1992, oeste de Estonia

Zara busca un camino que tiene al final más sauces blancos de lo normal

El mapa era confuso, y sin embargo encontró la estación de ferrocarril de Risti. Desde allí, cogió la carretera que según sus cálculos iba a Koluveri. Al principio del camino corrió, tenía que alejarse cuanto antes de la zona habitada, aunque las luces no estuviesen encendidas. Los perros ladraban casa por casa, y los ladridos la siguieron hasta que la carretera de Koluveri se abrió ante ella. Entonces aminoró el paso para poder aguantar hasta el final, pero aun así caminó a buen ritmo. Calculó sobre el mapa que le quedaban unos diez kilómetros. De vez en cuando, se paraba y fumaba un cigarrillo. Le había robado al viejo una caja de cerillas; en la tapa había un anciano sonriendo y tocado con un sombrero parecido a una chistera, aunque en la oscuridad no se distinguía bien. El bosque respiraba y tosía alrededor de Zara, el sudor se le enfriaba y calentaba, y en cada alto le parecía como si la difunta princesa de Koluveri le echase el aliento en la nuca. Se llamaba Augusta, la abuela le había hablado de ella; había ido desde Risti hasta el castillo de Koluveri con los ojos hinchados de tanto llorar y allí se había suicidado. En la habitación donde había muerto, siempre hacía más frío que en las otras estancias y por sus paredes corrían las lágrimas de Augusta. Las nubes negras avanzaban como barcos de guerra, la luz de la luna deslumbraba. La humedad se filtraba en las zapatillas, y a veces se imaginaba que oía un coche, así que se precipitaba en el bosque, y las zapatillas se le hundían en la cuneta y los cardillos le arañaban la piel. La carretera no tenía desvíos, pero sus pensamientos se cortaban y enlazaban, se iluminaban y oscurecían. Olisqueaba en busca de olor a pantano. Cerca, en algún lugar, tenía que haber un pantano. ¿Cómo eran los pantanos de Estonia? ¿Encontraría la casa correcta? ¿Quién viviría en ella? ¿Existiría siquiera esa casa? Y en caso negativo, ¿qué haría después? Su abuela le había contado que corrían muchas habladurías sobre la muerte de Augusta. Decían que tal vez no había sido un suicidio. Tal vez la habían matado. Según el médico, la princesa había muerto por un trastorno hemorrágico hereditario, pero nadie se lo creía, porque antes de su muerte se habían oído los terribles gritos de una mujer procedentes del castillo, que habían petrificado de miedo a los campesinos en los campos, las vacas habían dejado de dar leche y las gallinas no habían puesto huevos durante una semana. Zara apretó el paso, las suelas de sus zapatillas volaban, sus pulmones se hinchaban. Unos decían que la zarina se había puesto celosa de la guapa princesa y había mandado apresarla. Otros opinaban que la habían llevado al castillo de Koluveri para ponerla a salvo del loco de su marido. Sea como fuere, la princesa había muerto prisionera, gritando en su desgracia. El mapa ya había desaparecido de la mente de Zara, aunque era simple y había intentado memorizarlo. O quizá era tan simple que no tenía nada especial que memorizar, pero aun así ya no pensaba en él. ¿Por qué nadie había ayudado a la princesa? ¿Por qué nadie la había sacado del castillo, ya que todos habían oído su llanto? Ayúdame, Augusta, ayúdame a encontrar mi destino. Ayúdame, Augusta, repetía para sí, y los rostros de Augusta, de Aliide y la abuela se mezclaban en uno solo y no se atrevía a mirar a los lados, porque los árboles del bosque se movían, sus ramas se estiraban hacia ella. ¿Querría Augusta que la acompañase para siempre en los pantanos por los que ella deambulaba? La neblina matinal empezaba a pegarse a sus mejillas, tenía que correr más rápido, tenía que llegar antes del alba o toda la aldea la vería. Debía inventarse alguna historia para la persona que ahora vivía en la casa de la abuela. Y después buscaría a Aliide Truu; tal vez el morador de la casa pudiese ayudarla. También tenía que inventarse una historia para Aliide, pero lo único que ocupaba ahora su mente era la princesa Augusta, la historia de una mujer loca y ahogada por el llanto. Tal vez ella misma también estuviera loca, porque ¿quién aparte de una enajenada correría por una carretera desconocida a través de un bosque, en pos de una casa de la que sólo había oído hablar y sobre cuya existencia no podía estar segura? Una franja de sembrado. Una casa. Pasó corriendo por delante. Otra casa. Una aldea. Perros. Los ladridos se sucedían de una casa a la otra. Los pajares, las casas, los establos y los baches de la carretera latían en el fondo de sus ojos descompasados con su pulso. Intentó caminar por la cuneta, pero se enganchó en los alambres de espino y en un arbusto de moras, se soltó, volvió a la carretera, el olor húmedo de la piedra caliza, baches y charcos en la calzada, tenía que correr más rápido de lo que ladraban los perros. La bruma matutina se pegaba a su piel, la neblina en las membranas de sus ojos, la noche apartaba poco a poco su cortina de oscuridad, el perfil de una aldea irreal se recortaba contra el horizonte, jadeaba a su alrededor. Al final del camino que llevaba hasta la casa habría muchos sauces blancos. Más de lo normal. Y justo donde comenzaba el camino, un gran bloque de piedra. ¿Empezaría la historia de Zara, su nueva historia, junto a la verja de aquella casa?