El pasaporte se guarda en el bolsillo interior del abrigo
Cuando los chicos del cine volvieron a la aldea, Aliide le dijo a Martin que quería ir a ver una película con él. Su marido se sorprendió gratamente, ya que la vez anterior no había acudido con el pretexto del asma.
—¿Bailarás conmigo después?
—¡Claro que bailaré con mi palomita!
En la sala hacía calor. Aliide escogió un sitio debajo de una ventana entreabierta. De fuera llegaba el ruido del generador. Intentaba fijarse en quiénes estaban bebidos, y la verdad es que había muchos. ¿Cuál sería la presa más fácil que perdería el pasaporte con ayuda de Aliide? En el desfile del Primero de Mayo que se veía en pantalla, la gente marchaba feliz, los líderes del Kremlin se habían agrupado en la azotea del mausoleo para saludar con la mano al público, que les devolvía el saludo. ¿Tal vez Heino Kokka? Un hombre simple, que tiempo atrás había conseguido el alta del psiquiátrico de Seevald y recibía una pequeña pensión por invalidez. Acabó el documental y dio comienzo la película La generación de los vencedores. ¿O tal vez Kalle Rumvolt? No, Kalle era miembro del koljós y en el pasaporte venía su domicilio. No lograba decidirse, y a fin de cuentas tampoco sabía qué tipo de control se ejercía sobre la gente y cómo eran las rondas de inspección de Tallin. Tal vez, a pesar de los jamones y la miel llamarían para confirmar qué clase de hombre era en realidad el que solicitaba un puesto de trabajo. Sin el sello que autentificara el nuevo domicilio no funcionaría, de ninguna manera, pero Hans no podía ir a buscar el sello de la milicia bajo ningún concepto. Era una idea totalmente descabellada. ¿Por qué te marchas? ¿Adónde vas a ir? Y más aún, ¿qué ocurriría si Hans reuniera documentos a nombre de Kalle Rumvolt y allí hubiese alguien que lo conocía? El plan estaba condenado al fracaso ya desde el principio, así que Aliide era igual de estúpida que aquella tonta ordeñadora que se comía con los ojos al ayudante del proyeccionista mientras flirteaba con él al fondo de la sala y se ahuecaba el pelo con las manos. La carne flácida de aquellos brazos regordetes palpitaba para el muchacho al son de su corazón, como si fuese un flan.
Necesitaban el pasaporte de alguien de Tallin.
La película terminó y empezó el baile. Ruidos y apretujones, a veces olor a alcohol. La ordeñadora soltaba sus risitas nerviosas rondando otra vez a los chicos de las películas. Aliide respiraba con dificultad, los planes estúpidos le daban ganas de llorar. Le dijo a Martin que quería volver a casa y se abrió paso entre la multitud hacia la puerta. Una vez fuera, se paró a tomar aliento y entonces ocurrió. El incendio. Martin gritaba órdenes, la gente salía de estampía. Era un caos. Martin intentaba poner orden en medio de la confusión. En ese momento, sacaron al ayudante del proyeccionista tosiendo y lo colocaron justo a los pies de Aliide.
El muchacho era de Tallin.
El muchacho sólo llevaba puesta la camisa.
El muchacho se había quitado el abrigo de lana antes de que empezase el primer acto, y luego se había remangado bajo la insistente mirada enamorada de la ordeñadora. ¿Dónde guardaría un hombre como aquél, que se movía constantemente de un lugar a otro, su pasaporte? ¿En qué otro sitio que no fuera el bolsillo interior de su abrigo?
Aliide se precipitó dentro del edificio.