es, y sobre todo, universal mientras que una visión lésbica del mismo asunto, aunque también pueda ser original, es particular y, para más inri, segregacionista. Y yo me pregunto, cuando yo sufría porque mi novia me había dejado tirada cual colilla consumida después de cuatro años de relación y convivencia, ¿qué le impedía a una mujer heterosexual sentirse identificada conmigo? Quizá pudiéramos diferir en el objeto de deseo pero el sentimiento de pérdida era el mismo. De pérdida y de desamparo. Exactamente el mismo. Pero mientras todas, heterosexuales, bisexuales y lesbianas, nos vemos a nosotras mismas en la pedorra de Bridget cada vez que mete la pata, tan sólo estas últimas, las lesbianas y bisexuales, se sentirán afines a mí cuando les cuente mis intentos frustrados de encontrar a la mujer —la persona, al fin y al cabo— que me haga feliz. Se supone que la búsqueda es la misma en cualquiera de los casos, ¿no?
Y eso es algo que me enerva sobremanera. Y, aunque muchos me tachen de ingenua, no dejaré de quejarme hasta que no vea que los heterosexuales en masa leen libros y ven películas con protagonistas homosexuales y lo hacen sintiendo que esos caracteres son sus iguales y no sólo un experimento sociológico que acometen para satisfacer su curiosidad morbosa. O para aparentar modernidad y mente abierta, lo cual diría que es aún peor.
En cuanto a la segunda cuestión… Permíteme que primero me eche a reír lanzando estentóreas carcajadas. ¿Que las lesbianas lo tenemos más fácil? ¿Que las mujeres nos comprendemos entre nosotras? ¿Qué jugamos en el mismo equipo? ¿Que somos fieles, monógamas, detallistas, buenas amantes? ¿Que anteponemos las emociones y sentimientos al sexo? ¿Qué cuando nos emparejamos es por siempre jamás? ¡Y una leche!
Claro que salir con otras mujeres tiene sus cosas buenas. Una mujer sabe exactamente a qué te refieres cuando tus labios pronuncian: «Creo que me va a venir la regla». Una mujer no suele poner el grito en el cielo si cuando te vas a la cama con ella ve que no has podido depilarte… incluso puedes descubrir que a ella tampoco le ha dado tiempo a hacerlo. Y en el sexo con otra mujer siempre es agradable dejarse llevar en lugar de acometer todos tus movimientos con la urgencia obsesiva que les imprime un hombrecito que, desde que le das el primer beso, no piensa más que en ensartarte con su (cree él ingenuamente) poderosa verga cuanto antes.
Sí, indudablemente sentirte atraída por el sexo femenino siendo mujer es algo distinto, divertido y positivo. Sin embargo no es el camino de rosas que se imaginan las heterosexuales. Estas señoritas olvidan que cada persona (o personaje) es siempre un mundo en sí mismo y que no por el mero hecho de acudir al mismo servicio en caso de incontinencia urinaria vas a comprender mejor a tu pareja o te va a comprender mejor ella a ti.
Pero nada, ahí siguen ellas, apalancadas en sus trece. Cada vez que un tío les juega una mala pasada, las putea o simplemente cuando se indignan porque ellos prefieren gastar el domingo viendo fútbol o carreras de motos (si supieran la cantidad de lesbianas que también tiene esa dichosa afición y que incluso también folla con los calcetines puestos…), ¡hala!, ellas van y sueltan la recurrente frasecita: «Me voy a hacer lesbiana. Seguro que así lo tengo más fácil».
Las mataría, de verdad. Las mataría, les arrancaría su heterosexual hígado y me lo comería crudo con un buen Chianti, incluso puede que llamase a Hannibal Lecter para compartir el plato.
Además, ¿qué es eso de «me voy a hacer lesbiana»? Como si ser lesbiana fuese algo tan sencillo como ir a la peluquería a que te hagan un corte de pelo a la moda (vete tú a saber cuál). «Oye, mira, me cortas un poco las puntas y luego me lo tiñes de caoba y me lo peinas un poco, así, que me quede un poco como más, no sé, como más lesbiana». ¡Por favor! Ya me gustaría a mí verlas un sábado a las tres de la mañana en el Escape, sudando la gota gorda, aferrando en la mano una copa de hielos derretidos para que nadie te la tire y luchando a brazo partido por ese trozo de baldosa que —crees que— te corresponde mientras observas atónita cómo la chica que hasta hace quince minutos te tiraba los trastos está ahora metiéndole la lengua hasta el esófago a una tía que, de tanto venir al bar, ya forma parte del mobiliario y a la que, puesto que desconoces su nombre, bautizaste tiempo atrás como «la del problema de transpiración» (por razones tan obvias que no es necesario explicar aquí). Ya verías tú cómo volverían corriendo despavoridas a refugiarse en los seguros brazos de sus hombres de las cavernas.
Y no es que me caigan mal las heterosexuales, al contrario, me parecen de lo más entrañable. Además, hay muchas que están muy buenas… En fin, bromas aparte, de verdad te digo que no acabo de entender ese empeño que ellas tienen en afirmar que ser lesbiana es más cómodo cuando esa es una realidad que, en la mayoría de los casos, no conocen ni de lejos. Con lo sencillo que sería dedicarse cada una a sus menesteres, las heteros con sus chicos (que los hay muy majos y sensibles… o eso dicen) y las bollos a nuestras tareas de repostería (a las que siempre se apuntará alguna que otra hetero, que las hay muy golosas).
Aunque no te dejes confundir por mi tono irónico. Adoro a las mujeres. A todas ellas. Heteros, lesbianas, bisexuales, murcianas, venusianas e incluso del Atleti (quizá las de Nuevas Generaciones me den un poco de repelús, pero mientras en sus juegos sexuales no pretendan incluir bigotitos ni himnos horteras como parte de la ambientación, todo irá tan bien como se supone que fue el país durante «aquellos» años). Me encantan, de verdad. Y no sólo porque no me gusten los hombres (sexual y sentimentalmente hablando, por supuesto). Las mujeres me fascinan, me cautivan, me subyugan, me excitan, me ilusionan, me cabrean, me marean, me hastían, me contrarían, me confunden (incluso más que la noche), me sacan de mis casillas y me hieren para luego mirarme con ojos tiernos y volverme a enamorar. Y aún y así nunca se me ocurriría decir: «Me voy a hacer heterosexual. Seguro que así lo tengo más fácil». Qué va, qué va. Ese peinado me sentaría fatal…
Luego está el tema de la llamada literatura lésbica. Si hay algo que me jode de esas historias de lesbianas es su gravedad. Me refiero a que tú coges cualquiera de esos libritos de imitadoras sáficas de Corín Tellado y ¿qué es lo que te encuentras? Relatos de amores sufridos, correspondidos o no correspondidos, con final feliz o sin él, protagonizados por niñas monísimas de la muerte que tienen unos trabajos de la hostia y una cuenta corriente que les permite hacer continuas escapaditas a bucólicos parajes donde van con la novia de turno, otra niña monísima de la muerte y profesión liberal, a hacer el amor durante horas y horas, lánguidas horas, tiernas horas, placenteras horas repletas de orgasmos sublimes, cósmicos, que elevan su percepción espiritual y las unen hasta el infinito y más allá… Porque esa es otra, las lesbianas no follan. No, señorita, está usted muy equivocada. Las lesbianas hacen el amor. Siempre. Los gays follan. Los heteros practican el coito. Los animales copulan. ¿Y las lesbianas? Las lesbianas hacen el amor. Claaaro.
Y yo me pregunto en qué país vivirán esas escritorzuelas de novelas lésbicas —sí, sí, con acento, no son novelas, son novelas lésbicas—. Porque yo, aunque, modestia aparte, no estoy nada mal y mi trabajo (en una agencia de publicidad, vale, lo admito, es una profesión liberal pero ¿qué queréis? Es a lo que me dedico…) me da para bastante más que para comer y pagar el alquiler, llevo años sin hacer el amor. Y no será porque mi vida sexual no sea muy activa y, en algunos momentos, altamente satisfactoria. Y oye, que tampoco me quejo. Llevar casi cinco años sin una relación a la que poder considerar como tal no es algo que me quite el sueño. Casi diría que más bien es al contrario. Cuantas más mujeres conozco tantas o más son las ganas que me entran de comprarme un perro.
Porque anda que no hay lesbianas raritas… Supongo que tantas como habrá entre heteros pero claro, como ellas son más (aunque, entre tú y yo, creo que no muchas más) lo disimulan mejor. Si yo te contara la cantidad de zumbadas con las que me he ido encontrando a lo largo de la última década, te aseguro que alucinarías pepinillos en technicolor. Si en algún momento he llegado a dudar de mi verdadera orientación sexual no ha sido por una cuestión de autoaceptación o de discriminación social. Si he vacilado en la convicción de mi deseo por las mujeres ha sido justamente a causa de ellas, por no acabar de encontrar a una con más de dos dedos de frente y algún indicio de inteligencia dentro de la mollera.
Espera. Voy a parar un momento porque me estoy dando cuenta de que quizá haya muchas que puedan malinterpretar mis palabras. No estoy menospreciando ni denostando a las lesbianas, nada más lejos de mi intención. Y tampoco es que me considere infalible ni con derecho a generalizar sobre un grupo social tan amplio y diverso. Tan sólo me limito a constatar un hecho: hay muchas lesbianas a las que les falta un tornillo. Hay otras muchas a las que no, es obvio, y a lo largo de los últimos diez años también me he cruzado con mujeres que, además de ser lesbianas, eran excelentes personas, equilibradas, encantadoras, simpáticas, inteligentes y divertidas. Lo que pasa es que a la hora de irme a la cama con algunas me ha tocado la china. Mala follá que tiene una. Y nunca mejor dicho.
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