Aliide casi empieza a querer a la muchacha
Aliide se acercó al cuartucho y deslizó suavemente los dedos por el armario y por la pared de al lado. Luego, empezó a mover el mueble, muy despacio, centímetro a centímetro. Oía el crujir de su columna, el chasquido de sus articulaciones. Se notaba todo el esqueleto, como si el tacto se le hubiese trasladado a los huesos y la carne se le hubiese vuelto insensible.
Una familiar suya. Una muchacha rusa. Una muchacha que parecía rusa. En su familia había pues muchachas rusas. No sólo pequeñas pioneras como Talvi, no sólo las que llevaban lazos en el pelo más grandes que la propia cabeza y faldas cortas, sino rusas de verdad, rusas que venían en busca de una vida mejor, para enredar las cosas y para querer y exigir, rusas que eran exactamente iguales que el resto de los rusos. Linda no debería haber tenido hijos. Y ella tampoco. Nadie de su familia debería haber tenido descendencia. Bastaba con que se hubieran limitado a vivir su propia vida hasta el fin.
Aliide se enderezó, dejó el armario, vertió más vodka en el vaso, lo apuró de un trago y se limpió con la manga. Como los rusos. Todavía no tenía claro cómo comportarse ni qué hacer. Olfateó la fragancia del abedul, se acordó del olor del agua hervida con ramas de abedul que Ingel utilizaba para lavarse el cuerpo y el pelo, aquel olor empalagoso que flotaba en el aire cuando Ingel se deshacía las trenzas. Ni el segundo vaso de vodka consiguió que desapareciera el aroma. Sintió náuseas. Sus pensamientos se ensombrecieron de nuevo, empezaron a darle vueltas en el cráneo como si estuviesen en una cueva vacía; se aclaraban por un instante, pero enseguida empezaban a fluctuar de nuevo. Se percató de que estaba pensando en ella como en «la chica», pues inexplicablemente había olvidado su nombre, no lograba pronunciarlo. El miedo de aquella muchacha era auténtico. Su huida tenía que ser auténtica. Los mafiosos eran auténticos. No estaban interesados en ella, sino en la muchacha. Tal vez la historia que le habían contado fuera cierta, tal vez el destino la había llevado hasta Tallin y tal vez había matado a un cliente para huir después, sin conocer mejor lugar donde esconderse. Era una historia verosímil. Tal vez, a fin de cuentas, no quería nada. Sólo escapar. Quizá fuera así. Ah, Aliide sabía lo que se sentía cuando tu único deseo es escapar. Martin había querido dedicarse a la política, pero ella no, aunque siempre había desfilado al lado de su esposo. Tal vez la historia de la muchacha fuese igual de simple. Pero tenía que desembarazarse de ella, no quería que los mafiosos volviesen. ¿Qué podía hacer, pues? Tal vez nada.
Si nadie iba a echarla de menos, quizá pudiese limitarse a cerrar las tomas de aire del cuartucho.
Le iba a estallar la cabeza. Las cortinas flameaban con desesperación, los ganchos tintineaban, la tela se sacudía. El crepitar del fuego había cesado, el tictac del reloj había sido silenciado por el viento. Todo se repetía. Aunque el rublo se había convertido en corona, aunque los vuelos militares que la sobrevolaban habían ido a menos y las mujeres de los oficiales ya no hablaban tan alto, aunque desde los altavoces del Pitkä Hermann sonaba sin cesar el himno de la independencia, siempre había una nueva bota de cuero curtido al cromo, siempre llegaba una bota nueva, igual o diferente, pero que siempre pisaba la garganta del mismo modo. Las trincheras se habían cubierto de tierra y vegetación, los casquillos en los bosques se habían oscurecido, los refugios subterráneos se habían derrumbado, los caídos se habían descompuesto, pero ciertas cosas no cambiaban.
Aliide tenía ganas de descansar, de dejar caer su pesada cabeza sobre la almohada. La puerta del cuartucho quedaba a su derecha, la chica se había callado. Bajó la olla de tomate y cebolla al suelo, tenía que enlatar la conserva mientras estuviera caliente, pero le parecía imposible acometer una tarea tan grande, los pendientes le pesaban en las orejas, el graznar de unas cornejas que peleaban penetraba en la casa. Aún tuvo fuerzas de meter el rábano picante en un bote, vertió vinagre y enroscó la tapa. No tocó los tomates y ajos que aún tenía que trocear, se lavó las manos en agua ya usada, se las secó en los bajos del delantal, salió y fue a sentarse en el banco, bajo los abedules del jardín; delante había plantado gladiolos, las flores de los rusos. Las cornejas seguían peleando más allá, en los sauces blancos.
La muchacha sabía mentir mejor de lo que Aliide lo había hecho nunca. Era una verdadera experta.
Casi había empezado a quererla.
La nieta de Hans.
Tenía la nariz de él.
¿Qué habría querido Hans que hiciese? ¿Cuidar de ella como ya antes le pidió que cuidase de Ingel?