1992, oeste de Estonia

Zara encuentra flores secas en el cuartucho

Aunque mantenía la oreja pegada a la puerta, no llegaba sonido alguno de la cocina. La radio estaba muda, sólo oía el dolor que latía en sus sienes. En los últimos minutos se había provocado dolor de cabeza a base de dar cabezazos contra la puerta; una completa estupidez. Así no conseguiría que Aliide le abriese. Paša y Lavrenti volverían, estaba claro. Pero ¿entrarían? Obligarían a la anciana a hablar, o quizá ella confesaría voluntariamente. Tal vez les pediría dinero para hacer arar sus campos. Aliide se había quejado de que ahora que se podía comprar alcohol sin cartilla de racionamiento ya no tenía con qué pagar a los pocos hombres en condiciones de trabajar que aún quedaban. Zara no lograba adivinar cómo reaccionaría la anciana. En el bolsillo tenía una manzana y un par de bellotas que se había guardado para llevárselas como regalo a su abuela, semillas de Estonia. ¿Podría dárselas algún día?

Se puso en pie. Aunque el ambiente estaba viciado, notaba que por algún lado entraba aire. En una esquina había unas cestas y una manta, y bastante sitio para moverse. Como no se atrevía a andar a ciegas, primero tanteó con el pie, y al empujar las cestas algo tintineó. Tiró del objeto hacia sí con el pie. Era un plato. Al lado de las cestas había papeles, periódicos. Un florero con flores secas y, encima, un estante estrecho con una palmatoria que aún conservaba restos de una vela. Sobre el estante había una alcayata de la que colgaba un marco o un espejo. Pasó los dedos por la madera y el pulgar dio con un soporte, detrás del cual sobresalía un papel, la esquina de una libreta. ¿Para qué habrían usado aquel cuarto? ¿Por qué tenía un armario delante?