¿Por qué Hans no puede querer a Aliide?
La mirada de Hans se replegó hacia su interior. Los días en que podía quedarse más tiempo en la cocina porque Martin pasaba fuera toda la noche, se dedicaba a leer los periódicos o a jugar con Pelmi. De vez en cuando, miraba de reojo a Aliide, después apretaba la barbilla contra el pecho y se abrazaba, como intentando proteger algo que llevara dentro. De la barba le colgaban briznas de paja seca, pues ya no se preocupaba de arreglársela. Aliide hacía ruido con sus tarros, observaba el estado de sus ungüentos, e intentaba que Hans bebiese infusiones que le sentarían bien. Dejaba las hierbas dentro del tazón con agua caliente durante horas, pero él no las quería. Aliide intentaba mantener la calma, limpiaba aquí y allá con un trapo, avivaba el fuego de la cocina, se entretenía haciendo un poco de todo, lavaba la ropa y preparaba tanta comida para las gallinas, que éstas, tras vaciar su recipiente, se quedaban medio adormiladas el resto del día.
Hans ya no le mencionaba sus visiones. Quizá el comportamiento de Aliide lo había irritado o tal vez tuviera miedo de que a ella le pareciesen una amenaza, a saber. Aliide intentaba dilucidar cómo preguntarle sobre el asunto, pero no descubría el modo. ¿Qué tal Ingel? ¿Has visto a Ingel últimamente? ¿Sigues teniendo aquellas pesadillas? No, no, eso no. ¿Y cómo iba a predecir la reacción de él ante una pregunta mal formulada?
Tenía que sacar a Hans de allí antes del invierno, pues entonces ella no podría saltar por la ventana de su habitación y escapar, ya que las huellas quedarían impresas en la nieve. Podría robarle un pasaporte en blanco a un miliciano, pero ¿sería capaz de rellenarlo de forma que pareciese auténtico? Tenía que buscar a alguien que supiese hacerlo, mas ¿dónde? Menuda noticia, cuando detuvieran en el bosque a la esposa de un dirigente del Partido, que buscaba en el refugio de los bandidos a un falsificador. O que empezasen a correr habladurías sobre cómo iba de aquí para allá por la aldea preguntando por un buen falsificador de documentos. No, el pasaporte tenía que conseguirlo de alguien vivo. O lograr que alguien perdiese el suyo.
—Hans, si me hago con un pasaporte…
—¿Y ese «si» a qué viene? Ya me lo habías prometido.
—¿Harás lo que te diga, e irás a donde te mande?
—¡Sí!
—En Tallin necesitan obreros. Y las fábricas tienen sus propios albergues. No creo que pueda conseguirte una vivienda, hay mucha escasez, pero una plaza en un albergue sí que podría. El ferrocarril, la construcción naval… hay distintas alternativas. Y si les llevo al encargado y al director del albergue un cerdo del koljós, ni siquiera te preguntarán quién eres ni de dónde vienes. E iría a visitarte. ¡Piénsalo, podríamos ir a pasear al parque o a la playa y muchas más cosas! ¡Como ir al cine! ¡Imagínatelo, podrías pasear igual que cualquier hombre libre! Estar fuera, ver gente…
—Pero podría tropezarme con alguien conocido.
—Nadie te reconocerá con esa barba.
—Se puede reconocer a la gente por cosas tan sorprendentes como la postura del cuello o la manera de andar.
—Hans, hace años que nadie te ve. Nadie se acuerda de ti. Dime, ¿no es una idea estupenda?
—Una idea estupenda, sí —contestó él con la mirada clavada en la silla de Ingel.
Fue como si le hubiese guiñado un ojo.
Aliide descolgó su chaqueta de trabajo con brusquedad y se encaminó al establo de las vacas. Tenía la mirada fija en el mango de la horquilla cuando Hans entró tras ella y subió al altillo. Un sudor salado le corría por las pestañas, la boca le sabía a paja. Llenó la carretilla del estiércol y después subió a empujar las balas de heno a su sitio delante de la puerta del cuartucho del altillo. Mientras lo hacía, su columna crujió otra vez. ¿Qué había hecho Leida Haameri cuando su hijo había empezado a aparecérsele en sueños? A su hijo lo habían rodeado en el refugio mientras intentaba escapar y había salido corriendo sin botas. Lo habían enterrado así, descalzo. Leida había soñado lo mismo todas las noches. Su hijo se le aparecía y se quejaba de que tenía frío en los pies. Maria Kreeli le había aconsejado que comprase unas botas que hubiesen servido al hijo, y que la siguiente vez que se celebrase un entierro en la aldea las metiese dentro del ataúd con una etiqueta que llevase el nombre de su hijo. Las pesadillas se acabaron en cuanto Leida logró meter las botas con su etiqueta en una tumba. Pero Ingel estaba viva. ¿Cómo había que proceder con los vivos? ¿O aquellas apariciones significaban que Ingel había muerto?
Por la noche, metió en la chimenea el pedazo de la colcha nupcial de Ingel que había guardado, esperando que se ahumase lo suficiente.