Zara mira por la ventanilla y siente la llamada de la carretera
El cliente llevaba un anillo lleno de púas alrededor de la polla y algo más, aunque Zara no recordaba qué. Tan sólo se acordaba de que primero les habían atado un consolador a cada una y luego ella tuvo que follar con Katia y Katia follar con ella. Después Katia tuvo que mantener a Zara bien abierta para que el hombre le metiese el puño. Luego, Zara ya no podía recordar nada.
Por la mañana era incapaz de sentarse y de andar, sólo podía quedarse acostada fumando cigarrillos Prince. No se veía a Katia por ninguna parte, pero no podía preguntar por ella, ya que Paša seguro que se enfadaba. Tras la puerta se oía a Lavrenti diciéndole a Paša que ese día Zara sólo podría hacer mamadas. Él no estaba de acuerdo. Cuando abrieron la puerta y Paša entró en la habitación, le ordenó que se quitase la falda y se abriese de piernas.
—¿Te parece que ese coño está en condiciones?
—Vaya negocio de mierda. Manda venir a Nina y dile que le dé unos puntos.
Nina llegó, le dio los puntos, unas pastillas y se marchó llevándose consigo su sonrisa pintarrajeada con lápiz de labios rosa pastel. Lavrenti y Paša estaban sentados al otro lado de la puerta, en su sitio de siempre. Lavrenti hablaba de las rosas que le había mandado a su mujer, Verotska. Pronto sería su vigésimo aniversario de bodas y se irían de viaje a Helsinki.
—Después dile a Verotska que se venga también a Tallin. Nosotros de todas maneras estaremos allí —dijo Paša.
¿Tallin? Zara pegó bien la oreja a la ranura de la puerta. ¿Paša estaba diciendo que iban a ir a Tallin? ¿Cuándo? ¿Sería un engaño de su mente? ¿Lo habría entendido mal? No, una cosa así no podía entenderse mal. Los hombres comentaban que pronto estarían en Tallin, lo que tenía que ser inminente, ya que se referían al aniversario de Lavrenti y al regalo de Verotska, para lo que no faltaba mucho.
El letrero luminoso del edificio de enfrente tenía forma de trébol de cuatro hojas, la punta de su cigarrillo brilló como una linterna; todo estaba muy claro. Zara palpó la fotografía de su bolsillo secreto dentro del sujetador.
La siguiente vez que Lavrenti estuvo sentado solo junto a la puerta, Zara aprovechó para llamarlo. Él abrió y la miró desde el umbral, con las piernas separadas, el cuchillo en una mano y una madera a medio tallar en la otra.
—¿Qué pasa?
—Lavruusa… —Zara utilizó su diminutivo cariñoso para mostrarse amable—. Lavruusa, querido, ¿tenéis planes de ir a Tallin?
—¿Y a ti qué te importa?
—Hablo estonio bastante bien.
Lavrenti no dijo nada.
—El estonio se parece un poco al finés, y allí hay muchos clientes finlandeses. Y puesto que ambas lenguas son bastante semejantes, podría trabajarme a los clientes estonios como a los rusos y alemanes, igual que aquí, y además también a los finlandeses.
Lavrenti siguió callado.
—Lavruusa, las chicas me contaron que allí van muchísimos finlandeses. Y aquí estuvo un finlandés y dijo que en Tallin las chicas son mejores y que él mismo prefiere ir allí. Hablé estonio con él y me entendió bien.
En realidad, el tío había hablado en una mezcla de finés, alemán e inglés, pero Lavrenti no podía saberlo. El finlandés, muy orgulloso de pie al lado de la ventana, con los calcetines puestos pero sin pantalón, le había dicho: «Girls in Tallinna are very hot. Natasha, girls in Tallinna. Girls in Russia are also very hot. But girls in Tallinna, Natashas in Tallinna. You should be in Tallinna. You are hot, too. Finnish men like hot Natashas in Tallinna. Come to Tallinna, Natasha».
Lavrenti se fue sin decir nada.
Al cabo de unos días, la puerta se abrió de golpe y Paša le propinó una patada en el costado.
—Venga. Nos vamos.
Zara se hizo un ovillo en una esquina de la cama. Paša la agarró de una pierna y la tiró al suelo.
—Vístete.
Ella se levantó y empezó a vestirse rápido, tenía que apresurarse ahora que se lo habían ordenado. Paša salió de la habitación y gritó, una de las chicas chillaba, Zara no reconoció la voz. Por el ruido parecía que Paša estuviese pegándole. La chica chilló más fuerte todavía, Paša volvió a golpearla y la chica calló. Zara se puso otra camiseta más, comprobó que la fotografía estuviese dentro del sujetador, metió un pañuelo y una falda en el bolsillo de la chaqueta y se llenó el bolsillo interior de tabaco, popper y analgésicos, ya que no siempre se los daban aunque los necesitase. En otro bolsillo metió maquillaje y en otro más azucarillos, porque no siempre se acordaban de darle de comer. Y también la insignia de pionero. Se la había llevado de Vladivostok porque se sentía orgullosa de haberla recibido, y seguía llevándola encima aunque los clientes cambiaban y las noches pasaban. Era su talismán contra todo mal. Una vez, Paša se la había arrebatado, se había reído y se la había devuelto tirándosela con desdén.
—Vale, con eso sí que te puedes quedar. —Y había continuado riendo—. Pero primero tienes que darme las gracias.
Entonces, Zara se había desnudado para agradecérselo.
Paša dejó la puerta abierta. Había unas chicas nuevas que se apiñaban en un grupo al que Lavrenti estaba sacando a empujones al patio, donde esperaba un camión. Se oían lloriqueos. El viento soplaba con fuerza incluso en el interior del patio y acariciaba el cuerpo de Zara; era una sensación maravillosa, y aspiró los gases del tubo de escape y el viento. La última vez que había estado al aire libre había sido cuando la habían llevado allí.
Lavrenti le hizo señas con la mano y la mandó subir al Ford, estacionado detrás del camión.
—Nos vamos a Tallin.
Zara le sonrió y subió de un salto. Tuvo tiempo de reparar en la expresión asombrada de Lavrenti, pues era la primera vez que ella le sonreía.
Esta vez no la esposaron. Sabían que no pretendería escapar.
En todas las fronteras había colas. Tras echar una ojeada con fastidio, Paša se iba a arreglar la situación. Cuando terminaba, volvía al coche, donde esperaban Lavrenti y Zara, pisaba el acelerador y adelantaba a la cola casi volando, cruzaba la frontera y el viaje continuaba. Desde Varsovia por Kuznirca hasta Grodno, Vilna y Daugavpils, y todo el camino a gran velocidad. Zara iba con la nariz pegada a la ventanilla. Se acercaba Estonia, los pinos pasaban volando, las lecherías, las fábricas, los postes de teléfono y las paradas de autobús, los campos, un huerto de manzanos donde pastaban vacas. Hacían breves paradas de vez en cuando, y Lavrenti le llevaba comida a Zara de algún puesto. De Daugavpils fueron a Sigulda, donde se detuvieron porque Lavrenti quería mandarle una postal a Verotska y sacar unas fotografías. Las amigas de su mujer habían estado allí años atrás, y le habían traído un bastón de madera como recuerdo, con la palabra «Sigulda» grabada a fuego junto a unos dibujos ornamentales. Verotska, por entonces embarazada, no había podido acompañarlas, pero ellas le habían contado que los sanatorios de Sigulda eran maravillosos. ¡Y el valle del río Gauga! Lavrenti bajó para preguntar por dónde se iba y le dijo a Paša que parase justo donde empezaba el teleférico.
Dejaron el coche algo apartado de la taquilla, debajo de unos árboles.
—La chica también podría venir.
Zara se sobresaltó y miró a Paša.
—¿Tú estás loco o qué? ¡Vete ya! ¡Y no tardes!
—No va a intentar nada.
—¡Que te vayas, joder!
Lavrenti se encogió de hombros como diciéndole a Zara que otra vez sería y se encaminó a la taquilla. Ella lo observó alejarse y aspiró profundamente el olor de Letonia. El suelo estaba lleno de envoltorios de helado. En aquel lugar reinaba aún una atmósfera de niños en vacaciones y familias reunidas, de festones en las faldas de las esposas de los líderes del Partido, del entusiasmo de los pioneros y el sudor de los atletas soviéticos. Lavrenti les había contado que su hijo había estado allí entrenándose, igual que el resto de deportistas de élite soviéticos. ¿Era su hijo atleta? Zara tendría que memorizar lo que decía aquel hombre. Podría serle útil. Debía lograr que confiase en ella, podría convertirse en su favorita.
Paša tamborileaba en el volante. Tap, tap, tap. Las tres cúpulas que llevaba tatuadas en el dedo corazón de cada mano daban saltitos. El año 1970 ondeaba también al son del tamborileo; en cada dedo había una fecha de un azul ya desvaído. ¿Sería su fecha de nacimiento? Zara no lo preguntó. De vez en cuando, él se hurgaba el oído. Sus lóbulos eran tan pequeños que en realidad casi no tenía. Zara observaba la carretera, midiéndola. Si echaba a correr, no llegaría muy lejos.
—¡Los chicos de Perm ya están esperándonos en Tallin!
Tap, tap, tap.
Paša estaba nervioso.
—¿Dónde se habrá metido ése? ¿Por qué demonios tarda tanto?
Tap, tap, tap.
Sacó dos botellas de cerveza, las abrió y le dio una a Zara, que bebió con ansia. Al otro lado de la ventanilla, la carretera la llamaba, pero Estonia estaba cerca. Paša bajó del coche, dejó la puerta abierta y encendió un Marlboro. Un soplo de aire le secó el sudor. Una familia pasaba por allí. Turaida pils, canturreaba el niño, el letón resonaba, frizetava, la mujer se ahuecó el pelo reseco, el hombre negó con la cabeza, particas veikas, la mujer asintió, cucurs, la voz se elevó, piens, maize, apelsinu sula, los ojos de ella se fijaron en Zara, que desvió la mirada y se reclinó contra el respaldo, la mujer no se detuvo, es nesprotu, la falda plisada ondeaba con ligereza, siers, degvins, los dedos de los pies de la mujer rozaban la tierra entre las tiras de cuero de las sandalias. Pasaron de largo, las anchas caderas desaparecieron bamboleándose, la fragancia de su eau de cologne llegó hasta el coche; una familia normal y corriente desaparecía en el teleférico y Zara seguía sentada en aquel coche que olía a gasolina. No, no podía gritar, no podía hacer nada.
La carretera estaba desierta. Los arbustos brillaban al sol. Una motocicleta con sidecar los adelantó con un zumbido y la carretera volvió a quedarse vacía y ardiente. Zara rebuscó un Valium en su sujetador. ¿La matarían a tiros en pleno día si echaba a correr, o la atraparían? Claro que la cogerían. Apareció una niña en una bicicleta muy grande. Llevaba sandalias y unos calcetines que le llegaban hasta la rodilla. A un lado del manillar colgaba una cesta de plástico y al otro un pequeño cacharro de leche. Zara la miró fijamente y la niña la saludó con la mano y le sonrió. Zara cerró los ojos. Tenía un mosquito en la frente, pero no le quedaban fuerzas para espantarlo. La puerta se abrió de golpe. Zara alzó los ojos. Lavrenti. El viaje continuó. Paša conducía. Lavrenti sacó una botella de vodka y un pan, al que fue dando bocados entre trago y trago, limpiándose con la manga. Un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga.
—He ido a Turaida.
—¿Adónde?
—A Turaida. Se veía desde ahí, desde el muro.
—¿Desde qué muro?
—Desde donde sale el teleférico. Hay unas vistas preciosas. Se ve hasta el otro lado del valle. Hay una mansión y después el castillo de Turaida.
Paša subió el volumen de la música.
—He ido en taxi. La mansión era un sanatorio y de ahí he cogido un taxi hasta Turaida.
—¿Qué dices? ¿Por eso has tardado tanto?
—El taxista me ha contado una historia sobre la rosa de Turaida.
Paša pisó el acelerador. A Lavrenti le temblaba la voz por el vodka y la emoción. Paša subió más la música, probablemente para no oírlo, Lavrenti se apoyó contra el hombro de Zara. Su aliento a alcohol era frío, pero en su voz pesaba la melancolía y la añoranza. De repente, Zara se reprochó haber reconocido eso en la voz de Lavrenti, pues era la voz de su enemigo, no la de una persona.
—Allí he visto una tumba, la tumba de la rosa de Turaida. La tumba de un amor verdadero. Acababa de salir una pareja de recién casados y habían dejado rosas. La novia iba vestida de blanco… Alguien había dejado también claveles rojos.
Lavrenti se interrumpió. Le ofreció la botella a Zara, que tomó un trago. También le tendió el pan. Ella cogió un trozo. La trataba con cierta ternura. La capacidad de observación de los tiernos se debilita. A lo mejor podría escapar. Pero si intentaba hacerlo entonces tendría que ir a otra parte, no a donde iban ellos. Y no sería capaz.
Paša reía.
—La rosa de Turaida también tenía los ojos azules —se burló—. ¿Acaso preparaba el mejor saslik del mundo?
Lavrenti le golpeó el hombro con la botella. El coche dio un par de peligrosos bandazos, de arcén a arcén.
—¡Estás loco o qué!
Consiguió recobrar el control del coche y continuaron viaje hacia donde pasarían la noche, mientras Paša parloteaba sobre sus planes en Tallin.
—Y unos casinos como en Las Vegas. Sólo hay que ser rápido, hay que ser el primero, la lotería de Tallin y sus casinos. ¡Todo es posible!
Lavrenti bebía vodka, partía pan y se lo ofrecía a Zara, y los graves de la radio hacían vibrar el coche todavía más que los baches de la carretera. Paša seguía con su Salvaje Oeste, porque eso era lo que significaba Tallin para él.
—Vosotros, los estúpidos, no lo entendéis.
Lavrenti frunció el cejo.
—Lo que ocurre es que tú no tienes a Rusia en el corazón.
—Pero ¿qué dices? ¡Estás como una cabra!
Paša le dio un empujón y Lavrenti se lo devolvió, y el coche volvió a dar bruscos bandazos. Zara intentó esconderse como pudo en el espacio entre los asientos. El coche se balanceaba y daba tumbos, el bosque pasaba volando alrededor, aquellos pinos negros. Zara tenía miedo, la saliva con olor a alcohol la salpicaba, olía a la cazadora de piel de Paša, a los asientos de skay del Ford, al ambientador Wunderbaum, el coche seguía dando bandazos, y la pelea continuó hasta que se calmaron los ánimos. Zara se atrevió finalmente a cerrar los ojos. Despertó cuando Paša entró derrapando en la finca de su socio. Se quedó hablando con los otros hombres toda la noche, mientras Lavrenti llevaba a Zara a su habitación y se le echaba encima, sin dejar de repetir el nombre de Verotska.
Por la noche, se quitó la mano de Lavrenti del pecho con cuidado, se levantó de la cama con sigilo y fue hasta la ventana cerrada con pestillo. Parecía fácil de abrir. La carretera, que se distinguía entre las cortinas, era como una lengua gorda y seductora. En Tallin, probablemente volvería a estar encerrada en una habitación con cerrojos. Algún día las cosas tenían que cambiar.
Al día siguiente llegaron a Valmiera, donde Lavrenti le compró a Zara unas chucherías, y luego continuaron hacia Valga. Paša y Lavrenti no se hablaban más que lo imprescindible. Estonia se acercaba. La carretera la llamaba, pero Estonia ya estaba muy cerca. Y ella no escaparía, claro que no, no podría.
En la frontera de Valga, Paša sacó un mapa arrugado del bolsillo. Lavrenti le dio unos golpecitos con el dedo.
—No cruzaremos por el puesto de guardia fronteriza. Mejor demos un rodeo.
El coche avanzó ruidosamente por una carretera secundaria y cuando al fin dejaron atrás una columna de madera, que indicaba la frontera, entraron en Estonia. La mano de Lavrenti descansaba sobre el muslo de Zara y de repente ella sintió un intenso deseo de acurrucarse en su regazo y dormir. Debía tanto dinero que ya no podía contarlo. Algún día.
La noche anterior Lavrenti le había prometido que, en cuanto Paša inaugurara sus casinos, Zara iría a trabajar a uno de ellos y ganaría muchísimo más dinero. Podría pagarlo todo.
Algún día.